domingo, 23 de enero de 2011

PLUMAS

HACE UNOS QUINCE AÑOS, ESCRIBÍ UNA COLECCIÓN DE RELATOS DENOMINADA "Cuentos del amor viril". No conseguí que ninguna editorial se interesara. Tengo varias colecciones más, como la denominada "Málaga,la hora de 3,000 años"



Monty Mount tomó asiento sobre la maleta dispuesto a armarse de paciencia y esperar lo que hiciera falta, a pesar de que eran las siete de la mañana del primero de enero.
Cuando Guillermo Urzaiz se disponía a entrar en el aparcamiento del edificio donde vivía, de regreso de la fiesta de fin de año, vio que había ante el portal un hombre sentado sobre una maleta. "Hay gente para todo -pensó-. ¡A quién se le ocurre hacer guardia en esa circunstancia, un día de Año Nuevo a las siete y media de la mañana!" Excitada su curiosidad, una vez estacionado el coche, en vez de tomar el ascensor hasta el piso subió la escalinata que comunicaba el aparcamiento con el portal, con el propósito de dar una ojeada a tan extravagante personaje. Lo reconoció a la primera mirada y al decirse que sí, que era él, sin duda, quiso que se lo tragara la tierra.
-¡Monty!, ¿qué haces aquí?
-Te mandé un telegrama ayer desde Miami.
-¿A qué hora?
-Un poco antes de subir al avión. Serían las tres.
-Pasé todo el día ayudando a mi amigo a preparar la fiesta de Nochevieja. ¿No me dijiste anteayer por teléfono que no podías venir?
-Eso fue lo que creí. Después, comprobé que me podía escapar tres días. Llamé a todas las agencias de viaje, pero todos los vuelos Nueva York-Caracas estaban completos. Lo solucioné viajando a Miami y tomando luego el vuelo Miami-Caracas.
Mientras el ascensor subía, Guillermo observó a Monty con ganas de carcajearse. Recordó el refrán "tanto va el cántaro a la fuente..." y el cuento del cabrero que engañaba constantemente a sus vecinos diciendo que venía el lobo, hasta que un día vino el lobo de veras y los vecinos, escarmentados, no acudieron a ayudarle. Monty llevaba dos años anulando en el último momento viajes a Caracas que había programado con todo detalle y tras comunicar a Guillermo incluso la hora de llegada. La última vez, cuando aseguró a principios de diciembre que quería hacer un safari fotográfico para retratar pájaros tropicales en Venezuela, Guillermo apenas se tomó en serio el proyecto; la llamada del día treinta le pareció una de tantas, otra anulación de la llegada de un lobo que nunca llegaría. Había salido el treinta y uno por la mañana temprano, requerido por Erasmo, a quien su padre le había cedido su mansión para celebrar con sus amigos la nochevieja. "Tú eres uno de los íntimos -le dijo a Guillermo-. Tienes que ayudarme, sobre todo preparando sangría española para doscientas personas". Durante todo el día treinta y uno, no sólo no había tenido tiempo de pensar en Monty; jamás había creído en la posibilidad de que viajase.
Desde que lo conociera en la fiesta de unos portorriqueños en Nueva York, sabía que a Monty no se le podía tomar muy en serio.
-¿Has estado toda la noche en la puerta? -le preguntó mientras le invitaba a entrar primero en el apartamento.
-No. Cuando vi que no estabas en el aeropuerto, te llamé por teléfono. Estuve llamando tres horas y, una vez que me convencí de que ya no ibas a volver al apartamento, le pregunté a un taxista dónde había una fiesta bonita de fin de año. Creo que el sujeto me confundió, porque me llevó al Hotel Tamanaco. Imagina, Guillermo, yo entre las parejas más repugnantemente burguesas que puedas imaginar. De todos modos, me divertí mucho observando a esa gente encopetadamente hortera y cubierta de laca hasta los sobacos. Cuando la fiesta terminó, tomé otro taxi, dispuesto a esperarte hasta que llegaras.
-Pues te has librado de un buen plantón. Antes de terminar la fiesta, me propusieron ir directamente a Canaima. No acepté, porque estaba cansado. Y ahora, ¿qué voy a hacer contigo?
-Si estás cansado, da igual.
