jueves, 5 de diciembre de 2013

DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Los 2 primeros capítulos de la segunda parte de la redacción definitiva.

SEGUNDA PARTE.
Lucha de titanes



Capítulo XI
-¿Es verdad que ha terminado la guerra?-preguntó el Chafarino.
El Templao no se había acostumbrado todavía del todo a la evidencia de que el redero ciego permaneciera vivo, sobre todo recordando la escena presenciada desde la cabina del camión la noche de la escapada, cuando Mani le obligó a ir a la playa a tratar de que el Chafarino les acompañase. El incendio de la choza había sido real, como el llanto desconsolado de Mani ante el cuerpo carbonizado que creía que era el de su amigo y mentor.
Hacía muchos meses ya que el Templao se dejara guiar por los chismes que hablaban del anciano de la playa de La Isla, a quien los espíritus habían exigido que abandonara su chamizo pocos minutos antes de que cayera una bomba que lo destruyó. Decidió comprobar si la muerte había sido solamente un espejismo y se encontró con la sonrisa sabia y el reconocimiento de siempre. El redero ciego lo identificó al aproximarse, como de costumbre, como si pudiera verlo y, en seguida, respondió sus impacientes preguntas igual que cuando le hablaba de los mitos que tanto le entretenían, tras una somera referencia de lo ocurrido la noche de la desbandada.
Ni siquiera había tenido el anciano tiempo de avisar al pescador que le acompañaba esa noche en la cena a base de espetones de sardinas. El Chafarino había ensordecido para lo que el pescador le contaba, porque oyó en su cabeza la voz del señor del mar, el divino Poseidón: “Abandona tu morada, y huye hacia las aguas donde vivo yo”. Había salido presuroso, internándose en el mar mientras la bomba caía, achicharrando al pobre pescador, en tanto que él se alejaba mar adentro hasta que dejó de escuchar el crepitar del incendio; decidió regresar no porque le faltase el aliento, sino porque el dios se lo ordenó. Mientras recorría la estrecha franja donde hacía pie, percibió más que escuchó los lamentos de Mani.
Retorció el corazón del Chafarino que, a causa del bramido del rebalaje, no consiguió hacerse oír por el muchacho que había llegado a buscarlo y lloraba equivocadamente su muerte. Cuando consiguió andar en seco, se había marchado.
-Eso dicen –respondió el Templao.
-Pues ahora nos tocará pagar a justos por pecadores. Ya lo verás.
-¿Qué quiere decir usted?
-¿Ya te has olvidado de lo que batallaron los malagueños durante esos siete meses republicanos? No sólo lucharon por la ciudad y se quitaron el pan de la boca para mantener el frente de Madrid. Es que fuisteis a defender con uñas y dientes las cinco provincias que rodean la nuestra. Los malagueños se hicieron notar en Puente Genil, La Roda, Gibraltar, Loja y muchos pueblos más. La ciudad se vació para surtir los frentes, tanto los defendidos por malagueños como todos los demás de esta parte de España, y hasta el de Madrid. No sólo no os lo van a perdonar los rebeldes, sino que os lo harán pagar muy caro. Como hizo Napoleón a principio del siglo pasado, vengándose de nosotros y casi exterminándonos por lo de Bailén.
-Han destinao a Málaga a un franquista mu poderoso, que lo apodan ya “Carnicerito de Málaga”. La gente habla de él como si fuera el diablo en persona. Dicen que tós los días manda fusilar lo menos a cien, porque sí, porque le sale de los cojones, sólo porque alguien le dice que eran republicanos; sin más; los juicios son pantomimas engañabobos… cuando hacen alguno. Y el alcalde Entrambasaguas no se moja por sus paisanos. ¡Qué se va a mojar!
-Y ahora que ha terminado la guerra, la cosa irá a peor… Ya habrás visto que, en dos años, nadie se ha puesto a borrar los efectos de los bombardeos, los peores que sufrió ninguna ciudad de España durante la guerra, y eso que me cuentan que todo el centro es una exposición de ruinas. Y lo que te rondaré morena. El gobierno del enano gallego remoloneará decenios y decenios sin hacer nada porque Málaga recupere la belleza de antaño. No quieren que la población olvide el horror de la guerra, para que os amilanéis, con objeto de tener a los malagueños en un puño. ¿Has oído más sobre la cartilla de racionamiento?
-Se escuchan muchos comentarios, porque ya funciona en otros sitios; pero todavía ná de ná.
