sábado, 6 de julio de 2013

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 17-Los poderes de Olga, Leo y el sexo.




CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
17-Los poderes de Olga, Leo y el sexo.

Sentado en la alfombra, entre Inés y su hijo, desnudo y ante el hipnótico brillo de la vela de color caramelo, sentí fluir algo asfixiante de la mirada del muchacho tras su inadmisible agresión sexual.

Siempre he sufrido grandes dificultades para vomitar; ni con indigestiones ni ebriedad lo he conseguido casi nunca; creo haber vomitado sólo unas tres veces en toda mi ya larga vida. Pero en aquella habitación, con el olor de la vela y el adolescente que había intentado introducir su pene en mi boca, sentí náuseas muy fuertes y me pareció que podía vomitar. Pero lo peor era el ahogo, mezclado con las arcadas. No conseguí vomitar, lo que prologó la asfixia.

En un primer momento, supuse que el mareo podía ser, sobre todo, consecuencia de las hojas de coca que masticaba, pero me di cuenta de que el joven, llamado Gerardo, había jadeado también y de modo muy llamativo antes de agredirme. Todavía lo hacía, de pie a mi lado; parecía no querer retirarse a pesar de mis empujones. Pero su jadeo no parecía tan angustioso como el que ocluía mi garganta. Tras apartarlo de un golpe en los muslos, él inspiraba ansiosa y profundamente, con una expresión entre el dolor y el éxtasis, como si presintiera el orgasmo que yo había interrumpido. Su órgano sexual seguía erecto de un modo insultante. Enojado y turbado, desvié la mirada hacia Inés, que permanecía en un profundo trance, como si estuviera en otro lugar.

El malestar y el desconcierto del último rito de Umbanda a que asistí en São Paulo, había vuelto redoblado. Mucho peor, quizá por lo imprevisto del caso. Tenía escalofríos, sentía miedo, mis caderas se agitaban como si sufrieran embates y mis ojos estaban parcialmente velados por una niebla que no era capaz de discernir si estaba alrededor de mí o dentro de mis ojos. Sentía ganas de escapar, como tantas otras veces a lo largo de mi vida, dominado por la creencia de que todo lo desagradable quedaría atrás, fuera, y nada en mi interior.

Creo que estaba frenético, pero ahora que lo recuerdo creo que me porté de manera adecuada. Combatiendo una especie de ceguera momentánea a causa de la niebla lechosa que la vela difundía, me alcé de un salto y los empujé a los dos fuera de la habitación.

La ruta continuó en Londres, Amsterdam, Hamburgo, Copenhague, Roma, Madrid, Málaga, Nueva York, Chicago, Phoenix, Salt Lake City, San Francisco y México, para volver a Caracas. Apenas tuve tiempo de hacer turismo, me parece que el afán de ser útil a quienes estaban pagando el viaje me incapacitaba para la frivolidad y el disfrute. La rutina de ser llamado por mi nombre en los aeropuertos para acudir al mostrador, donde me esperaba siempre un recado de Olga, se hizo tan habitual que perdió la gracia y hasta me acostumbré a la perplejidad de quienes se daban cuenta de las llamadas por megafonía y me escrutaban tratando de adivinar quién podía ser yo.

Tras tomar tierra en Maiquetía, durante el recorrido de diecisiete kilómetros de autopista hasta Caracas no dejé de pensar en Olga. Más precisamente, no paré de preguntarme qué esperaría Olga de mí. De manera que, al detenerse el taxi ante la Hermandad Gallega,  mi humor no era el apropiado para el reencuentro de dos personas que llevaban siendo consideradas pareja, por los amigos, lo menos seis meses. Me pareció que Olga me había visto llegar y que se volvía de lado para hablar con alguien, como si no quisiera mostrarse impaciente. Noté que ella esperaba un beso en los labios después de besarla someramente en la mejilla; estoy seguro de que su expresión era de un cabreo muy patente. Y en ese momento revivió en mi mente, con extremo verismo, la escena del hotel de Buenos Aires, con el hijo de Inés tratando de meter su polla en mi boca. Sentí una ligera náusea. ¿Habría pedido Olga a su prima que organizara aquello, para decidir a qué atenerse sobre mí?

Yo no había llegado todavía a mi domicilio, por lo que el equipaje se quedó en la conserjería de la Hermandad Gallega mientras Olga y yo cenábamos ensalada, pulpo a “feria” y filloas. Entre la cena y la sobremesa permanecimos más de hora y media en la cantina de la hermandad, tiempo durante el que Olga parecía decidida a no dar por acabado el encuentro hasta que algo pasara o las cosas quedasen claras, y yo me moría de ganas de darme una ducha y echarme a dormir.  

