lunes, 8 de noviembre de 2010

EL BOQUERÓN DE LA SUERTE



El joven pescador no tenía tiempo de meditar. Su padre le hacía despertar a las tres de la mañana y, cuando varaban de regreso al atardecer, estaba tan exhausto que el camastro de la pequeña casa de Pedregalejo le parecía la antesala del cielo.
El cansancio permanente, que jamás desaparecía, era tan intenso que a veces dormitaba durante las larguísimas horas de acecho de la pesca en la bahía. Cada vez que daba una cabezada, aunque su padre le llamaba constantemente la atención “¡cuidado, Ciriaco, que te vas a caer!”, tenía tiempo de soñar. Al sacudirlo su padre, siempre permanecía en su memoria el recuerdo de algo bello y placentero. Un paisaje de biznagas al atardecer, higos chumbos helados que no espinaban las manos, una fuente de cigalas rojas en un almuerzo de domingo…

Con gran frecuencia, aparecía un boquerón en sus sueños.
Un boquerón diminuto que se aproximaba a la barca y daba saltos a la vera de la borda, mientras le gritaba frases extrañas:
-Llámame cuando te pierdas.
O
-Cuando ames, te protegeré
O
-Un día, tu fortuna dependerá de mí.
Cuando ocurrió las primeras veces, se lo contaba a su padre, que se echaba a reír.
-Desde que naciste le he dicho a tu madre que estás un poquillo majareta.
Lo inexplicable era que se trataba de un sueño recurrente, que a veces también acudía cuando dormía en tierra, y siempre se trataba del mismo boquerón. Estaba seguro de que lo reconocería si un día caía en las redes; si ello ocurría, lo devolvería inmediatamente a la mar.

Por ello, le pareció natural que el boquerón habitara todos sus sueños la noche antes de conocer a Paula. Había repetido todas sus frases y, ya casi al alba, murmuró:
-Hoy, vas a completar la leyenda de las dos llamitas azules.
Hacía referencia a lo que contaba la gente vieja sobre la leyenda de los patronos de la ciudad. Dos mártires tan jóvenes, que se les denominaba “martiricos” y de los que se afirmaba hacía diecisiete siglos que se aparecían como dos llamitas azules la noche del aniversario de su sacrificio.
No volvió a pensar en el vaticinio soñado del boquerón hasta que, deslumbrado en la playa por una mocita que dijo llamarse Paula, cayó en la cuenta de que él se llamaba Ciriaco. Paula y Ciriaco, como los patronos de Málaga.
Al mirarla por primera vez, se quedó petrificado, inmóvil sobre la caliente arena oscura. Comprendió que sólo podía ser una visión, una especie de hechizo, y que la referencia a los patronos representaba un simple desvarío de su cuerpo agotado por la falta de descanso.

Paula no podía ser de este mundo. Nadie podía calcular con certeza su edad. Poseía su mirada una extraña inocencia infantil, mientras que su cuerpo exhibía la rotunda voluptuosidad de una hetaira. Lo que más destacaba era su fuerza, tanto la interior que se derramaba por sus ojos como la de su cuerpo; viéndola trabajar en la playa, nadie suponía al pronto que se trataba de una mujer y, cuando constataba que lo era, todos se maravillaban.
La noche anterior al día que se casaron, Ciriaco se había afanado en la tarea más de lo acostumbrado, queriendo compensar a su padre por la ayuda que no iba a aprestarle los dos días que iba a dedicar, con Paula, a un viaje en diligencia por Antequera. Exhausto, de madrugada, el boquerón volvió a visitarlo durante un instante en que la atención de su vela flaqueó. Creía que no se había dormido en ningún momento, pero la charla del boquerón demostraba que sin duda lo había hecho.
-Cuando amanezca, vas a emprender una vida nueva. Gozarás placeres que ahora no eres capas de imaginar, ni tampoco puedes imaginar lo grandes que pueden ser los dolores del alma. El día que sientas uno, acuérdate de mí.
Poco más tarde, le habló de la leyenda de las dos llamitas azules.

Con tales proyectos en la memoria, y después de que sus hermanos le ayudaran a ponerse el traje que le había prestado su tío para la boda, Ciriaco recorrió los dos centenares de metros que mediaban entre su casa y la ermita como si levitara. Una hora más tarde, a punto de llorar los novios, compartieron su felicidad en el tranvía, recorriendo el paraíso de La Caleta, Reding y el paseo del parque como si visitaran las siete maravillas del mundo. Sus ojos no tenían miradas más que para ellos, como si el universo se limitara al profundo azabache de las pulilas de Paula o el verde oliva de las pupilas de Ciriaco.

