CUENTOS
DEL AMOR VIRIL. LUIS MELERO
PIGMALIÓN
DEL PLATA
Joserra Albaya desvió los ojos para
que el arquitecto sentado enfrente no sorprendiera el brillo de ironía. Sonaba
el tanguillo "La lotera", cantado por Lola Flores, "y en er metro me dan siempre coba palante y
patrá, palante y patrá..." , y el arquitecto gordinflón de pelo grasiento
seguía el ritmo con los hombros, sin parar de mirarle con la intensidad
escrutadora con que había venido haciéndolo desde que Joserra llegara de
España.
Como tantas innovaciones operadas
en el estudio durante el último mes, la instalación del compact había sido iniciativa de Joserra.
Navarro, cazurrón, bromista y
arquitecto recién graduado, que le ofrecieran en Madrid un training de un año en Buenos Aires le pareció tan insólito como que
alguien le propusiera aprender ruso en Marruecos. La empresa madrileña había
ganado la licitación internacional para construir una central hidroeléctrica en
Argentina y, según sospechó Joserra, necesitaban sobre el terreno arquitectos e
ingenieros propios, que impusieran a los empleados locales los puntos de vista
defendidos por los directivos españoles.
A los tres o cuatro días de ocupar
la mesa de dibujo, Joserra se rebeló.
El silencio, la circunspección y el
ensimismamiento de sus compañeros de trabajo eran tan completos, que podía
escuchar el sonido del lápiz que alguien posaba sobre el papel, la goma de
borrar que corregía un error o el rotring
que trazaba una recta. Un silencio opresivo que le punzaba los nervios y le
hacía sentirse atrapado en un mausoleo. Comenzó por tararear jotas navarras
mientras dibujaba, siguió poniéndose a contar chistes a todas horas mientras
los otros miraban de reojo por si se hundía el universo, continuó escenificando
a ratos cómo driblar a los toros en los encierros de san Fermín y acabó
solicitando a la dirección que le permitieran llevar el compact, solicitud que fue aceptada. Además de las canciones de
Bruce, Cher y Elton que más le gustaban, recolectó toda la música española que
encontró en las tiendas bonaerenses de discos, que en su mayor parte era
andaluza y pasada de moda. Los tanguillos de la lotera que cantaba Lola Flores
fueron el descubrimiento que más le alegró, y los hacía sonar con frecuencia.
Los compañeros continuaban
comportándose con la misma solemnidad, pero todos le decían lo mismo en las
pausas del café:
-Che, Joserra; con vos, el estudio
se volvió más divertido. Trajiste un soplo de aire fresco de la madre patria.
-¿Comés por acá cerca? -le preguntó
el arquitecto gordo.
-Sí, pero no ahora -respóndió
Joserra-. Antes, voy a dar una vuelta por Florida. Necesito comprar ropa.
-¿Te importa que vaya con vos?
Joserra notó el esfuerzo que hacía
para vencer su timidez. Se preguntó por qué era tan descuidado con su aspecto
alguien tan joven; debía de arrastrar alguna clase de complejos, porque no era
natural que se comportase con tanto abatimiento, siendo como era, según había
comprobado, un buen profesional. En los ojos entristecidos por algún dolor
interior, había una súplica.
Aceptó que le acompañase, pero no
sabía de qué hablar con él.
-Me llamo Sandro -dijo el gordito-.
Nunca antes escuché tu nombre.
-Joserra es la contracción de José
y Ramón.
-¡Oh! Entiendo.
No volvió a abrir la boca. Mientras
andaban, Joserrá observó de reojo que a veces movía levemente la cabeza, como
si se desalentara a sí mismo de decir algo que había ensayado mentalmente. Le
compadeció; su languidez debía de ser el síntoma de un ánimo torturado por
problemas más hondos que la simple deformidad física. En la tienda, mientras se
probaba ropa, notó a través del espejo que Sandro se turbaba cuando él se
cambiaba de camisa o de pantalones, mostrando con despreocupación la
sensualidad de una desnudez de la que estaba muy orgulloso. Habitualmente
desinhibido, Joserra sintió que se contagiaba de la incomodidad de Sandro.
