sábado, 17 de agosto de 2019

EL MASAJISTA


-Es el mal de los ejecutivos, Javi. El estrés que padecen todos los profesionales que pasan más horas de la cuenta en tensión, inclinados sobre la mesa del despacho; nada más que eso, el fruto de las malas costumbres.
Javier Rodríguez observó de reojo la sonrisa irónicamente afectuosa de Paulino Ugarte, el único médico que le inspiraba confianza porque era amigo suyo desde la niñez y, por lo tanto, el único a quien le permitía que hurgara en sus malestares. Se encontraba sentado en la camilla, con el torso desnudo, y Paulino le examinaba la espalda y el cuello.
-Pues aunque sea el mal de los ejecutivos, es una cabronada de mal.
-Lo que te pasa no es esencialmente físico, Javi, lo sabes de sobra.
-¿Estás seguro?
-Mira, Javi; casi todos los días llegan a la consulta recién divorciados. Me refiero a hombres, porque las mujeres viven esas cosas con otro talante. Todos los hombres recién separados se quejan de molestias, a veces tremendas, y te puedo asegurar que lo que les pasa al noventa por ciento es que están deprimidos. Presentan síntomas de ansiedad y, sobre todo, de estupor, porque los hombres sobrellevamos la soledad peor que las mujeres.
-¿No estarás intentando convencerme de ir a un psiquiatra?
-Bastaría con que tomaras un ansiolítico suave durante unos días. Estás demasiado tenso. Tienes los músculos de la espalda como piedras.
-Sabes que no me gusta tomar drogas.
Paulino Ugarte carraspeó. Su amigo Javier había sido igual desde la niñez, demasiado rígido, demasiado ajustado a las normas y excesivamente reacio a experimentar con nada. Cualquier joven lo consideraría un "carca", a pesar del éxito de su empresa financiera, que tan moderna parecía. Sonrió, tratando de que su amigo no lo advirtiese.
-También podrías darte unos masajes -aconsejó.
-¡No faltaba más! Como si me sobrara el tiempo.
-Esa es otra cuestión, Javi. ¿Te has preguntado si el abandono de Leticia no se deberá a lo mucho que trabajas? A ninguna mujer le gusta que su marido vuelva de la oficina a las doce de la noche, casi siempre.
-Leticia no es un dechado de romanticismo.
-Sí, bueno, ya se sabe que, según el tópico, las norteamericanas no son tan apasionadas como las españolas. Pero la realidad es que vives demasiado absorbido por tu empresa, Javi. Necesitas divertirte, ahora más que nunca.
-Yo me divierto con mi trabajo.
-Pero tu cuerpo te lo reclama y acabará pasándote factura. Tienes, como yo, cuarenta y ocho años, ya no somos niños, y con tanto deporte como hiciste en el pasado, ahora da la impresión de que también eso lo consideras una pérdida de tiempo. Trata de relajarte, chico, comprobarás que retomas el trabajo con mejor disposición. Unos masajes te sentarían muy bien.
-¿Puedes recomendarme alguna masajista?
-Ten la tarjeta de este gabinete de fisioteapia. No los conozco, pero me han dicho que son buenos.

Despertó con el cuello agarrotado por la tortícolis y lo primero que recordó fue el consejo de Paulino. Maldijo el dolor que sentía. Al abandonar la consulta, como era viernes, había proyectado dedicar el fin de semana al deporte, pero la tirantez y el dolor de los deltoides iban a impedirle también ese desahogo.
Contempló la habitación, enorme ahora que Leticia no andaba trajinando entre el cuarto de baño y el vestidor, dubitativa como siempre a la hora de elegir la ropa, y más enorme aún porque no sonaban en la planta baja ni en el jardín las risas de los niños. ¿Por qué habían tenido que abandonarle ahora, cuando estaba a punto de cerrar la operación de Brasil, que representaría el primer paso de la implantación internacional de su empresa? Cuando estaba a punto de materializar el sueño que tan afanosamente persiguiera, Leticia había cumplido su reiterada amenaza de irse con la niña y el niño a fin de tomarse los dos años de reflexión en los Estados Unidos, que hacía tres años que decía necesitar. Ahora, el éxito empresarial perdía justificación porque había perdido a las personas por las que lo buscaba. Solo en el chalé, sentía que se quedaba sin fuelle y la casa resultaba gigantesca, inhóspita.
Marcó el número de la clínica fisioterapéutica. Respondió un contestador.
