CUENTOS
DEL AMOR VIRIL – LUIS MELERO
Soldados salaces
Tenía
que hacer la mili cuanto antes, porque su padrino le había jurado que en cuanto
se licenciase lo invitaría a visitar San
Francisco. Por otro lado, temía que su salud pudiera resentirse
irremediablemente, si no adoptaba alguna resolución valiente y continuaba
adelante con lo que hacía a todas horas.
El
padrino de Lorenzo, Andrés, contaba solamente dieciséis años más que él y
aparentaba casi su misma edad. Andrés solía cruzar el charco cada dos años,
siempre en Navidad, pero el verano anterior había sentido la necesidad de un
veraneo en familia, y pasó casi dos meses con ellos, todo julio y la mayor
parte de agosto. Lorenzo contaba ya diecisiete años y Andrés, treinta y tres. Cuando
sus padres fueron a esperarlo en el aeropuerto, Lorenzo aceptó ir con ellos de
muy mala gana; no reflexionaba acerca de sus frecuentes malhumores ni se
preguntaba qué los causaba. Sentía angustia constante, sin conseguir explicarse
la razón; pero ante sus padres, y principalmente ante su padre, esa angustia se
trufaba con miedo y una especie de vértigo, un vacío y una náusea, junto al
terror a ser cogido en falta aunque no estuviera haciendo nada, ni malo ni bueno.
Sencillamente, nada; y sin embargo temía a todas horas que una amenazante
avalancha de barro se le echase encima.
Pero
cuando Andrés salió de la recogida de equipajes y el joven lo reconoció porque
sus padres lo saludaron con muchos aspavientos, Lorenzo experimentó una
convulsión y como si algo grandioso le estallara en el pecho, llenándolo de
estrella de colores. Jamás había visto un hombre parecido. Cuando su madre le
ordenó que lo besara, sintió el alma en vilo y su miedo se redobló.
La cena
de esa noche representó un tormento para el muchacho. Le había tocado sentarse
frente a su padrino, pero no quería mirarlo. Forzaba la cabeza a izquierda y
derecha, hacia su padre o cualquiera de
sus cinco hermanos para evitar mirar al
frente, pero el centro de la reunión era el invitado recién llegado de los
Estados Unidos. La conversación pivotó sobre los relatos de Andrés y las
preguntas que todos le hacían, excepto Lorenzo. En silencio, el joven admiraba
el modo de accionar la boca Andrés al comer. Sus movimientos al manejar el cuchillo
y el tenedor exhibían unas manos fuertes, morenas, algo velludas, y cuidadas
como para tomar una fotografía. Ansiaba que la comida acabase y poder retirarse
a dormir, porque sentía ganas de llorar y carecía de pretexto; como dormía en
litera en un dormitorio ocupado también por sus dos hermanos varones, menores
que él, ni siquiera podría llorar a solas como deseaba, para no tener que
responder a los chicos. Tendría que disimular para que no le hiciesen preguntas
inconvenientes, cuando ni él mismo sabría las respuestas.
Uno de
los días familiares en la playa representó el mayor número de horas en tensión
que Lorenzo recordaba, porque no vio pasar a ningún conocido ni encontró otro
pretexto para apartarse del grupo, como había hecho ya muchas veces. Su
tío-padrino poseía un espectacular cuerpo de gimnasio, con pectorales y abdominales
sumamente definidos; hombros redondeados y anchos como en las esculturas de
faraones, cintura propia de escultura de un adolescente griego; sus glúteos
eran esféricos, apetitosos y prominentes, como si desafiaran la gravedad, y
nunca había visto Lorenzo unas piernas de hombre mejor formadas, con gemelos
redondos muy equilibrados, cuádriceps marcados como si fuesen de piedra,
abductor y recto interno dibujados como en los grabados de anatomía de Leonardo,
y los dos supinadores más simétricos que había contemplado nunca; sólo las
cubría vello casi rubio, como una especie de malla dorada que en vez de
oscurecer las extremidades las embellecía. Las piernas fuertes y hermosas lo
ponían cachondo, solía mirar a hurtadillas en el gimnasio a los compañeros más
desarrollados y nunca llegaban sus piernas a parecerle tan completamente
deseables. Andrés era deseable no sólo por sus piernas y el notable
abultamiento del bañador; poseía una piel alabastrina bronceada sin exceso; el
no muy denso cordón de vello que le bajaba desde los pectorales, por entre los
abdominales hasta el ombligo y que se perdía en el medio exhibido vello
público, era una especie de cordón de oro; lo de la espalda era sorprendente,
cualquier escuela de anatomía contrataría a Andrés como modelo, porque se
podían reconocer todos sus músculos.
