miércoles, 5 de junio de 2013

PIGMALION DEL PLATA


CUENTOS DEL AMOR VIRIL.  LUIS MELERO
PIGMALIÓN DEL PLATA

Joserra Albaya desvió los ojos para que el arquitecto sentado enfrente no sorprendiera el brillo de ironía. Sonaba el tanguillo "La lotera", cantado por Lola Flores, "y  en er metro me dan siempre coba palante y patrá, palante y patrá..." , y el arquitecto gordinflón de pelo grasiento seguía el ritmo con los hombros, sin parar de mirarle con la intensidad escrutadora con que había venido haciéndolo desde que Joserra llegara de España.


Como tantas innovaciones operadas en el estudio durante el último mes, la instalación del compact había sido iniciativa de Joserra.
Navarro, cazurrón, bromista y arquitecto recién graduado, que le ofrecieran en Madrid un training de un año en Buenos Aires le pareció tan insólito como que alguien le propusiera aprender ruso en Marruecos. La empresa madrileña había ganado la licitación internacional para construir una central hidroeléctrica en Argentina y, según sospechó Joserra, necesitaban sobre el terreno arquitectos e ingenieros propios, que impusieran a los empleados locales los puntos de vista defendidos por los directivos españoles.
A los tres o cuatro días de ocupar la mesa de dibujo, Joserra se rebeló.
El silencio, la circunspección y el ensimismamiento de sus compañeros de trabajo eran tan completos, que podía escuchar el sonido del lápiz que alguien posaba sobre el papel, la goma de borrar que corregía un error o el rotring que trazaba una recta. Un silencio opresivo que le punzaba los nervios y le hacía sentirse atrapado en un mausoleo. Comenzó por tararear jotas navarras mientras dibujaba, siguió poniéndose a contar chistes a todas horas mientras los otros miraban de reojo por si se hundía el universo, continuó escenificando a ratos cómo driblar a los toros en los encierros de san Fermín y acabó solicitando a la dirección que le permitieran llevar el compact, solicitud que fue aceptada. Además de las canciones de Bruce, Cher y Elton que más le gustaban, recolectó toda la música española que encontró en las tiendas bonaerenses de discos, que en su mayor parte era andaluza y pasada de moda. Los tanguillos de la lotera que cantaba Lola Flores fueron el descubrimiento que más le alegró, y los hacía sonar con frecuencia.
Los compañeros continuaban comportándose con la misma solemnidad, pero todos le decían lo mismo en las pausas del café:
-Che, Joserra; con vos, el estudio se volvió más divertido. Trajiste un soplo de aire fresco de la madre patria.