-Pues ve arreglando los papeles.
-A mí no me la darán.
-¿Por qué?
-Soy joven, útil y no tengo a nadie que mantener.
-No puede ser, hombre. No pueden ser tan tontos como para dejar que jóvenes fuertes como tú se mueran de hambre. ¡Tienen que dártela!
-¡Qué va! La cosa está que arde. Según se murmura, hasta pudiera ser que dieran conmigo y me obliguen otra vez a ir al ejército.
-¡Acabáramos! Y ahora que la guerra ha terminado, la cosa sólo puede ir a peor para todos nosotros. Tienes que encontrar el modo de protegerte para que no te manden otra vez a África y antes de que a alguien le dé ahora por señalarte para que te manden a presidio. ¿Todavía no te decides a abordar a Mani?
El Templao titubeó.
-O sea, que no –ironizó el Chafarino-. ¿Qué temes, Joaquín?
-Me parece que a él no le conviene que lo vean en el muelle conmigo.
-¿Pero qué tontería es esa? Erais prácticamente hermanos.
-Sí, pero también éramos unos chaveas.
El anciano calló mientras reflexionaba con los labios apretados.
-En mi opinión, te equivocas. Creo que conozco a Mani muy bien.
-Eso es porque usted no puede verlo. Ahora es un tío poderoso, el más respetado en el puerto…
-Si es un niño todavía…
-Ya no parece un niño. Se ha puesto más alto que yo y tiene una pinta… ¡Un señorito del tó! Además, ronda mucho por el puerto aquel andoba de nuestro barrio, el Quini, que se está haciendo millonario y tó el mundo murmura en los muelles los porqués de esa riqueza. Estraperlo, ya sabe usted, y toa clase de chanchullos. Siempre me saluda cuando pasa en su coche, con el que hace sus negocios raros por los barcos y los almacenes, y a veces hasta me invita a bocadillos o vino; o sea, que los carabineros y los compañeros me han visto con él. Por lo tanto, a Mani le perjudicaría que se supiera que también él es amigo nuestro.
-¿Amigo? Si Mani tuviera de verdad esa clase de remilgos contigo, ya no podrías considerarlo amigo.
-Usted no sabe de la misa la media. Tó ha cambiao.
El Chafarino calló. Esa discusión la habían tenido ya varias veces los últimos meses. Le sorprendía que un hombre tan valiente, realista y capaz fuera, a la vez, tan ingenuo. El Templao continuaba venerando a Mani como un héroe de leyenda, aunque habían dejado de hablarse más de dos años antes. Y no sólo no le reprochaba el desvío, sino que se apasionaba a diario justificándolo y defendiéndolo. Desde que se fuera a la legión para no comprometer a su familia tras castrar a aquel muchacho falangista, sabía que el Templao poseía una gallardía prodigiosa y una generosidad sin límites, pero esas virtudes tan emocionales obnubilaban su sentido práctico. Sería completamente lícito que se aprovechara del poder, la prosperidad y la influencia de Mani
-Aunque yo tendría que ir a decirle que usted está vivo –añadió el Templao-, porque hay que ver lo que lloró creyendo que se había muerto.
-Bueno. Pues ya tienes un pretexto. Habla con él.
-Pero es que… no sé… A lo mejor le escribo una carta.
El Chafarino cabeceó. Él mismo debería hablar con Mani, para ayudarle a bajar de las nubes si era verdad que se había subido a ellas. Pero cómo hacer, si tanto el Templao como varios marineros de la playa comentaban cosas que le hacían pensar en alguien completamente inabordable, sobre todo en la exagerada situación de clasismo de los poderosos que se había instalado en la ciudad. Sintió nostalgia ácida del muchacho inteligentísimo que había llegado hasta él en un estado virginal de experiencias y conocimientos. Lamentó que Mani ya no fuese aquel niño de menos de doce años, tan desamparado y desconcertado. Tan hambriento de conocimientos. Si el personaje era tal como decía su fama, ahora debía de creerse por encima de todo aquello y no respetaría al viejo ciego si solicitaba audiencia con él. No le dedicaría ni un pensamiento y hasta era posible que llegase a reprenderlo..
Si Mani encajaba en el retrato que el pueblo describía, no imaginaba lo que estaba perdiéndose. El Templao era el cariño más fiel y generoso que tendría Mani en toda su vida. Jamás encontraría a nadie más leal. Jamás podría confiar más en otro. En realidad, al propio Chafarino le asombraba la dimensión inmensa de la discreta comprensión de Joaquín el Templao.
