Este cuento, que fabula una parte muy amarga de mi propia vida, no estoy seguro de atreverme a reproducirlo entero. Lo pensaré
Novela de la que se han agotado once ediciones entre tapàs duras y rústicas
De la mugre entre la que había
nacido, Ricardo apenas recordaba el olor nauseabundo y las tiritonas, pero de
modo muy neblinoso. Los recuerdos más vívidos de su niñez se limitaban a las
palizas terribles e interminables que le propinaba su padre, un fortísimo
albañil de brazos como encinas.
La mitificada edad feliz de la
niñez había pasado por su lado como la brisa, sin abrazarlo ni un instante.
Había crecido entre quejidos,
llanto y miedo. Cuanto evocaba de la niñez era miedo, miedo a que su padre se
reuniera a comer con la familia y le mirase en silencio, miedo a transitar por
la calle por el corredor de burlas y escarnios de los niños vecinos, miedo a
solicitar que le dejasen jugar, miedo a la mirada de los ojos grises de su
padre, miedo a la amenazadora frase de su madre “verás cuando se lo diga a tu
padre- sin comprender qué había hecho-, miedo, miedo… Miedo a todo, casi hasta
a respirar, por lo que al alcanzar la antesala de la madurez que representaba
tener un empleo en plena adolescencia, corrió en busca de la ayuda de un
psicólogo, ya que cuando buscaba consuelo en un confesonario, se topaba con el
manoseo lascivo de los curas enfermos de
celibato.
El primer beneficio de la terapia
fue aliviar su tartamudez de niño aterrorizado, y de jornada en jornada con el
psicólogo, en las que gastaba casi toda la parte del sueldo que su padre no le
arrebataba, el terapeuta le obligó a engullir la estrambótica nueva de que su
padre no se había pasado la vida torturándolo por su sospechada homosexualidad,
sino por el descaro insolente que le proporcionaban sus 141 de coeficiente
intelectual. Mediante las sesiones terapéuticas, Ricardo consiguió recordar la
frecuencia con que había recibido despiadados puñetazos de púgil al contradecir
la afirmación de su padre de que había oxígeno en la Luna o cuando proclamó que
Franco sería santificado. En cuanto conseguía evocar las circunstancias que
habían precedido a una de las brutales palizas, invariablemente descubría que
era su inteligencia y no su efímero afeminamiento lo que de verdad exasperaba a
su padre.
El tropel de recuerdos lacerantes,
junto con la condicionada incapacidad de relacionarse, le inspiraron el deseo
de escribir. Más que deseo era una necesidad; la inventiva empezaba consigo
mismo: imaginaba que su niñez había sido feliz y fecunda bajo la tutela de unos
padres amorosos y guías. Tanto fantaseó con una niñez que no era la suya,
-caramelos que no había consumido, juguetes que nunca había tenido, caricias
que nunca recibió- que Ricardo se acostumbró a inventar las vidas de otros.
Todas las miserables biografías de sus míseros vecinos se convirtieron en su
mente en cuentos de hadas y odiseas maravillosas.
Sin proponérselo, la capacidad de
inventar se convirtió en su mérito más valioso y aclamado. Una capacidad que
servía para todo: triunfar en el teatro, conmover como rapsoda, destacar como
dibujante, cantar y bailar razonablemente bien, modelar barro estupendamente,
escribir divertidas sátiras y… para convertirse en una relumbrante estrella de
la publicidad. Durante 29 años, vivió en
siete países distintos, siempre ensalzado y mimado como el “creativo” más
importante del país, siempre galardonado con premios de la revista “Advertising
Age” y otras publicaciones especializadas, cobrando extravagantes cantidades de
dinero que le permitían (y obligaban a) vivir como un aristócrata y viajar más
que muchos de los grandes millonarios del mundo, obligado por la “imagen” que
sus jefes le exigían proyectar.
Pese al éxito clamoroso, la
incipiente fama internacional y los constantes viajes, no consiguió que su
mente dejara de bullir con fabulaciones que le impulsaban a todas horas a
escribir. Nunca permitió que sus colegas publicitarios le insuflasen el
alcoholismo que todos practicaban, jamás consintió caer en las extravagancias
carísimas –cuyo fin era epatar- para las que todos ellos llegaban a pedir
prestado. Sus resistencias y reservas le convirtieron parcialmente en un
marginado, pues sólo acudía a los saraos donde su presencia era inevitable por
deber presentar campañas. En los duermevelas inquietos, Ricardo se aseguraba a
sí mismo que los genes le impelían hacia el destino de escritor, de manera que
fue desinteresándose de la publicidad y cuestionándose su licitud moral, ya que
muchas de sus propias invenciones le producían escozores de conciencia.