Tomó una prolongada ducha caliente, a ver si el dolor se aliviaba. Se afeitó desganadamente, observando con desagrado al sujeto de cara avinagrada que reflejaba el espejo. Sí, como decía Paulino, a los cuarenta y ocho años uno ya no es un niño, por muy sólida que pareciera su carne y aunque todavía usara la talla cuarenta y dos de pantalones. Era un hombre maduro, tenía que reconocerlo, un solitario y abúlico personaje cuyas ilusiones se estaban desmoronando. Y, para colmo, con un dolor que le impedía girar la cabeza.
Dado que había pasado una hora desde el primer intento, volvió a marcar el número de la clínica. De nuevo el contestador automático. Era lógico; en sábado no trabajarían, aunque también era lógico suponer que la gente recurriría a los masajistas preferentemente los fines de semana, cuando se disponía de tiempo para cosas tan superfluas.
Miró por la ventana a ver si ya le habían dejado los periódicos. Viendo que sí, bajó a recogerlos y les dio una ojeada mientras preparaba café.
Bueno, si la clínica estaba cerrada en sábado, podía recurrir a los anuncios del periódico. Todos los de mujeres sugerían que, en vez de masajes, estaban ofreciendo otra cosa. Encontró uno que le pareció serio: "Masajista rumano, experto profesional, Fisioterapeuta titulado. Masajes relajantes y sensitivos. Preguntar por Marian". La persona que contestó al teléfono debía de ser la dueña de una pensión, pues le respondió "voy a ver si el rumano está en su habitación". Una voz muy grave, con fortísimo acento extranjero, respondió unos minutos después:
-¿Quién es?
-Llamo por el anuncio.
-¿Cuál?
-El de los masajes.
-Disculpe, estaba durmiendo. Sí, por supuesto, masajes... ¿Qué clase de masaje desea usted?
-Me duele la espalda.
-Ah, ¿sólo quiere usted un tratamiento fisioterapéutico?
-Creo que sí.
-¿Nada más?
-Tengo una tortícolis muy dolorosa.
-Ah, comprendo. Serán... cinco mil pesetas.
-Está bien.
-Deme la dirección.
Tras dictársela, el rumano preguntó:
-¿Qué línea de metro pasa cerca de su casa?
-No, aquí no llega el metro. ¿No tiene usted coche?
-No.
-Entonces, debe tomar un taxi. Esta urbanización está fuera de Madrid.
-En ese caso, serán cinco mil más el taxi. Pero... hay un problema. En estos momentos, no tengo suficiente dinero. Tendría que esperarme en la puerta, para pagar el taxi.
-De acuerdo.
-Dígame el número de teléfono, para que pueda llamarle yo y comprobar.
Luego de dictárselo, Javier colgó según le indicó el masajista. El teléfono sonó un minuto más tarde.
-¿Javier Rodríguez?
-Sí.
-Soy yo, el masajista. Estaré ahí dentro de una hora.
Mientras aguardaba tomando el sol en el jardín en la zona más próxima al portalón de la verja, trató de imaginar qué clase de persona sería el rumano. El mismo Paulino Ugarte le había hablado unos meses atrás de los excelentes profesionales de Europa oriental que llegaban a España y no podían ejercer sus carreras, siendo en algunos casos incluso médicos muy buenos. Claro que Paulino no era del todo imparcial, porque llevaba tres años conviviendo con un muchacho que, si no le fallaba la memoria, era búlgaro. Su amigo de la infancia había decidido desde muy joven franquearse con los camaradas, a quienes les habló sinceramente de su homosexualidad y, desde entonces, se le habían conocido tres parejas, con quienes observaba la conducta leal de un marido fiel, obligando en consecuencia a sus amigos a respetarles como si de esposas se tratase. El búlgaro, sin embargo, le parecía a Javier demasiado guapo, joven y frívolo como para mantener con él la misma atitud que con sus dos antecesores.
El masajista rumano podía ser un gran profesional obligado a buscarse la vida en España con lo que encontraba. Por su voz profunda, podía tener cuarenta años y ser un antiguo campeón olímpico o a lo mejor, quién sabe, se trataba de un médico estupendo, obligado a ejercer de masajista.
Hora y media después de hablar con él, oyó llegar el taxi.
Pagó al taxista mientras el masajista se apeaba, de modo que sólo cuando el coche arrancó le dedicó una mirada. Si el taxi no se hubiera distanciado ya, lo llamaría para que se lo llevara de vuelta. Era un joven de unos veinticinco años con figura de bailarín, no el robusto masajista que había imaginado.