El encargado de la cantina nos obsequió una queimada. Lo que me hizo comprender que no habría muchos que gastasen tanto en una cena en su local como iba a pagar yo. Preparó el rito en un pequeño velador que acercó a nuestra mesa; trataba de encender el flambeado sobre el orujo, cuando se me ocurrió mirar a Olga a los ojos. Había en ellos, en el fondo, una inquietante chispa que intentaba decirme algo. O a lo mejor se trataba de una orden que quería transmitirme telepáticamente. La cuestión es que mi inquietud se tornó sobresalto; si prolongaba el encuentro, iba a acabar mal. Olía el deseo de Olga en las abiertas ventanas de su nariz, en el ligero temblor de sus labios y en una especie de dilatación del lóbulo de sus orejas. Era clamoroso su deseo y la determinación de consumarlo. Tenía que huir.

-Voy a cagarme del sueño, Olga. Tengo que irme, deshacer las maletas y dormir lo menos veinte horas.

Ella sonrió como si la hubiera sorprendido cogiendo miel de un frasco y chupándose el dedo.

-Sí, tienes que estar hecho polvo. Gracias por la cena. Oye, ¿te plantearías la posibilidad de hacer un trío conmigo y…

-¿Quién?

-No sé… Cualquier amigo tuyo que te pudiera apetecer…

Estoy seguro de que me ruboricé, aunque en aquel momento no fui consciente de ello. Mi desconcierto debía de parecer alucinación, porque sin esperar mi respuesta, Olga añadió:

-Hablamos mañana.

-Vamos a dejarlo para pasado mañana, Olga. Mañana será para mí un día muy corto para tanto que debo hacer.

Tardé una semana en llamarla, aunque sentí varias veces aquella clase de impulso que resultaba de sus mensajes telepáticos. Cuando por fin oí su voz al teléfono, se excusó diciéndome que estaba con un cliente preparándole un viaje de luna de miel. Me sonó a pretexto, por hacerse desear, pero a mí me resultó útil, porque eso me permitió dejar pasar otra semana sin llamarla.

Y apareció Leo. Era un veinteañero judío, altísimo, guapo; modelaba ropa y actuaba en una telenovela. Una curiosa combinación de circunstancias hizo que me convenciera para venir de vez en cuando a dormir en mi casa. Llegó a hacerlo tan frecuentemente, que tuve que darle un juego de llaves, de lo que resultó que me compliqué la vida como un ingenuo. Leo era muy popular por su trabajo, pero, además, era el sujeto más sociable que he conocido nunca. Se acostumbró tanto a mi casa, que entraba y salía como si fuera suya, venía a menudo con gente y hasta con grupos relativamente numerosos.

El piso disponía de una terraza acristalada de unos dieciséis metros cuadrados. Me encargaban en Corpa tantos trabajos “free lance”, que tuve que montar un estudio en esa terraza. Ante la mesa, había un gran ventanal que daba al salón. Resultaba más frecuente de lo conveniente que me distrajera la entrada de gente en el salón, gente desconocida que tomaba confiada posesión de los butacones y se ponía a discutir, sin ni siquiera saludarme. La verdad es que el salón resultaba más visible desde mi posición que yo desde la de ellos. Esto ocurría bastante, con la particularidad de que Leo llegaba a veces mucho más tarde que los demás, lo que daba para entender que les había prestado su llave.

El piso estaba enmoquetado, porque era lo que estaba de moda en aquella época. Pero Leo y sus visitas percudieron tanto la moqueta de color azul-gris, que tomé la decisión salvaje de enmoquetar el salón de color negro intenso. También dejaban manchas, pero parecían menos. Una noche, volví del teatro a la una y media de la noche. En el primer momento, no pude abrir la puerta más que una rendija, por el obstáculo de un bulto grande. Empujé con todas mis fuerzas hasta conseguir abrir lo suficiente para entrar de perfil. No llegué a encender la luz, porque entendí a tiempo lo que ocurría. Lo menos había veinte personas durmiendo en sacos de campamento, con sus mochilas al lado. Como el que había empujado ni siquiera se estremeció, comprendí que todos dormían profundamente y temí que fuera a causa de la marihuana o algo peor. No conseguí descubrir si Leo era uno de los durmientes. Pasé sigilosamente entre ellos para llegar a mi cuarto; por fortuna, allí no había nadie.

Aunque solía despertar antes de las siete, cuando lo hice a la mañana siguiente no había nadie en mi casa, pero sí un olor pesado y dulzón que tardé en mucho en identificar.

