miércoles, 12 de marzo de 2014

CHARNEGO MALAGUEÑO

Un primo suyo llamado José Luis Vergara, que llevaba varios años instalado en Barcelona, le envió un recorte de anuncios del periódico “La Vanguardia”, con la indicación manuscrita de que “me parece que buscabas algo como esto”. Una agencia de publicidad muy veterana pedía “auxiliares de redacción publicitaria; no es indispensable experiencia”. Escribió de inmediato. Tras cruzar cuatro cartas, el jefe de personal de la agencia le citó: “Si pudiera usted venir para un examen y concretar, nos interesaría mucho”. Aunque Pedro debió gastar una parte sustancial de sus ahorros, acudió a la cita, pero se encontró con que no era el único convocado; tuvo que esperar varias horas y fue uno de los últimos que hicieron pasar ante el examinador. Volvió a Málaga, donde vivía, con gran decepción y muy enfadado por el gasto inútil, pero recibió diez días después una carta urgente comunicándole que había sido elegido para ocupar el puesto, dándole un plazo de dos semanas para la mudanza.
El empleo le atraía y estaba dispuesto a progresar en él, así que lo dispuso todo dentro del plazo fijado, pese a las protestas y súplicas de sus padres. Se hizo cargo del empleo con la determinación de triunfar le costase lo que pudiera costarle. Notó pronto que valoraban mucho su trabajo y que uno de los eslóganes que había inventado tan sólo dos meses después de comenzar, lo eligieron para parte de una campaña de helados.
Los primeros seis meses permaneció tan enfrascado en cumplir satisfactoriamente su trabajo y progresar, que no se fijó demasiado en lo demás. Vivía hospedado por uno de sus tíos, casado ya mayor con una barcelonesa, que vivía en uno de los barrios más tradicionales de la ciudad; se trataba de un barrio modesto, seguramente obrero, y no detectó que viviera cerca nadie originario de otras regiones. En el barrio se hablaba muy preferentemente catalán, notando Pedro que los demás tenían que hacer algún esfuerzo cuando, en una tertulia de vecinos jóvenes, alguien alertaba de que él hablaba castellano tan sólo.
De manera que tardó en darse cuenta de que empezaba a comprender el catalán y de que muchos comentarios le perturbaban. Esos vecinos exclamaban demasiado frecuentemente frases como “De Valencia, ni el arroz” o “Murciano y hombre de bien, no puede ser”, o “Como los malagueños son tan vagos…”
Tardó en comprender el sentido profundo de esas frases después de haberlas escuchado durante algún tiempo. No eran las únicas expresiones despectivas hacia otras regiones, pero fueron esas tres las que más se grabaron en su memoria
Era tan joven, veintitrés años tan sólo, que nunca había oído hablar de xenofobia ni racismo, ni de sentimientos de rechazo de ningún pueblo hacia otro. De modo, que sólo cayó en la cuenta del significado malvado de esas frases cuando le alertó un directivo de la “Peña de Málaga” que le comentó: “Nos reprochan haber venido aquí a quitarles algo”.
Pedro no consideraba que le hubiera quitado nada a nadie. Había sido elegido en un examen, en el que seguramente habrían participado muchachos de muchas más procedencias, incluida la barcelonesa. Pero el aviso del directivo de la peña se inoculó en su conciencia de manera molesta. Cuando llevaba ya varios meses viviendo en el lugar, comenzó a sentir desasosiego cada vez que los vecinos expresaban aquellas ideas; y no sólo desasosiego, sino fuerte enfado. Estados que subyacían en su ánimo a pesar de que disfrutaba de mucha popularidad en el barrio; lo que podía resultar paradójico. Los vecinos jóvenes no sólo le hacían partícipe de sus juegos, tertulias y conversaciones, sino que iban a llamarlo al atardecer casi a diario.
Pedro se debatía en el desconcierto. Hasta ahora, no le había desconcertado esa popularidad, porque ya en Málaga era popular, pero cada día aumentaba su incomodidad cuando escuchaba despectivas frases de carácter xenófobo, que muchas le englobaban a él mismo y sus paisanos, aunque los vecinos del grupo no parecían darse cuenta de que lo estaban aludiendo de modo insultante.