Viky quiso nacer al año justo, precisamente al comienzo del otoño de 1907. Paula despertó varias veces durante la noche, quejándose de espasmos, que Ciriaco consiguió aliviar varias veces cubriéndola de besos. Pero al acercarse la medianoche, el vientre pareció querer estallar. Anonadado, Ciriaco cargó en brazos a su mujer con prisas, a ver si conseguía llegar a la parada antes de la partida del último tranvía; debía llegar cuanto antes al Hospital Civil, porque era evidente que el bebe tenía prisas por nacer.
Mientras la sostenía, desvanecida a su lado, su corazón trataba de latir con regularidad, mientras le recorrían el pecho rayos y centellas lacerantes. ¿Qué había sido del vigor sobrehumano de Paula? ¿En qué pliegue del camastro se habría escondido la vitalidad desbordante de su mujer?
El carmín de sus mejillas se había convertido en marfil y la carita apoyada en su hombro tenía color de imagen de semana santa y quietud de estatua.
El corazón de Ciriaco sangraba entre ayes mudos, cuando le sacudió el tañido de las campanas. ¿Qué podía pasar para que, de repente, todas las campanas de Málaga se pusieran a redoblar a unísono, pasada con creces la medianoche?
Cuando el tranvía dejó atrás la plaza de La Malagueta, no había una alma en la calle, sólo una quietud de sonámbulos, pero, pasados sólo unos centenares de metros, las campanas alocadas parecieron haber enloquecido al pueblo, y Ciriaco vio que, de repente, eran casi multitudes las que corrían sin rumbo, muchos hombres cargados con envoltorios enormes. ¿Qué pasaría?
Un hombre acompasó su carrera con el tranvía y el conductor le preguntó.
-¡Que viene la riá! –gritó desencajadamente, sin detenerse.
Ciriaco se extrañó. Aunque el día había sido desapacible y tanto su padre como él decidieron no salir a la mar a faenar, realmente no había llovido más que una leve calaera. ¿Cómo podía haberse producido una riá que obligara a huir a la gente? Sin embargo, la afirmación del corredor parecía estar justificada por el alboroto de las campanas, que aumentaba su intensidad conforme avanzaban por el parque y las de lcatedral sonaban más cerca. Los redobles eran ensordecedores. Ciriaco abrazó a Paula con fuerza, como si alguien tratara de arrebatársela. Miró hacia la delantera del tranvía y notó que la Acera de la Marina bullía de gente que corría desordenadamente en todas las direcciones. ¿Qué pasaba, por Dios? Lamentó no poder dar una cabezada a ver si el boquerón acudía a explicarle el misterio.
Algo acudía Alameda adelante hacia el Boquete del Puerto. ¿Qué era esa masa?
No tuvo que preguntárselo dos veces. Su visión nocturna de marinero le reveló que aquello era una ola, todavía no muy grande, de un mar que acudía a engullirlos. Se alzó del asiento, cargó a Paula en el hombro izquierdo y bajó del tranvía de un salto. Corrió hacia la plaza del obispo, en busca de la protección de la maraña que formaban las calles de Málaga, que debían obstaculizar el avance de la ola.
Corrió y corrió, sin atreverse a mirar atrás. La gente había desarmado las rejas del pórtico catedralicio para refugiarse subiendo la inmensa escalinata, y hacía allí se encaminó. Paula no musitaba siquiera las quejas propias de una parturienta. Sentía su cuerpo lacio y sin voluntad.
La impresionante escalinata de piedra blanca resultaba invisible por la multitud quejumbrosa que la cubría. Ciriaco temía que, si le alcanzaba el agua, no fuera capaz de seguir soportando el peso de su mujer. Tenía que depositarla en una grada con la cabeza apoyada en su camisa, que se quitaría y enrollaría para que le sirviera de almohada.
Pero en un instante sintió que el agua lodosa, con tenebrosa viscosidad infernal, le cubría los tobillos y trataba de detener su carrera.
Iba a caer, porque el peso del cuerpo que tanto amaba iba resultando cada vez más insoportable. Se animó a sí mismo. Bastarían unos cinco pasos para alcanzar el primer escalón, ya oculto por el fangoso monstruo.
Lanzó un quejido de toro moribundo para superar los torbellinos marrones que aferraban sus piernas, para saltar con su último aliento al segundo escalón ,que todavía aparecía emergido sobre la inundación, aunque sería cubierto en seguida.