-¿Comés por acá cerca? -le preguntó el arquitecto gordo.
-Sí, pero no ahora -respóndió Joserra-. Antes, voy a dar una vuelta por Florida. Necesito comprar ropa.
-¿Te importa que vaya con vos?
Joserra notó el esfuerzo que hacía para vencer su timidez. Se preguntó por qué era tan descuidado con su aspecto alguien tan joven; debía de arrastrar alguna clase de complejos, porque no era natural que se comportase con tanto abatimiento, siendo como era, según había comprobado, un buen profesional. En los ojos entristecidos por algún dolor interior, había una súplica.
Aceptó que le acompañase, pero no sabía de qué hablar con él.
-Me llamo Sandro -dijo el gordito-. Nunca antes escuché tu nombre.
-Joserra es la contracción de José y Ramón.
-¡Oh! Entiendo.
No volvió a abrir la boca. Mientras andaban, Joserrá observó de reojo que a veces movía levemente la cabeza, como si se desalentara a sí mismo de decir algo que había ensayado mentalmente. Le compadeció; su languidez debía de ser el síntoma de un ánimo torturado por problemas más hondos que la simple deformidad física. En la tienda, mientras se probaba ropa, notó a través del espejo que Sandro se turbaba cuando él se cambiaba de camisa o de pantalones, mostrando con despreocupación la sensualidad de una desnudez de la que estaba muy orgulloso. Habitualmente desinhibido, Joserra sintió que se contagiaba de la incomodidad de Sandro.
-¿No piensas comprar nada? -le preguntó para aflojar la tensión.
-No. La ropa de esta tienda es inadecuada para mí.
-¿Por qué? Tienes... ¿qué edad?;  más o menos la misma que yo.
-Veintiocho, pero mis medidas no lucen la ropa como las tuyas. Vos podés ponerte lo que quieras, que todo te queda bien. Yo...
-¡Qué tontería, hombre, por Dios! Aquí hay ropa de tu talla.
-Los michelines me hacen sentir ridículo...
-¿Por qué no adelgazas?
Sandro apretó los labios, por lo que Joserra entendió que había sido inoportuno preguntarlo. Sandro había enrojecido al tiempo que le cubría un velo de tristeza. Para rectificar, se acercó a él y le empujó hacia el espejo.
-Este peinado no te favorece, Sandro. ¿Te parece que en vez de emplear el tiempo en el restaurante, compremos una hamburguesa y vayamos a una peluquería?
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
Mientras el peluquero hacía su trabajo según las indicaciones de Joserra, éste meditó sobre el reflejo de Sandro. Tenía los ojos muy grandes, de color miel, pero el abultamiento de sus mejillas los empequeñecía: su nariz resultaría muy proporcionada en una cara más magra; la boca sería hermosa y sensual si no estuviera apretada permanentemente por un rictus.
A la media hora, el pelo empegostado y largo dio paso a un corte que mantenía de punta su abundancia, de color dorado ceniciento, en la parte superior y quedaba rapado en los laterales y la nuca. El propio Joserra se admiró del cambio.
-Me siento diferente -comentó Sandro.
-Te has quitado diez años y varios kilos -bromeó Joserra.
-¿Vos creés?

Pasaron varias semanas. Sandro mantenía su retraimiento, pero Joserra notó que el cambio de corte de pelo era advertido y celebrado por las compañeras de trabajo. Sintió que había hecho una buena obra, lamentando, sin embargo, que los cambios se hubieran limitado al pelo.
Pero un día le pareció que la oronda figura de Sandro se estaba estilizando.
-¿Estás a dieta? -le preguntó.
-¡Lo notaste!
-Por supuesto. Estás más delgado, sin duda.
Sandro sonrió gozosamente.  Era la primera vez que le veía reír enseñando los dientes, una regular y blanquísima dentadura que no comprendía por qué ocultaba con tanto celo.
-Deberías ir al gimnasio.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Si adelgazas muy rápido, te vas a quedar fofo. Un poco de pesas te vendría muy bien. Yo voy todas las noches.
-¿Puedo...
-¿Qué?
-¿Puedo ir con vos?
-¿Por qué no?
La primera vez que fueron, notó en los vestuarios que Sandro era de los poquísimos que se encerraban para cambiarse de ropa en una cabina, en vez de hacerlo en la zona común. Supuso que su pudor no se debía al exceso de grasa, sino al temor a mostrar ante él los genitales, que en los cuerpos gruesos solían aparecer minimizados y hasta ocultos entre los pliegues de piel adiposa. Sonrió. Minimizados o no, los genitales de Sandro le importaban tan poco como su dueño, un hombre cuya conducta social discurría entre rubores, abatimiento de la cabeza y titubeos, a pesar de sobrarle el talento profesional que debería enorgullecerle y permitirle andar con la cabeza erguida.