-No, Monty, ¿cómo voy a hacerte eso? ¿Quieres de verdad fotografiar pájaros?
-Eso esperaba.
-Bueno, permite que me dé una ducha, y saldremos dentro de un rato.

Aunque todavía era temprano cuando emprendieron viaje, y a pesar de ser primero de enero, comenzaba a haber embotellamiento de tráfico cerca del túnel por donde la autopista salía de Caracas con dirección a La Guaira. Ese punto era un cuello de botella donde el tráfico discurría casi siempre muy lento, lo que ocasionaba que, en el último medio kilómetro antes del túnel, se apostaran centenares de buhoneros vendiendo toda clase de cosas, desde unas bananas minúsculas y deliciosas que llamaban "cambur pera", hasta calzones de baño, pasando por equipos simples de buceo, cremas solares, zapatillas, artículos de higiene y un extenso surtido de frutas tropicales.
Un buhonero se acercó a la ventanilla del Chevrolet Malibú blanco que conducía Guillermo. Su mercancía era, exclusivamente, cajas de condones. Monty compró tres de a docena.
-¿Para qué quieres tantos condones, Monty?.
-No sé. El buhonero era guapísimo.
Pasada la Guaira, debían recorrer casi cien kilómetros hacia el este, en busca de una zona que no tenía carreteras asfaltadas, donde la selva llegaba hasta el mar, desembocaban múltiples arroyos cristalinos y abundaban bandadas inmensas de toda clase de pájaros hermosísimos. También en ese trecho de carretera el tráfico iba lento, y el agobio del calor les obligó a parar unos treinta kilómetros antes de llegar al punto que Guillermo consideraba idóneo para las fotografías de Monty; estacionaron junto a una playa muy concurrida para darse un chapuzón y refrescarse lo suficiente para proseguir el viaje.
Guillermo se lanzó al agua nada más llegar. Nadó durante una media hora. De regreso a la playa, notó el alboroto: Había muy pocos nadando, por lo que temió que alguien hubiera dado la alarma sobre merodeo de tiburones, cosa no muy rara en esas costas. Cuando daba las últimas brazadas en el rompeolas, descubrió que la gente no estaba alarmada, sino todo lo contrario; todos reían a carcajadas. A punto de dejar de nadar, porque sintió que ya no le cubría el agua, su cabeza tropezó con un globo inflado. Al dejarlo atrás flotando, comprendió que no era exactamente un globo, sino un condón. Llegado a la arena, vio en toda su extensión lo que había originado el alboroto. Los treinta y seis condones que Monty había comprado flotaban agigantados por el aire de sus pulmones en toda la línea de la playa.
-Vámonos -le dijo al norteamericano-, antes de que un padre furioso nos denuncie a la policía.
Monty gastó esa tarde quince rollos de película fotográfica. Observándolo, Guillermo reflexionó sobre lo diferente que parecía cuando trabajaba. En las horas de relax, era insoportablemente bromista. Trabajando, en cambio, se concentraba con la abstracción de un místico.
De regreso, el norteamericano dijo:
-Llevo una colección maravillosa de pájaros. No habías exagerado; más bien te quedaste corto; la fauna de Venezuela es formidable. Estoy pensando en montar una especie de documental para vendérselo a mi canal de televisión. Muchas gracias, Guillermo.
-Cada vez que veo esas bandadas, me acuerdo de ti. ¿Cómo va el negocio de plumas?
-Estupendo. Mi trabajo en NBC me da ventaja. Casi todas las mujeres que visto para los programas de televisión vienen alguna vez a la tienda. Como ahora se han puesto de moda otra vez las boas de plumas, estoy a punto de hacerme millonario... en dólares.
Guillermo consideró que probablemente era cierto. Sólo el equipo fotográfico debía de valer más de veinte mil dólares.
Al día siguiente, Monty aprovechó la ausencia de Guillermo, que pasó la mañana trabajando en la televisión, para realizar otra colección de fotografías de pájaros en un parque cercano al apartamento, llamado Los Caobos. Cuando Guillermo volvió del trabajo, estuvo todo el tiempo haciéndole fotografías, mientras se bañaba, mientras se vestía, mientras ponía el coche en marcha, dentro del coche, conduciendo camino del aeropuerto y en el momento de estacionar ante el edificio principal de Maiquetía.
