CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
18- ECLIPSE
EN LA SELVA
El
primero de los muchos intentos de Luis por recuperar sus raíces españolas ocurrió
en 1973. Fue la primera y única vez en su vida que lo echaron de un empleo en
publicidad.
Era
director de arte de una famosa agencia publicitaria caraqueña llamada CORPA,
filial de la estadounidense Ogilvy & Mather. Acababa de cumplir treinta
años, pero tenía que usar bigote debido a su aspecto demasiado adolescente, muy
inadecuado cuando tenía que presentar campañas y hacerse respetar ante clientes
exigentes, incluyendo consejos de administración completos, que iban a invertir
millones de bolívares en sus campañas.
En
publicidad es muy frecuente que los creativos permanezcan trabajando muy tarde
y hasta noches enteras, sin que eso represente nunca el cobro de horas extras,
aunque suelen ser altos los salarios. El de Luis lo era, sin exagerar; pero
agradecía que la vida le estuviera dando tanto siendo un autodidacto sin formación
académica, y por ello trabajaba afanosamente y no protestaba si tenía que velar
varias noches consecutivas. Llegaba a su despacho antes de la hora de apertura,
porque le asignaban la creación de tantas campañas, que los “briefings” se
amontonaban sobre su mesa sin que nunca pareciera mermar el montón. Algunos
compañeros le apodaban “hormiguita”, lo que lo sacaba de quicio, porque no le
parecía estar haciendo nada especial con producir más que los otros dos
directores de arte juntos. Una noche, dos horas más tarde de la de salida, tuvo
una discusión con el recién nombrado presidente, un estadounidense.
Muerto
el anterior presidente, un prodigioso francés de fascinante biografía, la
agencia había vivido una pequeña guerra entre quienes propugnaban por que el
nuevo presidente fuera venezolano, concretamente el compositor Chelique
Sarabia, y los que preferían que lo nombrase la dirección neoyorquina. Luis
llevaba dos años compartiendo grupo creativo con Sarabia (compositor de la
famosa canción “Ansiedad”); de tanto compartir, habían brillado juntos en
numerosas campañas importantes, convivían en prolongados y divertidos fines de
semana con la familia del compositor, y hasta tenían los despachos uno al lado
del otro y comunicados, casi en el mismo ambiente. Luis, cuya posición en la
agencia se había vuelto imprescindible y en ascenso, consideraba que se
entendería bien con Sarabia, lo que facilitaría mucho el abrumador porcentaje
de cuentas que atendía creativamente. La tensión, a la espera de la decisión,
se prolongó más de un mes, y la mayor parte de la plantilla daba por sentado
que el compositor sería el nuevo jefe. Pero Chelique Sarabia no fue nombrado
presidente, sino que Nueva York impuso su candidato, un creativo llamado Tony
Wear.
Aquella
noche, trataban de decidir el argumento y el “story board” de un spot para un
cigarrillo nuevo que iban a lanzar. En una secuencia concreta, la cámara
llegaba a un macro primer plano del cigarrillo en los labios de un hombre; Luis
dibujó el cigarrillo y los labios, dejando el fondo del todo impreciso. Wear se
le acercó por detrás y dijo junto a su hombro:
-Luis,
quiero que todo el fondo quede bien enfocado y se vea un animado ambiente de
discoteca.
Todavía
no se usaban en Venezuela las elaboraciones trucadas de montajes, tan
frecuentes en la actualidad mediante “cromas” y ordenadores.
-No,
Tony –replicó Luis-. Cuando la cámara llegue a este macro primer plano, todo
quedará desenfocado.
-Quedará
enfocado, porque lo digo yo, que soy el presidente.
Ante un
“argumento” tan razonado, Luis calló. Sin responder nada más, se alzó, salió de
la habitación y se marchó a su casa a dormir.
A la
mañana siguiente, remoloneó un poco en la cama, meditando sobre si acudir o no
a la agencia. Pero en este caso sí tendrían un motivo para echarlo, porque la
noche anterior no lo hubo al haber salido dos horas más tarde del final de la
jornada, de modo que ser encaminó al trabajo. Iba bajo el convencimiento de que
sería despedido, porque el trastorno al abandonar el barco debió de ser
importante. Calculaba que lo llamarían de administración para entregarle la
carta de despido y un cheque por lo que restaba de mes y algo más, como
indemnización. Pero no tuvo que esperar; había un sobre encima del escritorio;
lo abrió más por curiosidad que otra cosa y se encontró con una seca carta de
despedida autografiada por Tony Wear y un cheque por una cantidad que
representaba casi un año de sueldo.
