CUENTOS
DEL AMOR VIRIL
EL PROFESOR
DE INGLÉS
José Almeida era chapero de Sol.
No lo ocultaba. Le enorgullecía el título,
porque jamás había tenido otro, ninguna profesión que le caracterizara. Sabía
que procedía del más subterráneo de los niveles de la pirámide social.
Ser chapero representaba un progreso meteórico
en su vida.
Porque siendo chapero visitaba casas muy
elegantes, de un tipo que ni siquiera suponía que pudieran existir en Portugal.
Porque siendo chapero, recibía como regalos ropa que sólo había visto usar a la
gente en televisión. Porque siendo chapero, le invitaban a comer de vez en
cuando en restaurantes donde cobraban por persona mucho más de lo que él
necesitaba para pagar la pensión.
Claro que era importante ser chapero.
Porque desde que lo era, había viajado ya cinco
veces a la aldea cercana a Goveia donde vivía su familia, y siempre asombraba a
sus hermanos y a sus antiguos vecinos con su ropa, sus expresiones y el dinero
que podía gastar.
Había descubierto su poder cuando más asustado
se sentía. Llegado a Madrid sin un escudo ni un duro, encontró a dos jóvenes
portugueses en una tasca de Atocha. Oyó que hablaban en portugués, por lo que se
acercó a pedirles ayuda.
-¿Estás sin dinero? -le preguntó el que parecía
más desenvuelto.
-No tengo ni para comer. Tampoco sé dónde voy a
dormir.
-Pues tienes fácil la salida.
-¿Qué tengo que hacer?
-Ven con nosotros. Hay una sauna donde van los
hombres en busca de muchachos como nosotros. Pagan mucho dinero y sólo tienes
que quedarte quieto mientras te tocan.
-A mí sólo me gusta que me toquen las mujeres.
-Si cierras los ojos y piensas en mujeres, verás
que disfrutas igual. Y además, te pagan.
-¿Cuánto?
-Unas cinco mil pesetas.
Cinco mil pesetas era lo que podía ganar en la
aldea en dos semanas. Tenía que intentarlo.
La sauna, sin embargo, le cohibió. No podía
creer que aquellos hombres, con aspecto de verdaderos hombres, quisieran
mantener sexo con él. Todos eran muy elegantes a pesar de estar desnudos. Las
gafas que usaban algunos y las cadenas que casi todos llevaban al cuello,
revelaban un poder económico que, desde la perspectiva de su aldea, parecía
estratosférico.
Se mantuvo mucho tiempo aparte, casi oculto,
observando amedrentado a la gente que circulaba constantemente de una planta a
otra, del baño turco a la sauna, de las duchas a la sala de proyección, del bar
al cuarto oscuro. Le asqueaban un poco las erecciones exhibidas como trofeos y
hallaba desconcertante que los chicos jóvenes como él, que buscaban lo mismo
que ´él iba a buscar, se manosearan indisimuladamente, procurando conseguir excitarse.
Muchos de estos jóvenes exhibían sus erecciones sin pudor, más bien al contrario. Le asombraba que hubiera tanta
variedad de tamaños y formas de penes; unos, retorcidos y abultados como patatas,
otros, rectilíneos como jabalinas, otros, iguales a leños de chimenea…
Finalmente, decidió que no tenía nada que hacer
en ese lugar. No sabía hablar español, era demasiado tosco en comparación con
toda aquella gente, y demasiado inculto para esperar que le entendieran. Se daría una ducha y saldría a ver qué podía
hacer en el exterior.
La sala de duchas tenía ocho alcachofas y un
pequeño jacuzzi.