Iba a cumplir tres decenios
triunfando estruendosamente, cuando sucedió el tornado que arrasó su vida:
Uno de los clientes de la agencia
que dirigía fabricaba camisas de estampados tipo hawaiano, que se vendían bien
a partir de que las campañas fuesen creadas y dirigidas por Ricardo.
El industrial camisero, un judío
polaco apellidado Sterzewsky, que gastaba mucho dinero y tiempo tratando de
convencer a Ricardo de fundar una agencia de publicidad a medias, apareció un
día en su despacho con una petición sorprendente:
-Mira, Ricky, tengo un problema.
Ricardo se alarmó; las campañas de
Sterzewsky representaban un importante porcentaje del negocio de la agencia. Se
dispuso para lo peor.
-Como sabes- continuó el polaco-
todos los meses de febrero casi se paraliza la producción de la fábrica de
camisas, por falta de pedidos ante el cambio de temporada. Hace un mes,
descubrí que teníamos un almacén grande ocupado por telas restos de series; necesitaba
ese almacén, por lo que reuní a las encargadas para ver qué podíamos hacer con
los “retales”. La propuesta que triunfó fue la de fabricar bikinis interiores
de hombre.
Mientras hablaba, Sterzewsky deslió
sobre la mesa tres muestras: Las tres eran bikinis cuyo ancho en las caderas no
pasaba de dos centímetros; uno, con estampado de piel de leopardo, otro con
rosas rojas sobre hojas verdes y el tercero, con una escena del fondo del
Caribe llena de peces loros amarillos.
Ricardo meditó largos minutos a la
vista de aquellas tres prendas. Casualmente, había leído pocos días antes un
informe sobre los usos consumidores del país. El noventa y ocho por ciento de
los hombres no aceptaban otro tipo de calzoncillos que los blancos por medio
muslo y abertura frontal. La
exageradamente machista clientela masculina jamás usaría minicalzoncillos
estampados tan escandalosamente.
-Hemos fabricado un millón de
docenas el último mes y habría que procurar que se fuesen vendiendo en unos
seis meses… pero no tengo mucho presupuesto para la campaña. ¿Qué se te ocurre?
Ricardo no respondió. Vender esos
calzoncillos sería imposible. Se enfrentaba a uno de los problemas más
difíciles de toda su carrera. Pero la agencia y él personalmente necesitaban a
Sterzewsky.
Por ello, pasó varios días
cavilando. En cuanto se decidía a plasmar ideas, desechaba el papel y el lápiz
y se iba en busca de un café, para vadear el enfrentamiento con el pedregoso
asunto. Entre tanto, menudeaban las impacientes llamadas telefónicas de
Sterzewsky.
Una mañana, Ricardo decidió bajar a
la playa para aliviar su tensión, dispuesto a no ir al despacho ese día.
La playa, una pequeña bahía cercana
al aeropuerto, llamada “Playa Grande”, era el lugar de baño favorito de los
ejecutivos de la ciudad, puesto que era la que resultaba más cercana en una
conurbación donde la gente elegía sus domicilios en función de sus empleos,
para eludir la pesadilla del tráfico. También era el sitio preferido por los
homosexuales, todos sumamente discretos y embozados, pero no disimulaban al
elegir trajes de baño. La playa parecía un centro social, porque todos
dialogaban con todos y bromeaban confiadamente; más de la mitad de los hombres
lucían bikinis mínimos con imaginativos estampados.
Como impulsado por un pálpito
insoslayable, Ricardo regresó a la ciudad de inmediato. Telefoneó a Sterzewsky:
-Hola, Ricky, querido, ¿que te
cuentas?
-¿Se pueden vender como trajes de
baño?
-¿Trajes de baño? Espera un
momento.
Se oyó a través del auricular un
diálogo bastante vivo entre Sterzewsky y dos mujeres. Unos cinco minutos
después, el industrial desalentó al publicitario.
-No se puede, Ricky. Los tejidos
son demasiado sutiles; al mojarse sería como estar desnudo. Si dijéramos que
son trajes de baño, las autoridades nos multarían y hasta podrían cerrarnos por
publicidad engañosa.
Ricardo colgó el auricular,
decepcionado.
Como los niños o los políticos que
cierran ojos esperando que ese gesto les permita soslayar los problemas,
Ricardo trató de no pensar en los dichosos calzoncillos mientras pudiera
evitarlo. Pero una noche pasó muchas horas paseando en su Camaro, disfrutando
de las calles vacías de tráfico, donde el único cuidado a que se veía obligado
era eludir las numerosas “alcabalas” donde los delincuentes cobraban peaje a
los conductores despistados, por el derecho a recorrer determinadas vías.
Escuchó un diálogo al pasar cerca de un grupo:
-Tienes que prestarme tu bikini
mañana. Con mi traje de baño no me quema el sol…
Ricardo miró el volante del Camaro
y, de repente, allí estaba el anuncio.