-¿No piensas comprar nada? -le
preguntó para aflojar la tensión.
-No. La ropa de esta tienda es
inadecuada para mí.
-¿Por qué? Tienes... ¿qué
edad?; más o menos la misma que yo.
-Veintiocho, pero mis medidas no
lucen la ropa como las tuyas. Vos podés ponerte lo que quieras, que todo te
queda bien. Yo...
-¡Qué tontería, hombre, por Dios!
Aquí hay ropa de tu talla.
-Los michelines me hacen sentir
ridículo...
-¿Por qué no adelgazas?
Sandro apretó los labios, por lo
que Joserra entendió que había sido inoportuno preguntarlo. Sandro había
enrojecido al tiempo que le cubría un velo de tristeza. Para rectificar, se
acercó a él y le empujó hacia el espejo.
-Este peinado no te favorece,
Sandro. ¿Te parece que en vez de emplear el tiempo en el restaurante, compremos
una hamburguesa y vayamos a una peluquería?
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
Mientras el peluquero hacía su
trabajo según las indicaciones de Joserra, éste meditó sobre el reflejo de
Sandro. Tenía los ojos muy grandes, de color miel, pero el abultamiento de sus
mejillas los empequeñecía: su nariz resultaría muy proporcionada en una cara
más magra; la boca sería hermosa y sensual si no estuviera apretada
permanentemente por un rictus.
A la media hora, el pelo empegostado
y largo dio paso a un corte que mantenía de punta su abundancia, de color
dorado ceniciento, en la parte superior y quedaba rapado en los laterales y la
nuca. El propio Joserra se admiró del cambio.
-Me siento diferente -comentó
Sandro.
-Te has quitado diez años y varios
kilos -bromeó Joserra.
-¿Vos creés?
Pasaron varias semanas. Sandro
mantenía su retraimiento, pero Joserra notó que el cambio de corte de pelo era
advertido y celebrado por las compañeras de trabajo. Sintió que había hecho una
buena obra, lamentando, sin embargo, que los cambios se hubieran limitado al
pelo.
Pero un día le pareció que la
oronda figura de Sandro se estaba estilizando.
-¿Estás a dieta? -le preguntó.
-¡Lo notaste!
-Por supuesto. Estás más delgado,
sin duda.
Sandro sonrió gozosamente. Era la primera vez que le veía reír enseñando
los dientes, una regular y blanquísima dentadura que no comprendía por qué
ocultaba con tanto celo.
-Deberías ir al gimnasio.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Si adelgazas muy
rápido, te vas a quedar fofo. Un poco de pesas te vendría muy bien. Yo voy
todas las noches.
-¿Puedo...
-¿Qué?
-¿Puedo ir con vos?
-¿Por qué no?
La primera vez que fueron, notó en
los vestuarios que Sandro era de los poquísimos que se encerraban para
cambiarse de ropa en una cabina, en vez de hacerlo en la zona común. Supuso que
su pudor no se debía al exceso de grasa, sino al temor a mostrar ante él los
genitales, que en los cuerpos gruesos solían aparecer minimizados y hasta
ocultos entre los pliegues de piel adiposa. Sonrió. Minimizados o no, los
genitales de Sandro le importaban tan poco como su dueño, un hombre cuya
conducta social discurría entre rubores, abatimiento de la cabeza y titubeos, a
pesar de sobrarle el talento profesional que debería enorgullecerle y permitirle
andar con la cabeza erguida.
A los seis meses de gimnasio,
Sandro salió de la ducha y, sin apenas enjugarse, se despojó frente a Joserra
de la toalla anudada a su cintura.
-¡Joder, Sandro!
-¿Qué?
-Con ese pollón, volverás locas a
las tías.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Bueno... creo yo.
-Yo... quería saber qué opinás;
¿pensás que adelgacé lo suficiente?