José Almeida se despojó del paño que le cubría
la cintura, abrió el chorro de agua, tomó abundante gel del dispensador, se
enjabonó el pelo, el rostro y todo el cuerpo y gozó la primera ducha verdadera
de su vida, puesto que en la vieja casa de piedra de la aldea tenía que asearse
echándose por encima baldes de agua fría, que sumaban a la tiritona la idea de
estar siendo sometido a un suplicio medieval. Entre el jabón que le cubría la
cara y el placer que le producía el agua tibia, permaneció mucho rato con los
ojos cerrados. Sin tocarse la entrepierna, sintió que la espuma, la catarata de
agua caliente y el recién aprendido placer de ducharse habían inflamado su pene
bastante más de lo corriente. Cuando abrió los ojos, descubrió que había siete
hombres formando un corro a su alrededor; le miraban con expresión radiante, dos
de ellos estaban manoseándose y uno se corrió en el momento de mirarlo..
José bajó la cabeza, tratando de dilucidar qué atraía
tanto a aquellas siete personas. Examinó su torso blanco, donde casi no había
vello, pero donde se distinguían claramente sus músculos tallados por el duro
trabajo del campo; ese pecho duro como la piedra no podía resultar atractivo
para hombres. Se preguntó si serían las piernas, tan robustas que parecían las
de un animal; no, tampoco eran atractivos sus muslos tan masivos ni las pantorrillas
que parecían dos bolas de billar juntas en cada pierna. Mucho menos podía
atraerles el tronco retorcido y cubierto por un laberinto de venas, y muy
oscuro en comparación con el resto de su piel, que, aunque duro, le colgaba
hasta más abajo de medio muslo. Tal vez aquellos hombres le consideraban un
bicho raro.
El que estaba más cerca, le dijo con un tono que
evidenciaba tensión interior:
-¿Puedo invitarte a tomar algo?
José entendió a medias la pregunta, pero intuyó
el significado y asintió. Siguió al hombre hasta la sala del bar, sintiendo que
le temblaban las piernas. Tomó con fruición el refresco de naranja y luego
aceptó la señal del hombre, que le condujo hasta una habitación tan pequeña que
parecía un armario, con toda la superficie ocupada por una colchoneta.
Veinte minutos más tarde, salió de la sauna estupefacto por dos motivos: Había disfrutado
con lo que el hombre le había hecho y llevaba cuatro mil pesetas en el
bolsillo.
Aunque nunca consiguió hablar bien español, un
año más tarde reflexionaba sobre lo estupendo que había sido descubrir la vida
de chapero, puesto que disponía de una agenda de bolsillo con varias decenas de
números de teléfono. No sabía leer los nombres, pero recordaba a las personas
por el trazo de las letras. Era muy raro que le dijeran que no cuando preguntaba
si podía ir a sus casas, cada vez que se quedaba sin dinero y tenía que
buscarlo con urgencia medios para pagar la pensión.
El profesor de inglés representó un paso
adelante en su carrera.
Robert Kent tenía cuarenta y dos años, un cuerpo
del que la musculatura universitaria comenzaba a descolgarse, un pisito en el
Puente de Vallecas y dos pasiones: los toros y los jóvenes que tenían cuerpos
de torero.
Conoció a José Almeida en un bar de la calle
Espoz y Mina. Robert era capaz de desnudar a la gente con la mirada, por lo que
radiografió las posesiones de José de una sola ojeada.
Siguieron dos meses durante los que José fue el
sábado, sabadete del profesor. Con el tiempo, los sábados se extendieron a todo
el fin de semana y, poco más tarde, el profesor era el recurso cuando José no sentía
ganas de ofrecerse a un cliente cualquiera, porque Robert había aprendido a
proporcionarle muchísimo placer . Dado que Robert rellenaba muchos de los
altibajos que la economía de José había venido teniendo, el portugué llegó a la
situación de holgura que le incitaba, periódicamente, a viajar para pavonearse
en su aldea.
La aldea donde había nacido estaba construida en
su totalidad por lajas de una piedra oscura, que parecían en los muros simplemente
apiladas, sin argamasa.
El paisaje era más bien torvo, nada acogedor,
porque estaba situado en un paraje desapacible y frío de la Sierra de las Nieves.