Al conseguirlo, y moderar la carrera, en medio de la algarabía de campanas y voces le pareció oír un leve gemido de Paula, lo que iluminó su corazón.
El convencimiento de que seguía viva le dio alas para avanzar escalinata arriba y consiguió depositarla en el escalón de la entrada, tendida lejos del agua que iba ascendiendo implacablemente.
Se echó sobre ella tratando de no pesar pero queriendo abrigarla, y aya no vio nada más. Consiguió ensordecerse para no escuchar el estruendo y oír solamente la débil respiración de Paula. De repente, el boquerón saltó para decirle:
-Cuida de tu hija, que es todo cuanto te queda ya.
Ciriaco sintió un estremecimiento. Las visitas del boquerón eran siempre consoladoras, pero ahora le traía terribles presagios. Le preguntó a voces por qué le torturaba, pero no recibió respuesta y, en cambio, alguien dijo muy cerca:
-No grites tanto muchacho, que has asustado a mis hijos.
En un duermevela clarividente, comenzó a comprender las palabras del boquerón. Estaba solo, aunque no comprendía la razón de su soledad en un desierto infinito y húmedo.
Cuando la luz del alba dio algo de color al paisaje, vio de reojo que el mundo se había convertido en un mar marrón, donde la catedral era una isla freía y estéril. Acudió una barcaza que amarró usando como noray la balaustrada que orlaba la escalinata. Comop todos los refugiados se lanzaron intentando subir a bordo de la frágil embarcación, dos hombres en la cubierta enarbolaron sus fusiles y se pusieron a disparar al aire. Uno de ellos gritó:
-Sólo embarcaremos a los heridos. ¿Hay alguno aquí?
Ciriaco alzó el cuerpo de Paula y corrió abriéndose paso a codazos. Gritó suplicante:
-Mi mujer estaba anoche a punto de parir. Ahora no sé qué le pasa.
-Ven pacá- dijo el hombre de la barca.
Le ayudaron a subir. Tendieron a Paula sobre unas lonas enrolladas y, de pie a su lado, Ciriaco se preguntó qué podía haber pasado mientras miraba las calles que navegaban, donde el agua alcanzaba cerca de los balcones. Como respuesta a su perplejidad, uno de los hombres armados le dijo:
-Ayer llovió tó el día por Casabermeja. Al Guadalmedina se le hincharon las narices y mira lo que nos ha traído. Hay muertos por todas partes, además de tu mujer.
Ciriac o bajó la mirada hacia el cuerpo inerte de Paula. Estaba tan pálida, que resultaba lógico que el hombre creyera que había muerto, pero su corazón le decía que no podía ser.
-Nos ha mandado el gobierno a recoger a los heridos, pa llevarlos al hospital. A tu mujer no creo que le haga falta. Para no meternos en engorros, de3beríamos tirarla a el agua, porque hay gente viva que nos necesita.
-Tendrías que matarme a mí –afirmó Ciriaco con voz amenazadora, mientras se acurrucaba junto al cuerpo de Paula y lo abrazaba.
-.No seas majara, muchacho. ¿No ves que tó Málaga está gritando en petición de ayuda?
-Si quieres librarte de ella, tírame a mí también.
El hombre cabeceó.
-Mira, muchacho. Por una muerta, no puedo gastar el tiempo que nos llevaría llegar al hospital Civil. Lo que vamos a hacer es llevarte ahí enfrente, al Hospital de Gálvez. Ahí te certgioficarán que el viaje ha sido inútil.
Con gran esfuerzo, enrumbaron la destartalada embarcación hacia un pequeño edificio situado al otro lado de la catedral, donde los dos hombres empujaron a Ciríaco para que bajase con la carga de su mujer. El muchacho tuvo que sumergirse hasta casi el cuello, mientras sujetaba a Paula en alto, al tiempo que avanzaba puerta adentro, donde también era tumultuoso el alboroto.
A Ciriaco le pareció experimentar una febril pesadilla, terrible puesto que no le habló el boquerón, hasta que dos mujeres muy fuertes prácticamente le arrebataron el cuerplo de Paula.
-Ven –le dijo una de ellas-. Te vamos a necesitar.
Después de varias manipulaciones encima de una mesa, la misma mujer le dijo:
-Escucha, muchacho, esfuérzate. No puedes soltarle los hombros, tienes que mantenerla quieta mientras actuamos deprisa. Ella ha muerto ya, pero sigue viviendo lo que hay dentro.