-Bueno -dijo Guillermo-. Ahora deja que yo te haga a ti alguna foto. Explícame cómo funciona este trasto.
Una vez que conoció los rudimentos del aparato, pidió:
-Ponte ahí, Monty, junto a esa yuca y frente a la terminal.
Mientras Guillermo examinaba las teclas y resortes que debía manipular, no tuvo ocasión de observar la pose que Monty adoptaba. Cuando creyó que la cámara estaba preparada, miró por el visor. Estuvo a punto de gritar. Monty se había bajado los pantalones y el calzoncillo.
-¡Estás loco! Van a llevarnos presos.
El artesano de las plumas reía gozosamente.
-Hice tantas fotos de tu polla mientras te bañabas, que creo que es justo que tú también tengas una de la mía.

Llegadas las vacaciones de semana santa, Monty invitó a Guillermo a pasarlas en Nueva York. Llevaba casi un año sin ir, de modo que Monty le convenció revelándole que disponía de entradas para cuatro musicales que Guillermo aún no había visto.
El chico que se sentó a su lado en el avión le pareció conocido, pero ésta era una sensación que asaltaba a Guillermo con frecuencia, a causa de su trabajo en televisión, que a tanta gente le obligaba tratar de pasada. Era un muchacho que no debía de tener más de veinte años, vestido con ropa de marca muy cara que resaltaba de modo impúdico su musculatura adolescente, la redondez mórbida del culo y el contorno notable de sus genitales. Probablemente se trataba de un bailarín que habría participado en cualquiera de los espectáculos de variedades en los que había intervenido como realizador y, a lo mejor, ni siquiera había estado físicamente cerca de él, y sólo le había visto a través de los monitores. Difícilmente se relacionaba con los bailarines, ya que le desagradaba la gente que dedicaba tanto esfuerzo al cuidado de su físico. Ésta era, justamente, la impresión que su vecino de asiento transmitía con su piel satinada, teñida de sol y carente por completo de máculas, que revelaba el uso de cosméticos muy caros y eficaces; llevaba un reloj de oro, impropio de alguien de su edad, y el anillo ensartado en el anular de su mano izquierda presentaba tres diamantes de más de un cuarto de kilate. Las uñas eran, evidentemente, el resultado de un trabajo frecuente de manicura y el corte pelo debía de ser obra de Fred, el estilista más famoso de Caracas, que sólo peinaba a la gente del Country Club y a los populares de la farándula. Guillermo se dijo que, probablemente, viajaba al lado de uno de los bailarines/gigolós más de moda en la actualidad, y por consiguiente uno de los más caros, aunque no consiguiera identificarle a pesar de lo bien informado que solía estar.
El chico le miraba con insistencia algo molesta. Una media hora después de iniciado el vuelo, le dijo:
-Tú eres Guillermo Urdaiz, ¿no? Me parece que no te acuerdas de mí.
-Disculpa. Sé que te conozco, pero no estoy seguro de qué.
-Estuviste en la fiesta de mi... amigo Franklin Domínguez.
Guillermo recordó al instante y estuvo a punto de reír nerviosamente, porque le parecía increíble no haberlo reconocido. El que se sentaba a su lado había protagonizado uno de chismes más divertidos del último año, aunque ahora se trataba ya de un chisme algo pasado de moda. Franklin Domínguez era el dentista de la high society caraqueña. Hombre maduro y con cinco hijos adultos, se había enamorado del novio de su hija menor. Tras ciertas peripecias muy rocambolescas, un día que estaban entrevistando a Franklin en un programa matinal de televisión en directo, la hija irrumpió en el plató gritándole: "Desgraciado, loca del carajo, me has quitado el novio". Ese novio que había sido causa de ruptura entre padre e hija, era Larry Núñez, el hermoso y frívolo joven que viajaba a su lado.
-Oh, sí, perdona Larry. ¿Cómo le va a Franklin?.
-Bien. Está en París. Después de la Semana Santa, me encontré con él allí.
-¿A qué vas a Nueva York?
-A conocerla, por fin. Franklin lleva meses y meses diciéndome que me llevaría, pero nunca lo cumple. Él asiste ahora a un congreso en París y, cuando me dijo que fuera a reunirme con él, le chantajeé pidiéndole que me dejara ir vía Nueva York.
-¿Y qué piensas hacer?