Las piernas
de su padrino eran como dos columnas salomónicas consagradas en una iglesia de
postín. Todo el cuerpo de su padrino era perturbador, porque nadie, ni un
heterosexual recalcitrante, dejaría de contemplarlo, y de hecho era lo que
estaba sucediendo; todo el mundo miraba a Andrés, hombres y mujeres;
probablemente, se preguntarían si era el modelo de un famoso perfume de hombres
de la televisión. Durante el día de playa, tuvo que desviar muchas veces la
mirada, temeroso de que su padre se diera cuenta de lo que contemplaba con
tanto arrobo. Cuando notaba que sus padres le observaban, movía violentamente los
ojos en derredor, sin acabar de reconocer nada, o los cerraba. Y para colmo,
cada vez que Andrés volvía de darse un chapuzón su breve bañador de licra era
como si desapareciera; los genitales brotaban turgentes y claros como si
estuviera desnudo, penduleando al andar. Lorenzo pasó entre erecciones la mayor
parte del día; tenía que echarse bocabajo en la arena, apretar los párpados y
pensar en cosas desagradables cada vez que notaba que podía eyacular si no
dejaba de contemplar a su tío.
Para
colmo de males, le tocó sentarse junto a Andrés en el atestado coche de su
padre. Las caderas y piernas tan apretujadas impulsaron que Lorenzo eyaculase
tres veces en el trayecto de la playa a su casa, no demasiado largo; tras el
primer orgasmo, aterrorizado por la posibilidad de que alguien descubriera la
mancha en su pantalón corto y lo comentara, tuvo que forzar la cintura para
alcanzar una de las toallas que iban enrolladas detrás, y echársela sobre el
regazo. Cuando llegaron a casa a última hora de la tarde, el padre propuso:
-Andrés,
¿por qué no sales esta noche por ahí con mi hijo mayor, y lo aleccionas de lo
que ya debería saber un hombre a su edad?
Lorenzo
sintió nueva convulsión. ¿Cómo resistiría pasar varias horas de fiesta con su
tío, sin descubrirse? Notó que Andrés asentía mientras preguntaba:
-¿Cómo
haremos para no despertaros si volvemos tarde?
-Bueno,
cuñado, tampoco hace falta que volváis tan tarde. Pero si vemos que os
retrasáis, no te preocupes; tu hermana preparará un colchón junto a tu cama,
para Lorenzo, con objeto de que no despierte a los niños.
Así
comenzó la noche más gloriosa junto a su tío que Lorenzo recordaba, mientras
esperaba turno para inscribirse en el ejército como recluta voluntario. Había
contado hasta ciento cincuenta pero ya había perdido la cuenta de las veces que
se masturbaba en homenaje de Andrés; a veces, mirando sus fotos, sobre todo las
de la playa, pero ni siquiera le hacía falta ese estímulo. Con sólo pensar en
él tenía erecciones constantes. Una de sus cartas hizo que se masturbara cuatro
veces durante una tarde-noche. El recuerdo vivo de Andrés, las ensoñaciones de
cada noche y sus innumerables eyaculaciones habían producido un efecto al que
no daba importancia, pero que los demás notaban.
-Parece
que el Lorenzo se ha tranquilizado un poco –dijo una día su padre a su madre-,
desde que tu hermano se lo llevó por ahí de fiesta. Ya no estalla tanto, se le
ve más sereno. Seguro que el Andrés lo llevó de putas.
Aquel
día de dos meses y medio antes, tras volver de la playa, pasó más de una hora en
el baño tratando de mejorar su aspecto todo lo posible; sus cejas se habían
vuelto muy pobladas y casi cejijuntas, por lo que usó la pinza de su hermana
mayor para eliminar algunos pelillos de esa zona. No padecía exactamente una
erupción de acné, pero tenía algunos barritos. Fue extrayéndolos y
refrescándolos con colonia. Después de todo eso, cuando se convenció de que ya
no tenía más arreglo, pasó otra media hora tratando de decidirse entre dos
pantalones y tres camisas. Cuando le pareció que había elegido lo más armónico,
salió al salón; Andrés ya estaba listo. No debía tener dificultades ni pensar
mucho para disponerse a salir. Cualquier cosa que se echara encima sería como
el traje de luces del mejor de los toreros.