Los ratas del puerto, aquellos niños que pocos años antes rastreaban en el suelo la comida que se escapaba de los sacos arrumbados, peleando de modo salvaje, eran las personas del ambiente portuario que más habían cambiado. El Templao sentía crecer su asombro día a día. Casi todos los antiguos estibadores y arrumbadores continuaban haciendo lo de siempre, igual que la mayoría de los marineros, prácticos y maquinistas, pero los ratas se acomodaban a las circunstancias de modo tan asombroso como Quini. Ellos habían progresado y, en cambio, los antiguos guardias de asalto ocultaban su pasado y se embozaban con los trabajos menos agradecidos. Muchos ratas eran ahora estraperlistas o contrabandistas prósperos, mientras que los guardias que no habían sabido buscarse la vida en otro sitio, acudían al puerto como eventuales, acechando las oportunidades de cubrir alguna falta, que siempre eran por fusilamientos.
Una mañana llegó Mani, en su lujoso coche, al pie de la pasarela de un barco. El chofer le abrió ceremoniosamente la puerta. Un antiguo rata, uno de los más violentos antaño, que trabajaba ahora de arrumbador junto al Templao, miró hacia Mani con ironía mientras comentaba:
-Míralo, Guaqui; cuando pienso que este monigote trabajó una vez de rata conmigo, me da una rabia… Ahora no conoce a nadie, pero cualquier día cogeré desprevenido a ese maricón de mierda y le aplastaré la cara.
-Antes, tendrías que pasar por mí –aseguró el Templao.
-Ah, claro, me había olvidado de que tú te lo follabas de niño…
No consiguió acabar la frase. Recibió un puñetazo en el estómago.
Inmediatamente, los trabajadores formaron un corro alrededor de los dos, murmurando “pelea, pelea”. El antiguo rata se puso a gritar de modo desaforado “Isidoro, Isidoro”, mientras trataba de parar el aluvión de golpes del Templao. Inesperadamente, éste recibió un mazazo en la cabeza propinado por el tal Isidoro, hermano de su contrincante. Fugazmente, el Templao se detuvo estupefacto, pero a continuación, enfurecido, comenzó a repartir golpes, empujones y patadas a los dos hermanos. El recién llegado había acudido con el tarugo que servía de tope a la puerta del almacén; estaba a punto de asestar un golpe mortal en la frente del Templao cuando sonó un disparo.
Los contrincantes se detuvieron y el corro abrió un pasillo, por donde avanzó Quini majestuoso, blandiendo su pistola.
-Guaqui –dijo-, métete en mi coche y vosotros, ni se os ocurra tratar de hacerle nada más, cobardes, que sois unos cobardes, peleando dos contra uno, mariconazos de mierda. Venga, Guaqui, vámonos.
Quini arrancó apresuradamente el coche y aceleró rumbo a la salida del puerto.
-Siempre he pensado que tendrías que ser boxeador –dijo.
-¡Tú has perdío el sentío! -protestó el Templao.
-En serio, Guaqui. Desde que éramos niños, sé de más que no te gustan las peleas, pero las dos o tres veces que te vi metido en faena, siempre aplastabas al que peleaba contigo. Y siempre me pareció inevitable que terminaras como boxeador -tras una pausa, continuó: -Ahora, me he metido con un socio en la organización de combates. Hazte boxeador… Si me hicieras caso, ganarías mucho dinero.
-¿Más que en el puerto?
-¡Digo!
-Pero ya soy muy viejo pa empezar. Quini.
-Tú no tienes que empezar como un niño que aspira a triunfar en los deportes. Tú eres ya un gran luchador de manera natural, sin saberlo y, además, tenemos la misma edad, veintidos años. No eres tan viejo. Si quisieras, te organizaría una pelea por el campeonato de España de los semipesados pa dentro de dos semanas.
-¡Tú no estás bien de la cabeza!
-Campeonato que ganarías, como que me llamo Quini. Porque tú pesas casi ochenta kilos, ¿no?
-Ahora me he quedao mu delgaillo. Peso setenta y cuatro.
-¿Delgaillo? Tú estás chalao. Seguro que en dos semanas de entrenamiento, aumentarías lo menos dos kilos. Te pondré el mejor entrenador de Málaga, que solamente tendrá que enseñarte algunos trucos, porque con lo que sabes de modo natural puedes noquear a cualquiera. Si respondes que sí, te anunciaremos esta misma tarde y pondremos mañana un anuncio mu grande en el periódico… Y ganarás, te doy mi palabra.