Muy pocas casas tenían tabiques divisorios, de
modo que, a la manera de los cobijos trogloditas, había un hogar central, con
un simple agujero en el techo para evacuar el humo, y alrededor, los muebles y
jergones arrimados a la pared no ofrecían la menor intimidad. José solía
alquilar una habitación en un hotel de la cercana Gobeia, porque esa
habitación, precariamente construida encima del
corral ocupado por todo el ganado que la familia poseía, le causaba
desasosiego. El hedor animal era asfixiante. Jamás se producía de noche un
silencio completo que facilitara el sueño. Los ronquidos, los frecuentes jadeos
de los padres, las exclamaciones ahogadas de los que se masturbaban, las
protestas sigilosas de las muchachas. Él,
como todos sus hermanos, había asistido en silencio sobrecogido a los actos
sexuales de sus padres desde que tenía memoria, así como a las masturbaciones
de cada uno de ellos.
Su visita a la aldea, cada tarde de los dos o
tres días que pasaba en Gobeia, era siempre motivo de fiesta para los chicos de
su edad. Todos ellos le habían forzado disimuladamente a ir al urinario, un
cuartillo pequeño con un canal para orinar sin separaciones ni cualquier
reserva. En cuanto comenzaban a orinar,
el amigo le invitaba a mirarle el miembro (que había masajeado un poco
previamente) y le preguntaba:
-¿Crees que conseguiría trabajo en Madrid?
La última noche,
su hermano Pablo le obligó a retrasarse mientras abandonaban la taberna.
Le dijo al oído:
-Me gustaría irme a Madrid contigo ..
El ruego estremeció a José. La posibilidad de
que un miembro de su familia llegase a saber cómo se ganaba la vida, escapaba a
sus previsiones. Se trataba de un asunto demasiado oscuro como para ser
revelado. Trató de disuadir a su hermano, dos años menor que él, que todavía no había alcanzado la mayoría de
edad. .
-Las cosas no son fáciles allí.
-¡No pueden ir peor que aquí! Mira, José, aunque
tenga que dormir en la calle, quiero irme a Madrid. No aguanto pasar más tiempo
con las cabras.
-Aquí no te falta nada.
-¿Que no me falta nada? ¿Es que no te das cuenta
de la diferencia que hay entre como vistes tú y cómo visto yo, y el dinero que
gastas y el que gasto yo?
La conversación se repitió en los mismos
términos en todo el trayecto, porque fueron a Gobeia caminando. Pablo echaba el
brazo pesadamente sobre los hombros de su hermano, como si tratase de que no se
escapara. José llegó a sentirse muy
nervioso. Carecía de argumentos que pudieran desalentar a Paulo, porque él
mismo había viajado a Madrid la primera vez en circunstancias mucho más
inciertas, sin un hermano que pudiera ayudarle. En el último momento, vio que,
desde el punto de vista de Paulo, la decisión estaba tomada. ¿Qué hacer?
Decidió telefonear a Robert.
-¿José? ¿Cuándo vuelves?
-Esta tarde. Tengo un problema y necesito que me
ayudes.
-¿Qué has hecho?
-Nada malo. Es mi hermano, que quiere venirse a
Madrid conmigo.
-Estupendo. Tráelo.
-Es que...
-¿Qué?
-No quiero que sepa a lo que me dedico.
-¿Tu hermano es ciego? Mira, José; peor es ser
camello o maleante. Tú no le haces daño a nadie,¿verdad?
-Yo quisiera... ¿No puedes tenerlo en tu casa,
para que te limpie y te haga la comida... o algo así? Pero sin tocarlo, ¿eh?,
sin pasarte. Sólo sería hasta que yo pueda decirle la verdad.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tráelo. Ya
veremos cómo lo resolvemos.
La primera noche, Robert instaló a Paulo en una
pequeña habitación y José fue acomodado en el sofá del salón. A la mañana
siguiente, José salió con su equipaje en busca de una pensión.
-No dejes que mi hermano se dé cuenta de lo que
hay entre nosotros, ¿eh? -pidió a Robert.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tranquilo.
-Te amo… .murmuró José al salir.
Durante la comida, al estar largo rato a su
lado, Robert descubrió que Paulo olía muy mal.
-¿No te has bañado?
-Me toca dentro de dos días.