-Ni idea.
-¿No conoces a nadie?
-No.
-Yo voy a pasar estos días en casa de un amigo. Vive en el Greenwich Village y comercia con plumas, es muy divertido. No puede venir a recogerme al aeropuerto, porque en estos momentos se está grabando un programa del que él es el estilista, pero si te apetece, lo llamo por teléfono y le digo que hay un invitado más.
-¿Crees que no le importará?
-Todo lo contrario. Adora a tu país.
-¿Lo conocerá Franklin?
-Probablemente, porque Franklin es amigo de todos los portoriqueños con quienes se relaciona Monty. No te preocupes, tu amigo no verá mal que te alojes en su casa.

Desde el primer momento, Monty Mount actuó con el propósito evidente de escandalizar a Larry.
La primera tarde, les invitó a los dos a un male gay cinema de la calle Cuarenta y cuatro. En cuanto comenzaron las escenas más explícitas de encuentros sexuales, Monty se puso a relamerse chasqueando la lengua, suspirando ruidosamente, y si uno de los protagonistas de la película se resistía a los requerimientos eróticos, gritaba "A mí, házmelo a mí". La habitualmente reservada clientela giraba la cabeza hacia ellos y algunos se acercaron a Monty con pretensiones que éste no correspondió. Guillermo tenía que reprimir las carcajadas ante las expresiones y los cambios de color de Larry.
A la salida del cine, Monty insistó en llevarles a un male live show, donde cada vez que uno de los strippers se acercaba a él intentaba atrapar con los labios su órgano. Luego de varias escenas de esa naturaleza, Monty se bajó los pantalones y se puso a masturbarse con total desinhibición bajo la cruda luz y las miradas hambrientas de los varios que se acercaron a observarle. Uno de los stripeprs le propuso medirse y comparar las respectivas dimensiones, propuesta que aceptó encantado, mientras Larry se ocultaba tras Guillermo como si quisiera desaparecer.
Ya de noche, fueron a un disco pub, en cuya planta sótano había un espectáculo de fist fucking. Monty forzó a Larry a permanecer en primera línea de los espectadores que rodeaban de pie al chico colgado de cadenas que ofrecía el ano al puño engrasado de uno vestido de cuero negro. Debido a un mensaje que Monty le transmitió por señas, el de la ropa de cuero tomó el brazo de Larry y le empujó hacia el centro de la escena; era un sujeto muy fuerte y al joven venezolano le costó deshacer la presa cuando, tras cubrirle la mano con una pella de grasa, trató de obligarle a que fuese él quien introdujera el puño.
De regreso al Village, Monty incitó a Guillermo a practicar sexo ante Larry, con las luces encendidas y sin disimulo. Mientras lo hacían, el artesano de las plumas no paró de invitar al joven a participar. Larry negaba con la cabeza, con los ojos salidos de las órbitas pero cosidos, casi sin pestañear, a los dos cuerpos que se revolcaban ante él en la alfombra.

Al día siguiente, y con el pretexto de que sólo tenía dos entradas, Monty sugirió a Guillermo ir a ver "Cats" con el amigo portorriqueño a través del cual se habían conocido. A Guillermo le extrañó su insistencia y, sobre todo, que excluyera a Larry de la invitación.
Cuando volvió, encontró a Larry desnudo, en la cama de Monty, amodorrado, con expresión ausente.
-¿Dónde está Monty?
-Ha ido a comprar champán. Dice que tiene que celebrarlo.
-¿Celebrar el qué?
-Que yo haya perdido la virginidad.
-¿Es eso cierto?
-Pues... sí. Carajo, Guillermo, ¿por qué me has traído aquí? Yo nunca había hecho eso con Franklin.
-Te he traído por hacerte un favor, para que pudieras pasarlo bien, porque es difícil divertirse solo en Nueva York. Pero eso no te obligaba a hacer nada que no quisieras hacer.
-¡Si Franklin se entera...!

Franklin llamó desde París al día siguiente, a primera hora. Larry acababa de salir con Monty a visitar la Estatua de la Libertad, cosa que no interesaba a Guillermo, que ya había estado en la isla un par de veces. Atendió el teléfono.
-¿Es casa de Monty Mount? -preguntó Franklin.
-Sí, ¿quién llama?
