Daniel no creía ser ya arrebatador a su edad. Tenía
cuarenta y un años, llevaba doce casado; consideraba que había dejado de ser
aquel muchacho de quien todos y todas alababan la belleza y el porte. A los
dieciocho años, le habían convencido de poder vencer cualquier obstáculo que se
le presentara en la vida, porque todo eran alabanzas y pleitesía a su
alrededor. Hasta sus propios padres le miraban embelesados durante las comidas
familiares, lo mismo que sus tres hermanos y su hermana. Aquella etapa le
parecía demasiado lejana ahora; aunque su cintura no hubiera criado michelines
y sentía aún firme la carne, ya no era aquel doncel adolescente esbelto, tan
apuesto que el mundo se rendía a sus pies. A los dieciocho años, todo el mundo
parecía anhelar ser su vasallo, pero la galanura de sus dieciocho años había
quedado muy atrás. Por pudor, desarrolló desde muy joven la costumbre de
vestirse más suelta y anodinamente de la cuenta, para no llamar la atención y
eludir así que lo mirasen tanto, costumbre que se había acentuado con el paso
del tiempo. A los cuarenta y un años, ya no podía ser arrebatador.
Por lo tanto, aquella mirada tan aguda de un hombre
desconocido fue como un desconcertante rayo que atravesara su cuerpo. Dio un
traspiés al bajar la acera para cruzar al otro lado de la calle, porque tenía
todos los sentidos absortos en tratar de entender qué había sentido al verse en
aquellos ojos. Daniel volvió la cabeza para admirarse y espantarse todavía más,
porque el sujeto se había quedado parado en el mismo lugar, vuelto hacia él
para observar su desplazamiento. Quieto como un poste, con ojos alucinados.
Continuaba mirándolo, y Daniel detectó que también había desconcierto en su
rostro, mientras su boca dibujaba un rictus inextricable. ¿Asco, enojo,
perplejidad? Al notar que Daniel giraba la cabeza, el otro movió el cuello
bruscamente hacia el frente, como quien es cogido en falta, y echó a andar de
nuevo.
Gustavo se arrepintió de inmediato por la brusquedad
de ese ademán. Había resultado demasiado obvio. Tan forzado y violento había
sido el movimiento, que sin duda el otro lo había notado y podía sacar
conclusiones desenfocadas. Pero… ¿Por qué había mirado a ese hombre de esa
manera? ¿Qué le había producido esa especie de puñal en los ojos? ¿Sabría él
algo? ¿Tendría respuestas? No recordaba haber mirado así a otro hombre
desconocido por la calle, por bello que fuese, o eso creía, a menos que él
pudiera aclararle la confusión insoportable de su mente; cierto que el
atractivo de ese hombre escapaba a toda comparación, pero tan insólita
hermosura no explicaba sus escalofríos ni lo que le estaba recorriendo todo el
cuerpo, desde la coronilla hasta la planta de los pies, un cosquilleo que había
erizado su vello por todas partes. ¿Qué había en la intensa mirada que el
desconocido le devolvió?, sólo podía tratarse de culpa por no acudir a darle
explicaciones?
Notó de reojo que el bellísimo desconocido se había
parado también al otro lado de la calle y volvía la cabeza. ¿Cuál sería la
naturaleza del calambrazo que se cruzaba entre ambos? Gustavo lo vio
reemprender la marcha de modo vacilante y también echó a andar. Debía de
sentirse culpable.
Daniel notó que el otro demostraba mucha turbación
antes de seguir andando, lo que redobló su propia turbación y perplejidad. La
escena escapaba a toda explicación lógica, porque de pronto el aire se había
llenado de esferas luminosas de muchos colores. Tardó unos segundos en darse
cuenta de que las esferas mágicas formaban un arco entre él y el desconocido de
la otra acera, como un sardinel de globos de una fiesta infantil, moviéndose
conforme ellos se desplazaban, ambos con pasos inseguros.
Mientras Gisela terminaba de preparar la cena,
Daniel, que esperaba sentado a la mesa, continuaba ensimismado aunque intentaba
prestar atención a lo que su esposa le estaba diciendo. Ella hablaba de una
compañera de su trabajo, ese tipo de cosas que no le interesaban en absoluto
pero habitualmente él solía conseguir fingir interés. Ahora no podía. Veía los
ojos del desconocido en el fondo opalino del plato vacío dispuesto ante él, así
como el ademán indeciso de su cuerpo al reemprender el camino; y para colmo, le
pareció que el plato reflejaba en todo su borde el arco de esferas luminosas.
Ni siquiera se había fijado en el color de las pupilas del desconocido, pero su
pensamiento evocaba acero brillante y punzante, una especie de lanza refulgente
que se le clavaba en el pecho. ¿Qué le estaba pasando?