-¿Qué? Estás loco. Uno se baña cada vez que lo
necesita, que es todo los días; no a plazo fijo.
-Ya me bañé el sábado, en la aldea.
-Aquí tienes que bañarte todos los días. No hay
cabras cerca que enmascaren los malos olores de la gente.
Casi a la fuerza, Robert empujó al joven hasta
el cuarto de baño. Pocos minutos después, extrañado por no oír el chorro de
agua, entreabrió la puerta.
-¿Algún problema?
-No sé cómo funciona esto -respondió Paulo, que
estaba desnudo, ante la bañera, como quien se encontrase inesperadamente al
mando de un Airbus.
Robert le explicó en la práctica cómo funcionaba
el grifo mezclador y las diferentes posiciones de la alcachofa. Sólo contempló
el cuerpo del muchacho cuando éste ya había comprendido el funcionamiento y se
disponía a situarse bajo la ducha. Era una reproducción casi exacta del agreste
atractivo escultural de José, con tres salvedades: Su rostro era mucho más
hermoso, su pene era más grueso y abultado, y sufría fimosis. No supo reprimir
a tiempo el impulso de tocar.
El chico sonrió mientras se ruborizaba.
-Tu prepucio necesita una operación, ¿no lo
sabías?
-No. No sé de lo que hablas.
-Esto, ¿ves? Esta piel tiene que retraerse y
descubrir el glande. ¿Nunca has hecho sexo?
-No... yo...
-¿Te duele?
-Sí. No puedo...
-Me lo imagino. Esta tarde vamos a arreglar este
problema.
El doctor Álvaro Martín, el amigo más íntimo de
Robert en Madrid, aficionado como él a los toros y, en realidad, quien había
originado la afición de norteamericano, rebanó el prepucio de Paulo entre
risas.
-Hay piel suficiente para hacerle un sombrero
-le comentó a Robert.
El profesor de inglés pidió a su amigo por señas
que no hurgara en la evidente timidez del muchacho.
Viendo que casi no le entendía, el médico tuvo
que repetir varias veces a Paulo los cuidados que habría de tener y las
precauciones que debía adoptar mientras se producía la cicatrización. No paró
de reír mientras lo hacía. Al despedirles, susurró al profesor de inglés:
-Bien, Robert. Ya me contarás cómo funciona
dentro de quince días... y si te produce algún desgarro, no te dé vergüenza
venir a que te lo arregle.
-Eres un degenerado, Álvaro. Este chico es
hermano de José. No tiene nada que ver conmigo.
-Bueno, si tú lo dices... Pero a partir de
ahora, cuando se le cicatrice, tendrás ahí un fenómeno de la naturaleza; ¿por
qué desaprovecharlo?
José acudía casi a diario a casa de Robert. La
convalecencia de su hermano era un buen pretexto, que le permitía ahorrarse el
gasto de la comida sin tener que acostarse con el profesor, lo que le dejaba
con energías para un par de chapas cada tarde, de modo que, durante dos
semanas, aumentó su prosperidad.
Paulo no quiso contarle cómo había descubierto
Robert que necesitaba operarse de fimosis.
-Fue que yo se lo comenté.
-¿Y cómo te entendió tan rápido?
-No sé. Yo se lo dije, simplemente. En seguida
me ofreció ir al médico.
-Bueno. Pero él... ¿no ha tratado de tocarte?
-No, qué va.
José escrutó a su hermano y, por primera vez en su vida, intuyó que le
mentía.
Durante el mes y medio que siguió, las emociones
de José se volvieron tan contradictorias, que no era capaz de discernir qué le
ocurría.
Primero fue la sospecha de que el profesor de
inglés había descubierto la fimosis de Paulo durante un encuentro sexual,
sospecha que se convirtió muy pronto en certidumbre. Tenía dos motivos para
sentir rabia: que le hubiera revelado tan de inmediato a su hermano lo que él
no quería que supiera y que le hubiera metido mano siendo menor, en contra de
sus ruegos.