-¡Tú eres Guillermo Urdaiz!
-¡Franklin!. ¿Cómo has averiguado este número?
-Así que eres tú quien ha llevado a Larry a esa casa.
-Pues, sí. Me encontré a tu amigo en el avión y, como me dijo que no había estado nunca en Nueva York ni tenía idea de qué hacer en esta ciudad, le propuse alojarse aquí.
-¿Por qué me has hecho esto, Guillermo? Yo quiero a Larry.
-¿A qué te refieres?
-Sabes muy bien a qué me refiero.
-No tengo ni idea, Franklin.
-A lo que ha hecho con ese pervertido de las plumas.
-¿Monty? Oye, Franklin, Monty no es un pervertido:; simplemente, es alguien muy desprejuiciado y vitalista, la persona más divertida que conozco. A tu amigo le ha hecho el favor de servirle de guía. Gracias a él, Larry está conociendo Nueva York como sólo se puede conocerla bien: guiándole un cicerone local que lleva toda la vida aquí.
-¿Ahora está con él, solos los dos?
-Supongo que sí. Han ido a la isla de Ellis, ver la Estatua de la Libertad, que yo ya estoy harto de ver.
-Me doy cuenta de que el asunto es más grave de lo que había imaginado. Ahora mismo tomo el avión para allá. No le digas a Larry que voy.
-¿No estabas en un congreso de dentistas?
-El congreso me importa un carajo.

Cuando Larry y Monty volvieron de su excursión a la estatua de la Libertad, Guillermo se llevó al venezolano aparte y le puso al corriente de la situación.
-Si mi historia con Franklin se rompe, me suicido.
-No digas tonterías, Larry. Eres muy joven, tienes toda la vida por delante y lo tuyo con Franklin no tiene por qué romperse.
-¿Tú crees que después de todas las habladurías que hubo en Caracas con esta historia nuestra, yo sería capaz de afrontar la ruptura? Desde que comenzó mi romance con Franklin, he dejado de tener relación con mis padres, los antiguos compañeros de la universidad no me hablan y se ríen de mí, los vecinos de la calle donde vivía me llaman por teléfono para decirme las cosas más desagradables que puedas imaginar. Como mi nombre salió en televisión con tanto escándalo, ni siquiera me dan trabajo, no hay en Venezuela un empleo al que yo pueda aspirar. Ya sabes cómo es mi país, Guillermo; si Franklin me echa de su lado, me van a linchar moralmente otra vez, y ahora ya no podré resistirlo. No van a perdonarme que, además de volverme maricón, me quede en la puta calle.
Guillermo Urdaiz comtempló compasivamente a Larry, dominado por un fuerte sentimiento de culpa. Había infravalorado al muchacho; era mucho más culto de lo que había supuesto a causa del caro esnobismo con que vestía y tenía una sensibilidad que no se correspondía con el presunto gigoló que había creído que era. Efectivamente, la sociedad venezolana iba a comportarse muy cruelmente con él si Franklin lo repudiaba. Larry estaba desolado y él era en buena medida el responsable.
-¿Tan grave es la cosa?
-Sí, Guillermo. Mi vida se va a convertir en un infierno. ¿Por qué carajo tuviste que traerme a casa de Monty? Es un tio tan divertido y tan antiparabólico, que me atrae mucho y me ha obligado a hacer en un día lo que Franklin no consiguió en un año. Estoy hundido.
Guillermo reflexionó unos minutos y dijo tras la pausa:
-Vamos a ver, Larry; si entiendo bien, la situación es ésta: Tú quieres que tu relación con Franklin no se vea afectada y, por otro lado, no le harías ascos a tener de vez en cuando una alegría en la cama de Monty, ¿no es así?
-No, Guillermo, no es exactamente ésa la situación. Yo quiero de verdad a Franklin, aunque se trate más de cariño filial que de pasión, porque él no es sólo mi amante, sino que también es mi padre y toda la familia que me queda, y aunque Monty me atrae, no pienso meterme en la cama con él nunca más. También me atraes tú, que eres mucho más guapo que Monty, y ni siquiera se me pasa por la cabeza la idea de hacerlo contigo.
Guillermo sonrió. Aunque Larry tuviera tal idea, no existía la menor probabilidad de que se cumpliera. No le atraían los jóvenes tan guapos e inexpertos, prefería la gente curtida, recia y veterana.