El Templao desvió la mirada hacia las calles que pasaban ante la ventanilla del coche. Desde la experiencia trágica de la escapada vivía en un soporífero estado de anestesia e indiferencia. No hacía cábalas sobre su futuro ni sentía ganas de luchar por él. Toda su vida, le había movido el afán de cubrir la ausencia de su padre, ocupar su lugar al frente de la familia y mantener dignamente a su madre y sus once hermanos. Habiendo muerto todos, carecía de estímulos. Curiosamente, la sugerencia de Quini le estaba obligando a reflexionar. ¿No debería luchar por sí mismo, por tener una vida mejor?
-Si perdiera… ¿cobraría algo?
-No mucho, Guaqui. Pero te juro por la madre que me parió que ganarás









Capítulo XII
El gimnasio funcionaba en la Malagueta, cerca de la plaza de toros, y era un lugar muy lóbrego que olía mal. Todo lo contrario que el barrio, una lengua de tierra que penetraba hondamente mar adentro, ocupada por viviendas modestas de pescadores, algunas fábricas, balnearios públicos y muchos merenderos. En todo el barrio dominaba un fuerte olor a mar, a las humaredas de los espetos y a redes puestas a secar al sol. Había sido uno de los primeros asentamientos fenicios de la ciudad, junto al primitivo puerto, y comentaban los científicos que debía de haber estado habitado durante varias decenas de milenios. Aunque era el ideal para gran parte de la juventud malagueña de aquellos años, el gimnasio resultaba triste y destartalado.
Pero para la ciudad arrasada, que el triunfador Franco denominaba “ciudad enemiga”, ese gimnasio era una de las mecas de la esperanza de una población donde a la esperanza no se le permitía señorear. Acudían jóvenes de todos los estamentos sociales y hasta de los barrios más distantes, en busca de la riqueza que auguraban los promotores, que abundaban como las aulagas del campo, porque era una honorable actividad “decente” tras la que se parapetaban gran número de los nuevos ricos del contrabando y el estraperlo. También servía de parapeto respetable para los comerciantes de carne juvenil de uno y otro sexo, puesto que los proxenetas se servían con frecuencia de los atractivos físicos y el hambre de alguno de los aspirantes a boseadores, para usarlos como señuelos para reclutar prostitutas o para ofrecerlos a ellos mismos sigilosamente a ciertos prohombres.
Por tales motivos, había casi más espectadores que gimnastas, sujetos casi todos malcarados aunque muchos usaran trajes, que examinaban descaradamente a los muchachos mientras se cambiaban de ropa, puesto que no existía algún local que sirviera de vestuario y todos se desnudaban despreocupadamente ante la indiscreta concurrencia.

El Templao arrugó la nariz al entrar.
El sitio era todavía más tétrico y maloliente que los corralones de su barrio. Según le había dicho Quini, debía preguntar por un hombre apodado “Tetúo”. Esperó unos minutos para que sus ojos se adaptasen a la umbría después de haber caminado junto a la playa deslumbrante.
Pero un hombre monstruoso acudió presuroso hacía él.
-¿Eres el recomendao del señor Enrique?
Antes de poder reaccionar ante el aspecto del sujeto, le proporcionaba un nuevo motivo de asombro, llamar “señor” a Quini. El hombre en camiseta era más bajo que él pero debía de pesar el doble; lo que más sobresalía era lo que sin duda había originado el apodo, la enormidad de sus pectorales, más grandes que los pechos de muchas mujeres. Sin pedirle permiso, palpó el torso y los bíceps del Templao.
-Es verdad lo que dice el señor Enrique –la montaña de músculos sobaba el cuerpo del Templao-. Vas a hacerte rico antes de que te des cuenta.
Para mayor asombro, algunos de los jóvenes que se entrenaban y muchos de los concurrentes observaron la valoración positiva del fornido “Tetúo” y comenzaron a mirar fijamente al Templao, lo que no dejaron de hacer durante el tiempo que este permaneció en el local.
El Templao apretó los labios. ¿Hacerse rico al instante? Comulgaba fielmente con el dicho de que “ninguna riqueza repentina crece sin joder al prójimo”.
-Con que pueda comer como Dios manda, tendría bastante.
