sábado, 8 de enero de 2011

EL TREN, SALÓN SOCIAL


artículo publicado hace unos cuatro años

Si don Hilarión, el de “La verbena de La Paloma”, levantara la cabeza, y Casta y Susana lo sacaran a ver pasar el AVE, no podría cantar aquello de “Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad…” porque se quedaría con la boca abierta. Cuanto más progresamos, mejor comprendemos que el tren, que tan obsoleto les parecía a algunos “modernos” hace nada, es el verdadero transporte del futuro.

Está claro. A 350 kilómetros por hora, pronto viajaremos poquísimo en avión por la península. Sin embargo, siento nostalgia de los lentos Expresos, porque es casi legendario lo que hemos soportado y gozado en aquellos compartimentos de ocho pasajeros. Como aquí escribo en color pastel, no puedo entrar en verdolagas ni contar historias picantonas que, como las meigas, haberlas haylas aún, pero entonces eran el pan nuestro de cada día, sin desalentarnos el tufo a pies o, como me ocurrió una vez por Marsella, aunque se sentara al lado una campesina con un cesto lleno de camembert… con la lógica estampía entre sofocos.

Salías de Málaga a las 10 de la noche y llegabas a Atocha, con suerte, doce horas más tarde. Tiempo para cena, tentempié y desayuno. Ahora, con un desayuno o un piscolabis va uno que chuta.

Con los silbatos de los jefes de estación actuando de despertador, aquellos duermevelas interminables eran muy fecundos para los lazos sociales. Lazos efímeros pero, en ocasiones, podían hasta acabar en el altar. El tren era para un muchacho un viaje de iniciación en todos los sentidos, incluidos los escabrosos, y para los adolescentes de mi generación ir en tren a Madrid o a Barcelona era la piedra filosofal del paso a la madurez.

Conservo amistades interesantes del tren en toda Europa, pero fue en Caracas donde tuve el contacto más sorprendente. Por azares de la vida, diseñé el cartel del XIII Congreso Panamericano de Ferrocarriles, donde participó RENFE, que pujaba en asociación con Canadá para diseñar un ferrocarril de 900 kilómetros. Ganamos la puja, pero aquél fue el tren que nunca existió; cosas del Caribe. Sin embargo, el congreso me permitió conocer a un hombre interesante, Paco Lavilla -hermano de aquel ministro suarista-, que soñaba con hacer completo el recorrido del Transiberiano, y creo que al final lo logró.

En el Transiberiano daría tiempo no sólo de congeniar y casarse, sino hasta de tener hijos o divorciarse. Con muchísimo menos, las dos horas escasas a Córdoba o Zaragoza y las dos y poco a Sevilla, no paro de relacionarme en los viajes de promoción de mis novelas. Y siempre, hay que ver de lo que se entera uno, cotilleando las conversaciones del asiento anterior o el posterior, o escuchando al incordio impertinente que habla a voces con el móvil a pesar estar prohibido.

El tren me parece un club social. Un salón donde hacer amigos y, por qué no, ligar, para qué vamos a engañarnos. Es fantástico lo de contemplar paisajes mucho más virginales que los de la carretera, pero lo verdaderamente interesante ocurre dentro.

Por si las moscas, siempre que viajo en tren llevo una buena provisión de tarjetas personales.

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