Cuento dedicado a la princesa de Asturias.
Se lo
hice llegar, pero ignoro si lo leyó.
En la revista Integral , una mujer solicitaba
"un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche
o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en
mercadillos. A cambio, ofrezco vivienda, comida y pequeña ayuda económica".
Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas.
Había otros reclamos interesantes, pero ése atrajo su mirada de manera casi
subyugante, haciendo que los demás parecieran borrosos.
Damián dejó abierta la revista por la página de
anuncios, sujeta con el cenicero, en medio del desorden monumental de la
habitación donde vivía de prestado. ¿A qué zona correspondería el 985? No
disponía de mapas ni de una agenda donde figurasen los prefijos. Más tarde, se
acercaría al locutorio de Telefónica para averiguarlo; antes, trataría de
imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía
"vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado,
de otro modo no necesitaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a
los desconocidos. Debía de tener sobre cuarenta, probablemente una viuda cuyos
hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, debía meditar si iba a ser capaz
de dejar de fumar. De todos modos fumaba cada día menos, obligado por las
circunstancias, ya que sólo le quedaban noventa euros y no vislumbraba en el
futuro inmediato la posibilidad ni siquiera remota de conseguir empleo. Podía
dejar de fumar, naturalmente que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto
podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía
diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar donde, a los
treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando
hasta veinte horas diarias, y nunca había conseguido más que sobrevivir acosado
por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario
medio de supervivencia a los treinta y siete, tras lo que descubrió con
desolación e ira que la Seguridad Social no le reconocía el derecho a subsidio
de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses
de esos siete años. Y no había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre casi
cuarentón; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", exigían
casi todos y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Con
treinta y nueve, a efectos laborales era un muerto civil. Nadie le iba a
emplear y las instituciones le sugerían por activa y por pasiva que debía
convertirse en un mendigo o disolverse en la nada.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus
pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y
una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses,
¿eh?", y habían pasado tres ya.
Le gustó la voz de la mujer. Igual que un torrente
fresco de montaña, como un surtidor de estrellas. Consideró una descortesía
preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba
argentina, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos
cuarenta y cinco.
Le citó en una gasolinera de carretera cercana a
Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te
resultaría muy complicado encontrar el camino, te liarías y te podrías
perder". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi
hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se
llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul
oscuro y un pantalón vaquero.
Era la hora del café de sobremesa cuando llegó al
restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno. A lo largo de la
barra sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una
apariencia desagradable; caduca, algo gorda y muy fofa, el pelo desgreñado y
doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina
la mitad de su capital tras devolver la llave de la habitación a su amigo. Se
acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al
reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión
óptica; enfocando mejor la vista, la mujer no sólo no era gorda, sino que
poseía una estilizada figura cercana a lo escultural, una bellísima sonrisa,
hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color
verde mar. Su edad no superaba los
treinta años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la
musicalidad oída en el auricular del teléfono.
-Los últimos kilómetros han sido difíciles. El
pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué
distorsión extraña arrebataba sus sentidos? En menos de dos minutos, había
sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que
suponía, a causa del viaje... y el ayuno.
Tras comprar el juego de cadenas y ajustarlo a las
ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural
protegido -afirmó- Se llama Somiedu, pero no da miedo sino muchísima alegría.
Serás feliz.
Conforme ascendían por el estrecho camino, Damián
descubrió que cruzaban incesantemente el umbral de un paraíso que sólo se
desvelaba según iba rebasándolo el coche. Valles y montañas completamente verdes,
umbríos en unas laderas y reverberantes en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa
tierra! Había creído exagerado lo que le decían sobre el paisaje asturiano, y
la realidad superaba las descripciones aunque de una manera incomprensible;
frente al parabrisas, los brezales parecían mustios, amarronados, como
arrasados por el fuego, lo mismo que los extensos matorrales de tojo, en los
que sólo apreciaba espinas, pero en cuanto los alcanzaba el coche, descubría
que su vista padecía alguna clase de desenfoque, ya que por las ventanillas
laterales le deslumbraba un fresco verdor salpicado aquí y allá de hayedos, con
brotes de primavera, y robledales cargados de bellotas pero con las hojas
verdes de junio. Para un mediterráneo como él, el panorama, que comprendía todos
los matices imaginables del verde, parecía sobrenatural, impresión acentuada
por los jirones de niebla que ascendían de un riachuelo oculto por los sotos.
Se repitió a sí mismo que ingresaba en el paraíso, un mundo prodigioso donde
cualquier sueño se podía materializar. ¿Había acabado el sufrimiento de
diecisiete meses?
Procuraba mantener la mirada fija al frente para no
resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era,
evidentemente, muy agudo a causa de lo mal que se había alimentado las últimas
semanas, y no paraba de sufrir alucinaciones. Ya que, en ocasiones, miraba de
reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos,
informes, repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la exactitud
de la observación, resultaban ser unas piernas maravillosamente torneadas, como
si viajase Marlene Dietrich en el asiento del copiloto, una diosa con las luces
y todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de
piedra, alzada junto a media docena más de pequeños edificios.
Se trataba de una casa minúscula pero de aspecto muy
acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los
alféizares. Aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas
mediterráneas, proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando
que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. La contemplación de
la casita redobló la esperanza que no había parado de crecer en el pecho de
Damián durante el viaje. Una vez estacionado el coche, cuando él fue a
trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -protestó Damián, escandalizado-. Ésa
la llevo yo. En realidad, no tienes que cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica?
-la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera.
Parecía enojada de un modo que no sólo zanjaba la cuestión, sino que descartaba
la discrepancia de manera desdeñosa e imperativa.
