viernes, 21 de junio de 2013

ECLIPSE EN LA SELVA



CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

18- ECLIPSE EN LA SELVA

El primero de los muchos intentos de Luis por recuperar sus raíces españolas ocurrió en 1973. Fue la primera y única vez en su vida que lo echaron de un empleo en publicidad.
Era director de arte de una famosa agencia publicitaria caraqueña llamada CORPA, filial de la estadounidense Ogilvy & Mather. Acababa de cumplir treinta años, pero tenía que usar bigote debido a su aspecto demasiado adolescente, muy inadecuado cuando tenía que presentar campañas y hacerse respetar ante clientes exigentes, incluyendo consejos de administración completos, que iban a invertir millones de bolívares en sus campañas.
En publicidad es muy frecuente que los creativos permanezcan trabajando muy tarde y hasta noches enteras, sin que eso represente nunca el cobro de horas extras, aunque suelen ser altos los salarios. El de Luis lo era, sin exagerar; pero agradecía que la vida le estuviera dando tanto siendo un autodidacto sin formación académica, y por ello trabajaba afanosamente y no protestaba si tenía que velar varias noches consecutivas. Llegaba a su despacho antes de la hora de apertura, porque le asignaban la creación de tantas campañas, que los “briefings” se amontonaban sobre su mesa sin que nunca pareciera mermar el montón. Algunos compañeros le apodaban “hormiguita”, lo que lo sacaba de quicio, porque no le parecía estar haciendo nada especial con producir más que los otros dos directores de arte juntos. Una noche, dos horas más tarde de la de salida, tuvo una discusión con el recién nombrado presidente, un estadounidense.
Muerto el anterior presidente, un prodigioso francés de fascinante biografía, la agencia había vivido una pequeña guerra entre quienes propugnaban por que el nuevo presidente fuera venezolano, concretamente el compositor Chelique Sarabia, y los que preferían que lo nombrase la dirección neoyorquina. Luis llevaba dos años compartiendo grupo creativo con Sarabia (compositor de la famosa canción “Ansiedad”); de tanto compartir, habían brillado juntos en numerosas campañas importantes, convivían en prolongados y divertidos fines de semana con la familia del compositor, y hasta tenían los despachos uno al lado del otro y comunicados, casi en el mismo ambiente. Luis, cuya posición en la agencia se había vuelto imprescindible y en ascenso, consideraba que se entendería bien con Sarabia, lo que facilitaría mucho el abrumador porcentaje de cuentas que atendía creativamente. La tensión, a la espera de la decisión, se prolongó más de un mes, y la mayor parte de la plantilla daba por sentado que el compositor sería el nuevo jefe. Pero Chelique Sarabia no fue nombrado presidente, sino que Nueva York impuso su candidato, un creativo llamado Tony Wear.
Aquella noche, trataban de decidir el argumento y el “story board” de un spot para un cigarrillo nuevo que iban a lanzar. En una secuencia concreta, la cámara llegaba a un macro primer plano del cigarrillo en los labios de un hombre; Luis dibujó el cigarrillo y los labios, dejando el fondo del todo impreciso. Wear se le acercó por detrás y dijo junto a su hombro:
-Luis, quiero que todo el fondo quede bien enfocado y se vea un animado ambiente de discoteca.
Todavía no se usaban en Venezuela las elaboraciones trucadas de montajes, tan frecuentes en la actualidad mediante “cromas” y ordenadores.
-No, Tony –replicó Luis-. Cuando la cámara llegue a este macro primer plano, todo quedará desenfocado.
-Quedará enfocado, porque lo digo yo, que soy el presidente.
Ante un “argumento” tan razonado, Luis calló. Sin responder nada más, se alzó, salió de la habitación y se marchó a su casa a dormir.
A la mañana siguiente, remoloneó un poco en la cama, meditando sobre si acudir o no a la agencia. Pero en este caso sí tendrían un motivo para echarlo, porque la noche anterior no lo hubo al haber salido dos horas más tarde del final de la jornada, de modo que ser encaminó al trabajo. Iba bajo el convencimiento de que sería despedido, porque el trastorno al abandonar el barco debió de ser importante. Calculaba que lo llamarían de administración para entregarle la carta de despido y un cheque por lo que restaba de mes y algo más, como indemnización. Pero no tuvo que esperar; había un sobre encima del escritorio; lo abrió más por curiosidad que otra cosa y se encontró con una seca carta de despedida autografiada por Tony Wear y un cheque por una cantidad que representaba casi un año de sueldo.
Abandonó el local sin despedirse de nadie. Dejó un saludo en una tarjeta sobre el escritorio de Chelique Sarabia y se fue a patinar sobre hielo, en una pista que había en aquella época en el Monte Ávila, tras subir con un teleférico. No paró de cavilar mientras patinaba; cuando sintió hambre y fue vencido por el cansancio, sudoroso, había decidido qué hacer: Volvería por fin a España.
Pero no iba a hacerlo de inmediato. Un grupo de amigos había organizado una excursión al amazónico sur venezolano para contemplar -en la mejor posición anunciada- un eclipse solar que ocurriría el 30 de junio. Llamó a Olga para que fuese gestionando el pasaje sólo de ida a España y se enfrascó en los preparativos de la excursión.
Mantenía una amistad que resultaba estrambótica a los ojos de la mayoría de sus relacionados. Uno de los jóvenes más guapos y famosos del país, Leo Reinfeld, de casi dos metros de altura, era hijo de Graciela, una argentina que conocía desde Buenos Aires. Como Luis residía muy cerca del canal de televisión donde Leo grababa sus telenovelas, Graciela le pidió que permitiera a su hijo dormir a veces en su vivienda cuando terminara muy tarde en el canal, dado que la familia Reinfeld vivía en un lujoso chalet distante más de veinte kilómetros. Leo, de sólo veintiún años, era una de las personas más sociables del mundo; acostumbrado a dormir con frecuencia en la vivienda de Luis, fue considerándola su casa y comenzó a invitar constantemente a sus amistades, incluyendo fiestas de cumpleaños y cosas semejantes, porque el lugar era mucho más accesible que la casa de sus padres. Tal vez por tales favores, Leo fue cobrando gran afecto por el español, a quien veía como una especie de tío postizo, y lo invitaba constantemente a las fiestas de la televisión, a comer y al cine. A veces, caminaban por la calle un gigantón de dos metros junto un hombre 170, lo que hacía que muchas miradas se volvieran a su paso.
El día señalado para la partida de la excursión para ver el eclipse, tras llamarlo Leo Reinfeld por el interfono del portal, Luis se topó al bajar con algo extraordinario. Eran trece jóvenes, todos judíos, y como necesitaban un vehículo donde cupieran los catorce que totalizaban y les sirviera para circular por difíciles caminos polvorientos y senderos selváticos, habían alquilado una enorme camioneta todo terreno que parecía sacada de una película bélica.
Hubo un pensador español que dijo: “Venezuela es el país donde las flores no tienen olor, las mujeres no tienen pudor y los hombres no tienen honor”. Al pensador se le olvidó decir que Venezuela alberga muchos de los paisajes más variados, bellos e insólitos del mundo. Adentrarse en los Llanos es como avanzar hacia un pasado cinematográfico y somnoliento. Lo que es gran parte del año un páramo agobiante, se convierte durante la larga temporada húmeda en pantanos donde llueve sin parar. Se forman lagunas temporales donde abundan unos caimanes que llaman “babas” y, sobre todo, capibaras, roedores parecidos las ratas pero grandes como perros medianos. Cuando el calor va agostando estas lagunas, al reducirse la superficie inundada mientras se multiplican los capibaras como roedores que son, llegan a parecer hervideros con millares de animales estrujados entre sí. Cuentan que si los dejan hasta que la carencia de agua los obliga a desparramarse, llegan a asolar los cultivos y destruir las haciendas, por lo que acostumbran a exterminarlos cada año. Los excursionistas llegaron a una de las lagunas cuando comenzaban a hacerlo. Numerosos hombres situados en la orilla en todo el perímetro, empuñaban palos como mazas; a la señal de un silbato, fueron internándose en el agua y comenzaron a golpear con destreza para destrozar cabezas de capibaras. Aquello se convirtió en una escena tremebunda del apocalipsis; el crujido de cráneos al romperse llegó a ser un estruendo junto con los desesperados y estridentes aullidos animales; las mazas teñidas de rojo chorreante se alzaban junto a rostros en estado hipnótico, hombres que no parecían humanos y que avanzaban como si se encontraran en trance; el agua se volvió completamente roja mucho antes de que la matanza hubiera terminado.