Estaba anestesiado para la realidad. Gisela hablaba,
pero no la entendía. La comida entraba en su boca sin producir sensaciones, ni
sabor ni olor. El vino sabía a nube. De pronto, el comedor le parecía la sala
de espera de un tormento inminente, una sala llena de espectros invisibles e
inidentificables. Parecía haberse vuelto sordo, y sin embargo escuchaba risas
sardónicas contenidas, como si alguien se burlara de él. Advirtió a duras penas
que había terminado de comer cuando Gisela lo forzó a ponerse de pie y lo
condujo al dormitorio. Daniel solía ser eléctrico respondiendo los estímulos
sexuales, pero ahora persistióp la anestesia de sus sentidos y su mente.
Se veía desde arriba en un ángulo imposible, muy
turbador, como si estuviese en coma. O en uno de los fantasiosos viajes
astrales descritos por los soñadores disparatados. Lo veía todo como si mirase
a través de unos prismáticos vueltos del revés, como si la mesa y los muebles,
y a propia Gisela, se encontrasen a varios años luz de distancia. Le pareció
estar sobrevolándose a sí mismo mientras Gisela trataba de animarle el pene,
primero con ternura, pero después de unos minutos, con impaciencia. Daniel no
respondía. Y curiosamente no sentía vergüenza ni preocupación. Daniel no sentía
nada; la boca y la mano de Gisela las veía pero como si acariciasen a otro, a
distancias siderales en un infinito lleno de esferas ardientes que no le
quemaban la piel sino que le acariciaban.
Gustavo llevaba horas buscando afanosamente
respuestas. Sólo tenía claro que había amado muchísimo a un hombre, pero no
sabía a quién. Sentía intacta su capacidad de amar en un corazón vaciado a la
fuerza. No recordaba el nombre de ese hombre, pero lo más grave era que tampoco
recordaba el suyo. La médico de la policía le había indicado que seguramente se
llamaba Gustavo, porque había sido el único nombre con el que había mostrado
una ligera reacción. Pero tampoco su nombre lo tenía claro. Desde que comenzara
la pesadilla, cinco días ya, lo ignoraba todo de sí mismo, porque cuando la
policía le hizo despertar en la estación no tenía cartera ni documento alguno.
Los propios policías sugirieron que le habían robado y, que seguramente, lo
habían golpeado, aunque no mostraba signos de lucha. El hombre hermoso, por su
expresión tan sospechosa, tenía que saber algo, sin duda. Quizá fuera el culpable
de su estado presente. Debió haberle abordado; ahora, no tenía ni idea de cómo
dar con él. Lo único que podía hacer era acechar ese trecho de calle.
Tras su fracaso en la cama, Daniel cayó en un
duermevela extraño, angustioso, no reparador, y despertó bajo la ducha porque
la humedad de su copioso sudor le había expulsado de la cama; evitaba cerrar
los párpados obligado por el jabón y los chorros de la ducha, porque en cuanto
los cerraba aparecían los ojos del desconocido; sólo los ojos, como dos
luminarias cegadoras en una noche sin luna, aunque llena de esferas
multicolores. Retrasó el regreso a la cama tanto como le pareció lógico, y por
fortuna Gisela dormía o fingía dormir. Parado junto al lecho, intentó
contemplarla con codicia para propiciar una de las acostumbradas erecciones
instantáneas; a oscuras, sólo distinguía levemente el volumen de su cuerpo bajo
la sábana, pero se le superponían con enorme nitidez los ojos del desconocido. No
podría. En ese momento, el cuerpo de su esposa era un bulto informe que no le
producía emociones. Se agitó por un escalofrío. Al borde del llanto, tuvo que
arrinconarse en el suelo con la espalda apoyada en la pared, pues experimentaba
un inexplicable terror a entrar en la cama de nuevo. Los colores de las esferas
luminosas eran deslumbrantes a pesar de la niebla; andaba por un bosque o tal
vez un parque, porque la Naturaleza lucía muy domesticada; sabía que estaba
desnudo, aunque apenas se veía. No se sentía en absoluto, pero conseguía ver
algo a través de la espesa neblina que parecía algodón. La imprecisión de cuanto
veía no le impedía reconocer las especies de árboles por su follaje y empezó a
oír el rumor de un río, más bien un arroyo, que por el sonido parecía
cristalino. De repente, una erección poderosa y apremiante, pero no se asombró
por comenzar a presentir el acero de una mirada; notó su llegada aunque no
podía verlo claramente; consideró que no sería capaz de reconocerlo por su
fisonomía; era intuición nada más. Era él, el perturbador desconocido con
pupilas metálicas. No lograba ver su rostro, pero sí un corro de danzarines que
evolucionaban sobre su cabeza; sabía de una función de ballet de hombres
completamente desnudos pero nunca había ido a verlo; los danzarines, cuyos
cuerpos eran esculturas antiguas de piedra, se equilibraban sobre el afilado
acero de la mirada del desconocido. Seguía sin conseguir verlo, pero notaba su
sonrisa de asentimiento. Asentimiento… ¿de qué? No conocía a ese hombre ni
tenía nada que ver con él ni con su asombrosa puesta en escena; ni siquiera
sabría describir su rostro, pero algo enervante se deslizaba por su propia
espina dorsal hacia sus glúteos. ¿Qué ocurría? Lo que sentía sólo podía ser
agonía. ¿Estaba muriéndose? La pregunta le produjo una convulsión y a
continuación, su cuerpo reprodujo con fidelidad pasajes casi olvidados de su
adolescencia. Sintió la humedad en el calzoncillo y, en seguida, una forma de
sorpresa que le hizo darse cuenta del molesto hormigueo de sus glúteos.