Sin explicarse por qué, Damián presintió que no
convenía contradecirle. Idea que no le produjo enojo, sino que le hizo sentir
feliz.
El piso superior de la casa era diáfano y sólo un
biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio a Damián del
perteneciente a Lina. La situación resultaba extraña, puesto que esa hermosa y
apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas
barreras a un desconocido a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del
carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la
cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer.
Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera
y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión de que sufría
agotamiento muy grave, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba
envuelto en brumas; los perfiles era imprecisos, dibujando un paisaje gélido
bajo el crepúsculo polar, con árboles fantasmagóricos que llevaban siglos
petrificados. Mas la neblinosa mirada se despejó al bajar el último peldaño; de
repente, la gran sala-cocina estaba iluminada muy cálidamente por la luz
eléctrica y el fogón, y la mesa de maciza madera presentaba un banquete
principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco
minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres. El conjunto
parecía un cuadro, un barroco lienzo donde el pintor se hubiera empeñado en
reproducir con primor las más apetitosas exquisiteces del mundo, una sinfonía
de colores y aromas que saciaba con sólo contemplarla.
Despertó por el ruido que Lina producía trajinando
en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado,
tanto físico como mental. No le habían asaltado durante la noche las pesadillas
angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo
lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un
sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso a la
gloria, la plenitud de sus facultades viriles ejercitadas hasta el vértigo, el
recorrido por senderos orillados de colores y perfumes arrebatadores, el viaje
de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo.
Sentíase vigoroso, pleno y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, debía
de continuar soñando, porque de estar de veras despierto había dormido
profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado
que fuera posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada
y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el
piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una opacidad lechosa que lo
desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de
piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera
pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de
embutidos caseros que colgaban de la chimenea del llar. Lo único que continuaba
siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando
ella giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una
presencia refulgente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará listo en un
par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal,
caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el
asturiano. Necesitas más sustancia que por allí abajo, muchas calorías para
enfrentarte al clima de las montañas cantábricas.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y
que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta.
Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad,
y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un
plato muy grande sobre el que le ofrecía el desayuno más opíparo que había
tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y
patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un
trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y
bien dorado. Mientras comía con un voracísimo apetito que ignoraba sentir,
Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo y decide tú.
Lo que Lina había llamado “campo” era un retazo de
huerto que parecía impreso en un envase de herbolario; los caballones, trazados
con tiralíneas, dibujaban rectángulos perfectos llenos de yerbaluisa, menta,
lavanda, hierbabuena, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas
imposibles, tomando en consideración que se encontraba en la Cordillera
Cantábrica, que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía
por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro,
Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno
cercado de aulagas doradas de tan floridas, adelfas salpicadas de rojo púrpura,
zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes
de bayas, aunque un poco más lejos podía distinguir con nitidez el marrón
mustio de los brezales. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado lo que le
pareció que estaba maduro como para ser vendido en el mercadillo, hizo manojos
pequeños, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a
Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Mereces tu suerte.
Damián la observó, tratando de encontrar sentido a
la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa
sentirse como se sentía tras diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí,
merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una
vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por
conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián
se preguntó si, en lugar de meditar, habría estado hablando en voz alta.
Sólo tuvieron que permanecer tres horas y media en
el mercadillo, porque la mercancía se agotó. Antes de poner el coche en marcha,
Damián extendió el dinero, ordenado sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-Las pesetes no me interesan y ni siquiera tengo
idea de su valor. Guarda eso, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero y te ocuparás de que todo
funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de
una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina le tentaba para comprobar su grado de
honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía
tan portentosamente bien que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le
hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera
enojarla. Jamás rozaría ni por asomo el territorio abstracto donde vivieran los
enfados y los desagrados de Lina. Ella le miraba con íntima complacencia y
Damián sintió la mirada como un flujo que recorría escrutadoramente su alma, un
escrutinio que calibraba uno a uno todos sus resortes y que, al final,
resultaba satisfactorio para la apreciativa luz azul que refulgía en el fondo
de sus pupilas.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó
del bolsillo como si se hubiera materializado de la nada, convertido un rayo de
sol en jugosa pulpa.
Sin dejar de observar el camino por donde
transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma
perfecta y muy lustrosa, su color iba del amarillo al granate. Una manzana
recortada de un cuadro holandés o traída a través del tiempo desde el árbol del
bien y del mal del edén.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy
estrecha y sinuosa, y temía que las ruedas patinasen sobre el terreno helado.
En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar fue como
un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca
hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas.
Una singladura por los mares más amenos y lujuriantes de cualquiera de los
trópicos. Una travesía por todas las alegrías y todos los placeres. Un viaje a
través de la Galaxia. Comió con avidez la totalidad del fruto, como si parar de
comer significase el vacío y la soledad. Después de experimentar un placer
palatial de intensidad tan extraordinaria, nunca sería capaz de saborear una
manzana que no le hubiera entregado Lina.
Ella sonreía con placidez, de un modo que le hizo
sentir que conocía al detalle y aprobaba cada una de sus sensaciones.
Damián sonrió también con gratitud, con amor, con
arrebato. El tormento de diecisiete meses de incertidumbre y desesperación
había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de Lina. Quería tocar,
pero jamás lo haría sin su consentimiento. La deseaba, pero sólo se atrevería a
mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser
a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada le
apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.
¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina?
-comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete situado
junto al espacio que ocupara el de Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-Por Somiedu dicen que es la última de una estirpe
muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque,
si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el
hospital hace nada más que cinco meses.
-Sí, pero con los casi noventa años que tiene,
cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer con
tantas ganas de vivir como una muchacha. ¿No te has dado cuenta de cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.
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