sábado, 5 de febrero de 2011

LOS TERCIOS DE OMAR CANDELA

Los Tercios de Omar Candela


TERCIO DE SUEÑOS


I – CAPEA

Don Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama le acusaba de cobarde por perder el resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría, algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes rarezas:
-Escucha, niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y, sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora el tráfico tenía mandanga.
Aunque ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el mogollón de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el apoderado le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un morlaco de quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de diferente entre como hablaban los actores del escenario y su modo de expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado por el protagonista, al que le daba igual follarse a una duquesa que a una mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos de cientos de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando con valentía el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni la mitad de fieros que los toros.
A su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo, percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en "invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas sino volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse en seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera, carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A las tías?
-¡A los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones con la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué quieres decir?
-Que si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte? ¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me cobran por dejarte torear?
-¡Es que me dan unos meneos!
El Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio. Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto, Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a encontrar una solución.
-¿No te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te puede pasar con una puta.
-Siempre llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y un montón de cosas más.
-¡Don Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de orejas y rabo.
Condujo el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles cuadriculadas donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro barras americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo tanto, debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a Omarito, que de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño corriera a su encuentro.
-¿Me vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo... don Manuel...
El Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las mejillas de Omar.
-Así que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo. ¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está jamón!
-¡A ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja! Creo que esa muchacha está sana, pero de todos modos enfúndate el condón hasta los huevos y no la besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella que se quede hora y media contigo, ¿vale?
Omar asintió, todavía con la cara encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba sus jadeos de anticipación. Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse hacia el reservado empujado por la chica de alterne que iba a darle la alternativa. Ojalá que eso mejorara su disposición para la otra alternativa, la que de veras importaba, porque si Omarito no cambiaba de manera significativa, iba a tener que hacer de tripas corazón y reconocer de una vez por todas que se había equivocado. Omar no constituía una rareza, porque todos los que se enfrentaban a un toro tenían miedo; el secreto era solaparlo con resolución, cosa de la que el muchacho parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es hijo tuyo? -le preguntó la camarera, para huir del aburrimiento, puesto que todavía no había sonado la medianoche, hora a la que acudían los fugitivos de las sacrosantas alcobas del tedio.
-No -respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya! ¿Qué es, boxeador?
-¿Lo dices por lo fuerte que es? Mejor sería que pensara en dedicarse a dar hostias, porque, por como van las cosas, tiene menos porvenir con los toros que la baca de un coche.
La camarera sonrió.
-O sea, que no tiene cojones...
-Si te refieres a los de carne, está bien despachao; pero si hablas de los metafóricos...
-Sin embargo, tiene una pinta...
Sí, se dijo el Cañita; lo de la pinta no se podía negar. Sería una pena tener que abandonarlo a su suerte de hortelano, porque desde Ordóñez y Paquirri no había visto nunca a nadie con mejor planta torera. Se preguntó si, a la hora de la verdad, no le paralizaría el miedo también al encontrarse a solas con la prostituta.
Tras encerrarse en el cuarto, la muchacha sintió algo de temor. El joven, casi un niño, guapo como un figurín, parecía trastornado. Notaba el temblor de sus hombros y manos, el aleteo de su nariz, sus jadeos y el brillo febril de sus ojos. Una de dos; o se trataba de un loco a punto de darle un ataque epiléptico o era un debutante. Se decidió por esta última posibilidad, confiando que el abuelo que la había contratado le habría advertido si tenía que vérselas con una cosa rara. Tras bajarse la minifalda elástica y los pantys, todavía con una ligera inquietud que la obligaba a permanecer en guardia, se acercó al muchacho y fue a desabrocharle la camisa, pero cuando le puso la mano en el pecho, él soltó un bufido, se le doblaron las piernas, jadeó entre juramentos y se le pusieron los ojos en blanco.
-Joder, niño, ¿eres Johnie el rápido? -preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a quitarse el slip enfangado.
-No, soy Omar, el lechero. Túmbate ahí... ¡a ver!
-Pues si tú eres lechero, yo soy la vaca que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo Nancy... vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente, sus temblores y convulsiones eran los de un debutante, el chico no era peligroso. Recuperado el dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose ensayada, en imitación de una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el bolso; la pierna izquierda flexionada de modo que resaltase la curva de la cadera, que sabía que podía presumir de ella; el hombro derecho alzado y la mano izquierda tras la nuca, con el brazo doblado; era la pose que mejor resaltaba los pechos, todavía turgentes pero un poco demasiado voluminosos como para que permanecieran erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el volumen de la sedosa vulva emergía incitador. Vio que, tras un sorprendentemente corto desfallecimiento, el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye -bromeó la muchacha-, se ve que todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya herramienta!
-¡A ver! ¿Quieres que te apriete el tornillo?
-Pon la directa. Demuestra lo que sabes hacer con la palanca de cambio.
Omar Candela saltó hacia ella y, tras obligarle la rubia a enfundarse el preservativo, en el momento que comenzaba a invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño, pareces una traca valenciana!
-Pero todavía me quedan cohetes -se jactó Omar.
Mas no hay petulancia que pueda violentar la Naturaleza. Nancy miró con preocupación el reloj, habían pasado veintitrés minutos y, a pesar de que el padre o abuelo del muchacho la había contratado para hora y media, había entrado en la habitación convencida de poder saciar al chico del todo en media hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita de un cliente muy generoso que la madrugada anterior le había prometido volver esta noche al bar. Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin posibilidad de reanimación, aunque no paraba de acariciarle el interior de los muslos, el pecho y el escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros mometos, Nancy contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la suavidad casi femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el vigor de una masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses, sería arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y, por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate -pidió.
Omar obedeció. Se alzó sobre la cama para quedar de rodillas, con los muslos algo abiertos a fin de mantener el equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se llamaría en realidad, era una hembra casi como las de las revistas que usaba para encerrarse en el baño. Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no le molestaba, sino todo lo contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se flexionó para acercar la cabeza a su ombligo, los pechos parecían enormes y los pezones daban la impresión de estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos, duros como bellotas. Sentía ganas de morderlos, pero ella no le permitió intentarlo. Nancy estaba recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el ombligo hasta las ingles, dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo que parecía haber muerto, comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-, visto tan de cerca, esto no es una palanca de cambio, sino un tubo de escape". Retrajo el prepucio para facilitar la caricia, endureció y aguzó la lengua para recorrerle el canal del bálano y trató de penetrar la uretra, mientras aferraba con la mano derecha toda la bolsa escrotal y acariciaba con la izquierda el prominente monte del perineo. Para entonces, la sangre volvía a fluir a borbotones, flujo que se aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como que saboreaba un polo de vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de su boca, al soltarlo los labios, dio un brinco y batió de manera audible contra el vientre de Omar.
-¿Podrás aguantar un poco ahora? -preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy a punto -respondió Omar.
-Resiste -pidió ella y le dio una palmada en el glande para contener y retrasar el estallido-. Ven aquí y no te muevas. Déjame hacer a mí.
Abandonado, Omar se tendió sobre ella, que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó una sacudida, pero Nancy lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura, alzando la pelvis hacia él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola, una estocada por la que podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior de la rubia, una textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía que descargar, no podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la cintura por detrás, y de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio, despacio -murmuró Nancy-, sin violencia. No golpees con las caderas, múevete sólo un poco a un lado y otro. Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un poco más fuerte... ¡Ahora! ¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar sintió que el cuerpo de Nancy perdía momentáneamente fuerza, laxo, como si estuviera a punto de desmayarse, mientras veía con claridad cómo temblaba su pecho con la piel erizada. Entonces escuchó el grito, o los gritos. Igual que si hubiera enloquecido, la muchacha, sin parar de gritar, gemir y gritar de nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas, espasmos que le hicieron mover las caderas y golpearle impacientemente con la vulva que encerraba su miembro.
En tal momento, tuvo la cuarta eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era la primera vez que lo hacía en sus diecisiete años. Era como si una potente bomba de succión absorbiera sus fluídos, como si algo poderosísimo tratara de vaciar todo su interior y volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su voluntad, su garganta emitió un ronco rugido que se acompasó con los gritos que ella continuaba dando.
Tras lo que parecía haber durado horas y horas por su intensidad, el chico se abandonó, relajado. Esto sí era placer. Jamás volvería a encerrarse en el baño con una revista ni lo otro en la mano. Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando iniciaban en el coche el regreso a Cártama:
-Ya no volveré a pajearme en mi vida. Esto sí que...
-Bueno, chiquillo, espero que la experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en un hombre de una vez. Hoy te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que yo también tenga una alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en Alcázar de San Juan, te arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo de don Juan Tenorio? No creo. Bueno, a lo mejor... Zorrilla se basó en otro drama teatral más antiguo, "El burlador de Sevilla", escrito en el siglo XVI por un cura que se llamaba Tirso de Molina, que creo que se inspiró en una leyenda que contaban en la corte, un tío capaz de llevarse a la cama a media humanidad, basada en un personje real, un tal Villamediana, que daba a entender que se había acostao con la reina.
-¿Puede ser que un tío folle de verdad tanto como él?
-No sé qué decirte, niño. De toas maneras, hay quien dice que un hombre que cambia tanto de mujer, es porque no es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que pudiera ser un poquillo mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un tío como ese, maricón? ¡A ver! No me lo creo.
-No lo crees porque tienes diecisiete años y te empalmas con una mirada. Lo grave sería que a los treinta siguieras igual, follando cá noche con una diferente.
-O con dos.
-¡Niño!
-Yo no sé lo que pensaré a los treinta, pero ahora lo que quiero es repetir lo de esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú, encuentra tu sitio en los ruedos, échale cojones, y vas a ver que tienes más oportunidades que Jesulín.
-Lo que yo quiero es imitar a ese don Juan. ¡A ver!
-Pues a ver si te arrimas.





SUBIDO








II- Burladero

Volvían de Alcázar de San Juan con mucha pena y ninguna gloria. La pena de los pitos y los seis avisos, reforzada por el dolor del puntazo que el bicho le había endiñado en la cadera, y la gloria de cuatro meses de anhelos, preparativos y esperas, junto con otros siete meses de novilladas donde no cobraba, desvanecida por el atronador vendaval de los abucheos y la lluvia de almohadillas.
Embrujado por el sueño ansioso de emular a su dios, que ya no era Jesulín sino don Juan, toda su pasión eran las mujeres. Como el dolor agudo de la cadera y las magulladuras de su orgullo no le nublaban la vista, en cuando se acomodó en el departamento del tren, Omar se enamoró con la misma fuerza que se enamoraba dos o tres veces por semana desde lo de la Nancy. La adolescente sentada frente a él, al lado de quien no podía ser más que una tía soltera, brillaba como una ondina del Pisuerga, con su melena castaño claro de colegiala y un nosequé en la mirada que puso a hervir la sangre del novillero.
-Contente, niño -le dijo al oído el Cañita.
-Es que ya ve usted cómo está la niña, don Manuel.
-Sí, Omarito, que sí, que no soy miope. Pero tú, al toro, que es lo tuyo, porque ya ves la cara de la sargenta.
La sargenta era la supuesta tía solterona, que lo era en efecto. Soltera por propia voluntad, ya que había descubierto las ventajas de su estado antes de pillarse los dedos de la frustración con un casamiento vallisoletano destinado a consagrar el dicho de "la mujer en casa y con la pata quebrada". Había disfrutado la vida con inteligencia y sin complejos y ello le había dotado de un humor en estado de gracia permanente, que escondía tras la dureza de su expresión de funcionaria del grado veintisiete.
-A ese chico está a punto de darle un patatús por ti, Marisa -susurró al oído de su sobrina.
-¡Pues qué bien! -exclamó ésta con desdén.
-No está nada mal.
-¡Es un crío!
-Y tú... ¿qué eres?
Emprendieron la travesía de La Mancha, dibujándose en las ventanillas el paisaje plano circunstancialmente verde de viñedos y aulagas, que cuando llegase el verano se convertiría en el océano de cuero descrito por Neruda. En cualquier tiempo, era un ondulado y grandioso mar mesetario que metía en los sentidos remembranzas quijotescas. Cuando el tren hubo alcanzado la velocidad de crucero, Manolo el Cañita observó el hervor de la dura carne adolescente de su pupilo, llegando a la conclusión de que Omarito tenía que desahogarse o le iba a costar el asunto otra semana de pataletas y caras largas, y más duros de los que le habían costado durante el invierno las repeticiones de la "noche con la Nancy", como la denominaba el novillero. De modo que urdió:
-Mira, niño; hazte el simpático con la chiquilla, que yo distraeré a la sargenta. A ver si puedo llevármela al vagón restaurante pa entretenerla con la conversación... y tú, ya sabes, al toro...
Entre tanto, viéndolos venir, la tía murmuró a su sobrina:
-El viejo va a tratar de engatusarme para que te deje sola con el chico.
-¡Ni hablar! Yo no me quedaría a solas con él ni amarrada. ¿No ves sus ojos y el aleteo de su nariz? Es un psicópata.
-No es peligroso, te lo aseguro. Se trata de locura hormonal transitoria, pero todavía es locura infantil y no tiene experiencia de forzar el arrebato. Míralo, está tan perdido, que bastaría un empujoncito para que se echara a llorar, pero el abuelo está maquinando la manera de que os quedéis solos. Escúchame con atención...
Empleó varios minutos en detallar el plan.
El Cañita, dotado de una verborrea fácil, entabló conversación con las dos, dando al novillero todas las ocasiones de meter baza que podía, aunque la facilidad de palabra no fuese la principal virtud del futuro matador por mucho que deseara emular a don Juan. Resaltó el apoderado con dramatismo el revolcón que Omar había sufrido y exageró hasta lo inverosímil los dolores que padecía. Tras casi una hora de charla, dijo:
-Que me parece a mí que me tomaría un cafecito. Como el niño no puede ni moverse, tendría que ir yo a traerle su vaso de leche calentita. ¿Puedo invitarla?
Lógicamente, la invitación iba dirigida sólo a la tía. Con inesperada prontitud, ésta respondió que sí y salieron los dos mayores rumbo al coche restaurante. A solas con Marisa, Omar perdió la escasa elocuencia que le quedaba, puesto que no sabía qué decir a una mujer con la que no hubiera por medio un trato monetario, y menos si era una muchacha "decente". Aventajada alumna de su tía, la chica inició la conversación:
-¿Es verdad que te duele tanto?
-Bueno...
-Pobrecito. ¡Qué pena! ¿Has tomado algún calmante?
-Bueno... las pastillas no me molan. Lo único que me aliviaría es un buen masaje. Si tú...
-¿Qué?
-Es que me duele mucho, de verdad.
Marisa sonrió con beatitud. ¿Cómo podían ser los chicos tan transparentes? Este andaluz, el primero con quien tenía oportunidad de hablar, antes, incluso, de las anheladas vacaciones de Semana Santa en Málaga, era bastante atractivo, muy sensual, pero su tía tenía razón: a pesar de que era un verdadero tarugo, parecía un tarugo arrastrado sin voluntad por la corriente de un río. El chico le gustaba físicamente, pero intuía que no sería capaz de mantener una conversación de más de dos minutos. ¡Qué aburrimiento! Recordó el plan.
-Tú quieres que te dé un masaje...
-Si tú...
-Sí, hombre, ¿por qué no? El año pasado estuve de voluntaria en la Cruz Roja y algo aprendí. ¿Dónde quieres que te lo dé?
-Aquí, en el costado y la cadera.
-Bájate los pantalones.
-¿Seguro?
-¿Tienes miedo?
-¿Miedo, yo? ¡A ver!
Dicho y hecho. Omar Candela, con la sangre haciéndole honor al apellido, comenzó a aflojarse el cinturón. Aseguran los muy viajados que el vaivén del tren es un afrodisíaco extraordinario, así que como llevaba más de una hora mecido por el vaivén, Omarito iba más preparado para la faena que cuando hizo el paseíllo en Alcázar de San Juan, lo que dificultaba el acto de bajarse el pantalón. Habían pasado cuatro meses desde la "noche de la Nancy" y ya sabía retardar todo lo que era conveniente retardar, pero lo que no tenía remedio era la alzada instantánea de la bandera cuando tenía enfrente a quien rendirle honores.
-Venga, chico -alentó Marisa-. ¿O es que te da vergüenza?
-¿Vergüenza, yo? ¡A ver!
El novillero encogió las piernas, empujó las nalgas hacia atrás y trató de no sentirse en evidencia embozando todo lo posible la rebeldía metálica de su órgano, mientras deslizaba hasta el suelo el ajustado vaquero. Al quedar en calzoncillos ante la muchacha, sabía por el ardor que tenía rojas las mejillas.
-Échate boca abajo -ordenó Marisa, muy en su papel de terapeuta.
Omar acató la orden, tendiéndose a lo largo del asiento. Se sentía muy indefenso, sometido por completo a la voluntad de la muchacha. Calculó lo que iba a hacer: en cuanto se le pasara el sofoco, una vez que consiguiera recobrarse, cuando la chica estuviera tocándolo daría media vuelta, exhibiría el esplendor de su joya y devolvería masaje por masaje, que bueno era él, a ver. Aunque soñaba arrebatado por la inminencia del comienzo de su carrera de donjuán capaz de conquistar a una mujer que no le pidiera dinero, lo que acabaría con el insatisfactorio rosario de polvos mercantilistas del invierno pasado, estaba dispuesto a tratar a Marisa con una gentileza semejante a la de don Juan, que aún no sabía como se ejercía. En todo caso, la vallisoletana iba a asombrarse de lo que era capaz un digno émulo de Tenorio.
-Oye, así no valdría de nada el masaje -dijo Marisa, todavía de pie y sin haberle tocado aún-. Sería mejor que te quitaras los zapatos y que te bajaras también el calzoncillo.
-¿Tú crees? -preguntó Omar, sin acabar de tenerlas todas consigo-. ¿Y si pasara alguien por el corredor?
-No te preocupes, hombre, ya he echado las cortinas. No tengas miedo.
-¿Miedo, yo? ¡ A ver!.
Sin abandonar la posición boca abajo, Omar se aflojó los cordones de los tenis, quitóse los calcetines preguntándose con angustia si no olerían mal y se bajó el calzoncillo hasta las pantorrillas. Mientras, Marisa trasteaba en el bolso de su tía. Una vez que el cuerpo del muchacho se le ofreció en su completa desnudez, ella acarició su cintura levemente, apenas con las uñas de la mano izquierda, lo justo para que Omar se abandonara al placer y no advirtiera lo que estaba haciendo con la derecha. Cuando hubo terminado, y con el pantalón vaquero sujeto bajo la axila izquierda, Marisa aferró con decisión el calzoncillo situado en las pantorillas y acabó de bajarlos, apoderándose de él. Con pantalón y calzoncillo en sus manos, descorrió la cortina, abrió la puerta a tope y salió al pasillo. Como Omarito era incapaz de enderezarse para mostrarse desnudo, y mucho menos en su estado, permaneció exhibiendo los cuartos traseros hasta que, quince minutos después, oyó las carcajadas del Cañita y la tía solterona.
-¿De veras quieres que te follen? -preguntó el apoderado ahogado por las risas.
-¿Qué dice usted, don Manuel?
-Eso es lo que está escrito en tu culo con carmín: "Folladme".
Tras las risas de la pareja, sonaron también las de Marisa. Manolo el Cañita ayudó a su pupilo, sin cambiar de postura, a ponerse los calzoncillos y los pantalones. Cuando pudo sentarse, mientras se calzaba los tenis, Omar se sentía tan humillado que no era capaz de mirar a la cara a las dos mujeres. Sabía que tenía las mejillas encendidas y notaba acuosos los ojos, capaces, los muy puñeteros, de ponerse a soltar lágrimas. El apoderado comprendió que tenía que acudir en su auxilio, tratando de hacerle olvidar el incidente.
-¿Van ustedes a Málaga? -preguntó.
-Sí. Pasaremos allí la Semana Santa -informó la tía.
-Yo soy cofrade de la Zamarrilla. Tienen que venir a verme en la procesión.
-¿A verlo? -ironizó Marisa-. ¿No llevará usted un capirote?
-Sí, pero yo las veré a ustedes y llamaré su atención. Me sobran dos abonos de la tribuna de la Alameda, que les puedo regalar los días que quieran.
-Hombre, eso nos vendría de perlas -afirmó la tía-. Y tú -dirigíase a Omar-, ¿no sales de procesión?
-¡Que va! -fue lo único que el novillero encontró ánimos para decir.
-Debe recuperarse del puntazo y entrenar un poco -comentó el Cañita-. Tenemos una novillá en Vélez el domingo de Resurrección. ¿Estarán todavía en Málaga?
-Pudiera ser.
Omar consiguió reunir coraje para mirar a Marisa, porque sabía que ella tenía los ojos vueltos hacia el paisaje. Vaya con la niña. Le había hecho pasar un sofocón mayor que el de Alcázar de San Juan, pero eso no podía quedar así. Menudo era él. El puntazo le dolía de verdad, pero todavía le dolía más la herida de su orgullo. Marisa era guapa como para volverse majara por ella; nariz breve pero no respingona, ojos de color caramelo, melena lisa casi rubia, un talle de pasarela y una boca que decía "muérdeme". Esa niña que hablaba tan finolis iba a ver.
En cuanto se detuvo el tren y se despidieron de las dos mujeres, Omar urgió a su apoderado:
-Don Manuel, si no descargo el queso, esta noche me da un patatús.
-Pues allá vamos. ¿La Nancy?
Omar asintió.

-¡Qué risa! -exclamó Isabel Gámez, una vez que se acomodó en el taxi al lado de su sobrina.
-Ha sido divertido.
-¿A dónde queréis ustedes ir? -preguntó el taxista.
-Al hotel Las Vegas -respondió Isabel.
-Al final, el chico me ha dado un poco de pena -confesó Marisa.
-Sí. Le has deshecho el orgullo para una temporada.
-¿Tú crees? ¿No le afectará eso cuando tenga que torear el domingo?
-¿Te preocupa? ¡No me digas que te gusta, a pesar de todo!
-No, qué va. Sólo me preocupa que tenga un percance por mi culpa.
-Pero te gusta.
-No -el tono de Marisa era cortante.
-Yo creo que está muy bien. Es guapísimo.
-Pues si vieras...
-Lo he visto -confirmó la tía.
-Pues ya ves.
-No es que yo haya estado con muchos hombres desnudos, pero alguno que otro, sí. Te digo que lo de ese muchacho no es normal.
-¿Te refieres a....?
-Sí, pero no sólo a eso. Es difícil que haya un cuerpo de hombre más sensual.
-Los toreros... ya se sabe.
-Sí, pero los hay patizambos, cargados de espaldas, con piernas canijas, cuellicortos... Lo que pasa es que el traje de luces favorece muchísimo y convierte en figurines a los patanes más desgarbados. Y acuérdate, Marisa, de que a Omar no lo hemos visto con el traje de luces, sino a pelo. Puedes tener la seguridad de que se sale de lo corriente.
-Es una lástima que sea tan tarugo.
-Sí. Pero habrá que ver cómo sería si llegara a triunfar en el toreo. ¿No has escuchado nunca entrevistar a un torero en la radio? Todos se expresan estupendamente, sea cual sea su acento. Yo creo que también los entrenan en eso, en desenvoltura. Si este Omarito triunfara, llegaría a ser un bombón. Creo que no nos conviene perderlo de vista. Iremos a ver la procesión de la Zamarrilla.



SUBIDO











III- Altar de estampas

Varios de los cofrades de la Hermandad de Zamarrilla eran grandes aficionados a los toros. Gracias a ellos había nacido la devoción procesional de Manuel Rodríguez el Cañita.
-¿Cómo va ese pupilo tuyo, Manolo? -le preguntó, mientras se apretaba el cíngulo de la túnica de nazareno, Álvaro García, un boticario que aspiraba a convertirse en hermano mayor de la hermandad.
-No sé qué pensar -respondió el Cañita, con ganas, aunque todavía no estaba vestido del todo, de encajarse el capirote con objeto de que su amigo no advirtiera su expresión de cabreo.
-Te vas a quedar sin un duro con ese cagueta, Manolo. Yo que tú, lo mandaba a la gran puñeta, porque es imposible sacar de donde no hay.
-Eres un exagerao, Álvaro. Omarito todavía es un niño y es natural que tenga un poquitillo de miedo...
-¿Un poquitillo? Tós los amigos de la peña hacen apuestas, a ver cuánto vamos a tardar en verlo cagarse, literalmente, en la taleguilla, en medio de la plaza de toros. Mira, Manolo, por tu santa que está en la gloria, que te vas a ver pidiendo limosna como sigas persiguiendo el imposible de convertir a ese manúo en torero.
El Cañita recordó con ternura a su mujer, muerta nueve años atrás. Ella había sido una muralla insuperable contra su afición taurina, una muralla de cordura que se había opuesto a todos sus intentos de patrocinar a los mocitos en quienes creía descubrir facultades toreras. Muerta Carmela, y conseguida a continuación la jubilación, la afición se había transformado en una obsesión de la que creyó liberarse cuando conoció a Omar Candela. Aquel día, hacía un año, le pareció estar ante alguien que podía convertirse en una leyenda si se le ayudaba. ¿Habría sufrido un espejismo? ¿Estaba a punto de arruinarse por una quimera?
Dio la espalda a Álvaro y se encajó el capirote, como si con ello contrarrestara la tentación de rendirse ante Álvaro, lo que demostraría mucho más sentido común que continuar esperando que Omar actuase algún día con un valor del que carecía. A través de los agujeros del terciopelo rojo, alzó la mirada hacia la imagen de la Virgen de la Amargura-Zamarrilla. Tenía que acordarse de llevar una estampa y obligar al novillero a encomendarse a Ella antes de todos los paseíllos.




























IV - Clamores

-Las vallisoletanas vendrán a Vélez -anunció el Cañita a su pupilo al emprender el viaje.
-¿A verme torear?
-Torear o... lo que vayas a hacer. Porque, mira, Omarito, ya empiezas a salirme más caro que un hijo poeta. Tienes hechuras de torero, sabes mover con gracia el capote y la muleta, pero, niño, es que se te huele el pánico desde las andanadas de gallinero. Esfuérzate un poco, chiquillo, que esto no es toreo de salón sino una pelea a muerte.
-¿Marisa va a verme torear?
-Si no se pierden ella y su tía por el camino...
No consiguió localizarlas durante el paseíllo, aunque el Cañita le había dicho que estaban en la contrabarrera del tendido cinco. Como era nuevo en la plaza, estarían los aficionados examinándolo con rayos X y, para colmo, había una guiri en la barrera del tendido uno, una nórdica despampanante con unas tetas que ni las campanas de la ermita de los Remedios, que se relamió los labios con la mirada fija en su paquete, lo que impulsó instantáneamente el contenido hasta la vertical. Y el Cañita no había tenido otra ocurrencia que elegir el terno blanco, que marcaba hasta los granos. La había armado. Y ahora, ¿qué? No tenía ánimos para esconderse a descargar; los nervios por la erección evidentísima se sumarían a los causados por aquel marrajo de mirada aviesa. Escuchó algunas risitas; sabía a qué se debían.
-¡Viva el salchichón de la Hoya! -aclamó un bromista.
-¿Salchichón de la Hoya? -ironizó otro-. ¡Eso es mortadela italiana!
Sonaron carcajadas. Si fallaba también hoy, no iba a volver a vestir una taleguilla en su vida. Aferró el capote bajo la barbilla y, con más rabia de la que nuca había sentido, salió en busca del toro con determinación pero con pasos poco seguros. Le temblaban las piernas, el sudor bajaba en torrentes por sus ingles volviendo transparente el blanco del vestido, sentía una punzada en la nuca, algo como una pinza le quitaba el aliento y el corazón le latía a doscientos. Pero todo ello lo causaba algo distinto de lo de otras tardes. No era sólo el miedo, ahora sentía rabia, furor, frustración, ira, ganas de matar a alguien. Como un sonámbulo, extendió el capote y el toro pasó bajo una revolera. Algo que no eran risas sonó ahora en los tendidos. No lo podía creer. ¡Eran olés! Se ajustó la montera, que el vuelo del capote le había ladeado, y echó a correr tras el cornúpeta para tratar de reproducir todas las fotografías de Ordóñez que había visto en el Museo Taurino de Málaga. Cuando los clarines anunciaron el cambio de tercio, la plaza era un clamor. Aplaudieron mucho al compañero que entró al quite en el tercio de varas, pero no se podía comparar con las aclamaciones que le habían dedicado a él. Tenía que banderillear. Todavía no había localizado a las vallisoletanas, para ofrecerle a Marisa un par de banderillas, puesto que el primer toro no se lo podía brindar, ya que, al ser debutante, lo usual era que se lo brindara al respetable, y la guiri tetuda continuaba con el juego de relamerse cada vez que sus ojos se cruzaban con los de ella, de modo que toda la plaza conocía ya al detalle el calibre que se gastaba.
Trató de recordar lo que había ensayado en imitación de Víctor Mendes. Aferró las dos banderillas con ambas manos y fue despacio al encuentro del toro, contoneándose, casi girando el torso a izquierda y derecha. Vio de reojo que el burel arrancaba la carrera en su dirección, pero todavía mantuvo el mismo ritmo, fingiendo ignorar la montaña que se le venía encima. La plaza, que tenía fama de bullanguera, había quedado en silencio total, un silencio tan completo, que las pisadas del mastodonte zaíno retumbaban como las de King Kong. Entonces, echó a correr al encuentro del bicho. A punto de caer avasallado bajo la mole, dio un quiebro de caderas y clavó las dos banderillas en pleno centro del cerviguillo. Las aclamaciones y los olés fueron ensordecedores.
Había llegado la hora de la verdad. El tercio de muleta. Cuando se acercó a la talanquera a por los trastes, dijo el Cañita:
-¡Yo lo sabía! Antes de agosto, serás figura.
Sonaba un pasodoble, pero no tenía claro el muchacho que fuese la banda municipal la que lo interpretaba, puesto que las notas incluían el nombre de Omar Candela; sin duda, era música celestial que tocaban clarines de gloria dentro de su cabeza. Aturdido, sin tener muy claro quién era ni qué hacía él allí, Omarito mojó el pico de la muleta para que pesara más y no la agitara la brisa, ajustó el estoque simulado y salió en busca de la fiera, dibujando dos tandas de naturales para rematar con un pase de pecho que puso la plaza en pie. ¡Lo había conseguido! Vio la expresión de arrobamiento del Cañita y, un poco más arriba, la guiri se estaba apretando las tetas como diciéndole "después de la corrida, te espero para otra". Ignoraba si la erección había decaído en algún momento, pero ahora fue consciente de nuevo de la rigidez que abultaba su taleguilla sobre el muslo izquierdo. Trató de forzar el paquete hacia abajo, para que no le estorbase, pero o se había quedado sin fuerzas en las manos o había demasiada fuerza en el aguijón, de modo que cuando cambió el estoque simulado por el acero, tenía la atención dividida entre la necesidad de rematar la faena y la de proteger la acerada posesión de su hombría.
Entró a matar y resultó un metisaca que al toro debió de parecerle la picadura de una avispa. Volvió a intentar acomodarse el pene hacia abajo, pero era imposible; la tela elástica cedía dibujando un relieve con el que media plaza pensaba en el Mulhacén. Esperó para asegurarse de que el toro estaba cuadrado, y volvió a intentarlo. Hueso.
Fueron ocho los intentos. El clamor se había convertido en rechifla y, ahora sí, maldita sea, se encontró con la mirada desolada de Marisa cuando sonó el último aviso. En vez de la burla del tren, y en lugar de consternación, había un pozo de dudas en los ojos, a punto de convertirse en desdén. Salieron los cabestros y de nuevo fue devuelto al corral vivo un toro lidiado por él. Los pitos debieron de oírse en Valladolid.
Cuando se acercó al Cañita, éste miró para otro lado. El apoderado sentía de nuevo el impulso de salir de una vez de la vida del joven que no podía superar su cobardía. No tenía pundonor; ni siquiera tenía vergüenza. Pasaba ya de cinco millones lo que se había gastado en él y no parecía recordar su parte de responsabilidad. ¿Permanecía en la plaza o cogía el coche y echaba a correr, para no tener que avergonzarse de su pupilo entre los compañeros ni maldecir el día que lo conoció? Mientras el Cañita luchaba consigo mismo, Omar lloraba.
Tras el velo de llanto, asistió a la lidia de los toros que siguieron como si todo hubiera terminado para él. No es que los otros dos novilleros alcanzaran un éxito apoteósico, pero el más veterano cortó una oreja. Faltaba ya muy poco para su segundo, que sería el último de la tarde. Como tuviera la ocurrencia de la mirar a la guiri, y ésta se tocase las tetas, iba a verse en la misma situación, de modo que se escondió tras la antebarrera del callejón destinada a las autoridades, le pidió al Cañita que se pusiera a su lado sin mirarle, se aflojó el cinto y metió la mano taleguilla abajo. Bastaron cuatro pases y un afarolao para sacar la mano empringada, humedad que enjugó con el capote de paseo, añadiendo más cera a la que ya estaba dispuesta a arder, y se volvió a ajustar el cinto.
-Ahora va a ver usted, don Manuel, por mi madre.
Decidido a no mirar a la guiri ni para pedirle árnica, se echó agua por la cabeza, se ajustó la chaquetilla, encajóse la montera, apretó los labios, pisó firme y salió dispuesto a comerse crudos a diez miuras de cinco años si fuera el caso, aunque el canguelo continuaba cosquilleándole y agarrotándole los muslos.
Recibió con una larga cambiada de rodillas y el clamor solidificó el aire en una refulgiente granizada de oro. Siguieron las revoleras, que encendieron sobre su piel la épica de cien héroes mitológicos, épica que arrinconó circunstancialmente al miedo. Enrabietado, casi ciego todavía por los rastros secos de lágrimas en sus pestañas, entró al quite negándoselo al compañero a pesar de las señas frenéticas que el Cañita estaba haciéndole para recordárselo. Mecido por las aclamaciones, clavó dos pares de banderillas sin caer en la cuenta de que reproducía con fidelidad fotográfica los contoneos de Mendes y la majeza chulesca de Rivera. Llegada la hora de la verdad, la granizada de oro se había convertido en manantial estelar; el albero ascendía como un torbellino de purpurina que le encerraba en una burbuja de fuerza primordial que le hizo creer imbatible, rescatado de sus propios temores; ebrio de sangre y música coral, remató tres veces con el pase de pecho igual número de afiligranadas tandas de naturales, dibujó luminosos pases inventados y, cuando se dispuso a matar, tenía aún tanta hiel en el pecho, que no pudieron endulzarla los vítores que llevaban diez minutos atronando sin parar. Ya no había miedo, el miedo era una sombra tan vaga en el esplendor de la tarde veleña, que nadie podía recordarla; en su lugar, rabia, tenacidad, éxtasis, mientras una lucidez desconocida le susurraba al oído cada uno de los gestos que tenía que componer para lograr que la fiera cuadrase como sólo sabían conseguir los grandes maestros. El toro rodó patas arribas a la primera estocada.
El clamor parecía capaz de hundir los tendidos bajo el mar de pañuelos blancos. Junto a su tía, de los ojos de Marisa se había desterrado hacía mucho rato aquella chispa de ironía que los encendiera en el compartimento del tren. Ya había recibido su lección, pensó Omar. Ahora, le tiraría una de las dos orejas, para que viera, a ver. Después, arrieritos somos y en el camino del cuarto nos encontraremos. Esta noche, iba a ver. Pero al darse de nuevo la vuelta hacia las dos mujeres ya no estaban en su grada de la contrabarrera del cinco.
-Se han tenido que ir deprisa -le informó el Cañita-. Su tren sale dentro de tres cuartos de hora y son treinta kilómetros de carretera. Tenían que haberse ido anoche, porque la tía entra a trabajar mañana temprano en Valladolid, y sólo se han quedao un día más por verte torear. Pero no te preocupes, niño; me han dejao la dirección y el teléfono. Dicen que no dejemos de avisarlas si toreas por aquellos andurriales. Ten por seguro que eso será muy pronto. Con la que has armado esta tarde, nos van a llover los contratos.
-Yo esperaba...
Le interrumpió la mano que se posó en su hombro, alcanzándolo a través de la barrera. La tetuda no hablaba una palabra de español, ni falta que le hacía. Más ducho en tales menesteres, el Cañita la convenció de que aceptase una cita para más tarde, le pidió por señas que escribiera su dirección y, también por señas e indicando el reloj, le aseguró que Omarito iría a visitarla una hora y media después.
-Se hospeda en un apartamento de Torre del Mar -dijo el Cañita cuando puso el coche en marcha-. ¿Quieres ir?
-Tendría que esperarme para llevarme a Cártama. ¿No le importa?
-¿Que si me importa? Mira, niño, si hoy no hubiera otras razones, la idea de ahorrarme las diez mil pesetas que le das a la Nancy ca vez que vas a que disfrute ella más que tú, bastaría para convencerme. De toas maneras, hoy soy capaz de complacerte aunque me pidas la Luna. Vamos a Torre del Mar.
La guiri no se andaba por las ramas. Cuando le abrió la puerta, sólo vestía unas minúsculas bragas de encaje.
-Tú, Omar Sharif; yo, Magrit.
-¿Omar Sharif? No, tía. Me llamo Omar Candela.
-¿Omar Candila? ¡Fantastic! Come.
Magrit, llegada directamente de un fiordo del que se había apartado por primera vez en su vida, acababa de descubrir que el ardor de las playas mediterráneas no era un cuento de viejas junto a una lumbre del Ártico. Tenía treinta y dos años y una salud rebosante de fósforo de salmón, que ella se había afanado por resaltar cociéndose al sol meridional en top-less, del alba al anochecer, sin perder ni un minuto de cochura en los cuatro días que llevaba en Torre del Mar. Los pechos enrojecidos como gambas cocidas parecían tan duros como bueyes de mar, cosa que Omarito se dispuso a comprobar sin demora.
-Ayayay...-murmuró Magrit, arrebatada por la mezcla de dolor y placer que las manos producían a sus pechos inflamados por el sol.
Omar no necesitaba más. Sin dejar de acariciar la profusión de carme con una y otra mano alternativamente, se quitó la camisa, se aflojó el cinturón, dejó caer el pantalón y deslizó hacia abajo el calzoncillo con dificultad, porque permanecía enganchado en el homenaje que su fogosidad ofrecía a la escandinava.
- Omar, ayayay..
Magrit parecía dispuesta a reinventar la ranchera mexicana, porque los ayayays se fueron multiplicando conforme Omarito aumentaba su inspiración. Mordió los pezones como si acabase de nacer y estuviera desfallecido de hambre, empujó hacia atrás a la mujer, que rebasaba su estatura en cuatro dedos, en dirección a la cama-sofá que esperaba incitadora al fondo de la salita, la hizo caer sobre la colcha de cretona y antes de que Magrit, sin dejar de entonar rancheras, llegara a enfundarle el condón, ya había saltado el géiser, que fue a depositarse entre la sien derecha y la quijada nórdica. Ella pareció a punto de caer en la decepción, pero Omarito, que ya comenzaba a creer que estaba en vías de superar a don Juan, se arrodilló a horcajadas sobre su cintura y movió la pelvis adelante y atrás, a izquierda y derecha, de modo que antes de que la decepción emergiera con palabras ininteligibles en la boca de Magrit, ya tenía dispuestas las reservas.
El preservativo había estallado, pero en la mesilla de estilo que imitaba burdamente el castellano había otros cinco. No permitió que abrieran el envase las manos de ella, provistas de largas uñas duras y cortantes como pedernal, y fue él quien rasgó el plástico e inició el enfundamiento con cuidado, porque la experiencia recientemente adquirida le había revelado que la lentitud de tales operaciones le ayudaba a espaciar la serie de orgasmos. Como el éxito de esa tarde le había dotado de nuevos bríos, la férrea rigidez del miembro aceptaba difícilmente la estrechez de la vaina de látex, lo que contribuyó aún más a facilitarle la espera. Las respectivas posiciones, él erguido y ella tendida, proporcionaba a la mujer una perspectiva magnificadora de la herramienta, lo que se evidenciaba en la mirada apreciativa de sus ojos asombrados. Cuando Omarito comenzó a penetrarla, habiendo profundizado menos de la cuarta parte, ella rebotó en el colchón, se le pusieron los ojos en blanco como a la niña de "El exorcista" y, como ésta, levitó y gritó en un idioma que seguramente acababa de inventar, para rematar con una cadena interminable de ayayays.
-¡Ayayay, ayayay...! ¡¡¡Ayayay!!!
Omar paró un momento, preguntándose si estaría haciéndole demasiado daño, pero, en el mismo instante que ella notó que se detenía, alzó las caderas con violencia y el novillero repitió de súbito e inesperadamente la estocada en todo lo alto que le había otorgado el triunfo esa tarde. Una vez sepultado el arma hasta la empuñadura en la suave carne enrojecida, Magrit se convirtió en una verdadera posesa. Sus pechos se agitaban como medusas entre dos aguas, la piel que jamás conseguiría broncearse parecía cáscara de naranja erizada de púas, sus manos golpeaban el colchón con impaciencia furiosa, sus pupilas bizquearon y la boca se abrió desmesuradamente para gritar:
-More!!!, more!!!. Ayayayayayayy....
Impresionado por el espectáculo, la erupción de Omarito se estaba retardando más que de costumbre. Con certeza, lo de Magrit no eran dolores, sino la más intensa y prolongada cadena de orgasmos múltiples que había presenciado jamás. Tenía que acabar en seguida si no quería malograr el suyo. Empujó las caderas adelante con furia, en imitación de la violencia desaforada de la mujer, lo que hizo traquetear la cama de manera que el somier batía con golpes fuertes y acompasados contra la pared. Primero sonaron puñetazos en la misma pared dados por el lado del apartamento vecino, luego fueron llamadas alarmadas a la puerta y, por fin, gritos procedentes del descansillo, en el exterior del piso:
-¿Qué pasa ahí dentro? ¡Abran, o llamamos a la policía!.
Omar se quedó paralizado, pero Magrit no estaba dispuesta a consentirlo ni dejarse impresionar por las voces que no comprendía. Viendo que él estaba inmóvil, ella flexionó las piernas y apoyó los pies en el colchón para forzar y profundizar más aún la penetración. Pero no paraba de gritar, gritos que el novillero estaba seguro de que serían oídos por el Cañita desde el coche aparcado en la calle. Los golpes de la puerta aumentaron su intensidad e impaciencia y presintiendo que la llamada a la policía o a los bomberos iba a producirse de veras y de que la puerta podía ser abatida en cualquier momento, Omar se liberó de la presa, cogió el pantalón del suelo, se cubrió con él la entrepierna y fue a abrir:
-¡Coño, que no pasa ná! -les dijo a las ocho personas de expresiones desencajadas que esperaban encontrarse con un asesinato- ¿Queréis dejarnos tranquilos?
-¿Qué estáis haciendo? -preguntó una vecina cuarentona-. ¿Qué clase de pervertidos sois?
-Eso a usted no le importa...
-Pero a la policía sí le va importar. Ya viene de camino.
Indiferente a lo que sucedía, Magrit continuaba gimiendo y llamándolo por su nombre para que volviera a la cama, pero Omar comprendió que podía no ser conveniente tener que vérselas con la policía en ese momento de su carrera. Sin importarle las miradas entre escandilazadas e interesadas que las ocho personas dirigieron a su desnudez, se puso precipitadamente la ropa y echó a correr escaleras abajo. Cuando se acomodaba en el asiento del Clío del Cañita, vio llegar el coche policial.
-Vámonos, don Manuel.
-¿Qué coño ha pasado?
-Esa tía es la hostia.
-Fíjate en el follón que se ha armado -señaló el apoderado mientras se alejaban en el coche-. Está todo el vecindario en las terrazas. ¿No le habrás hecho nada raro a la guiri?
-¡Qué va, don Manuel? Se lo ha pasao demasiao bien, pero es que me parece que quiere ser cantante de ópera.
-¿Una chillona berrenda? Bueno, me alegro de que hayas tenido el buen tino de salir echando leches antes de que llegara la autoridad.
-¡Eso, sí! Leches he echao una pechá.
El Cañita sonrió. El niño necesitaba una mijilla de pulimento, pero comenzaba a mostrar destellos de buen juicio. Murmuró:
-¡Eres muy listo! Por ahora, no nos convienen los escándalos. Más adelante, ya veremos...