Carme Cuadranch era una de las que más pronunciaban esas frases pero, al mismo tiempo, era la que más insistentemente buscaba a Pedro, lo que a este llegaba a producirle hasta vértigo, porque fue comprendiendo que Carme hablaba de su región como si no llevara ya más de dos milenios formando parte sustancial de España y Tarragona no hubiera sido capital de Hispania-España durante el Imperio Romano. ¿Cómo era posible esa contradicción? Si Carme recelaba del pueblo originario de Pedro, y lo culpaba de algo por extensión, ¿por qué se mostraba tan amistosa con él y lo acosaba tanto?
Carme no era precisamente un bellezón. Tampoco era demasiado amena ni graciosa, pero era la que mejor hablaba el castellano; su familia no parecía un bastión de su aversión contra los demás españoles, porque su padre trabajaba en la “Sociedad Española de Automóviles de Turismo” y su hermano era policía nacional. Pero Carme contaba ya veintidós años, edad suficiente como para tener ideas propias, que a tales edades era muy frecuente que contradijeran las de sus padres. En algunas ocasiones, Pedro se sintió tan cercado por sus atenciones e insinuaciones, que se citaba con ella para ir al cine o a un “boite” un poco a la fuerza, pero sin afearle los insultos; vivía preso de una contradicción cada día más incómoda; le gustaba en principio estar con ella, pero le causaban enorme consternación sus reproches xenófobos.
La primera vez que la escuchó llamar “charnego” a otro malagueño en su presencia, no le dio importancia. Pero averiguó en la agencia de publicidad el sentido peyorativo de la palabra, y entonces comenzó a serle muy difícil satisfacer los insistentes requerimientos de Carme, a la que veía cada vez más alejada y extraña. Pero, asombrosamente, ella persistía aunque las expresiones con que Pedro la acogía estaban convirtiéndose en notoriamente forzadas. Todas las tardes era, entre los vecinos, la primera en acudir en su busca, y frecuentemente era la única.
Y además, comenzó a ocurrir algo inquietante. El hermano policía de Carme tenía un aspecto severo e intimidante. En aquellos tiempos, llamaban “grises” a los policías por el traje que vestían, un uniforme gris cuyas hombreras ensanchaban amenazadoramente la figura. Jorge Cuadranch resultaba impresionante cuando salía uniformado. Aunque lo asombraba, Pedro no le prestó mucha atención hasta que se dio cuenta la primera vez:
Él y Carme, así como los demás vecinos jóvenes, solían formar tertulias en la acera situada frente a la vivienda del tío de Pedro, junto a un muro de piedra construido para sostener un talud de más de un metro, porque el empinado barrio ocupaba la falda de una de los numerosas colinas que rodean Barcelona, tan parecidas a las de Málaga. La familia Cuadranch residía justo enfrente, en el edificio contiguo a la casa del tío de Pedro. A veces, cuando no había nadie más y permanecían charlando solos Carme y Pedro en ese lugar, con frecuencia sorprendía a Jorge mirándolos fijamente por la ventana, como si los vigilara. Cuando se daba cuenta, Pedro sufría siempre un sobresalto, porque el cuadrado policía Jorge Cuadranch tenía una apariencia formidable, su rostro rebosaba severidad y sus ojos miraban como seguramente sólo podían mirar los policías que, además, eran investigadores.
La relación con Carme fue resultándole cada vez más incómoda, no sólo por sus sentencias xenófobas y desconsideradas, sino, también, por las miradas de su hermano y por un hecho que fue produciéndose progresivamente con mayor frecuencia; no era raro toparse con él, generalmente de paisano, cuando la pareja iba a un bar o a una “boite”. Después de ocurrir muchas veces, Pedro se convenció de que no eran encuentros casuales.
Las citas con Carme fueron espaciándose. Sin capacidad de ser cínico ni embustero, se buscó una actividad que lo retuviera cerca de la agencia al terminar sus jornadas, para llegar a casa de su tío pasadas las horas de las tertulias callejeras. A veces, hasta después de la hora de la cena. Pedro se matriculó en un curso nocturno de diseño industrial y se sumó a un grupo de teatro que ensayaba en la Casa de Málaga. Por uno u otro motivo, se quedaba en el centro de la ciudad hasta dos o tres horas después de haber terminado su jornada laboral. Conforme la fue disuadiendo sus ausencias, Carme fue volviéndose menos insistente, aunque sin llegar a desmayar.