Joserra llevaba muchas semanas con
el asombro en aumento. Mostrando una tenacidad que contradecía su conducta
dubitativa, Sandro respetaba el régimen escrupulosamente, lo que, junto con las
martirizantes sesiones de gimnasia, había cambiado su cuerpo hasta hacerle
parecer otro. No se había convertido en un Hércules, pero ya no le colgaban
morcillas de la cintura, los hombros se le habían cuadrado y los pectorales y
abdominales comenzaban a marcársele.
-Me parece que sí, pero no debería
decírtelo, no sea que te dé por abandonar la dieta. Todavía necesitas afirmar
los músculos un poco más y reducir la cintura.
-Junto a vos, me siento una
porquería.
-¡Qué estupidez!
-¡La concha de la lora, Joserra! Es
que tu cuerpo me da una envidia...
-Yo... -Joserra se sintió
violento-. Joder, Sandro, que no soy ningún Adonis. Sólo que, como jugué
bastante al tenis antes de ir a la universidad...
-Pues tenés cuerpo de atleta. Y yo...,
mirame, parezco un tarugo...
-No, joder, Sandro. Estás
progresando con una rapidez increíble y, según los resultados de estos seis
meses, antes de que vuelva a España me habrás superado. Estarás mucho más
buenorro que yo.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
-¿Cuando volvés a España?
-Dentro de cuatro meses.
Sandro apretó los labios. A Joserra
le pareció que había una resolución nueva en ellos.
-¿Querés ayudarme a elegir ropa
mañana? -preguntó Sandro una noche en la ducha, después de la gimnasia.
Joserra le estaba observando desde
que comenzaran a ducharse. Los nueve meses de pesas habían operado un milagro
asombroso. No sólo en el cuerpo, que había evolucionado desde la gordura a lo
escultural, sino en el rostro: los pómulos de Sandro emergían altos y tallados
sobre las mejillas firmes y hundidas, que resaltaban el sólido mentón de
italiano del norte, que sin duda era el origen de su familia; encima de los
pómulos, brillaban ahora los ojos con todo su poderío bajo las perfectamente
dibujadas cejas de patricio romano. Sandro se había convertido en un hombre
atractivo en exceso y, a pesar de ello, no abandonaba su actitud de
apocamiento.
-Por supuesto. ¿A la hora del
almuerzo, como el día que me acompañaste?
Al salir del estudio, compraron dos
hamburguesas para no perder tiempo. En estado hipnótico, Joserra asistió a la
metamorfosis que se operaba en su presencia, conforme Sandro iba probándose la
ropa que le aconsejaba y desechaba los ampulosos pantalones como sacos y la
camisa de aspecto carcelario. No se trataba sólo del cambio de aspecto; también
notaba un cambio de actitud.
Cuando salieron de la tienda,
Sandro tiró a la papelera la bolsa que contenía la ropa que usaba antes de
entrar. Joserra se paró con los brazos en jarras, para mirarle de arriba abajo.
-Si alguien comparase tu imagen de
ahora con el fulano que conocí hace once meses, pensaría que eres otro.
-¿Vos creés?
-Por supuesto, Sandro. ¿No lo notas
en el trato de la gente, sobre todo las mujeres?
-Yo...
-¿Qué?
-Apenas salgo por ahí. Sólo me
interesa el trabajo, porque vos...
-¿Qué?
Joserra notó que las mejillas de
Sandro enrojecían de rubor.
-Pues si no te veo ligar a manta
antes de volver a España, te cortaré la polla con mis manos.
Sandro volvió a apretar los labios;
sus hermosos ojos se entristecieron.
Los compañeros le organizaron un
asado de despedida que duró toda la noche previa a la partida. Pero sólo Sandro
le acompañó al aeropuerto.
Según avanzaban entre la gente,
Joserra notaba las miradas codiciosas que las mujeres les dirigían a los dos, pero,
sobre todo, a Sandro. Sonrió. En cierto modo, había ejercido de Pigmalión con
él, lo que le enorgullecía. Sandro tendría mucho más éxito en lo sucesivo, no
sólo en la vida social; también su fortuna profesional aumentaría, puesto que
ya era perceptible en las reuniones el cambio de actitud de sus jefes.
-No sé qué haré ahora...
-No te comprendo, Sandro.
-Vos...
-¿Qué?
-Significás mucho para mí.