subido




















V- Alamares

Sentíase rendido esa noche cuando cayó en la cama, más por la tensión que por cansancio verdadero, y pasó un buen rato dando vueltas sobre sí mismo, desvelado. Primero, creyó que eran todavía las ondas replicantes del seismo de emoción que le había conmocionado al oír, por primera vez en su carrera, cómo sonaba un coso enardecido a causa de su arte, pero conforme pasaban minutos y más minutos sin conseguir dormirse, con la sábana formando cabaña india, se dio cuenta de que prevalecía la frustración de no haber rematado la faena con la noruega. La gritona lo había dejado a medias... y ahora, ¿qué? ¿Meterse otra vez en el cuarto de baño con la revista de tetas de papel, a machacarse a pajas?
Carmen, su madre, asomó la cabeza y un brazo por la puerta entreabierta. Su expresión era conmovida y risueña, tal como había sido desde que el Cañita lo dejó ante la casa, escandalosamente emocionada por el éxito del niño, que durante dos horas no paró de contar por teléfono, con pelos y señales e infinidad de superlativos, a todas las comadres del pueblo y a los familiares residentes en las poblaciones de los alrededores. Pero, se dijo Omar, de las expresiones de una persona como su madre no podía uno fiarse, porque era capaz de pasar sin transición de la inundación a la sequía en un segundo, sin que fuera posible verla venir ni dilucidar si había o no que tomarse en serio y literalmente sus expresiones, porque lo que parecía un cabreo podía ser en realidad el preparativo de una broma y lo que parecía una sonrisa de bienvenida podía resultar ser el preámbulo de una bofetada.
-¿No tienes sueño, con el trajín que llevas?
-Es que...
-¡Osú, niño!, ¿por qué estás sujetando un poste de teléfono debajo de la sábana?
Su boca contenía el gesto, pero en el brillo de sus ojos había una carcajada. Omar se ruborizó, encendido hasta las orejas. Alzó las rodillas para que el pene enhiesto no resaltara.
-Voy a tener que ponerte pañales todas las noches antes de acostarte, porque tus sábanas están hechas cachos de tanto lavarlas. ..
-¡Mamá! -Omar esbozó un puchero.
Nunca le había hablado de esas cosas con tanta franqueza.
-... y, además -continuó Carmen, como si no hubiera oído la queja-, que te vas a quedar tísico, con los conciertos que organizas en el baño.
Encima, eso. Así que no bastaban las precauciones que tomaba.
-¿Por qué no vas buscándote una novia, ahora que parece que eso de los toros te va a servir de algo? Porque, por lo que veo, tu patrón no te deja que vayas tanto a Torremolinos...
Insistía en llamar "patrón" al Cañita, por la fuerza de las costumbres campesinas. Deducía que su madre se había olido lo que buscaba sin encontrarlo, cuando, hacía de eso ya un montón de meses, se escapaba con el primo Tomás y los amigos a Málaga y Torremolinos. El rubor se le volvió rojo púrpura. Ella pareció compadecerse.
-¿Quieres que te traiga un vasillo de leche? Te dará sueño.
-No... mamá, déjame dormir.
-No, claro, ¿cómo vas a necesitar más leche todavía? -comentó Carmen con picardía, mientras apagaba la luz y cerraba la puerta.
El sonrojo por el descubrimiento de que su madre podía tener ojos repartidos por toda la casa, se sumó a las demás emociones, y el pene sin parar de dar brincos de aviso y los testículos, a punto de reventar. Ahora no iba a ser capaz de masturbarse, convencido de que el más leve rumor sería detectado por Carmen.
¿Y si se levantaba y salía a dar una vuelta o se machacaba un poco, retando a una carrera a los amigos que quedaran en la taberna? Qué va, tenía que levantarse a las siete, porque el Cañita le daba una bronca cada vez que llegaba al tentadero aunque fuera un minuto más tarde de las ocho y media, y la caminata hasta la cortijá era de cuatro kilómetros.
Siguió dando vueltas sobre el colchón un buen rato, con cuidado de no hacer ruído para que su madre no sacase conclusiones equivocadas, sin parar de maldecir a la noruega y sus alaridos. Cuando despertó por la mañana, se dijo que Carmen iba a pensar de nuevo en ponerle pañales, ya que las sábanas presentaban grandes huellas del sueño.
¡Qué extraño había sido! ¿Cómo era posible soñar tales cosas?
Estaba en el centro de la plaza, pero, en vez de albero, pisaba una extensión inmensa de grandes baldosas blancas y negras, en damero, sobre la que todo se reflejaba, de tan pulimentada. Mirábase a sí mismo con extrañeza, porque lo que vestía no era un traje de luces, sino unas ajustadas calzas de color azul sobre la que brillaban los bombachos de tiras bordadas que iban de la cintura hasta medio muslo. En vez de llevar el capote en las manos, se encontraba sujeto a su espalda mediante un tirante de pedrería que le abrazaba el cuello. Contemplándose hacia abajo, vio en el reflejo que no llevaba montera sino un ancho sombrero adornado con plumas.
Volvía a sentir tanto miedo como durante las novilladas que había toreado el año anterior, cuando el burel corría más detrás de él que él detrás del toro... pero qué raro era ese toro. Sus cuernos refulgían como si estuviesen cubiertos de plata bruñida y pendía de cada punta un velo de tul que llegaba a arrastrarse por el suelo, y no bramaba ni corría en su dirección, sino que se movía ceremoniosa y pausadamente entre contoneos, arrastrando la cola de seda bordada. ¿Qué cola de seda bordada? El toro no era un toro, joé, sino Magrit vestida de princesa. Bueno, vestida era un decir, porque el traje de damasco recamado tenía un escote que descubría totalmente sus pechos y, a partir de la cintura, se encontraba abierto, mostrando el pubis y los muslos, abertura que, al desplazarse, se hacía mayor ya que el tejido barroco de la ampulosa falda se refrenaba al deslizarse sobre el pulido suelo.
¿Qué quería Magrit? ¿Qué significaban su expresión y sus gestos?
¿Decirle a don Luis Mejías que viniera a compartir la lida con él?, ¿quién era don Luis Mejías? Ningún torero compartía la lidia con nadie, salvo durante los quites del tercio de varilargueros. Él se bastaba.
¿Que no se bastaba, que un sujeto al que llamaba "comendador" era su enemigo y lo estaba acechando? ¿Por qué tenía que temerle? El único enemigo de un lidiador era el toro y el público cuando se cabreaba. Él no necesitaba a nadie más.
¿Que podían matarlo? Bueno, y qué. Ése era un riesgo asumido por todos los toreros.
¿Que, si ganaba en el trance, obtendría un premio mucho mejor que las orejas? ¿Un rabo? Entonces, ¿qué? ¡El éxtasis!, qué coño significaba esa palabra.
¿De qué tenía que convencer a Brígida?, ¿y quién era Brígida?
¿A un mausoleo? ¿Quién iba a mandarlo para un mausoleo si no se guardaba del comendador y dónde estaba ese sitio con un nombre tan estrambótico?
¿Que en vez de engañarla en el sofá la pidiera en matrimonio? No le faltaba más, casarse con una gachí que no hablaba español y que era una pila de años más vieja que él. ¡Vamos, anda!
Si quería, como sugería la guarrada de su vestido, que se la follara, que lo dijera claro, joé, pero eso de casarse eran palabras mayores. ¡Pues no le daría guantazos su madre si llegaba por las buenas y le decía que iba a obligarla a tener una nuera con la que no podría pasar horas y horas en la cocina, contando chismes, porque no entendería ni un pimiento!
¿Otra vez con eso del "éxtasis"? Tenía que dejar de usar palabras noruegas, coño, que él era un chiquillo de pueblo y no había estudiado idiomas.
¿Llevarla al delirio, como el viejo sacristán, que decían que se bebía a diario el vino de consagrar y contaban que había acabado en el manicomio de Málaga con "delirium tremens"? Ahora, qué pretendía, ¿que la emborrachara? Si él tenía prohibido por el Cañita beber alcohol y, en cualquier caso, lo más que había conseguido tomar una vez fueron dos cubatas y pasó luego una semana con resaca. Joé, que se dejara de tanto rollo y se abriera el toro de patas de una vez, o sea, que Magrit se abriera de piernas, porque los bombachos tan bonitos y tan historiados se iban a romper por la presión y no quería mancharlos por si era eso lo que quería el comendador o la Brígida, quitarle esa ropa que debía de valer un dineral y que seguramente le había prestado esa gente de nombres tan raros.
Con desolación, notó que la pedrería de los bombachos salía disparada igual que metralla, como si hubiera estallado una granada, y que el pene emergía de la tela igual que un ariete de las películas de romanos. ¡Estaba listo! Ahora iba a llegar el tal comendador a darle de hostias, al ver que no sólo rompía el traje, sino que lo dejaba asqueroso, de tan embadurnado de semen de arriba abajo.
Volvió a preguntarse por qué había soñado eso.
Observando la sábana manchada, maldijo por enésima vez a la noruega, sus gritos y los vecinos entrometidos. Bueno, ya que la cosa no tenía remedio y su madre iba a ver el rosetón, volvería a aliviarse otra mijilla; necesitaba tener una chiquilla cerca, parecida a la vallisoletana pero que no tuviera tan malas intenciones. Sudó para obtener el orgasmo, lo cual no estaba mal. Llegaría al tentadero sin necesitar los ejercicios de precalentamiento que le ordenaba el Cañita.
Mientras comía un pan de medio kilo tostado, con aceite de oliva virgen y restregado con ajo, vio que su madre cruzaba por el pasillo con las sábanas hechas un gurruño en la mano, dirigiéndose a donde estaba la lavadora. De nuevo se ruborizó. Bebió aprisa, atragantándose, el vaso de cacao con leche y salió para no tener que afrontar la mirada irónica de Carmen y sus bromas.
Bajó la cuesta hacia el río. El sol, no muy alto todavía, tenía ya pretensiones veraniegas aunque sólo empezaba la primavera en el calendario. Subía una tenue calima húmeda del estrecho riachuelo, cuyo caudal se encontraba retenido en la parte más alta de la Hoya por un montón de presas. La brisa movía indolentemente los cañaverales, los dardos de los cipreses apenas se balanceaban al otro lado del río y los matorrales nevados de margaritas permanecían quietos, como en una postal. Las densas formaciones de adelfas aparecían minadas de capullos que no tardarían en comenzar a abrirse, vistiendo a esas plantas venenosas de un inocente, sugestivo y engañador aspecto de jardín del paraíso. Junto a las cercas y en las quebradas, las chumberas tenían también sus pencas circundadas de botoncitos que serían higos chumbos cuando llegase el verano, unos frutos de los que, espinándose las manos, se había atiborrado con sus amigos y el primo Tomás desde que tenía memoria.
No había desayunado lo suficiente, el temor a darse de cara con su madre tras lo de la sábana le había impedido quedar satisfecho, porque habría tostado otro pan si no hubiera tenido que echar a correr. ¿Qué podía echarse al coleto?, ¿chupar una cañaduz?, ¿quedarían cañaduces por los alrededores? No, todas estaban más abajo, donde su padre y su tío cuidaban con mimo la finquilla que cultivaban a medias. Hambre y ganas de meterse tras un seto a cascársela. ¡Joé, cómo olían ya los naranjos! Ese olor le hacía hervir la sangre más todavía. Mierda con la noruega. Mierda con la vallisoletana. Como el Cañita le pusiera alguna pega para no llevarlo a follar con la Nancy esa noche, iba a rabiar.


VI – Pinchazo

-Tenemos una novillá en Nerja el sábado que viene -dijo el Cañita sin permitir a su pupilo interrumpir el entrenamiento en el tentadero.
-¿Y cuándo en Valladolid, don Manuel?
El apoderado sonrió.
-Así que estás enchochao con aquella muchacha...
-Me tocó el amor propio.
-Todavía no nos han llamado de por aquella parte. Cualquier día lo harán, no te preocupes. Según hablan los periódicos de lo que hiciste en Vélez, va a llegarnos tal aluvión, que ya estoy pensando en organizarte la alternativa esta misma temporada.
Habían pasado tres días desde el suceso con la noruega, tres días con sus noches correspondientes. La alternativa y el ascenso a matador parecían cuestiones demasiado lejanas y brumosas como para distraer a Omar de otro problema más acuciante. No rematar la lidia con Magrit le había dejado un sentimiento de inconclusión que no sabía cómo resolver, porque hacía ya varios meses que el manoseo había dejado de ser satisfactorio.
En el tentadero, situado en un cortijo de la parte naranjera de la Hoya malagueña, olía a azahar, un intenso aroma que se mezclaba con el de eucalipto y pino, llenando el aire caliente de vitalidad renacida, que se aliñaba también con el olor penetrante de los junquillos silvestres y los hinojos recién brotados. El conjunto aromático causaba cierta perezosa embriaguez que invitaba a abondonarse a los sentidos. Las grandes zancudas refugiadas en la laguna de Fuente Piedra sobrevolaban la Hoya en busca de alimento; cerca de la placita, en la rama más baja de una araucaria, cantaba un jilguero; los geranios de las ventanas de la casa reventaban en rosas y carmines, las paredes de cal viva reverberaban bajo la inundación de sol, todo el entorno iniciaba el esplendorosamente colorido progreso de la primavera que la sangre altera, y la sangre del novillero llevaba alterada más de setenta y dos horas.
-Voy a estallar y me dará un síncope. Tengo que ir esta noche en busca de la Nancy, don Manuel.
-Imposible, Omarito. Mañana salimos a las seis de la mañana pa Alcalá de los Gazules. Matarás una vaquilla, a ver si le coges el tranquillo del tó.
-Peor será si no duermo...
-¿Qué estás diciendo?
-Llevo tres noches sin pegar ojo y pajeándome como un loco. La guiri del otro día me dejó con la miel en los labios...
-¿Que no duermes bien?
-Creo que no.
-Será que no te das cuenta de que te quedas dormido... sí, eso tiene que ser. Mira, Omarito, tú sabes de sobra que no puedes tener sexo pocas horas antes de vértelas con un toro. Después, es otra cuestión.
-Ésas son cosas de viejas, don Manuel.
-¿Cosas de vieja? ¿Quién te ha metío esa idea en la cabeza, niño? Entérate, el toro huele que has tenío ración de coño y eso le hace ir directo a por ti. ¿Es que no has hablado de esto con tus compañeros?
-¡Qué va!
-Pues no encontrarás un torero que no pase un par de días de ayuno sexual antes de la corría. Convéncete, no puedes follar por lo menos cuarenta y ocho horas antes de enfrentarte a un toro.
-No puedo resistirlo.
Manuel Rodríguez el Cañita observó a su pupilo con preocupación. Sabía que esa clase de tensiones desconcentraban al novillero y que ello podía significar una vuelta atrás del paso de gigante que había dado el domingo anterior en Vélez, pero estaba dispuesto a mantenerse en sus trece, porque el toreo tenía sus ritos y sus claves sagradas que nadie podía transgredir.
-No puedes tener coño hoy, Omarito. Mira, te diré lo que vamos a hacer. ¿Tiene vídeo tu madre?
-No.
-Entonces, cuando termines voy a llevarte a mi casa. Por el camino, alquilaré dos películas pornográficas y te dejaré allí, solo. ¿Sabes manejar un vídeo? -el joven negó-. Yo te enseñaré.
-Pero eso es más de lo mismo. Ya le he dicho que las pajas no me molan ni mijita.
-Será distinto con una película pornográfica, ya verás. La imaginación cuenta mucho en el sexo.
-¡Que no, don Manuel! Que ya no tengo más ganas de "amor propio", joé, que me hierven hasta las túrdigas. Me cago en...
-Cuida tu lenguaje, Omarito, que mañana por la noche van a entrevistarte en la radio. Vamos a ver... ¿serías capaz de permitir que una tía te manipule sin correr como un loco a metérsela?
-Yo...
-Ya lo veo que no.
-No aguanto más.
-Creo que lo que te hizo la vallisoletana en el tren te lo tenías merecío. Eres un salío sin clase ni categoria.
-Marisa es cosa aparte.
-¡Vaya! Así que no te has olvidao del nombre. Que me huelo yo...
-Don Manuel, por favor. Voy a reventar; tengo una cojonera que va a dejarme inútil.
El Cañita meditó unos minutos. Se sentía cercado por la vehemencia del muchacho, pero era imposible renunciar a los principios. Adoptó un tono didáctico para decir:
-Mira, Omarito. Una mujer puede hacerte disfrutar de muchas maneras, sin necesidad de penetración. Hay muchas cosas que te faltan aprender en el sexo y hoy es un buen día para que empieces un cursillo acelerao. Te buscaré una que te deje seco, pero yo voy a tener que hacer de eunuco y estaré presente pa que no se la metas. ¿Me prometes dejarlo de mi cuenta y que no vas a hacer lo que no debes hacer, o sea, que no llegarás a Alcalá de los Gazules con olor a coño?
-Yo...
-¿Lo prometes, o no?
-Sí, don Manuel. A ver.
-Pues al avío. Ve a darte una ducha fría de media hora. Corre.
Mientras el niño obedecía, el Cañita consultó atentamente la guía de relax del periódico. No podía correr riesgos, de modo que tomó una decisión inspirada por uno de los anuncios. Marcó el número de teléfono y habló durante doce minutos largos.
Manuel Rodríguez el Cañita contaba nueve años de viudez y aburrimiento rentista. Su piso, en el paseo marítimo de Picasso, pese a conservar muchos de los objetos de la mujer ausente, mantenía escaso estilo femenino. Con todo y que la asistenta acudía a limpiar y poner orden tres veces por semanas, era una vivienda típica de hombre solitario, llena de cimeros de revistas por todos los rincones, objetos heterogéneos de carácter taurino recolectados en corridas y encuentros con empresarios, calendarios de mujeres desnudas obsequiados por talleres mecánicos, ceniceros robados en los hoteles y restaurantes y vídeos de toros amontonados tanto junto al televisor como en el aparador y la mesa del comedor. En paredes opuestas, las más extremas, dos cabezas de toro que a Omarito le parecieron de tiranosauros. El apoderado encendió el televisor y el vídeo, señaló al joven el sofá más cómodo, le indicó cómo hacer funcionar el telemando, desenfundó una de las dos películas pornográficas que había alquilado, la metió en el vídeo, lo puso en play y dijo al novillero:
-Bueno, niño, ve caldeándote, que en pocos minutos viene la gachí. Ábrele tú la puerta pa que no piense cosas raras; se llama Jenny, pero recuerda que voy a estar ahí al lado, tras la puerta del comedor, pendiente de lo que haces. Cómo me dé cuenta de que tratas de tirártela, salgo y te parto la jeta.
Sonó el timbre diez minutos más tarde. Sólo un par de segundos de pitido, porque, de un salto, Omarito se había plantado en la puerta como una exhalación. Abrió y se dio de cara con la mujer más exuberante que había visto jamás. Aupada en unos tacones vertiginosos de charol escarlata, le sacaba al novillero una cuarta, ojos verdes casi líquidos, labios bembones como los de una africana cubiertos de carmín rojo fuego, pómulos de eslava, quijada de vampiresa, todo bajo una melena estilo Tina Turner de color panocha con reflejos rojizos. Lo miró un instante a los ojos, pero en seguida se deslizaron los suyos hacia la prometedora trempera que abultaba el pantalón. Adelantó la mano hacia la cima y murmuró con gran delicadeza:
-¡Vida mía!, esto es un pollón y no lo que venden en los sex shops.
Su voz tenía un matiz extraño, curioso pero sugestivo. Uno tono ronco, contenido, como el de algunas actrices de cine. Confirmó a continuación su elegante estilo:
-Te voy a arrancar los vaqueros a bocaos y te voy a hacer una mamada que te va a dejar sin una gota de leche.
Bueno, no era una mala promesa. Todavía en el mismo lenguaje cortesano, añadió Jenny:
-Demuéstrame que no eres una maricón hijo de puta. Échate ahí y ábrete de piernas, que te vea las pelotas a gusto. Joder, mamonazo, vaya par de balones.
Mientras Omar se quitaba el pantalón, la camisa y los calzoncillos, ella se había desabrochado la blusa, soltándose el sostén. Echó los hombros hacia atrás para mostrar en todo su esplendor unos pechos pequeños, puntiagudos y muy duros. Omar fue a aferrarlos para comprobar la incitadora firmeza, pero ella reculó un poco y se los cubrió con las manos. Continuó con sus áulicas expresiones:
-¡Vaya pelambrera que tienes en los cojones, cariño! Después del trabajito que voy a hacerte, acabarás con la permanente. A ver si tienes este pollón tan limpio como los calzoncillos -retiró el prepucio de un jalón-. ¡Coño!, vaya cabezón. Joder, me vas a atragantar. Pero si muero ahogada por esta trompa, la diñaré a gusto.
No se había quitado las bragas, el liguero ni las medias negras. Tampoco los tacones ni la media docena de collares que le cubrían el cuello casi completamente. Tenía brazos y piernas muy largos, caderas estrechas y hombros huesudos. Cuando se arrodilló ante el muchacho, éste trato de acariciarla.
-Se mira pero no se toca. Estate quieto.
Evidentemente, el Cañita la había aleccionado al detalle y no le parecía a Omarito que fuese posible convencerla por señas de que se dejara penetrar, sin tener que discutirlo de manera que el apoderado no escuchara nada. El viejo debía de haber cerrado un acuerdo muy riguroso, que la fulana no estaba dispuesta a contradecir.
Ésta engulló el pene, trabajándolo con la lengua con innegable talento. Debía de estar atragantada, porque los labios abarcaban la base del órgano y una parte del escroto, pero no parecía incomodarse por ello. Daba fuertes bufidos por la nariz y, cuando Omar estalló, notó que ella seguía absorbiendo; parecía poder tragarse hasta la próstata, porque los cosquilleos recorrían en oleadas todo el interior del novillero hasta notarlos nalgas arriba, casi en la cintura. La tía lo estaba devorando.
-Esto no es más que el principio -dijo Jenny con su ya acreditado estilo y todavía con el glande a flor de labios-. Necesito más leche, mamón, que estoy muy débil. Dámela toda, necesito un litro para quedarme satisfecha.
Retiró la cara del pene, lo sujetó con la mano izquierda, agachó la cabeza y se puso a morderle el pie izquierdo. En la pantalla del televisor, aunque sin sonido, continuaba la versión resumida de "Las mil y una noches" o sea, una especie de tienda de campaña con el suelo lleno de arena, ocho o diez cojines, dos rubias, una morena, dos moros con el pelo teñido y los ojos azules y un enano mulato con una especie de apagafuegos entre las piernas. Mientras el enano tenía la boca sumergida en la vulva de una de las rubias, que estaba de pie y de espaldas a la cámara, la otra rubia y la morena competían por la manguera al tiempo que eran penetradas por detrás por los dos moros fingidos que, aunque desnudos, conservaban los turbantes con sus plumas y sus perlas falsas.
Delante de la pantalla, el novillero tenía los ojos fijos en la grupa de Jenny mientras ella le mordía la pantorrilla sin soltar el pene. El escaso recorrido de la mirada desde la película a las nalgas, bastó para que volviera a empinarse, cimbreante como una viga metálica.
-Joder, macho -dijo Jenny-, voy a tener que recomendarte a seis amigas, porque tú no eres un tío, sino un caballo cimarrón.
Ahora no volvió a engullir el órgano, sino que, apretándose los pechos, lo encerró entre ellos, emprendiendo un masaje que a Omarito le supo a vagina, mientras Jenny le mordía por todo el pecho, jugueteando con sus pezoncillos con la lengua endurecida. El espejismo táctil funcionó con mayor eficacia que la boca y el surtidor alcanzó la melena leonina. Ella sacudió las gotas como si se peinara con la mano abierta, y dijo:
-Ven aquí, míster polla, que ahora te vas a enterar.
Lo forzó a arrodillarse sobre la alfombra abierto de piernas, de cara al sofá, con los codos apoyados en el asiento y el culo levantado.
-¿Qué haces? -protestó Omarito al sentir que ella tensaba con las manos cada una de sus nalgas hacia afuera.
-Quédate quiero, cariño, que voy a lavarte para un mes. ¿Has oído hablar del beso negro?
Sintió su lengua en el esfínter y dio un empujón para impedirlo. Pero la enorme mujer era tan fuerte como parecía, por lo que consiguió inmovilizarlo y mantuvo la lengua en el mismo lugar, sin penetrarlo pero jugueteando por todo el aro. Sorprendentemente, Omar descubrió que tal invasión del último de sus santuarios era muy placentera. Bueno, mientras no metiera la lengua en honduras, que hiciera lo que quisiera. Ella jugueteó con esa prenda unos veinte minutos y, contra lo que el novillero esperaba, volvió a trempar. Una vez que Jenny lo notó, lo aferró con la derecha y deslizó la lengua en dirección a la bolsa escrotal, tragándosela entera. Todo eso era nuevo para él, demasiado extraordinario, pero le estaba permitiendo descubrir inesperadas dimensiones del placer y, en efecto, como ella había prometido, era capaz de dejarlo sin una gota, aunque sentía que ya habían vuelto a llenársele, todavía dentro de la boca femenina.
Esta vez tenía que descargar dentro de ella. Tanteó con su mano derecha hacia atrás a ver si conseguía agarrarla y obligarla a tenderse en el suelo para echarse encima antes de que pudiera reaccionar, pero Jenny le dio una fortísima palmada en la mano y una tarascada en la nalga.
-¡Mira que te capo! -exclamó, soltando por un instante lo que estaba a punto de reventar en su boca, y engulléndolo de nuevo en seguida.
Omarito temió que pudiera cumplir su amenaza de un mordisco y la dejó hacer, porque si alguna joya de su cuerpo tenía que ser preservada, ésa era la principal. Manteniendo todo el escroto dentro de la boca, ella tomó con una mano el pene, colocando la otra, cerrada, casi en el ano, que presionó. El novillero sintió que la cosa no tenía ya remedio. El Cañita iba a tener que mandar los cojines del sofá a la tintorería. Antes de acabar la erupción, Jenny sorbió las últimas gotas y volvió a tragarse todo el pene como la primera vez. Ahora, ya estaba desfallecido. Omar se dejó caer sobre la alfombra, rodó para situarse boca arriba y cerró los ojos. Era suficiente, ya no iba a sufrir trempera en una semana pero, sin embargo, aún le quedaba la frustración de no haberla penetrado. Con la fuerza que tenía la tía, debía de tener un coño soberbio, duro, palpitante, capaz de ordeñarlo en busca de lo poco que le quedara dentro.
Ella se había alzado y lo contemplaba desde su altura de torre parroquial, sonriente.
-¿Quieres más?
-Tengo que metértela, a ver -murmuró Omar, confiando que el Cañita no pudiera oírle.
-Eso sí que no, cariño. El lunes, después de que torees, te lo haré gratis. Tiemblo con sólo pensar que me metas ese pollón.
-Yo quiero ahora...
-No, cariño.
El joven fue a alzarse, con la mano extendida hacia la entrepierna femenina. Ella le empujó, poniéndole el enorme zapato derecho sobre el pecho.
-Quédate quieto, o se lo digo a papaíto. ¿Quieres correrte otra vez?
-Sí, pero dentro.
-¡Que no, joder! El lunes.
-Déjame -gimió, ya descontrolado y sin recordar que el Cañita podía escucharle.
Jenny volvió a empujarle, pero él era un torero, ágil como un atleta de diecisiete años. Fingió unos segundos estar relajado en el suelo para que ella se confiase; cuando notó que dejaba de estar alerta, se alzó como un gato y buscó con la mano la gruta de la perdición.
-¡Qué mierda es esto! -exclamó el novillero.
En vez del hueco, había palpado un relieve.
-¡Maricón, hijo de puta! -insultó.
En ese momento, el Cañita irrumpió en la sala.
-¡Quieto, Omarito! Ya te dije que hoy no podías tener coño. Ya has disfrutao lo tuyo, ¿no? Pues deja a la chica tranquila.
-¡Chica!, joé, me ha traído usted a un travesti.
-Pero es el mejor travesti en doscientos kilómetros a la redonda. ¿No es eso lo que me dijiste, Jenny? -ella asintió-. Tranquilízate, niño, que esto no se contagia. Toma, Jenny, aquí tienes las quince mil. Coge tu ropa y sal echando leches.
-Eso, desde luego. Llevo dentro lo menos medio litro de leche de este semental -se dirigió hacia la puerta mientras se ajustaba el sostén-. Y lo dicho, mister pollón, el lunes te lo hago gratis.
-¡Maricón de mierda!
-Pero has disfrutado como un guarro, ¿no? -ironizó Jenny cerrando la puerta tras ella.
-Joé, don Manuel. No me esperaba esto de usted.
El apoderado no podía contener las risas.
-Ella tiene razón. ¿No has disfrutao? Pues a otra cosa.
A pesar del enfado, esa noche durmió Omarito como el adolescente sin culpas que era. No necesitó manoseo.




SUBIDO
















VII – Revolera

-¿Quién es? -preguntó Isabel Gámez al responder el teléfono.
-Manolo Rodríguez, ¿cómo está usted?
-¿Manolo Rodríguez? ¡Ah, el nazareno!
-¿Le gustó la procesión?
-Mucho. ¿Es verdad esa leyenda que cuentan del bandido?
-Creo que sí; por lo menos, los malagueños creemos a pies juntillas que el bandolero Zamarrilla existió de verdad y que los migueletes no lo pudieron descubrir cuando se refugió en la ermita del Perchel, bajo el manto de la Virgen. La imagen es pequeña y el manto era muy chiquitillo y, aunque no lo escondía del todo, los migueletes no lo vieron, como si la Virgen hubiera decidido protegerlo. En agradecimiento, él le tiró desde abajo una rosa blanca atravesada con su puñal, que fue a clavarse en el pecho de la imagen; al instante, esa rosa blanca se volvió roja. Fue un milagro... pero yo la llamaba pa otra cosa. Dentro de dos sábados toreamos en Palencia... ¿Eso no está cerca de ustedes?
-Pues sí, a cuarenta y siete kilómetros. ¿En Palencia capital?
-Allí mismito.
-No creo que podamos, don Manuel. Vamos a ver... El sábado de la semana que viene, mi sobrina va de excursión a las cuevas de Altamira.
-¡Qué lástima! Al niño le hace una ilusión...
-Me extraña. Yo creía que, después de la broma que le gastó Marisa en el tren, no iba a tener más ganas de vernos en toda su vida. Es una pena que no podamos ir, don Manuel...
-Osú, déjese de tantos dones. Tráteme de Manolo.
Isabel calló un instante. En las apreturas, durante el multitudinario encierro de la procesión, había notado las miradas golosas que el apoderado le dedicaba, y no acababa de decidir si el interés que tales miradas revelaban le halagaba o no. Se aclaró la voz para cambiar de tema:
-¿Cómo va el muchacho? Lo del domingo fue estupendo. Después de una tarde como la de Vélez, ¿sigue usted con tanto escepticismo sobre sus condiciones toreras, como me dijo el día de la procesión?
-De momento, estoy a liquindoy, porque con este chiquillo no sabe uno a qué carta quedar. A las primeras de cambios podría dar la espantá. Pa enfrentarse a los toros hay que tener mucho valor, ¿sabe usted?, y por ahora el niño ha dao menos pruebas de valentía que una liebre en un canódromo. Mañana tenemos una novillá en Nerja; ojalá que repita el faenón y lo del domingo pasao no haya sido un pronto.
A pesar de sus dudas, Isabel sentía deseos de encontrarse de nuevo con Manolo el Cañita. Suponía que por lo divertida que resultaba su charla. Otra vez se aclaró la voz.
-Escuche, Manolo, la verdad es que a mí me gustaría mucho volver a verlo. Así que, aunque mi sobrina no pueda, creo que iré a Palencia.
-Eso está muy requetebién. Tengo yo ganas de contarle esa leyenda del Zamarrilla con más detalle.
-Pues allí estaré.
-Le dejaré una barrera a su nombre en la taquilla.
-No tiene que molestarse...
-Claro que sí. ¿Qué menos puedo hacer, ya que se tomará usted la molestia del viaje?
-Magnífico. Pues nos veremos el sábado.
-¿Podremos invitarla a cenar?
-Ya veremos.
Era por el niño, se dijo el Cañita cuando colgó el auricular, por el enchochamiento que parecía tener Omarito con Marisa. Pero, si sólo era por eso, ¿por qué se sentía tan contento de que la sargenta estuviera dispuesta a encontrarse con él dentro de ocho días?
Bueno, ahora, lo importante era ocuparse del trabajo. Además de la plaza de Palencia, habían requerido la presencia de Omar Candela en Colmenar Viejo, Játiva, Albacete y Fernán Núñez. Más novilladas pagadas de las que había tenido Omarito toda la temporada anterior. Las cosas empezaban a funcionar, pronto podría recuperarse de la inversión, pero... ¿y si el niño daba otro gatillazo mañana en Nerja? Mejor no pensarlo.




































VII – Rejón de castigo

El asunto ése de no poder estar con una mujer cuarenta y ocho horas antes de una corrida era un rollo moruno; en la próxima novillada, iba a preguntarle a un compañero si era verdad. Sabía que esa noche tenía que dormir bien, pero ¿quién podía dormir a pierna suelta con una tercera pierna, nada suelta, sino muy firme, estorbando enmedio? Iba a tener que masturbarse o tendría sueños raros otra vez.
-Niño -le dijo su madre-, que ya sabes tú que don Manuel mandó que te acostaras temprano.
-No tengo sueño.
-Son las once y cuarto. Ya es hora de que te acuestes.
-Un ratillo más, mamá. Cuando acabe la película.
-Bueno, un ratillo, pero ni un minuto más... o llamo a tu padre.
-Deja a mi padre tranquilo, que bastante tiene con vigilar la cañaduz de noche, pa que andes llamando al móvil por chuminás.
Libre de la conversación materna, Omar volvió a sus cavilaciones. ¿Cómo sería acostarse con una muchacha de su edad, sin tener que pagarle? Porque sí, porque ella quisiera, con los tiras y aflojas propios de las adolescentes. Desde que la metiera por primera vez en caliente, sólo había estado con la Nancy y otras tías pagadas, además de la guiri de Torre del Mar... sin contar la broma asquerosa que le había gastado el Cañita tres días antes. Joder, ¡un travesti! Escupió involuntariamente y, al darse cuenta, fue al baño en busca de un poco de papel higiénico para limpiar el escupitajo, que la vieja tenía muy malas pulgas y todavía venía de vez en cuando a sacudirle con la esportilla.
Marisa sí que tenía un buen polvo. Bueno, muchos más de uno y otras muchas cosas. Una niña así era lo que necesitaba. El Cañita había conseguido una novillada en Palencia, a menos de cincuenta kilómetros de Valladolid. Ojalá viniera Marisa. Le iba a dar unos cuantos "folladme" escritos con carmín. A ver.




IX – Tanteo

-Mira quién está allí -indicó el Cañita.
-¿Quién?
-La noruega de Vélez, allí, en medio de sol, en el cinco, ¿la ves?
-No. ¡Joé, sí!
-Ésa ha venido por ti.
-Antes, soy capaz de enrollarme con la travesti. ¿Usted sabe, don Manuel, cómo jode esa tía?
-Puedo imaginármelo por la que se armó. Bueno, ¿cómo te sientes hoy?
-Regular, don Manuel. ¡Tengo un queso!
-¿Por qué no descargas un poco, antes del paseíllo?
-Ya no me van esas cosas, don Manuel. De pronto, no comprendo cómo he podido meneármela tanto los últimos cuatro años.
-¿Podrás aguantar hasta el final de la novillá, con todas esas tías gritándote piropos?
-¡Qué remedio!
-¿Seguro?
-¡Que sí!, que ya no soy un niño, joé.
"Los toreros están obligados a madurar pronto", pensó el Cañita. Pero Omar Candela era un niño todavía, con los emperramientos propios de la infancia. Emperramiento que su libidinosidad tan desmesurada convertía en inaguantable. Lo de la tradición de que los toreros no tuvieran sexo antes de las corridas había dado resultado; el chico parecía haberlo asimilado. Tenía que inventarse otras tradiciones semejantes, falsas, por supuesto, pero que produjeran el mismo efecto, porque el chiquillo tenía magníficas hechuras y podía malograr el futuro con los ardores de su entrepierna, que le quitaban concentración la mitad de los días de entrenamiento. Era natural que hubiera tantos toreros que se casaban jóvenes. Antes de ser mentalmente hombres del todo, se encontraban en el centro de una corte de aduladoras, que lo primero que ensalzaban eran sus atributos, tan notorios por lo ajustado de los trajes de luces, dispuestas a comérselos vivos y eso no hay cuerpo que lo resista. Claro que Omarito no podía casarse todavía, no antes de, por lo menos, dos o tres años más. Si aquella muchacha de Valladolid se pusiera a tiro... Y si también se pusiera a tiro la tía...
El alguacilillo estaba preparado. Había llegado la hora.
Salvo por el hecho de que las miradas, los guiños y los apretamientos de tetas de Magrit ocasionaron de nuevo que gritaran bromas en los tendidos sobre los embutidos que Omar guardaba en la taleguilla, la tarde nerjeña fue distinta de la de Vélez, ya que no tuvo que padecer el tormento de que le devolvieran un novillo a los corrales. Tampoco cortó dos orejas, sólo una en el primero, pero dio la vuelta al ruedo en los dos. El triunfador de la tarde fue uno de Estepona, que salió a hombros.
-Van a dar una fiesta en el ayuntamiento, niño, y no podemos faltar -dijo el Cañita.
-Pero ¿no quería usted que me encamara con la guiri?
-Lo dije sólo para que te serenaras, a ver si no pensando tanto en el sexo al dejarlo para más tarde, conseguías dejar de estar empalmado todo el rato y no te estorbaba el bulto a la hora de matar. A esa tía no puedes volver a follártela, a pique de que te meta otra vez en un escándalo. Mira, Omarito, iremos a la fiesta municipal, porque a partir de ahora tendremos que hacer muchas relaciones públicas, y luego, cuando la fiesta termine, te llevaré donde la Nancy. Has estado muy bien esta tarde.
-¿Ahora está más convencío de que llegaré a figura?
-Sí, hombre.
Era la primera vez que el Cañita usaba esta expresión al hablarle, le había llamado "hombre" y hasta ayer mismo sólo le llamaba "niño". Estaba progresando. Omar Candela sonrió, tratando de escamotear el gesto a la mirada de su apoderado para que no le preguntara el motivo de la risa. En cuanto empezara a salir regularmente en los periódicos y en la televisión, llegaría la hora de darle a la niña de Valladolid la lección que merecía. No conseguía comprender por qué necesitaba tanto tomarse la revancha por lo ocurrido en el tren, por qué se acordaba todos los días de Marisa. Encontraría la manera de vengarse.
Aunque iba con ropa de calle, la gente lo reconoció en el recorrido entre la plaza y el ayuntamiento. Ésta sí que era una novedad, más todavía que el hecho de que el Cañita le hubiera llamado "hombre". A pesar de que predominaban las muchachas jóvenes que le gritaban "¡guapo!", muchos hombres lo jalearon y varios llegaron a exclamar algún "¡Olé, maestro!"
En el ayuntamiento siguieron aclamándolo, aunque no tanto como al esteponero, que era el centro de la fiesta.
-¿Tú también eres malagueño? -le preguntó una señora que podía tener unos treinta y tantos, o cuarenta, muy bien vestida y perfumada, que no hablaba andaluz.
-Sí, de Cártama.
-¡De Cártama! -exclamó la mujer, como si el dato tuviese especial significación.
-¿Conoce usted gente de allí?
-Oye, no me hables de usted, que no soy tan carroza. Sí, conocí una vez a un cartameño donde vivo, en Valencia, hace muchos años. Trabajaba en nuestro hotel. Pero también me han hablado de los hombres cartameños algunas amigas.
-¿Sobre qué?
-Uniendo lo que mis amigas me contaron y mi propia experiencia con aquel muchacho, una llega a la conclusión de sois un tanto especiales.
-No comprendo.
La dama no aclaró más. Presentaba una expresión curiosa mientras miraba distraídamente el gentío que llenaba el patio de estilo andaluz, tratando todos de llenar las copas de vino de Cómpeta; una expresión que parecía revivir un recuerdo muy placentero, acaso muy feliz, que chisporroteaba en el brillo de sus ojos. El novillero buscaba desesperadamente algo que decir, porque le agradaba estar conversando con aquella señora tan elegante, pero no se le ocurría nada
-Ven un momento, Omar -le dijo el Cañita-, que el alcalde quiere decirte una cosa.
Volvió la cabeza hacia la valenciana, tratando de que entendiera que debía esperarle porque deseaba continuar hablando con ella o, más exactamente, escuchándola.
-Tienes muy buenas hechuras -elogió el alcalde-. Viéndote torear esta tarde, no he parado de acordarme de Antonio Ordóñez. Te felicito. Me parece que vamos a tener pronto una figura malagueña en las plazas de toda España.
-Gr... gracias -murmuró Omarito, casi atragantado por su propio pavoneo.
-Voy a tratar -dijo el alcalde-, de que te metan en el cartel de este año de la feria de Nerja.
-¡Muchas gracias! -exclamó el Cañita, viendo que a su pupilo no le salían las palabras.
Cuando se apartaron del alcalde, el Cañita preguntó:
-¿Sabes con quién estabas hablando?
-¡El alcalde! A ver.
-No, niño. Me refiero a la gachí, aquélla tan elegante que está allí, en el rincón, con la mujer del consejero.
-Me ha dicho que es de Valencia.
-Su marido tiene un montón de hoteles. El mejor hotel de por aquí es suyo también. Veo que empiezas a tener buen olfato a la hora de hacer amistades.
-Yo... no...
-Me vas a decir que ha sido ella la que ha empezado la charla. ¡Me lo figuro!, porque tú no vas pa Castelar. Lo que trato de decirte es que me parece muy bien que le des conversación a esa clase de personas.
Omar notó que la valenciana le estaba mirando y, más por lo bien que le hacía sentir que por los consejos del Cañita, fue hacia ella.
-¿Conoces a mi amiga? -preguntó la dama.
-No... tengo... el gusto.
-Es la esposa del consejero -Omar inclinó la cabeza a modo de saludo-, pero también es valenciana como yo. Llevamos diez minutos discutiendo a propósito de ti.
-Y... ¿cuál es el motivo de la discusión?
-Ya te lo diremos. Ven con nosotras arriba, que te vamos a enseñar el despacho del alcalde. Es muy bonito, ya verás -Omar notó que guiñaba el ojo izquierdo, disimuladamente, en dirección a la otra mujer y como si quisiera que él no lo adviertiera-. Mi amiga se llama Pilar y yo, Quimeta.
Hablaba y gesticulaba muy suavemente, con desenvoltura mundana pero sin agresividad; al novillero le seguía pareciendo que el brillo de sus ojos reflejaba recuerdos añorados, ironía, picardía y muchas cosas que no sabía explicarse. Las dos mujeres subieron la escalera por delante de él y ya no pudo remediar lo de siempre; el bamboleo de los dos pares de nalgas a la altura de sus ojos, unido a la estela de perfume caro que iban dejando, tuvo el efecto que era previsible y ello lo sumergió en el sonrojo de costumbre; ellas iban a notar el abultamiento del pantalón y él no sabría dónde meterse.
-¿Qué te parece, Omar? -preguntó Quimeta señalando con la mano el perímetro del despacho.
-Mu bonito.
En realidad, el joven no estaba en condiciones de apreciar la calidad de la decoración.
-Hemos hecho una apuesta Quimeta y yo -dijo Pilar-. ¿Querrás ayudarnos a descubrir cuál de las dos gana?
-¿Qué tengo que hacer?
-Bajarte los pantalones.
Omar sonrió jubilosamente. En ese terreno se sentiría más confiado.
-¡Eso está hecho!, a ver -declaró, haciendo lo que se le pedía.
-¡Caramba! -exclamó Pilar-. El chico no necesita estímulo.
-¿Qué te decía yo?
-Pero, ¿tú crees?
-Te digo que sí.
Omar no comprendía de qué iba el juego. Quimeta estaba rebuscando entre los objetos colocados en el escritorio del alcalde y en los cajones de una mesa axuliar. Sintió que Pilar situaba la mano encima de la protuberancia del calzoncillo.
-¿Qué tendría que hacer para que esto alcance todo su esplendor?
-Como no quite usted la mano, va a ver usted esplendor y fuegos artificiales.
-¿Como en las fallas?
-¡Y con surtidores luminosos! A ver.
-Pues entonces, no la quitaré -dijo Pilar entre carcajadas, mientras apretaba y acariciaba el bulto.
-No siga usted, si no quiere tener que llevar ese vestido tan bonito a la tintorería.
-¡Es verdad! Ya está, Quimeta, mira.
-Aguanta un poco, que no la encuentro -pidio la hostelera-. No vaya a explotar el muchacho y se le afloje.
-Tiene que haber una por ahí -afirmó Pilar.
Quimeta se mostraba impaciente, pero parecía ser por la necesidad de volver en seguida a la fiesta, para que la ausencia no fuese advertida. Por más que rebuscaba, no aparecía lo que estuviera buscando, y Omarito conservaba en el vientre la calentura de las dos horas de corrida con las tetas estrujadas y los lameteos de los labios de Magrit y las apreturas de la taleguilla. En el momento que Pilar bajó la mano un poco hacia el escroto cubierto por el calzoncillo, le flaquearon las piernas y contuvo el rugido, pero no pudo contener el manantial que se derramó por las perneras del calzoncillo muslos abajo.
-¡Ay, qué pena! -murmuró Pilar, con decepción-. Ya no hay nada que hacer, Quimeta, déjalo, no busques más. Mira el niño.
Quimeta observó los grumos blanquecinos que se deslizaban por las piernas y sonrió.
-¡Eso es una erupción, y no la del Vesubio! -alabó.
-La apuesta se ha quedado sin ganadora -se lamentó Pilar.
-¿Qué le vamos a hacer? Otra vez será.
-¿Qué pasa? -preguntó Omar.
-Que al correrte -informó Pilar-, no podemos comprobar lo que habíamos apostado.
-¿Ne... necesitan ustedes que me... empalme otra vez?
-No te esfuerces, muchacho -dijo Quimeta con dulzura-. Ahora ya será imposible.
-¿Imposible? A ver.
Sintiéndose más seguro y ya definitivamente en su terreno. Omarito se quitó los calzoncillos, los hizo un gurruño, enjugó la chorrera de semen y se puso en jarras.
-¿Podría levantarse la falda una de ustedes? -preguntó.
-¿Cuál de las dos prefieres? -preguntó Quimeta.
-Usted. Siéntese en esa butaca y súbase el vestido, que yo la vea.
-Está bien, de acuerdo -aceptó Quimeta-. Pilar, búscala tú, que conoces mejor que yo este despacho.
-Debe estar por aquí -dijo Pilar señalando los estantes y las puertas correderas del mueble que había tras el escritorio, puertas que abrió, poniéndose a rebuscar dentro.
Quimeta se acomodó en la butaca frente a Omar y levantó despacio la falda del vestido. Tenía muslos un poco gruesos, pero firmes y bien formados, enfundados en medias oscuras, que emergían provocativos e incitadores de unas bragas de satén de color salmón con mucho encaje y puntillas, sobre una vulva voluminosa que el brillo del tejido marcaba reveladoramente. Omar no tuvo apenas que acariciarse. Siete minutos después del orgasmo, volvía a presentar una erección tan firme como de costumbre.
-¡Mira, Pilar! -alertó Quimeta- ¡Lo que yo te decía! ¿Has encontrado la regla milimetrada?
-Sí, aquí está -respondió Pilar-. Pero ese aparato no puede medir más de veinte centímetros. No hay penes de más de veinte centímetros.
-¡En Cártama, sí! -afirmó Quimeta con mucha convicción, mientras se arrodilladaba al lado de Omar-. Ven a medirlo.
Mientras Pilar se acercaba con la regla de plástico, Quimeta despegó el pene que estaba rígidamente adosado al vientre y lo situó con la palma de su mano en una posición cómoda para ser medido. Pilar puso la regla a lo largo del falo y exclamó:
-¡No lo puedo creer, veintitrés efe!
-¿Veintitrés efe?, ¿qué quieres decir?
-Efe de falo y veintitrés de cifra para la historia. ¡Has ganado!
En ese instante, se abrió de par en par la puerta y entró distraídamente el alcalde mirando hacia alguien que venía detrás. Al ir a indicar algo a su compañante, volvió la cabeza y se encontró con el cuadro. Omar de pie, en jarras, presentando armas, Quimeta, arrodillada, sosteniendo el arma y Pilar, en cuchillas, calibrando el arma. Tras la expresión de sorpresa y un instante de vacilación, el alcalde soltó una carcajada y dijo:
-Ya veo que queréis regalarle un traje de luces a Omar Candela y estáis tomando medidas.
El que llegaba detrás del alcalde, un gaditano que era compañero del marido de Pilar, comentó:
-Pues si el sastre tiene en cuenta esa medida concreta, quedará la mar de lucido y las mujeres no van a dejarnos a los hombres entrar en las plazas de toros.





