Despertó preguntándose qué diablos hacía sentado en
el suelo. Le dolían las nalgas y sentía los pies helados. No había amanecido
todavía, pues la luz que filtraban las cortinas era débil aún; sin embargo, no
podía reanudar el sueño en esa postura, con el calzoncillo humedecido de semen,
ni quería entrar en la cama. Volvió al cuarto de baño y tras la ducha y,
todavía goteando, descubrió su imagen en espejo situado en la otra pared del
baño, a través del vapor, como la niebla del sueño, que le obligaba a sentirse
como si se tratase del cuerpo mórbido y adolescente de un extraño, o del
desconocido con quien había cruzado miradas, envuelto en un torbellino de
colores. De nuevo, se introdujo bajo el chorro de agua fría. Terminada la nueva
ducha, se contempló despacio en el espejo, aunque con mirada algo huidiza y
asustada. Su cintura había perdido la brevedad adolescente no recordaba cuánto
tiempo haría, pero continuaba siendo una cintura firme que no colgaba del
elástico del calzoncillo. No se le marcaban los abdominales como a esos
culturistas que habían abandonado toda ilusión para dedicar a su cuerpo todos sus
anhelos; sin embargo, poseía todavía un abdomen recto y plano, sin la curvatura
colgante de la dejadez. Y eso que no hacía demasiado deporte; caminaba mucho,
eso sí; su oficina distaba unas quince manzanas de su casa y nunca había usado
el coche para ir. Era Gisela quien conducía el coche, porque trabajaba más
lejos, o servía para ambos en cortas excursiones los fines de semana.
Habitualmente, Daniel iba andando al trabajo, y en este momento caía en la
cuenta de lo beneficioso que era para su cuerpo. Los hombros no estaban mal;
conservaban cierta anchura que sería notable si se aficionara al gimnasio. Tal
vez eran los muslos lo mejor de su cuerpo, seguramente porque las caminatas los
mantenían como habían sido siempre: medianamente voluminosos, cubiertos de un
suave vello castaño, firmes, con cuádriceps notablemente marcados; también se
le marcaban mucho los gemelos de ambas piernas, quizá demasiado. Tenía la nuez
muy prominente, por ello poseía una voz tan grave. Su mentón era cuadrado; de
joven lo comparaban con un actor de Hollywood, no recordaba el nombre. No solía
recrearse contemplando su rostro ni siquiera mientras se afeitaba, porque se
producía turbación a sí mismo; de tanto oír alabanzas de joven, había llegado a
aborrecer esa maldita perfección de escuela de arte. Reconocía que su nariz
parecía el ideal de un cirujano plástico y sus altos pómulos podían
reproducirse sin retoques para una escultura clásica; no le había agradado nunca
mirar sus propios ojos de color miel muy pálido, parecidos a los casi blancos
con que retrataban en las películas a los extraterrestres y los monstruos
aterrorizantes, tan propios de ángel como de demonio. Tan simétricas y
ajustadas a los cánones eran sus facciones, que a él le parecían carentes de
carnalidad y morbo; opinaba que la gente no tenía que ser demasiado bella ni
perfecta para resultar muy atractiva, y consideraba que jamás habría podido
enamorarse de alguien como él. Este pensamiento hizo que reaparecieran en el
espejo los ojos del desconocido. Por ello, entró por tercera vez en la ducha
con precipitación, a ver si los chorros de agua fría disolvían su imaginación,
desactivaban la nueva erección y arrastraban el torbellino de esferas. En lugar
de ello, advirtió con desconsuelo que se le inflamaba más y más la entrepierna;
por más que insistía en dirigir el agua fría hacia ese punto, más arrebatadora
se volvía la inflamación. Se dio cuenta del tiempo excesivo que había estado la
tercera vez bajo la ducha cuando volvió al dormitorio y notó la progresiva luz
crepuscular entrar bajo la cortina. Le daba tanta vergüenza encontrarse con
reproches en la mirada de Gisela, que se vistió apresuradamente y salió a la
calle.
Gustavo no conseguía dormirse. El albergue municipal
al que la policía lo había mandado le parecía un lugar inmundo, aunque no recordase
con qué compararlo. La médico de la policía, que tal vez era psiquiatra, le
había comentado que su traje sugería que podía ser un hombre próspero. Entonces,
¿a qué se debía su estado? El duermevela le traía la imagen del desconocido en
oleadas; también él usaba ropas de buen precio, aunque destartaladas para
alguien tan joven. Era lo bastante guapo como para haber significado algo para
él, y seguramente era el culpable del estado de confusión en que se encontraba.