Más adelante, halló sospechosas las evasivas de
su hermano. Que se apasionara diciéndole que no se había acostado con el
profesor no podía significar más que una cosa: quería desplazarle a él de la
posición privilegiada que había ocupado en esa casa cerca de un año,
aprovecharse de un trabajo que le había costado muchos esfuerzos, porque el
profesor de inglés era demasiado varonil para sentirse a gusto en la cama con
él… hasta que logró acostumbrarse y llegó a sentir deleites inesperados. Cuando
no sólo había conseguido superar la aversión por el fornido y excesivamente
viril cuerpo del norteamericano, sino que había llegado a sentirse extremadamente
a gusto con él, y cuando del recién estrenado placer compartido había comenzado
a extraer mayores beneficios económicos que nunca, llegaba un pazguato
campesino a tomar posesión de una conquista que sólo a él le pertenecía.
No sabía denominar el sentimiento insospechado que
había en su pecho. Anteponía en su mente el perjuicio económico, lo que
apartaba su atención del revoltillo de emociones de su pecho. De pronto, su
hermano Paulo era un intruso que le robaba… ¿lo que más quería? No podía ser,
él no podía estar enamorado de un hombre, mucho menos de un hombre con
apariencia de verdadero macho y que lo apartaba de su lado a la primera
oportunidad… Robert era un hijo de puta, que había logrado hacerle gozar rincones
de su anatomía que ignoraba que existieran, y ahora le daba de lado. Paulo era
despreciable y Robert… si no quería ser para él no sería para nadie.
Cuando no pernoctaba en el apartamento de
Robert, tardaba en dormirse y hasta pasaba muchas noches en vela, atormentado
por imágenes que no conseguía apartar de sí. Se veía sí mismo a horcajadas
sobre Paulo mientras lo estrangulaba y, después, obligaba a Robert a gozar su orgasmo más arrebatador y extenuante
para, a continuación, romperle el pecho con el puño.
Con el paso de las semanas, la zozobra se convirtió
en obsesión.
Los dos le habían traicionado: Robert era
doblemente culpable, pero su hermano lo era más por eso mismo, por ser su
hermano. Vaya asqueroso cateto El profesor no iba a disfrutar del joven y
tierno Paulo por las buenas, sin que él recibiera algo a cambio de perder su
sitio legítimo ni cayera sobre el norteamericano el castigo merecido por no
cumplir su promesa. Y, por otro lado, aunque a su hermano no pudiera castigarle
sin incurrir en un pecado grave, Paulo tenía también que pagar por haberlo
desplazado, entregándole una parte de sus beneficios semanales, una renta que
añadir a lo que ganaba en tantas camas donde entraba conteniendo la náusea,
porque solo con Robertg se sentía feliz. Menudo chollo había conseguido el
piojoso pastor de cabras nada más llegar a Madrid, con los apuros que él había
tenido que pasar los primeros meses. La cosa no iba a quedar así.
Maquinó toda la noche anterior al día que el
profesor le había invitado a comer de un modo algo más formal de lo
acostumbrado. José no consiguió dormir, atormentado por los celos, el rencor y la necesidad de revancha.
La mesa había sido preparada por Robert y Paulo
de una manera bastante ceremoniosa, con velas y flores. La comida, a base de
varios platos muy elaborados, transcurrió sin
embargo bajo un pesado silencio, como si los tres esperasen algo que
estaba por suceder. Después de los
postres, Robert se quitó la camisa , mientras les preguntaba si querían café.
Ambos asintieron.
-Hace mucho calor –dijo Robert cuando se dirigía
a la cocina-. Podéis quitaros la camisa si queréis.
José le dijo a su hermano por señas que se
desnudase, haciéndole entender que era eso lo que el profesor de inglés quería
en realidad. Para que lo entendiera mejor, él se desnudó de súbito, completamente,
manoseándose para comenzar a excitarse.
Paulo le imitó en seguida. Parecía haberse curado de la operación, porque tras
un leve manoseo se ereccionó de pronto hasta le vertical, asombrando a su
hermano, que, contemplándolo, se sintió infradotado.