El mundo dejó de existir. Ni siquiera podía ver los ríos de sudor que caían por las mejillas de las dos mujeres, jadeantes al tiempo que mancillaban el cuerpo adorado.
Había naufragado, habitaba el mundo silencioso de las profundidades marinas y ya no le quedaban sentidos. Ni vista ni oído, ni olfato.
Más de repente, un relámpago iluminó su desolación.
El llanto de un bebé restalló en sus oídos como una lanza que lo atravesara.
-Hemos conseguido salvar a la niña. Aquí tienes a tu hija; es preciosa.
La voluminosa mujer puso en sus manos una toalla ensangrentada que envolvía una minúscula vida. Paula había sido lo bastante fuerte para salvar el fruto de sus entrañas.

Cuando Ciríaco consiguió recuperar la cabaña casi desarmada por la ola monstruosa, supo que Paula no había sido la única vida que le había robado la ría esa noche. Su padre había muerto también tratando de salvar la barca. Al volver a despejarse la plaza, la barca medio descuartizada se posó indiferente sobre el pedregoso rompeolas. Su padre, con la frente convertida en una mustia rosa de sangre, yacía a bordo, con los ojos detenidos en un terror perpetuo.

A partir de ese día, Ciriaco luchó, suspiró, sudo y vivió para que Viky triunfara sobre los muertos. La vio crecer hasta que, un día, supo que había nacido un amor mucho más grandioso y perdurable que el de Paula. Se despojó de todo pensamiento que no fuera la adoración de aquel ser perfecto que a los cinco años era capaz de cantar con voz argentina cuatro verdiales distintos y cinco malagueñas. Se fue anestesiando la añoranza y el recuerdo de los muertos.

Ciriaco hablaba con ellos siempre que salía a la mar. Con su padre, que nunca pudo ser rescatado de la riá, y con su hermano Pedro, secuestrado hacia diez años por una ola enamorada mientras faenaba por los lejanos vientos de Canarias. Y, sobre todo, con Paula, desterrada de la vida para que la niña que atesoraba su vientre pudiera vivir.
Ellos le indicaban el rumbo cuando la marejada quería tragarse la barca y también cuando la calma chicha expulsaba la pesca hacia el abismo de Alborán. Aunque no oía sus voces, escuchaba sus consejos en el vuelo de las nubes, en el roce húmedo de la brisa, en el juego de las gaviotas y en la luz que le vestía de sal. Tras escucharles, y sólo entonces, enrumbaba la proa por el derrotero que ellos le marcaban, sonriendo al tiempo que les oías discutir:
-El levante trae chanquetes –decía el padre con el baile de una nube.
-Pero la barca es muy chica –señalaba Pedro con los dedos de la brisa-. Tiene que ir a poniente y rolar al sur.
-Que no vaya tan adentro –suplicaba Paula con el vals de las gaviotas-. Que se quede en la playa y coja coquinas. Mi niña está sola.
-Bueno, vale –concedía el padre con la caricia del sol-; aunque se quede casi en la orilla y sólo bordee el rebalaje hacia poniente, llenará las artes si faena como le enseñé.

Entonces, amparado y guiado por ellos y confiando ciegamente en su juicio, remaba mar adentro tarareando un verdial, siempre el mismo.
Se l’antojao una estrella
a la niña que yo adoro.
Se l’antojao una estrella.
Tengo que coger un globo
y subí’ al cielo por ella.
Si no me la dan, la robo.
Viky, la niña, como contaba ya cinco años, no había quien consiguiera impedirle esperar en la playa el retorno de la barca. Con los terrales de agosto y con el relente de noviembre, corría al atardecer a brincar de alegría sobre la estela luminosa del agua mientras su padre apresuraba las paletadas de los remos que le llevaban a su encuentro. Ciriaco la contemplaba desde el bamboleo de las olas, ansioso de poner a sus pies las estrellas de plata que bullían prisioneras en la red.

Faltaban seis días para Navidad y Viky no mejoraba.
“Neumonía”, había dicho el médico con expresión macabra y tez cenicienta. Una semana en su cabecera cuidándola noche y día, sin salir a faenar ni poder, por consiguiente, pregonar el boliche en el mercado con los ojos como focos, para poder huir de la guardia urbana si llegaba a requisárselo. Siete días y siete noches atento a los cambios de la cara que ardía bajo el rocío de la nube posada en la frente de porcelana. En tales momentos, el recuerdo del cuerpo de Paula, abrazado en la escalinata de la catedral, le quemaba las entrañas.
Ese día, Ciriaco había comido el último pedazo de mojama, nada más; ni siquiera había podido comprar un bollo de pan para ensoparlo en aceite. Si no salía a la mar la próxima madrugada, mañana no tendría qué comer y no le importaba, lo peor sería no poder comprar las golosinas que ayudaban a Viky a soportar la fiebre. La niña abrió los ojos y Ciriaco desvió los suyos para que ella no descubriese el manantial de lágrimas.
-¿Van a traerme los reyes la casa de muñecas?
La habían visto en un escaparate durante un paseo por centro, hacía casi un mes y, en el mismo instante, Viky le rogó que escribiera su carta a los Reyes Magos, para cuya fiesta faltaba mes y medio.
-Es que siempre llego tarde y luego me dices que los reyes no pudieron traerme lo que yo quería, porque lo habían pedido demasiados niños.
Los días que llevaba calenturienta en la cama no paraba de nombrar la casa de muñecas en su delirio.
-¿Me traerán la casa de muñecas? –repitió Viky.
El juguete estaba tan lejos del alcance de Ciriaco como subir al cielo a robar una estrella. Tenía que salir a la mar inmediatamente, por si todavía ocurrían milagros. Tocó la frente de nácar y puesto que la fiebre no era demasiado alta, suplicó a la mujer del pescador que vivía al lado que velara a Viky.