-Ah, ¿sí?
-Tanto, que... temo que, ahora que
te marchás, volveré a ser el que era antes de conocerte.
-Te mato a larga distancia si me
entero de que vuelves a engordar y te descuidas de nuevo.
-Sin vos...
-¿Qué?
-Ya nada será igual.
Algo en el tono de su voz hizo que
Joserra mirase a los ojos de Sandro. Estaban húmedos. El descubrimento le
estremeció.
-Joder, Sandro, que yo sólo soy un
cachondo mental sin importancia. No te pongas triste... Ni soy Ulises ni tú
eres... Penélope.
-Sí.
-¿Qué?
-Voy a esperarte como Penélope.
Joserra se sintió tremendamente
incómodo.
-Cambiaste mi vida, Joserra. Debes
saberlo.
-Yo no he hecho más que darte
consejos.
-Hiciste mucho más.
-¿De veras?
-Me convertiste en otra persona.
-Si es así, estoy seguro de que el
cambio es definitivo y maravilloso.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
Madrid no le gustaba tanto como
antes. Lo había descubierto en sólo una semana. En Argentina, como en toda
Hispanoamérica, la gente hablaba con mayor sinceridad y los sentimientos se
expresaban sin tapujos. Con tanto esforzarse por ello, España se iba pareciendo
demasiado a Europa; la frialdad insolidaria con el vecino representaba el
síntoma más detestable. Ignoraba por qué esta constatación le desagradaba, por
qué se sentía de repente melancólico, hasta que recibió la carta:
"Querido Joserra:
"Desde que tu avión partió,
estuvimos toda la mañana callados. De nuevo se podía escuchar el rumor de los
lápices, las gomas de borrar y los rotrings.
"Todos guardaban silencio.
"Cuando salimos a comer, tu
ausencia era como si se hubiera helado el aire.
"Al regresar, había algo
pesado que se abatía sobre el estudio.
"A las cuatro de la tarde,
estallé. No pude evitar gritar que tu marcha me repateaba el hígado, que sin
vos no quiero continuar aquí, que me meteré a misionero en El Chaco o a lacero
en la Patagonia. No
puedo soportar que no estés, me hace sentir pelotudo que cuando estabas... yo
no te dijera...
"Cambié, sí, por tus consejos.
Pero seguí tus consejos para vos, ¿entendés? La nueva persona en que me
convestiste nació sólo por el afán de agradarte. Esto que siento duele tanto,
que creo que moriré. ¿Nunca volveré a verte?
"¡Jamás volverés a verte!.
"Son las doce de la noche. Sin
la esperanza de encontrarte mañana al llegar al trabajo, de escucharte cantar
jotas navarras, de reír con tus chistes, de meditar tus consejos, ¿cómo podré
sobrevivir a la pesadilla que me espera?
"No sobreviviré".
"Dentro de cinco minutos
tomaremos tierra en el aeropuerto de Ezeiza. Apaguen los cigarrillos y pongan
sus asientos en posición vertical. Gracias por volar con nosotros"
Joserra miró por la ventanilla. El
paisaje ilimitado de Buenos Aires ocupaba todo el panorama cortado por el Río
de la Plata en
el nordeste, un paisaje de casas entre jacarandás, rosales y azaleas que
formaban cuadrículas organizadas como un tablero de ajedrez. Solamente una
pieza del damero le interesaba.
Había permanecido dos meses en
Madrid y le parecía que hubiera transcurrido un año. La empresa aceptó
encantada su solicitud de traslado definitivo a la sucursal de Buenos Aires;
habían ganado dos nuevas licitaciones y preparaban trabajo para varios años.
Era muy conveniente tener en Argentina a un arquitecto joven y ambicioso que
pudiera dirigir muy pronto los intereses españoles de la sucursal.
En cuanto retiró el equipaje,
Joserra corrió impaciente hacia la salida.
Sandro no le dio tiempo a
pensárselo. La fuerza de su abrazo le hizo soltar las maletas. Sonrió a la
gente que les miraba al pasar, sorprendida y escandalizada porque dos hombres
se besaran en los labios.
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