-Que no te quepa la menor duda. Te convertiré en campeón de Europa.
Empezó el entrenamiento inmediatamente. En todo momento observado por los demás muchachos, a los que vio cuchichear en muchas ocasiones mientras lo señalaban, y principalmente por todos los espectadores. Las miradas y murmullos no le causaba el pavor que sentía cuando lo señalaban viandantes al pasar por su lado en la calle; notaba admiración, que hallaba sorprendente y muy desconcertante, en las miradas de los jóvenes.
El local parecía haber sido una pequeña fábrica o un taller. Había sufrido en los muros desperfectos por los bombardeos, pero no muy importantes, puesto que habían bastado tablas y esteras de esparto para que no fuera un coladero.
Acostumbrado el Templao a las extenuantes jornadas del puerto, nada de lo que hizo esa tarde le produjo el menor cansancio. Cuando se quitó el calzón para cambiarse de ropa, estuvo a punto de encogerse y agacharse, porque todos los espectadores trajeados miraron hacia a él al unísono, con fijeza muy incómoda.
Al despedirlo, el hombre apodado “Tetúo” le encomendó:
-Dile a don Enrique que estaba en lo cierto.
De nuevo tardó unos segundos en comprender que se refería a Quini; no tenía expectativa de verlo hasta la mañana siguiente, cuando pasara conduciendo ante los almacenes del puerto; pero advirtió estupefacto que su coche le esperaba, parado a la puerta del gimnasio.
-¿Qué tal? –preguntó Quini-. Sube, que te llevo.
-Eso no es ná –comentó el Templao-. Me canso más tó los días andando en busca de comía que con ese entrenamiento, que ni es entrenamiento ni ná. Sólo he tenío que darle puñetazos a un saco y una pelota y, pa acabarlo de arreglar, con guantes.
-Natural que no te cansa eso. Ya lo sabía yo de más. ¿Tienes algo que hacer ahora?
-Lo de toas las tardes. Buscar qué comer.
-No te preocupes por eso. Yo te invito. Necesito pedirte un favor.
Momentáneamente, el Templao se puso en guardia. Pensó que Quini deseaba cobrarse ya la oportunidad de convertirlo en boxeador, encargándole cualquier asunto oscuro relacionado con los trapicheos del puerto. Calló a la espera de lo que pudiera pedirle, dispuesto a responder que no y renunciar así a la recién emprendida carrera del boxeo.
Quini condujo por las pedregosas y polvorientas calles marineras de la Malagueta, parando a la vera de la playa, junto a un merendero.
-Cenaremos aquí. Como entavía es trempano, vamos a darnos unos lingotazos. Así tendrán tiempo de prepararte la comía que más te guste. ¿Qué quieres comer, cazuela de arroz?
-Pa serte sincero, lo que me comería con ganas es una berza.
-Eso está hecho.
Quini se retiró con un “hablaré con el dueño” y fue hacia la cocina. Había un incómodo torbellino en la mente del Templao. Llevaba toda su juventud rehusando implicarse en los delitos de Quini, que también había querido corromper a Mani, y ahora las circunstancias favorecían un nuevo intento. Tampoco iba a consentir; le diría que no sin titubeos y renunciaría al boxeo que, de todos modos, le había costado un gran esfuerzo aceptar. Pero antes de la negativa, esperaría a haber comido. En ese momento, comer era lo más importante.
-¿Sabes, Guaqui? -dijo Quini al sentarse de nuevo a su lado-. Ahora soy amigo íntimo de muchos de los señoritos que tanto nos humillaban hace tres o cuatro años. Y como en toas las circunstancias, muchos de ellos me deben favores, pero también yo les debo favores a ellos. ¿Comprendes?
-No.
Quini miró fijamente a su amigo, por encima del vaso de vino Quitapenas que estaba bebiendo.
-Joé, Guaqui, así nunca vas a prosperar. La vida es así. Hoy por ti y mañana por mí, ¿no te das cuenta?
-La verdad es que no –el Templao se regodeaba ante los titubeos de Quini, porque necesitaba ganar tiempo a fin de comer antes de responder que no a la propuesta, consistiera en lo que consistiese.
-¿Tienes novia?
-¿A qué viene eso?
-Es para asegurarme de que esta noche no tienes prisa ninguna. ¿Seguro que no te espera nadie?
-No, qué va. Duermo encima de un saco en el portal de una tía mía, que vive en La Trinidad. Eso es lo único que tengo que hacer, pillar el portalón abierto.