X-Capitalista

-Me ha dao un número de teléfono pa que la llame dentro de un mes -dijo Omar poco después de que el Cañita pusiera el coche en marcha.
-¿Con el prefijo de Málaga?
-Sí.
-Será que espera venir a pasar unos días a solas por aquí, sin el marido. Voy a anotarlo en la agenda pa recordarte la cita, porque a esa gachí sí conviene que te la cameles. Nos puede ayudar una pechá con tu carrera. ¿Te has aliviao, o quieres que te lleve con la Nancy?
-¿Aliviao? Sólo me han medío la polla. Yo hubiera podío echarle un polvo a cá una si no llega a venir el alcalde.
-Oye, por curiosidad... ¿te dijeron cuánto medía?
-Sí. Veintitrés centímetros.
El Cañita sonrió con picardía.
-Pues ya sabes; si no llegas a figura del toreo, tendrías un medio para ganarte la vida: hacer películas porno.
-¿Duda usted que pueda llegar a mataó? -preguntó Omar, alarmado.
El Cañita se compadeció de la ansiedad de su mirada.
-No, qué va. Era una broma.
El joven inspiró hondo.
Nancy volvió, como otras muchas veces, a pagar los trastos rotos, cosa que le tomaba el doble o el triple de tiempo que con cualquier otro cliente, pero lo hacía con gusto; era el único con quien aceptaba gozar, gozo que aumentaba la contemplación del vigor vehemente e incansable del muchacho debutante. Mas comenzaba a estar precupada, ya que cuando Omar Candela dejaba de visitarla más de dos semanas seguidas, se pasaba el día preguntándose qué le pasaría o si se habría quedado a disgusto la última vez. Una mujer de su clase no podía pensar en tales cosas ni permitir que el corazón corriera como un potro desbocado cuando el niño aparecía en el bar con la expresión de impaciencia de costumbre.
Era sábado, el mejor día, el que le permitía afrontar la crisis de los desanimados lunes, martes y miércoles de todas las semanas. Decidió que tenía que abreviar para no perder dos o tres de los seis trabajos mínimos que tenía que hacer esa noche. Empleó todos los recursos, incluso algunos que sólo conocía de oídas, para lograr que el novillero alcanzara los tres orgasmos en menos de una hora y librarse de él y del desconcertante sentimiento que no podía controlar. Esta vez, se castigó a sí misma por permitirse tener sentimientos, y se negó a gozar.































XI – Coraje

El martes, día que el Cañita no programaba que su pupilo entrenase por aquello de que "en martes, ni te cases ni te embarques", tuvieron novillero y apoderado una crisis a cuenta de los vestidos. Quería Omar que la sastra encontrara algún medio que impidiera que las taleguillas señalasen tan notablemente los empinamientos casi permanentes que tenía durante las corridas.
Manolo el Cañita dijo con tono doctoral:
-Niño, ¿no sabes de sobra que la taleguilla tiene que quedar tan apretá como una segunda piel, pa que los cuernos resbalen y no peligren las joyas de la corona? ¿Qué quieres, que te pongan cualquier cosa que haga que los pitones se enganchen?
-Pero es que paso mucha vergüenza, don Manuel.
-¿Vergüenza, tú? ¡Si tú no tienes vergüenza!
-Don Manuel, no diga usted eso...
-No me interpretes mal, Omarito. No he querido decir que no tengas educación, pero, niño, es que en lo relativo al sexo, no te cortas ni mijita. ¡Si estoy harto de tener que hacerte de biombo cá vez que, para aflojártela, te haces una paja en el callejón, delante de miles de personas! Yo no veo qué tiene de particular a estas alturas que la gente se dé cuenta de cómo te las gastas; eso no tiene importancia. Acuérdate de Ordóñez, que yo creo que te ganaba. Y el hijo del Litri, que por ahí anda.
-Pero es que el sábado toreo en Palencia...
El Cañita cayó en la cuenta de lo que inquietaba al novillero.
-¡Ah, claro está! Te preocupa que la vallisoletana vea cubierto de tela lo que de todas maneras ya vio al natural en el tren. Pues no te preocupes, porque la niña no va a estar en la plaza, sólo la tía. Hay días, Omar, que no te comprendo.
-¡Me ha llamao usted sinvergüenza!
-¡Que no, niño, que yo no he querido decir eso! Tienes menos luces que un camino forestal.
-¡Ahora me llama usted tonto!
-Me cago en la leche, Omarito. ¿Qué coño te pasa hoy?
-Que usted me está hartando.
El Cañita se mordió los labios. Omar Candela era como todos los mocitos de su edad. En cuanto tenían dos aciertos seguidos, ya se creían el ombligo del mundo y se convencían de que no necesitaban a nadie. Sólo dos novilladas consecutivas con triunfos razonables, y empezaban a subírsele al niño los humos a la cabeza, con tantos bureles suyos que habían devuelto a los corrales.
-Escucha, Omar, no permito que me digas que te estoy hartando. ¿Tú sabes lo que me has costao hasta ahora?
-Ajuste usted las cuentas y en dos meses se lo pago.
-¡Vete a que te den por el culo!
Furioso, Manuel Rodríguez el Cañita se apresuró hacia el coche. Vio que el muchacho corría en su busca, pero metió la primera y aceleró.
Sentado ante el televisor en el salón de su piso del paseo marítimo, el Cañita no conseguía prestar atención a lo que sucedía en la pantalla, donde un fulano señalaba a una cursi el color de las flores en una película en blanco y negro. Era demasiado mayor para aguantarle esos desplantes a un mocoso, que en lo único que tenía arte verdadero era en el afán de emular a don Juan Tenorio, porque dudaba que poseyera mucho más que cierta elegancia para mover los trastes.
Pero, dejando de llevar a Omar Candela ¿qué haría a partir de ahora? Apoderar al muchacho le había dado nuevos bríos el último año, había reencontrado una razón para vivir tras el tedio que arrastrara durante ocho años de viudez. Hasta comenzaba a sentir de nuevo atracción por las mujeres, gracias a esa solterona vallisoletana tan cachonda; desde la muerte de la parienta, y salvo la obsesión que le hacía gastar a manos llenas su dinero en busca de una figura torera, no había tenido ganas de nada, y ahora volvía a tenerlas. La ruptura con Omarito iba a sumirle de nuevo en el pozo. Pero, naturalmente, quedaba completamente descartado tolerarle esas cosas al novillero, un cagón que había corrido más delante de los toros que en su busca.
Trató de enterarse de lo que decía el actor, pero no lo consiguió. Inquieto, decepcionado e inesperadamente triste, salió a la terraza, a ver si la brisa del mar lo despejaba.
Comenzaba a oler a un anticipo de verano. A la orilla del mar de Alborán, la primavera comenzaba en realidad a finales de enero, cuando los almendros fingían estar cubiertos de nieve, en una floración que era la primera de toda Europa. Ahora, aunque todavía no arrancaba mayo y ya habían dado las diez de la noche, había gente paseando por la vera de la playa, junto al arco arenoso de tres kilómetros y medio que se extendía desde la Farola hasta más allá del Limonar. La brisa salobre era tonificante; a Isabel Gámez, enclaustrada en medio de la solemne y amarronada Castilla, tendría que gustarle este paisaje, estos colores, este olor, este bamboleo del aire como si se meciera con las notas del piano de Albéniz.
Estaba sonando el teléfono. ¿Lo atendía? No, no tenía ganas de hablar con nadie, quienquiera que fuese iba a notarle en el tono la amargura que sentía.
¡Digo, si hasta le había hecho de alcahuete al niño, a sus años! Por supuesto que los apoderados de toreros en sus comienzos tenían que pasar por eso a la fuerza, pero nunca se había quejado, nunca se negaba cuando el niño parecía que le iba a dar una alferecía, cuando parecía que se lanzaría a violar a la primera que tuviera delante. Nunca había tenido con él un mal tono, jamás le había reprochado nada, había tenido paciencia y lo consolaba cuando le devolvían los toros al corral a pesar del dinero que esas historias le costaban. Que, total, no era un potentado, sólo un modesto rentista con unos cuartos en el banco, cuartos que estaba a punto de quedarse a cero a causa del empeño de meter a Omarito en los carteles. Era un desagradecido.
Inhaló de nuevo la brisa yodada. Y ahora, ¿qué? ¿Cómo afrontar un día tras otro, todos igual de aburridos, sin nada que hacer, más que ir a hablar con los amigos de la peña taurina?
Volvía a sonar el teléfono. Lo atendería, pero si se trataba de Omarito, cortaría la comunicación.
-¿Don Manuel?
La madre de Omar Candela. Hablaba muy bajo y muy cerca del auricular, como si no quisiera que la oyesen las demás personas que hubiera en la casa.
-Oiga usted, don Manuel ¿ha tenío un disgusto mi niño?
-¿Por qué lo pregunta usted?
-Es que desde que llegó, está de un mal genio...
-Hemos discutido y ya no lo apodero.
-¿Le ha hecho a usted alguna cosa mala?
El Cañita tardó en responder. ¿Era verdaderamente tan malo lo ocurrido?
-No, no mucho, doña Carmen. Es que su hijo ha tenido dos buenas tardes y se cree que con eso toca ya la gloria. No tiene idea de lo que le falta penar si de verdad quiere llegar a mataó. ¡Lo que tendrá que aguantar!
-Ahora mismo le doy un sermón.
-No, doña Carmen. Sería peor. Déjelo que se tranquilice.
-Pero... ¿de verdad va a dejar usted de apoderarlo?
-Ahora, lo que tengo ganas es de darle un par de guantazos.
-Pues déselos usted. Le vendrá bien que alguien le baje los humos, porque el padre, como casi nunca pasa la noche en casa, ni se da cuenta de que el niño necesita autoridad.
-No, doña Carmen. ¿Cómo voy a ponerle la mano encima a su hijo?
-Po ¿sabe usted lo que le digo, don Manuel? Que si lo hiciera usted, a mí me daría una alegría, porque cuando a mí me parecía que mi niño se iba a malear, llegó usted y lo metió en esto de los toros y que me parece a mí que usted lo libró de cosas mu malas, don Manuel. Y que como lo deje usted suelto, pues eso, que volverá al vagabudeo de Torremolinos y esas porquerías. Sea usted bueno, hombre, y mire a ver si la cosa tiene arreglo.
Tras colgar el teléfono, el Cañito halló que no valía la pena intentar dormir tan temprano, con la punzada en el corazón y el calor de la primera noche casi veraniega del año. Recompuso su aspecto y salió a ver si todavía quedaban tertulianos en el Club Taurino.




XII- Aplauso

Había pocos tertulianos en el Club Taurino. El local, en los bajos de La Malagueta, no era precisamente el más fresco de la ciudad.
-Hombre, Manolo -exclamó el boticario Álvaro García-, me alegra que se te haya ocurrido venir a estas horas, porque con la calor que hace, no tengo ganas de irme a mi casa. ¿Cómo va lo de Omarito?
-Ya no lo apodero.
-¡Hombre, por fin! Menos mal que te ha dao un ataque de cordura.
-Pero se me ha quedao un mal cuerpo...
-Es natural. Uno se acostumbra hasta a lo malo, y llevas un año aguantándole a ese manúo carretas y carretones. Pero en cuando pase una semana, te alegrará un pechá haberte librao de él. ¿Por qué ha sido la ruptura?
-Ná, que el niño se ha creído que, con dos tardes regulares y sin que le devuelvan el novillo a los corrales, ya es Pedro Romero. Y bien sabes tú que también en las plazas de toros suena a veces la flauta por casualidad. Omarito ha tenido suerte con dos toros de dulce, a los que otro con mejores condiciones y más experiencia que él les habría cortao el rabo y, en cambio, él, total, no ha hecho más que cuatro monerías, con las que se ha convencío que ya ha llegao a la meta, cuando todavía le falta recorrer dieciocho tours de Francia. No tengo edad pa aguantarle más insolencias a un mocoso.
-Por supuesto que no, Manolo -aprobó Álvaro-. Durante el último año, has vivido tu particular tercio de sueños, un sueño que no era más que un desvarío. Ese pedazo de tarugo con ojos no vale la pena porque tiene las bolas de adorlo como los árboles de navidad. Lo que debes hacer es mirar pa otro lao si vuelve a intentar acercarte a ti.
-Pero es que, en medio de tó, creo que le he cogío cariño...
El boticario escrutó a su amigo durante una larga pausa.
-Oye, Manolo, tú sabes que te tengo mucho aprecio, ¿verdad? Mira, eres un hombre culto, te jubilaste cuando estabas a punto de alcanzar lo más alto del escalafón de funcionario... y, sin embargo, has venido comportándote como un incauto. No tenemos edad pa esta clase de aventuras, Manolo. Sacar una figura del toreo sólo lo consiguen familias con mucha tradición taurina, con muchísimos millones y hasta con ganadería propia. Lo del Cordobés, Palomo y otros como ellos, son rayas en el agua. Lo normal es que salga gente como Rivera, que viene de tres dinastías toreras, o como el Litri, que de casta le viene al galgo. Este berenjenal en el que te has metío con Omar Candela, estoy seguro de que tiene que estar costándote un pastón y, total, pa ná, porque un cagueta como ése no tiene posibilidad ninguna, salvo que se folle a una millonaria vieja que le costee el capricho, como también han hecho algunas figurillas que los dos conocemos. Te alabo la decisión que has tomao. Ahora, y para evitarte la tentación de volver con él, yo en tu lugar, me quitaría de enmedio y dedicaría un mes a darme gusto. ¿Por qué no te vas de crucero por el Mediterráneo? Contrata a una prosti que esté buena, invítala al crucero, y a disfrutar, que son dos días.
El Cañita observó a su amigo mientras tomaba un sorbo del catavinos. Tenía razón. Eso era lo que tenía que hacer; despojarse del inexplicable malhumor echando una cana al aire.
















XIII Salto de talanquera

Omar Candela se levantó con el alba. No sabía poner nombre a lo que sentía; ¿qué palabras se usaban para describir una espinosa penca de higos chumbos que se deslizara por el corazón desollándole el alma?
Ni siquiera dedicó un pensamiento a la férrea erección que sólo se aflojaría con diez minutos de ducha fría, porque únicamente tenía imaginación para recriminarse una y otra vez su estupidez.
Don Manuel había hecho bien en apartarse de un pedazo de mierda pinchá en un palo como él, porque debiéndole lo que le debía, se había portado como un completo desagradecido. ¿Tenía alguna posibilidad de hacerle cambiar de idea? ¡Qué va! Le había insultado y eso un hombre como don Manuel no podía tolerarlo. Pero de todos modos, algo tenía que hacer, porque, si no, qué iba a pasar a partir de hoy, en qué iba a trabajar. ¿Recoger cañaduz?, ¿caer, como alguno de sus conocidos, en la tentación de convertirse en gigoló de fin de semana en Torremolinos?, ¿dejarse seducir por el matuteo de la droga en Marbella? Debía reaccionar antes de que fuera tarde. Si tenía que arrodillarse ante don Manuel y besar el suelo que pisaba, lo haría.
Impaciente, empleó sólo seis minutos en las ceremonias matinales del baño y se vistió en la mitad del tiempo acostumbrado. Quería abandonar la casa con sigilo, pero su madre salió presurosa en su busca hacia la cocina y lo encontró bebiendo un litro de leche directamente de la botella.
-¿Vas al cortijo?
-No. El Cañita habrá llamao anoche anulando el entrenamiento.
-No lo creo. ¿Por qué no lo llamas por teléfono?
-Me va a colgar.
-¿Y qué pasa con la novillá del sábado?
-No lo sé.
-Toma.
-¿Qué es esto?
-Tres mil pesetas, pa que cojas un taxi y vayas de bulla a casa de don Manuel. Y, como me digas que no, te voy a partir la cara.
Tomó el único taxi que había en la plaza del pueblo, cuyo conductor lo recibió con palmadas, como hacían todos los vecinos, y se puso muy contento por la estupenda carrera con que comenzaba el día.
-¿A qué parte de Málaga?
-El paseo marítimo Picasso.
-¿A casa de tu patrón? Vamos pallá.
Era inútil. El Cañita no querría escucharle, con razón. ¿Por qué había tenido que ser tan majareta? La verdad era que se le había calentado la boca, y dijo cosas que ni siquiera había pensado nunca. ¿Por qué se puso tan insolente? No lo comprendía, no quería reconocer ni siquiera para sus adentros que el posible reencuentro del sábado en Palencia le ponía nervioso.
Eran las ocho menos cuarto de la mañana cuando llegó a la puerta del edificio. ¿Podía llamar a esas horas al portero electrónico? ¿Le colgaría el telefonillo y lo mandaría a la mierda, con razón? ¿No sería mejor esperar en la puerta hasta que el Cañita saliera, y abordarlo entonces?
Sin él, estaba perdido. Era él quien le había convencido de que tenía hechuras de torero, aquella tarde que fue como invitado a una boda que celebraron con una capea. Después de estar un año a su lado, no tenía ni idea de si podía continuar en los toros por su cuenta, dónde se entraba en contacto con la gente que sabía ni a quién pedirle su mediación. Pero no se trataba sólo de la imposibilidad de seguir. Era que se había acostumbrado a estar a todas horas con el Cañita y no podía imaginar las cosas de otro modo. El vejete era un tío legal, demasiado bueno había sido con él, dándole tantos caprichos, que a ver cuántos miles de duros le debería ya a cuenta de los toros y de la Nancy.
Y luego estaba ese otro asunto. Se había vuelto sexualmente un hombre gracias al Cañita. A partir de ahora, no tenía ni maldita idea de cómo resolvería esa cuestión, puesto que la masturbación le parecía a estas alturas lo más soso del mundo. Antes de que pasaran dos semanas, se habría vuelto completamente loco sin poder desahogarse.
Y, a fin de cuentas, la verdad era que quería muchísimo al viejo, de lo que no le hablaba a su madre para que su padre no se encelara.
Vio que un vecino estaba a punto de abrir la puerta para salir. Se situó junto a la cristalera de un salto y aprovechó la oportunidad para colarse en el portal. En el ascensor, todavía dudó un poco más; pero no tenía más salida que pedirle perdón.
Volvió a dudar ante la puerta del piso. Eran las ocho y cinco, seguramente estaría despierto ya, porque los días que tenía entrenamiento solía llegar al cortijo a las ocho y media. ¿Y si se negaba a abrirle la puerta? Ya sabía lo que tenía que hacer: tocaría el timbre, pero se agacharía para que no viera por el visor que era él.
Así lo hizo. En cuclillas, pulsó el llamador. Oyó los pasos del Cañita, que se aproximaban a la puerta, y el roce del obturador de la mirilla. No abrió y volvieron a oírse sus pasos hacia el interior de la vivienda. Pulsó el timbre otra vez. Los pasos regresaron hacia la puerta y, ahora sí, notó que se descorría el resbalón. En cuanto vio la rendija, empujó la puerta y, de un salto, se abrazó al cuello de su apoderado.
-Quita, niño, que estoy en calzoncillos y los vecinos van a pensar mal.
Omar Candela no consiguió decir nada de lo que le había costado toda la noche cavilar. Estaba llorando.
-Sécate ese llanto, niño y, a partir de ahora, demuestra que eres un hombre.



subido















TERCIO DE DESPERTARES



XIV – Dehesas y cuernos

En el hotel de Palencia, por primera vez desde que Omar empezara a visitar hoteles por el toreo, los recibieron con reverencias el viernes por la tarde. No era demasiado frecuente que lidiaran toros en la ciudad, y tener a tres novilleros hospedados a la vez representaba, al parecer, un inmenso honor para el establecimiento.
-¿Ha hablao usted con ellas? -preguntó Omar a su apoderado, cuando terminó de ducharse y comenzaba a vestirse.
-Sí. Parece que la niña sí que tiene interés. Su tía me dice que ha suspendío una excusión que tenía mañana, pa visitar las cuevas de Altamira, sólo por verte torear.
-¿Vendrán temprano?
-No. Me ha dicho Isabel que ella trabaja por la mañana y que sólo podrán coger el autobús después del almuerzo. Llegarán justo a la hora de la novillá. Ya he pedío que les reserven las entradas.
-Me hubiera gustao dar un paseo con ella...
-A mí también... con la tía -el Cañita carraspeó-. Pero creo que habrá ocasión después de la corría, no te preocupes. Ahora, hay que organizar las cosas pa que te acuestes temprano. He han dicho que hay un horno-asador aquí cerca, y que es mu bueno. ¿Tienes hambre ya?
-¡Una pechá! A ver.
Cuando descendían, el ascensor paró en el piso situado una planta más abajo y se abrió la puerta para dar paso a un matrimonio en la treintena, ambos muy elegantes. Él tenía aspecto algo fofo, con un cuerpo cilíndrico al que el magnífico traje de Armani no conseguía dar forma, un papafrita total a pesar del dinero que gastaba en vestirse, a juicio del novillero. Ella... Omarito no consiguió reprimir la mirada con que la desnudaba. En su figura de sofisticada modelo de pasarela pero con curvas, los pechos, ni demasiado grandes ni exiguos, apuntaban casi al techo; las caderas incitaban irresistiblemente a envolverlas entre los muslos; cintura breve para su edad aparente. Y la cara... ¡Joé! Unos ojos negros como carbones capaces de incendiar un témpano; la nariz fina y recta como para acariciarla a perpetuidad; los labios estaban pidiendo mordiscos a gritos y las fresas que escondía su boca más allá del rosario de perlas refulgientes exigían ser degustadas de inmediato. Ella leyó irremediablamente lo que la mirada del joven estaba transmitiéndole. Sonrió girando un poco la cabeza hacia el muchacho, como si tratara de que su acompañante no pudiera sosprender el gesto; se encendió en sus ojos lo que parecía una pista de aterrizaje para los deseos evanescentes que volaban por la mirada de Omar y frunció un poco los labios como si quisiera contener una frase inconveniente.
-¿Eres uno de los toreros? -preguntó al fin.
-S...sí.
-Mañana pensamos ir a la corrida -informó el marido.
-¿Qué hay que hacer -preguntó la mujer- para que a una le brinden un toro?
-A usted le brindaría yo media docena sin necesidad de que haga ná.
Ambos sonrieron, pero ella acompañó la sonrisa con una mirada escrutadora y un coqueto alzamiento de hombros. Estaba realizando alguna clase de inventario que el joven no fue capaz de determinar.
La pareja se despidió al salir a recepción.
Pero volvieron a verlos en el restaurán. Omar se situó en el asiento orientado hacia ellos, porque notó al vuelo que la mujer le miraba muy fijamente, tanto, que a veces se veía obligado a desviar los ojos, porque llegaba a sentir apuro, convencido de que el hombre no tenía más remedio que darse cuenta. El sujeto tenía una pinta repulsiva, porque su carne parecía blanda y traslúcida.
De espaldas a ellos, el Cañita comentó:
-No veo el hambre canina que decías que tenías; cómete esa carne de una vez, niño. ¿Qué miras tanto?
-A la gachí del ascensor. Me parece que quiere algo.
-Déjate de líos, niño, que mañana toreas... y ya sabes.
-Es simple curiosidad.
A la mitad de la cena, cuando tenían la mujer y Omar la mirada fija uno en el otro, ella hizo con los ojos una levísima señal en dirección al rincón donde estaban los aseos; una señal casi imperceptible, pero el novillero la interpretó con tanta claridad como si fuera un anuncio de neón. Un instante después, la mujer se alzó y se dirigió hacia los aseos con un contoneo que puso a hervir todos los fluídos del joven.
-Voy a mear -informó precipitadamente al Cañita, y trató de no correr mientras se lanzaba en la misma dirección.
Una sola puerta separaba de la sala el pequeño vestíbulo de los baños. Más allá de la puerta, el espacio medía sólo dos metros por uno y medio, con un espejo a un lado y, enfrente, las puertas de los reservados de caballeros y de señoras. La mujer estaba encerrada dentro de este último. Omar, que no tenía ganas de orinar, permaneció en el vestíbulo. Ella tardó un par de minutos en salir.
-Oh, qué casualidad -exclamó con un cinismo innegablemente gracioso-. De nuevo nos encontramos.
Omar no se anduvo por las ramas:
-¿Qué posibilidades hay de que la vea a usted a solas?
-Muchas. ¿Qué vas a hacer esta noche?
-¿Yo? Lo que usted quiera. A ver.
-Bien. Pues verás; ahora, después de la cena, tenemos mi marido y yo una partida de póker en casa de unos amigos. Pero me va a dar una jaqueca insoportable y mi marido no abandona una partida ni por un terremoto, así que voy a volver sola al hotel, digamos que... -miró el reloj de diamantes- ¿dentro de hora y media?
Omar asintió.
-Espera en el hall. Cuando me veas entrar, aguarda unos cinco minutos y, entonces, sube a mi habitación. Es la trescientos dieciocho.
Comió con la avidez de siempre, pero sin darse cuenta de lo que engullía ni saborearlo. Notaba la mirada alerta y suspicaz de su apoderado, por lo que evitó tanto como pudo dirigir la mirada hacia el matrimonio. El camino de regreso y el acto de desnudarse los realizó sintiéndose escrutado por Manolo el Cañita, de quien comenzaba a sospechar que tenía el don de la clarividencia.
Había pasado ya la hora y media, y el Cañita no acababa de dormirse. Sabía por experiencia que el apoderado tenía leve el sueño, por lo que había organizado, con muchísimo disimulo, la ropa y los zapatos de manera que pudiera deslizarse fuera de la habitación sin armar barullo. Pero no se dormía y ya la gachí habría pasado por el vestíbulo; bueno, de todas maneras, podía ir a llamar directamente a la habitación, pero... ¿y si ella se desengañaba al no verlo y daba la media vuelta? No, no lo haría, no tendría justificación volver junto a su marido tras haber pretextado un malestar tan fuerte, porque eso de una "jaqueca" tenía que ser una efermedad tremenda. Vaya, el Cañita comenzaba a roncar. Sacó las piernas de bajo la cubierta y puso los pies en el suelo; acechó a ver si el viejo lo había notado. Continuaba roncando. Se alzó muy suavemente, tratando de que no sonara el somier; antes de dar un paso y agacharse para coger los zapatos a tientas, volvió a aguardar. El sueño se estaba profundizando. Se movió con levedad, recogió los zapatos y la ropa; abrir la puerta le tomó más de dos minutos, pero consiguió que no crujiese el resbalón; cerrar le costó otro tanto. Se vistió precipitadamente en el pasillo y echó a correr. Permanecería unos minutos en el vestíbulo, por si ella se había retrasado y, si no aparecía, iría directamente a la habitación trescientos dieciocho.
El conserje le sonrió con untuosidad.
-Buenas noches. ¿Necesita usted algo?
-Yo...
La llave de la trescientos dieciocho estaba en el casillero. No había llegado todavía.
-... me apetece una cerveza.
-El bar está abierto todavía, no cierran hasta las tres. Por ahí, al fondo a la derecha -señaló el conserje.
Omar simuló seguir la indicación, observó de reojo que el hombre no le miraba y volvió sobre sus pasos. Se situó en un asiento que quedaba fuera de su campo visual.
Mientras acechaba la llegada, meditó: Éstas sí eran cosas como las de don Juan Tenorio, una aventura con todos los ingredientes de la función, mujer de alta alcurnia, marido burlado y encuentro en circunstancias arriesgadas. Ahora no se trataba de dos tías cachondas que lo único que pretendían era medirle el pene para dilucidar una apuesta, sino de una gachí muy elegante, el equivalente de una duquesa en los tiempos de don Juan, una gachí que iba a entregársele en el mismo cuarto donde dormiría su marido más tarde. Estaba arrebatado de expectación; sólo un instante pensando nada más que en el cuarto, y ya tenía el arsenal preparado. Ahora sí que podía sentirse en camino de ser como el personaje del teatro. Veinticinco minutos más tarde, cuando ya desesperaba que ella pudiera librarse del compromiso, le pareció que llegaba.

subido




















XV – Manso y corniveleto

La dama entró precipitadamente en la recepción del hotel, pidió la llave mirando con nerviosismo alrededor, y Omar adelantó la cabeza para que constatase que aún la esperaba. Notó que sonreía sin apenas tensar los labios y se dirigía con prisas al ascensor. Los minutos eran eternos. Sólo aguardó tres más.
Le abrió inmediatamente.
-Disponemos de poco tiempo. No las tengo todas conmigo, porque no había apuestas fuertes en la partida y, a lo mejor, se aburre mi marido y le da por volver. Ni siquiera me atrevo a pedir champán, por si no nos da tiempo a quitarlo todo de enmedio.
-¿Champán? ¿Quién puede pensar en champán ahora?
Ella sonrió.
-Tienes razón. Me llamo Silvia. ¿Cómo te llamas tú?
-Omar.
-Pues a ver si le haces honor al nombre y te portas como el dueño de un harén.
Comenzó a quitarse los zarcillos al tiempo que encendía el hilo musical y movía el mando en busca de la música apropiada. Encontró una suave, cadenciosa, algo así como aquello que llamaban "jazz". Terminó de desprenderse de las joyas y, mirándolo fijamente, fue tirando la ropa entre contoneos, escenificando un strip tease con mucho arte. Omar tardó sólo unos segundos en quedar completamente desnudo.
-Vaya, Omar, eso es lo que se dice mérito.
-¿Mérito?
-Te sobra. Como para un trío de toreros.
-Pues lo suyo no se queda atrás.
-Oye, con lo que vamos a hacer, todavía me hablas de usted. ¿Tan vieja me encuentras?
-¿Vieja? Eres un caramelo de nata.
-Pues apresúrate a dar unos cuantos lamentones al caramelo.
No se hizo de rogar. Todavía de pie, la tomó por la cintura y bajó la boca en busca de los pechos. No tan grandes como los de la noruega, pero eran azuquita en rama. Los dos. Mordió los pezones conteniendo las ganas de devorarlos. Ella gimió.
-¿Te hago daño?
-Sigue, sigue...
Ella tanteaba con la mano, en busca del pene. El se retiró para evitar que lo agarrase, porque iba a funcionar el surtidor al primer toque.
-¿Has traído preservativo? -preguntó Silvia- Mi marido no usa.
-Sí... -murmuró Omar sin soltar el pezón del todo.
Tenía el condón apretado en la mano izquierda. Sin deshacer el abrazo, rasgó a tientas el plástico, tratando de enfundárselo a continuación con sólo la derecha. Nunca lo hiciera. El estallido se produjo antes de que el látex le cubriera siquiera el glande.
-¿Tan pronto? -lamentó Silvia con decepción.
-No te preocupes. Esto es namás que el trailer de la película. Échate en la cama, que va a empezar la función.
Ella adoptó una hermosa pose insinuante, los hombros en la almohada, el tronco de frente y los bajos casi de perfil, el brazo izquierdo extendido en la colcha y la mano derecha apoyada en la cadera. El joven comprendió, por sus maneras, que era una mujer de clase especial, muy por encima de todas las que había tenido antes entre sus brazos. Era incapaz de imaginar cuántos años tendría, porque vestida, en el ascensor, le había parecido que podía andar algo por encima de los treinta, pero, ahora, desnuda, la firmeza del vientre y el dibujo perfecto de las caderas parecían los de una joven de poco más de veinte.
-Pareces... -Omar titubeó.
-¿Qué?
-Una... estatua.
Silvia soltó una risita.
-Hay estatuas espantosas.
-Sí, pero tú eres de las más bonitas.
-¿Crees que... podrás?
-Espera sólo unos minutillos, y verás.
El novillero sacó del bolsillo del pantalón el segundo preservativo, abrió el envase y desenrolló los primeros tres centímetros. Miró con intensidad a la maravilla que le esperaba en la cama y trató de anticipar el terciopelo caliente que sería el interior de su vagina, una gruta con tesoros más fabulosos que el de Alí Babá, dentro tendrían que estar bailando las hadas de todos los cuentos. Ya se alzaba; un minuto más, y estaría dispuesto. Giró la cintura a un lado y otro, para agitar el pene, que saltó pesadamente dibujando un gran círculo.
-Ahora -dijo Omar, sonriente-, allá voy.
Se colocó a horcajadas sobre Silvia, entregándole el condón.
-Pónmelo.
-Chico, esto es un salchichón y no lo que ponen en los bocadillos.
-¿Quieres comer un poco?
-No tenemos mucho tiempo, Omar. Me temo que hemos de darnos algo de prisa.
Sin más preámbulo, entró en ella. Tras unas pocas sacudidas, notó que le cogía la mano derecha y la conducía hacia su vulva, bajo la presión de los dos cuerpos.
-Acaríciame aquí.
-¿No te basta con lo que te he metido?
-¿Te han explicado lo que es un clítoris y su función?
Él no respondió. Nunca había oído esa palabra.
-Este botoncito, ¿lo notas?, es el equivalente femenino del pene. Es lo que nos hace gozar a las mujeres. Si me lo acaricias mientras me penetras, tardaré mucho menos.
-¿No podríamos vernos otro día con más tiempo?
-Ya veremos. Acaríciamelo, así, así...
La respiración anhelante le anunció al joven que ella estaba cerca del clímax, por lo que aceleró las arremetidas.
-¡Qué fuerte eres, muchacho!
-No sabes tú cuánto. ¿Te gusta?
-Me vuelve loca, sigue, no pares, más fuerte, ¡sí!, así... sí.
Se agitó aunque sin excesivas alharacas, sin los aspavientos de la Nancy ni la locura de la noruega, pero, en efecto, estaba gozando repetidamente. Omar apretó un poco más, movió las caderas a izquierda y derecha y, en una última sacudida, encontró su propio placer.
Tras inspirar con fuerza y soltar un suspiro, dijo Silvia:
-No quiero ni soñar lo que sería pasar toda una noche contigo.
-Pues no te lo imagines. Vamos a otra habitación y amanecemos juntos.
Ella sonrió.
-Es imposible, muchacho. ¿Sabes con quién estoy casada?
-Con un tipo medio calvo que debe de ser impotente.
-¡Qué perspicacia! Sí, es verdad que le queda poco fuelle, pero es el marqués de Benaljarafe y no puedo...
-¿Qué?
-Yo era modelo cuando lo conocí, y procedo de una familia de clase media, con unas posibilidades que distan de mucho de la clase de vida que mi marido representa. Salvo que yo tuviera motivos muy claros para demandarlo, o se divorciara por su propia iniciativa, no puedo arriesgar mi matrimonio, ¿sabes?, para encontrarme en la calle, sin nada. Sin embargo, me complacería mucho volver a verte.
-¿Quiere decir eso que tengo que irme ya?
-Lo siento, pero sí.
-Déjame un poquillo más.
-No, de veras que no. Esto es muy arriesgado.
Había tenido ya su ración -pensó el novillero-, lo que esperaba, y se daba por satisfecha. Él necesitaba mucho más. Sin decir nada, fingió que iba a alzarse de la cama, pero volvió a caer sobre ella y la abrazó fuertemente.
-Quita, Omar, por favor. Tienes que darte prisa en irte.
-Sólo es un minuto. ¿Ves? Ya está a punto.
Volvió a penetrarla, pero, ella, inmovilizada por su peso, se estaba resistiendo.
-Por favor, chico. No me hagas enfadar.
-Falta un segundo -aseguró él sin parar de bombear y con los brazos fuertemente apretados en torno de su cuerpo.
En ese momento, sonaron golpes en la puerta.
-¿Ves? -dijo Silvia-. La hemos fastidiado. Coge tu ropa y sal deprisa al balcón.
Súbitamente angustiado, Omar hizo lo que le indicaba. Se precipitó de un salto sobre la ropa, la cogió en un gurruño, aferró los zapatos y salió al balcón. Mientras empezaba a vestirse, escuchó:
-¿Por qué has tardado tanto en abrir?
-Estaba dormida, Alberto. He tomado un calmante para la neuralgia, y ya sabes el efecto que me hace.
-¿Con la música encendida?
-Me he dormido sin darme cuenta.
-¿Ahora duermes desnuda?
-¿No te gusta?
-No. Es indecente. Ponte el camisón.
A través del visillo, Omar vio que el marido se acercaba a los postigos. Sólo había conseguido enfundarse la camisa y el calzoncillo. Se calzó precipitadamente los zapatos, sin atárselos, y, con el pantalón en la mano, se izó encima de la baranda y saltó hacia el balcón vecino. Resbaló a punto de precipitarse en el vacío y sólo por sus excelentes reflejos consiguió aferrar ambas manos en los barrotes de hierro. Cuando se alzaba, cayó en la cuenta de que había soltado el pantalón. Con un estremecimiento, oyó que alguien decía en la calle:
-¡Un pantalón! ¡Mira allí arriba, uno que escapa de un cornudo!
-¡Sí, coño! Un donjuán en apuros.
-¡Chisss! -trató Omar de acallar a los chistosos.
En vez de dos, ahora eran ya seis o siete los que se habían agrupado con la cabeza levantada en su dirección, señalando escandolasamente hacia arriba. Omar empujó los postigos, a ver si cedían. Estaba echado el cierre. Golpeó, a ver si tenía la suerte de que fuese un hombre el huésped y le ayudaba. Nadie acudió a la llamada. ¿Qué podía hacer? Sin pensarlo más, repitió el salto, esta vez con mayor fortuna, yendo a caer en un balcón que tenía los postigos sólo entornados. A esas alturas, ya eran lo menos veinte los que formaban el auditorio que contemplaba el espectáculo, el conserje del hotel entre ellos.
-Es el torero malagueño -oyó que decía éste.
Empujó los postigos de golpe y, al instante, se encendió la luz.
-¿Qué...? -gritó el hombre joven en cuya habitación había irrumpido.
-Perdone, siga durmiendo. Salgo ya.
El hombre sonrió, deslumbrado por las fortísimas piernas desnudas que asomaban bajo la camisa y la prominencia morcillona del slip.
-No tengas prisa. Ven aquí... ¿no te gustaría acabar la faena?
¡Un maricón! Omar se precipitó hacia la puerta y echó a correr pasillo adelante. Cuando subía de tres en tres los peldaños de la escalera, recordó que la llave de la habitación estaba en el bolsillo del pantalón. Y ahora, ¿qué? No podía llamar a la puerta y despertar al Cañita; le echaría una bronca de mil demonios y, después de lo ocurrido el último martes, a ver si no le daba por romper definitivamente la asociación. Anheló que el conserje, al ver de quién se trataba, hubiera recogido el pantalón y subiera a dárselo. Esperaría un poco, antes de despertar al Cañita, a ver si el sujeto tenía tal ocurrencia. Pero al iniciar el recorrido del pasillo, vio que el conserje estaba ya golpeando la puerta. No había nada que hacer. Se escondió. Escuchó al Cañita refunfuñar:
-¿Qué pasa?
-A su matador se le han caído los pantalones por el balcón. Tómelos.
-¡Qué dice!
-Creo que quienquiera que fuera con quien estaba, el marido en cuestión lo habrá sorprendido. Debe de andar por ahí, de balcón a balcón, buscando por donde entrar de vuelta al hotel.
-Está bien. Recuérdeme mañana que le dé una propina.
El novillero notó que su apoderado adelantaba la cabeza fuera del dintel, escrutando pasillo adelante en ambas direcciones; identificó en su expresión los amargos reproches que preparaba. Escondido en el recodo, esperó a que el conserje tomara el ascensor. Cuando lo hizo, llamó a la puerta. El Cañita alzó la mano, dispuesto a darle una bofetada.
-Está bien, don Manuel, me lo he ganao. Adelante. Deme tós los guantazos que quiera.
-Niño, ¿no sabes lo que te puede pasar mañana, cuando el toro huela a coño? ¡Ere un inconsciente! Venga, métete en la bañera dos horas por lo menos, con tó el gel que haya en la botella, y echa este tarro de colonia en el agua, no sea que el domingo tenga que llevarte a Málaga en ambulancia. Venga ya, que necesitas descansar.
-Perdóneme, don Manuel.
-¿Perdonarte? Cuanto acabe la novillá mañana, te voy a poner un ojo a la virulé. ¡Por éstas!
























XVI – Espantá

El Cañita había tenido el buen sentido de elegir el vestido de color tabaco, menos mal. El negro, el tabaco y el burdeos eran los que menos dejaban notar la trempera, y eso le venía de perlas, porque Marisa estaba con su tía en la barrera del dos y, sólo diez personas más hacia la izquierda, Silvia, con el bizcocho mojado y rancio de su marido, ocultos los hermosos ojos por grandes gafas de sol, a pesar de lo cual, notaba que lo miraba por la sonrisa casi indetectable.
Otra vez en el foco de atención por ser debutante en la plaza. Menos mal que la gente de Castilla no era tan chillona y bromista como la de Andalucía, porque de frente no se notaba nada, pero sabía que de perfil tenían que verse a mil leguas los Picos de Europa, porque no había acabado tampoco la faena con la marquesa y estaba igual que cuando la noruega lo dejó a medio satisfacer. Tenía que habérsela cascado antes del paseíllo, pero comenzaba a darle apuro seguir comportándose como un niño delante del Cañita. Por esa razón, estuvo deslucido con el capote, no les disputó el quite a los compañeros y no se decidió a clavar banderillas. Se sintió en un compromiso a la hora de brindar la lidia del toro; tenía que ofrecérselo al público y lo hizo, era lo más comercial, pero, por un lado, sabía que no estaba inspirado y, por el otro, intuía que Marisa esperaba que se lo brindase a ella, lo que también crearía un conflicto con la marquesa. El conjunto de tensiones interrelacionadas estuvo a punto de ocasionar que de nuevo le devolvieran el toro a los corrales. Por suerte, atinó al sexto intento con una media lagartijera cuando iba a sonar el tercer aviso, y el animal rodó, aunque necesitó puntilla.
Siguió el resto de la lidia con escasa concentración, pensando que necesitaba pedirle al Cañita que lo embozara para aliviarse, pero sin decidirse.
En la barrera del tendido dos, conversaban Isabel y Marisa:
-No te preocupes -dijo la tía-, también en Vélez falló con el primero.
-Parece estar muy preocupado -comentó Marisa.
-Los toreros tienen mucho amor propio. Además, me huelo que desea deslumbrarnos, así que ahora, el pobre, tiene que estar hecho polvo.
-Le estará bien empleado, por chulo. No puedo soportar esos desplantes que hace, abierto de piernas y metiendo el culo para dentro, para que todos comprueben lo bien que le ha dotado la naturaleza.
-Que no es eso, chica. Todos los toreros hacen lo mismo.
Detrás de ellas, dos aficionados charlaban:
-¿Has escuchado el chisme?
-¿A qué te refieres?
-A lo de Omar Candela.
Marisa prestó atención al oír el nombre. Continuaron a sus espaldas:
-No me ha parecido gran cosa.
-En la plaza, no, pero cuentan que es un calentorro de cuidado. Ahoche, andaba descolgándose por los balcones del hotel, huyendo de un marido cornudo que quería matarlo y le amenazaba con un revólver.
-¡No me digas!.
-Creételo. Parece que el cornudo lo sorprendió el plena faena. Tuvo que escapar en pelotas y media Palencia le ha visto los huevos. Cuentan y no acaban. Dicen que se las gasta del calibre cincuenta.
El otro soltó una carcajada.
-Me voy -dijo Marisa.
-¿Estás segura? -preguntó Isabel.
-Sí. Me repugna ese tipejo. No tendríamos que haber venido.
-Por lo menos, vamos a verlo torear.
-No. Quédate tú si quieres, pero yo me voy.
-Caramba, Marisa, no exageres. Cualquiera diría que el chico te hace tilín y te ha puesto celosa el comentario de ésos que están ahí detrás.
-Lo que me da son arcadas. Me voy.
-Bueno, vámonos.
Omar vio que las dos mujeres se levantaban y salían del tendido. Supuso que irían a los aseos, y acechó el regreso con ansiedad, pero no volvieron. Cuando el clarín anunció su toro, el sexto, estaba de tan mal humor, que llevaba más de media hora sin pensar siquiera en las solicitudes de la entrepierna.
Recibió mecánicamente al novillo, pero como sonaron varios olés, se vino arriba. Bordó la faena con el capote, puso entre clamores los tres pares de banderillas y, sintiéndose seguro, brindó el toro a Silvia, que cogió al vuelo la montera sin advertir el gesto de desagrado que dibujaba su esposo, el marqués. A continuación, realizó la mejor faena de su corta vida y mató de una estocada al volapié. Cuando el toro cayó bocarriba, la plaza era un clamor. Dio dos vueltas al ruedo y, cuando llegó ante la marquesa para que le devolviera la montera, notó que ella introducía en la copa un papelito doblado.
Aguardó a estar de nuevo en el callejón para leerlo. "Cuando pases por Madrid, llámame, pero sólo de cuatro a siete de la tarde los días laborables". Al pie, un número de teléfono y una silueta de sus labios marcada con carmín.
-Niño -dijo el Cañita abrazándolo por los hombros-, vamos directos a la gloria.
-¿Ya no me va a poner el ojo a la virulé?
-Tendría que hacerlo, pero me aguantaré.
-Gracias, don Manuel. ¿Se le ha pasao el cabreo conmigo?
El Cañita sonrió con ternura. Amagó un golpe en la barbilla del joven.
-Vamos a hacer un convenio. Tú te resistes cuarenta y ocho horas antes de cada corrida y, a cambio, te llevaré con la Nancy todas las demás noches, si te apetece.