La memoria olfativa es muy caprichosa. Ocurre a veces que, incentivado por un olor, acude a la memoria un recuerdo que no acaba de dibujarse. Como cuando uno tiene una palabra en la punta de la lengua y no consigue recordarla. Los sentidos asocian el olor con una imagen del pasado que se resiste a iluminarse del todo. Aquel día, pensé en muchas ocasiones en el olor, esforzándome por que la desvaída e inconcreta imagen se convirtiera en mi mente en una fotografía muy clara.

No lo conseguí. Al entrar en mi piso, el olor me asaltó como una tufarada, aunque no
estaba seguro del todo de que fuera desagradable. Abrí todas las ventanas, incluidas las del cuarto que Leo acostumbraba a usar, pero a la mañana siguiente el olor persistía, casi con la misma intensidad.

Mientras desayunaba, me pregunté qué hacer. Esparcir ambientador con un aerosol no sería buena idea, porque resultaría solamente la mezcla de dos olores. Consideré que el suelo completamente enmoquetado era lo que retenía el olor, porque allí se había condensado. Supuse que me vería obligado a contratar algún servicio de limpieza que viniera a lavar a fondo ese suelo, lo que me obligaría a pasar un par de noches de hotel.

Mi segundo desayuno tras el sueño de aquellos desconocidos transcurrió envuelto por el olor, que no parecía querer evaporarse. Dejé a Leo muchos mensajes en el canal de televisión, pero no me respondió ninguno. Imaginaba que él, al contarme quiénes eran aquellas personas y a qué podía deberse el olor, me sugeriría una solución. Siempre que volvía a llamar, me decían que estaba en plena grabación, y así transcurrió la mayor parte de la jornada, hasta que el olor quedó identificado.

No lo identifiqué yo, sino la señora que venía a limpiar el piso tres veces por semana.

-Es olor a sudor –respondió cuando la llamé media tarde para preguntarle.

Era un olor tan fuerte, que no podía creer que fuera humano, pero la esquiva imagen de mi memoria olfativa quedó identificada; recordé que ese mismo olor, pero algo más suave, lo había sentido en el metro de París. Leo estaba grabando todavía y no respondió mis mensajes. ¿Cómo había tenido la ocurrencia de traer tanta gente desaseada a mi casa? ¿Quiénes eran aquellas personas? El asunto se fue volviendo más y más misterioso conforme pasaron las horas. Y resultó que Leo no se presentó a dormir esa noche. En cambio, recibí una llamada de Olga.

-Estás más perdido que el hijo de Lindbergh –me reprochó.

-Lo mismo se puede decir de ti, Olga.

-Yo estoy en el mismo lugar de siempre.

-Pero yo fui el último que llamó, ¿no te acuerdas?

-Oye, Luis…

Era obvio que dudaba.

-¿Qué?

-¿Has pensado en lo que te propuse?

-No caigo.

-¿No te acuerdas de lo que te pregunté en la cantina de la hermandad?

Me había impresionado tanto, que lo recordaba con claridad; pero afirmé que no.
¿Tienes algún amigo que sea para ti…

-¿Qué?

-Que sea especial para ti.

-No. Bueno, está Leo Reinfeld, ya sabes, el modelo, que últimamente viene mucho a mi casa a dormir, cuando le resulta pesado y demasiado tarde para conducir hasta la casa de sus padres, que queda lejos. Pero es más joven que yo, y no es esa clase de amigos con quienes vas de discoteca y esas cosas.

-¿Te acuestas con él?

-¡Qué dices! ¿No sabes que Leo tiene fama de ser el tío más heterosexual de Caracas?

-Propónselo.

-¿Qué le proponga el qué?

-Que hagamos los tres un trío en la cama.

Me despedí de Olga como pude. Todavía yo no era consciente del todo de que se había esfumado toda la magia que antaño hubo entre nosotros. Quizá fueran mis propios miedos los que me hicieron apearla del pedestal donde alguna vez la tuve. Sabía que iba a verla muy poco a partir de ese día, pero sentía ganas de comentar la propuesta con Leo, porque estaba convencido de que nos reiríamos mucho. Pero no lo volví a ver hasta la tercera noche después de la acampada de aquellos guarros en mi salón.