Andrés
había alquilado un Chrysler blanco que a Lorenzo le parecía lo más lujoso que
nadie podía conducir. Lorenzo se acomodó en el asiento del copiloto con el
cuello rígido, dispuesto a no mirar hacia su padrino ni una vez; estaba seguro
de que sus ojos resbalarían hasta la entrepierna, que ya en el salón había
notado que se abultaba de un modo muy obvio.
-¿A qué
clase de sitio quieres ir?
Lorenzo
se encogió de hombros.
-Donde
tú quieras.
Andrés
sonrió.
-Soy
mucho mayor que tú. Dudo que te gusten las mismas cosas que a mí.
-No eres
tan mayor; la gente creería que eres mi hermano. Vamos a donde más te guste,
que seguro que también me gustará a mí.
Andrés
sonrió de un modo algo enigmático. Venía tanto de visita, que conocía
sobradamente la vida nocturna de la ciudad. Decidió elegir un pub musical del
que hablaban mucho últimamente.
Mientras
entraban, Lorenzo pensó en las muchas veces que había tenido deseos de visitar
el local, sin decidirse. Temía la fama del lugar, del que se hablaba como el
sitio donde mejor se podía ligar chicas o chicos; la gente más guapa y mejor
vestida de la ciudad se daba cita allí. Andrés no podía desentonar ni en un
palacio real, pero él tendría que procurar resultar lo menos visible que pudiera. Por
ello, se acomodó en un sofá, casi pegado a su tío.
-Será
mejor que no te pegues tanto a mí, Lorenzo. Ligarás mucho más y mejor si no te
relacionan con alguien tan viejo como yo.
Lorenzo levantó
la barbilla, como contradiciéndolo, y siguió firmemente pegado al cálido y
deseable cuerpo de Andrés, con el que su corazón deseaba fundirse.
Apenas
hablaron, Andrés permitió a Lorenzo tomar sólo un cubalibre mientras él
saboreaba varios bourbon. Ni siquiera se levantaron a bailar. Aun así, pasaba
de la una y treinta de la madrugada cuando volvieron a casa.
-Ya están
durmiendo todos –dijo Lorenzo en seguida, apresurándose para que su tío no
propusiera otra cosa-. Tengo que irme contigo a tu cuarto.
-Bueno.
Pero no me reproches si ronco.
-¿Roncas?
-No lo
sé. Nunca se ha quejado nadie.
Lorenzo
no se atrevió a espiar a su padrino mientras se acostaba; era verano, por lo
que supuso que se cubriría apenas con un slip o… con nada. La idea de que podía
estar desnudo le hizo poner rígido el cuello para no torcerlo a mirar. Sintió
una erección inmediatamente. Pasaron pocos minutos antes de oír acompasada la
respiración de su tío. Se había dormido de modo fulminante, probablemente
ayudado por el bourbon, pero intuía que a él le costaría mucho dormirse. Después de mucho rato, cayó en una especie de
duermevela; no era capaz de calcular el tiempo que llevaba dando vueltas en el
colchón cuando notó que su tío se sentaba en el borde de la cama y le
preguntaba en susurros:
-¿Tienes
algún problema, Lorenzo? Estás suspirando como si te doliera algo.
-¿Sí? No
sé. No me duele nada –respondió Lorenzo mientras cruzaba las piernas en
posición muy forzada, para esconder su erección, aunque permanecían a oscuras.
-Pues me
han despertado tus gemidos. ¿Seguro que no tienes un problema? En la
adolescencia, creemos que el mundo se hunde y que todo escapa a nuestro
control.
-No me
pasa nada –insistió Lorenzo, pero sin saber por qué, se le escapó un sollozo.
Andrés
se arrodilló en su colchón inmediatamente. Sus rodillas rozaban la cadera
izquierda de Lorenzo.
-¿Qué te
hace llorar? –preguntó Andrés, solícito, mientras palpaba con la derecha
buscando las mejillas de su sobrino, para asegurarse de que no estaban húmedas.
Pero sí, notó lágrimas.
-¿Qué te
pasa, cojones?
-No lo
sé. ¿Puedo dormir contigo en la cama?
Asombrado
de su osadía, Lorenzo se dejó alzar por los nervudos brazos de su tío, que le
ayudó a tientas a acomodarse en la cama. El joven le dio la espalda de inmediato,
para disimular la erección. Curiosamente, ahora sí que se quedó dormido en
pocos minutos. Pero la cama no era completamente doble. Se trataba de un
colchón de ciento treinta y cinco centímetros, ancha para uno pero no para dos
personas que no fueran pareja. Lorenzo despertó en el momento que le fulminaba
el orgasmo más intenso y prolongado que recordaba. Advirtió con alarma que
estaba pegado como una lapa a su tío vuelto de espaldas, le había pasado el
brazo por la cintura y acariciaba su pecho levemente velludo. No se atrevió a
moverse ni a retirar el brazo. Como el orgasmo le había despertado, suponía que
se habría agitado y hasta podía haber ronroneado; pero la respiración
acompasada de Andrés revelaba un sueño profundo, que no se había interrumpido,
aparentemente.