XVII – Aliño

A causa de la excitación, por revivir su memoria una y otra vez los detalles de la lidia de su segundo, y recreándose con los ecos de los vítores de la plaza de Palencia, el domingo por la noche no conseguía Omar dormir a pesar del cansancio del viaje.
Fiel a las instrucciones del Cañita, y porque tendría que despertarlo a las siete de la mañana, Carmen, su madre, le obligó a acostarse a las once, cuando todavía estaban las tabernas a tope, con los amigos y el primo Tomás de cachondeo quién sabía hasta qué hora y, en Torremolinos, un motón de guiris que ni habrían comenzado aún la noche de marcha, cuando emprenderían los habituales tiras y aflojas, comunicándose con señas y balbuceos, hasta elegir entre la legión de hortelanos de toda la Hoya, que hallaban con las turistas el alivio que resultaba tan complicado conseguir en sus pueblos, por la supervivencia de las convenciones que obligaban a trámites, súplicas y disimulos inacabables antes de que alguna vecinita se alzara la falda.
Y él, con la perinola a reventar porque, tras el viaje, y aunque el Cañita se lo había ofrecido, creyó por una vez preferible correr a descansar en vez de ir donde la Nancy. Aunque se adormiló al caer en la cama, despertó arrepentido a los pocos minutos, a causa de los apremios de la trempera.
Tras cuatro o cinco vueltas sobre el colchón y varias docenas de suspiros de envidia por la libertad descomprometida de los muchachos de su generación, consiguió dormirse y, otra vez, volvió a despertar en plena primera descarga de la noche, con el estoque todavía sacudido por el remate de la faena. Luego de limpiarse con la toallita que solía poner en la cabecera para tratar, casi siempre sin fortuna, de que no quedasen huellas en la sábana, miró el reloj; sólo eran las doce menos veinte. Acechó a ver si su madre estaba despierta y al liquindoy; sí, miraba en la televisión una película de ésas que ella tenía que ver con el pañuelo en la mano; tal vez podía escapar sin que se diera cuenta. Se enfundó el vaquero y una camiseta y, sin calzarse, con los tenis en la mano, encajó con sigilo la puerta del dormitorio y salió al pasillo pero no se dirigió a la sala, sino hacia el patinillo lleno de macetas, donde la escalera que subía a la azotea le conduciría a la libertad mediante el trámite de descolgarse por la reja de la ventana de su propia habitación.
-¡Omar! -le saludó Tomás-. Me ha dicho mi madre que estuviste fetén ayer en Palencia. ¿Ya eres rico?
-No digas chalaúras. Me parece que todavía le debo a mi apoderao como pa comprar diez camiones de langostinos.
-Entonces, te invito. ¿Qué quieres beber?
-Un Trina de naranja.
-¡Serás mariquita! Bébete un lingotazo, majara, que pago yo.
-No. Tengo tentaero mañana a las ocho y media. Oye, primo, ¿tú con quién follas?
-¿A qué viene eso?
Uno de los amigos, que les daba la espalda apoyado en el mostrador, giró la cabeza y dijo:
-¿Tú no sabes, Omar, que tu primo está siempre con la alemanita?
-¿Con la alemanita? ¿Has ligao en Torremolinos, primo?
-¡Qué va! -exclamó el amigo-. Tomás se pasa todas las noches diciendo: "¡Hale, manita!"
-Joé -masculló Omar-. No sé cómo coño he caío en un chiste que es más viejo que andar palante.
-¿Por qué quieres saber eso, primo? -preguntó Tomás.
-Bueno... ¿Te arreglas con tu novia?
-¡Tú estás pirao! ¿Es que no la conoces?
-¿La Marieva quiere llegar virgen a la iglesia?
-Tampoco hay que exagerar. Es que no tiene ni diecisiete años y ya sabes cómo se las gastan su padre y sus hermanos. ¿No te acuerdas de la que le dieron al Curro el de la pizarreña cuando dejó preñá a la hermana mayor?
-¿El que tuvo que casarse con la escopeta encajá en las paletillas?
-El mismo. Pues con la Marieva, igual pero peor, porque como es la más chica...
-Entonces, ¿dónde metes el queso?
-Bueno... pues, con lo que cae.
-O sea -ironizó Omar-, que te comes menos roscas que un pescao, y tuviste la poca vergüenza de chismearle al Cañita que yo no... ¡A que va a resultar que tú todavía no la has metido en caliente!
-¡Serás majara! ¡Qué más quisieras tú!
-Pues mira, primo, que me creo yo que puedo darte lecciones... Si el viernes, en Palencia, tuve que escapar por los balcones del hotel, huyendo de un marido que me pilló en plena faena con su mujer...
-¡Serás embustero...!
-¡Como te lo digo!
-¿Y estaba buena?
-¡Jamón! Una marquesa que fue modelo antes de casarse. Tiene unas tetas... y unas gambas...
-Oye, primo... ¿Y no podría yo acompañarte a alguna de esas corridas?
-¡Tú has perdido el sentido! Yo me basto solo.
-No, Omar, coño, que no me comprendes. Quiero decir si no podría ir contigo a la plaza de toros cuando torees por aquí cerca...
-Déjame de líos. Si quieres ir, pregúntale al Cañita tú mismo, que tiene mu malas pulgas y bastante tengo yo con lo mío. ¿Has encerrao la motillo o está todavía en la calle?
-Está ahí al lao, pero seca de gasolina.
-¿Y si nos fuéramos a Torremolinos, a ver si pillamos algo?
-Después de pagar la invitación, no me queda ni un real pa carburante -se lamentó Tomás-. ¿Tú tienes dinero?
-He salío con lo puesto y sin pedirle a la vieja, porque me he escaqueao de matute. Y como vuelva pa pedirle a mi madre y se dé cuenta de que me he escapao, me partiría la cara a guantazos.
El amigo que les había gastado la broma de la alemanita, se volvió hacia ellos con un billete de dos mil pesetas en la mano, que entregó a Omar.
-Toma un préstamo, figura. Ya me lo devolverás cuando seas famoso.
Tras cargar quinientas pesetas de gasolina, emprendieron viaje hacia el barrio de Churriana, que era un atajo para llegar a Torremolinos en sólo veinticinco minutos con el renqueante vehículo de cuarenta y nueve centímetros cúbicos.
-Nos quedan mil quinientas púas -dijo Tomás-. ¿A dónde vamos a ir con esta porquería?
-Tú déjame a mí, primo. A ver.
Había mucha gente en la calle, pero casi todos en edad de jubilación. Los viajes del Inserso se hacían presentes por doquier, en todas las esquinas; riadas de alegres abueletes soñando con la adolescencia.
-Que me parece a mí que, en vez de meterla en caliente -comentó Tomás-, podríamos poner un anticuario.
-Vamos a la puerta del striptease de tíos en Montemar -dijo Omar.
-¿Ahora te gustan los gachós? -bromeó Tomás.
-Vas a ver. ¿Los domingos no hacen pases temprano?
-Me parece que sí -respondió Tomás-. El guiri aquel que quería contratarme pa que me despelotara, me llevó un domingo y que, si no recuerdo mal, serían como las ocho y media de la tarde.
-Ahora es la una menos cuarto. Seguro que estará a punto de terminar uno de los pases de los sinvergüenzas ésos que se quedan en cueros.
-¿Y qué, primo?
-Joé, Tomás -se impacientó Omar-.¿No te das cuenta de que, después de ver a los tíos en pelotas, las gachís salen del espectáculo a punto?
-Coño, primo. ¡La tunantería que da torear...!
Permanecieron casi un cuarto de hora a la puerta del local, tiempo durante el cual iban saliendo mujeres de dos en dos o en pequeños grupos, pero no en desbandada, como si el espectáculo continuase. Todas las que vieron durante ese tiempo superaban los cuarenta años.
-¿Ninguna de ésas te va, primo? -preguntó Tomás.
-A mí, la edad no creo que me importe, que ya me han camelao un montón de cuarentonas y un día de éstos empezaré a hacerles creer que han rejuvenecío, pero ¿no ves que son casi toas españolas? Si queremos follar sin más pejigueras, hay que encontrar guiris.
En ese momento, salieron tres que parecían extranjeras y que no podían tener más de treinta años. Omar le dio a su primo un codazo y ambos se volveron de frente hacia ellas, con las manos en los bolsillos, los glúteos remetidos y tensando la bragueta hacia fuera. El contenido debió de parecer interesante a las tres, puesto que se pararon ante ellos, los miraron de arriba abajo, más abajo, y sonrieron.
-¿Parle vous français?
La que preguntaba era, precisamente, la que los dos estaban mirando como alucinados, pelo rubio aclarado, anchas caderas, buena delantera y cara de estar de vuelta. Cuando los jóvenes respondieron que no con la cabeza, una de las otras, que no era tan atractiva, trató de hablar en español:
-Nous ir comer mariscos. ¿Vous convidar nous?
-¡Que te follen! -murmuró Tomás por lo bajini.
Omar se ahuecó la bragueta con ambas manos para recalcar el contenido, en ademán de invitarlas a comer salchichón. La que presumía hablar español, dijo:
-Très cojonudo.
Las tres se alejaron riendo a carcajadas. También los dos jóvenes rieron, pero ya con cierta decepción. Cuando Omar, recordando que tenía tentadero a las ocho y media, se disponía a proponer a su primo regresar, salió una joven sola, hermosísima, de nacionalidad indefinible. El pelo moreno y algo rizado caía en cascadas sobre la cara exquisitamente maquillada, donde los ojos verde claro refulgían como aguamarinas, la nariz era un primor de pintor y la boca, perfilada con carmín muy oscuro, dibujaba una sonrisa seductora enmarcando su luminosa dentadura criolla. Omar y Tomás repitieron la escenificación de resaltar sus atributos, ella sonrió y, con desenvoltura desinhibida, les dijo en español:
-¿Están buscando empatar?
-¡Digo! -exclamó Tomás, sin haber entendido la pregunta.
Omar no podía hablar. Descontando el aspecto de la vallisoletana Marisa, el atractivo portentoso de esta mujer colmaba todas sus fantasías.
-¿Quieren venir conmigo a una fiesta privada?
-¿Dónde? -preguntó Tomás, puesto que Omar continuaba enmudecido.
-En casa de un... amigo. Ése de ahí, ¿lo ven?
Señaló el retrato impreso en el cartel expuesto en la puerta, el del stripper estelar del espectáculo.
-Un cachas -comentó Tomás-. ¿No le cabreará que nosotros vayamos?
-¡Qué va! Le encantará. Me llamo Maira. ¿Y ustedes?
-Yo me llamo Tomás y mi primo, Omar, y es torero.
-¿De veras? ¡Fantástico! Mi carro está aquí al lado.
Les abrió la puerta de un Honda deportivo color burdeos. Tomás, notando la hipnosis de su primo, le dejó entrar hacia el asiento trasero y él se sentó en el del copiloto.
-No eres española, ¿verdad? -consiguió murmurar Omar cuando el coche emprendió la marcha.
-Soy venezolana, ¿no recuerdan ustedes mi cara?
Ambos negaron.
-Entonces, mejor.
La conductora no volvió a comentar nada ni intervino en la tímida conversación en susurros que mantenían los jóvenes, hasta que paró el coche en una zona de bungalows, cuando le preguntó Omar:
-Esto queda un poquillo retirao. ¿Nos llevarás de vuelta después?
-¡Cierto! Será chévere llevales por la mañana.
-¿Por la mañana? -se alarmó Omar, anticipando la bronca por partida doble que le caería, tanto de su madre como del Cañita.
-¡Vaya vaina! ¿Resultará que eres un huevón? -ironizó Maira.
Omar no respondió, por si la pregunta no significaba exactamente lo que había entendido. El acento de la mujer era muy sugestivo, pero usaba palabras extrañas. Ella abrió con su propia llave la puerta del bungalow, que se componía sólo de una gran habitación, más una kichinette y un baño. La luz estaba encendida; en la cama de dimensiones descomunales había dos hombres y Omar estuvo a punto de soltar una exclamación desencajada. Salvo por la foto del cartel que había señalado Marina, al joven atleta rubio no lo conocía ni de vista, pero el moreno... Sentía apasionada inclinación por el flamenco, se le removían las entrañas cuando escuchaba una guitarra o alguien entonaba una malagueña o unos abandolaos, pero carecía de erudición, puesto que no sabía reconocer los palos por su nombre... ni a los artistas, aunque sabía que el moreno de pelo largo y ojos como luminarias que yacía con expresión deslumbrada en la cama era famosísimo. Salía mucho en televisión, bailando flamenco en sus recitales por todo el mundo o en entrevistas; una presencia abrumadora, puesto que se trataba de un hombre muy atractivo y todavía joven, que gozaba de celebridad internacional. El rubio presentaba expresión de contrariedad, como si no le hubiera agradado en exceso la irrupción, pero el bailaor sonreía esplendorosamente al examinarlos con detenimiento.
-Siéntense -invitó Maira, señalando una de las doce o catorce sillas que había en torno a la cama, disposición que Omar halló sorprendente.
Viendo que dudaban, el famoso bailaor repitió la invitación:
-Venga, chiquillos, no seáis esaboríos. Sentaros.
Mientras hablaba, el bailaor alzó la cubierta y se sentó en el borde del colchón. Estaba desnudo; su pene, minúsculo en comparación con los pocos que Omar había visto en su vida, estaba rígidamente erecto, como si fuera un clavo. Cogió un pequeño frasco de color caramelo que había en la mesilla de noche, extrajo con una cucharilla un polvo blanco y lo absorbió por la nariz.
-¿No queréis un poquillo? -preguntó ofreciéndoles el frasco.
-No -respondió Omar, adelantándose a Tomás por si acaso.
-Ya me lo pediréis dentro de un rato -advirtió el bailaor, cuyo pene se mantenía exactamente igual, para sorpresa del novillero.
Mientras, Maira se estaba desnudando. Lo hacía como si fuese una profesional de striptease, de manera acompasada y con contoneos muy artísticos y, ahora sí, Omar la identificó. Tampoco recordaba su nombre, porque le parecían insoportables los culebrones que veía su madre todos los días después del almuerzo, pero recordó que Maira era actriz y había salido en uno de ellos, al reconocer no precisamente su cara, sino un lunar muy grande con forma de guinda que tenía en el hombro izquierdo.
-¿Quieren tomar algo? -preguntó Maira, ya completamente desnuda.
Antes de responder, Omar se preguntó por qué no sentía aún la trempera de costumbre. La escena era demasiado insólita, se dijo.
-¿Tienes refresco de naraja?
-¿Nada más? -preguntó Maira, con expresión sarcástica- ¿Y tú? -ahora preguntaba a Tomás.
-Whisky.
-Menos mal que tú sí estás en onda -comentó la actriz.
Sonó el timbre de la puerta. Como Maira se dirigía hacia la cocina a preparar las bebidas y el bailaor continuaba con el frasquito en la mano, se alzó el atleta rubio. También estaba completamente desnudo, presentando una media erección, sin empinar, su pene de dimensiones colosales, algo retorcido y lleno de protuberancias, que lo hacían parecer una batata de las que asaba la madre de Omar en otoño. Franqueó la puerta a cinco personas, dos hombres y tres mujeres. Éstas eran algo vulgares y mayores, con aspecto de vacacionistas de excursión parroquial, pero ellos, con sus músculos, su bronceado y su ropa de marca, debían de ser artistas del espectáculo a cuya puerta habían conocido a Maira, u otros semejantes o, acaso, gigolós. Tras muchos besos y exclamaciones intercambiados con ellos y no con ellas, también fueron invitados por el rubio a sentarse en las sillas dispuestas en torno a la cama. Omar trataba de imaginar lo que estaba a punto de ocurrir. A su lado, Tomás, parecía encantado con la situación, sin extrañeza.
Llegado el rubio a la cama, todavía de pie junto al bailaor, éste le acarició el pene con la misma expresión que usaría para acariciar la cabeza de un bebé.
-Pídele que aguante, corazón -dijo.
El rubio sonrió. Salvo para sus saludos a los recién llegados, que habían consistido en varios "oh", "hey" y palabras así, no había hablado todavía lo suficiente para que el novillero dedujese cuál podía ser su origen. Maira volvió con las copas, que entregó a los dos primos. Saludó a los recién llegados y también les preguntó qué querían beber. Las tres mujeres estaban tan aleledas, que apenas murmuraron sus respuestas en susurros ininteligibles. Cuando volvió portando la bandeja con los cinco vasos, Maira preguntó a los dos de la cama:
-¿Empezamos?
-No -respondió el bailaor-. Todavía hay siete sillas vacías. Se llenarán pronto.
Durante los cinco minutos siguientes, el rubio tomó dos cucharaditas del polvo blanco y bebió un vaso que parecía de agua, pero Omar supuso que podía contener vodka o ginebra; el bailaor sorbió una nueva cucharadita de polvo y obligó al rubio a verterse un poco del contenido del vaso en el ombligo, que el flamenco lamió; Maira preparó una raya del polvo sobre un platillo de plata, que sorbió con un billete de mil pesetas enrollado. Las mujeres con aire de catequistas tenían las mejillas rojas de rubor, pero no desviaban las miradas de los tres de la cama. Éstos comenzaron a reír incesantemente, de modo extraviado. A la cuarta o quinta oleada de risas, sonó de nuevo el timbre. El rubio con la batata entre las piernas volvió a abrir. Eran doce personas, seis parejas, todas compuestas por un joven y una mayor o por una joven y un mayor. En su totalidad, los chicos y chicas tenían aspecto de faranduleros o profesionales con teléfono en las páginas de relax de los periódicos; en todos los casos, los mayores se mostraban perplejos y fascinados al tiempo. Las siete sillas libres fueron ocupadas y varias de las mujeres se sentaron sobre sus acompañantes.
-¿Empezamos? -volvió a preguntar Maira.
-Vamos allá -respondió el bailaor.
Maira se tendió sobre la cama, componiendo figuras de postal pornográfica; se relamía la boca, entornaba los ojos y situaba sus dedos índice y corazón junto a su vulva para abrir los labios de modo que la vagina resultara visible para todos los espectadores. Omar supuso que era el coño más dilatado que había visto jamás, aunque nunca hubiera contemplado ninguno tan pormenorizadamente. Luego de unos cinco minutos de poses de la venezolana, el rubio se arrodilló sobre la cama ante sus muslos y comenzó a animarse la batata, que el novillero consideró que, más que animación, necesitaría un gato hidráulico. Sin alzarse la desproporcionada masa del pene, el rubio debió de suponer que ya estaba en situación de uso, puesto que inició la penetración. El bailaor, sentado sobre los pies de la cama, los miraba con intensidad mientras su pajarito, siempre volandero, continuaba deseando piar.
El rubio permaneció bombeando unos diez minutos, adoptando poses que parecían ensayadas, puesto que, con las manos y los pies apoyados sobre el colchón, alzaba el culo de manera que resultara visible la batata encajada en la arepa venezolana. Lo hacía echando unas veces los pies hacia la derecha de la cama y, otras, hacia la izquierda, de modo que los espectadores pudieran ver cómodamente al ermitraño en la ermita.
-¡Agora estou disposto! -gritó el rubio con acento que a Omar le pareció portugués.
El bailaor se puso de pie sobre el colchón y clavó su puntilla en el ano del rubio de una sola estacada. Prisionero entre Maira y el flamenco, el portugués pareció ser arrebatado por una posesión demoníaca, puesto que comenzó a saltar convulsionándose, dando botes que le alzaban más de un palmo sobre el cuerpo de Maira con el otro encaramado a su espalda, mientras gritaba roncamente palabras que Omar no consiguió entender ni una.
Ahora, sí. La trempera del novillero había recuperado los parámetros de costumbre. Tenía necesidad perentoria de participar en lo que, según todas las trazas, era un espectáculo aunque no pudiera deducir quiénes pagaban y quiénes cobraban, pero el único coño disponible estaba ocupado de sobra. Miró a un lado y otro, a ver si alguna de las mujeres vestidas estaría dispuesta a desnudarse, pero lo que observó en todas las caras le quitó la idea de la cabeza. Aquellas personas estaban mirando con fascinación, principalmente las mayores, pero sin ningún otro interés que una observación que parecía concertada.
El bailaor volvió la cabeza hacia los dos primos con ojos vidriosos y sonrisa que trataba de ser cómplice, diciéndoles:
-Esto no es gratis. ¿Por qué no os desnudáis y os ponéis a tiro?
Con algo que no era capaz de calificar en el pecho y el estómago, Omar empujó a Tomás rumbo a la puerta.
-Vámonos, primo -dijo.
Siguiéndolos con la mirada, dijo el bailaor:
-Oid, no se os vaya ocurrir contar por ahí lo que habéis visto.
-No te preocupes, tío -tranquilizó Omar-. El domingo que viene, te traigo un regimiento, pa que puedas demostrarles que eres tú quien te follas a los tíos y no ellos a ti, como chismean en la tele.
Los dos primos rieron nerviosamente sin parar durante todo el viaje de vuelta. Ninguno de los dos había comprendido del todo la naturaleza de la escena. Cuando cayó en su cama, Omar temió que los bostezos le revelasen al Cañita por la mañana que había trasnochado. A pesar del temor, y a pesar también de llegar con las mismas reservas energéticas con que había salido, se durmió inmediatamente.



XVIII - Larga cambiá

-Nos ha salío una novillá en Ibiza pa el sábado de la semana que viene -dijo el Cañita-. Nos viene de dulce, porque toreamos el domingo siguiente en Játiva, así que la combinación es chachi.
Omar continuó los ejercicios con escaso interés debido a que sentía sueño, abulia que intuyó el peón que accionaba la carretilla donde estaba montado el toro de mimbre, y no realizó ninguna aproximación imprevista ni peligrosa. Mayo avanzaba entre calores y, tal como olía el aire, Omar sólo podía pensar en el sexo, adobado con la frustración que le causaba recordar a la muchacha de Valladolid y la fallida excusión a Torremolinos. El aire estaba lleno de sonidos, en contraste con el silencio campero de sólo un mes atrás; cantaban toda clase de pájaros y había rumores de vida por doquier entre el perfume almibarado de las flores. Todo invitaba a abandonarse a la sensualidad.
-¿La ha llamao usted, don Manuel?
-Sí. Anoche hablé con Isabel casi una hora.
-¿Le dijo algo de la sobrina?
-Está cabreá. Alguien le contó tu aventura por los balcones de Palencia.
-¡Coño!
-Sí, ése es tu problema, los coños. Pero date cuenta de una cosa, niño; si Marisa se puso de mal humor, será porque se había hecho ilusiones.
-¿Usted cree eso de verdad?
-Claro que sí, hombre. Cuando toreemos en Colmenar Viejo, las voy a convencer pa que vayan a verte.
-¿Y si la llamara yo?
-El teléfono que tengo es el de la tía y, de cualquier modo, ¿tú crees que con el jarabe de pico que te gastas ibas a convencerla?
-¿No iba a llevarme más veces al teatro, pa que hable mejor?
-¿Cuándo te voy a llevar al teatro, niño, si todas las noches no quieres otra cosa que a la Nancy?
-Lo cortés no quita lo valiente.
-¿Ves?, eso está pero que mu requetebién, que tengas agilidad mental pa decir cosas como ésas. Pa avanzar en ese camino, tendrías que leer tó lo que puedas, ya sabes, periódicos y demás, ya que no soy capaz de imaginarte leyendo a Ortega y Gasset. Mira, creo que hay una compañía de teatro en el Alameda, que no queda lejos de la barra donde trabaja la Nancy. ¿Quieres que vayamos hoy?
Mientras miraban los carteles tras comprar las entradas, Manuel Rodríguez se arrepintió de haber hecho la propuesta. Se trataba de una de esas funciones de teatro modernas, donde la gente se desnudaba y pasaba todo el rato dando gritos y otras cosas raras. Bueno se iba a poner el niño en cuanto viera a una mujer desnuda en el escenario.
-No creo que esta función te sirva pa aprender a expresarte, Omar. Si quieres, lo dejamos.
-Ya ha comprao usted las entradas. ¿Va a perder el dinero?
-No tiene importancia.
De todos modos, entraron en el teatro y fueron luego a la barra americana. Nancy no trabajaba ya allí y, al informarle, la encargada miró fijamente a Omar:
-Comentan las chicas que se había colado por un cliente y ha preferido quitarse de enmedio. Nosotras no podemos permitirnos que nos pasen esas cosas. Creo que se ha ido a Barcelona. Pero mira la búlgara que tenemos nueva... ¿no te apetece?
-Me había hecho a la idea... -repuso el novillero.
-¿Quieres, o no? -se impacientó el Cañita.
-No, don Manuel. Venía pensando en la Nancy. Ahora ya no tengo ganas y, sin en cambio, estoy que me mareo de hambre.
-¿Qué quieres comer?
-No sé...
Manolo Rodríguez sonrió con indulgencia. Creía que al niño le daba igual una mujer que otra, con tal de que se abriera de piernas, y resultaba que era capaz de encapricharse. En cuanto a la comida, tragaba glotonamente cantidades increíbles de carne y, ahora, esa indiferencia. Nancy había llegado a hacerle cosquillas en el corazón... Claro, había estado encamándose con ella casi seis meses. No debería haberlo tolerado.
-Te diré lo que vamos a hacer. Hay en la parte antigua de Málaga tres rutas del tapeo a cual mejor. Desde ternera con almendras a conejo al ajillo, y desde gambas y navajas a la plancha, hasta rape con alioli. ¡Y no se digan las conchafinas, los búzanos y las coquinas! Vamos a recorrer las tres rutas completas. ¿Vale?
-Lo que usted quiera, don Manuel.
Vaya con el niño. Estaba de verdad afectado.
Durate dos horas, engulleron una abundante y variada cantidad de tapas y medias raciones. Emprendían el recorrido por la tercera ruta cuando entraron en una pequeña tasca en cuya barra se apelotonaba la gente. El mostrador presentaba un increíble surtido de tapas de caza y embutidos típicos camperos de las comarcas que rodeaban la ciudad. Colgaban de un tubo de hierro, sujeto en el techo sobre el mostrador, ristras de ñoras y de ajos, jamones y salchichón fresco de la Hoya, morcillas de Ronda y mojama de pintarroja.
-Tendríamos que haber empezao aquí -murmuró el Cañita.
-Ya no me queda hambre, don Manuel.
-Bueno, da igual. Tomemos el último trago de Cartojal y te llevo a Cártama.
-Puedo coger el autobús.
-¿Para que llegues a tu casa a las mil y quinientas? No, niño, tienes que descansar, porque mañana te quiero fresco como una rosa a las ocho y media en el tentadero. Vamos a tomar esa copa.
Cuando Omar fue a coger el catavinos para el segundo sorbo, empujó sin querer a una mujer que estaba de espaldas a él, vuelta hacia el hombre con el que conversaba.
-Perdone usted -se disculpó el novillero.
Ella giró la cabeza para sonreirle. ¡En su vida había visto una mujer más guapa! Pelo castaño claro recogido en un moño bajo como los de las mujeres ricas que salían en las revistas, ojos verdes que parecían lagos de tan grandes, nariz recta y una boca... Esa sonrisa era una provocación que tendría que estar prohibida por la ley. Omarito la miraba alelado, incapaz de pronunciar palabra.
-¿Tú no eres el torero?
Había debido de verlo torear en Vélez o en Nerja.
-Sí -respondió el Cañita, observando la parálisis del niño.
-Estuviste muy bien -dijo ella.
-¿Dónde lo vio usted?
-En Vélez. Yo vivo allí, esta noche he venido al teatro.
-¿Al Alameda?
-Sí, ¿por qué?
-Pues porque da la casualidad de que nosotros también hemos estao viendo la función.
-¡Vaya, tiene guasa la cosa! ¿Su hijo es mudo?
-¿Mi hijo?, ¡ah! Niño, ¿te ha comido la lengua el gato?
-Yo...
Ella se desentendió del hombre con el que había estado hablando. No debía de ser ni siquiera amigo, solamente alguien con quien había entablado conversación de manera casual, en la propia taberna.
-Me llamo Lola. ¿Cuándo torearás de nuevo por aquí cerca?
-El niño se llama Omar, como ya sabrás, y yo me llamo Manolo. De momento, no tenemos ná por estos andurriales -respondió el Cañita-, pero si nos das tu dirección, podemos mandarte una entrá en cuanto toreemos por aquí.
-Vaya, ¡qué generoso! No es necesario y, además, yo suelo ir a los toros con mi marido.
-¿Este señor es tu marido?
-No, es un amigo que acabo de conocer. Oye, ¿cómo te llamas tú? -Lola tocó el hombro del desconocido-, para que te pueda presentar.
-Sebastián.
-Bueno, pues ya están hechas las presentaciones.
El Cañita escrutó a su pupilo. Llevaba cinco minutos sin despegar la mirada del rostro de la mujer. Decidió ayudarle.
-¿Podemos invitarte a una copa en un sitio más tranquilo?
-¡Digo!, ¿por qué no? Con que llegue a Vélez antes de las siete de la mañana, no hay problema. Mi marido trabaja en el materno y tiene guardia esta noche. ¿Tú vienes, Sebastián?
-Imposible. Me esperan en casa.
-Bueno, pues ya lo tenemos todo organizado -dijo alegremente Lola-. Vamos a tomar esa copa por ahí, que será bueno para la digestión.
Fueron en el coche del Cañita, con la promesa de llevarla luego hasta donde ella tenía aparcado el suyo. El local que eligió Manuel Rodríguez era un pub que conocía por encontrarse a una manzana de su casa, un lugar muy elegante que sólo había visto desde fuera, porque se suponía demasiado mayor para entrar solo en esa clase de sitios.
-¡Huy! -exclamó Lola- Ustedes tenéis malas intenciones.
El Cañita sonrió. En efecto, el local, con profusión de espejos y puntos luminosos, daba sin embargo la impresión de estar completamente a oscuras. Estaba casi lleno de personas mucho mayores que Omar y mucho más jóvenes que él. Eligió una mesa adosada a la pared entre dos butacones enfrentados. Obligó a los dos jóvenes a sentarse juntos y él se situó enfrente, maquinando cómo dejarlos solos. Al día siguiente no habría entrenamiento. En el momento que Omar sintió la presión de la rodilla de Lola contra la suya, tuvo que acomodarse el pene, porque le había pillado la trempera en posición incómoda.
-Oye -bromeó Lola-, ¿estás insinuándote?
Omar bajó la cabeza, encendido.
-Voy un momento a la barra -se disculpó el Cañita-. He visto a un amigo y voy a saludarlo.
Cuando se quedaron solos, Lola preguntó:
-¿Eres siempre tan tímido?
-Yo... nunca he visto una mujer más guapa que tú.
-¡Osú, qué niño tan simpático!
No le gustaba que siguera llamándole "niño", a ver. Tenía que advertirle al Cañita que dejara de llamarlo así, al menos delante de extraños.
-De niño, no me queda ni el traje de primera comunión.
-Así que eres un hombre.
-Yo creo que sí.
-¿Estás dispuesto a demostrarlo?
-¿Ahora?
-Pa mañana es tarde.
-¿Cómo quieres que te lo demuestre?
-Dile a tu padre que vamos a dar una vuelta. La playa está ahí mismo.
El Cañita notó que su estrategia había dado resultado antes de lo previsto. La pareja se había alzado de los asientos y se acercaba.
-Escuche, don Manuel; que... vamos a pasear un poco. ¿Va a esperarnos usted aquí?
-¡Natural!
-Es sólo un momento -se disculpó Lola-. Me apetece escuchar el rumor del mar.
"Yo te voy a dar rumor", pensó Omar.
La playa estaba excesivamente iluminada por grandes focos halógeos. Omar se preguntó hasta dónde estaría dispuesta Lola a llegar, en todos los sentidos.
-¿Has estado en el morro de la Farola alguna vez? -preguntó Lola.
-No.
-Tenemos que andar un poco, pero hay unas vistas preciosas.
En efecto, el dique que cerraba el puerto, un largo malecón curvado, permitía contemplar un paisaje completo de toda la fachada marítima de la ciudad, fuertemente iluminada, destacando la torre de la catedral y la fortaleza mora, reflejado todo el conjunto en el espejo del agua quieta de la dársena. El laberinto de grúas y barcos del puerto componía una tarjeta postal que olía a salitre y sonaba con ritmo de tangos de la calle de los Negros mecidos por las olas. Por el lado que daba al mar, había gran número de rocas un par de metros más abajo, que protegían el malecón contra la marejada; cada cierto número de metros, había algún pescador de caña ensimismado en su paciente espera.
-¿Por dónde bajarán ésos? -murmuró Lola.
-¿Quieres bajar ahí?
-¿Tú no?
-Pos al avío.
Sin más comentario, Omar no se tomó el trabajo de buscar una escalera, si la había. Se sentó en la orilla del malecón y se deslizó hasta las rocas; desde abajo, tendió los brazos a Lola.
-Es peligroso. ¿Estás seguro de que podrás sujetarme?
-Tú, siéntate, y luego te echas contra mí. No tengas miedo.
Lola actuó tal como el novillero le indicaba. En el momento de sentirse aferrada por los brazos del joven, admiró su fuerza prodigiosa. Ni siquiera se había movido un centímetro al caerle encima. Omar sabía que, tal como estaban rodando las cosas, no necesitaba preámbulos; hizo que Lola apoyara la espalda contra el malecón e, inmediatamente, la abrazó.
-Iba a reventar si no haciámos esto en seguida -confesó ella.
Omar no esperó más. Alzó con presteza la falda y bajó las bragas, tratando de no parecer demasiado ansioso pero sin perder tiempo. Entró en ella con la misma celeridad.
-¡Estaba segura! -exclamó Lola.
-¿De qué?
-Te vi torear, ¿te acuerdas? ¿Qué crees tú que me llamó la atención, los pases que dabas, las banderillas, tu forma de matar? ¡De eso nada! Tu paquete era lo que me tenía hipnotizada. Ahora veo que no era algodón, como dicen que se meten tantos toreros.
Mientras bombeaba, Omar observó que Lola se mordía los labios para contener los gemidos. La verdad era que, sólo un poco por encima de sus cabezas, había una especie de paseo con cierta iluminación, por donde andaba mucha gente. Ella no quería incitar a los mirones. A pesar de su contención, dijo sin embargo al oído del novillero:
-Hay alguien mirando ahí arriba.
-¿Cómo lo sabes?
-Por la sombra, ¿ves? Como siga asomándose así, se va a caer.
-Le voy a partir la cara de un puñetazo -aseguró Omar.
-Sigamos a lo nuestro. A mí no me importa.
-Entonces, a mí tampoco.
Omar aceleró las embestidas. Ahora ya no era Lola capaz de mantenerse callada; aunque contenidos, sus gemidos tenían que resultar audibles a la distancia de dos metros donde estaba el mirón. Omar aguantó dificultosamente, pero pudo resistir a causa de saberse observado. En cuanto notó que ella se convulsionaba, dio el golpe de gracia y gruñó. Apenas habían podido recuperar el resuello, todavía abrazados, cuando escucharon un grito y un golpe. El mirón había caído de bruces contra las rocas.
Omar se abrochó prestamente el pantalón y acudió a auxiliarle, lo mismo que un pescador que había unos veinte metros más allá, en la dirección del mar. Arriba, también comenzaba a apelotonarse la gente. Cuando el novillero alzó al hombre y le dio la vuelta, quedó horrorizado. El pobre, tenía la nariz completamente hundida, presentando la cara una máscara cóncava como una barca. A despecho de la compasión, sentía ganas de reír; le estaba muy bien empleado.












































XIX – Arrastre

Al regreso de Cártama, tras dejar a Omarito ante su casa, Manuel Rodríguez sentía la tentación de telefonear a Valladolid. Pero tenía que echar cuentas porque los entrenamientos y lo que el niño acaparaba del resto de su tiempo por las calenturas, le impedía calcular si no estaría pillándose los dedos con la inversión, a punto de quedarse manco.
Omar necesitaba otro vestido, lo que a lo mejor le obligaba a vender más bonos del estado. Lo precisaba de veras, porque el primero que le compró de segunda mano, el negro, ya no podía usarlo a pesar de los añadidos, porque seguía creciendo y madurando. A ver si no tendría que emborracharlo unas cuantas veces para que no creciera más, que iba a acabar compitiendo con Terminator y hasta dejaría de tener figura torera. Por otro lado, era una pejiguera llevarlo a la sastra, con tantas chalaúras con el asunto del paquete, como si no hubiera cientos de toreros dispuestos a cambiárselo. Porque había visto cada cosa cuando otros apoderados lo invitaban a ver vestirse a sus pupilos, privilegio concedido a muy pocos. Por las fotografías que luego salían en la prensa, deducía que recorrían las plazas de toros centenares de calcetines colocados en lugares que no eran los pies.
¿Sería verdad lo que le habían contado en Palencia? El tal estaba casado y tenía tres hijos y dos nietas, por lo que al Cañita le resultaba muy difícil de creer que el torero del que era apoderado lo obligara, para aliviarse, a arrodillarse ante él en la limusina para saborear lo que sólo resultaba notable cuando lo envolvía en calcetines deportivos. ¿Y lo del torero que cultivaba fama de macho erotómano, hasta el punto de que salían decenas de famosillas en la prensa disputando por él, y sin embargo estaba, en realidad, liado con un francés que le exigía constantemente lo que su nacionalidad sugería, antes de ponerlo mirando al tendido para entrarle por derecho? ¿Y lo del escritor norteamericano que tenía una colección impresionante de fotografías en primeros planos de los objetos de su adoración, sin calcetines, fotos para las que algunos posaban con gran complacencia en las habitaciones de los hoteles un par de horas antes de las corridas, para lo que tenían que adelantar alguna que otra?
Tales casos eran, por lo que sabía, excepciones insólitas, aunque era innegable que el vestido torero constituía una tentación irresistible para todos los sexos, sobre todo el equidistante. Reconocía que ese bulto llevaba a mucha gente a las plazas, incluyendo a algunos con el talonario en la mano. Sin embargo, sabía vidas y milagros de casi todas las figuras, y en su mayoría eran buenos y decentes padres de familia, porque, eso sí, alguna clase de determinismo profesional les inspiraba a casi todos la idea de casarse muy jóvenes. En muchos casos, y a pesar de la abrumadora cantidad de oportunidades que tenían, sobre todo a causa del abultamiento de la taleguilla, resultaban ser aburridísimos monógamos.
Sumó los gastos del último mes y puso al lado la columna escuálida de los ingresos. Miró hacia el retrato de la parienta difunta como pidiéndole perdón, y anotó los valores de los que era indispensable desprenderse.
Lo de la Nacy representaba un pellizco considerable de los gastos, y menos mal que a Omarito, vistas las ocasiones, le daría pronto por aliviarse sin pagar. Pronto pagaría... a guardaespaldas para quitarse de encima a las que querrían, incluso, pagarle.
Arrastró los totales. Frunció los labios. Empezaba a necesitar el triunfo de Omarito casi más que él mismo, o acabaría a la puerta de la catedral con una gorra en el suelo y un cartelito.












XX - Mano a mano

Cuando el avión tomó tierra en el aeropuerto de Ibiza a primera hora de la mañana del viernes, porque la superstición del Cañita le hacía negarse a volar el mismo día que toreaba si podía evitarlo, Omar Candela volvió a preguntar por Marisa.
-No, niño, ¿no te lo he contao ya dos millones de veces? Dice Isabel que no quiere ni que te mienten.
-¿Cuándo es la novillá de Colmenar Viejo?
-Dentro de dos semanas.
-¿Irán ellas?
-Isabel cree que ni siquiera ella puede. Le pilla demasiao a trasmano.
-¡Joé!
-Olvídate de esa niña, Omarito. Con ella, tó te vino atravesao desde el principio.
-¡No puedo, don Manuel! Yo quiero no acordarme de ella, pero estoy cabreao, tengo que vengarme por la hijaputá que me hizo.
El apoderado observó a su pupilo con preocupación e ironía a un tiempo. Necesitaba hacerle pensar en otras cosas.
-Mira, Omarito; nuestro vuelo pa Valencia no sale hasta el domigo a mediodía, así que mañana noche nos hartaremos de reír con la vida nocturna de Ibiza, que dicen que es una pasá. Pero ná de folleteo, ¿eh?, que toreas el domingo en Játiva. El lunes, en vez de volver directamente a Málaga, nos quedamos un par de diítas en Madrid. Te voy a llevar a unos cuantos sitios donde hay unas gachís que vas a alucinar.
-Sí, don Manuel, tó eso está mu bien. Pero yo quiero una niña de mi edad y que no cobre. Ya me jartan las prostitutas.
-Pues no te quejarás, hijo; donde llegas, pones la pica. Anda que no te salen tías que quieren hacerlo contigo gratis.
-Pero no son muchachas, don Manuel.
-No te comprendo, Omar. ¿No habías dicho que querías ser como don Juan Tenorio?
-Sí. Pero también él acabó embobao con una chiquilla decente, ¿no?
El Cañita reflexionó. El chico estaba madurando. Pasado el primer deslumbramiento, el lógico de todo muchacho tan joven que se encontrara repentinamente admirado por multitudes, comenzaba a descubrir que junto a la pasión estaban también los sentimientos, como correspondía a un joven de su edad. ¿Qué podía hacer para ayudarle? Ciertamente, era una cuestión que no estaba en su mano resolver.
La habitación del hotel disponía de una pintoresca vista sobre el pequeño puerto y la ciudadela. Omar permaneció más de una hora apoyado en el alféizar de la ventana, con aire melancólico.
-¡Vaya novedad! -bromeó el Cañita-. ¿No te apetece salir?
-¿Pa qué? Si en cuanto viera alguna que me hiciera cosquillas en la vista, tendría ganas de llevármela al catre, y usted me lo ha prohibío.
-Mira, Omarito. Mentalízate. Has echao esta semana, que yo sepa, lo menos diez polvos. ¿Es que no puedes darte un respiro?
-Yo sí, pero ésta no -respondió Omar señalando su bragueta- No lo puedo evitar, don Manuel. Ésta es una rebelde.
El apoderado sonrió.
-Pero no puedes quedarte tó el santo día encerrao en la habitación, niño. Por lo menos, vamos a conocer un poco tó esto, que dicen que es mu bonito, por eso vienen tantos turistas. Si quieres, te llevo en un taxi a la playa y nadas un poco.
-¿No estará el agua fría?
-No, hombre, estamos a primeros de junio. De tós modos, por lo menos tomarías un poquillo de sol.
-¿Más? Me paso tó el día al sol en el tentaero.
-No es lo mismo, Omarito. Sienta muy bien a la salud y a los nervios el sol con el salitre. Hala. Vamos a la playa.
Cuando bajaban el terraplén que conducía a la hermosa y recoleta playa, el Cañita se dijo que el taxista era un cachondo de cuidado. ¡Los había llevado a una playa nudista!, y según lo acordado, el taxi no volvería hasta dentro de tres horas. La mayoría eran hombres, pero había las suficientes mujeres en pelotas como para que el niño se pusiera a cien.
-Lo he pensao mejor, Omarito.Vamos dando un paseíto hasta ese hotel que hemos visto al pasar, tomamos algo y llamamos a un taxi.
-No, don Manuel. Esta playa me mola una pechá.
-No me extraña, pero mira que no hay ni siquiera un chiringuito. Yo tengo mis años, y no me voy a quedar tres horas al sol a pique de que me dé un síncope.
-Mire, don Manuel, allí hay un montón de pinos. Vaya usted a echarse bajo un árbol y espere a que me dé un bañito, uno namás, ¿eh? Le sentará mu bien un descansillo con la brisa del mar.
Estaba en plan lisonjero, lo cual revelaba con claridad lo que se le pasaba por la cabeza, pero el apoderado vio que se iba a poner de morros si también le privaba del caramelo visual. Total, en una playa, con toda aquella gente, no había peligro de que el niño metiera lo que no se puede meter antes de torear. Las pocas veces que Omar había estado en la playa desde que tenía hechuras de adulto, usaba el mismo bañador: una holgada bermuda bajo la que se ponía un calzón muy apretado, para no sentirse en evidencia cuando tenía erecciones, que era siempre. Con tal indumentaria, notó que le miraban con hostilidad, puesto que no había nadie a la vista con siquiera un bikini. Comprendió lo que las expresiones significaban; creían que iba de mirón. Notó que las personas que había más cerca de donde extendió la toalla se alejaban como si fuera un apestado. Dudó unos minutos, porque le ruborizaba la idea de exhibirse desnudo, pero, al fin, se quitó el bañador.
Fue como un toque a rebato. De repente, todo el mundo parecía tener algo que hacer en sus proximidades, principalmente los hombres. Pasaban por delante y por detrás de él, hacían como que buscaban algo, se detenían a pocos pasos y lo contemplaban unos con más descaro que otros. En cuando fue una mujer quien lo hizo, ocurrió lo que era inevitable que ocurriera; se había parado entre su toalla y el rebalaje, mirándolo con franqueza, al principio con una sonrisa simpática en los ojos que se trocó en una chispa de admiración cuando advirtió que la mirada ejercía alguna clase de poder telekinésico, porque el pene se alzó pesadamente hasta la vertical en un recorrido que pareció una secuencia animada de cine en cámara rápida. Quedó erguido, sacudido por las vibraciones del torrente de sangre que lo iba rellenando más y más y, en vez de tratar de esconderlo, como solía, Omar extendió y abrió un poco más las piernas para que el obelisco pudiera ser contemplado sin trabas. Ella sonrió gozosamente, como si acabase de descubrir un tesoro insólito en aquel lugar, un tesoro que llevase millares de años buscando, un diamante emergido de la arena donde sólo hubiera guijarros. Omar examinó el moñito rubio del pubis, las kilométricas piernas, la cintura juvenil y el ombligo como una rosa de pitiminí que pedía urgentemente un beso, y devolvió la sonris. La muchacha no necesitó más. Se sentó a su lado.
-¡Hello! -dijo.
Tenía, como la noruega de Torre del Mar, aspecto de nórdica, pero su cuerpo era mucho más estilizado aunque poseía unos pechos redondos como pelotas que parecían haber encolado sobre la piel. No era muy guapa, sus labios eran vulgares y su nariz demasiado porruda, pero el conjunto resultaba atractivo, gracias, sobre todo, a la melena de color de oro que le cubría media espalda.
-No eres española, ¿verdad? -preguntó Omar, como si la respuesta no fuese obvia.
-I don't understand.
Lo que faltaba. Bueno, a fin de cuentas, ¿quién necesitaba hablar?
-Me, Greta.
-Mucho gusto. Yo me llamo Omar. O...mar -repitió, golpeándose el pecho.
-¿Creme? -preguntó Greta, agitando la mano en su hombro.
-¿Bronceador? No, no tengo.
-I have. Wait.
La muchacha se alzó y corrió hacia un grupo de toallas extedidas a unos veinte metros de distancia, ocupadas por tres hombres y una mujer. Greta volvió con el tubo de crema y con la otra única muchacha del grupo, ambas muy alborotadas y con sus bolsos y toallas en las manos, que extendieron a ambos lados de la de Omar.
Les dedicó sonrisas a las dos, pero no sabía qué más hacer. Escrutó a la recién llegada. La cara también era un poco basta, como una sana campesina vikinga, pero el cuerpo parecía clonado del de Greta, salvo por el hecho de que la pelambrera del pubis era más oscura.
-Me, Kristy -dijo la nueva amiga.
-¿You massage we? -preguntó Greta señalando el tubo de bronceador, su espalda y la de Kristy.
Omar asintió y se dio inmediata y gozosamente a la tarea de untar la crema a ambas. Lo hizo a dos manos y simultáneamente a las dos. Le hervía hasta el pensamiento, de modo que, sin aviso, comezaron las convulsiones de su pelvis, gruñó sonoramente y cayó de bruces entre ellas, rendido. Las muchachas soltaron la carcajada al unísono. Cruzaron varias frases entre sí de las que el novillero no entendió ni una palabra y, sin duda puestas de acuerdo, se alzaron y comenzaron las dos a embadunarle al joven todo el cuerpo de bronceador. Tenía el vello de la entrepierna empegostado de semen, por lo que le daba vergüenza volverse boca arriba, pero ellas lo forzaron a girarse sin mediar su voluntad. Seguían riendo, al parecer sumamente divertidas, mientras señalaban los grumos blancos del abundante vello del vientre.
Kristy se dedicó al pecho y Greta a las piernas, extendiendo cantidades exageradas de crema por la piel del joven, la una de arriba abajo y la otra de abajo arriba, por lo que las cuatro manos se encontraron a la altura del vientre. Entre el embadurnamiento de bronceador y semen, las cuatro manos jugaron con el pene, fingiendo casualidad, como si fuera una peonza, lo que volvió a provocar la trampera, efecto que, al parecer, ellas no esperaban ya. Con notable sorpresa en sus ojos, volvieron a reír, pero ahora nerviosamente.
-Wonderful! -exclamó Kristy.
-Bath? -preguntó Greta
-¿Qué? -Omar no comprendía.
Las dos muchachas movieron los brazos, en indicación de que querían nadar. Él asintió.
Cada una lo tomó de una mano y corrieron hacia el agua a saltitos, mientras los cuatro pechos, en vez de a saltitos, penduleaban como cocos en un cocotal agitado por la brisa del Caribe.
Omar se zambulló, convencido de que lo que ellas trataban era de que se le bajara la erección, pero cuando emergió en un punto donde el agua le llegaba hasta medio pecho, las dos nórdicas acudieron prestamente hacia él y lo abrazaron con fuerza, Greta delante y Kristy por detrás. El joven giró la cabeza hacia la playa, pero nadie parecía interesarse por ellos; buscó con los ojos el punto donde el Cañita se había recostado bajo un pino, observando que no tenía la cara vuelta hacia la playa. Tenía vía libre. Tras un leve y momentáneo desfallecimiento por el agua fría, el pene volvía a animarse por el contacto de la carne de Greta y la penetró sin más. Ella dio un salto; quizá le dolía y, al parecer, no esperaba tanta vehemencia, pero en seguida alzó los brazos hacia su cuello, que abrazó, lo mismo que las piernas, con las que envolvió la cintura. Kristy bajó la mano hasta el escroto, notoriamente juguetona. Greta puso los ojos en blanco. A Omar le parecía que nunca había tenido el pene tan profundamente abrigado y que la excitación causada por ese estímulo, sumado al de la mano de Kristy, era la mayor que hubiera sentido jamás. Estar en un lugar público, expuesto a los ojos de tanta gente, y la frialdad del agua, resultó un freno muy útil, porque demoró todo lo que Greta necesitó, que fueron más de doce minutos, pero en cuanto ella se convulsionó y dio enérgicas sacudidas con la pelvis contra la pelvis de Omar, éste gozó de un modo tan intenso que se dijo que tenía que repetirlo cuanto antes. Nunca hubiera imaginado que follar en el agua, mecido por el suave bamboleo de las olas, fuera tan placentero. Besó a Greta y, sin tomarse una pausa, se volvió hacia Kristy, que imitó en todos los detalles la actuación de su amiga. Esta vez, en vez de una mano, fue una boca lo que sintió acariciándole el escroto, porque Greta se había sumergido, agachada. Sentía que iba a volverse loco de placer, cuando escuchó la voz desencajada del Cañita:
-¡Niño, serás desgraciao...! Te voy a romper la cara a guantazos. ¡Ven acá pacá!
Estaba a medio camino entre el rebalaje y el punto donde se encontraban, con el pantalón arremangado hasta medio muslo.
-¡Omar, coño!, ¿cómo tengo que decírtelo? Suelta ahora mismo a esas putas y ven pacá.
El novillero deshizo el abrazo de Kristy, apartó a Greta y, cabizbajo, se dirigió hacia su apoderado. Escuchó que una exclamaba:
-You are a gay's gigoló!
Por suerte para ellas, no comprendió lo que la frase significaba ni tenía imaginación para preguntarlo; ahora debía emplearse a fondo en la tarea de aplacar al Cañita.