A primera hora de la mañana dibujó
un “rough” de la idea y, en seguida,
pidió a Sterzewsky que acudiera a la agencia. Se pusieron de acuerdo de
inmediato.
Durante el día, Ricardo eligió a
los modelos mediante catálogos y los mandó citar al día siguiente en el estudio
del fotógrafo.
La sesión empezó con un
contratiempo. La modelo se desnudó sin pudores y se puso ella misma la pegatina
para cubrirse el pubis. El modelo, una montaña de músculos con el pecho
cubierto de una mediana pelambrera, también se despojó de la ropa y, en
calzoncillos, se puso frente a la cámara tal como Ricardo le indicó. Ella, se
situó delante de él a su derecha, de espaldas y hacia un lado. La muchacha
tenía que mirar a cámara de reojo con un guiño, mientras “escondía” a los ojos
del modelo los pantalones, sujetos en su espalda tapándose el culo.
El fotógrafo llamó la atención de
Ricardo:
-Da un vistazo por el visor. El
muchacho está vacío…
Efectivamente, en el que no se
había fijado en los catálogos. La abrumadora mayoría de los nacionales se
jactaban de superdotados; el modelo no sería un ejemplo creíble.
-Podemos meterle un pedazo de goma
espuma enrollado –continuó el fotógrafo-. ¿Qué te parece?
-De acuerdo.
El fotógrafo movió las luces, de
modo que la goma espuma inserta en el calzoncillo proyectase en el muslo una
sombra considerable.
Las fotos fueron entregadas a la
mañana siguiente y Ricardo mandó producir el anuncio de inmediato; al final de
la tarde, sonrió con cierta amargura ante el anuncio terminado:
El “viril” modelo “extra
superdotado” miraba ufano a cámara, mientras la exuberante mujer desnuda le
escondía sus pantalones. El único texto, un llamativo titular: “Donde está el
calzoncillo Camaro, sobran pantalones”.
Ricardo volvió a sonreír; apenas era capaz de reconocer ese anuncio como
obra suya; era lo más indecentemente manipulador que había inventado nunca.
Alentaba el machismo nacional y, al mismo tiempo, sugería sin decirlo que el
calzoncillo tenia más usos que el de una prenda interior.
Dadas las limitaciones
presupuestarias de Sterzewsky, se había contratado una campaña de cuatro
inserciones en los semanarios; también, el mismo anuncio, impreso como
“display”, para colocar sobre los mostradores de las tiendas.
Una vez publicado la primera semana
y distribuidos los “displays” por todo el país, el millón de docenas de
calzoncillos se vendieron en dos días y hubo de suspenderse el resto de la
campaña, con el regocijo de Sterzewsky.
Ricardo no pudo digerir el éxito.
Pretextó una enfermedad imaginaria
para que la agencia le permitiera tomarse un mes, durante el que alquiló una
furgoneta todo terreno con la que viajó dos semanas por la selva del sur del
país. De regreso, pidió hospedaje a un hacendado amigo suyo de Los Llanos,
donde pasó otras dos semanas cabalgando continuamente.
Volvió a la ciudad con los muslos
desollados y fuertes agujetas en las caderas y la cintura, y una determinación:
dejaría la publicidad y volvería a España, para dedicarse a escribir.
-España ya no es el país entrañable
que añoras, Ricky- le decían sus amigos.
-Te vas a estrellar, Ricardo.
Despreciar lo que tanto te ha costado conseguir es una locura.
-Pero allí podré publicar mis
libros… -respondía Ricardo.
-No te hagas ilusiones…
Ya en España, Ricardo pasó quince años tratando de publicar. Acostumbrado al ritmo frenético del trabajo en publicidad, escribía sin parar, y de pronto descubrió que tenía siete novelas acabadas, aparte de muchísimos proyectos a medias.
Comenzó a presentarse a concursos.
De todos ellos, le devolvían los ejemplares con apariencia de intactos, en una
ocasión, abrazó con un pelo desde la tercera hasta la antepenúltima página;
cuando lo recibió devuelto, el pelo continuaba igual; NO LO HABÍAN TOCADO. Sin
embargo, una noche, su teléfono comenzó a sonar de madrugada. Un clamor:
Has ganado el premio de Sevilla.
-¿Estás seguro?
-Sí, lo dice el Diario 16.
Ya no fue capaz de conciliar el
sueño. A las nueve de la mañana, telefoneó al presidente de la institución que
patrocinaba el concurso:
-No, disculpa, Ricardo. No has ganador.
Ha sido un error de Diario 16, porque entregamos a la prensa una lista de los
diez finalistas, donde figuraba tu novela la primera y en mayúsculas, lo que ha
movido a confusión. En realidad el ganador es el segundo de la lista, porque lo
ha impuesto don Manuel, que ya sabes que es el patrocinador, pero el jurado
creía que debías ganar tú.