Las
semanas siguientes, Lorenzo notó a su tío un poco esquivo, como si tratara de
eludirlo. No sabía si sería invento de su paranoia adolescente o si Andrés se
había enterado de su orgasmo y disimulaba. Le hizo muy feliz cuando le entregó
una tarjeta, al despedirse para seguir viaje a París.
-Aquí
tienes mi dirección, por si te apetece escribirme.
Lo hizo
semanalmente, cartas que Andrés no respondía casi nunca. Cualquiera hubiera
juzgado que Lorenzo escribía cartas de amor: “me acuerdo de ti a todas horas,
muchas noches sueño contigo, tengo tantas ganas de abrazarte, es desesperante
lo lento que pasa el tiempo”; pero Lorenzo no se daba cuenta y Andrés denotaba
no darse por enterado. Sin embargo, respondió de inmediato cuando Lorenzo le
expresó su deseo de pasar una temporada con él en San Francisco. La carta decía
en el último párrafo:
“Con tu
edad, no sería buena idea que hagas un viaje tan largo sin haber cumplido la
mili. No vas a cruzar medio mundo para estar aquí sólo un mes o dos. Puedes
venir todo un año, si quieres, pero una vez que te licencies de la mili, por lo
que pueda prolongarse la visita, que nunca se sabe”
A
Lorenzo le faltó tiempo para ir al cuartel a preguntar. Le informaron de que
tendría que servir en el ejército un tiempo seis meses más largo del que
serviría a los veintiún años, pero la ventaja era que se licenciaría antes de
cumplir veinte.
El
primero de noviembre formó por primera vez en un pelotón del cuartel, que
estaba sólo a un par de kilómetros de casa de sus padres y había podido
elegirlo por ser voluntario. No tenía ojos para mirar a nadie, su pensamiento estaba
lleno de Andrés, de manera que se sobresaltó cuando rompieron filas y un
soldado de su edad se le acercó, diciéndole:
-Soy de
Melilla. ¿Tú eres de por aquí?
Lorenzo
no recordaba haber visto nunca un chico más guapo. En seguida apareció Andrés
en su mente; Iván era hermoso de una manera distinta, más agreste aunque no más
viril. En cuanto a virilidad, eran muy semejantes; notó de nuevo el magnetismo
de alguien que no era su tío. Tuvo que hacer un esfuerzo para recomponerse,
mientras respondía:
-Sí.
-Vaya,
estaba loco por hacerme amigo de alguien que me enseñe la ciudad, sobre todo la
vida nocturna y tal.
-Bueno.
La verdad es que no conozco mucho de eso. Sería mejor que te buscaras novia.
-Ni
pensarlo –respondió el melillense componiendo una cómica mueca de repugnancia-.
Me llamo Iván ¿y tú?
-Lorenzo.
-Como el
sol. Espero que no tengas demasiado que hacer el primer día que libremos.
Aunque no será hasta dentro de un mes por lo menos, querría asegurarme de que
no vas a fallarme.
La
incomodidad inicial de Lorenzo frente a Iván, al cabo de dos semanas se
convirtió en sensación de abandono si el melillense no acudía en su busca en
seguida después de la instrucción. Pero nunca fallaba. A los pocos instantes de
mandar el sargento romper filas, se le acercaba Iván, cuya amenidad estaba
rompiendo muchos de los esquemas de Lorenzo. Nunca le había agradado la gente
de su edad; se sentía en evidencia con los muchachos de su barrio, porque
hablaban de cosas que no le interesaban, pero temía confesarlo. En cambio, Iván
era una fuente de amenidad inagotable:
-Tenemos
que prepararnos para que no nos tomen por majaretas.
-¿Qué
quieres decir?
-Ten en
cuenta que soy de Melilla, donde la mitad de la gente es militar. He tomado
copas con muchos reclutas, que me contaban lo putas que lo pasaban. Tenemos que
procurar un refugio donde meternos cada día cuando acabe la instrucción.
¿Cuántas veces te ha puesto a ti el furriel a barrer los patios?
-Dos.