Según pasaban las horas, crecía su convicción de que estaba como estaba por su
culpa. ¿Qué habría inducido a ese hombre a causarle un perjuicio tan grande?
Mientras Daniel desayunaba en una cafetería
madrugadora, maquinó cambiar la rutina del recorrido hasta el trabajo. Tenía
que desviarse para no pasar por la calle donde se había cruzado con aquel
individuo la tarde anterior, había que evitar a toda costa volver a verlo. Se
inventó la necesidad de tomar otro café a fin de elegir un local fuera de su
ruta habitual. De este modo, consiguió entrar en la oficina momentáneamente
libre de otra preocupación que programarse laboralmente el día. Pero a media
mañana fue convocado a una reunión en la sala de juntas; al sentarse vio entrar
al sujeto con el que había cruzado miradas la tarde anterior; no, no era él,
sino un compañero de corpulencia semejante, que se sentó justo enfrente, al
otro lado de la larga mesa, lo que le permitió recordar quién era de verdad, un
compañero que no le caía simpático. ¿Por qué volvía a pensar en el individuo de
la mirada aguda?
No conseguía concentrarse en el asunto del que
trataba la reunión. Notaba que el presidente le miraba en ocasiones, como si
quisiera oír su opinión, pero no tenía nada que decir. Para su sorpresa,
parecía que no había pensamientos en su cabeza, cuando acostumbraba ser un
torrente de sugerencias en todas las reuniones semejantes. Tenía la mente vacía
y le daba la impresión de haberse quedado sordo. El esfuerzo de bajar de las
nubes le estaba haciendo sudar. Copiosamente. Necesitaba darse una ducha, pero
la reunión se estaba alargando demasiado, tal vez por su culpa, por no
expresarse, lo que estaba produciendo cierto clima de curiosidad entre sus
contertulios.
Empezaron a acudir a su memoria imágenes de sus
fiebres adolescentes que creía haber enterrado para siempre. Un día, en la
playa, estaba nadando no demasiado lejos de la orilla pero donde había una
profundidad de más de dos metros; sin tener ninguna preocupación ni alguno de los
rencores propios de los adolescentes, sin venir a cuento, sintió que debía
sumergirse y quedarse en el fondo, con las caracolas y un pecio que no llegaba
a ver pero sabía que no estaba muy lejos. Fue una tentación que duró varios
minutos; podía ser muy feliz si se quedaba en el fondo del mar y dejaba de
saber. Siempre sentía en la playa la necesidad de ocultarse, porque le
ruborizaban las miradas y las loas de sus dones físicos; todo el mundo insistía
demasiado en eso, principalmente sus familiares, sin notar cuánto se
desconcertaba y lo mucho que deseaba no escucharles. A veces, creía que todos
querían tocarlo y aprovecharse de él; nada más, no le reconocían otro mérito
que su belleza. No era nada más que carne. Ocurría hasta en la propia facultad,
donde los profesores y profesoras aludían muchas veces a sus atractivos como si
se lo reprochasen. Descubría de reojo en las duchas y los urinarios las miradas
perplejas de sus compañeros, lo que le obligaba a odiarse a sí mismo. Durante
las comidas familiares, su hermana y uno de sus hermanos le echaban en cara lo
bondadosa que era la vida con él gracias a “ tu cara bonita”; y sus padres no
los mandaban callar, a pesar de que su madre sabía hacía tiempo lo que tales
alusiones le hacían sufrir. Tampoco podía sentirse a gusto en el gimnasio de la
universidad ni en la piscina; el cerco de miradas hambrientas era una corona de
espinas demasiado dolorosa. No había sabido hacer amigas ni amigos
verdaderamente íntimos; sobre todo, porque siempre existía en el fondo de su
ánimo una actitud defensiva, en contra de todo intento de conquistarlo aunque
nada objetivo inspirase este recelo. Por no tener amigos en quienes confiar, no
se comunicaba ni llegaba a sentirse lo suficientemente cómodo para expresar su
malestar. Pasaba demasiado tiempo solo. En el cine, sentado frente a la playa,
paseando en bicicleta por los alrededores o visitando museos.
Conoció a Gisela de manera poco usual. Como creía no
tener amigos ni confiaba en sus hermanos, no practicaba vida social, pero en aquella
ocasión, paseando por las cercanías, se sintió atraído por un grupo de
muchachas sentadas en la yerba en lo que parecía ser un picnic. Se mantuvo
varios minutos parado mirándolas, seguramente más de lo prudencial; cuando iba
a reemprender su camino, una de ellas lo llamó con un gesto invitándolo a
sentarse en el corro. Se acercó con mucha prevención creyendo que todas iban a
mirarlo embobadas sin disimular pretensiones, pero eso no ocurrió. La chica que
lo había llamado tiró de su pantalón indicándole que se sentara, pero siguieron
hablando de lo suyo sin prestarle casi atención. Se preguntó si se trataría de
una pose para disimular algo, pero al rato se convenció de que no; la
conversación les interesaba mucho, una de las muchachas contaba una apasionante
anécdota de espeleología en las cercanías de Tolox, un pueblo repleto de
veneros de aguas termales; la narradora y un compañero habían permanecido
perdidos dos días y medio, hasta que les rescató un grupo de guardias civiles.