Empujó la barca por el rebalaje.
-No salgas –le dijo el padre con el escalofrío de la niebla-. Nunca encontrarás el rumbo del regreso a la playa.
-Déjate de locuras –le aconsejó Pedro con el peso de la bruma azabache.
-¿Qué será de mi niña si no vuelves? –gimió Paula con el cuchillo helado del aire.
-Dejadme, sombras, dejadme que conquiste la mar –suplicó Ciriaco a la noche mientras entonaba el verdial entre el castañeo de sus dientes: “Se l’antojao una estrella a la niña que yo adoro...
Tres horas más tarde, había perdido el norte. La niebla era una esfera sólida que le ocultaba el brillo del firmamento y las luces familiares de la costa, un muro impenetrable que le forzaba a remar en círculos sin advertirlo, y la red permanecía vacía, sin lastrar el avance de la barca la prodigiosa cosecha de cardumen que anhelaba y por la que rezaba a todos los dioses cuyos nombres conocía. No había milagros en la mar, los monstruos submarinos pugnaban ya por él antes de devorarlo y Viky tendría que aprender a escuchar a los ausentes.
La noche era eterna, jamás amanecería, nunca brillaría ante la proa la derrota del retorno. Estaba prisionero en una cárcel líquida con cadena perpetua de espumas y caracolas de hielo.
Lloró mientras murmuraba una jabera:
Cuántos suspiros me debes
vereíta de la mar,
cuántos suspiros me debes.
Que se levante la niebla
y que se llenen las redes,
porque mi niña me espera.
No había camino de regreso. Las manos le sangraron por el esfuerzo afanoso de recuperar el derecho a besar la carita de lirio y jazmín. Y llegó la hora en que ya no le quedaban fuerzas para seguir buscando el rumbo. Tenía fiebre. La mar quería llevárselo con su padre, con su hermano y con Paula. Ellos le esperaban y nunca le permitirían volver junto a Viky con la red preñada de estrellas.
Sintió que lo material se esfumaba mientras su cabeza colgaba sin fuerzas sobre la borda.

-Te lo advertí –le amonestó el padre en los torbellinos del delirio.
-Fuiste un loco –reprochó Pedro en los latidos que se espaciaban debilitándose.
-Mi niña llora –suspiró Paula en el vértigo de la profundidad que iba a engullirle.
La niebla se había convertido en una piedra negra, dentro de la cual no había movimiento ni besos de la brisa. Inmóvil, condenado al silencio eterno de un limbo silencioso.
Pero... ¡algo traspasaba la piedra! Ya no era un cuchillo helado, sino la caricia suavemente punzante de un alfiler que le retornaba a la realidad; las gotas estallaban en sus mejillas, en su frente y en sus párpados, y no era lluvia porque venían de abajo, de la negrura del mar a pocos centímetros de su cabeza abatida.
El boquerón , que nunca dejaba de visitarlo intermitentemente, le aconsejó saltando cerca de su frente:
No desespere. La niña ate espera.
Abrió los ojos cuando creía que permanecerían cerrados para siempre. Llena a reventar, la red contenía un universo de estrellas. Apresados, los boquerones eran tan numerosos, que saltaban en el agua armando una algarabía de burbujas luminosas convertidas en proyectiles de agua salada.
Contempló en trance el chisporroteo, igual que la más bella constelación de estrellas, preguntándose cuál era la luz que hacía refulgir los boquerones.
Rescatado del naufragio de fiebre y desesperación, descubrió incrédulo que el haz luminoso de la Farola del puerto de Málaga rompía a ráfagas la neblinosa piedra negra y le señalaba la estela que le conduciría junto al lecho de Viky.
Había pesca suficiente para pagar la casa de muñecas.

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