Pero Pedro ya estaba escaldado. Sus oídos habían perdido la “virginidad” frente a los comentarios xenófobos, y ya los detectaba en diferentes lugares, no sólo en boca de Carme, lo que tal vez había ocurrido antes sin tomar conciencia de ello; los oía no en el centro ni en la agencia; los sorprendía de soslayo en cafeterías cercanas a su barrio, en una piscina cubierta que frecuentaba y en el mercado del Guinardó. Asombrosamente, cayó en la cuenta de que tales comentarios tan adversos y hostiles los dedicaban sólo a españoles de otras regiones, no a los residentes franceses, italianos o hispanoamericanos. Comenzó a cuestionarse la idoneidad de decidir cambiarse de ciudad e iba alumbrándose en su ánimo la idea de que, tal vez, no sería capaz de continuar viviendo en Barcelona. Una noche, se encontró con Jorge Cuadranch en el bar de la Casa de Málaga, lo que le asombró.
-Coño, ¿qué hace usted aquí? –preguntó Pedro.
-Tenemos una investigación cerca y me ha dado por entrar a tomarme un vinillo de tu tierra. No me hables de usted, hombre, tengo veintisiete años.
Pedro no conocía el dato, pero advirtió que había creído, inconscientemente, que Jorge tendría mucho más de treinta.
-Si le… si te gusta el vino de Málaga, prueba a tomarlo mientras meriendas una tapa de lomo con manteca colorá.
-¿Qué?
-Muy poca gente sabe que la gastronomía malagueña es muy rica y tenemos muchísimo más que pescado. Málaga es al mismo tiempo marina y montuna. Orográficamente, se parece mucho a Barcelona; pegadas a la ciudad, hay montañas muy altas y muchos bosques, por lo que tenemos platos de caza y otros muchos que tienen que ver con el bandolerismo o las travesías muy largas de pesca en altamar. A pesar de lo dulce que suelen ser la mayor parte de los vinos de Málaga, acompañan perfectamente un lomo de cerdo que allí adoban y conservan en orzas de barro.
Pedro se interrumpió para pedir al camarero una tapa de “lomo con manteca colorá”, que pagó para que la invitación resultase patente.
-Adelante, Jorge; te va a encantar.
Notó que el policía daba un primer mordisco con prevención, pero en seguida engulló la tapa con fruición y pidió otra.
-Está buenísimo esto. ¿Sabes cómo se hace?
-Fríen el lomo en manteca también de cerdo, pero adobado con muchas especias, que no sé cuáles son pero puedo pedir la receta a mi madre.
-Si no te importa, me gustaría que lo hagas. Podríamos cocinarlo juntos.
Pedro fue incapaz de imaginarse en una cocina guisando en la abrumadora compañía del uniformado, aunque no llevase uniforme. Decidió pedir la receta, pero no tenía claro qué haría cuando su madre le respondiera. Dos noches más tarde, Carme llamó a la puerta del piso del tío mientras estaban cenando. En cuanto la atendió Pedro, le preguntó:
-¿Ha llegado ya la receta de tu madre?
-No comprendo.
-Me ha dicho mi hermano Jordi que vas a enseñarle a cocinar una conserva de cerdo magnífica. Insiste tanto, que he tenido que venir a preguntarte.
-¡Ah…! Ya he pedido a mi madre la receta. No creo que me llegue la respuesta antes de una semana. ¿Cómo estás?
-Bien. Un poco… no sé. Oye, me he enterado de tantas cosas que haces, además de trabajar. Te esfuerzas tanto, que no pareces malagueño.
Esta observación molestó a Pedro muy profundamente, pero consiguió disimular.
-Si no estuviera tan cansado, te invitaría a dar una vuelta, pero necesito que me disculpes, Carme; he tenido un día duro. Mañana no tengo clase; trataré de llegar lo antes posible, para que podamos dar un paseíto.
-Espero que cumplas tu palabra –sentenció Carme.