La aventura era tan insólita y apasionante, que ninguna de las chicas
pestañeaba y tampoco Daniel. Como estaba verdaderamente absorto, dio un leve
repullo cuando Gisela le preguntó:
-¿Te aburres?
-No. Qué va.
-¿Eres de aquí?
-Sí. ¿Y tú?
-Acabo de mudarme, con mi familia, porque dos
hermanos míos y yo hemos ingresado en la universidad. Mi padre consiguió el
traslado justo un mes antes de empezar el curso.
-Me llamo Daniel ¿Y tú?
-Gisela.
-Nunca había oído antes ese nombre.
-Mi madre es argentina y también se llama Gisela. Es
comprensible que me llame así. Como comprenderás, todo el mundo me pregunta
aquí de dónde viene mi nombre. En realidad, aparte de mi madre, sólo conozco a
otra argentina que se llame Gisela. Creo que en el norte de España sí que hay
algunas Giselas y el nombre tiene que ver con la ópera.
-Es un nombre precioso. Como tú.
-Gracias. Tú sí que eres precioso.
Ya estaba. No podía falta alguna alusión a su
físico. El enojo momentáneo pudo hacerle perder la compostura, pero apenas
asomó una leve sombra a su expresión, y
la muchacha estaba haciéndole sentir muy a gusto, por lo que se
sobrepuso y forzó una sonrisa.
La boda tardó solamente cinco meses en producirse.
La nula experiencia de Daniel produjo un efecto inesperado; en vez de timidez o
apocamiento frutos de la impericia adolescente, la primera vez que Gisela le
manifestó atracción reaccionó con una fortísima erección inmediata. Solía
describirla como metal instantáneo. Y siempre ocurrió igual desde entonces. Tan
sólo con pensar un instante en el sexo, su pene se volvía descomunal y como si
estuviera a punto de estallar. Para ser sincero, la boda la habían decidido los
demás; fue una especie de conspiración entre Gisela y sus padres o entre los
padres de ambos y ella. Daniel había oído por casualidad comentarios de su
madre acerca de “temo por nuestro hijo Daniel; como no se case pronto, lo van a
cazar. Caerá en manos de una cualquiera o de un bujarrón y lo echarán a
perder”. “Ser tan guapo muchas veces es un inconveniente, más que una ventaja”,
-había respondido su padre-. Es que ser así de perfecto no es natural”. El
casamiento debió de ser liberador para todos ellos, y Gisela demostró desearlo
mucho desde el primer momento.
Tras abandonar el albergue, Gustavo echó a andar sin
objetivo. Era temprano; los funcionarios municipales le obligaban a dejar la
cama a las siete de la mañana, pero de nuevo estaba citado con la doctora de la
policía a las diez y media. Demasiadas horas sin nada que hacer. La médico
llevaba dos sesiones asegurándole que le ayudaría a recordar quién era aunque
tuviera que recurrir a la hipnosis, pero, por ahora, en su mente había un caos,
una especie de vendaval que lo deformaba todo; no conseguía enfocar ninguna
imagen, nada era nítido en su cabeza. Al menos, necesitaba identificar el lugar
exacto donde se había cruzado con el hombre hermoso, pues tal vez era él la
clave. Por ello, deambuló mucho rato sin acabar de reconocer el lugar preciso.
Todo lo opacaba en su recuerdo el rostro asombroso. ¿Sería un amigo al que
había amado? ¿Se debía su estado de amnesia a que ese amigo amado lo había
abandonado a causa de un repentino cambio de fortuna? A pesar de la confusión
de su memoria, sabía que hasta los amigos más fieles lo abandonan a uno si se
dan cuenta de que pasa dificultades económicas. Cuanto más le perturbaba la
evocación del cruce de miradas, más se convencía de que existía un enigma que
debía desentrañar.
Revivir en su imaginación ese rostro le producía
efectos que por fuerza tenían que significar algo. A cada momento se convencía
más de que ese hombre tenía que ser la respuesta. Uno de los efectos de pensar
en él era la sensación de estar a punto de caer en la cuenta de algo, como
cuando uno cree tener una palabra “en la punta de la lengua”; pero el recuerdo
no se completaba, aunque le parecía estar al pie de una montaña que tenía que
escalar para dar consigo mismo. Ese hombre bello era la montaña; era perentorio
volver a encontrarlo. De nuevo, la doctora de la policía lo emplazó para una
nueva “sesión” sin aclararle nada. Las horas fueron pasando sin que el
encuentro se produjera; llegó el mediodía sin resultado. La tarde comenzó con
un mal presagio, porque cayó un fuerte chaparrón entre las tres y las cuatro; bajo
una lluvia tan fuerte, le parecía improbable volver a toparse con él caminando.
Pero el cielo comenzó a aclararse a partir de las cuatro y la esperanza de
Gustavo renació. Ya identificado el lugar exacto, examinó a fondo los
diferentes negocios del tramo, para urdir el método de abordarlo.