Era viernes y en la agencia me habían encargado trabajo “free lance” para el que no iba a bastarme todo el fin de semana. Me sumergí en la creación de imágenes en cuanto llegué aquella tarde a mi casa; no mucho después de ponerme a trabajar, escuché el ruido de la llave en la cerradura; fui a alzarme para preguntar a Leo los motivos de la invasión de los malolientes, cuando me di cuenta de que no llegaba solo. Abrazaba fuertemente a una muchacha de aspecto demasiado frágil para el tamaño de él. Como desde el salón yo no resultaba visible, no se dieron cuenta de mi presencia. A Leo no le habría importado saber que me encontraba en casa, pero por temor a turbarla a ella no di noticias de mí. Entraron en el cuarto de Leo y los olvidé, pero menos de media hora más tarde, oí sus voces y el ruido de la ducha en el baño. Terminaron pronto y se marcharon.

El trabajo volvió a absorberme. Ya ni siquiera recordaba mi curiosidad por resolver el enigma de la acampada en mi moqueta, cuando de nuevo sonó la cerradura. Leo volvió a entrar acompañado, pero esta vez era una muchacha muy diferente, una modelo de pasarela con cierta celebridad. Todo se repitió, incluyendo la ducha. Otra vez la salida y de nuevo olvidé a Leo.

Cuando sonó de nuevo la llave en la cerradura, ya era de noche y supuse que Leo llegaría dispuesto a dormir, aunque me extrañó porque era demasiado temprano para sus hábitos. De nuevo venía con una chica, pero volvía a ser diferente. Leo estaba confirmando clamorosamente su fama de obseso mujeriego. Todo se repitió. Encierro en el dormitorio, ducha y salida de los dos. Y otra vez volvió a abstraerme el trabajo en cuanto se marcharon. Pero un poco más tarde mi estómago reclamó atención.

La madre de Leo me mandaba con frecuencia arepas precocinadas, que resistían en la nevera dos o tres días. Me preparé una ensalada de aguacates y mangos verdes; tosté una arepa, que rellené con guacamole de frasco, queso y jamón cocido; abrí una lata de jugo de tamarindo. Cuando empecé a comer, descubrí que me sentía realmente muy hambriento. Sin dejar de comer a trompicones la ensalada, me puse a preparar un filete a la plancha, y en esas estaba cuando llegó Leo. Por fin venía solo.

-Tenía ganas de charlar contigo, Luis; hace una eternidad que no nos vemos.

-Cuatro días, para ser exactos. ¿De qué querías charlar?

-¿Tú crees que yo podría ser fotógrafo?

-No comprendo la pregunta, Leo. ¿No estás estudiando comunicación?

-Sí, pero ayer estuve posando para una tienda de ropa; el fotógrafo era italiano y nos caímos muy bien. Después de la sesión de fotos, fuimos a tomar un whisky; por eso no vine anoche, porque era demasiado tarde y, para no molestarte ni conducir hasta casa de mis padres, dormí en el Hotel Palos Altos.

-¿Con el italiano? –no sé por qué se me ocurrió hacer esta pregunta.

Leo me miró con algo de asombro pero sin dar mucha importancia al significado de mi pregunta.

-Tú estás mal de la cabeza. Al italiano lo dejé en aquel bar, porque él quería seguir bebiendo y ya sabes tú lo mal que me caen los borrachos. Pero el fulano me contó todas las propiedades que tiene y las cantidades inmensas de dinero que gana con la fotografía. Mucho más de lo que gano ahora en televisión y muchísimo más de lo que ganaría como periodista.

-Bueno, aprender fotografía no es mal complemento para una carrera de periodista. Al menos, de momento. Si lo quieres, puedo presentarte a alguno de los fotógrafos que contratamos en la agencia.

-Te lo agradecería muchísimo.

-¿Quiénes eran aquellas personas que trajiste hace cuatro noches, que olían a cuadra?

-¿Olían a cuadra?

-¿No te diste cuenta?

-No. Los trajimos en un minibús que contrató la embajada. Yo los acompañé hasta el portal y les di la llave. Dormí en casa de mis padres.

-Pues todavía huele, por mucho que doña Fuensilda limpia la moqueta. Es la peste más densa a sudor que he olido en mi vida. Si el lunes no se ha ido del todo, contrataré a una empresa de limpieza de moquetas, para que lave todo el piso a fondo. Lo que representará dormir varias noches en un hotel. ¿Quiénes eran esos cerdos?

-El cónsul, que es amigo íntimo de mi padre, como sabes, me pidió el favor de facilitarles dónde quedarse. Eran veintidós muchachos judíos uruguayos que han pasado un año en un kibutz en Israel e hicieron escala en Caracas de vuelta a Uruguay. Yo apenas los vi.

-Pues se ve que no se han aseado en un año, esperando volver al rio de la Plata para darse un baño.




No hay comentarios:

Publicar un comentario