jueves, 29 de abril de 2010

XANA DE TARDE EN TARDE

El anuncio de la revista "Integral" pedía "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas.
Dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, y se retrepó en el asiento. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de esas agendas donde relacionan los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica, a ver; antes trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no encargaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de estar entre los cuarenta y los cincuenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, calcularía si iba a ser capaz de dejar de fumar, ya que la anunciante especificaba esa exigencia. De todos modos, estaba fumando cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban catorce mil pesetas y no aparecía en el futuro inmediato la posibilidad ni siquqiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, por supuesto que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar, donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había podido más que sobrevivir cercado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, y descubrió con desolación, y furor, que la Seguridad Social no le reconocía ningún derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. No había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre con treinta y siete; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", decían la mayoría y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Nadie le iba a emplear y los gobernantes le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo... o suicidarse. La Seguridad Social le condenaba a muerte.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.
Le gustó la voz de la mujer. Le pareció una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba clara, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.

La cita era en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un vaquero.
Era la hora del café de sobremesa en el restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno; a lo largo de la barra, sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; algo gorda, el pelo aparecía desgreñado y mostraba en el perfil una doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina un pico importante de todo su capital y ya le había devuelto la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor su mirada, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar. No debía de tener más de treinta y cinco años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad que había escuchado a través del auricular del teléfono.
-Sólo en los últimos kilómetros aparecieron dificultades. El pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué cosa extraña ocurría con sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

Tras comprar el juego de cadenas y colocarlo en las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó.
A pesar del frío, conforme ascendía por el estrecho camino, Damián descubrió que estaba cruzando el umbral de un paraíso. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y esplendorosos en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! No esperaba que cuanto le habían dicho sobre el paisaje asturiano fuera verdad, pero la realidad superaba las descripciones. Para un mediterráneo como él, el panorama, que encerraba todos los matices imaginables del verde, parecía mágico, sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de algún riachuelo oculto por el bosque. Se repitió a sí mismo que entraba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar, donde todos los encantos serían posibles. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?
Tenía la mirada fija al frente, para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy intenso, a causa de lo mal que se había estado alimentando las últimas semanas, ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, incluso algo repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la observación, resultaban ser unas piernas muy bien torneadas, como si fuese Marlene Dietrich quien viajaba en el asiento del copiloto, una diosa con todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de edificios campesinos.
Se trataba de una casa pequeña, pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares; aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, éstas proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. Una vez estacionado el coche, cuando Damián fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -dijo Damián, algo escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes por qué cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada.
Algo hizo que Damián presintiera que no era conveniente contradecirla.

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio para Damián del perteneciente a Lina. La situación no dejaba de resultar extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido, a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión, de que sufría un agotamiento muy agudo, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; mas la neblinosidad de sus ojos se despejó al bajar el último peldaño. De repente, la gran sala-cocina estaba muy cálidamente iluminada por la luz eléctrica y el fogón, y la sólida mesa de madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres.

Despertó por el ruído que Lina producía al trajinar en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No había sido asaltado durante la noche por las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso al paraíso, la plenitud de sus facultades viriles ejercidas hasta el vértigo, el recorrido por senderos cubiertos de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, todo eso tenía que ser un sueño, había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuese posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una oscuridad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del hogar. Lo único que contiuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgiente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará en un par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el nuestro. Necesitas muchas calorías para enfrentarte al clima montañés.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que se le ofrecía la comida más opípara que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voraz apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo, y decide tú.

El campo era una retazo de huerto que parecía dibujado en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos llenos de yerbaluisa, menta, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, si tomaba en consideración que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de flores, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado todo lo que le pareció que estaba maduro como para ser ofrecido en el mercadillo, hizo atados en manojos pequeños que se pudieran vender, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Veo que mereces tu suerte.
Damián observó a la mujer, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía después de diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, había estado hablando en alta voz.

Sólo permanecieron dos horas y media en el mercadillo, porque todas sus mercancías se agotaron en ese tiempo. Antes de poner el coche en marcha, Damián extrajo el dinero y lo fue ordenando sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-El dinero no me interesa y ni siquiera conozco su valor. Guárdalo, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero. Te ocuparás de que todo funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina quería comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien, que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó de su bolsillo.
Sin apartar la mirada del camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y brillante, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y el terreno debía de estar resbaladizo por la helada. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar, fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Comió con avidez anhelante la totalidad del fruto, como si de ello dependiera el resto de su vida. Después de experimentar un placer palatial de esa intensidad, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.
Sonrió. Sí, el tormento de diecisiete meses de incertidumbre había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de la mujer; la deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete junto al que había desarmado el suyo Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-En su aldea aseguran que viene de una estirpe muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital.
-Sí, pero con los casi ochenta años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer que parece tener las ganas de vivir propias de una muchacha. ¿No has visto cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.

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