Cerca de su domicilio, había un pequeño jardín público cuya arquitectura había realizado Antonio Gaudí. Como a la tarde siguiente Pedro olvidó la cita y llegó muy tarde, se propuso disculparse proponiendo a Carme ir el sábado a ese hermoso lugar, llamado “Parque Güell”. Como no la vio esa noche, escribió una nota de disculpa con la cita, nota que pasó bajo su puerta a la mañana siguiente. Era jueves. Le pareció que el sábado llegaba demasiado rápido.
Cuando llamó a su puerta a la hora fijada en la nota, Carme abrió ya dispuesta.
El Parque Güell era un lugar sorprendente, lleno de una arquitectura con pretensión de imitar la naturaleza; bello, pero a Pedro le pareció al pronto un parque de atracciones de los que salían en las películas estadounidense; no era que le disgustaba, pero se sentía impulsado a tocar casi todo para convencerse que nada era de cartón piedra. Las columnatas, asientos, fuentes, escalinatas y demás trataban de reproducir volúmenes orgánicos. Todo resultaba vagamente barroco, según lo que Pedro estaba aprendiendo en la escuela de diseño, pero la otra famosa obra de Gaudí, la Sagrada Familia, más bien parecía gótica.
Con desasosiego, Pedro notó que, aunque había bastantes turistas extranjeros, paseaban muchos vecinos conocidos del barrio. Se preguntó por qué, ya que era un lugar tan próximo a sus viviendas, que ya debían conocer de sobra. Empezó a preguntarse si muchas de las cosas que contemplaba no tendrían una finalidad política o reivindicativa de no sabía el qué o, tal vez, algún sentido religioso. Creía advertir por doquier referencias mitológicas griegas, aunque no sabía mucho de mitología. Hasta le pareció identificar símbolos masónicos, pero se abstuvo de comentarlo, sobre todo porque, a causa de las advertencias de los políticos, ese grupo mistérico le daba miedo y presentía que también se lo causaría a Carme. Otras cosas le parecían demasiado enigmáticas y proyectó visitar el lugar otro día a solas, y leer antes todo lo que pudiera sobre el lugar, a fin de tratar de comprender mejor lo que estaba mirando.
Como todo el parque era muy abrupto, lleno de escaleras y caminos muy empinados, y sintiéndose cansados, se sentaron en uno de los bancos corridos, decorados con trozos de azulejos formando una especie de mosaico modernista.
Como Pedro no disfrutaba ya gran cosa la compañía de Carme, no le prestaba mucha atención aunque fingía mirar hacia ella. Dos mujeres hablaban alto y sin tapujos, despreocupadamente, sentadas detrás de ellos a poca distancia. Lo hacían en catalán y Pedro entendía ya bien el idioma local, aunque no se sentía capaz de hablarlo a pesar de haber leído poemas interesantes de Salvador Espriu.
En esencia, la conversación consistía en denostar a una conocida de ambas mujeres, al parecer cordobesa. Esa “charnega” era impresentable, no atendía adecuadamente a su familia, era perezosa, mala madre, mala esposa y “vete tú a saber si no le pondrá los cuernos al marido, con la poca moralidad que tiene esa gente”.
Oír tales expresiones en un lugar tan bello, desentonaba. Quiso observar disimuladamente a las conversadoras, a ver qué impresión le causaban. Creyó que lo conseguía sin que Carme notase la dirección de su mirada. No tenían nada de particular, pero lo que más sobresalió para sus ojos fue que la descripción crítica que hacían de la amiga cordobesa les cuadraba a ellas estupendamente.
Algo le hizo desviar los ojos. Mientras miraba en esa dirección, vio llegar a Jorge, el policía hermano de Carme. Sintió una convulsión. Vestía de paisano y así y todo le causaba demasiada impresión, y ahora verlo le causó enojo.
-Mira quien viene ahí.
-¿Mi hermano Jordi? –dijo Carme sin volver la cabeza- Yo le dije que íbamos a estar por aquí.
Fue a preguntar el motivo, pero Jorge había llegado ya junto a ellos.
-Vaya, pareja, vosotros por aquí… ¿qué, tomando el sol?