-Tenemos que lograr, en primer lugar, que Franklin se convenza de que no ha pasado lo que le han dicho que ha pasado -dijo Guillermo.
-Eso será imposible.
-Ya veremos. Ahora, vamos a coger el teléfono y descubrir quién le ha ido con el chisme, aunque nos tome toda la noche. Cuando lo averigüemos, verás lo que vamos a hacer.
Entre llamada y llamada, Guillermo tuvo una larga y seria charla con Monty, quien, tras conocer el plan del español, salió deprisa con rumbo al almacén de utilería del canal de televisión. Volvió dos horas más tarde, provisto de un pesado surtido de objetos.

Franklin Domínguez recorrió con mucha impaciencia los pasillos del Aeropuerto Kennedy. A estas alturas de su vida, a él no podían hacerle una cosa así. Tenía casi sesenta años, una casa con el mismo estatus que la gente más rica de Venezuela, un prestigio profesional que ningún escándalo había conseguido mancillar, un poder económico que excedía en mucho al de un simple dentista y, sobre todo, un caudal de experiencia por el que estaba de vuelta de todo. Si el carajito de Larry se la había jugado, encontraría la manera de que amaneciera cualquier día en una quebrada caraqueña con dos tiros en la nuca; pero si Larry no era verdaderamente culpable y había sido víctima de una encerrona urdida por ese español de la tele, Guillermo Urzaiz, sería el españolito quien iría a hacer compañía a las culebras del matorral caraqueño, acribillado y convertido su cuerpo en un saco de plomo.
Precisamente, Guillermo Urzaiz estaba esperándole más allá de la aduana.
-Según me pediste, no le he dicho a Larry que venías. Pero quiero que hables en mi presencia con el que te llamó a París para contarte mentiras.
-No fue Antón quien me llamó; lo llamé yo por casualidad y él no tenía por qué contarme mentiras.
Guillermo sonrió. Había resultado mucho más fácil de lo previsto que Franklin soltara el nombre, nombre que no había conseguido averiguar con ninguna de las incontables llamadas telefónicas realizadas durante toda la noche. Un extraño y poco compasivo sentimiento de solidaridad, había hecho que todos los amigos hispanos que pudieran haber servido de nexo entre Monty y el chisme comunicado a Franklin, respondieran con evasivas en las que era fácil detectar la ironía y el propósito de no revelar el dato. Según intuyó Guillermo a través de las conversaciones telefónicas, el encuentro entre Larry y Monty se había convertido entre los portorriqueños y los cubanos de Nueva York en el chisme jocoso del momento, en una comunidad donde dominaba el aburrimiento frustrante de sentirse a medio camino de la marginalidad social y donde un bulo se convertía rápidamente en certidumbre, que les servía para salpimentar sus tediosas conversaciones durante varios días.
El portoriqueño Antón era, quizá no casualmente, el amigo por el que había entrado en contacto con Monty hacía ya varios años, un treintañero cuyo desarrollo muscular le convertía en centro de las miradas por la calle, porque encima de un cuerpo de escándalo lucía una cabeza de faraón egipcio de ébano, un conjunto capaz de interesar a los productores de espectáculos de televisión, ya que sus atractivos incluían una superdotación sexual que a nadie decepcionaba. Por tener que vestirle de hollywoodense rey de tribu africana, cubierto de plumas hasta la coronilla, le había conocido Monty.
Éste, situado en un punto del aeropuerto donde Franklin no le podía ver, observaba al español y el venezolano con unos prismáticos, unos auriculares y un sofisticado micrófono direccional que, lamentablemente, llevaba hasta sus oídos mucho ruído de fondo, las voces cercanas y ninguna voz del punto por donde Guillermo y Franklin caminaban. Pero la señal convenida se produjo mucho antes de lo esperado. Tres movimientos de la mano de Guillermo junto al lóbulo de su oreja derecha, sirvieron para que Monty conociera la identidad del delator.