Abandonó
el local sin despedirse de nadie. Dejó un saludo en una tarjeta sobre el
escritorio de Chelique Sarabia y se fue a patinar sobre hielo, en una pista que
había en aquella época en el Monte Ávila, tras subir con un teleférico. No paró
de cavilar mientras patinaba; cuando sintió hambre y fue vencido por el
cansancio, sudoroso, había decidido qué hacer: Volvería por fin a España.
Pero no
iba a hacerlo de inmediato. Un grupo de amigos había organizado una excursión
al amazónico sur venezolano para contemplar -en la mejor posición anunciada- un
eclipse solar que ocurriría el 30 de junio. Llamó a Olga para que fuese
gestionando el pasaje sólo de ida a España y se enfrascó en los preparativos de
la excursión.
Mantenía
una amistad que resultaba estrambótica a los ojos de la mayoría de sus
relacionados. Uno de los jóvenes más guapos y famosos del país, Leo Reinfeld,
de casi dos metros de altura, era hijo de Graciela, una argentina que conocía
desde Buenos Aires. Como Luis residía muy cerca del canal de televisión donde
Leo grababa sus telenovelas, Graciela le pidió que permitiera a su hijo dormir
a veces en su vivienda cuando terminara muy tarde en el canal, dado que la
familia Reinfeld vivía en un lujoso chalet distante más de veinte kilómetros.
Leo, de sólo veintiún años, era una de las personas más sociables del mundo;
acostumbrado a dormir con frecuencia en la vivienda de Luis, fue considerándola
su casa y comenzó a invitar constantemente a sus amistades, incluyendo fiestas
de cumpleaños y cosas semejantes, porque el lugar era mucho más accesible que
la casa de sus padres. Tal vez por tales favores, Leo fue cobrando gran afecto
por el español, a quien veía como una especie de tío postizo, y lo invitaba
constantemente a las fiestas de la televisión, a comer y al cine. A veces, caminaban
por la calle un gigantón de dos metros junto un hombre 170, lo que hacía que
muchas miradas se volvieran a su paso.
El día
señalado para la partida de la excursión para ver el eclipse, tras llamarlo Leo
Reinfeld por el interfono del portal, Luis se topó al bajar con algo
extraordinario. Eran trece jóvenes, todos judíos, y como necesitaban un
vehículo donde cupieran los catorce que totalizaban y les sirviera para circular
por difíciles caminos polvorientos y senderos selváticos, habían alquilado una enorme
camioneta todo terreno que parecía sacada de una película bélica.
Hubo un
pensador español que dijo: “Venezuela es el país donde las flores no tienen
olor, las mujeres no tienen pudor y los hombres no tienen honor”. Al pensador
se le olvidó decir que Venezuela alberga muchos de los paisajes más variados, bellos
e insólitos del mundo. Adentrarse en los Llanos es como avanzar hacia un pasado
cinematográfico y somnoliento. Lo que es gran parte del año un páramo agobiante,
se convierte durante la larga temporada húmeda en pantanos donde llueve sin parar.
Se forman lagunas temporales donde abundan unos caimanes que llaman “babas” y,
sobre todo, capibaras, roedores parecidos las ratas pero grandes como perros
medianos. Cuando el calor va agostando estas lagunas, al reducirse la
superficie inundada mientras se multiplican los capibaras como roedores que son,
llegan a parecer hervideros con millares de animales estrujados entre sí.
Cuentan que si los dejan hasta que la carencia de agua los obliga a
desparramarse, llegan a asolar los cultivos y destruir las haciendas, por lo
que acostumbran a exterminarlos cada año. Los excursionistas llegaron a una de
las lagunas cuando comenzaban a hacerlo. Numerosos hombres situados en la
orilla en todo el perímetro, empuñaban palos como mazas; a la señal de un
silbato, fueron internándose en el agua y comenzaron a golpear con destreza
para destrozar cabezas de capibaras. Aquello se convirtió en una escena tremebunda
del apocalipsis; el crujido de cráneos al romperse llegó a ser un estruendo
junto con los desesperados y estridentes aullidos animales; las mazas teñidas
de rojo chorreante se alzaban junto a rostros en estado hipnótico, hombres que
no parecían humanos y que avanzaban como si se encontraran en trance; el agua
se volvió completamente roja mucho antes de que la matanza hubiera terminado.
Algunos
de los del grupo, Luis entre ellos, no fueron capaces de seguir mirando;
pidieron al campesino que los guiaba a caballo que les condujese en seguida hacia
los caminos que les dirigirían a las selvas del sur. El campesino, cuyo rostro
parecía el de un atezado castellano viejo, les informó de que se encontraban en
la hacienda de su propiedad, que tendrían que cruzar de parte a parte hasta encontrar
un camino practicable. Le preguntaron con frecuencia cuándo acabarían de
atravesar la hacienda y el hombre siempre respondía “pronto, pronto”.