Mantenía cierta relación con un
poeta local, al que le contó el suceso.
-Claro, Ricardo. Todos los premios
literarios de España están amañados. Si quieres abrirte camino, tienes que
intentarlo de otro modo.
Pactó con una modesta editorial
publicar una novela pagando la edición. Una vez puesta a la venta, sus amigos
de todo el país le reclamaban que no encontraban la novela en ninguna librería,
por lo que supuso que se había agotado; cuando llamó al editor para reclamarle
una reedición, el teléfono no funcionaba. Nunca cobró derechos ni volvió a
saber de esa novela, ni del editor ladrón. A continuación modificó las opciones
sentimentales de los personajes de otra novela, para publicarla con una
editorial gay. La edición tenía aspecto de cuidada, pero sintió convulsiones
mientras la revisaba; la editora, una marimacho enferma de rabia, había
contratado como correctora a un ligue de
una noche, una argentina que parecía un pampero, la cual convirtió todos los
“le” sin excepción, por “lo”, lo que produjo barbaridades tales como “decirlo”
por “decirle” y muchas monstruosidades semejantes.
-Para colmo, cuando fue a reclamar
a la editora, ésta, presa de un ataque de histeria, amenazó con denunciarlo a
la policía.
Mas el libro se vendió muy bien
–pero la edición era limitada- y Ricardo cobró los modestos derechos con
puntualidad, lo que le animó a presentarse a un concurso de “novelas gay”.
Modificó los personajes de otra de sus novelas, y ganó el concurso. Pero el
“editor”, un librero cuya ignorancia sólo era superada por su frivolidad,
contrató los servicios de un conocido periodista gay para “prologar”
innecesariamente la novela. El periodista en cuestión sufría una tremenda
incontinencia verbal, de modo que el “prólogo” ocupaba un tercio del libro.
El librero pagó el premio, pero…
jamás presentó ni pagó las liquidaciones anuales que señalaba el contrato.
Consultada la policía, ésta respondió a Ricardo que sería inútil una demanda,
sin explicarle por qué
Un día, fue invitado a comer por el
“prologuista” de la novela premiada.
Llegaron a un restaurante
regionalista, donde los camareros y el maitre trataron con mucha deferencia y
grandes consideraciones al periodista, que no paraba de gesticular con el
pavoneo propio de quien se tiene a sí mismo en gran estima, mientras miraba de
reojo a Ricardo a ver si se mostraba impresionado. Por sus gestos, casi
caricias y familiaridades, Ricardo no pudo parar de preguntarse si estaría tratando
de seducirle. Descartó la idea, porque el sujeto era vomitivo, desdentado, casi
calvo y con una barriga a punto del estallido.
Durante toda la comida, el barrigón
no paró de ensalzarse a sí mismo como conocedor y muy relacionado entre las
editoriales. Mencionó un sinfín de ejemplos para probar su influencia y su
capacidad de ser escuchado en los despachos más importantes.
Movido por este autobombo, Ricardo
–sin abrigar esperanzas verdaderas- le propuso que leyera la novela en la que
más había trabajado durante su vida.
A partir de entonces, aunque no
deseaba inflar en su ánimo pasiones reiteradamente defraudadas durante veinte
años, Ricardo se sintió incapaz de nada más que esperar el “veredicto” de
alguien que decía saber y poder tanto.
Semanas más tarde, el periodista
con forma de bola de billar le telefoneó:
-Tengo que decirte que ya no tengo
tu novela…
Ricardo sufrió un estremecimiento.
-…Porque, seguramente, se va a
editar.
El escritor no se planteó preguntas
ni las hizo. Carente ya de fuerzas para la especulación, lo que resbaló por su
ánimo fue la sensación de descanso y el suspiro húmedo de quien alcanza un
oasis después de atravesar el infierno.
Una semana más tarde, el periodista
volvió a invitarlo a almorzar:
-Una amiga mía está montando una
editorial que, sin duda, va a ser la más importante de España. Viene de
Barcelona expresamente a conocerte.
Hacía meses que Ricardo, junto con
la esperanza perdida de emprender una carrera literaria, había agotado las últimas migajas de sus
ahorros de publicitario, que antaño habían sido muy importantes. Por primera
vez en su edad adulta, carecía de dinero y comenzaba a sentirlo en su
deficiente alimentación y, sobre todo, en el deterioro de su ropa.
Invitado por el periodista a
almorzar en compañía de la editora, decidió que toda su ropa era impresentable
para la ocasión. Pidió cien euros prestados al conserje de su edificio, y antes
de acudir al restauran, dedicó más de una hora a elegir una camisa. Escogió una
de tejido sutil a causa del calor que hacía. De color negro, una banda de
flores bordadas en blanco le atravesaba el pecho.
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