Al volver de la cocina con la jarra de café,
Robert sonrió espléndidamente frente a la desnudez.de los dos. En cuanto se
sentó junto a la mesa, notó que José le ponía la mano ostensiblemente en su pecho y le pellizcaba
el pezoncillo, mientras hacía una seña a Paulo para que lo imitara, Con las dos juveniles manos acariciándole, el
profesor no tardó en tener una erección también. Vio de reojo que Jose bajaba la cabeza para
asegurarse de que estaba preparado y de un modo muy teatral, empujó la mesa y
se sentó en su regazo, mientras movía las caderas para acomodarse, sin dejar de
mirar fijamente a Paulo, como si le dijera “¿Ves lo importante que soy para el
profesor, ves en lo que me he convertido?
Durante unos momentos, Robert permaneció a la
expectativa, abrumado por la escena inesperada. Pero era un hombre todavía
joven y muy fuerte, y poseía gran compulsión erótica.
El sol de mediodía entraba radiante por la cercana ventana, e incidía en los tres
cuerpos desnudos proporcionándoles cierto viso de inmaterialidad. Robert sintió
que Jose echaba la cabeza hacia atrás medio vuelta hacia la suya, como si
esperase un beso. Pero Robert había besado la boca de Paulo esa misma madrugada,
entre promesas y juramentos, y sintió que sería mezquino besar al otro. La
expresión de Paulo no era de asombro ni suspicaz,; su boca se tensaba en una
media sonrisa, como si los hechos estuvieran divirtiéndolo.
Robert acercó la boca a la oreja de Jose:
-¿Por qué no te sientas encima de Paulo?
–preguntó.
Por un instante, vio que los hombros de Jose se
tensaban y creyó posible que se diera la vuelta para darle una bofetada, pero
permaneció inmóvil, mientras decía algo en portugués.
Tras unos momentos, el profesor notó que Paulo
asentía sonriendo. De inmediato, José se alzó sin enderezarse del todo, y fue a
sentarse en el regazo de su hermano. Este se agitó en seguida, mostrando su
rostro gran concentración; pasados unos segundos y luego de varios embates
contra Jose, este dio un grito y Paulo sonrió con la satisfacción
envanecida de quien acaba de realizar
una hazaña,
José creía que iba a romperse por dentro. El
ardor de sus entrañas era tan intenso,
que no creía poder soportarlo. Pero examinó la mirada curiosa de Robert
y se negó a sí mismo humillarse al mostrarse débil. Debía ser fuerte, resistir.
Por suerte, La inexperiencia de Paulo jugó en su favor, pues la rociada
caliente corrió por su recto en muy poco
tiempo. Al parar las contracciones, volvió a examinar el rostro de Robert. Su
boca se entreabría anhelante, como si su deseo se hubiera vuelto irresistible.
José cayó sobre él. Un año de
experiencia lo había documentado de más,por lo que en poco más de media
consiguió que el profesor gritase tres o cuatro veces; entonces, se volvió a
Paulo y le indicó que tomase su puesto. Comol
no había poasado suficiente tiempo tras su orgasmo, Paulo tardó bastante
en repetir.
Tras más de una hora, los dos cuerpos sudorosos,
ardorosamente entrelazados,se durmieron sobre la alfombra.
Jose recorrió el piso sigilosamente y poco
después se vistió y salió.
Dos días más tarde, el profesor de inglés le
dejó un recado en el bar de la calle Espoz y Mina donde José solía encontrarse
con sus amigos. Le urgía para que se presentase sin demora en el piso del
Puente de Vallecas.
José acudió, dispuesto a negarlo todo y resistir
el interrogatorio. Total, con un maricón no había peligro ninguno; jamás le
denunciaría a la policía.
-¿Por cuánto lo has vendido? -preguntó Robert en
cuanto abrió la puerta-. Seguro que por una misera. Ladrón de mierda, ¿no sabes
que el anillo que me has robado tiene un diamante que vale casi trescientasmil
pesetas?