A los seis meses de gimnasio, Sandro salió de la ducha y, sin apenas enjugarse, se despojó frente a Joserra de la toalla anudada a su cintura.
-¡Joder, Sandro!
-¿Qué?
-Con ese pollón, volverás locas a las tías.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Bueno... creo yo.
-Yo... quería saber qué opinás; ¿pensás que adelgacé lo suficiente?
Joserra llevaba muchas semanas con el asombro en aumento. Mostrando una tenacidad que contradecía su conducta dubitativa, Sandro respetaba el régimen escrupulosamente, lo que, junto con las martirizantes sesiones de gimnasia, había cambiado su cuerpo hasta hacerle parecer otro. No se había convertido en un Hércules, pero ya no le colgaban morcillas de la cintura, los hombros se le habían cuadrado y los pectorales y abdominales comenzaban a marcársele.
-Me parece que sí, pero no debería decírtelo, no sea que te dé por abandonar la dieta. Todavía necesitas afirmar los músculos un poco más y reducir la cintura.
-Junto a vos, me siento una porquería.
-¡Qué estupidez!
-¡La concha de la lora, Joserra! Es que tu cuerpo me da una envidia...
-Yo... -Joserra se sintió violento-. Joder, Sandro, que no soy ningún Adonis. Sólo que, como jugué bastante al tenis antes de ir a la universidad...
-Pues tenés cuerpo de atleta. Y yo..., mirame, parezco un tarugo...
-No, joder, Sandro. Estás progresando con una rapidez increíble y, según los resultados de estos seis meses, antes de que vuelva a España me habrás superado. Estarás mucho más buenorro que yo.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
-¿Cuando volvés a España?
-Dentro de cuatro meses.
Sandro apretó los labios. A Joserra le pareció que había una resolución nueva en ellos.

-¿Querés ayudarme a elegir ropa mañana? -preguntó Sandro una noche en la ducha, después de la gimnasia.
Joserra le estaba observando desde que comenzaran a ducharse. Los nueve meses de pesas habían operado un milagro asombroso. No sólo en el cuerpo, que había evolucionado desde la gordura a lo escultural, sino en el rostro: los pómulos de Sandro emergían altos y tallados sobre las mejillas firmes y hundidas, que resaltaban el sólido mentón de italiano del norte, que sin duda era el origen de su familia; encima de los pómulos, brillaban ahora los ojos con todo su poderío bajo las perfectamente dibujadas cejas de patricio romano. Sandro se había convertido en un hombre atractivo en exceso y, a pesar de ello, no abandonaba su actitud de apocamiento.
-Por supuesto. ¿A la hora del almuerzo, como el día que me acompañaste?
Al salir del estudio, compraron dos hamburguesas para no perder tiempo. En estado hipnótico, Joserra asistió a la metamorfosis que se operaba en su presencia, conforme Sandro iba probándose la ropa que le aconsejaba y desechaba los ampulosos pantalones como sacos y la camisa de aspecto carcelario. No se trataba sólo del cambio de aspecto; también notaba un cambio de actitud.
Cuando salieron de la tienda, Sandro tiró a la papelera la bolsa que contenía la ropa que usaba antes de entrar. Joserra se paró con los brazos en jarras, para mirarle de arriba abajo.
-Si alguien comparase tu imagen de ahora con el fulano que conocí hace once meses, pensaría que eres otro.
-¿Vos creés?
-Por supuesto, Sandro. ¿No lo notas en el trato de la gente, sobre todo las mujeres?
-Yo...
-¿Qué?
-Apenas salgo por ahí. Sólo me interesa el trabajo, porque vos...
-¿Qué?
Joserra notó que las mejillas de Sandro enrojecían de rubor.
-Pues si no te veo ligar a manta antes de volver a España, te cortaré la polla con mis manos.
Sandro volvió a apretar los labios; sus hermosos ojos se entristecieron.