Algunos de los del grupo, Luis entre ellos, no fueron capaces de seguir mirando; pidieron al campesino que los guiaba a caballo que les condujese en seguida hacia los caminos que les dirigirían a las selvas del sur. El campesino, cuyo rostro parecía el de un atezado castellano viejo, les informó de que se encontraban en la hacienda de su propiedad, que tendrían que cruzar de parte a parte hasta encontrar un camino practicable. Le preguntaron con frecuencia cuándo acabarían de atravesar la hacienda y el hombre siempre respondía “pronto, pronto”.
Circulaban entre rebaños ingentes de vacunos como cebúes y millares de caballos con mala traza. A pesar de tratarse de sabanas casi desérticas, las bandadas de pájaros llegaban a cubrir el cielo como toldos multicolores, armando un barullo constante, poco agradable. El calor era sofocante. Veían a lo lejos nubes de polvo que seguramente levantaría el paso de grandes rebaños. Aunque Luis temía la llegada a la selva, anhelaba estar en parajes más frescos, porque el páramo se le antojaba infinito. Decían que el baile más típico de Venezuela, el joropo, había nacido en los Llanos, pero resultaba difícil imaginar que apeteciera bailar algo tan enérgico en un ambiente como aquel, que invitaba a la siesta y la molicie.
Se dice en Caracas que los kilómetros de los Llanos son como leguas. El “pronto, pronto” del guía se repitió centenares de veces durante todo el día. Obligados a circular a la velocidad del trote, tardaron quince horas en atravesar la hacienda de aquel campesino que parecía muy modesto, aunque fuese el terrateniente más grande que Luis podía imaginar.
Uno de los últimos cometidos de Luis en la agencia CORPA había sido intervenciones ocasionales en la campaña publicitaria para la elección presidencial de Carlos Andrés Pérez. La transición entre los Llanos y la lujuriante selva fue abrupta. De repente, se encontraron circulando por caminos muy embarrados, con tramos impracticables. La primera gran sorpresa de Luis fue toparse con un cartel de Carlos Andrés Pérez que él había diseñado, clavado en un árbol que apenas emergía de la jungla verdinegra.
Montaron el pequeño campamento antes de adentrarse del todo en la selva. Les habían prohibido que encendieran fuego, porque todavía no había empezado la temporada de lluvia, de modo que cayeron rendidos a dormir en los sacos, sin apenas cruzar palabra. Fue como dormir en el limbo. Comenzaba débilmente el alba cuando Luis despertó. El silencio era tan completo, que sintió como si se hubiese quedado sordo. Despertó a los demás y en seguida se organizaron. Tras varias horas circulando por caminos que la hierba difuminaba, llegaron a la orilla de un río de aguas amarronadas y turbulentas. Leo Reinfeld miró a Luis de reojo, diciéndole con ironía:

-¿Has tenido bastante aventura o te apetece tenerla de veras?
Luis no respondió. Comprendió que llegaba el momento en que para los demás, todos nacidos en Venezuela, comenzaba de verdad la epopeya, y Leo le advertía de que la excursión iba a ser más difícil a partir de ese momento. Llegaron a un claro donde los caminos desaparecían, por lo que tuvieron que abandonar la camioneta y cargar los equipajes, caminando un par de cientos de metros a través de senderos desdibujados por la maleza, hasta encontrar al guía nativo que habían contratado desde Caracas. Era rechoncho, estaba desnudo, sólo chapurreaba español y les esperaba en una barca muy extraña, estrecha y larga, acompañado de un hombre de aspecto europeo pero también casi desnudo. La barca era una curiara, angosta como una canoa pero mucho más larga, que construían vaciando sin más el tronco de un árbol grande. El resultado era incómodo, pues la manga superaba muy poco la anchura de los hombros masculinos.
Fueron acomodándose y ajustando los equipajes. Una vez que los catorce y los dos tripulantes se encontraban a bordo, las aguas marrones distaban muy pocos centímetros de la borda. Emprendieron la navegación aguas arriba, empujados por un motor asmático. Rememorando el ruido de la ciudad, Luis consideró que el silencio era solemne, un silencio grandioso y palpitante interrumpido de vez en cuando, a lo lejos, por voces animales que no conocía. Las salpicaduras saltaban sobre su ropa constantemente, por lo que supuso que llegaría empapado al pueblo a donde se dirigían.
-Está muy nublado –comentó uno de los jóvenes, el amigo más íntimo de Leo-. Si amanece mañana igual, poco vamos a ver del eclipse.
Luis recuperó la memoria sobre el motivo de la excursión, en el que no había pensado demasiado los dos últimos días, a causa de las emociones del viaje. Notó que el eclipse interesaba de veras a sus trece compañeros; sólo podía ver parte de sus hombros, pues la mayoría iban sentados delante de él, los fue mirando uno a uno, tratando de identificarlos a pesar de lo poco que podía observar de sus espaldas, para recordar sus ocupaciones. Todos eran estudiantes, pero salvo Leo y su amigo, ambos futuros periodistas, los demás cursaban carreras muy técnicas, y varios, astronomía. Matemáticas era la asignatura más estudiada.