Circulaban
entre rebaños ingentes de vacunos como cebúes y millares de caballos con mala traza.
A pesar de tratarse de sabanas casi desérticas, las bandadas de pájaros
llegaban a cubrir el cielo como toldos multicolores, armando un barullo
constante, poco agradable. El calor era sofocante. Veían a lo lejos nubes de
polvo que seguramente levantaría el paso de grandes rebaños. Aunque Luis temía
la llegada a la selva, anhelaba estar en parajes más frescos, porque el páramo
se le antojaba infinito. Decían que el baile más típico de Venezuela, el
joropo, había nacido en los Llanos, pero resultaba difícil imaginar que
apeteciera bailar algo tan enérgico en un ambiente como aquel, que invitaba a
la siesta y la molicie.
Se dice
en Caracas que los kilómetros de los Llanos son como leguas. El “pronto,
pronto” del guía se repitió centenares de veces durante todo el día. Obligados
a circular a la velocidad del trote, tardaron quince horas en atravesar la
hacienda de aquel campesino que parecía muy modesto, aunque fuese el
terrateniente más grande que Luis podía imaginar.
Uno de
los últimos cometidos de Luis en la agencia CORPA había sido intervenciones
ocasionales en la campaña publicitaria para la elección presidencial de Carlos
Andrés Pérez. La transición entre los Llanos y la lujuriante selva fue abrupta.
De repente, se encontraron circulando por caminos muy embarrados, con tramos
impracticables. La primera gran sorpresa de Luis fue toparse con un cartel de
Carlos Andrés Pérez que él había diseñado, clavado en un árbol que apenas
emergía de la jungla verdinegra.
Montaron
el pequeño campamento antes de adentrarse del todo en la selva. Les habían
prohibido que encendieran fuego, porque todavía no había empezado la temporada
de lluvia, de modo que cayeron rendidos a dormir en los sacos, sin apenas
cruzar palabra. Fue como dormir en el limbo. Comenzaba débilmente el alba
cuando Luis despertó. El silencio era tan completo, que sintió como si se
hubiese quedado sordo. Despertó a los demás y en seguida se organizaron. Tras
varias horas circulando por caminos que la hierba difuminaba, llegaron a la
orilla de un río de aguas amarronadas y turbulentas. Leo Reinfeld miró a Luis
de reojo, diciéndole con ironía:
-¿Has
tenido bastante aventura o te apetece tenerla de veras?
Luis no
respondió. Comprendió que llegaba el momento en que para los demás, todos
nacidos en Venezuela, comenzaba de verdad la epopeya, y Leo le advertía de que
la excursión iba a ser más difícil a partir de ese momento. Llegaron a un claro
donde los caminos desaparecían, por lo que tuvieron que abandonar la camioneta
y cargar los equipajes, caminando un par de cientos de metros a través de
senderos desdibujados por la maleza, hasta encontrar al guía nativo que habían
contratado desde Caracas. Era rechoncho, estaba desnudo, sólo chapurreaba
español y les esperaba en una barca muy extraña, estrecha y larga, acompañado
de un hombre de aspecto europeo pero también casi desnudo. La barca era una
curiara, angosta como una canoa pero mucho más larga, que construían vaciando
sin más el tronco de un árbol grande. El resultado era incómodo, pues la manga
superaba muy poco la anchura de los hombros masculinos.
Fueron
acomodándose y ajustando los equipajes. Una vez que los catorce y los dos
tripulantes se encontraban a bordo, las aguas marrones distaban muy pocos
centímetros de la borda. Emprendieron la navegación aguas arriba, empujados por
un motor asmático. Rememorando el ruido de la ciudad, Luis consideró que el
silencio era solemne, un silencio grandioso y palpitante interrumpido de vez en
cuando, a lo lejos, por voces animales que no conocía. Las salpicaduras
saltaban sobre su ropa constantemente, por lo que supuso que llegaría empapado
al pueblo a donde se dirigían.
-Está
muy nublado –comentó uno de los jóvenes, el amigo más íntimo de Leo-. Si
amanece mañana igual, poco vamos a ver del eclipse.
Luis
recuperó la memoria sobre el motivo de la excursión, en el que no había pensado
demasiado los dos últimos días, a causa de las emociones del viaje. Notó que el
eclipse interesaba de veras a sus trece compañeros; sólo podía ver parte de sus
hombros, pues la mayoría iban sentados delante de él, los fue mirando uno a
uno, tratando de identificarlos a pesar de lo poco que podía observar de sus
espaldas, para recordar sus ocupaciones. Todos eran estudiantes, pero salvo Leo
y su amigo, ambos futuros periodistas, los demás cursaban carreras muy
técnicas, y varios, astronomía. Matemáticas era la asignatura más estudiada.