La cantidad escapaba a la capacidad de cálculo
de José. Se lo había vendido por diez mil pesetas a uno de sus clientes, un
locutor de televisión jubilado a quien le gustaban los tríos eróticos y que
obligaba a José a llevarle a todos los portugueses recién llegados que
encontrabay ameterse en la cama con ambos; un viejo baboso, casi ciego por las
cataratas, que debía de tener sida hasta en el DNI, que hablaba como si supiera
más que nadie y que protestaba por todas las cosas que ocurrían en la calle,
negándose a dar propina a los camareros porque, según su parecer, todos eran
antipáticos y negligentes y siempre le estafaban al cobrarle. Y precisamente
alguien tan puntilloso, le había estafado dándole una miseria por un anillo que
valía treinta veces más. La rabia por haber sido víctima de tal estafa le
descompuso tanto, que su determinación de negar el robo se vino abajo.
-¡Eres un mentiroso! -gritó José-. Esa mierda de
anillo valía sólo diez o doce mil pesetas.
-No grites, José -rogó su hermano.
-Grito lo que me sale de los cojones. Tu maricón
es una histérica y un embustero.
-Ya sabes lo que te espera -le advirtió Robert-.
Ahora mismo voy a llamar a la policía. Te van a caer lo menos cuatro años de
cárcel.
José vio con más sorpresa que miedo que Robert
se dirigía hacia la mesita donde reposaba el aparato telefónico. Sin poder
contenerse, corrió hacia el profesor, se interpuso entre él y el teléfono y le
lanzó el puño contra la nariz, de la que manó la sangre al instante.
El manantial rojo actuó como un banderín de
salida. En vez de contenerse, José continuó golpeando. Robert era una persona
corpulenta, que conservaba, aunque reblandecida, su musculatura de jugador de
béisbol universitario, por lo que logró machacar con el puño el pómulo
izquierdo de José que, aturdido momentáneamente, fue alcanzado también en el
hombro y en el hígado. José amagó un puntapié contra el estómago de Robert que,
viéndolo venir, aferró la pierna que se le lanzaba, propinándole al mismo
tiempo un golpe en el muslo; la pérdida
de equilibrio del portugués propició que el norteamericano atinara a darle
nuevos golpes hasta turmbarle en el suelo. En el momento que Robert iba a
echarse sobre él, José rodó sobre la alfombra, despojándose de la pátina
complaciente de chapero con que había logrado revestirse durante el último año
para recuperar sus dotes naturales de escalador peñas donde se refugiaban las
cabras. Se alzó de un salto y, enloquecido por la mezcla de rabia, rencor y
dolor, se lanzó contra el profesor como un torbellino que arrasa todo a su
paso. Puñetazos, tarascadas, patadas en los genitales y, ya abatido el cuerpo
en el suelo, saltos sobre su espalda y sus caderas, hasta que Paulo murmuró
quedamente, como si tratara de no
exaltarle más aún:
-Para, José. Le has hecho mucho daño. ¡Lo vas a
matar!
Robert estaba inmóvil en el suelo. Toda su cara
se había convertido en un amasijo sanguinolento. Sus ojos estaban abiertos,
pero estáticos. Aterrorizados, los dos hermanos buscaron afanosamente su pulso.
-Lo has matado -dijo Paulo-. Estás loco.
-Tenemos que evitar que nos acusen de nada.
Vamos a simular que se ha suicidado.
-¿Suicidado, así como está?
Sin prestar oídos a los razonamientos de su
hermano, José le obligó a arrastrar el cuerpo hasta el cuarto de baño. Llenaron
la bañera de agua caliente e introdujeron a Robert, mientras José pedía a
Paulo:
-Busca un alambre grande.
Paulo volvió con un rollo de alambre del dos,
localizado en el cuartillo donde Robert guardaba la caja de herramientas. José
rodeó el cuello del profesor de inglés con varias vueltas y luego enredó el
hilo metálico en el grifo.
-Así, la policía pensará que se ha suicidado.
-Tú no estás bien de la cabeza -dijo Paulo.