Mientras salía de la sala de juntas con el
desconcierto en aumento, Daniel no recordaba haber gozado un orgasmo con nadie
más que Gisela. Tenía cuarenta y un años y en determinas conversaciones, entre
amigos en la cafetería, tenía que mentir para no deber reconocer que su vida sexual
se limitaba a una sola mujer. Sabía, o más bien había presentido, que durante
su juventud se le habían sugerido numerosas mujeres y muchos hombres, pero
nunca se dio por enterado y, en realidad, siempre había tardado en darse cuenta
demasiado como para poder corresponder.
Pero ahora, bajo la ducha de los baños de la
directiva de su empresa, tenía una erección que llegaba a ser dolorosa de tan
intensa, y sólo estaba recordando los ojos acerados de aquel individuo entre la
cascada de esferas luminosa que caía entre el agua. ¿Qué había en aquellos
ojos? ¿Qué embrujo incomprensible contenían? Sin haberlo decidido, se dio
cuenta de que estaba masturbándose de un modo apremiante, agónico. Pero la
eyaculación no lo calmó. El orgasmo había ocurrido como si se tratase de un
sueño que estuviese a punto de convertirse en una pesadilla y, en seguida, se
vistió con enojo, apresuradamente, porque notó que iba a producirse una nueva
erección en seguida. Salió de los baños con premura, como si huyera de algo. Por
el silencio y la quietud, se dio cuenta de que todos habían salido a comer; sería
ridículo sentarse en su escritorio, porque los demás se extrañarían al regresar
e ironizarían.
Había
un pequeño parque al otro lado de la calle. Sentado en un banco de piedra, se esforzó
por darse a sí mismo una explicación. Reconstruyó el tiempo pasado en la ducha,
y cayó en la cuenta de que su erección se
había producido en el instante en que sonó el chorro de agua al abrir el grifo,
todavía fuera de la bañera. Intuyó que el chorro de agua tenía algún
significado, pero no consiguió identificarlo.
En
ese momento, tuvo que mirarse a sí mismo para confirmar con alarma que llegaba
una
nueva erección con sólo pensar en el chorro de agua y los ojos. ¿Qué sentido tenía?
La
imagen de los ojos del desconocido acudía junto con el recuerdo del sonido. Lo
que le ocurría era tan misterioso, que intuía que no sabría llegar por sí solo
a una conclusión que tuviera algún sentido. Recordó a un amigo argentino de su
suegro, Norberto, que el día que lo conoció le dijo que era psicoanalista.
Tenía su tarjeta en alguna parte. Tras rebuscar un rato, la encontró y volvió a
la oficina para llamarlo.
-No
dispongo de horas para citas nuevas hasta dentro de una semana. ¿Quién me ha
dicho usted que es?
-Daniel.
El marido de Gisela.
-Oh,
sos vos, el Narciso. Cómo andas.
Narciso.
¿Qué mierda querría decir Norberto con eso?
-Tengo
un problema.
-Oh,
ya veo. Qué macana. ¿No podés esperar dos semanas?
-Bueno…
yo… Estoy muy preocupado... por algo que no comprendo.
-Ya
veo. ¿Podés hablar con libertad?
Daniel consultó su reloj.
-Sí
puedo, hasta que den las tres, que es la hora en que llegarán los compañeros,
porque estoy en la oficina.
-Hagamos
algo. Mirá. Vos me contás lo que te pasa, y vemos si es algo que… bueno. ¿Qué
pasa?
-Acabo
de masturbarme pensando en los ojos de un hombre que ni siquiera conozco.
Norberto
tardó unos segundos en decir:
-Ya
veo. ¿Te pasa mucho?
-No.
Nunca me ha ocurrido. No puedo comprender qué me pasa.
-¿En
qué circunstancias viste a ese hombre?
Daniel
relató el cruzamiento de la tarde anterior.
-Oíme,
Daniel. ¿Te fijaste en algo que ocurriera mientras se miraban ese hombre y vos?
¿Oíste u oliste algo, una comida, una flor… Pensalo bien. Es posible que pasara
algo mientras se miraban, algo que tus sentidos recuerdan pero no tu cabeza.
Pensá.
Lo
intentó. Nada. Sólo venía a su memoria la intensidad enigmática de la mirada,
pero sin ninguna asociación.
-De
una cosa estoy seguro, Norberto. En cuanto voy a ducharme y abro el grifo de la
ducha, sin estar todavía bajo el chorro me excito.
-¿Sólo
con oír el chorro?
-Creo
que sí.
-Ya
veo. Eso tiene que significar algo.
El
ánimo de Gustavo se ensombrecía más y más. Intuía que conocía de antiguo su
inclinación por los hombres, pero su ropa y todo su aspecto le decían que vivía
una apariencia convincentemente heterosexual, y lo llevaba muy bien. ¿Estaba
casado con hijos? No se sentía desleal, así que no debía cavilar sobre
imposturas ni armarios. Sí tenía claro que sus ojos no le obedecían en
determinadas circunstancias, como en los vestuarios del gimnasio, la piscina o
la playa. ¿Qué gimnasio o qué playa? Lo que consideraba que jamás le había
ocurrido era quedarse embobado por un desconocido que se cruzara por la calle.