-Pues ya
lo ves, hay que escurrirse. Tenemos que encontrar donde escondernos para que
ningún mando nos ordene hacer algo de eso en nuestras horas de descanso. Un
sitio donde no puedan encontrarnos.
Lorenzo
miró en derredor y alzó la mirada al techo. El cuartel ocupaba un antiguo convento,
muchas de cuyas trazas conservaba a pesar del desapego militar por la belleza.
Había artesonados en varios salones, ocupados ahora por dormitorios. Donde
estaban en ese momento, había vigas de madera muy anchas y decoradas, todavía
algo distantes del altísimo techo.
-Buena
idea –afirmó Iván siguiendo la mirada de Lorenzo-. Una de esas vigas va a ser
nuestra salvación.
-Estás
chalado. ¿Cómo subiríamos ahí?
-Encontraré
el modo. Ya verás.
Lorenzo
contempló a Iván de arriba abajo; cubiertas por el pantalón, sus piernas
parecían robustas; a pesar de las cartucheras, tenía una cintura breve y bajo
la enorme hebilla cuadrangular plateada del ancho cinturón, lucía una
prominencia que anunciaba la existencia de algo demasiado notable en el
interior.
-Encontrarás
el modo para ti, Iván. Yo no soy tan fuerte como tú.
-¡No
digas tonterías! Te he visto desnudo en las duchas. Tienes buen cuerpo, y si encontraras
problema para subir a esas vigas, no te preocupes, que yo te ayudaré. A mi
lado, no tienes nada de qué preocuparte.
-¿Me has
mirado en las duchas?
Iván no
respondió. Echó a andar y Lorenzo le siguió.
Todos
quedaban exhaustos tras las horas de instrucción; muy intensiva, porque se
suponía que los voluntarios habían ingresado para convertirse en militares
profesionales. Pero el cansancio no ayudó a Lorenzo a dormirse pronto esa
noche; un extraño juego de su mente mezclaba las imágenes de Andrés e Iván; le
parecía contemplar el cuerpo de su tío emerger resplandeciente en la orilla del
mar, pero se le superponía el rostro de Iván. ¿Qué le estaba pasando? Esa noche
empezó a sentirse desleal, una culpa que le acompañó varios meses.
A la
tarde siguiente, Iván le comunicó que había encontrado el medio de subir a una
de las vigas. Había cerca de ella un ventanuco sin reja y por fuera de este, un
apilamiento de jergones en un almacén pequeño que carecía de cerradura. Iván le
precedió en la escalada hasta la tronera; la pared tenía lo menos setenta
centímetros de espesor.
-Fíjate
qué muro, Lorenzo. Como si hubieran querido levantar un rascacielos.
-Igual
que las iglesias.
Tras
encaramarse ambos en el alféizar, en cuclillas, Iván sacó cautelosamente la
cabeza hacia el lado del salón de los artesonados. No había nadie a la vista,
de modo que avisó a Lorenzo:
-Como no
tenemos espacio para ponernos de pie en esta ventana, me voy a lanzar así mismo
hacia la viga. No tengas miedo de saltar tú, yo te tenderé las manos para impedir
que caigas y te ayudaré a encaramarte. Confía en mí
Una vez juntos
en lo alto de la viga, Lorenzo notó que la huella de las manos de Iván
continuaba en las suyas, como si fuese un tinte o un calambrazo. No reparó en
el primer momento en lo muy juntos que tenían que estar sus cuerpos para que la
viga les ocultase del todo; fue la mano de Iván en su culo lo que le hizo
reaccionar:
-¿Qué
haces?
La
cabeza de Iván estaba a muy pocos centímetros de la suya; este volvió el rostro
hacia él y, sin responderle, lo besó profundamente en los labios. El
desconcierto de Lorenzo no pudo superar el esplendor ni la intensidad del
placer que sintió. Nunca le había besado así nadie; cada vez que Andrés le
besara en las mejillas, había soñado con un beso suyo en los labios, pero su
imaginación no había sabido prever lo que ocurría en la realidad. El beso de
Iván fue la descarga de un rayo que recorrió todo su cuerpo, deteniéndose en
los genitales y produciendo una erección
instantánea. Sus piernas y brazos vibraban como un diapasón; sentía pequeñas
convulsiones y todo el vello erizado. Pocos minutos más tarde, Iván le pasó el
brazo por la cintura. Como en ese lugar no le escandalizaba el abrazo, no
volvió a resistirse. Entonces sucedió algo que no esperaba ni habría podido
sospechar; poco a poco, Iván fue girando el cuerpo hasta quedar echado sobre el
costado derecho y forzó a Lorenzo a adoptar la misma postura, sobre el costado
izquierdo. Ya frente a frente, pegados del todo, Iván abrió la bragueta de
Lorenzo sin parar de mirarle a los ojos, que estaban humedeciéndose.