XXI – Enfermería

Había estado muy bien en la novillada de Ibiza y razonablemente bien en Játiva, pero el Cañita continuaba enojado. No había querido, como le prometiera, permanecer un par de días en Madrid ni tampoco lo llevó el lunes a la barra americana y mantenía desde el sábado una expresión severa bajo la que el novillero notaba que contenía las ganas de estallar con reproches cada vez que Omar cometía algún fallo en el tentadero. Había terminado el entrenamiento del miércoles y el novillero se sentía miserable, porque el enfado era el más prolongado que recordaba, y el desdén y el tono cortante con que Manolo lo trataba le hacían sentir inseguro.
Luego de ducharse, salió cabizbajo en busca de su apoderado, suponiendo que no le habría esperado, como hiciera el lunes, obligándole a volver a su casa andando. Pero el Cañita se encontraba medio sentado en el capó del coche y su expresión no era ya tan hosca como el resto de la tarde, seguramente a causa de que había rematado los ejercicios con dos bonitos afarolaos sobre el toro de mimbre, pases que había celebrado con dos olés involuntarios. Ello le dio valor para preguntarle:
-¿Por qué será que me escuece al orinar, don Manuel?
-¡Coño! ¡Así que ni siquiera tuviste el cuidao de ponerte un condón! Te voy a partir la cabeza.
-¡Qué he hecho ahora, joé!
-¡Tienes gonorrea, leche! Vamos ahora mismo a Málaga.
Pasó todo el viaje refunfuñando, con el enfado reverdecido.
-Te está bien empleao, pa que aprendas. Ahora, a ver si te quitan pronto esa porquería y no tenemos que suspender la novillá de Colmenar Viejo. Te partiría la cara, si no fuera porque ya me has costao demasiao caro y no quiero cargar con los trastos rotos.
-¡Joé, don Manuel, yo no tengo la culpa!
-¡Que no tienes la culpa! -bramó el apoderado-. ¿Es que no te lo tengo advertido? Nunca folles sin condón, ¡mierda!, y nunca lo hagas menos de cuarenta y ocho horas antes de una corría. ¿Sabes lo que te digo, niño? Me parece que voy a mandarte a tomar por culo. ¡Ya me tienes harto!
-¡Don Manuel...! -gimió Omar.
-¡El sida es lo que acabarás cogiendo, con esa picha loca que tienes!
El diagnóstico del médico contribuyó a rebajar la tensión. Tenía unas décimas de fiebre, que Omar no había advertido a causa de su preocupación por el malhumor del Cañita, pero habían abortado el mal a tiempo y bastarían tres inyecciones para dejarlo nuevo. Tras el pinchazo, ante el que el novillero se comportó con las quejas y el miedo propio de un niño, Manolo Rodríguez lo precedió hasta una cafetería. Sin hablar, le señaló una silla con expresión altanera. Una vez que ordenaron sus pedidos al camarero, el Cañita apretó los labios y dijo con tono muy seco:
-Mira, Omar, hasta aquí hemos llegao. Yo ya estoy mu mayor pa aguantar tus cosas.
El joven bajó la cabeza. Sentía ganas de llorar, pero trató de que no se le notasen. Murmuró:
-¿Y qué hacemos con las novillás que están en firme?
-Haz lo que te dé la gana. A mí no me necesitas pa ir a esos sitios. Es poco lo que pagan, pero puedes salir ras con ras.
-Pero sin usted...
-¡Eso es lo que hay! No quiero morir de un infarto.
-Sin usted... -insistió.
En el fondo del pecho, el Cañita sentía piedad por el joven, pero verdaderamente había agotado su paciencia. Trataba de no recordar el miedo que pasó durante la faena de Ibiza, con el corazón encogido por la convicción de que el novillo percibiría el olor de las vaginas nórdicas. Luego, en Játiva, había tenido palpitaciones toda la tarde, y hubo un momento en que, al recibir Omar un achuchón del bicho durante la faena de muleta, sintió que iba a darle un infarto. Sí, había pasado el sábado y el domingo con los síntomás que precedían los infartos, según lo que le contaban sus amigos del Club Taurino; adormecimiento de la mano, dolor en el hombro, calambres en la pierna izquierda. Al niño empezaban a crecerle las alas y, con suerte, podría volar solo y él no tenía ninguna obligación de exponerse a morir. Pagó las consumiciones y abandonó la cafetería sin despedirse del muchacho, arrastrando los pies y, de nuevo, con el hombro aguijoneado por el dolor. Omar lo observó a través de la cristalera mientras se alejaba; caminaba con los hombros abatidos, la cabeza gacha y andares vacilantes; ignoraba por qué, pero comprendió que la ruptura era definitiva y no tenía arreglo. No podría disuadirlo robándole un abrazo. Todo había terminado.
Los ocho días que siguieron fueron el mayor tormento que Omar había conocido en su vida. A diario le decía su madre que fuera a pedirle perdón a Manuel Rodríguez, aunque no le había contado el motivo del disgusto, pero siempre se negó, porque las cosas habían quedado más claras que nunca. De repente, la compulsión erótica presentaba tanto decaimiento como su humor. Le asombraba inventariar los días que llevaba sin encuentros sexuales, admirado de poder resistirlo y de no sentir ganas de masturbarse, ni siquiera con las telarañas del sueño al amanecer. El dueño del cortijo le permitía entrar en el tentadero, pero ya no había quien pagase al peón, así que no podía entrenar con el toro de mimbre y sólo trataba desmañadamente de dibujar posturas con el capote y la muleta.
Los síntomas de la gonorrea habían desaparecido. Dispuesto a no volver a cogerla jamás, puso condones en todos los bolsillos de sus pantalones y camisas.















XXII – Montera

Manuel Rodríguez miró al médico con aprensión. Sobre la bata verde, cuyo reflejo reforzaba su cutis cetrino, la expresión del facultativo Gilberto Estrada pretendía ser insondable, pero el Cañita supo reconocer la preocupación que subyacía bajo su impenetrabilidad.
-¿Es grave? -preguntó.
-Mira, Manolo, ya te he advertido un pilón de veces que no estás pa esos trotes, que los dos sabemos que el mundo del toro es una guerra sin cuartel. Como no me haces ni puto caso, ¿qué más quieres que te diga?
-¿Voy a morirme?
-Joé, no exageres, hombre. Tienes que dejar la historia esa del torero imposible de Cártama, que me han dicho que es un completo soplapollas y un cobarde que no consigue más que hacerte perder la paciencia. Con el corazón no se juega, Manolo. Desde la muerte de tu mujer, has hecho tó lo contrario de lo que debe hacer un hombre que enviuda a tu edad. En vez de dedicarte a poner remedio a la soledad y a vivir tranquilo, te metes en maratones que sólo puede correr gente más joven que tú. Si quieres que te sea sincero, y perdóname si soy un poco bruto, lo que tienes es que gastar toda esa energía en follar más y preocuparte menos. O sea, búscate una buena mujer que te mime y te ponga la casa y la vida de punto en blanco, y déjate de esas majaretás de los toros, que sólo te da disgustos.
-Estás eludiendo responderme, Gilberto.
-No es tan grave, Manolo, pero puede serlo si sigues como hasta ahora. Sólo tienes una ligera obstrucción de válvulas, pero la cosa puede ir a más. No se te ocurra fumar ni un cigarrillo y deja a... ¿cómo se llama?
-Omar Candela.
-Pues eso. Deja a Omar Candela que se las componga por su cuenta y tú, al avío. El sexo da muchas más energías de las que hay que gastar pa practicarlo. Dale de lado a ese mundo de Vitos Corleones que es el toreo, y ponte el mundo por montera. O sea, a disfrutar.
-Ya no lo apodero.
-¿Has dejao al cartameño? Estupendo. Entonces, ya estás en el buen camino.
-Álvaro García me aconsejó hace poco que hiciera un crucero.
-¡Esa es muy buena idea! Un crucero por el Mediterráneo es el mejor medicamento. Pero no vayas solo. Si no tienes a quien invitar, mira si una... en fin, una prostituta que pudieras convencer de ir contigo...
-También me dijo Álvaro eso mismo.
-Es que, como es boticario, sabe mucho de medicina. Haznos caso, Manolo, y gasta los cuartos en lo que te conviene, no en esa tontería asesina de los toros.
-¿Seguro que no va a darme un infarto?
-Todavía no. Pero te falta el canto de un duro.
Tras abandonar la clínica, El Cañita vagó durante horas por la ciudad. ¡Qué complicado era el corazón! Por un lado, tenía ganas de correr al tentadero, porque sabía que, a esas horas, estaba Omar entrenando sin el toro de mimbre; pero, por otro lado, reconocía que sería una insensatez. Se paró ante el escaparate de una agencia de viajes. Un hermoso cartel anunciaba un crucero por el Mediterráneo Oriental; Dubrovnik, las islas griegas, Tierra Santa, Alejandría... Sí, sería muy feliz en tales lugares, y más si le acompañaba alguna gachí de esas que todavía conseguían exaltarle la líbido, aunque no tanto como la sargenta de Valladolid. Llenarse los ojos de los hermosos panoramas de los lugares más míticos de la Historia aliviaría su corazón.










XXIII – Bronca

Dos días antes de la novillada de Colmenar Viejo, Omar decidió ir a la playa, a ver si la brisa del mar y el calor le reanimaban, porque anticipaba que el fracaso de esa lidia iba a ser sonado, dado que había perdido no sólo el impulso sexual, sino las ganas de comer, que ya era decir.
Eligió la playa que había ante el edificio donde vivía el Cañita, a ver si tenía la buena fortuna de que le viera y se compadecía de él. Tomó un par de baños, retozando sólo un poco, porque nunca se había atrevido a nadar mucho rato donde no se hacía pie. Permaneció la mayor parte del día echado en la toalla boca abajo, acechando la puerta de Manolo Rodríguez. En ningún momento lo vio salir ni entrar. Al anochecer, cayó en la cuenta de que no había comido a lo largo del día y, lo más grave, continuaba sin sentir hambre. Y más grave aún, en todo el día no había tenido una sola erección a pesar de las numerosas muchachas que tomaban el sol en topless. Estaba perdido. El sueño del toreo había terminado.
Cansinamente y cabizbajo, tomó el autobús de vuelta a Cártama.
-¿Has ido a verlo? -preguntó su madre.
-No. Bueno, sí, pero creo que no estaba.
-¿Lo llamo yo?
-Ha terminao, mamá. No quiere ni verme.
-¿Cuándo vas a contarme lo que le hiciste?
-Yo no hice ná. Es que...
-¡Que no hiciste ná!. ¡¡Que no hiciste ná!!. Como si yo no te conociera. Don Manuel ha sido un santo pa ti, y ahora me dices que, por las buenas, se ha convertido en un demonio. ¿Qué le habrás hecho?
-Ná, mamá. Sólo que yo...
Sin añadir nada, la madre marcó el número de teléfono del Cañita. No obtuvo contestación.
-¿No tiene móvil don Manuel?
-Sí, pero casi siempre lo lleva apagao.
-Dame el número.
Lo marcó y tampoco hubo respuesta. Dejó un mensaje:
-Don Manuel, soy Carmen, la madre de Omar. Que, mire usted, yo estoy la mar de preocupá, porque el niño no me come, casi ni habla y está de un enmorecío que da pena verlo. Yo no sé qué estropicio le habrá hecho a usted, pero sea lo que sea, estoy segura de que ya está arrepentido. Se lo juro por la Virgen de los Remedios. Hombre, haga el favor de hablar por lo menos conmigo. El niño está más triste que un entierro y yo, ¿qué quiere usted que le diga?; sé que se habrá ganao esto, porque hay que ver lo sieso que es mi niño a veces, pero, mire, don Manuel...
Se echó a llorar y cortó la comunicación.
El padre, ocupado en la finquita que tenía a medias con su hermano, no podía acompañarlo a Colmenar Viejo y fue la madre la que decidió que viajaría con él. Cuando Omar se sentó en el Talgo 200 tras colocar la bolsa con el vestido y los trastes en el portamaletas, sabía que la novillada de Colmenar Viejo sería la última. Otra vez devolverían vivos los toros al corral y jamás querría nadie del toreo tener nada que ver con él.
-¿Qué le hiciste? -preguntó Carmen por enésima vez en los últimos nueve días.
-Namás que...
-¿Qué?
-Ná.
-Si no eres lo bastante hombre pa decir las cosas claras, no sé cómo tienes el valor de creerte que puedes ponerte delante de un toro.
-Es que...
-Mira, niño, dímelo de una vez, o...
-Cogí una enfermedad de ésas...
-¡Te voy a matar! ¿Quién te la pegó?
-Unas guiris, en la playa de Ibiza.
-¿Más de una? ¡Niño!, pero tú qué te has creído...
-No me puse eso... y...
Sin mediar palabra. Omar recibió cuatro bofetadas. Encendido, agachó la cabeza.
-¿Todavía lo tienes?
-No; ya se me ha pasao. El Cañita me llevó al médico y las inyecciones que me dio me lo quitaron en dos o tres días.
-¡Con razón! Todavía, encima se gastó el dinero en llevarte a un médico... y seguro que era de los caros. Lo que tenía que haber hecho don Manuel es dejar que te pudrieras vivo. ¡Eres un mamarracho, niño! ¡Ya verás la que te va a dar cuando se lo cuente a tu padre...!
-No, mamá, por favor...
Llegados al modesto hotel situado frente a la estación, la madre se sentó junto al teléfono. Estuvo marcando el número del Cañita durante cinco horas, cada diez o quince minutos, y nunca respondió.
-Hay que ver la negación que eres, niño. Ese hombre debe de estar pasándolo fatal, y a ver si no le habrá dado algo. Capaz que está en el hospital, y sería por culpa de los disgustos que tú le das.
Omar hizo un puchero y, sin poder aguantarlo más, se echó boca abajo en la cama, llorando entre hipidos, tan desconsolado y agitado como cuando era niño.
-Eso, ahora, llora. Está visto que no tienes... ¡eso!
-Yo... no creía que... se iba a dar cuenta...
-Pero, majareta de mierda, ¿no has pensao que no se trata de que no se dé cuenta?, que la cosa es que no hagas lo que no tienes que hacer. Ese hombre te ha tratao mejor... que tu propio padre. Tó un año aguantándote, tó un año consintiéndote... ¿A que no te ha puesto la mano encima?
-¿Pegarme? ¡Qué va! A ver.
-Pues que sepas que yo le he dicho un montón de veces que, de vez en cuando, te diera un guantazo, porque sé de más lo vaina que tú eres, que no sé cómo puede caber tanta chalaúra en un corpachón tan grande. Y el hombre, ha tenío la prudencia de no pegarte. Yo en su lugar...
-Mamá -suplicó Omar llorando a lágrima viva-, yo no quiero torear mañana...
-¿Ahora vienes con ésas? ¿Qué quieres, que encima tengamos que pagar la multa? Aunque tenga que llevarte a punta de pistola, tú toreas mañana, ¡como que me llamo Carmen!
Omar se giró en la cama, quedando el posición fetal; fingió que dormía para que su madre no continuara mortificándolo. Todavía escuchó muchas veces cómo, en susurros, continuaba ella intentando localizar al Cañita por teléfono. Poco a poco, insensiblemente, y agotado por el llanto silencioso, fue quedándose dormido.
El Cañita estaba allí, en la orilla de la playa que había bajo su casa, con los pantalones arremangados para que no se le mojaran en el rebalaje. Vaya, menos mal; le sonreía.
-Soy un sieso, don Manuel.
-No lo sabes tú bien.
-Tengo tan mala pipa, que no sé cómo me aguanta usted.
-Pues mira, ya que lo dices, sí que eres un poquillo malapipa. Pero, ¿qué quieres que te diga?; te he cogío voluntad.
-Me gustaría que mi padre fuera como usted.
-Si yo fuera tu padre, ya te habría vuelto la cara del revés a bofetás.
Aunque el viejo forzaba una expresión severa, sabía el muchacho que era fingida y que, en el fondo, sonreía. También sonreía el sol, que caía sobre sus hombros como un manto de tisú dorado, porque la confianza incondicional del Cañita le ungía como soberano de los ruedos, un número uno como Dominguín en sus buenos tiempos. En una punta de la bahía, allá por El Palo, las colinas se difuminaban por la calima húmeda como un espejismo y, en la otra, la blanca Farola parecía a punto de marcarse unos pasos de verdiales. Todo en el panorama sugería la placidez que estaba inoculándose en su espíritu, una placidez nacida de la seguridad de que ese hombre todopoderoso sería perpetuamente su amparo. Podía confiar en él, jamás le abandonaría. Gracias a él, ascendería la escalera por la que se alcanzaba el paraíso donde vivían los hombres que escapaban de la mediocridad. Sin él, si don Manuel no hubiera tenido la ocurrencia de asistir a aquella boda celebrada con una capea donde tuvo la fortuna de conocerlo, su destino hubiera sido el de un campesino torpe, sin ambiciones ni consciencia de sus posibilidades.
-¿De verdad cree usted que voy a ser figura?
-Pudiera ser, pero no quiero que sueñes imposibles, porque luego llega el tercio de despertares y puedes encontrar inesperadamente cerrada la puerta de los chiqueros y quedarte sin dientes del topetazo.
-No me gustaría que se llevara usted una decepción conmigo.
-De ti depende.
-Es que... si usted me echara, estaría más perdío que el virgo de la Bernarda.
El Cañita sonrió.
-Mira, Omarito, ya eres casi un hombre, y de aquí a un cuarto de hora ya no vas a necesitar a un viejo como yo para nada.
-¡Qué va, don Manuel! Siempre me hará falta su sabiduría.
Cuando Omar descubrió que no estaba en la playa, sino en la modesta cama del hotel, suspiró sonoramente y volvió a llorar. Contuvo los gemidos y giró el cuello para contemplar a su madre en la cama vecina. Dormía con los labios fruncidos. ¿Qué iba a hacer esa tarde, en Colmenar Viejo, sin el blindaje que representaban las palabras que le gritaba el Cañita desde el burladero?


















XXIV – Oropel

Era un manojo de nervios lo que ocupaba el traje de luces tabaco y oro. Todavía en el patio, antes del paseíllo, Omar Candela no paraba de rezar avemarías y santiguarse. No sólo devolverían el novillo vivo a los corrales, sino que él iba a salir de la plaza con los pies por delante. ¿Cómo podía torear con el ánimo más negro que un grajo? Si no fuera porque saldría de la plaza entre entre dos policías, se negaría a hacer el paseíllo.
Cuando dieron la señal de que el alguacil estaba preparado, formó con los otros dos novilleros a la cabeza de las cuadrillas con temblores en las piernas y andares vacilantes. Tras el primer paso sobre el albero, le pareció que la plaza era tan grande como el mundo. Había media entrada, pero para sus sentidos era como si los ojos de toda la Humanidad estuvieran observándolo, severos e inquisidores. Sentía el impulso de bajarse la montera, de manera que le embozara el llanto. Entonces, cuatro brazos femeninos alzados, agitándose con vigorosos aspavientos, llamaron su atención. Se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano, se sorbió los mocos y trató de enfocar la vista distorsionada por las gotas saladas. ¡Eran Marisa y su tía! ¡¡Y al lado, el Cañita!! Recrudeció el llanto, pero el negro de su ánimo se había vuelto luz.
Esa mañana, durante el sorteo, había tenido suerte. El novillo que le tocaba en primer lugar era noblote y podía tener buena lidia si no lo malograba con su falta de experiencia. Mientras lo miraba siete horas antes, pensaba sólo en la pena que iba a ser que se desaprovechara. Ahora, decidió empeñar los cinco sentidos en que fuese el mejor toro de su vida. Lo recibió a porta gayola con una larga cambiada de rodillas que puso inmediatamente a la plaza en pie, con un alarido más angustiado que apreciativo. Los tres capotazos que dio a continuación bastaron para que las aclamaciones se escucharan en Cártama. Permitió que sus compañeros disfrutaran sus quites, porque el toro era una perita en dulce, pero clavó en el mismísimo centro del cerviguillo los tres pares de banderillas.
Cuando sonó el clarín, se quitó la montera. Sabía que la tradición obligaba a un debutante a brindar al público, pero eso podía hacerlo también en el segundo. Montera en mano y con la cabeza gacha, se acercó al tendido donde el Cañita acompañaba a las vallisoletanas. Se subió al estribo y adoptó una postura muy humilde para decir en dirección a Manuel Rodríguez:
-Yo era un niño, y llegó usted pa convertirme en hombre. Yo era una mierda, y llegó usted pa que sirviera pa algo. Yo no sabía ni donde tenía la jeta, y llegó usted y tuvo la paciencia de bregar con el pedazo de penco que yo soy. Le juro por mi sangre que usted es mi padre y mi dios. Va por usted, don Manuel.
Cuando el Cañita recogió la montera al vuelo, la besó.
Dos orejas y rabo, el primero de su vida. Y tres vueltas al ruedo. Ensordecedores aplausos y, de nuevo, un empinamiento mientras corría ante los tendidos. Y el Cañita que bajó al callejón a abrazarle sin para de exclamar elogios, aunque le dijo sin soltar el abrazo:
-Te cortaré la polla si lo vuelves a hacer.
-Le juro...
-No jures, chiquillo; tú haz las cosas como un hombre. Y ahora, tienes que componer el patinazo que acabas de cometer.
-¿Qué quiere usted decir?
-Esas dos mujeres han venido de Valladolid expresamente a verte, y ni las has mirado.
-¡Coño! No me acordaba. Ni las vi.
El Cañita sonrió. Sabía cuál había sido la razón de la ceguera.
-Pues bríndales tu segundo.
-¿No tengo que brindarlo al público?
-Sí. Pero, primero, vas y se lo brindas a las dos sin darles la montera y, luego, lo brindas al público en el centro de la plaza, y ten cuidado de que la montera caiga bien, pa abajo, que no puedes meterle el malbajío a la tarde que has empezao tan bien. ¿Has estao en ayunas de coño las últimas cuarenta y ocho horas?
-¿Cuarenta y ocho horas? ¡Desde el lunes de la semana pasá, doce días! Y, sabe usted, tenía tanto cabreo, que ni me he acordao.
El Cañita reprimió su impulso de entrar también en confidencias; no podía corresponder el relato con el de su visita a la clínica y los consejos del médico. Sonrió, amagando un puñetazo en la barbilla del joven.
-Pues acuérdate de agradecer a esas muchachas el esfuerzo -tras una pausa, añadió: -¿Sabes una cosa, niño? Venir aquí ha sido una prueba. Si llegas a rajarte y no apareces, jamás en la vida habrías vuelto a verme el poquillo de pelo que me queda.


























XXV – Pasodobles

-Esa niña me gusta pa ti -dijo la madre cuando volvían al hotel, en el coche del Cañita.
-A mí también, mamá.
-¡Qué pena que vivan tan lejos! -lamentó el apoderado.
-¿No decía usted que los toreros no tenemos casa?
-¡Niño! -protestó la madre.
-Voy a procurar conseguir muchas novillás en los alrededores de Valladolid. A mí también me vendrá muy requetebién.
-Sí -afirmó la madre-, ya he notao que Isabel le da picores.
-¡Urticaria! -bromeó el Cañita- ¿Sabe usted, doña Carmen?, la soledad es mu mala.
-¡Po anímese!
-Tengo quince años más que ella, doña Carmen.
-¿Y eso qué es? Échele valor, don Manuel, que las mujeres entedemos de mujeres. Usted le interesa.
-¿Usted cree?
-¡Digo!
Manuel Rodríguez sonrió ante el gesto de la madre de Omar, un mohín de convicción senequista e inapelable, sabio como la experiencia del tiempo. Carmen estaba dotada del tinte matriarcal que adoptaban muchas mujeres andaluzas que, por el trabajo de sus maridos, se veían aupadas a la dirección efectiva de la hacienda y vida de sus hogares, y por ello, y sin más nociones que las proporcionadas por las visicitudes cotidianas, se conducían con sabiduría. ¿Tenía razón? ¿Podía Isabel sentir alguna clase de inclinación por él? De ser así, sería un regalo inesperado para una vida que, desde que enviudara, había considerado extinguida.
Dada la modestia de donde habían dormido la noche anterior, el apoderado les obligó a cambiarse a un hotel más cómodo. En el que eligieron, no disponían de habitaciones dobles. Ocuparon tres individuales.
Cuando se quedó a solas, habiendo recuperado el ánimo, Omar sintió el peso de los doce días de ayuno. Bastó pensar en ello para que rebrotara la erección, casi dolorosa de tan rígida, que no había tenido durante los últimos días, al menos en estado de vigilia. La dureza palpitante y apremiante que emergía del calzoncillo lustrosa y agitada por la urgencia, le desvelería. ¿Qué podía hacer? No conseguía dormir; era demasiada excitación, y no sólo sexual. Todo se había solucionado cuando creía que estaba acabado: Carmen le había prometido, con una sonrisa de comprensión, no hablarle al padre de la gonorrea, el Cañita volvía a estar de buenas y se mostraba mucho más confiado que nunca en relación con su porvenir taurino, había tenido el mayor triunfo de su carrera, tres orejas y un rabo, y de nuevo era un hombre con lo que tenían que tener los hombres. Dio vueltas y más vueltas sobre la cama, lanzando patadas a la sábana porque de repente sentía mucho calor. ¡Es que hacía mucho calor! ¿No estaría la calefacción encendida? Alzó la cabeza para mirar hacia el radiador y en ese momento se abrió la puerta. No recordaba haber encendido la luz, pero la habitación se encontraba fuertemente iluminada.
Muy sonriente, entró una mujer con el índice sobre los labios, indicándole que callase. Tenía los ojos azules, muy claros, animados por una risa maliciosa y cómplice; el pelo era negro como el carbón; la boca, con su permanente sonrisa, igual que un pastel de fresas; un cuello longuíneo y alabastrino como el de una diosa, servía de basa al óvalo estatuario de su cara. Lo más sorprendente era su ropa: Una especie de túnica de tisú plateado de seda, larga hasta los pies y cegadora de tan resplandeciente, muy escotada, dejando apreciar buena parte de los pechos y dibujando con nitidez los relieves y profundidades del vientre y el arranque de los muslos, sensuales y provocativos. No usaba zapatos. Bastó un suave tironcito de algo como un cordón que tenía en el hombro, y el vestido cayó al suelo, revelando una desnudez carente de ropa interior propia de la estatua más idealizada. Sin dejar de sonreir de aquella manera, que era como si ambos participasen en un delito y hubieran sellado un pacto, entró en la cama y se puso a horcajadas sobre sus caderas. Omar observó que no tenía el slip, pero no recordaba cuándo se lo había quitado, tan grande era su sopresa y tan intensa su anticipación. La penetración fue instantánea, muy profunda, y lo que aquella mujer tenía en la vagina no se parecía a todas las que había conocido hasta entonces. Había dentro algo como dulce de algodón, cuyos hilos cosquilleaban cada uno de los poros del pene enhiesto; se trataba de un placer enloquecedor, más allá de todo lo imaginable, pero contrariamente a su costumbre y a pesar de los doce días de ayuno, no se produjo el primer estallido, el aperitivo con que empezaban todas sus relacione sexuales, y consiguió resistir. El placer era absoluto, como si tuviera consciencia de todas las moléculas del pene por separado y todas ellas se agitasen en un océano de felicidad.
Ella se movía con extrema lentitud, como si no pesara y flotase en el aire. Bombeaba, se retorcía, agitaba la vulva para hacerla chocar una y otra vez contra su pubis, pero lo hacía muy parsimoniosamente, arriba y abajo, izquierda y derecha, círculo, y sus movimientos se parecían a los de Greta cuando flotaba en el agua, con la misma cadencia ondulante a causa del movimiento de las olas, pero más lentos. Parecía que la brisa fuese la que regía y originaba sus movimientos.
La penetración se prolongó un tiempo increíble; le parecieron horas y más horas, y cuando el orgasmo alcanzó a Omar, lo hizo sin violencia, sin sudor, sin ruído, un orgasmo que descendió en seísmos por la nuca, estremeció sus vértebras y repercutió en sus caderas como el movimiento telúrico que acompaña el estallido de un volcán. Mientras saltaba el río de lava, supo que que sus muslos, glúteos y vientre eran tranqueteados por las convulsiones, pero ni siquiera esto modificó la postura ni el plácido gesto de la mujer. Acabadas las sacudidas, ella lo contempló con la misma mirada de comunión, de intimidad solidaria, como si pudiera comprender cómo era cada una de sus sensaciones y las compartiese. Sacudió un poco más la pelvis y estrujó la vulva, para extraerle las últimas gotas, y con la misma suavidad, se retiró de él.
No las había escuchado entrar, ni siquiera las había visto, pero ahora había otras dos mujeres muy semejantes a la primera, aunque su ropa no era de tisú de plata sino de gasa transparente muy vaporosa, la de la izquierda, azul y la de la derecha, celeste. Ésta con el mismo dorado color de pelo que Marisa y la otra, morena como el azabache de los alamares del vestido goyesco que el Cañita le señaló una vez en el museo taurino, prometiéndole que antes de los veinte años vestiría un traje igual en la corrida goyesca de Ronda. Con idéntica suavidad y con sonrisas como las de la primera mujer, que ahora no sabía dónde se encontraba, se acercaron a la cama y se soltaron los vestidos, también mediante el cordoncito del hombro; tampoco usaban ropa interior. Salvo por el hecho de que sus caras eran diferentes, sus cuerpos parecían gemelos: Enormes pechos erguidos, como si tuvieran éter en el interior que los hiciera levitar; caderas redondas, piernas tersas como el cristal, cinturas breves, hombros y brazos sinuosos. Giraron al unísono, con acompasamiento de ballet, para que pudiera recrearse en la contemplación, y avanzaron de nuevo hacia la cama. En vez de situarse encima, se arrodillaron en el suelo y, una a cada lado, se pusieron a chuparle los pies. Vio que el pene comenzaba a recuperar la rigidez, todavía morcillón pero moviéndose visiblemente hacia la plenitud. Cuando las dos mujeres llegaron con sus labios a las caderas, la erección era de nuevo completa y en unos instantes llegó a ser aún más vigorosa que la de antes, más férrea; ellas siguieron avanzando hacia arriba sin tocar ni prestar atención al pene, y ahora, además de lamer, le daban suaves mordisquitos por el pecho, los costados, las axilas y el cuello. La de la izquierda le mordió los labios y lo besó de tal manera, que intuyó que podía absorber todo su interior, mientras la de la derecha le mordía un pezoncillo y le apretaba el otro delicadamente con la mano. Abandonado al delirio de tales caricias, no advirtió que la primera había vuelto a subirse a la cama y de nuevo se produjo la penetración; en vez del dulce de algodón de la primera vez, lo que sentía ahora se parecía más a pulpa de fruta, cálida pero exquisitamente blanda y acariciadora. Sentía la presión, pero no opresión. Sentía placer, pero no apremio. Se movía con la misma lentitud y levedad, pero cada una de las acometidas de su vulva se extendía en oleadas electrizantes que le alcanzaban hasta las uñas de los pies y el pelo. Curiosamente, sentía por separado los tres placeres: El que le proporcionaba la que estaba penetrando, el del beso y el del mordisco en el pecho. Sintió algo más; una lengua le lamía el cuello y la nuca, pero no tenía ni idea de en qué momento habría entrado la cuarta mujer, ni siquiera sabía qué ropa llevaba, el color de su cabellera ni su aspecto.
El placer alcanzaba todos y cada uno de los rincones de su cuerpo, los hombros, las yemas de los dedos, la punta de la nariz, las rodillas, los tobillos y la planta de los pies; un placer tan definitivo, que no sólo no le urgía alcanzar el orgasmo sino que ansiaba que pudiera retardarse eternamente.
Comprendió que tal cosa era imposible cuando empezó a sonar en su cabeza una especia de melodía escuchada en un prado, lejana, interpretada por un caramillo. La intensidad del sonido fue aumentando y se convirtió primero en música de violines, a los que después se sumó un piano y, más tarde, era un enorme órgano de catedral que hacía vibrar las paredes y, al añadirse las campanas que tocaban a gloria, volvió a funcionar el surtidor, un géiser tan impetuoso, que tenía, por fuerza, que haber llegado a lo más profundo de las entrañas femeninas. El semen se mezcló con la pulpa de fruta, componiendo una masa gelatinosa y cálida que al deslizarse y caer por toda la longitud del pene era como si lo acariciaran millones de suavísimas plumas.
Ahora se habían puesto las cuatro de pie, dos a cada lado de la cama. Sonreían con la misma placidez que la primera tras el orgasmo anterior, y todas parecían comprender e interpretar sin ningún género de dudas el alboroto de las moléculas de su sangre. Notó que entraban más personas y, por un momento, sintió angustia. Tres nuevas mujeres, cubiertas de túnicas de satén blanco, y dos hombres, éstos completamente desnudos. No deseaba que hubiera hombres en la habitación, mas ello ignoraron su presencia en la cama. Se parecían a los actores de las películas de romanos, no tenían vello en el cuerpo, ninguno, ni en el pecho ni en los brazos, ni en las piernas, y su pelo colgaba en guedejas amarillas onduladas. Tomaron a dos de las nuevas mujeres, les arrancaron a jirones las túnicas y las penetraron de pie, instantáneamente, obligándolas a apoyarse contra la pared. La tercera de las recién llegadas, se aproximó hasta él, se izó en la cama, le forzó a alzar los hombros casi hasta quedar sentado y se introdujo en el espacio resultante, obligándolo a echarse de nuevo, ahora sobre su regazo. Inclinó el torso hacia su cara, ofreciéndole los pechos para que él los lamiera.
Los dos hombres comprimían con demasiada violencia sus glúteos, el movimiento de sus caderas era casi brutal, de manera que las dos mujeres levitaban entre ellos y la pared, elevándose a cada acometida, pero sin quejarse. Todo ocurría en un silencio extraño. Los pechos llegaron a presionar sobre su rostro y dejó de ver tanto a las dos parejas como a las cuatro mujeres que continuaban de pie a ambos lados de la cama. Cegado por la extraordinariamente cálida masa de carne, ahora ya no era capaz de entender lo que ocurría. Sentía bocas múltiples sobre el escroto, sobre el pene, que, increíblemente, estaba aún más rígido que las otras dos veces; sobre el vientre, entre las piernas, en el ombligo. Parecían cientos de bocas las que besaban, chupaban y mordían las piernas, los muslos, los brazos, los músculos dorsales, el pecho. Las lenguas que se agitaban dentro de sus orejas podían hacerle perder la razón; ambas bocas abandonaron las orejas para lamerle el cuello y morderle, mientras otra boca lo besaba introduciendo la lengua casi hasta la garganta. Sentía ahogo sin ahogarse. Sus estertores no eran de sufrimiento, sino de arrebato intergaláctico. Perdió la noción de lo que estaba arriba y abajo, ni siquiera sentía la presión de su cuerpo contra la sábana, porque le parecía estar suspendido en el espacio, y la fuerza que le hacía levitar era la succión de las bocas, una de las cuales se tragó el pene. La inmersión fue tan repentina y tan profunda, que sintió los labios de esa boca jugar y aprisionar el vello púbico.
Sí, de alguna manera, las cinco mujeres le sostenían en el aire, aunque no fuera capaz de sentir las manos que sujetaban y alzaban sus miembros, porque su atención estaba completamente obnubilada por la caricia profusa y múltiple de los labios. Ahora ya sentía las bocas incluso en los glúteos y en la espalda, sin dejar de sentirlas en la cara, el cuello, el pecho, el escroto y el pene. Tras los párpados cerrados, vio una luz que fulguraba lejana y que se iba aproximando muy lentamente. El resplandor no cegaba, pero la luz era la más intensa que había contemplado jamás, como si fuese capaz de mirar cara a cara al sol. Sabía que esa luz iba a acompañar el estallido de semen, que sentía avanzar a través de todas las terminales nerviosas, y sabía también que el surtidor alcanzaría tal fuerza, que podía llegar al techo. Pero se retardaba, iba a demorar minutos, tal vez horas, un tiempo sublime transcurrido el cual se desintegraría su cuerpo, porque era imposible que nadie pudiera sobrevivir a tanto placer.
Avanzaba la luz y, ahora, sentía juguetear una lengua en su ano, como hiciera aquel travesti con el cual le gastó el Cañita la peor broma que recordaba. Simultáneamente, dos bocas degustaban cada uno de sus testículos y otra succionaba el bálano como si se tratara de un tornado. Quiso gritar, rogarles que le permitieran llegar al estallido de la luz, pero tenía la boca ocluída por otra lengua y otras dos bocas mordíam con fuerza sus tetillas mientras otra más le mordía el ombligo.
"Parad, por favor, o llevadme a la gloria de una vez"
Entonces, ocurrió. Primero fue un remolino de estrellas de colores sobre la luz que avanzaba. A continuación, cada una de las estrellas estalló en puntos pirotécnicos. Siguió la explosión de una supernova que lo cegó completamente, aunque estuviera con los ojos cerrados.
En ese instante, comprendió que se encontraba suspendido en el aire sin la ayuda de las cinco mujeres. Efectivamente, flotaba, con los pies y la cabeza un poco caídos y las caderas emergidas, alzadas hacia un punto del infinito donde alguna fuerza sobrenatural había concentrado todo el placer del universo. El estallido de la supernova resultó insignificante, comparado con la prodigiosa cascada de semen que flotó en el vacío y se alzó como si no existiera gravedad.
No se agotaba. Fluí a y fluía, el surtidor blanco se elevaba hacia alturas incomprensibles y volvía a caer sobre su vientre con abandono ingrávido. Era tan definitivo el placer, que ahora rugió. Fue un bramido mucho más intenso que el de un toro, como el de cien toros, que resonó en ecos pasillo adelante, más allá de la puerta.
Fue su propia voz lo que le hizo despertar. Repentinamente a oscuras, no comprendió lo que sucedía, pero las convulsiones que todavían agitaban su vientre le hicieron volver a la realidad. Pulsó el interruptor de la luz. El semen de doce días de ayuno empegostaba la sábana, las piernas, las manos y formaba una especie de laguna en su ombligo que abarcaba buena parte del vientre.
Sin poderlo evitar, soltó una carcajada.
Se escucharon carreras en el pasillo y, a continuación, sonaron golpes apremiantes en la puerta y la voz del Cañita:
-Niño, abre, ¿qué te pasa?
Omar asomó únicamente la cabeza para asegurarse de que el apoderado estaba solo, ya que le parecía haber escuchado las carreras de varias personas en dirección a su habitación.
-¿Qué te ha pasao, por qué has gritao de esa manera?
-Un sueño namás, don Manuel. Y dése usted cuenta si no era verdad lo que le había dicho del ayuno de doce días. Mire.
Señaló su vientre y sus mulos bañados de semen, descolgándose en gotas copiosas que caían sobre la moqueta.
-¡Osú, niño! Tú no eres un hombre, eres el milagro del maná en el Sinaí.
























XXVI – Natural

A causa de la fatiga del viaje de ida y vuelta a Madrid, por la alegría del triunfo y comprensivo con las tensiones que el muchacho había pasado estando disgustados, Manuel Rodríguez permitió a Omar descansar el lunes siguiente y, como los martes no tenían jamás entrenamiento ni había otras cosas que hacer, no se volvieron a ver hasta el miércoles.
-Nos han salío otras cinco novillás, niño. ¡Esto marcha!
-¿Superaré este verano el récord de Jesulín?
-¡Tú estás loco! Ni este verano, ni nunca. Es una locura torear tanto. Las cosas hay que hacerlas con tino. Lo que sí es que, si redondeas en junio dos tardes más como la de Colmenar Viejo, trataría de organizarte la alternativa pa la feria de Málaga.
-¿Cree usted? -esa posibilidad le maravillaba y horrorizaba a la vez.
-Sí, niño. Los novillos son poca cosa si tenemos en cuenta tu fuerza y tu tamaño. Necesitas jugártelas con toros de verdad. ¿No ves que, si no se te mira esa cara de mocoso, tu cuerpo es el de un tiarrón hecho y derecho? Desde los tendíos no se aprecian las caras, sino las hechuras, y el grosor de tus piernas, tus hombros y... lo que tú ya sabes, hace creer de lejos que eres un tío de treinta años. De aquí a ná, la gente va a empezar a decir que eres mu viejo pa seguir de novillero.
-¡Don Manuel, que todavía no he cumplío los dieciocho! Me faltan cuatro meses y medio.
-¿Qué le vamos a hacer? Lo que importa es lo que parece, y tú pareces ya el padre del Juli. Hala, a entrenar, que tienes que mejorar las chicuelinas y las manoletinas. Arza. Trabaja también un poco los afarolaos, que bajas la mano mu pronto. Mañana dedicaremos tó el día a las estocás.
-Yo... quería preguntarle una cosa.
-Larga.
Omar titubeó, carraspeó, cargó el peso sobre una pierna y, luego, sobre la otra. Finalmente, se decidió:
-Que yo quiera ser como don Juan no estorba a los toros, ¿verdad?, siempre que no folle dos días antes de las corrías, ¿no?
-Más o menos.
-Es que ya no tengo ganas de putas, don Manuel. Preferiría saber que las trajino por las buenas, ¿sabe usted? Que no sea por dinero.
-¿Y eso qué tiene que ver conmigo?
-Pues... que si puede usted adelantarme algo. No se cabree. Reconozco que todavía no ha recuperao usted la inversión, pero si pudiera... en fin.
El Cañita mantuvo la expresión adusta, pero estaba sonriendo por dentro. Concedió con benevolencia:
-Veinte mil pesetas a la semana. Ahora y siempre... hasta que pase un tiempo... Quiero decir que, hasta que no tengas veintidós o veintitrés años, el dinero se lo daré íntegro a tu padre. ¿Tienes algo que oponer?
-No, don Manuel; lo que usted diga.
-Pero nunca te acostarás más tarde de las doce y media de la noche. Mira que tu madre está compinchá conmigo, y te voy a controlar. Y otra cosa, niño: que no necesitas demostrarte que puedes conquistarlas sin dinero; ¿es que no está colaíta por ti la muchacha de Valladolid?