Recorrieron
un tramo del río con algunos rápidos que helaron el ánimo de Luis, hasta
alcanzar de nuevo un curso de aguas más serenas. Con horror, Luis descubrió que
pasaban junto a incontables caimanes que casi rozaban sus hombros, de tan
hundidos que navegaban. Aunque el río no era precisamente un arroyo, los frondosos
árboles llegaban a formar un túnel muy umbroso sobre ellos, por lo que no
advirtieran que se aproximaban al pueblo hasta que el barquero encalló la
curiara en una orilla arenosa. No era exactamente un pueblo, sino un conjunto
de cabañas muy rudimentarias, claramente indígena. Fueron desembarcando para
transportar el equipaje a la gran cabaña dispuesta para ellos. Nadie hablaba
español.
Luis
volvió a maravillarse viendo que varias cabañas lucían el mismo cartel
electoral que él había diseñado, uno junto a la entrada de la especie de
granero donde dormirían. Le divirtió la idea de que el elaborado mensaje
político impreso no podría ser entendido por sus hospederos. Lo que consideraba
afortunado, porque Carlos Andrés Pérez no le gustaba. Lo había visto pocas
veces, nunca a solas; cuando estrechaba su mano, le parecía sentir que tocaba a
un reptil helado. En una ocasión, en San Cristóbal, una ciudad de los Andes
cercana a Cúcuta en Colombia, tuvo que acudir a una fiesta presidida por el
candidato. En Corpa, le decían con
frecuencia que “eres el soltero más deseado de la agencia”; en la fiesta de San
Cristóbal, sus compañeras se empeñaron en emparejarlo con una muchacha
espectacular que había sido Miss Venezuela el año anterior. Mientras bailaban,
cada vez que pasaba cerca de la pareja formada por Carlos Andrés Pérez y su
mujer, Luis detectaba miradas asesinas que le dirigía el candidato. Preocupado
y extrañado, preguntó a sus compañeros qué podía estar pasando.
-Estás
bailando con su amante –le respondieron.
En el
cartel junto a la entrada de la cabaña, la sonrisa de Carlos Andrés Pérez era
una mueca desagradable.
Los
indios les habían preparado un banquete. El plato principal eran hallacas, una
especie de empanada de maíz molido, carne y hortalizas, envuelta en hojas de
banano. Estaban deliciosas, por lo que Luis casi engulló tres, hasta que
alguien mencionó que la carne era de capibara, lo que le hizo escupir lo que
masticaba en ese momento. La carne era estupenda, lejanamente parecida al cerdo,
pero recordó la apariencia de ratas gigantes del animal. No pudo seguir
comiendo, pero a lo largo del día tuvo que hacer de tripas corazón, porque no
había otra clase de carne.
Estaban
tan cansados, que todos se durmieron en seguida, a lo que les ayudó las
generosas dosis de una especie de ron crudo que los indios les ofrecieron. Pero
a Luis lo desvelaron los ronquidos y, en seguida, los rumores que llegan de la
selva. Sonaban toda clase de voces animales y pasaban galopando rozando la
cabaña bestias que parecían corpulentas. Despertó del todo antes del amanecer;
abandonó el jergón que ocupaba junto a Leo y recorrió el poblado, donde ya
había actividad; algunas mujeres despiojaban y peinaban a sus hijos, y muchos
hombres preparaban sus barcas y aperos junto al río, al que llamaban Caura.
Luis no tenía puesto el reloj, pero sabía que el eclipse sería a las nueve; por
la intensidad de la luz, dedujo que la hora se aproximaba; tristemente, el
cielo continuaba nublado.
Despertó
a sus acompañantes, que buscaron un espacio despejado lejos de las fogatas,
para tratar de asistir al eclipse. Era un claro aguas arriba del río, a unos
cien metros del poblado. Sentados, formaron un círculo; cundía el desánimo, por
lo ardua que estaba siendo la excursión sin que pudieran lograr el objetivo,
que era contemplar la plenitud del eclipse. Permanecieron mucho rato callados,
lo que amplificaba el rumor de la selva.
Sin
llegar a ser plomizo, el cielo estaba muy nublado. Meditaba Luis sobre el
fiasco, cuando notó un leve cambio del color de la luz.
-El
eclipse ha comenzado –dijo.
Leo
Reinfeld consultó su reloj
-La
pinga, pana –dijo- Es el minuto exacto en que está anunciado que el eclipse
comience. Sólo ha podido la Luna tapar del Sol una mínima parte. ¿Cómo carajo
te diste cuenta?
Luis
tendía a ruborizarse en determinadas ocasiones y esta fue una de ellas. Los
trece muchachos lo examinaban con expresiones entre perplejas y asombradas.
Pero en ese momento le dio por preguntarse cómo sería el regreso a España.
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