-¿Es
felicidad o tristeza? –preguntó Iván.
Lorenzo
calló. No habría sabido responder con sinceridad.
-Mientras
estés conmigo –murmuró Iván con voz ronca-, mira el mundo de frente y sin
miedo.
Conforme
iba pronunciando despacio y quedo esa especie de declaración de amor, la mano
de Iván se introdujo en el pantalón de Lorenzo y agarró su pene enhiesto. Lo
primero que pensó Lorenzo fue que la mano estaba un poco fría, pero en seguida
su mente se llenó de ramalazos de sensaciones inesperadas. Nunca había sentido
nada igual cuando comenzaba a masturbarse; supuso que el tacto de su propia
mano le distraería de las placenteras oleadas que recorrían sus genitales.
-Coge tú
también mi polla, hermano.
Lorenzo
lo intentó con algo de torpeza al principio, por lo que el propio Iván lo fue
guiando para desabrochar los botones; cuando la bragueta quedó abierta, al
notar el ardor Lorenzo hizo ademán de retirar la mano como si se quemara, pero
Iván lo detuvo.
-No
tengas miedo.
No era
como su propio pene; tocaba turgencias que no identificaba y el tamaño también
era diferente; nunca había visto el pene erecto de otro hombre ni se había
preguntado si el tamaño del suyo sería el adecuado; la durísima barra de carne
palpitante que agarraba parecía mayor, sin duda. Ahora sí se preguntó si él
estaría infradotado o Iván superdotado. No fue capaz de más especulaciones,
porque el rayo que recorría su cuerpo desde que permanecía pegado a Iván se
convirtió en huracán. Ni toda la experiencia de la vida le había podido preparar
para la intensidad de su primer orgasmo en compañía, mucho más fuerte que el
que le despertara junto a su padrino. Parecía no tener fin, los escalofríos
recorrían su cintura espalda arriba, hasta la nuca, y sus labios temblaban, así
como los lóbulos de las orejas. Consiguió abrir los ojos con dificultad, para
advertir que Iván lo observaba sonriente.
-Te
quiero, hermano. Mueve un poco la mano para que yo también goce.
Tardó
unos tres minutos más.
Mientras
Iván realizaba una dificultosa contorsión para sacar el pañuelo de su bolsillo
y limpiar la entrepierna de ambos, Lorenzo cerró los párpados con fuerza. Pese
a los repetidos consejos de que no sintiera miedo, estaba asustado. La mente le
trajo muy vívida una escena que había presenciado de lejos pocos días antes. En
el mismo grupo de soldados voluntarios que él, había ingresado un muchacho de
gestos amanerados. Desde el primer día, se habían estado burlando de ese chico
en las duchas y en el comedor; pero hacía una semana, al terminar la
instrucción, un grupo de veteranos se burló de él de manera muy escarnecedora;
el chico se revolvió con algún sarcasmo que Lorenzo no pudo oír a lo lejos,
pero dijo algo que tuvo que molestar profundamente a los veteranos, porque se
echaron sobre él y lo apalearon a puñetazos y patadas. El agredido quedó
tendido, casi inconsciente; un cabo lo descubrió abatido y ordenó a cuatro
soldados que lo llevasen corriendo a la enfermería. Solo tenía contusiones,
varios edemas sangrantes, y había perdido un diente, pero por más que lo interrogaron
fingió no recordar quiénes eran sus agresores; sin duda, sabía que si
denunciaba las cosas serían mucho peores.
-¿Lo
sabe tu familia? –preguntó a Iván.
-Seguro
que lo imaginan, porque nunca he tenido novia ni quiero. Suponte tú. Mi padre
me dice casi todos los días que tengo los huevos negros y debo pensar en
casarme, pero para mí como si lloviera. ¿Y tú?
-No lo
sé, Iván. Yo tengo dos años menos que tú, quizá sea pronto para que mi padre se
haga preguntas de esas. Pero no es imposible que se lo empiece a oler ya.
-Da la
impresión de que tienes muy poca experiencia.
Lorenzo
se ruborizó.
-¿Tan
mal lo he hecho?
-¡Qué
va! Ha sido fantástico. Me haces muy feliz, pero temo herirte.
-¿Por
qué?
-Bueno;
yo… sí tengo experiencia. Tú me vuelves loco, pero no sé si seré capaz de serte
fiel, porque ligo con mucha facilidad. Pero, además, es que sospecho que eres
virgen.