Pedro comprendió que trataba de hacerle creer que el encuentro era casual. En cambio, Carme había reconocido la confidencia. Se sintió tan escamado y enojado, que tuvo ganas casi irresistibles de despedirse y echar a correr. Se contuvo por no ocurrírsele un pretexto que le pareciera creíble. Siguieron el recorrido unos minutos los tres, pero Pedro tenía ganas de orinar. Preguntó dónde había un aseo y cuando se lo indicaron, aseguró:
-Vuelvo en cinco minutos. Esperadme por aquí o me perderé.
Encontró los aseos en un rincón discreto. Como no estaba del todo seguro de haber acertado y antes de entrar sin más, se detuvo y un instante, mirando a diestro y siniestro para asegurarse. Sin volver la cabeza, se dio cuenta por el rabillo del ojo de que Jorge llegaba también, con cierta prisa. ¿Hasta ese punto alcanzaba su decisión de vigilarle? ¿Qué podía Pedro hacer de particular en los aseos, aparte de mear? Se colocó en uno de los orinales, que formaban un conjunto de más de media docena; siempre tardaba un poco en comenzar cuando tenía que hacerlo en un local público, aunque no hubiera nadie más, pero peor fue que Jorge se situara justamente en el orinal inmediato de su derecha. Como el policía era más alto que él, pudo darse cuenta, de reojo, de que se desabrochaba el pantalón de modo ampuloso, para extraer un pene más voluminoso que el suyo, que parecía medio estimulado. Jorge se manoseó como si quisiera resaltar y exhibir el órgano; tal vez trataba de advertirle “Ten cuidado conmigo, o puede caerte una gorda”.
Evidentemente, Jorge quería ser visto sin dificultad, porque empujaba las caderas hacia delante y balanceaba los glúteos tratando de reforzar la exhibición. Poseía gran conocimiento y un sentido algo perverso de la provocación. Mostraba el pene mientras hacía todo lo posible por resaltarlo, un pene bastante oscuro para un europeo, que no ocultaba lo más mínimo puesto que lo sujetaba con la mano contraria a la dirección de las miradas de Pedro. Más que sujetarlo, lo sostenía algo empinado para reforzar el espectáculo.
En tensión sin llegar a concretar los motivos, notó que ponía mucha atención por si hubiera gente detrás, observándoles. Había un silencio pesado. Comprendió que si existiera la menor posibilidad de ser sorprendido, Jorge, aparentemente tan profesional, se habría dado cuenta y no actuaría como lo estaba haciendo, porque aun visto de soslayo, el pene de Jorge se había endurecido del todo en una erección muy notable y engrandecida, que seguramente sería detectada por ambos lados para alguien que tuviera alguna curiosidad.
Pedro deseaba mirarlo con franqueza, porque los genitales del temible Jorge le parecían especiales, aunque nunca había visto ninguno más que los suyos, y le producían curiosidad, pero estaba tan abrumado que además de sus dificultades para orinar, las tenía para permanecer sereno. Las preguntas comenzaban a torturarle. ¿Qué clase de acechanza podría el policía haber sospechado de él para inspeccionarlo tan a fondo? La suspicacia comenzó a inspirarle otras preguntas: ¿El policía podría ser un gran simulador, y compartiría la xenofobia y el racismo de su hermana, por lo que su trabajo en la policía representaría una coartada? ¿Proyectaba expulsar a Pedro de la vera de Carme, porque no lo consideraba digno a causa de su procedencia?
Desistió de orinar; no iba a conseguirlo. Pero la necesidad persistía. Se detuvo a la salida, intentando tomar la decisión más práctica, porque, si continuaba el paseo, sus ganas iban a redoblarse.
Como era sábado, abundaban los visitantes. El numeroso público pasaba por delante, indiferente, enfrascado en sus asuntos y en la diversión, pero Pedro se sentía como si tratara de esconder algo.
-¿Algún problema? –preguntó Jorge desde detrás, muy bajo, casi rozando su oreja con los labios, causándole un leve sobresalto.
-¡Qué! No. Es que no he podido orinar. Siempre tengo problemas en los aseos públicos.
-¿Te ha gustado mi polla?
-¡Qué! No la he visto –mintió.