Tras
el sueño poco reparador en el albergue municipal, su humor empeoraba hora tras
hora. A los treinta y ocho años ¿iba a enamorarse de alguien que no sabía quién
era ni dónde pararía? Pero… ¿cómo sabía que tenía treinta y ocho años, si sus
documentos habían desaparecido? Ese enamoramiento sería muy inconveniente e
inoportuno. Pero sería oportuno volver a verlo, para intentar comprender, ahora
que ya había conseguido identificar el tramo de calle donde el cruce se había
producido. Esa tarde, pasaría por allí a la misma hora, aproximadamente, a ver
si por casualidad…
Estaba
atrapado, no tenía más remedio que tratar de encontrar algún bar de aquel tramo
de calle, a ver si por acaso conseguía atraer a aquel tipo y que no se resistiera
a decirle qué le había hecho. Necesitaba una explicación.
La
explicación de Norberto, el psicólogo, le pareció estrambótica a Daniel. ¿Cómo
podía tener ese efecto un simple rumor de agua? Fue el deseo de contradecir la
idea del psicólogo el que le impulsó a volver al sitio donde el cruzamiento se
había producido.
Las
cosas sucedieron al principio como si las viera en la pantalla de un cine. Recordaba
el tramo exacto de calle. Era casi la misma hora de la extraña primera mirada,
la salida del trabajo. Trató de recordar el punto concreto de esa acera donde
sus ojos se cruzaron; cuando le pareció haberlo identificado, se detuvo. No
había muchos viandantes, afortunadamente, ya que notó elevarse una erección
perentoria que seguramente resultaría muy obvia para cualquiera que le
observase. Tras permanecer parado varios minutos, se dio cuenta de que sonaba
el rumor de una corriente de agua, cuyo origen no pudo identificar. Especulaba
que habría un grifo abierto en cualquiera de los negocios más cercanos, cuando sintió
la necesidad de volver la cabeza hacia el otro lado de la calle, donde
descubrió que el desconocido lo estaba mirando con expresión alucinada. Se
detuvo sonrojado y estremecido, porque el extraño empezaba a cruzar la calle
hacia él.
-¿Nos
conocemos? –preguntó Daniel al borde del enojo.
-Sé
que te conozco –respondió Gustavo.
-No
lo creo. Ayer nos cruzamos aquí mismo.
-Quiero
decir que creo que te conocía de antes de vernos ayer.
-De
ningún modo. Nunca lo había visto.
Gustavo
frunció los labios. Ese hombre parecía turbado, como si se sintiera culpable y
mintiera.
-Yo
creo que nos conocemos mucho.
-Le
aseguro que no –insistió Daniel-. He venido aquí a esta hora, porque cuando nos
cruzamos ayer me miró usted de un modo extraño que me intrigó.
Un
examen de su expresión hizo que Gustavo creyera que, tal vez, podía ser
inocente. Pero la sospecha no desapareció completamente de su pecho. Tenía que
indagar o su agonía podía prolongarse quién sabía hasta cuándo. Vio que había
un pequeño café a un par de pasos, con apariencia de discreto. Invitó a Daniel
sólo con un ademán de su cuello, y se encaminó hacia el local. En cuanto
llegaron junto a la corta barra, Gustavo preguntó a Daniel qué iba a tomar,
mientras miraba descaradamente el notorio abultamiento de su pantalón. Pidieron
sendas cañas de cerveza; el único empleado del solitario café, un cuarentón de
aspecto afable, tenía el grifo abierto mientras enjuagaba vasos. Iba a decir
algo, cuando Gustavo, con un ademán imperativo de su brazo, invitó a Daniel a acompañarle
a los urinarios.
Mientras
seguía al desconocido, Daniel cayó en la cuenta que el grifo de ese café era el
sonido de agua que había escuchado desde la calle. Su erección era cada vez más
apremiante. En cuanto se cerró la puerta de los aseos tras ellos, Gustavo abrazó
fuertemente a Daniel. Besó su cuello, mordió levemente el lóbulo de su oreja
izquierda y notó que el desconocido se agitaba un por un leve estremecimiento,
pero muy evidente porque tenía los vellos de punta. Estaba convencido; no
recordaba su nombre, pero era él, seguro.
-¿Por qué me estás
haciendo esto -preguntó con los labios acariciando su oído.
-No sé de lo que habla
–protestó Daniel-. Yo no lo conozco a usted.
Sin prestarle atención,
Gustavo besó apasionadamente sus labios. El beso fue correspondido, pero Daniel
se apartó algo bruscamente para decir:
-Creo que usted me
confunde con alguien –dijo, mientras trataba de descifrar lo que estaba
ocurriendo en su cuerpo-. Antes de ayer tarde, jamás lo había visto.