-¿Qué
quieres decir?
-¿Te han
penetrado alguna vez?
-¡Qué
va!
-¿Ves? Voy
a tener que aguantarme hasta que vea que me deseas de verdad; no como ahora,
que prácticamente he tenido que violarte.
Lorenzo
volvió a ruborizarse. No podía calcular si alguna vez estaría preparado para
eso.
Los ocho
días siguientes se buscaron continuamente. Ambos recurrían a toda clase de
pretextos y artimañas para encontrarse a solas, pero Iván no intentaba nada más
allá de reiteradas masturbaciones mutuas y besos ocasionales. Se evitaban en
las duchas y casi ni se miraban en público.
Lorenzo
descubrió una tarde, al ducharse, que se le estaban marcando los abdominales a
una profundidad que no recordaba. La instrucción militar podía ser considerada
deporte; un deporte frecuentemente sin sentido y despiadado porque exigía
llegar al límite de sus fuerzas a muchachos que no habían madurado del todo aún.
En cierta ocasión, un sargento les cronometró uno a uno corriendo cien metros,
pero no con calzado deportivo sino con las pesadas e incómodas botas militares.
Lorenzo estaba siempre exhausto al terminar la instrucción, y sin embargo tuvo
dificultades para dormir esos ocho días. Durante los meses de masturbador
furibundo con la imagen de su padrino en la mente, para los demás había
parecido serenarse, atemperar los malhumores propios de la adolescencia. Ahora
era distinto. Ya no soñaba con Andrés, sino que vivía en tensión permanente
anticipando los encuentros con Iván; sentía el deseo de un modo imperioso y torturador,
el anhelo le cortaba la respiración, los escalofríos eran muy frecuentes, y se había
vuelto muy suspicaz frente a los ojos de los demás. Algunos momentos tenía
ganas de morir. La necesidad de abrazar a Iván lo estremecía, pero también se
estremecía cuando recordaba al muchacho apaleado. Era, al mismo tiempo, más
feliz y desgraciado que nunca.
Una
tarde, mientras asistía a una clase teórica de un sargento muy tosco, Lorenzo
se dio cuenta de que llevaba dos o tres semanas sin recordar a su padrino ni pensar en el viaje a
San Francisco. El sorprendente descubrimiento le hizo mirar a Iván, sentado en
el suelo, como él, al otro lado del círculo que formaban alrededor del
sargento. Pareció que Iván había notado el peso de su mirada, porque también
volvió los ojos hacia él. Una especie de centella entre los ojos de los dos atravesó
el círculo.
Terminada
la instrucción, cuando esperaban turno en la fila para ducharse, Lorenzo
advirtió que Iván, que estaba varios puestos más adelante, se fue retrasando
para igualarse con él. La tensión de Lorenzo se agudizó; temía que algún ademán
de Iván los pudiera delatar, pero no ocurrió nada hasta que estuvieron en la
ducha colectiva. Bajo el agua, Iván se volvió hacia Lorenzo y agitó la mano
ante su pecho, con sólo tres dedos extendidos. Lorenzo comprendió que se
refería a un lugar donde ya habían estado escondidos, detrás del galpón de la
tercera compañía. Se encogió de hombros, para señalar que ignoraba la hora.
Iván extendió las dos manos, indicando las nueve; en seguida bajó la derecha,
para enjabonarse los genitales, porque otro soldado les estaba observando; en
ese momento se dio cuenta Lorenzo de que el pene de su amigo sí era bastante
mayor que el suyo y más oscuro. Y observó otra diferencia que no comprendió; el
pene de Iván mostraba completamente el glande rojizo, como si le faltara algo
de piel.
Cenaban
a las ocho y media y la retreta sonaba a las diez. Tendrían muy poco tiempo.
Acudió presuroso al rincón donde iba a esperar a Iván, pero este le aguardaba.
Aunque la oscuridad era completa, notó que ya se había desabrochado la bragueta;
fue a introducir la mano pero Iván lo detuvo:
-Hermano,
tenemos que ir más allá de estos juegos de niños.
-¿Qué quieres
decir?
-¿Quieres
derretirte de placer como si fueras plomo en la candela?
-Siempre
me derrito de placer contigo.
Notó que
Iván sonreía.
-Por
ahora, no hemos pasado de pajas impacientes; pero hay mucho más e
incomparablemente más intenso, Lorenzo. Hasta hoy, voy a aguantándome porque
estoy loco por ti y no quiero que te asustes. Pero tenemos que ir adelante. No
eres un niño, eres un hombre y, por cierto, cada día se te ve más fuerte.