-Pues si no la has visto bien, te la enseño cuando quieras. Tengo una polla bonita. Si quieres que entremos otra vez, pasaríamos a un reservado y me animaría, porque seguramente la admirarías. Es muy bonita y algo grande.
El desconcierto le pesaba a Pedro en los hombros.
-Si tienes reparos en orinar en público –aconsejó Jorge-, vuelve adentro y métete en una cabina de inodoro. Con la puerta cerrada te sentirás sólo y mearás con mayor comodidad, sin que temas que te vea nadie.
Pedro aceptó el consejo. Consiguió aliviarse en menos de cinco minutos; cuando volvió fuera, Jorge le esperaba.
-¿Te avergüenza tu polla? –preguntó.
-¡Qué va!
Fueron hacia donde esperaba Carme. Antes de llegar junto a ella, Jorge se inclinó un poco para murmurarle al oído:
-Tienes que enseñarme tu polla en cuanto puedas, porque ahí dentro te has tapado como una monjita. Comprobaremos si está todo bien.
Pedro enrojeció. Cualquier conjetura resultaba estrambótica. ¿Deseaba Jorge certificar que Carme no tenía que temer nada de él en lo sexual? ¿Trataba de que se sintiera apocado? ¿Pretendía acomplejarlo, y por eso había hecho lo posible por mostrarse superior en ese aspecto? Cada día, Jorge Cuadranch resultaba más temible y le causaba mayor angustia. Carme pagaría el pato en lo sucesivo, porque iba a eludirla todo lo posible.
Pasaron cuatro días sin cruzarse con ella ni su hermano. Al anochecer del miércoles, salió de la agencia pensando tan solo en el ensayo teatral al que tenía que asistir en la Casa de Málaga. No se acordaba del policía ni de su hermana, por lo que sintió un estremecimiento al llegar al portal de la peña. Vestido con su uniforme, Jorge lo esperaba en el portal.
-¿Ocurre algo? –preguntó Pedro, alarmado.
-No, Me han dado muchas ganas de comerme un bocadillo de aquel lomo que me hiciste probar. Por cierto, no cumpliste tu palabra de enseñarme a hacerlo.
-Ah, disculpa. Le pedí la receta a mi madre, pero ella tampoco la sabe. Está esperando que se la mande una prima de un pueblo que se llama Ardales. Te avisaré en cuanto llegue.
-¿Te importa que suba contigo?
-¿Así? Se van a impresionar muchísimo al ver entrar un policía de uniforme.
-¿Tú crees? ¿Es que hacen cosas raras en esta peña?
-No, qué va. Impresionas mucho, ¿es que no te das cuenta?
-Menos a ti.
-¿Qué quieres decir?
Jorge sonrió de modo un poco malicioso.
-El sábado te enseñé mi polla en el Parque Güell, y tú, ni caso.
-Pero… ¿Qué tendría que haber hecho?
-Acariciármela.
Pedro estuvo a punto de lanzar un exabrupto. Se contuvo, pero dijo:
-Estaba acojonadísimo tratando de mear contigo al lado, y ni siquiera pude hacerlo. ¿En qué cabeza cabe que me diera por acariciarte el pene, con el miedo que me das?
-¿Te doy miedo?
-Una pechá, que decimos en Málaga.
-Pues no deberías. Mira, mientras me preparan el bocadillo de lomo, voy al servicio. Espera un par de minutos, y ve también.
Sin esperar asentimiento, Jorge hizo lo anunciado. Pedro permaneció mucho más de dos minutos dudando. No había mucha gente, pero si entraba en la zona de los baños antes de haber regresado Jorge, sin duda alguien lo encontraría extraño. ¿Qué se propondría el policía? Como no volvía, entendió que le esperaría sin desistir, y fue a su encuentro. En cuanto entró, situado junto al orinal, Jorge volvió un poco el cuello para decirle en voz muy baja:
-Estoy de uniforme, lo que me obliga a ser discreto. Voy a entrar en el excusado, pero no correré el pestillo. Asegúrate de que nadie pueda darse cuenta, y entra también.
Pedro sintió que iba a obedecer. ¿Había sido hipnotizado? Tras encerrarse Jorge, empujó temerosamente la puerta para encontrarse con que el policía, encima del inodoro, se había bajado el pantalón hasta medio muslo; el pene asomaba casi erecto bajo la chaqueta gris.