Recorrieron un tramo del río con algunos rápidos que helaron el ánimo de Luis, hasta alcanzar de nuevo un curso de aguas más serenas. Con horror, Luis descubrió que pasaban junto a incontables caimanes que casi rozaban sus hombros, de tan hundidos que navegaban. Aunque el río no era precisamente un arroyo, los frondosos árboles llegaban a formar un túnel muy umbroso sobre ellos, por lo que no advirtieran que se aproximaban al pueblo hasta que el barquero encalló la curiara en una orilla arenosa. No era exactamente un pueblo, sino un conjunto de cabañas muy rudimentarias, claramente indígena. Fueron desembarcando para transportar el equipaje a la gran cabaña dispuesta para ellos. Nadie hablaba español.

Luis volvió a maravillarse viendo que varias cabañas lucían el mismo cartel electoral que él había diseñado, uno junto a la entrada de la especie de granero donde dormirían. Le divirtió la idea de que el elaborado mensaje político impreso no podría ser entendido por sus hospederos. Lo que consideraba afortunado, porque Carlos Andrés Pérez no le gustaba. Lo había visto pocas veces, nunca a solas; cuando estrechaba su mano, le parecía sentir que tocaba a un reptil helado. En una ocasión, en San Cristóbal, una ciudad de los Andes cercana a Cúcuta en Colombia, tuvo que acudir a una fiesta presidida por el candidato. En Corpa, le decían  con frecuencia que “eres el soltero más deseado de la agencia”; en la fiesta de San Cristóbal, sus compañeras se empeñaron en emparejarlo con una muchacha espectacular que había sido Miss Venezuela el año anterior. Mientras bailaban, cada vez que pasaba cerca de la pareja formada por Carlos Andrés Pérez y su mujer, Luis detectaba miradas asesinas que le dirigía el candidato. Preocupado y extrañado, preguntó a sus compañeros qué podía estar pasando.
-Estás bailando con su amante –le respondieron.
En el cartel junto a la entrada de la cabaña, la sonrisa de Carlos Andrés Pérez era una mueca desagradable.
Los indios les habían preparado un banquete. El plato principal eran hallacas, una especie de empanada de maíz molido, carne y hortalizas, envuelta en hojas de banano. Estaban deliciosas, por lo que Luis casi engulló tres, hasta que alguien mencionó que la carne era de capibara, lo que le hizo escupir lo que masticaba en ese momento. La carne era estupenda, lejanamente parecida al cerdo, pero recordó la apariencia de ratas gigantes del animal. No pudo seguir comiendo, pero a lo largo del día tuvo que hacer de tripas corazón, porque no había otra clase de carne.
Estaban tan cansados, que todos se durmieron en seguida, a lo que les ayudó las generosas dosis de una especie de ron crudo que los indios les ofrecieron. Pero a Luis lo desvelaron los ronquidos y, en seguida, los rumores que llegan de la selva. Sonaban toda clase de voces animales y pasaban galopando rozando la cabaña bestias que parecían corpulentas. Despertó del todo antes del amanecer; abandonó el jergón que ocupaba junto a Leo y recorrió el poblado, donde ya había actividad; algunas mujeres despiojaban y peinaban a sus hijos, y muchos hombres preparaban sus barcas y aperos junto al río, al que llamaban Caura. Luis no tenía puesto el reloj, pero sabía que el eclipse sería a las nueve; por la intensidad de la luz, dedujo que la hora se aproximaba; tristemente, el cielo continuaba nublado.
Despertó a sus acompañantes, que buscaron un espacio despejado lejos de las fogatas, para tratar de asistir al eclipse. Era un claro aguas arriba del río, a unos cien metros del poblado. Sentados, formaron un círculo; cundía el desánimo, por lo ardua que estaba siendo la excursión sin que pudieran lograr el objetivo, que era contemplar la plenitud del eclipse. Permanecieron mucho rato callados, lo que amplificaba el rumor de la selva.
Sin llegar a ser plomizo, el cielo estaba muy nublado. Meditaba Luis sobre el fiasco, cuando notó un leve cambio del color de la luz.
-El eclipse ha comenzado –dijo.
Leo Reinfeld consultó su reloj
-La pinga, pana –dijo- Es el minuto exacto en que está anunciado que el eclipse comience. Sólo ha podido la Luna tapar del Sol una mínima parte. ¿Cómo carajo te diste cuenta?

Luis tendía a ruborizarse en determinadas ocasiones y esta fue una de ellas. Los trece muchachos lo examinaban con expresiones entre perplejas y asombradas. Pero en ese momento le dio por preguntarse cómo sería el regreso a España. 

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