-Habérmelo dicho, hombre. Para que puedas ganar el campeonato de España, tienes que descansar bien. Mañana mismo te conseguiré un sitio cómodo donde dormir.
-Ya veremos.
-Te noto un poco raro.
-No, qué va. No es ná.
Quini calló al tiempo que desviaba la mirada hacia el rumoroso rebalaje. Le iba a costar mucho conseguir que el Templao hiciera lo que necesitaba que hiciese esa noche, pero no tenía más remedio que intentarlo si no quería meterse en problemas. Debía encandilarlo previamente.
-Uno de mis socios es dueño de varias casitas en el Palo. Sé que dos de ellas están vacías. Mañana le pediré las llaves de una, para ti. Te va a gustar. Está a dos pasos de la playa. Además, al llevarte las llaves al puerto, te adelantaré dos mil pesetas pa que compres muebles y comía.
El Templao no cambió su determinación de responder que no, aunque solamente después de haber empezado a dar cuenta del plato de berza, pero notó que necesitaba alejarse a cada momento que iba pasando. Su vida era demasiado difícil. Quini había dicho “te adelantaré”; ¿tan seguro era que podría ganar dinero con el boxeo? ¿Y si intentaba darle largas con lo que quisiera, mientras disfrutaba todo lo que pudiera?
Durante una hora, Quini no volvió a hablar de encargos ni favores. Conversaron de trivialidades, morosamente, y el Templao se negó a seguir el ritmo bebedor de su amigo, porque se sentía tan hambriento que temía que dos o tres vasos de vino le causaran muy fuerte embriaguez. Para eludir las reiteradas invitaciones a brindar, miraba constantemente hacia el mar, tratando del oír el leve rumor de las olas sobre el trajín del merendero. Brillaba la luna reflejada en el agua casi inmóvil, pero no tanto que no sonaran los bandazos de las esteras del cercano balneario Apolo, esteras tejidas de esparto, colgadas en grandes armazones de mástiles clavados en la arena del rompeolas, que separaban a los hombres y mujeres durante el baño. A pesar de encontrarse sólo a mediados de la primavera, con la nueva moda de bañarse únicamente por motivos lúdicos las playas se llenaban algunos días
Por fin aparecieron el dueño del merendero y el cocinero, portando entre ambos una olla grande casi llena de berza, que habían improvisado usando como base un puchero del día anterior. Su expresión era triunfal, ya que muy pocos merenderos de la Malagueta serían capaces de servir una berza de improviso. El Templao los vio depositar la olla en la mesa, mientras se le alborotaban los jugos gástricos. Se sirvió un plato rebosante y comenzó a comer apresuradamente, sin preocuparse por lo que hicieran los demás.
Quini sonrió. En pocos minutos, le hablaría del encargo.
Pero no acababa de decidirse. Suponía que esa noche iba a producirse un cambio importante en su relación con el Templao, cambio que temía porque realmente esperaba mucho de lo que pudiera hacer en el boxeo. O se apartaba de él para siempre, o se convertían en íntimos y cómplices.
Sintió que debía prodigarle los halagos.
-No te creas que esto del boxeo te lo he propuesto por casualidad, porque te vi pelear con los antiguos ratas. Hace un montón de tiempo que lo pienso y debería habértelo propuesto antes. Desde niño, siempre supe que eres el gachó con más poder que nunca he visto. O sea, que no sólo te sirven los músculos pa encandilar a las gachís, sino que es seguro que podrás comer de ellos.
El Templao lo miró por encima de su cuchara, pero calló y continuó comiendo con avidez.
-Por si no lo sabes -continuó Quini-, hay muchas gachís de postín que me han dicho montones de veces que les gustaría tener una aventura contigo, cuando yendo conmigo en el coche me han visto saludarte. Y asómbrate; también me lo han dicho algunos gachós que venían por casualidad conmigo, por negocios.
Joaquín el Templao suspendió un instante la cuchara ante su boca, pero la pausa fue muy breve. Inmediatamente, continuó hasta agotar el que ya era su segundo plato de berza.
-Ya ves, Guaqui, que tó el mundo se vuelve majara por ti. Por eso es que se me ha ocurrío pedirte este favor. Verás…
Ahora sí, el Templao se detuvo; apoyó las manos a ambos lado del plato y miró fijamente a los ojos de Quini. Había llegado el momento.
A

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