-Bájate un poco el pantalón, pero no tanto que puedan darse cuenta por la parte descubierta bajo la puerta. Tengo que revisar tu polla.
Mientras lo decía, se puso en cuclillas. Pedro había empezado a aflojarse el cinturón con timidez, pero Jorge apartó su mano y lo aflojó él, decididamente; le apretó reiteradamente el pene todavía dentro del slip, tratando de estimularlo. Pedro sentía mucha vergüenza. Por último, Jorge le bajó poco a poco el calzoncillo, hasta descubrir completamente el pene encogido de temor.
-No tienes nada malo, Pedro. Tu polla también es bonita, pero… ¿por qué tienes tanto miedo? Estás muy achicado.
-¿Cómo no voy a tener miedo?
Jorge sonrió. La sonrisa modificaba su rostro de modo sustancial. Tanto, que Pedro se apaciguó.
-Mira, no hagas nada –pidió Jorge con tono profundo y muy bajo-. Tenemos que conseguir que tu polla deje de sentir pánico y se muestre en todo su esplendor. Somos adultos y machos… ¿no?
-Sí… -murmuró Pedro estupefacto.
Jorge acariciaba su pene enérgicamente, pero con suavidad. Dentro de la mente de Pedro había un extenso panorama de miedo y resquemores, panorama que se estaba desmoronando de golpe, como arrastrado por un tornado. Jorge le acarició suave y cálidamente el mentón. Con paciencia e inesperada sabiduría, estimuló y estimuló, y el pene de Pedro consiguió una inesperada y sorprendente erección. Jorge acercó la boca a su oreja izquierda:
-Me enamoré de ti en cuanto llegaste al barrio.
Pedro trató de disimular su pasmo. Había sentido miedo durante meses, mientras Jorge buscaba una puerta que ignoraba que existiera.
-¿Te enamoraste?
-Sí, Pedro. Y estaba celoso de mi hermana; como ella te provocaba porque yo se lo pedí para llegar a ti, creí que me mentía cuando me decía que tú no le metías mano, y veo que lo que pasa es que estás en las nubes. Mira, pienses lo que pienses, tu polla me desafía… así que déjate hacer. Tiesa, es maravillosa. Me muero por comértela y hacerte volar. Lo que pase mañana, será otra cantar. Abandónate.
Pedro cerró los ojos. Lo que estaba ocurriendo no estaba escrito en ningún catálogo que conociera ni en los libros de texto. Descubría resortes en su cuerpo que ignoraba que existieran. Seguramente, desconocía todavía mucho porque era joven, pero nada ni nadie la había hecho sospechar que se pudiera levitar de placer. Ninguna lección, ninguna conversación de los amigos ni las lecturas le habían preparado para lo que sentía. Jorge lo manejaba como si fuera un muñeco y no tenía ninguna gana de rebelarse; ni siquiera se preguntó de dónde sacaba Jorge tanta experiencia.
En algún momento, Jorge se apeó del inodoro y lo alzó hacia él. Pedro cerró los ojos, convencido de que estaba muy mareado y podía perder el equilibrio. Advirtió que Jorge lo forzaba a darse la vuelta y agachar el torso; lo que ocurrió a continuación no podía haberlo imaginado ni aunque poseyese la imaginación de cien cuentistas clásicos; algo húmedo y muy cálido fue avanzando entre sus glúteos, agitándose y demoliendo cualquier idea que tuviera sobre su propio cuerpo. Comenzó a sentir oleadas de calor y escalofríos. No adivinaba lo que ocurriría a continuación, mas anhelaba que eso no acabara. Pero oyó:
-Cómo puedo amarte tanto… -murmuró Jorge.
En seguida, recomenzó la extraña intromisión.
Arrebatado por el enigma placentero en que se sumergía, Pedro no se dio cuenta de que una ironía bullía en su mente: ¿Amaba Jorge a un charnego malagueño? Su temperamento natural tal vez le habría impulsado a expresar esa pregunta de viva voz, pero en lugar de eso dijo:
-No sé lo que me has hecho, Jorge, pero yo también te amo.

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