Toreaba el domingo en Lucena y, antes, tenía que pasar cuarenta y ocho horas de cuarentena. Sólo disponía de las noches del miércoles y el jueves para el sexo, de manera que no podía dejarlo para mañana. El apoderado lo llevó en el coche hasta las proximidades del paseo marítimo, donde le dio un último consejo:
-Mira, Omarito; ten una mijilla de tiento, que ni toas las mujeres son putas ni se acuestan por las buenas con el primer semental que se les cruza en el camino. Trata de ser fino, no insistas cuando veas que no te dicen que sí a la primera de cambio, ten cuidao de que no se te noten las ansias. A las muchachas decentes hay que cortejarlas, decirles cosas bonitas y no puedes tocarles las tetas si antes no has notado por mil detalles que ellas quieren que se las toques. ¿Vas comprendiendo?
-Sí, don Manuel. Pero... ¿y si no me salen esas palabras bonitas?
-Las mujeres consideran que son bonitos todos los elogios y lisonjas que puedas inventar: Que es la más guapa que has visto, que hay que ver cómo sonríe, que sus pestañas son como cañas de pescar... Pero no vayas a decir "¡vaya par de tetas que tienes!" o "el olor de tu coño me vuelve loco". ¿Lo coges?
-Creo que sí. Condiós don Manuel... y muchas gracias.
Guardó diez de las veinte mil pesetas que le había dado el Cañita en uno de los pliegues ocultos de la cartera y las otras diez, en el bolsillo del pantalón. El pub donde había estado con el Cañita y Lola, aquella belleza de Vélez, le parecía territorio conocido y, por ello, fue el que eligió. Mientras entraba con no demasiada confianza, se preguntó cómo habría quedado de desfigurado el mirón del malecón, el que había perdido la nariz de tanto asomarse para satirearles a Lola y a él. Sonrió.
Unas quince personas ocupaban las mesas y todas iban en parejas o en grupos, ninguna chica sola, pero intentar atreverse a entrar en un local donde nunca hubiera estado quedaba descartado. Esperaría. ¿Qué podía pedir en la barra?
-Un Trina de naranja.
¡Digo! ¡Quinientas pesetas un Trina! Tenía que andar con cuidado para no quedarse parruli en una noche, y estirar el dinero todo lo que pudiese, por si acaso las cosas rodaban mal y tenía que ir al puticlub. Sentía hambre, pero si pedía un bocadillo en ese sitio tendría que solicitar una subvención al gobierno. Engulló afanosamente el platillo de frutos secos, que supuso que sería gratis.
-Hola, oye, tenemos una discusión mis amigos y yo. ¿Tú no eres mataó?
La que se lo preguntaba era una muchacha de cara algo sosa, con sus pecas y sus ojos de catequista, pero lo que abultaba su camiseta era muy prometedor, un par de cosas como las de Magrit aunque a tono con su menor altura. Llevaba el pelo muy corto, estilo que no le parecía atractivo, pero sonreía con dulzura. La había mirado de pasada al entrar, sin prestarle demasiada atención porque se encontraba sentada con otra muchacha y un muchacho. Consideró que no era un buen comienzo que conociera su profesión de antemano, pero tampoco quería mentir.
-Novillero.
-¡Lo sabía! Toreaste en Nerja, ¿no?
-S...sí -sentíase más cortado que nunca frente a cualquier mujer. Claro, que no se trataba de una mujer experta, como todas las que había tenido entre sus brazos, sino de una muchacha decente, alguien a quien, de acuerdo con las indicaciones del Cañita, debía respetar antes que desear.
-He ganao la apuesta -anunció ella, triunfal- ¿Quieres sentarte con nosotros?
-Allá voy.
-Perdona, no me acuerdo de cómo te llamas.
-Omar, ¿y tú?
-Viky -ya habían llegado junto a los otros dos-. Escuchad, yo tenía razón. Es torero y se llama Omar. Te presento a Toñy y Juan Carlos.
-Mucho gusto -dijeron los dos al únisono.
-Bueno -dijo Viky-. Ahora, tenéis que pagar la apuesta.
-Está bien, tía -dijo Juan Carlos-. ¿Qué queréis tomar?
-Un cubata de Larios -dijo Viky.
-¿Y tú? -preguntó el muchacho a Omar.
-Tengo todavía el refresco por la mitad.
-¿Un refresco? -ironizó Juan Carlos-. ¿Tú qué eres, un seminarista? Tómate un pelotazo, tío; pago yo.
-Otro día. Mañana tengo que entrenar en el tentaero.
-¿Así de controlada es la vida de un novillero? -se interesó Viky.
-¿Controlada? Pues, no sé -en realidad, Omar no entendía lo que significaba la pregunta-. Lo único que sé es que me tengo que levantar a las siete pa poder llegar a las ocho y media, andando, al tentaero, que está a cuatro kilómetros de mi casa, y me gusta estar fresco.
-Yo creía que los toreros estabais tós podríos de pasta -dijo Juan Carlos- ¡Andando pa el tentadero! ¿No has ganao pa un coche?
-No lo sé. Pero, igual, no puedo sacar el carné. Tengo diecisiete años.
-¡Diecisiete! -exclamó Toñy- ¡Venga ya!
-¿Seguro que tienes diecisiete? -se admiró Viky.
-¡Claro!
-Vaya un caramelito -afirmó Toñy.
Juan Carlos sonrió con picardía. Le hizo a Viky una señal que Omar no supo interpretar, pero, a continuación, ella se arrimó en el asiento un poco más, hasta que las piernas de los dos dos quedaron muy juntas. Omar tuvo un sobresalto; el pene se le había disparado en el pantalón hasta la rigidez instantánea. No quiso ni mirarse, temiendo que se dieran cuenta, aunque la escasa iluminación ayudaba a embozar la prominencia.
-¡Qué penita! -bromeó Viky, pasándole los dedos por la barbilla-... tener que estar como los futbolistas, sin beber ni trasnochar, tan sacrificao por los toros. ¿Te controlas tanto con todas las demás cosas?
Omar supuso que podía referirse al sexo, pero recordó el consejo del Cañita y prefirió ignorar la alusión, no fuera a meter la pata. Dijo:
-Hay que estar en buena forma. Los toros son una cosa mu seria.
-Yo creía que tenías lo menos veintidós o veintitrés años -aseguró Toñy-. Siendo tan joven, estarás casi empezando, ¿no? -Omar asintió-. Entonces, a lo mejor llegas a ser mu famoso.
-Lo voy a intentar. Me están saliendo muchas novillás... ¡y pagás! El año pasao, mi apoderado tenía que pagar pa que me dejaran torear.
Durante la hora siguiente, Omar, deslumbrado porque aquellas tres personas se interesaran tanto por sus cosas, les contó todo lo que sabía de su profesión y los avatares de su corta biografía taurina, omitiedo cualquier referencia a las experiencias sexuales. Cuando tenían los vasos vacíos y Omar había consumido todos los platillos de patatas, aceitunas y frutos secos que el camarero les había llevado, dijo Juan Carlos:
-Nosotros -señaló a Toñy y a él mismo- pensamos dar una vuelta. ¿Queréis venir?
-¿Tú qué dices? -preguntó Viky-. Como llevas esa vida de cura...
-¿Es mu lejos? -preguntó Omar.
-No -respondió Juan Carlos-. Vamos a subir a Gibralfaro, que está ahí mismo. Arriba, hay unas vistas acojonantes.
-Entonces, voy con vosotros.
El monte, coronado por una fortaleza morisca, se encontraba tan sólo a unos cuatrocientos metros del pub. Durante la escalada por senderos empedrados entre jardines y pinos, Omar se adelantaba a los tres a cada paso. Al darse cuenta, contenía las zancadas y trataba de acomodarse al ritmo del grupo, comprendiendo que ellos no estaban tan bien entrenados como él, pero en seguida volvía a acelerar. Presentía que en la cima le aguardaba algo más interesante que los panoramas. Igual que había hecho don Juan Tenorio, ahora subía a un castillo donde dejar a alguien un recuerdo; si no se equivocaba, Viky ansiaba tanto como él llegar a la cima y conservar el recuerdo. Reconocía no poseer perspicacia suficiente para apreciar matices sutiles, pero las alusiones, los gestos y la conducta de la muchacha no le hacían sentirse culpable por sus intenciones, pues no parecía una doncella tan recatada como para sufrir al sentirse burlada. Porque este aspecto de las hazañas de don Juan le causaba desazón; el gachó se vanagloriaba de haber metido la ruína en un montón de familias. Claro, que se trataba de otra época; en los tiempos presentes, don Juan lo habría tenido más fácil, puesto que la idea que tenía la gente de la decencia no era tan estúpida como la de entonces; lo que, tal vez, habría disminuido el interés de quel tipo vestido con bombachos, puesto que, por sus palabras, daba la impresión de follarse a las tías sólo para poder jactarse después de la "memoria amarga" que dejaba. De todos modos, no deseaba en modo alguno perjudicar a nadie. A él, que le dieran un par de buenos polvos, y tan a gusto.
-Mira, ¿no te parece cojonudo? -le preguntó Juan Carlos, señalando el paisaje, para lo cual había dejado sólo un segundo de besar a Toñy.
Se encontraban en un mirador, cercano a la fortaleza. Abajo, casi toda la ciudad, las arboledas, las dársenas del puerto, las playas de La Caleta, La Malagueta y San Andrés, y la plaza de toros. ¿Cuándo podría torear ahí? La contemplación del paisaje le emocionaba, pero no sabía cómo calificarlo. ¿Valdría usar la misma palabra que Juan Carlos, "cojonudo"? El Cañita le había aconsejado que no dijera palabrotas.
-¡Es casi tan bonito como la finca donde entreno! -fue el único superlativo que se le ocurrió.
Los otros tres se echaron a reír. Se preguntó dónde estaría la gracia. Viky le agarró la mano y jaló hacia la milenaria muralla, adelantándose a los otros dos, que se rezagaron. La cima estaba próxima... y en la cima se aproximaría también la ocasión de dejar recuerdo de él.
-¿Te gusto? -preguntó Viky.
-Eres mu graciosa.
-¿Sólo eso? -ella pareció decepcionada.
-¡Tienes...! -Omar se contuvo, pero la mirada se le deslizó hacia las incitadoras prominencias de la camiseta.
Ella notó la mirada, lo que alarmó al novillero. Pero Viky sonrió.
-¡Osú, tós los tíos pensáis en lo mismo! -refunfuñó con humor.
-Estás mu bien. Yo...
-¿Quieres besarme?
En vez de responder, lo hizo.
-¡Estás de un buenorro que crujes! -alabó Viky.
-Tú estás mejor.
-¿De verdad?
-¡Claro!
Y, sintiéndose alentado, la envolvió en un abrazo. Como no podía ser de otro modo, ella sintió al instante lo que el pantalón contenía.
-¿Tienes?
-¿El qué?
-Goma.
-¡Claro! A ver.
-Vamos al otro lado del castillo -sugirió Viky-. Allí hay menos luz.
Siguieron la línea de la muralla, rodeándola hasta un punto donde los pinos eran más abundantes y frondosos, y el paisaje vislumbrado a través de las ramas era la zona opuesta al puerto, el norte de la ciudad. Cuando ella se detuvo, casi recostándose contra la ciclópea pared de piedra, Omar dudó. ¿Podía bajarle los pantalones vaqueros y hurgar en sus bragas, o tenía que esperar a que ella comenzara a desnudarse? De repente, comprendió que el brillo fulgurante de las oportunidades que el toreo le otorgara durante el último año, al mismo tiempo le había cegado para las experiencias propias de su edad. No sabía cómo tenía que comportarse con una muchacha que no fuera una prostituta o una casada insatisfecha. Antes de que surgiera una novillada cerca de Valladolid y, con ella, la ocasión de intimar con Marisa, debía recuperar el tiempo perdido. Intuyó que Viky notaba su indecisión, porque, tras un paréntesis durante el que lo escrutó sonriente, comenzó a aflojarle el cinturón. Fue la señal de partida. Al instante siguiente, Omar desabrochó el pantalón femenino y lo bajó hasta medio muslo.
Lo que siguió era completamente diferente de lo experimentado hasta entonces. La Nancy, Lola, la marquesa de Benaljarafe, eran incendios poderosos desde el principio, una hoguera ya encendida antes de abrazarlas. Con Viky no era así. Ella actuaba con la misma timidez que él, poco a poco, tanteando, sin desbocarse en busca del pene erecto. Curiosamente, esta actitud tenía un efecto sedativo, pues vio, con sorpresa, que no iba a estallar en cuanto la penetrara; sabía que aguantaría hasta que ella comenzara a convulsionarse. Esta constatación le hizo sentir confiado de un modo desconocido; de repente, se sentía experto, capaz, controlaba con autoridad y no con abandono lo que habría de suceder, cuya secuencia se le iba revelando en la mente como los fotogramas de una película.
Besó primero los labios, beso en el que ella le correspondió de manera gradual; sólo después de unos minutos abrió los labios para permitirle hurgar dentro con la lengua. A continuación, besó los ojos y, recordando la recomendación del Cañita, dijo:
-Tienes las pestañas como cañas de pescar...
Ella sonrió con gran intensidad.
-Gracias -murmuró.
Ahora podía llegar más allá. Bajó la boca hacia el cuello, mordió con suavidad y siguió hacia la nuca, humedeciéndole la piel. Notó que ella inspiraba hondo, con un suspiro, y que los pezones presionados contra su pecho se endurecían. Ahora podía presionar a su vez el vientre, para que ella se preparase. Recorrió la espalda con las manos, con calidez pero sin violencia, y las bajó hacia los glúteos, al tiempo que adelantaba sus caderas. Ella alzó la barbilla, echando la cabeza hacia atrás.
-Te... quiero -dijo con tono ronco.
Esta declaración alarmó a Omar. ¿Podía ser verdad que le quisiera tan pronto?, ¿iba a hacerle daño no correspondiéndole? No, debía de ser sólo su modo de decir que estaba pasándolo bien. Desde la posición en que las mantenía, aferradas a los glúteos, metió las manos bajo la camiseta y la arrolló hacia arriba. No tenía sostén. Los pechos se desbocaron generosos contra su pecho al quedar libres. Se quitó precipitadamente la camisa con objeto de poder abrazarla de nuevo en seguida, porque ella comenzaba a aflojar las piernas y podía caer. Echó la camisa al suelo, procurando que cayera extendida sobre la yerba para que no se arrugase; un reflejo condicionado por un año de experiencia torera. Al rodearla otra vez con los brazos, Viky murmuró:
-No me hagas daño. Es demasiao...
Comprendió. Tenía que prepararla un poco más. Bajó la cabeza hacia los pechos y los estuvo lamiendo largos minutos, mientras acariciaba la vulva con la mano. Recordó el botón aquél, ¿cómo había dicho Silvia, la marquesa de Benaljarafe, que se llamaba?, ah, sí, clítoris. Abrió cuidadosamente el pliegue y dio con él. En cuanto comenzó a acariciarlo con la yema del dedo corazón, Viky salió del abandono. Las manos provistas de uñas no muy largas, estaban apretándole la espalda y arañándole la piel de un modo apremiante, mientras las caderas batían contra su mano y su vientre. Había llegado la hora. Entraba en un terreno conocido. Se embutió el condón con pericia, con la misma mano que había estado acariciando el clítoris, y acercó el glande a la entrada de la vagina, sin presionar, esperando a ver lo que ella hacía. Viky se apretó un poco más y alzó los talones, para enfilar mejor su ángulo. Omar prosiguió la invasión.
-Despacio -rogó ella-. Es demasiado...
Otra que mencionaba las dimensiones como si fueran algo de otro mundo. No creía que el tamaño de su pene fuera tan insólito. Su primo Tomás lo tenía más grande, lo menos tres centímetros más que el suyo cuando estaba flojo, lo había visto muchas veces mientras se bañaban desnudos en el río, y los cuatro o cinco vecinos más íntimos disponían de volúmenes muy parecidos, todos entre la dotación de su primo y la suya. ¿Sería verdad, como había dicho aquella valenciana, Quimeta, en Nerja, que los hombres de Cártama eran superdotados? Eso era un estupidez, habría grandes y chicas, como en todas partes, a pesar de que Viky parecía no estar acostumbrada a esa dimensión. De cualquier manera, era mejor tener cuidado, no fuera a salir huyendo monte abajo.
Tal como ella le pedía, fue profundizando poco a poco. Era muy estrecha, ahí estaba el problema. Le iba a causar daño. ¿Qué podía hacer? Ah, el clítoris. Bajó de nuevo la mano derecha para acariciarlo. Por los gemidos de Viky, entendió que quería más y, sintiendo que ya no podría aguantar mucho, empujó hasta el fondo. Ella dio un alarido.
-Perdona, perdona -suplicó Omar.
-Perdona tú -rogó Viky-. ¿Me habrá oído alguien?
-No creo. No ha sío pa tanto, y hay mucho bosque. ¿Te la saco?
Por toda respuesta, ella se apretó contra él con más fuerza y aceleró las embestidas.
-¿Ya? -preguntó Omar.
-Casi.
Un nuevo acelerón de ella. Él no se atrevía a empujar, por temor a que gritara otra vez. Estaba mirándola a la cara, a ver si por fin comenzaba, porque ya no podía aguantar más. Vio que se mordía los labios, seguramente para impedirse a sí misma gritar, y las ventanas de su nariz aleteaban como golondrinas, las pupilas giraban en los ojos y había dejado de sostenerse en sus propias piernas. Entonces, le bastó un movimiento de caderas para sentirlo él. Como era tan estrecho el cobijo, el orgasmo masculino duró un tiempo increíble, en una sarta de sacudidas que se produjeron como a cámara lenta. No recordaba otro tan satisfactorio, a excepción de aquel sueño raro que tuvo en el hotel de Madrid. Ahora, arrebatado, mordió y besó los labios de Viky ya sin pensamiento, sólo instinto.
-Te... quiero -volvió a decir la muchacha.
Omar apretó la boca para no decirlo también. Una cosa era aliviarse y otra muy distinta hacer promesas falsas. Total, llegar hasta donde había llegado con ella no había sido difícil, así que no se trataba de una romántica melindrosa como la monjita aquella de don Juan, doña Inés, pero no alentantaría ilusiones que no podía corresponder.
-¿Ha estado bien? -preguntó ella cuando vio que él no estaba dispuesto a hacer la misma declaración.
-Fantástico, a ver. ¿Y pa ti?
-Maravilloso. Ahora ya no querrás volver a verme.
-Sí, si querré. Pero... ya sabes. El toreo es mu esclavo.
-Te voy a dar mi teléfono.
-Yo no tengo -mintió Omar.
-¿Me llamarás?
-Seguro.
Volvieron en busca de la otra pareja. Omar presumía que Juan Carlos y Toñy habían tenido tiempo de sobra para hacer lo mismo, de modo que se dirigió decididamente hacia el mirador donde los habían visto por última vez y, en efecto, ya estaban esperándolos.
-¿Por qué tienes tanta prisa? -le preguntó el muchacho cuando bajaron del monte, al notar que Omar miraba constantemente el reloj.
-Mi autobús sale dentro de veinte minutos.
-No te preocupes, yo te llevaré; a Cártama no se tarda ni un cuarto de hora. Vente con nosotros a la discoteca.
Viky le suplicaba con los ojos.
-¿Hasta qué hora? -preguntó.
-¡Quién sabe! La noche es joven.
-Tengo que levantarme a las siete.
-Qúedate un poco más -rogó Viky-. Te llevaremos cuando quieras.
-Imposible. Cogeré el autobús y mañana te llamo.
Cuando el vehículo emprendió la marcha, se ufanó de haber resistido la tentación, ya que presentía que, de disponer de más tiempo, a lo largo de la noche hubiera podido repetir.











TERCIO DE GLORIA

XXVII - Sorteo
-¡Eres un tigre! -alabó el Cañita cuando a la mañana siguiente, a punto de acabar el entrenamiento, Omar le contó su aventura con Viky -¿Seguro que no le diste falsas esperanzas a la muchacha?
-Seguro. Quiere que la llame por teléfono, pero no sé...
-No lo hagas, Omarito. La próxima vez que salgas de caza, evita ese sitio y no llames a esa niña antes de que pase un mes... o dos... a no ser que te interese de veras. Si, como me huelo, la vallisoletana te tiene alborotás las entretelas, sería una guarrá que le des alas a otra.
-Haré lo que usted diga, don Manuel. Pero hoy es mi última oportunidad antes de la novillá de Lucena y es un rollo eso de tener que dar tantos rodeos. Me gusta mucho haber sido capaz de trajinarme a una niña decente, pero hoy querría echar un polvo rápido y adiós muy buenas, sin tanta monserga. Lo que pasa es que... eso de las prostitutas...
-La belleza aquélla de Vélez -citó el Cañita-, ¿no te había dado el número de teléfono?
-¿Lola?, sí.
-Y la valenciana de Nerja, que nos conviene una pechá por la pila de hoteles que tiene el marido. Ya ha pasao más del mes que te dijo que esperases antes de llamarla. Tengo su número en la agenda.
-Las llamaré a las cinco, ahora cuando terminemos. ¿Han estao bien los afarolaos?
-Regular, Omarito. Tienes que ponerles más alma. Sin embargo, estás cogiéndole el truquillo al estoque, y eso tiene más valor.
Después de ducharse, Omar pidió permiso al dueño del cortijo para hablar por teléfono. Alentado por la alusión del Cañita, llamó primero a Quimeta, aunque le parecía demasiado vieja; debía de tener por encima de cuarenta años. La valenciana respondió en seguida:
-¿Omar Candela? Llevo tres días esperando que me llames. Llegué el lunes, y estoy de un aburrimiento... ¿Puedes venir esta noche?
-¿Ir a Nerja?... no sé. Tendré que averiguar. ¿Puedo llamarla a usted un poco más tarde?
-¡No me hables de usted, hombre! ¿A qué hora crees que me llamarás?
-Dentro de poco, una media hora.
-Estaré esperando, impaciente.
El novillero fue a la sala vecina, donde el Cañita conversaba con el propietario de la finca. Éste se encontraba manipulando una calculadora de bolsillo; nunca se había preguntado Omar lo que costaba usar el tentadero en exclusiva tres o cuatro días por semana y, ahora, de repente, le pareció que debía de ser una barbaridad, una cifra que rebasaba todos sus parámetros. Sintiendo una ternura que hasta ese momento ignoraba sentir por la enjuta y encanecida figura de su apoderado, se juró que, bajo ninguna circunstancia, haría jamás nada que pudiera enojar al Cañita.
-Don Manuel... ¿puedo ir a Nerja esta noche?
No le pidió que lo llevase, porque lo consideraba un abuso. En la costa circulaban los autobuses con mucha frecuencia y casi toda la noche.
-No, Omarito, no puedes. Yo tengo quehacer y no puedo llevarte ni esperarte, y tú tienes que dormir tus ocho horas mínimo. Otro día.
Sin protestar, regresó junto al teléfono. Marcó el número de Lola. Estaba comunicando. Volvió a llamar a Quimeta.
-Mi apoderao no puede llevarme -adujo.
-Ven en tu coche, solo.
-No tengo coche, ni siquiera tengo carné. No puedo sacarlo todavía.
-¡No tienes ni dieciocho años! -Quimeta carraspeó-. Creía que andabas bastante por encima de los veinte.
-¡Qué va!
-Lo dejaremos para más adelante, Omar. ¿Cuándo cumples dieciocho?
Halló extraña la pregunta, ¿qué tendría que ver el dato? Respondió con desánimo, intuyendo que su edad era una pega insuperable para aquella señora. Intentó de nuevo la llamada a Lola.
-¿Omar, el torero? -la voz de la guapa veleña sonó sorprendida y alegre.
-Sí. Que yo me preguntaba si usted... pensaría bajar a Málaga hoy...
-Si vuelves a hablarme de usted, cuelgo el teléfono -amenazó Lola-. No me había planteao bajar hoy, porque no tengo que llevar en el coche a mi marido al hospital; lo ha llevado un compañero. Pero... oye, pues no sería mala idea. Acabo de caer en la cuenta de que a mi marido le parecerá muy bien que vaya a tomar algo con él, pa disfraerlo en su guardia. Espérame en la cafetería "Gallo de Indias" a las nueve y media. Es un local que hay cerca de La Malagueta.
-Allí estaré. A ver.
Rondó la cafetería durante tres cuartos de hora, porque el Cañita lo dejó a las nueve junto a la puerta y Lola llegó a las diez menos cuarto. Contento de haber gastado la noche anterior sólo mil doscientas pesetas de las vente mil que le diera el apoderado, descubrió que le hacía sentir poderoso tener dinero en el bosillo, de modo que se propuso no gastar más que lo indispensable, así que permaneció fuera del local hasta que se le aproximó la señora de Vélez.
-¡Chiquillo, qué puntual! Suponía que tendría que esperarte.
-Hace mucho rato que llegué.
-Había un poco de caravana pa entrar en Málaga -se excusó Lola-. Vamos a tomar algo.
Sentados frente a frente, Omar la contempló con mejor ángulo que el que había tenido en la tasca donde la conociera y en el malecón del puerto, donde por la escasez de iluminación ni siquiera había podido recrearse con la visión de sus pechos. Llevaba el pelo suelto, y no el moño de la primera vez, como si hubiera adivinado sus gustos. Los ojos verdes eran como para zambullirse en ellos. Y la boca... ¡cómo le urgía besarla!
Por indicación de la mujer, que vio con cuánta avidez devoraba a puñados los frutos secos con que acompañó el camarero las cervezas, pidió un plato combinado que incluía un entrecot y patatas y dos huevos fritos. Observando cómo engullía, Lola dijo:
-Creo que necesitas más.
Omar calculó que se le iba a reducir en un buen pico el tesoro que guardaba en el bolsillo, porque el local parecía caro, pero era verdad que necesitaba comer más. Repitió idéntico plato. Cuando les presentaron la cuenta, fue a sacar el dinero, pero ella lo detuvo:
-Nanay de la China, Omar. Esta noche eres mi invitao. ¿Tienes lugar?
-No comprendo.
-¿Dispones de un sitio discreto, un apartamento o algo así?
-Podemos ir a un hotel. A ver.
-¡De manera ninguna! -protestó Lola, como si tal idea fuese inadmisible-. Soy una mujer casá.
-Entonces, no sé...
-Tendremos que pensar... Oye, antes de que se nos haga más tarde, y pa que mi marido no vaya a pensar mal, lo mejor será que vayamos un ratillo al hospital, a saludarlo. Así nos quedamos tranquilos.
-¿Yo también voy?
-Natural.
Primero, decía que no podía entrar en un hotel porque era una mujer casada y ahora, quería llevarlo ante el marido. ¡Qué cosa más rara!
Aguardaron en la cafetería del hospital al "doctor Peña", el esposo, que había sido llamado desde la recepción. Apareció veinte minutos más tarde, cuando Omar, embrujado por la belleza extraordinaria de Lola, ni se acordaba siquiera de que estaban esperándolo. Era un hombre que no podía el novillero entender que su mujer se la diera con queso: Muy alto, bastante más del metro ochenta, rubio como un sueco y una cara de ésas que tanto les gustaba a las gachís, con los ojos azules y demás.
-Pedro, ¿te acuerdas de Omar Candela? -señaló Lola.
-¡Tú eres el maestro que vimos torear en Vélez! -exclamó el hombre vestido con una bata hospitalaria.
-Novillero.
-Lo he encontrao por casualidad en el Gallo de Indias -mintió ella-. Trato de que me explique cómo es que los toreros tienen tanto valor.
-Toreaste mu bien -alabó Pedro, con un entusiasmo que Omar halló incomprensible-. Nos llamaste mucho la atención.
¿Sería un cornudo consentidor?
El médico permaneció conversando con unos diez minutos, muy simpático y sin parar de ensalzar los pases que había dado durante la lidia en Vélez. Los recordaba todos. Finalmente, dijo poniéndose de pie:
-Tengo un parto que está casi a punto. Debo volver a la planta.
-¿Quieres que nos quedemos por aquí? -preguntó Lola.
-Sí, esperadme. Iré a dar una ojeá y si veo que se retrasa, bajaré dentro de un rato a seguir charlando con ustedes.
En cuanto el doctor Peña salió de la cafetería, dijo Lola:
-Vamos a ver el hospital. ¿Has recorrío alguna vez un hospital sin salirte de las zonas públicas?
-No.
-Es mu curioso. Ya verás.
Le precedió en un intinerario que comenzó en un sótano lleno de maquinaria, calderas, sillas de ruedas y camillas abandonadas en cualquier parte, con aspecto de averiadas. Subieron luego en el ascensor a una planta, que no se fijó qué piso era; Lola transitaba con soltura por los pasillos, las salas llenas de instrumentos y los laboratorios, aparentando conocer muy bien el edificio. No se cruzaron con nadie en todo el recorrido. Omar miró el reloj con disimulo; se acercaba el límite a partir del cual le caería una bronca por la mañana; además, sentía sueño y aburrimiento. Estaba maquinando una disculpa para irse, cuando ella abrió una puerta y le miró con complicidad. Dentro, en una habitación pequeña, había una cama de a cuerpo. Sin decir nada, tras entornar la puerta muy cuidadosamente como para no hacer ruído, y sin echar el pestillo, Lola comezó a desnudarse. Omar dudó. Por primera vez en su vida, se sentía alerta y no sabía por qué. Bueno, sí; el tal Pedro podía pillarlos, pero si a ella no le preocupaba esta posibilidad, ¿por qué habría de inquietarle a él? Se desnudó también, sin dejar de contemplarla.
En el malecón del puerto sólo le había bajado las bragas; ni siquiera había tenido ocasión de ver la forma de los muslos. Pues había sido una verdadera pena, porque eran unos muslos espléndidos, torneados, macizos, igual que el resto del cuerpo. Lola se encontraba en la frontera exacta a partir de la cual una mujer se consideraría a sí misma gorda, aunque su cintura era muy fina, pero las caderas eran anchas y los brazos, redondos, sin trazos de nervios ni venas. Y los pechos... ¡joé!. No demasiado grandes, pero erguidos, puntiagudos y firmes. Cayó sobre ella en cuanto se recostó, incitadora. Descubrió con alegría que había dejado de ser eso que llamaban "eyaculador precoz" y que tanto le hacía reír al Cañita. Ni el acto de enfundarse el condón ni la penetración le hicieron explotar como otras veces. Besó largamente la boca y el cuello.
-No me dejes marcas -solicitó ella con un murmullo.
Ensayó Omar las caricias que comenzaba a sentir que dominaba. Besó los ojos, murmuró las palabras que el Cañita le sugería, hurgó en las orejas con la lengua, recorrió la espalda con las manos, arriba y abajo tratando de no ser brusco, aguantando junto a la suavidad enloquecedora de la vulva antes de penetrarla. Notó que Lola se estremecía y gemía. Había pensado manipular el clítoris, pero notó que ya no era necesario. Emprendió la cabalgada y ella, simultáneamente, se puso a bombear con fuerza.
-¡Síii! -exclamó con un estallido de júbilo.
Estimulado por lo que le pareció el anuncio de su llegada, aceleró. En ese momento, sintió una mano que se apoyaba firmemente en sus glúteos. Ella le revolvía el pelo con la derecha y sentía la otra mano aferrada a su espalda, así que la mano apoyada en su culo no era ninguna de las de Lola. ¿Qué coño pasaba? Giró la cabeza. Pedro, desnudo y sentado al borde de la cama, sonreía y bizqueaba cayéndosele la baba.
Omar dio un salto para caer de pie.
-¿Qué haces, tío?
-Déjalo participar -rogó Lola-. No va a hacerte ná, sólo mirar. Los dos estamos alucinaos con el tamaño de tu polla desde que te vimos torear. Venga, no seas tonto, y ven aquí.
-¿Seguro que sólo va a mirar?
-Bueno, tocar un poquillo tampoco es malo, ¿no? -dijo él.
-¡Que os folle un tiburón! -exclamó Omar.
Recogió la ropa y, sin ponérsela, echó a correr pasillo adelante. Antes de optar por una de las dos bifurcaciones que había al fondo, y mientras intentaba vestirse, Pedro asomó la cabeza y el hombro por la puerta de la habitación. Estaba ajustándose la bata; gritó:
-Escucha, Omar, estos pasillos son muy complicaos y te vas a perder. Espera que te ayude a encontrar la salida.
-¿Encontrar la salía? ¡Tú lo que quieres es encontrar mi entrá! -repuso el novillero y, sin acabar de ponerse el pantalón, reemprendió la carrera por el pasillo de la izquierda, yendo a topar con una enfermera, que se echó a reír, mirando con gula sus muslos todavía sin cubrir:
-¡Otro que escapa del doctor Peña y su mujer! Ven por aquí.
Lo empujó dentro de una habitación y, sin ninguna clase de preámbulos, se desnudó.
-¡Qué pollón, vida mía, qué bicharraco! -repitió sin parar hasta el tercer orgasmo de Omar, cuando ella completaba la docena.
En "Don Juan Tenorio" nadie hablaba de penes, no había ninguna alusión a los atributos del protagonista. Tanto nombrar los suyos comenzaba a mosquearle.










XXVIII – Templar

El Cañita no paró de reír en toda la mañana.
-Estás teniendo mala pata con las mujeres casás -dijo-. Primero, lo de Palencia, huyendo por los balcones, y ahora, el médico queriendo ponerte una inyección. Vas a tener que volverte una mijilla más selectivo y una pechá más tunante.
-¡A la marquesa, todavía tengo que ponerle un remache! En cuanto toree cerca de Madrid, ya verá. Oiga, don Manuel, ¿usted cree que tengo la picha demasiao grande?
-Un poco, sí.
-Pero... ¿no seré algo así como un monstruo de feria?; porque... es que toas las tías que me follo hablan de eso, y ya me están dando complejos.
-No, Omarito. Tanto como un monstruo de feria... No es que abunden mucho, pero hay fulanos mejor dotaos que tú, incluso más. ¿No te acuerdas de aquellas películas pornográficas que viste en mi casa el día de la travesti? Aunque yo no me lo puedo creer, dicen que había un actor norteamericano que tenía más de treinta centímetros, así que no te angusties por esa tontería. Tú eres un tío normal y corriente. Pero, eso sí, con más arte que ninguno. ¡Que conste!
La afirmación del apoderado no lo tranquilizó. Era viernes, por lo que el entrenamiento acabaría a la una del mediodía; cuando se acercaba esta hora, descubrió que no conseguía quitarse de la cabeza la idea de que pudiera no ser un muchacho como los demás. Le desagradaba muy profundamente la posibilidad de pasar toda su vida temiendo que las mujeres que intentaran conquistarlo lo hicieran seducidas sólo por el tamaño. Tenía que encontrar una respuesta que le tranquilizara. Después de ducharse, pidió permiso para hablar por teléfono y llamó a su primo:
-¿Tomás? Soy yo, Omar. Oye, que si nos vamos a tomar un bañito en el río. ¿Tienes la motillo?
-Sí, cojonúo. ¿A qué hora?
-Llegaré a las dos menos cuarto.
-¿Donde íbamos de niños?
-Sí -respondió Omar, pensando que no hacía tanto tiempo de eso.
-Te espero en la poza de siempre.
Una vez emprendida la marcha con el coche, pidió al apoderado:
-Don Manuel, ¿no puede usted arrimarme a la vera del río, por el sotillo? Es que, como hoy no me deja usted que haga sexo, pues que pensaba yo nadar un poco con mi primo, pa cansarme y dormir más a gusto, ¿sabe usted?
-Vale, pero ten cuidao, que no te dé una insolación y no vayáis a caeros con el vespino. Recuerda que toreas el domingo en Lucena.
-No se preocupe, don Manuel. Yo soy un tío serio. A ver.
El Cañita sonrió. En efecto, el niño se estaba convirtiendo en un adulto con mucha rapidez. Semana a semana, se volvía más responsable, gracias al espionaje que consideraba indispensable, había descubierto que le quedaban en la cartera quince mil pesetas de las veinte mil que le había dado el miércoles, y día a día, depuraba su toreo a ojos vistas. Le enorgullecía saber que él tenía mucho que ver con la evolución.
Llegado a la poza tras atravesar el sotillo de eucaliptos, Omar sintió decepció. Tomás nadaba cubierto con un bañador y en la orilla de enfrente, de la que sólo le separaban quince metros, había un grupo familiar, padre, madre, suegra y tres niños, retozando en la orilla delante de una sombrilla clavada en la arena y una mesa de camping con la comida dispuesta. Comprendió que Tomás no estuviera nadando desnudo, como solía. El problema era que él no tenía bañador y tendría que bañarse en slip, lo cual era como estar en cueros y, por otro lado, tampoco iba a poder resolver, sin más, el enigma que le había llevado al río. Se quitó el pantalón y la camisa dentro del agua, y los lanzó hacia la yerba, sumergiéndose en seguida hasta la cintura.
-Oye, Tomás, tengo un problema. Necesito que te pongas dura la polla, pa tocártela.
-¡Tú has perdío el sentío! ¿Ahora te has vuelto maricón?
-¡Joé!, ¿tú qué te has creído? Es que me están entrando dudas...
-Pues no trates de aclararlas conmigo, ¿sabes?, que a mí no me van esas guarrás. Se ve que lo del bailaor aquél te impresionó.
-Escúchame una mijilla, joé, que no me entiendes. Toas las tías me dicen que tengo la polla mu grande, y ya estoy mosqueao. Primero, yo respondía que no, que la tengo normal, porque me acordaba de cuando veníamos aquí a bañarnos, y la mía era más chica que la tuya y más o menos como la de tu hermano, lo mismo que las del Juanito del lagar y el Rafalillo de los perotes. Pero como toas me lo siguen diciendo, que me estoy empezando a pensar si no me habrá crecío más y, como me la veo tós los días, pues que, a lo mejor, pues no me he dao ni cuenta.
-Pero, contigo delante y metío en el agua, yo no puedo ponérmela dura.
-Mira a la gachí aquélla.
-¿A cuál, a vieja o a la ballena? ¡Tú estás pirao!
-Piensa en algo.
-Mierda, Omar -se quejó Tomás, que había comenzado a manipularse mientras miraba hacia la otra orilla con miedo a que alguien se diera cuenta-. Esto no es como encender la luz, joé.
Omar reflexionó. A lo mejor bastaba con las descripciones.
-¿Cómo de grande es la tuya cuando te empalmas? -preguntó.
-Más o menos, así.
Tomás tensó el pulgar y el meñique de la mano derecha, señalando un palmo.
-¿Esto serán más de veinte centímetros? -preguntó Omar.
-¡Claro! -exclamó Tomás, que poseía grandes manazas de labrador.
-Entonces, una gachí de Valencia, que me la midió y vio que yo tenía veintitrés centímetros, será verdad lo que dijo.
-¿Qué dijo?
-Me contó que tuvo un empleao cartameño que la tenía caballuna y que también había escuchao hablar a sus amigas de otros paisanos nuestros que por ahí andaban.
-¿Tú no se la has visto nunca al Antoñito el del esparto?
-No. Ése no es de nuestra quinta.
-Pues una noche que estábamos en la venta de Río Grande medio alpistelaos, nos la enseñó a unos cuantos. Mira, Omar, sin empalmar era lo menos así, como de mi rodilla a mi talón.
-¡Venga ya!
-De verdad. Pero dijo el pobre que nunca ha podío metérsela a naide, que lo ha intentao con toas las putas y con los maricones del parque de Málaga, y nanay.
-¿Tú tienes más, o menos, de veintitrés centímetros, Tomás?
-Creo que más.
-Venga, hombre, empálmate -instó Omar, alentado por la expectativa de que hubiera alguien mejor dotado que él.
-Empálmate tú también. Si no, me voy a sentir como si estuviera dando el espectáculo.
-Adelante -alentó Omar, introduciéndose la mano bajo el slip.
Con sólo recordar la melena suelta de Lola y aquellos pechos de los que, por la irrupción del degenerado del marido, se había quedado en ayunas, obtuvo la erección a los dos minutos.
-Ya estoy -anunció.
-Yo creo que no voy a conseguirlo -confesó Tomás-. Namás que se me pone morcillona. A ver, ponte de espalda a esa gente y enséñamela, y te diré si es más grande o más chica que la mía.
Omar alzó los talones, para que emergieran sus caderas del agua, y se exhibió ante Tomás.
-¡La tienes más grande que yo! -se asombró el primo.
-Lo dices pa asustarme -acusó el novillero, angustiado.
-¡Que no, Omar! La tuya es más gorda que la mía.
-¿Y de larga?
-Más o menos igual.
-¿De verdad? -suspiró, aliviado.
-Sí.
Omar rescató de su memoria las muchas veces que había retozado en ese lugar con su primo y otros amigos. Estaba seguro de que, entonces, Tomás le ganaba lo menos en tres centímetros. Si, entretanto, su maduración física había ocasionado que lo superase, sería un problema.
-No te creo -aseguró.
-Espera un poco -pidió Tomás -Trata de que no se te baje.
-No hay problema -se jactó Omar.
Con la mano sumergida en el agua, Tomás permaneció masturbándose mucho rato, unos diez minutos. Finalmente, preguntó:
-¿La tienes todavía dura, Omar?
-Sí.
-Venga, sácatela antes de que se me afloje, que esto no es un azadón.
Hombro con hombro, alzaron ambos los talones y se calibraron mutuamente.
-¡Es verdad -exclamó Omar- son del mismo tamaño! Menos mal que no la tengo más grande que tú, joé.
En ese momento, surgió de entre los eucaliptos la pareja de la Guardia Civil, justo frente a ellos, a sólo unos tres metros de distancia. Tomás y Omar bajaron al mismo tiempo los talones y doblaron las piernas para ocultar sus joyas. El más viejo de los guardias gritó:
-¡Eh, vosotros, sinvergüenzas, qué carajo estáis haciendo!
Ambos muchachos se encontraban enmudecidos por el espanto. Sabían lo que iba a ocurrir a continuación: El hecho sería divulgado en el pueblo y cada vecino lo interpretaría a su modo, que sería en todos los casos de la peor manera imaginable. Por parte de Omar, el escándalo podía representar el final de su carrera taurina. Ocurrió, sin embargo, un milagro. El mismo que había gritado, preguntó:
-Oye, ¿tú no eres el novillero Omar Candela?
-S... sí -respondió en un murmullo.
-¿Y resulta que tienes huevos pa enfrentarte a un toro, pero no pa follarte a una hembra?
-No es lo que parece. Mire usted, se lo voy a explicar...
-Sí, será mejor que nos lo expliquéis. Venid acá pacá.
Salieron del agua, todavía con las prendas en situación de merecer, aunque cubiertas con el bañador y el slip. Omar intuyó que sólo diciendo toda la verdad podrían salir del apuro:
-Mire usted, señor guardia. Que a mí me van las gachís una pechá y resulta que toas se quejan de que les hago la pascua con el tamaño de mi polla. Me lo han dicho tanto, que ya estoy más escamao que un besugo en navidad. Así que quería comprobar que no soy un monstruo ni ná. Recordaba cuando de chicos nos bañábamos en cueros y que mi primo la tenía más grande que yo, por lo que yo no podía ser un bicho raro. Anoche, me follé a dos gachís, y las dos me dijeron lo mismo, que si el pollón, que si la herramienta, ¡leche! Por eso he liao a mi primo, pa venir aquí a medirnos y comprobar que tampoco es pa tanto, porque me daba angustia pensar que la mía fuera a estas alturas más grande que la suya.
-¿Anoche te follaste a dos gachís, de verdad? -preguntó el guardia joven, deslumbrado.
-¡Claro! A ver.
-¡Qué potra que tenéis los toreros!
Los dos uniformados sonrieron con una mezcla de envidia e indulgencia. El mayor dijo:
-Bueno, que pase por hoy. Pero como os pille otra vez y yo me dé cuenta de que me habéis metío la bacalá, os vais a enterar.
Cuando volvían hacia el pueblo en la motocicleta, dijo Tomás:
-¡De buena nos hemos librao! La Marieva me hubiera matao a guantazos si llega a armarse el follón. ¡Tienes unas caídas!
-¿Cuando os casáis?
-¡Tú estás majareta! ¿Casarme, con diecinueve años? Además, eso de casarse ha pasao de moda.
-Pues yo... me lo estoy pensando, Tomás.
-¿Casarte, tú? ¡Si eres más chico que yo!
-Pero es que la vida de un torero es mu jodía, primo.
-¿Y ya has pensao con quién?
-No sé. Hay una vallisoletana que me hace sentir cosas mu raras... De pronto, me dan muchas ganas de vengarme por una broma que me gastó, y luegoe... me da un nosequé... De tós modos, antes de casarme quiero superar a don Juan Tenorio.
-Y ése, ¿quién es?
-Uno del teatro, que se comía más roscos que los niños en Reyes.




