Con objeto de que Monty dispusiera de tiempo suficiente, Guillermo fue dándole al taxista indicaciones absurdamente contradictorias:
-En vez de por el túnel, vaya por el puente de Brooklin, para que tengamos oportunidad de ver el panorama de Manhattan. No, por ahí no, quisiera contemplar la silueta del edificio de las Naciones Unidas. O, mejor, entre con dirección a Harlem, a fin de que demos un recorrido por Central Park. No, tardaríamos demasiado en llegar a la calle Treinta y Cuatro. Pero necesito que pare un momento en Times Square, para comprar entradas para "El fantasma de la Ópera".
Cuando llegaron ante el edificio donde vivía Antón, habían pasado cerca de dos horas y media desde que salieran del aeropuerto.
-Escucha, Franklin-dijo Guillermo mientras tomaban el ascensor-; te agradecería que nos comportemos todos como personas civilizadas.
-Los españoles sois como témpanos de hielo, carajo, Guille. Si este mierdoso de Antón me ha dado este disgusto sin motivo, se va arrepentir.
-Mira, Franklin; si no me prometes actuar con calma, yo me desentiendo de este asunto. Sólo trato de que la verdad resplandezca, porque me siento culpable por haber tratado de hacerle un favor a Larry y porque me jode mucho que pueda triunfar la calumnia. Pero por mucho que me joda, te mandaré al carajo si no me prometes comportarte con serenidad.
-De acuerdo. Tienes mi palabra.
Estuvieron pulsando el timbre de Antón más de diez minutos, antes de que la puerta se abriera. Tras ella, apareció Monty Mount, completamente desnudo y con el pene medio erecto.
-¿Qué horas son éstas de venir a molestar? Pensaba dormir hasta las dos de la tarde.
-¿Está Antón? -preguntó Guillermo-. Este amigo venezolano necesita hablar con él.
-Duerme todavía -informó Monty-. ¿No podéis volver a la tarde?
-Es urgente, Monty. Franklin debe regresar a París esta noche.
Guillermo y Franklin fueron invitados a sentarse en el pequeño salón. Unos minutos después, acudió Antón, cubierta su cintura con una pequeña toalla abultada por la erección, desperezándose de un modo que parecía una pose de revista de culturismo. Dibujó una expresión de gran asombro.
-¡Franklin!, ¿no estabas en París?
-Con lo que me dijiste ayer por teléfono, no querrías que me quedara cruzado de brazos.
-¿Lo que te dije ayer?, ¿a qué te refieres?
-¡El coño de tu madre, Antón! Me dijiste que Larry había perdido la virginidad con Monty.
-¡Ah! Ya ni me acordaba. Compréndelo, Franklin, acababa de pelear con Monty, estaba muerto de celos y me lo encontré paseando por la Quinta con Guillermo y tu amigo. Me dio un repente. Quise chinchar a Monty y se me ocurrió decirte aquella tontería. Por suerte, Monty y yo nos hemos reconciliado ya. ¡Soy tan feliz...!
-¡Que te tire un caimán! -exclamó Franklin, mientras abandonaba precipitadamente el apartamento, con ademanes airados.
Guillermo salió tras él.
-¡No me lo puedo creer!
-¿Qué? -preguntó el venezolano.
-Que le dieras crédito a las bromas de Antón. Ya ves, has perdido varias sesiones del congreso y te has gastado una fortuna, para nada.
-¿Dónde está Larry?
-En casa de Monty. Como me advertiste que no le dijera nada, no encontré una excusa para convencerle de mudarse a un hotel. Desde que llegamos a Nueva York, Monty ha dormido en su apartamento sólo una tarde, porque pasa todas las noches con Antón, de modo que Larry y yo estamos muy cómodos allí; él usa la habitación de Monty y yo, la de invitados. ¿Quieres que vayamos a sorprenderle?
-¿Y qué disculpa le doy para esta estupidez de viaje?
-Muy sencilla. Dile que no podías soportar más tiempo sin abrazarle.
Encontraron a Larry aparentemente dormido bajo el barroco tapiz de plumas multicolores que coronaba la cama. Entre sus brazos, el portarretratos con la fotografía de Franklin. Éste, junto al dintel del dormitorio, apretó el codo de Guillermo, mientras se le escapaba una lágrima.
-Estoy loco por él, Guille -susurró-. Creo que será mejor que me vaya de nuevo a París sin que Larry tenga que hacerme preguntas por el sinsentido de este viaje. Vamos a la calle, me acompañas a comer un sandwich y me iré al aeropuerto a esperar el vuelo de vuelta a París.

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