Lo dijo con firmeza,
sobre todo porque a Daniel le espantaba la emoción que estaba sintiendo. Si el
desconocido insistía en acariciarlo y besarlo, iba a experimentar un
sorprendente e incomprensible orgasmo.
Gustavo meditó un
instante; necesitaba tanto una respuesta para la pesadilla que vivía, que a lo
mejor estaba precipitándose.
-Es
necesario que te cuente lo que me pasa -declaró Gustavo-. Vayamos a tomar la
cerveza y te cuento.
En
cuanto volvieron junto a la barra con las dos cervezas ya servidas, el camarero
se acercó apresuradamente. Dijo:
-Don
David, ¿Tiene usted algún problema? –se dirigía a Gustavo.
-¿Don
David… me conoce usted?
-Claro.
Hasta hace sobre una semana, entraba usted aquí todos los días dos o tres
veces. Pero supongo que habrá tenido algún percance, porque no lo he vuelto a
ver y su hermano y su primo vienen a diario preguntando por usted.
-¿Mi
hermano y mi primo? ¿Seguro?
-Sí
don David. Por su edad y sus circunstancias, no se han decidió todavía a ir a
denunciar su desaparición a la policía. Suponen que podría haberse ido usted
con don Gustavo…
-¿Mi
edad y mis circunstancias? ¿Cuáles son?
-¿Está
de broma? –viendo que negaba con la cabeza, el camarero prosiguió: -Creo que
tendrá usted sobre cuarenta y es el director de una escuela de conducir que hay
dos calles más arriba. Usted desapareció el día que acompañó a su… a don
Gustavo a la estación. Desde entonces, nadie sabe nada de usted, ni los
empleados ni su familia.
La
estación fue donde la policía le había zarandeado para despertarlo mientras
dormía echado en un banco, sin recordar quién era. De pronto, su memoria se
llenó de los culpables ojos verdes de Gustavo. La cascada de recuerdos cayó
dolorosamente sobre su pensamiento. Gustavo y él vivían junto hacía catorce
años; se habían amado desde la juventud y siempre se habían sido fieles… hasta
la noche que él llegó con la noticia. “Tenemos que dejarlo, David”. A partir de
ese instante, David ensordeció para cuanto no fuera su dolor, pero todo se
había impreso como ácido en su corazón. Gustavo, monitor de un gimnasio, se
había enamorado de un atleta adolescente que le correspondió de inmediato;
vivían una relación desde hacía dos meses, y dado que el joven acababa de
cumplir los dieciocho, decidieron salir de viaje; una especie de luna de miel.
Tras la confesión siguieron unos días sin amor, con mucho dolor y espinosas
cuentas de separación. Uno de los acuerdos consistió en que el coche se lo
quedase David. Por ello, no tuvo más remedio que atender su petición de
llevarlo a él y a su nuevo amante a la estación. Mirando a Daniel de reojo,
notó la intensidad con que le observaba, por lo que cerró los ojos. La escena
brilló cegadoramente en su memoria:
Por
discreción, el nuevo amor entró primero en el tren para dejarles despedirse.
David miró a Gustavo con expresión suplicante, como si esperase que se
desdijera, pero se limitó a decirle:
-Mira,
David; nos conocemos demasiado, ya no tenemos nada que descubrir el uno del
otro. Para serte sincero, hace lo menos dos años que me aburres mortalmente. No
hagas esos gestos de víctima, porque yo he sido quien se sintió víctima todo
este tiempo. Tú eres el poderoso, el que tiene los medios; ha habido muchos
momentos en que me he sentido un prostituto cuando me tocabas. Tanto, que hasta
has llegado a darme asco.
David
no podía creer lo que escuchaba. O Gustavo mentía muy bien o él se había cegado
voluntariamente. Un peñasco abatido sobre su cráneo no le habría causado un
daño mayor. Se le escapaban lágrimas. Ante la barra del café, notó la
curiosidad con que lo examinaba el camarero. Turbado, desvió la mirada hacia
Daniel. Qué hombre tan bello, ¿cómo podía haberlo confundido con el cruel y
perverso Gustavo? Tenía que contarle lo que le ocurría.
Durante
la explicación, David miró frecuentemente hacia la entrepierna de Daniel, que
no se desinflaba pese a crudeza del relato. Algo ocurría con la química de
ambos. La excitación erótica de ese hombre no iba a calmarse hasta que no
hubiera una consumación. Algo completamente inesperado. Recordó que su vivienda
estaba en el mismo edificio de la escuela de conducción, pero no tenía llaves
ni documentos; todo se lo habían robado mientras dormía desvanecido en la
estación. Pero recordó también que su padre viudo vivía en el portal de al lado
del café, junto con su hermano menor. Disponía de un dormitorio en esa
vivienda.
-Quieres
venir conmigo? –preguntó a Daniel.
Como
si quisiera disuadirle, Daniel mostró la alianza en su mano.
-Si
a ti no te importa, a mí tampoco –dijo David.
El
ascensor, atiborrado de esferas multicolores luminosas, subió los cinco pisos
con los dos fuertemente abrazados.
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