XXIX - De frente por detrás

En Cártama, a la puerta de la casa, entre macetas de geranios, alpidistras, cóleos, helechos, dompedros, calas y claveles, la madre de Tomás le dijo a Omar:
-Hace dos días que una niña de Málaga tiene revolucionao al pueblo, preguntándole a tó el mundo por ti.
-¿Una niña de Málaga, cómo es?
Era viernes, todavía disponía de casi cuarenta y ocho horas hasta la novillada del domingo en Lucena. A lo mejor podía darse un revolcón.
-No lo sé, niño, yo no la he visto. ¿Por qué no preguntas en la taberna de la esquina?
-Ven conmigo, Tomás. ¿Tiene gasolina la motillo?
-De sobra.
-Es que a lo mejor tenemos que ir a Málaga.
-No me líes, primo, que mi novia me va a dar un palizón.
En la taberna le describieron a la que había estado indagando:
-Es delgadita y rubia -informó el tabernero.
-No, hombre, tan delgadita no es -contradijo un parroquiano-. Tiene un buen par de melones y un culo... ¡canela fina!
-Pero no era rubita -se opuso otro-, sino morena, con trenzas.
-¡Qué va, Perico! -atajó un tercero-. Trenzas no tenía, era una cola de caballo y el pelo, era castaño. Tenía los ojos azules.
-¡Ojos azules! -exclamó el tabernero-. ¡Si los tenías más negros que tu alma!
-Yo te voy a dar a ti negrura -amenazó el aludido-. ¡Los cojones sí que los tengo negros! Pero, mira, Omarito, la niña tiraba más bien a rubita, con una cola de caballo, ¡por éstas!
-No era cola de caballo -insistió Perico-, sino trenzas.
-¡Qué va! -exclamó un jubilado que estaba jugando al dominó, sin interrumpir la partida-. Tenía el pelo corto, como un tío.
-Y tú, ¿cómo pudiste fijarte -ironizó uno de sus oponentes-, si no levantas la vista de las fichas ni pa saludar a un entierro? Yo digo que tenía el pelo más bien tirando a rojizo, con una media melena.
Omar consideró que no iba a sacar nada en claro.
-Vamos a preguntarle al guardia municipal, primo -le dijo a Tomás.
Llegaron en la moto a la plaza del ayuntamiento, llena a esa hora de vecinos que cruzaban presurosos hacia sus casas, a comer después de los aperitivos en las tabernas.
-Tenía una buena delantera -informó el uniformado-. Llevaba el pelo muy corto, oscuro.
Omar retrató en su mente, al instante, a Viky. Buscó en la cartera su número de teléfono y la llamó:
-¿Viky? Soy yo, Omar.
-Hola, qué bien que me llames.
-¿Has estado por Cártama, preguntando por mí?
-Yo... ¡qué va!
Omar notó que mentía. Le había flaqueado la voz.
-¿Quieres que nos veamos esta tarde?
-Tendría que ser tempranito, Omar. A las cuatro y media. Por la noche tengo un bautizo. Es familia y no puedo escaquearme.
-A las cuatro y media, de acuerdo. ¿Dónde?
-Los jardines de Picasso, ¿los conoces?
-Vale.
Tras colgar el auricular, Omar preguntó a Tomás:
-Bueno, ¿qué, primo, me llevas a Málaga o no?
-¿Y cuándo comemos?
Eran las tres y veinticinco. También Omar estaba hambriento. Comieron sin sentarse lo que la madre de Tomás les sirvió y, sin acabar de masticar, se lanzaron en la moto a la carretera. Llegaron al jardín indicado a las cinco menos veinte. Se trataba de un espacio reducido, cubierto completamente por enormes ficus, que en vez de un solo tronco, tenían ocho o diez cada uno, formando un laberinto intrincado de columnas que, en conjunto, parecían pequeñas capillas góticas de hasta quince o veinte metros de perímetro, sujetando copas tan inmensas y frondosas que casi podían cubrir y ensombrecer un campo de fútbol; debajo, la atmósfera brumosa que no alcanzaba el sol tenía visos de selva tropical. Viky se encontraba ante un monumento de hierro forjado, acompañada de otras siete muchachas que parecieron golondrinas alborotadas al verlo llegar, lo que desalentó a Omar.
-¡Omar! -llamó Viky-. Estas amigas quieren conocerte.
Hechas las presentaciones, durante las que el novillero permaneció algo ceñudo, Tomás entabló conversación con una de ellas. Viky se llevó a Omar hacia uno de los troncos múltiples de los ficus. Se situaron en el lado opuesto al que ocupaba el grupo, donde no podían verles.
-No he parao de pensar en ti -confesó la muchacha.
-Lo mismo que yo -mintió Omar, diciéndose que no era del todo mentira, puesto que él también había pensado mucho en sí mismo y en su carrera taurina.
-Quería... pedirte un favor -declaró Viky con cautela.
-Tú dirás.
-No te vayas a mosquear.
-Yo no me mosqueo nunca.
-Es que he hablao mucho de ti con mis amigas.
-¿Por qué?
-Bueno, tú sabes.
-No comprendo.
-Piensa un poco.
Omar comprendió.
-¡Qué vergüenza, joé!
-Pero... si ya nadie se espanta.
-Joé, Viky, ¿te has puesto a hablarles a las demás niñas de mi picha?
-Pero no te molestes, Omar. ¿No sabes de sobra que eres un fenómeno?
-Quiero ser un fenómeno del toreo, no de feria. ¿Cuál es el favor?
-Yo...
-Venga, larga, no te cortes.
-A ti no te cuesta ningún trabajo ponerte... ya sabes... a punto. Yo quería que cuando estés... en forma, pues que dejes que ellas te la vean.
-¡Tú has perdío el sentío! ¡Venga ya!
-Todas han traído regalos pa dártelos después de vértela.
-¿Sabes lo que te digo? ¡Que te puedes ir a la misma mierda, joé!
Omar corrió hacia donde se encontraba Tomás, muy animado y excitado con su conquista. No tenía ni idea del compló ni de que estaban entreteniéndolo para que no estorbara su plan.
-¡Vámonos, primo!
-¿Qué pasa? -preguntó Tomás sin desdibujar su sonrisa embobada.
-¡Venga, Tomás, arrea!
Sin mirar atrás, Omar corrió hacia donde habían dejado la moto.
-¿A qué viene esto, Omar?
-¿Tú sabes lo que querían esas tías? ¡Verme la polla!
-¿Y por eso tanta historia? Yo se la enseñaría mu a gusto. Es más, voy a enseñársela.
-Haz lo que te parezca. Yo no entro en el jardín ni que me maten.
Diez minutos más tarde, Tomás volvió con expresión beatífica.
-¡Coño, primo, muchas gracias por el favor! Me han hecho una paja entre dos y toas me han dao su teléfono.
Omar estaba demasiado enfadado para reír. Necesitaba librarse del malhumor y compensarse por la expectativa frustrada.
-Vamos al Larios, a dar una vuelta y tomar algo -pidió a su primo.
Recorrieron un centro comercial situado a pocos centenares de metros, un lugar lleno de pasillos y revueltas, que presentaba mucha animación.
-¿Qué quieres tomar, primo?
-Un whisky.
-¿A estas horas? -se asombró Omar
-¿Por qué no? A uno no le caen las invitaciones a la hora que quiere, sino a la buena de Dios. ¡Hay que aprovecharlas!
Omar sonrió. Ordenó al camarero el whisky y un Trina de naranja.
-¿Tú no me acompañas, primo? -se quejó Tomás.
-No me hace mucha gracia el alpiste y, de cualquier modo, el Cañita no quiere que beba. Los toreros tenemos que cuidarnos mucho.
Omar no tenía apenas ganas de hablar. Sentíase muy molesto por la broma de Viky; y humillado. Comprendía que Tomás le hubiera hincado el diente a la oportunidad, pero de todas maneras era una marranada.
-Mira, primo -señaló Tomás-. Aquella niña te está comiendo con los ojos.
Era muy joven y, sin embargo, tremendamente exuberante. Guapísima, pero maquillada y vestida casi como una prostituta, con una minifalda elástica bajo la que asomaban piernas fantásticas. Su melena era de las que entusiasmaban a Omar, pues le cubría media espalda.
-Tiene que ser un putilla -comentó.
-Pero, en ese plan -observó Tomás-, no creo que te quiera cobrar.
En efecto, lo miraba demasiado fijamente como para tener intención de hacerse la interesante con objeto de poder fijar el precio. La segunda o tercera vez que Omar cruzó la mirada con la suya, ella le hizo una señal con los ojos, un tipo de indicación que comenzaba a interpretar con tino. Ella quería que fuese en la dirección hacia donde se movían sus pupilas.
-Espera un ratillo, primo -pidió a Tomás-. Este negocio lo cierro yo en diez minutos.
Se desplazó unos metros hacia donde ella le indicó y giró la cabeza atrás. La joven llamó al camarero, pagó su consumición, se puso de pie y acudió en la dirección donde Omar la esperaba, contoneándose de manera espectacular, entre miradas que se volvían a su paso y silbidos. Llegada a su altura, le sonrió con una dentadura resplandeciente, pero no dijo nada. De nuevo le indicó con los ojos. Omar descubrió que en esa nueva dirección se encontraban los aseos y hacia allí fue. Llegado a la puerta de caballeros, volvió la cabeza hacia ella, que señaló la puerta de señoras. Omar se plantó un instante. ¿No habría un escándalo si entraba en el servicio de mujeres? Pero ella, llegada a su altura, agarró su brazo, halando de él hacia dentro. Continuó sin abrir la boca en el interior, mientras lo conducía a tirones hacia uno de los compartimentos, donde se encerraron los dos. Ella echó el pestillo y se dio a la tarea sin pérdida de tiempo. La trempera de Omar era ya insoportable, pero ella no parecía menos ansiosa que él; le hizo alzarse de pie sobre el inodoro, le bajó los pantalones y se puso a tomar con ansia una ración de polo de vainilla. Las profusas gotas de vainilla las sorbió con verdadera gula. Continuaba sin decir nada. Viendo que la erección apenas se aflojaba un poco, reanudó los tocamientos, que lograron su efecto a los cuatro minutos.
-Deja que te la meta.
-Tengo novio -dijo ella en un susurro.
-Traigo condones.
-No se trata de eso -seguía musitando-. Es que mi novio es de una familia muy buena, ya sabes. Quiere que yo llegue virgen al matrimonio.
Omar sonrió.
-¡Menudo carca! Pero voy a reventar, joé; deja que te la restriegue un poco y me corra. Bájate las bragas.
-¿Sabes lo que vamos a hacer?
-¿El qué?
-Te dejaré que me la metas en el culo.
Omar meditó. Nunca había probado ese fruto. Bueno, ya era hora de descubrir otros sabores de la fruta prohibida.
-¿Cómo hacemos? -preguntó.
-Siéntate -ordenó ella.
Acomodado sobre el inodoro, Omar adelantó un poco las caderas, para presentar el arma en todo su esplendor, y se enfundó el preservativo. Ella se volvió de espaldas a él, se bajó lo justo las bragas por detrás únicamente, sólo lo indispensable para descubrirse los glúteos, tanteó atrás con la mano izquierda y atrapó el pene, que situó a la entrada del esfínter. Omar notó que, manteniendo el pene en esa posición con la presión de los glúteos, se llevaba la mano hacia el frente y volvía después a ponerla en torno al pene, cubierta de saliva, con la que lo engrasó. Unos segundos después, presionó y el falo recorrió el cañón como una bala, pues con extraordinaria rapidez sintió que había llegado al fondo. Se trataba de un alojamiento tan apretado y caliente, que resultaba inesperadamente placentero, pero esa estrechez sirvió para retardar el orgasmo. Ella se movía con destreza, bombeando el émbolo acelerada y reiteradamente. Su perfume era muy fragante, como de flores caras. Omar decidió ayudarla un poco; tomó su cintura, para añadir más fuerza al bombeo. Tardó más de lo que nunca había tardado, catorce minutos, pero fue un orgasmo tan prolongado e intenso, que dio por bien empleada la espera.
Cuando recuperó el aliento, dijo Omar:
-No te has corrío, ¿Quieres que te acaricie el clítoris?
-No hace falta, de verdad. Me encanta que hayas disfrutado.
-¡Uf! Ha sío la leche.
-¿Nos vamos?
-¿No me vas a dejar que te eche otro?
-Me espera mi novio a las seis, y son menos cinco. Otro día, cuando quieras.
Omar volvió donde su primo lo esperaba. La muchacha se encaminó en otra dirección. Tomás lo recibió con la risa muy amplia.
-¿Qué tal ha estao, primo?
-Me ha sacao hasta la primera papilla. ¡Qué polvo!
-Así que te ha gustao...
-Una pechá.
Tomás no pudo contener la carcajada, lo que amoscó a Omar.
-¿A qué vienen tantas risas, primo?
-¿Sabes con quién has follao?
-No me ha dicho su nombre.
-Me lo ha contao el camarero, Omar -la risa recrudeció-. ¡Acabas de follarte a un travesti!
Omar se dio una palmada en la frente, indignado.








XXX– Ovación

En Lucena cortó sólo una oreja a su segundo novillo, pero en Albacete la armó: Dos orejas y dos y rabo, ni recordaba cuántas vueltas al ruedo bajo una copiosa lluvia de flores, salida a hombros por la puerta grande y primera plana en el periódico.
No pudieron volver a casa. A mediodía del día siguiente, cuado ya estaban cargando las maletas en el coche a la puerta del hotel, avisó un botones al Cañita de que lo llamaban por teléfono. Éste ordenó a Omar que se quedase junto al vehículo por si acudía la grúa municipal, y entró deprisa a responder la llamada. Volvió a los diez minutos, exultante. Sorprendentemente, y en contra de su costumbre, mientras se aproximaba al coche estaba conectando el móvil a la red. Dijo:
-A partir de ahora, no tengo más remedio que mantener este cacharro encendío, con el dineral que cuesta y el fastidio que es, por lo que surja, que surgirá. ¡Esto marcha, niño! Quieren que hagas una sustitución el jueves en Aranjuez, por el Guajiro de Bogotá, que tuvo ayer una corná en Pamplona. Será mejor que nos quedemos esta semana en Madrid, porque el sábado toreas también en Guadalajara y el domingo, en Salamanca. Habrá que buscar dónde capear estos días... ¡menudo lío!... A ver si consigo hablar con los de la Escuela Taurina de Madrid.
-¿Ya he llegao, don Manuel? -había ansiedad en los ojos de Omar.
-Por lo menos, puedes cantar como nuestro paisano Antonio Molina aquéllo de "Yo quiero ser mataó... y lo tengo que ser por estilo y valor".
-Entonces -la ansiedad se trocaba en júbilo-, ¿no podría usted llamar a las vallisoletanas y decirles que vamos a estar cerca?
-¡Claro que sí, hombre! El jueves es fiesta. A lo mejor Isabel tiene puente el viernes y se decide a echar una canita al aire con nosotros.
-Dígale usted que... a ver... pues que le diga a la sobrina...
-Eso está hecho, hombre.
A mitad del viaje a Madrid, Omar recordó a Silvia, la marquesa de Benaljarafe. En Palencia, cuando le brindó el toro, ella había escrito en el recadito que le metió en la montera que sólo podía telefonearla en días laborables de cuatro a siete. Hoy, lunes, era laborable, y, como faltaban tres días para la novillada de Aranjuez, el Cañita no se opondría a que la metiera en caliente, porque, además, luego tendría que convertirse en cura hasta el lunes, ya que las otras dos novilladas serían el sábado y el domingo, la primera vez que torearía tres veces la misma semana. Telefonearía al llegar al hotel, que sería sobre las cinco de la tarde.
-Esa vallisoletana no se te va del pensamiento, ¿eh? -dijo con una sonrisa el Cañita, mientras conducía con la mirada fija en la carretera, observando que apenas hablaba.
-Pero no se vaya usted a creer... Es que con la cabroná que me hizo en el tren, pues eso, que yo...
-¿Sólo se trata de eso, seguro?
Omar apretó los labios. Rescató las experiencias de su memoria en busca de una respuesta. Todas las mujeres, como a don Juan Tenorio, le habían dejado algún recuerdo... ¿guardarían ellas también "memoria de mí"?: Magrit con sus alaridos desaforados, la Nancy con su ternura y su apasionamiento que le hacía olvidar lo mercantil, Quimeta y Pilar con su bienhumorada broma con la regla milimetrada en la mano, la gonorrea que le habían contagiado Greta o Kristy en Ibiza, la marquesa con la escapada por los balcones, Lola con sus vicios matrimoniales... y Viky, con su grito como si pidiera que alguien bajara el puente de la muralla. Pero huella de verdad... sólo Marisa, a quien ni siquiera se había atrevido a mirar fijamente a la cara y, a pesar de ello, la retrataba cerrando los ojos como si la tuviera delante, con su melena castaño claro, su preciosa nariz, sus ojos de color caramelo, la bellísima boca que, al sonreír, lucía una dentadura de anuncio, la cintura como un junco y su aura mágica de ondina encantada del Pisuerga.
Encontraron mucho tráfico al entrar en Madrid por la carretera de Valencia. Omar miraba el reloj con nerviosismo.
-¿A qué viene tanta bulla? -preguntó el Cañita, notándolo.
-¿Queda mu lejos el hotel?
-¿Por qué lo preguntas?
-Quería llamar a la marquesa a las cinco, y son menos diez.
-Tardaremos poco, no te preocupes.
Omar miró distraídamente el paisaje; la gran autopista bordeada por vías de servicio, el páramo casi desértico que, sin transición, se volvía verde de césped en torno a grandes edificios de ladrillos, los coches que circulaban penosamente en paralelo. En el asiento posterior del que avanzaba a su misma altura, viajaba una mujer joven que, a pesar de estar al lado de un sujeto que debía de ser su novio o su marido, lo miró con interés e insistencia. ¿Tenía monos en la cara, o qué?
Hizo algo que le desconcertó: La mujer, que tendría unos veintiséis o veintiocho años, y que era muy guapa y elegante, levantó la mano derecha hasta la altura de sus ojos, en un ángulo tal que su acompañante no podía ver lo que hacía, y movió la palma como si diera un pase torero. Omar interpretó que ella sabía quién era y lo había visto torear. La mano, que continuaba junto a los ojos, apuntó el índice hacia atrás y el ojo derecho se cerró en un guiño. Permaneció varios minutos mirándole, mientras señalaba atrás y le guiñaba con reiteración. Omar no conseguía comprender el mensaje, pero, unos metros más adelante, el coche donde iba la mujer adelantó al Clío del Cañita y, entonces, observó la trasera tratando desesperadamente de encontrar algo que le aclarase el gesto. Aparte del número de matrícula, que no podía ser relevante, sólo observó un escudo pintado junto al cierre del capó trasero, un escudo de forma clásica rematado por encima con una corona.
-¿Qué escudo es ése, don Manuel?
-Será el de la marca... -afirmó el Cañita-. ¡No, qué va! Ese coche es un mercedes. El escudo es... me parece que la corona es ducal
-Creo que la gachí que va sentá detrás me estaba mandando un mensaje por señas. Señalaba hacia su espalda, y lo único raro que el coche tiene en la cola es ese escudo. ¿Significará algo?
-Quédate con la copla de los detalles del escudo. Cuando lleguemos al hotel, voy a llamar a un amigo, un paisano nuestro que trabajaba en la televisión y que sabe mucho de títulos nobiliarios, a ver si por casualidad descubrimos qué podrá ser.
Acomodados por fin en el hotel, Omar trazó desmañadamente los elementos del escudo que había memorizado, entregó el papel a su apoderado y, al comprobar que eran las cinco y veinticinco, llamó a la marquesa de Benaljarafe. Temió que no quisiera ponerse al teléfono mientras se identificaba a la criada que le atendió. Tras largos minutos de espera, el corazón le dio brinco al oír:
-¿Omar? ¡Qué alegría escucharte! ¿De dónde llamas?
-Estamos en Madrid, porque toreamos el jueves en Aranjuez. Ayer corté cuatro orejas en Albacete y...
-Lo he visto en el periódico; me alegró mucho leer que estuviste tan afortunado; dice el cronista que tu toreo es fantástico. Enhorabuena. Veré si puedo ir el jueves a Aranjuez.
-Oiga, que yo pensaba... si podría verla a usted.
-Tendría que ser hoy mismo. Mi marido está en París, pero vuelve mañana temprano. Sólo dispondríamos de esta noche... hasta la madrugada. Estarías obligado a irte antes de amanecer, a pesar de aquello que me dijiste en Palencia de que querías que pasáramos juntos una noche.
¿Amanecer? El Cañita le prohibía acostarse despues de medianoche. Se vería obligado a contentar a las dos partes.
-Lo que usted diga.
-Oye, Omar, ¿no te parece incongruente que me llames de usted después de aquéllo? Además, nadie se trata de usted y yo sólo tengo treinta y un años.
-Usted perdone... digo, perdóname. ¿Voy a tu casa?
-Anota la dirección -aguardó hasta que él le dijo que tenía papel y bolígrafo, y se la dictó-. El servicio se va a las nueve -prosiguió-; lo siento, no es conveniente que te reciba antes. ¿Puedes llegar sobre... las nueve y media? Cenaremos un plato frío. Sé puntual.
Cuando el Cañita vio como se había vestido, un traje ligero de hilo crudo de color beis que había comprado el sábado para acechar la ocasión de deslumbrar a Marisa, le advirtió:
-Mira, Omar, porque estamos en Madrid, te voy a dejar que vuelvas a la una y media, pero ni un minuto más. ¿Entendido?
-Seguro, don Manuel.
-No vayas a confiarte, porque me quedaré de guardia hasta que llegues. Como esta capital es grandísima y te puedes perder, llévate el número del móvil; lo dejaré encendío hasta que vuelvas. ¿Tienes suficiente dinero?
-¿Cuánto costará un ramo de flores de ésos que hemos visto en la tiendecilla que hay en la recepción?
-Unas ocho mil o... quizá más. ¿Cuánto tienes?
-Veintidós mil.
-Toma diez mil más. Mañana, cuando ya no tengas más compromisos con tantos gastos, te daré las otras diez de esta semana. Estabas ahorrando y te gastaste el sábado la mayor parte en esta ropa pija.
-¿No me pega el traje?
-¿Sabes una cosa? Si yo tuviera una nieta, te la entregaría cruda.




















XXXI – Cabestro

Le impresionó la fachada del edificio ante el que paró el taxi, igual que todos los de la manzana; construcciones con columnas de granito, ventanas y balcones llenos de adornos de piedra y hierro forjado y cariátides en la balustrada de la segunda planta. El portal que Silvia le franqueó con el pulsador del portero automático presentaba una gran escalinata con afombra roja en el centro y barandas de bronce, al final de la cual había una doble puerta de cristal, con marcos de madera tallada, que daba paso al vestíbulo de donde partían la escalera y el ascensor. Éste parecía una pieza de museo, con tantas florituras de madera, cristales con dibujos esmerilados y espejos. El descansillo del segundo piso estaba ricamente alfombrado y sólo había una puerta, cuyo timbre pulsó. Examinó el hueco de la escalera, un óvalo muy grande por el que los escalones tapizados de rojo descendían entre balaustradas de bronce pulido; jamás había visto casas así, salvo en las películas. Se abrió la puerta y Silvia sonrió alegre y esplendorosamente al entregarle el ramo de flores.
-Gracias, ¡qué gentil! -aspiró el perfume de las flores con un gesto muy delicado-. Desde Palencia, te has puesto más... fuerte.
-Pues usted... tú... no puedes estar más guapa, porque sería imposible.
-¡Luego dicen que los toreros no tenéis sensibilidad! No perdamos tiempo, vamos a comer.
Le precedió a través de un vestíbulo y un pequeño salón, separado de otro mucho mayor por un arco apoyado en dos columnas de mármol, hasta el comedor, en un extremo de cuya enorme mesa aparecía dispuesta ya la cena para dos. Todo estaba lleno de muebles antiguos muy hermosos y pesados, con muchas alfombras, lámparas, espejos, figuras y cuadros. Omar hallaba sorprendente que pudiera existir un palacio así metido dentro de un edificio de pisos. La comida era la mar de rara, como si fueran dos pinturas, pero cuando se llevó a la boca el primer bocado le supo a gloria. Ella comía melindrosamente, distraída, como si pensara en lo que estaba por venir. Todos sus movimientos parecían los de las reinas del cine; la postura de las manos, el hecho de que mantuviera muy erguida la cabeza y no la bajase en dirección al tenedor, los hombros echados hacia atrás y la mirada fija en él, desinteresada de lo que comía. Era una diosa y el novillero anheló postrarse ante ella. Le maravillaba anticipar lo que habría de suceder, porque consideraba un privilegio estar a punto de poseerla, un honor prodigioso del que no tendría más remedio que hablar al Cañita y a su primo Tomás y que le aupaba en sus fantasías a la categoría de don Juan Tenorio.
-Me maravilla el apetito con que comes -observó Silvia.
El muchacho se alarmó. No quería que pareciera que no había comido en su vida, pero la realidad era que sentía un apetito voraz a todas horas.
-Está buenísimo. ¿Lo has guisao tú?
-¡Oh, no! -ella sonrió, como si la idea fuese delirante-. Hice que lo preparase el servicio antes de irse. Siento decepcionarte, no sé cocinar.
-Ni falta que te hace -piropeó el novillero-. Sólo con que estés viva, mereces que el mundo se ponga de rodillas delante de ti.
Ella sonrió, sumamente halagada. No sólo había madurado el joven notablemente en unos pocos meses, se comportaba también de modo menos montaraz.
-Omar, te recuerdo que no disponemos de toda la noche -dijo la anfitriona mientras recogía el servicio de la mesa, se dirigía hacia la cocina con él tras sus pasos y comenzaba a lavar los platos, para lo cual se puso guantes de goma-. Me temo que tendrás que marcharte antes de amanecer, sobre las cuatro. Mi marido no llegará hasta las once de la mañana, pero el servicio viene a las ocho y, antes, quiero revisarlo todo, para que no queden señales de que esta noche he tenido compañía. Lo comprendes, ¿verdad?
-Lo que tú digas.
-Tienes la voz más pastosa, más masculina que cuando te conocí. Estás llegando a adulto muy deprisa.
-Me machaco una pechá en el tentaero.
-Se nota -Silvia consultó con expresión preocupada el pequeño reloj de diamantes que llevaba en la muñeca-. Ya son las diez y cuarto... ¿te apetece un jacuzzi?
-¿Eso qué es?
-Ven a verlo.
Tras un recorrido algo laberíntico, le franqueó la entrada de lo que tenía que ser un cuarto de baño, por la gigantesca bañera ovalada, pero Omar creyó que aquéllo debía ser otra cosa, un decorado para una película o un montaje para una exposición. Había grandes espejos en todas las paredes, multiplicando el espacio hacia el infinito en las cuatro direcciones; macetones de palmeras separaban la bañera de la zona donde, sobre un gran tablero de mármol, estaban instalados los dos lavabos; numerosas plantas colgaban del techo en tres de las esquinas y en el hueco ocupado por la bañera, y por todas partes había esculturas de piedra blanca, botellas de cristal de muchos colores, pebeteros y cajitas de porcelana, y las toallas pendían de afiligrados aldabones dorados. Silvia abrió la manija de un grifo que parecía una escultra más, brotando un copioso chorro, cuya temperatura graduó. Mientras iba llenándose muy aprisa lo que parecía una pequeña piscina ovalada, se desnudó y lo incitó a hacerlo él también. La bañera quedó casi llena en un tiempo sorprendentemete corto y ella pulsó un botón de la pared. El agua se puso a burbujear.
-Esto es un jacuzzi -informó la dama-. Te vendrá muy bien para descansar de la corrida de ayer.
Se introdujo en el agua y lo invitó a sumársele. Al volverse Omar de cara para entrar en la bañera, el falo rígido, lustroso y pegado al reguero de vello del vientre, osciló.
-Supongo que lo tuyo no será priapismo -comentó ella, burlona.
-¿Qué significa "priapismo"?
-No me hagas caso. Es una broma, porque, por lo ocurrido en el hotel de Palencia, sé que no lo sufres, pero no he visto jamás a nadie cuya excitación funcione tan aprisa.
-¿Esto? -señaló Omar el pene enhiesto, con picardía-. Es que tú eres tan guapa... que se la levantarías a un muerto.
-¡Ojalá fuera así! -exclamó Silvia con amargura.
Omar creyó entender lo que la exclamación significaba. Recordaba a aquel hombre, joven todavía, con quien la había visto la primera vez en el ascensor del hotel palentino, un sujeto que, aunque no podía tener ni cuarenta años, parecía blando y desfondado como una vieja.
-Esto es cojonudo -alabó Omar, mientras chapoteaba.
-Vente a mi lado -pidió ella.
Obedeció. Se aproximó impulsándose con las manos, sin salir del agua.
-Es como el hierro -dijo Silvia, que le aferró el pene con fuerza, notando Omar, como en Palencia, que su lenguaje dejaba de ser tan distinguido y se volvía algo más procaz al abordar las cuestiones sexuales.
-¿Te gustaría oxidarlo un poco? -preguntó el novillero.
-Siéntate en el borde de la bañera, que me he quedado con hambre y quiero hartarme de salchichón -pidió Silvia.
Engulló el falo. Sus pechos flotaban en la espuma alborotada, el olor era delicioso, las piernas del joven estaban sumergidas hasta la rodilla en el agua tibia y burbujeante, un conjunto de sensaciones muy placenteras, por lo que la tensión de sus testículos estalló inmediatamante.
-¡Qué rapidez! -exclamó la marquesa, mientras chorreaba abundante semen por las comisuras de sus labios, con decepción por la prontitud, aunque no tanta como había exhibido en Palencia.
-Ya sabes que esto es namás que la primera ola -bromeó el novillero-. El temporal está por llegar.
-Pues vamos a la cama antes de que haya un naufragio.
Ella lo secó. La contemplación de la piel femenina mojada como flores despertadas al sol tras una noche de relente y el roce de sus manos mientras lo enjugaban, produjeron el retorno de la sangre a las cavernosidades del pene. Hinchado en su mayor parte, aunque todavía sin erguir, Silvia lo tomó en su mano para contemplarlo con arrobo.
-Es completamente recta, sin la menor desviación ni curvaturas de ésas que tanto afean otras pollas; escultural, maciza y enérgica como las representaciones fálicas que esculpían los pompeyanos. He visto muchas figuras de falos en los museos, porque las culturas antiguas adoraban a los penes como si fueran dioses, y no creo que haya en todo el mundo una polla más bonita que ésta, Omar, ni más golosa. Las venas son prominentes y vigorosas, pero no tan oscuras ni enredadas como para resultar repulsivas; forman un entramado armónico que invita a mordisquear como si fuera un delicioso barquillo de canela. La guía que lo recorre por abajo es fuerte, gorda y dura como el cañón de un fusil, capaz de disparos certeros y de alcance inverosímil. El canal del glande es profundo y nítido, limpio y muy incitador. El prepucio es suave y cálido, igual que un manto de terciopelo. ¡Y qué bonita es la cabeza, sonrosada y brillante como un capullo de rosa bañado de rocío! Y en cuanto al tamaño, por poco no superas al caballo de Espartero. Tendría que reproducirla un escultor...
-¡No sigas manoseando, que me voy a correr otra vez! -suplicó Omar, retirando el pene de su mano-. Vamos a la cama, y vas a ver polla en technicolor y tres dimensiones.
La penetró antes de caer en la cama, aferrando y alzando sus piernas para que le abarcaran las caderas. Entrelazados, cayeron sobre el ancho colchón cubierto de sábanas de seda. En cuanto quedó aprisionada entre la suave tela y el cuerpo masculino, ella gimió con los ojos en blanco.
-¿Te hago daño? -preguntó él, parando un instante.
-Sigue... sigue...
-¿Quieres que te toque el botoncillo?
-¿El clítoris? Sí, ¡Sí!
-¿Te gusta?
-Más que nada en el mundo.
-¿Bombeo más fuerte?
-¡Métemela... que me atraviese hasta la boca!
-Ahí va -anunció Omar al dar el empujón que acabó de hundir hasta la base el pene en la vagina, sin retirar el dedo que acariciaba el clítoris.
Ella tuvo una sacudida.
-¿Duele?
-¡Noooo! Sigue... sigue...
-¿Ya?
-¡Sí! Aprieta, aprieta... ¡Ahhh!
Silvia fue presa de convulsiones. Tres meses atrás, Omar se habría detenido, alarmado, creyendo que le había dado un ataque. Ahora ya no le pillaba de sorpresa. Empujó enérgicamente cuatro o cinco veces más y llegó también su orgasmo, uno de los mejores que había tenido jamás, porque se acompañaba del conocimiento exacto de lo que estaba sucediendo.
Sin deshacer la penetración, ella continuó convulsionándose durante tres o cuatro minutos, lo que motivó el recrudecimiento de la erección de Omar, que reanudó la cabalgada.
-¡Quita! -pidió Silvia-. Vas a hacerme daño.
Igual que en Palencia, parecía saciarse pronto. Por ello, intuyó el novillero que no disfrutaba el sexo con la debida frecuencia, pero él necesitaba más.
-Por favor, Omar. Permíteme descansar un poco.
Se retiró de ella a regañadientes, quedando boca arriba con el pene brillante de tan rígido, lustroso, engrasado y palpitante de anticipación. Ella puso el codo sobre la almohada y la cabeza apoyada en el puño, se giró un poco hacia él y abrazó el falo con la mano izquierda.
-Tendría que mandar hacer un molde para quedarme una reproducción de tu polla. Es preciosa. Si no fuera porque...
La interrumpió el ruido de una puerta al cerrarse.
-¡Mi marido, y nada más que son las once y media! Ha viajado en el último vuelo de la noche en lugar del primero de la mañana. Por favor, recoge toda tu ropa y escóndete en el vestidor. Es esa puerta. Métete detrás de los trajes de fiesta.
Omar hizo lo que le indicaba, contento, al menos, por no tener que arriesgarse como un funambulista de balcón en balcón. Tras cerrar con cuidado la puerta del vestidor y sin encender la luz por si se veía por la rendija de abajo, encontró a tientas el lugar señalado por Silvia; apartó los largos vestidos, detrás de los cuales había cimeros muy altos de cajas redondas, como de sombreros. Dio con un hueco entre los cimeros, y allí se colocó. Con cuidado, fue poniéndose la ropa. ¿Y ahora, qué? ¿Cuándo podría salir de ese lugar? El Cañita iba a ponerse muy, muy nervioso.
-Hola, querida -oyó con claridad que saludaba el marqués.
-¿Cómo ha ido la partida?
-Excelente. Por la mañana, iba perdiendo, pero esta tarde lo he recuperado todo y he ganado catorce mil dólares. Por eso me he retirado antes, para no arriesgarme a que cambiara mi suerte. Tendrías que haber visto la ira de lord Ferdinand, mucho peor que en aquella partida de Saint Thomas, ¿recuerdas?, cuando el director de cine italiano le ganó veinte mil dólares. Me amenazó con retarme en duelo por retirarme antes del final. ¿Te alegra que haya venido sin esperar a mañana?
-Desde luego.
-La buena suerte me ha puesto cachondo. ¿Te apetece?
-Si te apetece a ti... celebrémoslo.
Omar escuchó durante unos quince minutos el crujido del somier y algunas palabras que, como eran pronunciadas tan bajo, no entendió. Pasado ese tiempo, sí volvió a entender con claridad el diálogo:
-No te preocupes, querido -dijo Silvia.
-Tiene que funcionar, Silvia. Estoy muy cachondo.
-No te esfuerces tanto; dicen que es peor.
-Pero yo quiero poseerte sin falta esta noche.
-¿Quieres que haga... otra cosa?
-¡Cochinadas, no! -exclamó el marqués-. Nosotros somos personas de orden. Y, además, ¿quién te ha hablado a ti de esas indecencias?
-Ya sabes... las amigas lo mencionan con frecuencia.
-¡No quiero que tengas esa clase de amigas!
-Sí, Alberto. Lo que tú digas.
-Voy a descansar un poco, a ver si así...
Ya vestido, Omar se deslizó por la pared para quedar sentado en el suelo. Le venció el sueño.






XXXII – Divisa

Tras marcharse Omar, el Cañita cogió el dibujo con los torpes trazos que reproducían el escudo pintado en el coche y llamó por teléfono a su amigo Gerardo Macías, gran entendido en heráldica. Tras los saludos, se lo describió.
-Es el escudo de la casa ducal de Encinas-Alborán -dijo Macías-. ¿Cómo era la mujer?
-Yo iba conduciendo, Gerardo, y no pude fijarme muy bien. Sé que era joven, menos de treinta años y, según me dijo el niño, muy guapa, con el pelo medio rubio.
-¡La duquesa!
-¿Duquesa, tan joven?
-Los duques murieron en un accidente de avión hace dos años, ¿no te acuerdas? Ella era la única hija. Es un pájaro de cuidado. El último número de la revista "Semana" trae un reportaje en exclusiva sobre ella.
-¿Hay donde comprarlo a estas horas?
-Sí. Por ahí cerca, a dos manzanas del hotel, encontrarás un negocio que se llama "Vips". Pregunta a los empleados en recepción. Tienes tiempo, cierran muy tarde.
Bajó en busca de la revista. La abrió todavía sin salir del local. Comprendió inmediatamente por qué a Omarito le había llamado la atención: Era una joven del mismo tipo que Marisa, la muchacha vallisoletana. Volvió a la habitación, colocó un sofá pegado a la cama de Omar, para, si se quedaba dormido, despertar cuando el novillero llegase. Dio una nueva ojeada a las fotos y leyó el reportaje. Era lógico que le hubiera hecho señas al niño aun estando al lado del que, según lo que leía, debía de ser su nuevo marido, el tercero, porque la duquesa tenía una biografía sorprendente de aventuras amorosas aliñadas con escándalos. La prensa la había relacionado con una cantidad increíble de celebridades, la había perseguido y obtenido comprometedoras fotos suyas, acompañada por vigorosos deportistas y artistas, en el Pacífico Sur y en el Caribe. Se había divorciado dos veces y, ahora, el redactor de la revista se preguntaba cuánto iba a durar el tercer matrimonio. Tenía tan sólo veintisiete años.
El Cañita sonrió, retrepádose en el sofá. Si el gesto que le había hecho a Omarito significaba lo que suponía, que se fijara en el escudo para descubrir quién era y que tratara de localizarla, el asunto podía ser muy interesante. Últimamente, algunos toreros, como Javier Conde y Jesulín, salían mucho en las revistas del corazón y eso tenía por fuerza que favorecer sus carreras, porque los verdaderos aficionados no bastan para llenar las plazas y es necesario atraer al público en general. Caviló un buen rato, mirando la película de la televisión sin conseguir abstraerse en ella. El azar le ponía una oportunidad excelente en las manos y no iba a desaprovecharla. Ayudaría al niño, por mediación de Gerardo Macías, a entrar en contacto con la duquesa y encontraría el modo de que la prensa del corazón se hiciera eco del encuentro. Omar Candela estaba preparado, insensiblemente había dejado de correr delante de los toros, progresaba todas las semanas en la efectividad de sus estocadas y ponía las banderillas como nadie; había llegado la hora de convertirlo en una figura.
Miró el reloj, iban a dar las dos y le había ordenado que regresara a la una y media. Volvía a no hacerle caso, a pesar de lo bien que se había comportado las últimas semanas. "Claro -pensó mientras apretaba los labios en un rictus-, ya va para figura. En cuanto tenga dos tardes más como la de Albacete, quién sabe si no va a darme la patá en el culo". Tal era el riesgo de todo apoderado que ponía los cinco sentidos y su hacienda al servicio de un joven, insuficientemente formado, al que sacaba de pozo y del anonimato para llevarlo a la gloria: Que tales jóvenes no tenían madurez ni grandeza personal suficiente para valorar el esfuerzo, los desvelos, los sufrimientos ni los gastos y, a las primeras de cambio, se liberaban del que, por la conveniencia de su carrera, lo sometía a la disciplina que era el único medio de alcanzar el ansiado triunfo. El día menos pensado, Omarito iba a sentirse lo bastante poderoso para no encontrarse cómodo con la disciplina, convertiría el respeto en rencor y le buscaría las cosquillas para que se produjese un enfado y poder así, sin mala conciencia, expulsarlo de su lado. Bueno, ese riesgo existía, estaba seguro de que era más que probable, pero, de todos modos, él iba a ayudarle a brillar. No sólo por el propio Omar, sino porque se trataba de un reto personal, la necesidad de confirmar que la intución que tuviera en aquella capea donde lo conoció quedaba demostrada por los hechos.






























XXXIII - Suerte de matar

El sueño de Omar Candela seguía una mecánica invariable. Se dormía como si lo desconectaran de un enchufe de energía y, en cuanto lo hacía, comenzaba a soñar con sexo, con don Juan Tenorio, con don Juan Tenorio y con sexo.
Como la sesión con Silvia no había llegado hasta donde debía llegar, o sea, una jugada mínima de un trío, ella surgió en el sueño, desnuda, por supuesto, contoneándose y agitando los pechos entre las palmas de sus manos. Omar trempó de inmediato y todo él era pene, un cilindro inmenso capaz de recibir placer por todos los ángulos y en todos los recovecos. La penetró, bombeó codiciosamente y, en una de las embestidas, perdió el precario equilibrio que mantenía, sentado en el suelo y dormido con la espalda apoyada en la pared. Al ladearse, tumbó el cimero de cajas de sombreros junto al que se encontraba encajado su hombro derecho, cajas que cayeron con estrépito, que fue acompañado por su exclamación:
-¡Joé!
En el mismo instante, se sintió horrorizado, porque, en seguida, oyó los rápidos pasos descalzos del marqués sobre la alfombra, un cajón que era registrado, la puerta del vestidor que se abría y el interruptor de la luz que se accionaba. Se apartaron los vestidos que lo cubrían, bajo los que asomaban sus piernas extendidas en el suelo, y dijo el marqués:
-¡Perdición!
Le estaba apuntando con un revólver que le pareció una mariconada, una cosa brillante con incrustaciones de nácar, a pesar de lo cual no resultaba nada inofensivo. Omar supo que corría grave peligro.
-¡Mala mujer! -masculló el marqués con la cara vuelta hacia el dormitorio-. Vístete ahora mismo, desgraciada.
Sentado en el suelo sin moverse, con el cañón del arma a diez centímetros de la cara y, a su pesar, temblando ligeramente, Omar oyó los rumores que producía Silvia mientras se vestía.
-¡Date prisa, acaba de una vez -urgió el marqués- o mato aquí mismo a este delincuente y nos pudriremos en la cárcel los dos!
Silvia acabó de calzarse los zapatos y se oyeron sus pasos acercarse.
-Alberto, deja que te explique.
-¿Explicarme, el qué? Ja, ja. ¿Es que éste es tu ángel de la guarda? ¡Mala pécora, diabólica pelandusca, te vas a quemar en el infierno! Ese vestido, no. Ponte éste, que se note que eres una mujer pública en el nivel más bajo de la degradación.
El marqués dio un tirón de un traje de noche de gasa negra bordado con lentejuelas y cuentas de cristal, que Silvia, tras despojarse del atuendo sencillo con que había recibido dos horas antes al novillero, se enfundó allí mismo, parsimoniosa como si quisiera dar tiempo a que ocurriera un milagro improbable. Una vez terminada de vestir, el marqués, que todavía estaba en calzoncillos, bajo cuyas perneras asomaban unos miembros blanquecinos como palillos de dientes, los encerró a los dos con llave en el vestidor. En el espejo situado frente a él, Omar notó que tenía la cara blanca como el papel, la misma lividez que debía de padecer cuando, antaño, huía aterrorizado de los toros. Silvia estaba llorando, pero sin aspavientos ni gemidos, con sólo los ojos humedecidos, bella como una Dolorosa de Mena.
-¿Qué puedo hacer yo, Silvia?
-Nada -respondió ella, muy bajo, mientras giraba el índice apoyado sobre su sien-. Mi marido no rige demasiado bien, ¿sabes? Estamos en un peligro terrible si no se me ocurre cómo salir del atolladero.
-¿Qué podría hacer yo?
-No tomes iniciativas. Déjame hacer a mí.
-¿Este sitio no tiene otra salida?
Ella negó con la cabeza y expresión de concentración extrema. Volvió a ser accionada la llave. Ya vestido, el marqués abrió la puerta.
-¡Salid, miserables! -dijo, apuntándoles a los dos.
Ahora portaba un revólver en cada mano.
-¿Qué vas a hacer, Alberto? -murmuró Silvia y a Omar le sorprendió la serenidad de su tono contenido.
-Lavar la afrenta con vuestra propia sangre -la pose forzadamente altanera del marqués le recordaba a Omar a un actor que hacía tiempo viera por televisión, interpretando a un personaje estrambótico que le parecía que se llamaba don Mendo-. Pero tendrás que pagar por anticipado, y con escarnio, la humillación pública que yo padeceré el resto de mi vida.
Encañonados por la espalda, fueron conducidos a través de la abigarrada decoración de las habitaciones, el pasillo, los dos salones y el vestíbulo, mientras Omar calculaba si podría coger una de las figuras de bronce, un candelabro o una lámpara y golpear al marqués antes de que éste tuviera tiempo de apretar el gatillo del arma cuyo cañón sentía apoyado en su omoplato izquierdo. No tendría posibilidad; había escuchado cómo cargaba ambas armas antes de encañonarles. Bajaron en el ascensor hasta el portal; a través del espejo lleno de adornos esmerilados, el novillero observó que el rostro del marido de Silvia padecía un conjunto de tics: la ceja derecha se movía arriba y abajo como si fuera la de un muñeco de ventrílocuo, las aletas de la nariz se dilataban como las de un asmático y el labio inferior se descolgaba en palpitaciones por la comisura izquierda, de donde brotaba un hilillo de baba. En vez de salir a la calle, el marqués les empujó hacia el interior del edificio. Por una puerta lateral, salieron a una especie de patio, donde había cinco coches estacionados.
-Toma -le lanzó la llave a Silvia-, conduce tú y no hagas nada raro, porque sigo encañonando a tu amante.
Mandó a Omar que abriera las dos puertas de la derecha y lo obligó a acomodarse en el asiento del copiloto mientras que él, sin dejar de apuntarles nuevamente a los dos, se sentó en el posterior.
-¿Dónde vamos? -preguntó ella.
-Ya veremos. Tú, conduce hasta que se me ocurra algo.
Omar no tenía buen ojo para reconocer las marcas de coches, sólo constató que se trataba de un vehículo muy grande y muy lujoso, aunque un poco antiguo, de cuyo equipamiento no tenía ni idea. Tanteó por si encontraba el resorte que tumbara el asiento hacia atrás, a ver si haciéndolo violentamente encontraba el modo de sorprender al marqués, pero no halló palanca ninguna que estuviera a su alcance sin encorvarse ni mover los hombros. Sentíase tan alerta como cuando intentaba en el ruedo calibrar las condiciones e intenciones del toro según las enseñanzas del Cañita, pero del cornúpeta sentado detrás sólo podía deducir las intenciones, no las condiciones que no consistieran en sucapacidad de apretar ambos gatillos en cuanto le diera la gana. El coche manejado por Silvia traspuso la puerta del patio, que se abrió por sí misma sin entender el novillero cómo lo había hecho, y enfiló calle abajo. Ella preguntó:
-¿Hacia dónde conduzco?
-Hacia el centro. Ya veremos. Déjame pensar, que estoy muy confuso, caray. No todos los días descubre uno que es víctima de la más depravada de las felonías.
-Alberto... si me hubieras dado el divorcio cuando te lo pedí...
-¡De ningún modo! -la interrumpió el marqués con vehemencia-. El divorcio es una monstruosa perversión judeocomunista. ¡Jamás tendrás el divorcio!, ¿me oyes?
El novillero sentía el acero apoyado en su cogote. Tenía que haber un modo de librarse, encontrar la ocasión de reaccionar, pero, para ello, debía sentirse seguro de que a ella no iba a ocurrirle nada.
El coche hizo, al revés, el mismo recorrido que realizara tres horas antes el taxi que le llevó ante la puerta de Silvia. La plaza con la estatua a caballo, el ancho paseo de árboles, otra plaza con fuentes luminosas y pedruscos y, más abajo, aquel monumento que era el único que conocía por su nombre: La Cibeles, pasado el cual Silvia volvió a preguntar:
-¿Sigo por el paseo del Prado?
-Sí, malaga mujer; conduce hasta el final, sube la calle Atocha y entra en el aparcamiento de la plaza de Benavente.
Al llegar a la plaza, Silvia giró a la derecha y paró un instante antes de emprender el descenso de la rampa, lo que a Omar le pareció que hacía para darle tiempo a comunicar por señas la situación a un peatón y pedir ayuda, pero ninguno estaba lo bastante cerca. Omar no se atrevía ni a torcer levemente el cuello, poque sabía que ese gesto sería una provocación para el desquiciado que le amenazaba. Una vez estacionado el coche en el segundo piso del subterráneo, el marqués salió de un salto y encañonó a Omar por la ventanilla.
-Salid y no os hagáis los tunantes. Voy a guardar las pistolas y vosotros caminaréis delante de mí. Pero al primero de los dos que intente correr o volverse hacia mí, le disparo.
Les indicó una calle en cuesta; Omar se admiró de que los viandante no advirtieran lo insólito del grupo que formaban, hombro con hombro con Silvia y el marqués pegado a las espaldas de ambos para que las armas no resultasen visibles. Cruzaron una plaza con árboles; atravesaron un par de calles estrechas y, por fin, dijo el marqués:
-Vamos a entrar aquí.
Se trataba de una taberna muy bulliciosa. Sobre el rumor del gentío, se oía música flamenca. El marqués se pegó aún más a las espaldas de ambos, cogió un pellizco de la ropa de cada uno y los empujó por una escalera que descendía hacia una cava, que también estaba abarrotada.
-Vaya, está aquí la mayor parte de mis amigos -dijo el marqués-. ¡Estupendo! No tenéis escapatoria.
Distraído por un instante de la tensión causada por el helor del acero apoyado en su espina dorsal, Omar examinó la extraña mezcolanza del gentío. Había varias personas vestidas de un modo aristocrático, pero la mayoría eran artistas gitanos y muchos tenían guitarras en las manos o apoyadas al lado de sus asientos. Algunas de las personas elegantes saludaron con alegría a la pareja, entre aspavientos, y muchos de los gitanos inclinaron la cabeza y llamaron al marido de Silvia por el título, deseándole que se divirtiera.
-Oidme, pecadores -dijo el marqués cerca de los oídos de ambos-. Nos vamos a sentar en aquel rincón, pero no olvidéis en ningún momento que puedo sacar uno o los dos revólveres en un segundo. Y no me importa nada, que estoy muy loco... ¡diantres!
El novillero reconoció a unos de sus ídolos, el cantaor Enrique Morente, lo que le produjo una sensación extraña de sorpresa, porque creía imposible acercarse a esa clase de personajes, como si vivieran en un compartimento de la gloria. Cerca de él, cantaba una muchacha joven, que entonaba bien unos abandolaos, aunque muy pocos le prestaban atención.
El marqués encargó al camarero una botella de champán.
-Prefiero coñac -dijo Silvia.
-Tú beberás lo que yo ordene, pecadora ignominiosa.
A Omar comenzaba a aburrirle más que angustiarle la situación, aunque el marqués parecía resuelto a asesinarles a los dos. Además de hablar como si fuera un libro antiguo, el sujeto estaba para que lo ataran, pero, por eso mismo, debía tener mucho tacto. Sin convicción, farfulló:
-Escuche, señor marqués, no es lo que usted se piensa. Yo entré a robar y, cuando vi aquí a su señora entrar en el cuarto, po me escondí,
-¡Ahora te has creído que soy lunático! ¿A robar, tú? Sé bien quién eres, Omar Candela, te vi torear en Palencia y te he visto esta mañana fotografiado en "El País", en la edición de París. ¡A robar!
Junto con la sorpresa por haber salido también en un periódico de París, comprendió que no tenía escapatoria con esa clase de mentiras. Sintió no haber leído más, tal como el Cañita le aconsejaba a todas horas para aprender a expresarse mejor, ya que la lectura debía de ser un buen estímulo para desarrollar la imaginación. Maldijo sus limitaciones, que le hacían sentir inerme ante un sujeto que, aunque evidentemente loco, le superaba en verborrea. De repente, las palabras le parecían un arma más poderosa que el estoque, un arma que no había tenido el buen sentido de aprender a usar. ¿Qué otra cosa podía inventar? La gente miraba mucho hacia ellos, probablemente admirada por la vestimenta de Silvia, un traje muy escotado por la espalda y con sólo dos delgados tirantes, como hilos, por delante, un modelo muy vaporoso y lleno de transparencias bajo el bordado que ceñía la cintura y las caderas. Se trataba de un atuendo demasiado insólito para llevarlo en ese local, sobre todo siendo lunes, cuando no se solían celebrar importantes recepciones que pudieran hacer creer que habían pasado a escuchar flamenco, aleatoriamente, de vuelta de una de sus fiestas de la alta sociedad. El famoso guitarrista Pepe Habichuela estaba al lado de Morente. Cuando comenzó a rasguear la sonanta, el barullo descendió hasta extinguirse y como por ensalmo, se produjo una especie de rapto general, todos atentos a los sones prodigiosos. A Omar, que apenas entendía del arte del toque, le emocionaba el flamenco de manera visceral, pero no era capaz de gozar con la música perfecta que escuchaba porque sentía un nudo insoportable de rabia en el pecho y en el estómago. Sentía furor hacia sí mismo, maldecía sus limitaciones, su incapacidad de maquinar el modo de salir cuanto antes del problema.
Tomó con repugnancia un sorbo de champán, mientras buscaba con los ojos la mirada de Silvia a ver si le transmitía algún mensaje, pero ella permaneció mirando en otra dirección. Incómodo, se rebulló un poco en el taburete y volvió la cabeza hacia el marqués cuando escuchó:
-Permanece quieto como un cadáver, que es lo que vas a ser enseguida.
Acallados los aplausos con que premiaron a Habichuela, un joven con el pelo muy largo cogió una guitarra y llamó a voces a otras tres personas:
-Venid aquí. Vamos a ponerle candela a la reunión.
Uno de los que se cambiaron de lugar, un hombre de más de treinta años con el pelo a modo de rastafari, cogió una especie de cajón y se sentó encima. El segundo, tomó la guitarra de las manos del que los había llamado y la tercera, una muchacha joven muy guapa, se plantó de pie frente a ellos. El que los había convocado, comenzó a cantar por bulerías. Le siguieron los compases de la guitarra y el tamborileo del cajón. Al instante, la mitad de los ocupantes de la cava arrancaron por palmas, con un ritmo tan conjuntado que parecían pasarse la vida ensayando. La joven que estaba de pie comenzó a bailar. Lo hacía de un modo que a Omar le parecía muy lascivo a pesar de que la expresión femenina era, más bien, festiva; en contradicción con lo que traslucía su cara, el movimiento pendular de las caderas y los empujones con la pelvis los encontraba muy excitantes. En un par de ocasiones, la bailaora tendió las manos con actitud de homenaje y reconocimiento hacia el marqués, de quien se apreciaba que estaba disfrutando mucho, aunque sonriera como un borracho a pesar de que tanto Silvia como Omar sabían que no se encontraba ebrio y que el labio descolgado por la comisura izquierda y el reguero de baba eran el resultado de la insania natural del personaje, personaje en un sentido teatral, ya que al novillero no le parecía un hombre como los demás, sino igual a los que había visto representar "Don Juan Tenorio".
-Después, vas a bailar tú, pecadora -murmuró el marqués-. Tendrás que hacerlo moviendo el culo y levantándote más la falda que ésa, para que todos vean el pedazo de putón sidoso que eres.
-Sabes que no sé bailar, Alberto.
A Omar le sorprendía el tono sereno de Silvia, que era el mismo que empleaba habitualmente, como si en vez de estar a punto de morir se encontrara en un té social.
-Pero bailarás o te mato ahora mismo, pendón venéreo. Eres la deshonra de la casa de Benaljarafe y ya no me importa nada, repugnante escupitajo del diablo.
Los insultos estaban exasperando a Omar mucho más que la amenaza. Con un destello de ironía en su ánimo convulsionado por la necesidad apremiante de encontrar una salida, se decía que el tipo debería limitarse a embestir con los cuernos. Antes de acabar el baile la muchacha, una mujer algo mayor salió y casi la empujó para ocupar su lugar. Era muy graciosa, casi cómica en sus desplantes y evoluciones.
-Después, bailarás tú, pedazo de mierda de zorra sarnosa.
-Alberto... baja la voz.
-Lo voy a gritar, podrida meretriz, lo voy a gritar para que sepan la clase de monstruo infecciosoo que he albergado durante seis años en mis lares.
El novillero tenía los puños apretados, en tensión. No solía dejarse ganar por el furor, pero estaba llegando al límite. Pensó en los revólveres, tan accesibles en los bolsillos internos de la chaqueta, y aflojó las manos.
Salieron dos muchachos jóvenes a bailar, flanqueando a la mujer. El ritmo de las bulerías se hizo más trepidante y la voz que sobrenadaba las palmas se convirtió en un agudo casi lírico, un lamento con visos de voz telúrica. Se retiró la mujer y los dos jóvenes quedaron solos en medio de la cava, bajo la aureola mágica de aquel sostenido sobrenatural. Se movían como gimnastas, zapateando al compás sin desentonar ni en un golpe. Omar supuso que serían artistas que actuaban juntos en los escenarios. Eran formidables a pesar de su juventud. El sótano vibraba. Alguna clase de duende se había apoderado de todos ellos, a excepción del marqués, cuya comisura labial izquierda parecían a punto de rasgarse.
-Ahora, cortesana de Satanás, antes de que terminen, sal a bailar entre los dos y te quedas como Lady Godiva. Quiero que te desnudes como la más desgradada de las strippers de pornoshop de tragamonedas a cien pesetas la hora; arrodillándote en el suelo y abriéndote de piernas para que todos contemplen tu caverna purulenta. Entonces, proclamaré la clase de adúltera demoníaca que eres, aliento fétido del infierno.
-Es imposible, Alberto. Si quieres, me desnudo, pero no sé bailar. Será menos ridículo desnudarme que moverme como una estúpida.
-¡Estúpida! Lo que eres es una pervertida, pústula sifilítica..
Los puños de Omar se tensaban y no era capaz de aflojarlos.
-Hala, bruja endemoniada, sal ahí, mueve el culo como una meretriz y enséñale al mundo el coño deshonroso que tienes, envilecido de basura pútrida del averno.
No pudo contener más los puños. Omar creyó que eran independientes, que no le pertenecían, mientras se alzaban al unísoo y batían al mismo tiempo contra los pómulos del marqués. Tras comprender que sí, que lo había hecho él, se puso de pie, cogió al marido de Silvia por las solapas hasta tenerlo suspendido en vilo, zarandeándolo en el aire. La música había cesado, todos estaban imóviles, el silencio se había vuelto mortal. El furor del joven se escapó de su pecho con un despectivo empujón del cuerpo que mantenía alzado, para tirarlo al suelo. Se lanzó sobre él, se puso a horcajadas sobre su cintura y proyectó contra la nariz un golpe tras el que se fue toda la tensión acumulada como en un resorte. En el mismo instante, y sin llegar a oír la detonación, sintió que algo le quemaba el hombro izquierdo.