Los compañeros le organizaron un asado de despedida que duró toda la noche previa a la partida. Pero sólo Sandro le acompañó al aeropuerto.
Según avanzaban entre la gente, Joserra notaba las miradas codiciosas que las mujeres les dirigían a los dos, pero, sobre todo, a Sandro. Sonrió. En cierto modo, había ejercido de Pigmalión con él, lo que le enorgullecía. Sandro tendría mucho más éxito en lo sucesivo, no sólo en la vida social; también su fortuna profesional aumentaría, puesto que ya era perceptible en las reuniones el cambio de actitud de sus jefes.
-No sé qué haré ahora...
-No te comprendo, Sandro.
-Vos...
-¿Qué?
-Significás mucho para mí.
-Ah, ¿sí?
-Tanto, que... temo que, ahora que te marchás, volveré a ser el que era antes de conocerte.
-Te mato a larga distancia si me entero de que vuelves a engordar y te descuidas de nuevo.
-Sin vos...
-¿Qué?
-Ya nada será igual.
Algo en el tono de su voz hizo que Joserra mirase a los ojos de Sandro. Estaban húmedos. El descubrimento le estremeció.
-Joder, Sandro, que yo sólo soy un cachondo mental sin importancia. No te pongas triste... Ni soy Ulises ni tú eres... Penélope.
-Sí.
-¿Qué?
-Voy a esperarte como Penélope.
Joserra se sintió tremendamente incómodo.
-Cambiaste mi vida, Joserra. Debes saberlo.
-Yo no he hecho más que darte consejos.
-Hiciste mucho más.
-¿De veras?
-Me convertiste en otra persona.
-Si es así, estoy seguro de que el cambio es definitivo y maravilloso.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.

Madrid no le gustaba tanto como antes. Lo había descubierto en sólo una semana. En Argentina, como en toda Hispanoamérica, la gente hablaba con mayor sinceridad y los sentimientos se expresaban sin tapujos. Con tanto esforzarse por ello, España se iba pareciendo demasiado a Europa; la frialdad insolidaria con el vecino representaba el síntoma más detestable. Ignoraba por qué esta constatación le desagradaba, por qué se sentía de repente melancólico, hasta que recibió la carta:
"Querido Joserra:
"Desde que tu avión partió, estuvimos toda la mañana callados. De nuevo se podía escuchar el rumor de los lápices, las gomas de borrar y los rotrings.
"Todos guardaban silencio.
"Cuando salimos a comer, tu ausencia era como si se hubiera helado el aire.
"Al regresar, había algo pesado que se abatía sobre el estudio.
"A las cuatro de la tarde, estallé. No pude evitar gritar que tu marcha me repateaba el hígado, que sin vos no quiero continuar aquí, que me meteré a misionero en El Chaco o a lacero en la Patagonia. No puedo soportar que no estés, me hace sentir pelotudo que cuando estabas... yo no te dijera...
"Cambié, sí, por tus consejos. Pero seguí tus consejos para vos, ¿entendés? La nueva persona en que me convestiste nació sólo por el afán de agradarte. Esto que siento duele tanto, que creo que moriré. ¿Nunca volveré a verte?
"¡Jamás volverés a verte!.
"Son las doce de la noche. Sin la esperanza de encontrarte mañana al llegar al trabajo, de escucharte cantar jotas navarras, de reír con tus chistes, de meditar tus consejos, ¿cómo podré sobrevivir a la pesadilla que me espera?
"No sobreviviré".

"Dentro de cinco minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Ezeiza. Apaguen los cigarrillos y pongan sus asientos en posición vertical. Gracias por volar con nosotros"
Joserra miró por la ventanilla. El paisaje ilimitado de Buenos Aires ocupaba todo el panorama cortado por el Río de la Plata en el nordeste, un paisaje de casas entre jacarandás, rosales y azaleas que formaban cuadrículas organizadas como un tablero de ajedrez. Solamente una pieza del damero le interesaba.
Había permanecido dos meses en Madrid y le parecía que hubiera transcurrido un año. La empresa aceptó encantada su solicitud de traslado definitivo a la sucursal de Buenos Aires; habían ganado dos nuevas licitaciones y preparaban trabajo para varios años. Era muy conveniente tener en Argentina a un arquitecto joven y ambicioso que pudiera dirigir muy pronto los intereses españoles de la sucursal.
En cuanto retiró el equipaje, Joserra corrió impaciente hacia la salida.
Sandro no le dio tiempo a pensárselo. La fuerza de su abrazo le hizo soltar las maletas. Sonrió a la gente que les miraba al pasar, sorprendida y escandalizada porque dos hombres se besaran en los labios.


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