-¡Ahora llamas loco a tu hermano!. Hijo de puta,
me quitaste el maricón con el que más ganaba, pero ahora te jodes, porque tú
eres tan culpable como yo. ¿Dónde están las llaves del coche?
-No sé. Las tendrá en el bolsillo.
-Cógelas.
-Yo no...
-¡Si no quieres que te haga lo mismo que a él,
coge ahora mismo las llaves!
Ninguno
de los dos poseía carné de conducir. José apenas tenía una idea muy vaga de
cómo había que manejar un coche.
-Tenemos
que ir despacio, no vaya a pararnos la policía -se justificó José ante su
hermano, para embozar su impericia.
Enfilaban
la autopista de La Coruña ,
con idea de atravesar las provincias de Ávila y Salamanca, en busca del paso
fronterizo que les llevaría a Guarda, en Portugal, donde José suponía que
estaría a salvo si alguien le acusaba de asesinato.
-¿Por
qué tuviste que acostarte con ese panaleiro de mierda? -reprochó José.
-¿Qué
dices?
-Que
lo jodiste todo. No respetaste que soy tu hermano.
-¿De
qué estás hablando, José?
-De
que me quitaste el maricón que más dinero me daba.
-Yo
no te he quitado nada. ¿Robert no es maricón?
-¡Claro
que sí!.
-Pues
antes de hoy, a mí no me había tocado en estos dos meses.
-¡Mentira!
-Ten
cuidado, José, que nos vamos a matar. ¿Por qué dices que Robert es maricón?
-¡Porque
lo sé! Me he acostado con él cientos de veces ¿No has visto lo que hemos hecho
los tres hoy?.
-Creí
que jugábamos. ¿Tú también eres maricón?
José
lanzó el puño hacia su hermano.
-¡Sin
insultar!
-¿Entonces,
qué significa que te acostaras con él más de un año?
-Lo
hacía por dinero.
-¿Te
acostabas con Robert sólo por dinero?
-Sí,
mierda, que pareces que te has caído del árbol. Sabes muy bien de lo que estoy
hablando.
-Tú
no estás bien de la cabeza. Si es verdad que te acostabas con Robert por
dinero, igual de verdad es que yo he creído esta tarde que estábamos jugando.
-
Mira que eres cínico... ¡Embustero!.
-Mira,
Jose. Ya tengo bastante. Me dejas en la aldea y no quiero que vuelvas a
hablarme en la vida.
José
miró a su hermano de reojo. No podía ser que se hubiera metido en el lío en que
estaba… mientras Paulo fingía inocencia.
Faltaban
sólo unos veinte kilómetros para llegar a la divisoria entre España y Portugal.
Dentro de veinte kilómetros, serían libres.
Inesperadamente,
como si hubieran brotado como hongos del campo, tenían un coche policial delante
y otro detrás. Su aparición fue casi simultánea con el inicio del estruendo de
las sirenas. En el instante que el coche se detuvo, José sintió la gelidez de
una pistola apoyada en su sien.
-Sal
con las manos en alto -dijo el policía.
-Nosotros
no le hemos hecho nada -dijo José.
-Vosotros,
no. Robert Kent te acusa sólo a ti, y exculpa a tu hermano. Le has roto cuatro
costillas, la clavícula derecha y la nariz. Quedas detenido por intento de
asesinato.
-¿No
ha muerto?
El
policía no respondió. Le recitó sus derechos mientras le esposaba y, a
continuación, le dijo a Paulo:
-No
estás detenido, pero tienes que quedarte en España para prestar declaración.
Una vez que lo hagas, tú no tienes problema.
-Espero
que no me guardes rencor -murmuró Robert mientras abrazaba a Paulo en el
ascensor.
Volvían
de la Audiencia ,
tras el juicio en el que José había sido condenado a catorce años de prisión.
-Lo
único que me importa es el disgusto de mi madre. Por mí, que a mi hermano se lo
follen o lo maten en la cárcel. Es un loco irrecuperable. Lo habría matado por
lo que te hizo.
-Ahora
ya pasó. De todos modos, tenemos que agradecerle que nos uniera.
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