Necesitas aprender a disfrutar como un hombre. Ven, vamos allí, entre aquellos
árboles.
Sin
esperar respuesta, Iván echó a andar; Lorenzo lo siguió dócilmente. Bajo la
fronda de un sotillo de eucaliptos, con la tierra tapizada de fragantes hojas caídas,
Iván se tendió en el suelo y haló del brazo de Lorenzo, para que le imitara. A continuación,
Iván se arrastró un poco hasta quedar en posición invertida respecto a su
amigo, desabrochó su bragueta y una tempestad se abatió sobre Lorenzo. Este no
podía creer lo que sentía, la suavidad muelle de los labios y el calor de la
boca de Iván no se podían comparar con el roce de una mano sobre el pene. Llegaron
las contracciones casi inmediatamente, momento en el que Iván paró al tiempo
que apretaba el glande con dos dedos, con lo que impidió el orgasmo.
-Cómete
tú también el mío, hermano –dijo con voz gutural, pero suplicante.
Lorenzo
alzó la cabeza. Temía que si obedecía, iba a vomitar. Notando su vacilación,
Iván le puso la mano en la nuca y forzó su cabeza para que la boca llegase al
lugar justo.
En el
primer instante, le pareció advertir una ola de repugnancia; tuvo que abrir
mucho la boca para abarcar el grueso cilindro trémulo y ardiente, sintiendo
prevención porque sus labios palpaban carne desnudada, como si no necesitarse
retraerse el prepucio. No supo cuánto tiempo pasó hasta que la repugnancia se
esfumó y sólo pensó en esforzarse por hacer sentir a Iván lo que él estaba
sintiendo. Poco a poco, se acompasaron; Lorenzo no pudo resistir mucho más, de
modo que trató de retirarse para no llenar de semen la boca de Iván, pero este
apretó los labios para impedir el movimiento. Iván demoró todavía varios
minutos; su orgasmo fue distinto; Lorenzo notó que levantaba las caderas, agitaba
las piernas y movía el pecho y los hombros como si le estuvieran alcanzando
intensas descargas eléctricas, mientras emitía ronquidos como un jabalí furioso.
Tardó unos segundos en advertir que también su boca se había llenado de semen.
Permanecieron
varios minutos en silencio.
-Ya no
puede faltar mucho para le retreta, Iván.
-Quédate
quieto un poco más, hermano, por favor.
-¿Por
qué tienes…?
-¿Qué?
-Tu pene
parece diferente del mío.
Iván
tomó su mano, conduciéndola hasta su glande.
-¿Te
refieres a esto? –Lorenzo asintió con un murmullo-. Estoy circuncidado. Por si
no sabes lo que es, a los niños judíos y a los moros les cortan el prepucio en
una ceremonia religiosa. Hay tantos moros y judíos en Melilla, que la costumbre
ha calado entre algunos españoles. Mis hermanos también están circuncidados. Dicen
que el glande pierde sensibilidad, pero la verdad es que uno gana en duración
del sexo. ¿No te has dado cuenta de que tardo bastante más que tú en correrme?
-Creía
que era por la experiencia.
-Bueno,
eso también, Pero yo tardé siempre mucho. Y cuando gozo, gozo.
-Ya me
he dado cuenta.
-Y te
voy a enseñar a ti a gozar lo que ni te imaginas.
-¿Me vas
a cortar el prepucio?
-No.
Bájate el pantalón y levanta las rodillas hasta el pecho –Lorenzo obedeció-.
Ahora, quédate quieto y no hagas nada.
Con
inquietud y rubor, Lorenzo sintió que la boca de Iván se posaba en su ano. En
el primer momento, su impulso fue saltar y echar a correr, y tal vez lo hubiera
hecho, pero Iván lo sujetaba fuertemente abrazando sus piernas. Bastaron un par
de caricias para abatir la resistencia. Cuando creía que sería imposible, pues
habían pasado muy pocos minutos desde el orgasmo, notó que volvía a tener erección,
mientras la lengua de Iván hurgaba en su interior. Eso sí que era inesperado,
incomprensible, estremecedor pero maravilloso. La combinación de sentimientos y
sensaciones fue como un torbellino. Comenzó a llorar, mientras su mente le
entregaba una imagen menguante de su padrino que se alejaba infinitamente en el
espacio.
Desde
aquella noche, comenzaron a hacer planes para vivir juntos en Melilla.
-
No hay comentarios:
Publicar un comentario