XXXIV - Mulillas

El sonido del timbre del teléfono despertó al Cañita, que observó, con los labios apretados en una mueca, que la luz diurna entraba a raudales por la ventana; había pasado toda la noche en el sofá y el niño no había vuelto, dado que la cama estaba sin deshacer. Vaya mamarracho, menudo inconsciente; cuando tenía que prepararse con seriedad y rigor para afrontar su primera semana con tres novilladas, volvía a las andadas de niño caprichoso. El timbre no paraba de sonar y acabó de despertarle del todo. Alarmado, se frotó los ojos con las manos y alzó el auricular.
-¿Quién es?
-¿Don Manuel Rodríguez?- tras el asentimiento, continuó la voz: -Buenos días, señor. Le llamo de conserjería. Creo que debería bajar a recepción en seguida.
-¿Qué hora es?
-Las ocho y media de la mañana.
-Bajo inmediatamente.
Se refrescó los ojos con la punta humedecida de una toalla, se alisó el pelo con las manos mojadas, se recompuso la ropa, arrugada por haber dormido en el sofá, y bajó presuroso.
-¿Qué pasa?
-Vea -dijo amablemente el conserje, señalando varios periódicos extendidos sobre el mostrador.
En todas las primeras planas estaba la foto de Omar, desvanecido, y en un recuadro, más pequeña, la cara del marido de la marquesa. El titular que leyó en estado de hipnosis, decía: "Famoso novillero asesinado por un marqués celoso". Por una extraña pirueta del pensamiento, su mente resaltó más la palabra "famoso" que "asesinado". Famoso por un día. El éxito de Albacete había obtenido eco en las noticias taurinas de todos los periódicos del país. Un día... ¡y ya muerto! Se echó a llorar con desconsuelo; más fuerte que los sinsabores, más importante que la ruina económica que había rondado su cuenta corriente durante un año, era el cariño que sentía por Omar, como un hijo, como un maravilloso proyecto de vida en el que tenía la responsabilidad de colaborar, y ese proyecto se había truncado al encontrarse el juvenil pecho en la trayectoria de un proyectil disparado por una mano poderosa que, probablemente, ni siquiera recibiría castigo. El llanto le atragantaba, sentía el esófago a punto de romperse porque dudaba que alguna vez hubiera demostrado de veras al chiquillo lo mucho que lo quería. Ahora, ya no tendría ocasión de demostrárselo. El conserje carraspeó.
-Señor Rodríguez, por favor, lea los otros titulares.
Los demás periódicos titulaban "novillero agredido", "novillero herido", "marqués dispara contra famoso novillero". Sólo uno hablaba de muerte. El Cañita recorrió con el dedo el texto de uno de ellos, a ver si decía a qué hospital lo habían llevado. Encontró el nombre, salió disparado hacia la calle, con el corazón lanzado a galope entre punzadas, y tomó un taxi, a cuyo conductor explicó en pocas palabras la razón por la que tenía que darse "toda la prisa del mundo". El taxista dijo:
-¿Usted es el apoderado de Omar Candela?, pues vamos a romper las calles de Madrid zumbando... ¡porque ese chaval tenía más huevos que Avidesa! Cuadrados los tenía el angelito, y toreaba como Dios.
-¡Cuidado! -alertó el Cañita, creyendo que estaban a punto de chocar con otro vehículo.
-No se preocupe usté, joder, que uno es un profesional. Mire usted, cuando escuché esta madrugada que Omar Candela estaba muriéndose, tuve que parar el taxi porque las lágrimas me nublaron la vista. Todos mis amigos aficionados a los toros estaban convecidos de que el domingo, en Albacete, había surgido un nuevo Manolete. ¡Qué cabronada que hayan tenido que aparecer en su vida esa mala mujer y ese cornudo de mierda!, con lo cerca que estaba de la gloria.
El taxista usaba el pasado para referirse al niño. Los taxistas son las personas mejor informadas del mundo, se dijo el Cañita; seguramente la radio había dado ya la noticia que era incapaz de creer. Se recrudeció su llanto. ¡Cuánto pudo haberle dado y no había tenido tiempo! Demasiado serio y disciplinado había sido el muchacho, sobre todo los últimos meses, y él no se había apeado de la severidad y rigidez con que trataba de conducirlo en pos del triunfo. Ahora, se había malogrado para siempre la oportunidad de que el chico tuviera constancia de su afecto mediante el gesto de aflojar un poco las riendas, lo que tendría que haber hecho hacía ya varias semanas, meses tal vez. Pobre Omar, qué poco había disfrutado en realidad de la vida.
-Éste es el hospital -informó el taxista, frenando en seco.
El Cañita echó mano al bolsillo, en busca de la cartera.
-Ni se le ocurra -dijo el taxista, rotundo-. A mí no me debe usted ni un duro. Ha sido un honor que viaje en mi taxi quien conoció en vida a ese fenómeno.
Estas palabras produjeron una nueva catarata de llanto mientras el Cañita subía la escalinata a trompicones, sin resuello. Entró en el hospital a la carrera; preguntó a gritos la habitación donde habían encamado a Omar Candela, se lo indicaron y volvió correr pasillo adelante, tomó el ascensor entre juramentos por la tardanza con que se desplazaba y corrió de nuevo por otro pasillo; miraba los números de las habitaciones con los ojos desencajados. Entró dando un violento empujón a la puerta y encontró la cama vacía, perfectamente ordenada, sin señales de que nadie la ocupase. ¡Había muerto! Sintió un dolor muy agudo en el pecho, el hombro, el brazo izquierdo y las muñecas, y se desvaneció en el suelo.
















XXXV – Rejones negros

-¿Isabel? -preguntó la madre de Marisa al auricular.
-Sí, soy yo -respondió la funcionaria a su hermana, mientras recorría el despacho con la mirada, forzando la imaginación.
Sabía a qué se debía la llamada, pero no se le ocurría qué hacer para contrarrestar lo que su sobrina estaría sintiendo.
-Marisa está fuera de sí, Isabel. No comprendo por qué le ha afectado tanto la noticia y no sé qué hacer. Lleva hora y media echada en la cama, sin llorar ni decir nada, como cataléptica. Quieta como un cadáver y con una expresión que me da miedo.
-Tampoco yo sé qué hacer, Caty. Llevo un buen rato llamando al apoderado del chico, pero no responde al móvil.
-Yo no sabía que mi hija estuviera tan... interesada por ese muchacho.
-¿No la conoces de sobra? Ella es una de las personas más reservadas que conozco, como si tuviera la experiencia de una mujer de cuarenta de años que está de vuelta de todo. Al principio, cuando conocimos a Omar en el tren, se empeñó en hacerme creer no sólo que no le gustaba, sino que le parecía insoportable. Luego, cuando lo vimos torear en Vélez Málaga, observé con cuánto tesón trataba de no exaltarse con las aclamaciones que tronaban en la plaza ni exteriorizar el menor entusiasmo. Después vino lo de Palencia, y ahí se puso un poco en evidencia, porque no pudo evitar que se notara lo mucho que le afectó un comentario sobre las andanzas galantes del chico; ese día fue cuando me convencí de que le gustaba más de lo que había sospechado y que trataba no sólo de disimularlo, sino de que no progresara el sentimiento. Por último, cuando fuimos a verlo en Colmenar Viejo, estuvo todo el tiempo como una esfinge, a pesar de las zalamerías de la madre de Omar y de que el novillero no trató en ningún momento de disimular lo mucho que ella le atraía. Ayer, le pregunté si quería que fuésemos a verlo torear en Aranjuez y ¿sabes lo que respondió?, que ella no tenía por qué llevar la vela si yo quería enamorar al apoderado. Tu hija es así, Caty, pero tú y yo sabemos lo que todas esas actitudes significan en realidad. Marisa trataba de no ilusionarse con alguien que, de aquí a nada, podría haber resultado inalcanzable, alguien que de no corresponderle podía hacerle mucho daño. Lo cierto es que estaba enamorada.
-¿Has confirmado si ha muerto de verdad? Lo que la radio ha dicho es que "parecía que estaba a punto de morir".
-Te repito que el apoderado no responde el teléfono.
-No sé qué hacer para sacar a Marisa del trance. ¿Crees que debería llamar al médico?
-Espera un poco. Voy a seguir llamando a Manolo...
-¿Quién es Manolo?
-El apoderado de Omar. Si me confirma que ha muerto, entonces tendremos que darle a Marisa un antidepresivo y procurar distraerla. No sé qué más decirte.




















XXXVI – Pañuelos blancos

Carmen dio un grito y se desmayó. Tenía la berza en el fuego, que siguió hirviendo hasta consumirse el caldo mientras la radio continuaba sonando. Cuando el guiso carbonizado inundó la casa de humo y éste comenzó a brotar por las ventanas, acudieron las vecinas de las casas más cercanas cargando baldes de agua bajo la creencia de que se había producido un incendio. Encontraron a Carmen despatarrada en el suelo, inconsciente.
-Ve a avisar a su hermana Maruja-ordenó una de ellas a su hija.
La madre de Tomás irrumpió en la cocina cinco minutos más tarde. Llegó enjugándose todavía las manos en el delantal.
-¡Carmen! -gritó Maruja, zarandeando a su hermana por los hombros.
Con el rostro contraído por una mueca de dolor, la madre de Omar no volvía en sí.
-¿Qué ha pasao? -preguntó Maruja a la vecina que había mandado a buscarla.
-¿No te has enterao?
-¿De qué?
-Tu sobrino, que ha dicho la radio que lo han matao de un tiro.
Maruja soltó un grito, que hizo que abriera los ojos Carmen, quien, a continuación, presa de convulsiones y con la garganta rota por los alaridos, fue alzada en volandas y llevada por cuatro vecinas hasta un sofá.
-¡Mi niño! -lloró Carmen con desconsuelo
-Ahora que ya había llegao... -lamentó una de las vecinas-, con la que armó el domingo en Albacete...
Alertado por el clamor que avanzaba a galope por el pueblo, y que ya había alcanzado las tabernas de la plaza, llegó Tomás, que se lanzó sobre el pecho de su tía sacudido por el llanto. El joven no era capaz de pronunciar una palabra de consuelo, porque su propio desconsuelo le atenazaba el esófago. Omar había sido siempre como un hermano, el amigo de toda su vida y, últimamente, la expresión cercana de la materialización de un sueño: que alguien de su propia sangre consiguiera la gloria. Había estado al alcance su mano y el pobre Omar no había tenido siquiera tiempo de disfrutar un poquillo el fruto de tantos sacrificios, porque llevaba más de un año privándose de casi todo, apartado de él y los compañeros de travesuras y juergas, sin comerse un pimiento y metido poco menos que a cura. ¿Por qué coño tenía que ser la vida tan cruel? Recordó con ternura la escena del río, cuando con su preocupación por las medidas corporales su primo sacó a flote la obsesión de ser un muchacho como cualquiera, cosa que llevaba un pilón de meses esforzándose por conseguir, ya que jamás había tratado a los amigos de siempre con altanería a pesar de salir en los periódicos y hablar por la radio, y a pesar también de que todo el mundo en el pueblo no paraba de adularle. La vida era muy hijaputa.
-Pero... ¿estáis seguras de que ha muerto de verdad? -preguntó finalmente Tomás, haciéndose oír sobre los gemidos y el alboroto.
-Es lo que ha dicho la radio.
-¡Joé! Tós los días da la radio noticias más falsas que los duros de tres pesetas, noticias que luego van y desmienten por las buenas -afirmó la madre de Tomás y añadió en dirección a su hermana-: ¿Has llamao al patrón?
-No, todavía no he tenío tiempo. Coge el número, lo tengo anotao en un papelillo que está al lao del televisor.
Tomás marcó el número varias veces, sin obtener respuesta.
-Ha venío el alcalde -informó Maruja a su hermana-. ¿Quieres que entre?
Sin esperar la invitación, el primer edil de Cártama irrumpió en la sala y se abrazó a Carmen.
-Estábamos la mar de orgullosos de Omar -informó-. Ahora mismo convoco un pleno extraordinario pa otorgarle una medalla a título póstumo. Además, buscaremos el mejor sitio del cementerio pa que nadie pueda dejar de ver su tumba.
El llanto de Carmen se convirtió en un torrente. Tomás volvió a marcar el número del móvil del Cañita. No respondió durante la siguiente hora.





XXXVII –Barrera

Un túnel oscuro, lo más tenebroso que uno podía imaginar. Hedor insustancial de muerte que no era percibido por el olfato, sino por toda la piel, como una gelatina helada y etérea. Frío, un frío mortal que se concretaba en carámbanos en el techo, paredes y suelo del túnel, como si éste fuera una geoda. Si el túnel era el que le conducía a la otra vida, Omar tendría que circular pocos pasos por delante, pero ninguna de las siluetas vagorosas se correspondía con la figura pinturera, hercúlea aunque elegante, del novillero que había estado a punto de subir a la cima de la torería. ¿Por qué iba a circular Omar por ese túnel, si habría salido disparado directamente a la gloria? Esa gloria que se le había negado en vida y que nadie merecía tanto como él. Las piernas le pesaban como dos marmolillos, el esfuerzo de alzarlas para avanzar representaba echar cada vez el que le parecía el último resuello. ¿Por qué no veía todavía la luz que, según había leído tantas veces, debía ver al final del túnel? ¿Le conducía al infierno, un infierno que merecía por haber negado al muchacho tantas cosas que podía haberle dado? Sí, tenía que ser eso; el túnel por donde circulaba la última gota de su energía no podía llevarle a la gloria, y por esa razón era imposible que tuviera una última oportunidad de contemplar al muchacho que había querido más que a un hijo, sin habérselo demostrado jamás. Merecía el castigo.
Algo extraño estaba sucediendo. Parecía que, en vez de avanzar, retrocedía por el túnel, aunque la oscuridad sólida hiciera imposible vislumbrar puntos de referencias. No se desplazaba hacia adelante, sino hacia atrás, y algo, muy débil, sonaba a lo lejos. Un zumbido, como una advertencia o una amenaza. El Cañita despertó embutido entre sábanas, en la cama de la misma habitación que ocupara poco antes Omar Candela. Había un médico y una enfermera de pie a un lado y otro de la cama.
-Ya vuelve en sí -escuchó que decían.
El timbre del teléfono que lo había despertado paró abruptamente.
-¿Qué me ha pasao? -preguntó.
-Un pequeño fallo cardíaco. No se preocupe. Se pondrá bien -aseguró el médico-, pero tendrá que tomarse las cosas con algo más de tranquilidad. Tiene usted la tensión bastante descompensada.
-¿Un infarto?
-Le ha faltado poco. Ahora, ¿cómo se siente?
-Bien. ¿Cómo voy a haber tenido un infarto? Déjese de bromas.
-Quien no debe bromear con su salud es usted. Necesita evitar el menor disgusto y vigilar su alimentación.
-¿Tengo que quedarme mucho rato en el hospital?
-¿Rato? Debe permanecer dos o tres días, para que realicemos todas las pruebas y análisis. Voy a administrarle un ansiolítico y trate de calmarse.
-Pero... ¿cómo coño me voy a calmar? Cuanto más me diga que me calme, más me sacará usted de mis casillas. ¿Quién me ha quitao los pantalones? Señorita, por favor, démelos.
La enfermera permaneció inmóvil y cruzó la mirada con el médico. Éste asintió.
-Vístase si quiere, pero será bajo su responsabilidad. Tendrá que firmar este papel.
Estaba ojeando el alta voluntaria, donde se afirmaba que el hospital y los médicos que le atendían quedaban exentos de responsabilidades, cuando el móvil volvió a sonar.
-¿Quiere responder el teléfono? -preguntó la enfermera.
-Sí, démelo.
Manolo Rodríguez pulsó el botón de aceptación de la llamada.
-¿Don Manuel?
-¡Omar!
-¿Dónde se ha metío usted? Estaba acojonao.
-¡Niño! ¿Estás bien?
-Sí, ¿ya se ha enterao usted?
-¿Dónde estás?
-En el hotel. Me he mosqueao al no encontrarlo aquí.
-¿No te ha dicho el conserje que había venido al hospital?
-¿Está usted en el hospital? El conserje no me ha dicho ná. Habrán cambiao el turno a las nueve, y será otro el que me ha dao la llave.
-¡Coño, Omar! ¡Qué disgusto que he pasado! Los periódicos dicen que habías muerto.
-Po soy un muerto con mucha salud. Son unos exageraos, don Manuel. Si ese majareta estaba más ciego que Pepe Leches... Namás que tengo una mijilla quemao el hombro, un rocecillo de ná.
-Entonces, ¿por qué has llegado tan tarde al hotel?
-¡Joé, don Manuel! Después de curarme el médico, los policías me han estao fastidiando media mañana haciéndome preguntas y más preguntas, que cuánto tiempo llevaba poniéndole los cuernos al marqués, que si la marquesa me daba dinero... ¡Qué jartura! Lo llamé al hotel una pila de veces esta madrugá, pero usted no respondió.
El teléfono no había conseguido despertarlo dormido en el sofá; tan rendido estaba con el trajín de tanta conducción y el montón de preparativos de los últimos tres días.
-Bueno, don Manuel, ¿viene usted pacá o qué?
-Estoy en el hospital.
-¿Qué quiere usted decir, que está encamao?
-Ná, niño, no es más que un pequeño... ¿Cómo ha dicho usted?
-Fallo cardiaco -respondió el médico.
-¿Qué hospital? -preguntó Omar ahogado por la urgencia.
Había escuchado el diagnóstico del médico. En cuando el Cañita le dio el nombre, el novillero echó a correr con zancadas desaforadas.
Cuando llegó al centro hospitalario tres cuartos de hora más tarde, encontró al Cañita vestido, con aspecto normal, repeinado, con buena cara y expresión optimista, sentado en el borde de la cama, que no estaba deshecha, como si hiciera ya mucho rato que se había levantado y hubieran venido los auxiliares del hospital a arreglarla. Hablaba por teléfono, mientras escribía con un bolígrafo en una libreta pequeña con el membrete del hospital. Le sonrió radiantemente cuando Omar empujó la puerta.
-... sí, el catorce de julio, en Valencia. Mu bien. ¡Seguro!
-¿Qué tiene usted, don Manuel? -preguntó Omar cuando cortó la comunicación.
Al apoderado le enterneció la alarma que había en los ojos de su pupilo.
-Una tontá, niño, que los médicos son unos alarmistas. Ya tendría que haberme ido hace rato, pero como me dijiste que venías, aquí estoy, esperándote pa salir a celebrarlo.
-¿Celebrar, el qué?
-Que el teléfono no para. Estás arriba, niño, eso es lo que pasa en España cuando un marqués trata de matarlo a uno. Como estás en primera plana de todos los periódicos, y como hiciste lo que hiciste en Albacete, los empresarios piensan que vas a llenar las plazas hasta la bandera. Nos estan saliendo novillás a chorros.
-¿Pero usted está bien, seguro?
Omar había colocado el brazo sobre los hombros del Cañita como si quisiera sostenerlo y transmitirle su vigor juvenil.
-Sí, niño, no seas tan pesao, joé, que eres más pegajoso que la arropía. Venga, vámonos, que nos vamos a encasquetar una mariscá como pa dejar el Cantábrico vacío.
















XXXVIII - A hombros

-Al final, ¿de dónde sacaste huevos pa enfrentarte con un fulano que sabías de más que llevaba dos pistolas encima? -preguntó el apoderado, meditando si echarse al coleto otra cigala, porque el médico le había dicho que aumentaba el colesterol.
El novillero terminó de triturar la cabeza de gamba que estaba chupando con fruición antes de responder:
-Me encorajinó, don Manuel; le estaba diciendo a la marquesa unas porquerías tan asquerosas...
-Vaya, ahora resulta que eres un caballero. Po mira lo que tu caballerosidad pudo traernos, que murieras acribillao y yo, con un síncope.
-No me dé usted más sustos así, don Manuel, que me entró una cosa...
-Come, niño.
-Ya estoy harto, don Manuel -dijo el novillero, apartando con negligencia inapetente la enorme bandeja de mariscos, la segunda que consumía, donde sólo había ya grandes montones de cáscaras de cigalas, gambas, bogavantes, mejillones, navajas, percebes, ostras y nécoras, y únicamente quedaba una almeja en su concha, y ello porque no se había dado cuenta-. Mire usted, como el cornúo ése me fastidió la faena y me dejó con la miel en los labios, que pensaba yo si no podría echar otro polvillo esta noche.
-No, Omarito, no puedes. Ahora faltan cuarenta y ocho horas justas pa la novillá de Aranjuez.
Omar compuso una expresión refunfuñada. Comenzaba a dominar los trucos para trajinarse al apoderado.
-No pongas esa cara, Omarito, que no me la pegas. Ya sabes lo que hemos hablado hace una pechá de tiempo: dos días de sequía vaginal. No hagas ná que pueda meternos el malbajío, ahora que tó va tan bien. Si siguen las cosas así, podrías tomar la alternativa esta misma temporá, en la feria de Málaga. Y además, que Isabel va a venir con su sobrina a verte torear en Aranjuez y pasarán las dos el viernes y el sábado con nosotros.
-¡No!
-¡Que sí, niño!
El Cañita sonrió con picardía. El proyecto de transgredir esa noche el acuerdo y el rito se le había quitado a Omar de la cabeza.
-A Marisa le dio un telele cuando escuchó por la radio que la habías diñao; me lo ha contao por teléfono Isabel y... ya sabes tú lo que eso significa; esa chiquilla está por tós tus huesos. ¡Ah, se me olvidaba!; también a tu madre, la pobre, ha estado a punto de darle un síncope; por lo visto, lo que dijo la radio armó tal rebuína en Cártama, que hasta se movilizó el ayuntamiento, y el alcalde quería buscar sitio pa tu sepultura. Fue tu primo Tomás el que me lo contó esta mañana, antes de que llegaras al hospital; si lo hubieras oído, no lo creerías; el chaval se puso a llorar de alegría cuando le dije que estabas bien.
-Tengo que llamar a mi madre.
-No te preocupes. Ya la he tranquilizao yo, porque Tomás me estaba llamando desde tu casa y le pedí que me pasara con ella. Tienes una madre que no te la mereces y debes darle todas las alegrías que puedas. Así, que ahora, a concentrarte en lo que tienes que pensar, o sea, la novillá del jueves en Aranjuez, donde deberías conseguir salir a hombros. Y además, que te tengo preparao un dulce pa el lunes.
-¡El qué! -urgió Omar con impaciencia infantil.
-¿Te acuerdas del coche aquél, cuando entrábamos ayer en Madrid? -el joven asintió-. Pues ya he localizao a la gachí y creo que tienes tós los números de la rifa. Es una duquesa que, por lo que me ha contao mi amigo y por lo que he leído, seguro que te la conquistas, y cuando lo consigas pienso organizar la de no te menees.
-¿Con qué?
-Mira, Omarito, ya has les has hecho favores a una pila de mujeres mucho mayores que tú por las buenas. Ahora, tienes la oportunidad de sacar algo a cambio.
-No comprendo.
-Lo que ha pasao hoy con haber salido en los papeles, que no paran de llamarnos, puede quedarse chico si alguien os hace una foto a ti y a la duquesa amartelados, y la publican las revistas.
-¿Aposta, don Manuel?
-Sería un bombazo para tu carrera.
-Eso no es decente, don Manuel, sería la misma clase de cabronás que les hacía don Juan Tenorio a las gachís que se trajinaba. No quiero hacerlo. Una cosa es llevármelas a la cama y otra, hacerles la puñeta.
El Cañita frunció los labios, examinando al muchacho con perplejidad. Tenía escrúpulos, caramba, quién hubiera podido imaginarlo. Un montón de meses soñando con superar las conquistas de don Juan, y ahora resultaba que no quería cometer las mismas fechorías que él, lo cual carecía de sentido porque lo uno era indispenble para lo otro; no era posible burlar a tantas mujeres si se las respetaba. ¿Cuántas sorpresas iba a darle todavía Omar en la carrera desenfrenada que había emprendido hacia su maduración definitiva? Bien, estaba fenomenal que tuviera escrúpulos, lo cual demostraba que el chiquillo tenía humanidad y categoría, pero con esa jugarreta no le haría mal nadie, ni siquiera a la duquesa, cuya honorabilidad era ella misma la primera en tirar por los suelos; ya convencería a Omar. Ahora, tenía que conseguir de nuevo distraer su pensamiento.
-Necesitas ropa. Vámonos de compras.
-¿No capeo hoy?
-No tenemos dónde, Omarito, por más que he preguntao, no he encontrao a nadie que pueda prestarnos un tentaero y, por otro lao, veníamos con equipaje pa un viaje de dos días, y van a ser diez en total. Recuerda que tenemos compromisos sociales el viernes y el sábado, y que ahora, en cualquier momento, donde menos lo esperes, puede venir un periodista a hacerte preguntas y tienes que presentar el aspecto de un torero famoso.
-¿El mismo aspecto que tenía Jesulín cuando lo sacaron en cueros en la cama del hospital?
El Cañita sonrió. No sólo tenía escrúpulos, sino que empezaba a ser capaz de ironizar, refinando con sutileza su gracejo natural
Una hora más tarde, sentado en un sofá de la última boutique donde entraron tras descartar el muchacho otras muchas, el Cañita miró apreciativamente a Omar, que se contemplaba en un espejo enfundado en un pantalón de hilo blanco y una camisa azul de seda. Parecía que lo hubieran transplantado de un club de yates de millonarios y no sólo por la ropa. Su bronceado campero podía pasar por el de los pijos que paseaban con los hombros alzados por Puerto Banús, su rostro saludablemente campesino estaba exento de vulgaridad, poseía una buena dentadura, exuberante y blanca, como quien va al dentista todos los años aunque él no había estado ante un dentista en toda su vida; su forma física podía corresponder a un deportista universitario. ¿Era el mismo Omar Candela que conociera quince meses antes en una capea, aquel hortelano tímido que se comportaba como un patán?
-¿Está bien esto, don Manuel?
-Fuera de serie, Omarito. Cómprate esas dos prendas.
-¿Usted no se compra ná?
-Yo puedo pasar con lo que traje.
-Pues entonces, yo también puedo pasar con lo que traje.
-¡Niño!.
-¡Joé, don Manuel! ¿Es que yo soy una chiquilla, pa andar de trapitos? Si necesitamos ropa por alargar el viaje, la necesitamos los dos.
-Está bien, no te sulfures. ¿Qué sugieres que me compre?
-¿Un pantalón y una camisa iguales que éstos? -dijo Omar con una sonrisa pícara.
-A mí me quedarían como el viejo caduco que soy.
-¡Qué va, don Manuel! Venga. Cómpreselos iguales y les damos la impresión a las vallisoletanas.









XXXIX - Clarines de gloria

-Has estado formidable, genial -dijo Marisa con un tono que no se parecía nada al que usara en el tren, cuando viajaban de Alcázar de San Juan a Málaga.
Las dos vallisoletanas lo estaban tratando con mucha consideración y delicadeza, y habían acordado acompañar a apoderado y pupilo hasta el domingo por la mañana, cuando ellas emprenderían el retorno a Valladolid después de verlo torear el sábado en Guadalajara. Tres días juntos, paseando al lado de una muchacha decente como cualquier adolescente. La sargenta no paraba de hablar con el Cañita, resultando evidente para el novillero que la cosa iba para largo. El viejo se mostraba radiante y, a veces, hasta se ponían a cuchichear los dos como jóvenes y como si tuvieran una pechá de secretos que comunicarse.
-¡Extraordinario! -alabó Isabel, en apoyo de la opinión de su sobrina.
-No lo elogiéis ustedes tanto, que se le va a subir el pavo al niño -atajó el Cañita.
Cenaban, después de la novillada, de la que había vuelto a salir a hombros, en un restaurante llamado "Casa Pablo", en Aranjuez, donde el novillero estaba siendo abordado a cada momento por los comensales que lo reconocían y se acercaban a felicitarle. Una oreja y dos orejas, y dos vueltas al ruedo en los dos novillos. Y las mujeres no le habían tirado bragas, como hicieran en esa misma plaza en honor de Jesulín, sino montones de flores. Mañana destacarían los periódicos otra vez el triunfo y volverían a llamar por teléfono más empresarios taurinos, para ofrecerle nuevas novilladas, y ya hubo quien solicitó el día anterior fechas para septiembre. ¿No podría tomar la alternativa en Málaga, en agosto?
Omar la emprendió con su tercer cuenco de fresas con nata, un cuenco que parecía un plato grande de sopa.
-¿Siempre comes de esa manera? -preguntó Marisa.
-¿Te parece mal?
-No se puede comer tanto. Te pondrás fondón.
-¿No quieres que me ponga fondón? ¿Quieres decir que piensas estar a mi lao cuando me engorde el culo?
-¡Niño, no seas ordinario! -amonestó el Cañita.
Pero Omar sonrió, convencido de que su barrunto era correcto, mientras apoyaba la mano sobre el borde de la mesa, pegada a la de Marisa. Ella no retiró la suya.
A la mañana siguiente, se encontraba a solas con ella en una barca, remando con escasa habilidad en el lago del parque de El Retiro. El sol caía sobre la cara de la muchacha de través, proporcionándole un aura sobrenatural al brillar en el pelo castaño claro, de modo que el resultado era como aquellas fotos llenas de magia que les hacían a las actrices. Junto a Marisa, tenía oídos para el trino de los pájaros y ojos para la belleza de los árboles. Por primera vez, frente a una mujer que no le inspiraba el impulso de saltar sobre ella al instante, porque sentía que podía esperar, que tenía que recorrer un largo y ceremonioso camino antes de poseerla. Ni siquiera tenía inflamada del todo la bragueta. La verdad era que don Juan Tenorio había sido un completo gilipollas, perderse algo tan extraordinario como dejarse llenar el corazón de eso que estaba sintiendo.
Escuchó el silbato del encargado del embarcadero, que les indicaba que había terminado la hora de alquiler.
-¿Tenemos que volver, por fuerza? -dijo Marisa, con decepción.
-Don Manuel ha dicho que sólo una hora, porque hay mucho que hacer; pero volveremos aquí mañana, si quieres.
-¿Quieres tú?
-¿A ti qué te parece?
-Pero tendrás que estar preparándote para la corrida de la tarde.
-Verás cómo don Manuel nos deja que vengamos.
Remó con el mismo pésimo estilo hacia el embarcadero. El Cañita e Isabel les hacían señas desde la balaustrada del paseo.
-Están diciendo algo -señaló Marisa.
-¡Osú!, ¿por qué darán tantos brincos?
-¿Qué significa esa palabra que los andaluces usáis tanto, "osú"?
-Dice don Manuel que es nuestra forma de pronunciar "Jesús". ¿No te gusta como hablo?
-Me encanta. Los dos están alborotadísimos -Marisa volvía a señalar a la pareja mayor-¿Habrá algún problema?
-Ya llegamos.
El encargado adelantó la vara con el garfio para atraer la barca hasta la orilla. Marisa y Omar saltaron a tierra y se apresuraron en dirección al paseo. Cuando llegaron donde Isabel y el Cañita les esperaban, éste examinó el peinado y la ropa del joven.
-Remétete la camisa un poco dentro del pantalón, niño, y péinate. Ten el peine.
-¿Qué pasa, don Manuel? -preguntó Omar mientras hacía lo que el apoderado le había indicado.
-Te va a entrevistar la televisión.
-¿Aquí? ¡Joé!
-No seas guarro, niño. Un respeto, que hay señoras delante.
Isabel sonrió.
-No tiene importancia, Manolo. Deja que sea espontáneo.
¿Ahora lo llamaba ya "Manolo" y le tuteaba? -se preguntó Omar para sí. A ver si el viejo iba a firmar los papeles antes que él.
-Vamos -urgió el Cañita- están allí, ¿ves?, son aquellos que colocan los paraguas. Te están esperando.
Los cámaras y periodistas habían improvisado el set junto a la balaustrada del lago, más o menos a la mitad del paseo, enfocando hacia el agua y el monumento a Alfonso XII. Había una multitud de mirones alrededor.
-Siéntate ahí, en la barandilla -indicó el que parecía ser el jefe, mientras un auxiliar le colocaba un micrófono de solapa y le encajaba el receptor en la cintura, por detrás.
-¿No puede estar ella conmigo? -preguntó Omar señalando a Marisa, porque sabía que la proximidad de la muchacha le haría recobrar seguridad. Sentíase muy nervioso. Una cosa era arrimarse a un toro y otra muy distinta ponerse delante de una cámara de televisión.
-Es muy buena idea -asintió el director-. Colócate a su lado -le dijo a Marisa, que dudó.
-Anda, sí -la animó Isabel-, siéntate con él, pero alísate el pelo y deja que te ponga un poco de pintalabios.
La tía retocó ella misma el aspecto de su sobrina. Sin embargo, Marisa continuaba resistiéndose.
-¡Por favor! -suplicó Omar.
Parecía tan asustado, que la muchacha olvidó su propio temor y se situó junto a él, sentada en el banco de piedra y con el codo izquierdo apoyado en el muslo del novillero. También a ella le colocaron un micro.
-Empezamos -dijo el director.
-Vale -aprobó el cámara sin dejar de mirar por el visor.
-¿Tienes el primer plano? -preguntó el director.
-Sí. Es magnífico; el chico da cojonudo y el contraluz le pone mucho relieve al plano.
-Estupendo. Cuando empiece a responder, ve abriendo hasta tenerlos a los dos y, luego, un poco más, hasta tomar también a Fernando; después, vas cerrando conforme hable, para terminar otra vez en un primer plano de la cara del chico, muy cerrado. Fíjate cómo da; va a arrasar. Omar, por favor, trata de mirar al objetivo todo lo que puedas, sobre todo al final; sonríe, no te toques la cara y no gires la cabeza hacia Fernando. Él te hará las preguntas como si estuviera en off, trata de no mirarlo. ¡Silencio!
Un hombre acercó un fotómetro a la cara y a la camisa azul de seda. Miró lo que marcaba, corrigió el difragma de la cámara y asintió al director. Éste volvió a pedir silencio y gritó:
-¡Grabando!
Omar estaba alelado y sentía violentos latidos de su corazón, pero inspiró hondo mientras se prometía no quedar en ridículo delante de la hermosura que apoyaba el codo en su pierna. Oyó el zumbido de la cámara y la voz del locutor, que decía:
-Esta mañana, sorprendimos en el parque de El Retiro al novillero que es la sensación del momento, Omar Candela. Ha tenido la amabilidad de interrumpir el agradable paseo que estaba dando, para responder las preguntas de "Romance de verano". Omar, muchas gracias por venir ante nuestras cámaras.
-Muchas gracias a ustedes.
-¿Resultaste herido en el incidente de la madrugada del martes?
-No. Fue una cosilla sin importancia. Ya ni me acordaba.
-¿Se recuperan siempre tan pronto los toreros?
-No sé los demás. Una chalaúra como lo que me hizo ese... hombre... tampoco es pa morirse, ¿no?
-¿Piensas demandar al marqués de Benaljarafe?
-¿Demandarlo? Bastante tiene el pobre con el peso que lleva.
Omar compuso una expresión pícara y abatió un poco la cabeza, como si algo le pesara en la frente. El locutor contuvo la carcajada.
-¿Era de verdad tan íntima tu relación con la marquesa?
-La marquesa y yo sólo somos buenos amigos... lo normal que hace un torero con una dama que es tan buena aficioná.
-¿Piensas continuar esa amistad?
-Por mi parte, sí. Pa un chiquillo de pueblo como yo, es un gran honor que una señora de tanta categoría se digne considerarme amigo suyo.
-¿Cómo se te presenta profesionalmente el verano, después de un suceso tan desagradable? ¿No crees que pueda afectar a tu carrera?
-¡Qué va! Mi apoderao dice que ya tenemos más novillás firmás de las que él quiere que toree. Quiere evitar que la afición se harte de mí, y él sabe muy bien lo que se dice, ¿comprende usted?
-Creo que sí. ¿Hacen los toreros siempre lo que dice su apoderado?
-Los demás, no sé. Todavía no conozco a muchos compañeros. Pero yo, si don Manuel Rodríguez dice que me suba a un globo, me subo. Lo que él diga, va a misa.
Más allá de la cámara, Omar observó que el Cañita se enjugaba una lágrima con los dedos y marcaba a continuación un número en el móvil. Vio que permanecía largo rato hablando, sin parar de gesticular con las manos.
-¿Y cómo van los asuntos del corazón? -preguntó el locutor.
-¿El problema de mi apoderao? No tuvo importancia.
-Me alegro, pero yo te preguntaba por el tuyo.
-¿Mi corazón? El martes dijo el médico que lo tengo tan fuerte como un caballo de carreras.
-Pero... creo, Omar, que estás tratando de evadirte de mis preguntas. Lo que los amigos del programa quieren saber es si tu corazón está ocupado por alguien en la actualidad.
Omar demoró unos segundos en responder:
-Mi corazón está más lleno que el camarote de los Hermanos Marx. Vi la película la otra noche, en vuestro canal.
-Sí, muy divertida. Entonces, ¿podemos anunciar que estás enamorado?
Omar carraspeó.
-Yo... mire usted... soy un poco penco pa decir cosas bonitas.
-¿Estás o no enamorado, Omar? ¿Se trata de esta señorita que te acompaña?
Se escuchó un zumbido más alto de la cámara, como si el camarógrafo corrigiera el ángulo para enfocar también a Marisa.
-Yo... -titubeó el novillero.
-Bueno, Omar, ¿te niegas a presentarles a nuestros televidentes a esta señorita? ¿Quién es, tu romance de verano?
-¿Qué dice usted?, ¡romance de verano...! Se llama Marisa y será algún día no un romance pasajero, sino la madre de mis chiquillos.
Marisa volvió la cara hacia él, primero con expresión de asombro y, a continuación, con una sonrisa esplendorosa.
-¿Tenéis intención de casaros?
La pregunta iba dirigida a ella, que respondió:
-Los dos tenemos diecisiete años. Déjese usted de tonterías.
-Pero nos casaremos cuando llegue la hora -afirmó Omar, rotundo.
-Estoy convencido de que será una boda sonada -el locutor miró ahora hacia el objetivo-. Omar Candela está armando la marimorena allí por donde pasa. El último domingo, cortó en Albacete dos orejas a su primer toro y dos orejas y rabo al segundo. Ayer, en Aranjuez, una oreja al primero y otras dos al segundo. Mañana torea en Guadalajara. Omar, ¿tienes intención de armar el taco también allí?
-Por mí no va a quedar.
-Pues que se preparen los alcarreños, porque será digno de verse. ¿Qué otras corridas de toros tienes a continuación?
-Todavía no son de toros, sino novillás. El domingo toreo en Salamanca, que es una tierra con mucha tradición taurina y donde mi apoderao dice que tengo que presentarme con mucha responsabilidad.
-¿Y para cuándo la alternativa? Con tantos éxitos, tan repetidos y en tan poco tiempo, uno piensa que ese acontecimiento pudiera estar a la vuelta de la esquina, ¿no te parece?
Omar miró hacia el Cañita. Notó que, apoyando un papel en la espalda de Isabel, estaba escribiendo algo precipitadamente. Presintió que era un mensaje para él, para indicarle algo que debía decir, pero el locutor estaba esperando.
-Yo... no lo sé mu bien. Ser mataó de toros es una cosa mu seria y se puede decir que yo he empezao como novillero este año, porque lo del año pasao no cuenta...
El Cañita estaba exhibiendo el papel en alto, para que lo leyera. Encogió los ojos ojos para enfocar el mensaje, porque las letras no eran muy grandes y los trazos, poco firmes.
-...pero -continuó Omar-, que me dice mi apoderao, don Manuel Rodríguez, que voy a tomar la alternativa en agosto, en la feria de Málaga.
Sin dejar de mirar a la cámara, sintió que rodaba por su mejilla una lágrima.

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