-¿Seguro que es usted profesional del masaje?
Como respuesta, el joven sacó del bolsillo una abultada cartera, de la que extrajo una especie de carnés muy toscos. Javier los examinó, sin entender nada.
-Este es mi título de masajista. Y éste, el de jardinero. ¿Quiere usted que le dé una pasada al jardín después del masaje?
-¿Qué necesita para darme el masaje?
-Yo traigo el aceite y la crema. No tengo camilla portátil, porque me la robaron hace un mes. ¿Su cama es dura?
-Normal.
-Entonces, será mejor hacerlo en una alfombra. Traiga dos toallas grandes para que la alfombra no se manche con el aceite.
Cuado Javier volvió con las dos toallas de baño, se detuvo asombrado y receleso porque el joven se había despojado de la ropa, ahora cubierto sólo por un calzoncillo tipo boxer. Efectivamente, parecía un bailarín clásico por su musculatura suave y fibrosa, las fuertes y nervudas piernas carentes de grasa y la cintura exageradamente fina.
-¿Puedo ducharme antes? -le preguntó, mientras acababa de extender las toallas bajo el sol que entraba por la ventana.
-Sí. Use un cuarto de baño que encontrará por ese pasillo, la segunda puerta a la izquierda.
-Ponga música suave, mejor clásica. Desnúdese y tiéndase boca abajo sobre la toalla mientras vuelvo, estire los brazos hacia arriba de su cabeza y trate de relajarse. El sol le ayudará a aflojar los músculos.
Javier obedeció. Resultaba curiosa la autoridad de profesional experto que empleaba el rumano y le divertía someterse a las órdenes de otro, él que pasaba el día dictando órdenes que todos acataban sin discusión. Sorprendentemente, el simple hecho de abandonarse a la dureza del suelo con la caricia del sol en la espalda, atemperó el dolor al instante. Casi había dejado de necesitar el masaje, estaba sintiéndose más relajado de lo que recordaba a pesar de haber un extraño en casa. Bueno, tal vez a eso se debía el relax repentino, el hecho de que hubiera alguien en la casa, fuera quien fuese. Paulino siempre tenía razón, por mucho que constantemente sintiera la necesidad de contradecirle, sobre todo porque las preferencias eróticas de su amigo le inclinaban, a su pesar, hacia esa clase de reserva que la sociedad adoptaba ante quienes transgredían las normas. No escuchó los pasos de aproximación del rumano; sintió las manos, que ahuecaban el elástico y tiraban de su calzoncillo y se los bajaban, obligándole a alzar un poco las caderas para facilitar la salida del slip. A continuación, notó que el joven se sentaba a horcajadas sobre sus muslos dando comienzo al masaje.
Durante veinte minutos, las manos, más enérgicas de lo que correspondía a alguien tan estilizado, pellizcaron la piel de su espalda arriba y abajo, presionaron su cintura, sus omoplatos y sus hombros y acariciaron una y otra vez su columna vertebral. Inesperadamente, tales presiones y pellizcos resultaban muy placenteros, aunque todavía temía girar el cuello para no resentirse de la punzada. Abandonado, notaba todos sus sentidos pendientes de esas manos, cuya actuación deseaba de repente que no cesara, por lo que se le desbloqueó la memoria, abatiendo la muralla con que había confinado aquel recuerdo de treinta años atrás. Paulino había acudido al vestuario tras el partido de tenis que Javier acababa de ganar; le preguntó si le dolían las piernas y la cintura; como le respondió que sí, Paulino, que ya cursaba el primer año de medicina, le ofreció un masaje, que se convirtió a los pocos minutos en verdaderas caricias y que, ante la incontenible erección de Javier, pasó a ser un encuentro sexual que escenificaron como un ataque de locura. Ambos tenían poco más de dieciocho años, por lo que la casi total abstinencia sexual que la moral de su ambiente familiar les imponía estalló igual que un géiser. Durante meses, Javier tuvo dificultades para mirar frente a frente a su amigo; cuando, poco a poco, la relación de amistad fue recomponiéndose, Javier se cerró para siempre al recuerdo de lo ocurrido en el vestuario y Paulino jamás lo mencionó.
Ahora, la rememoración de la dulzura inquietante de aquel día, sumada a las evoluciones de las manos en su espalda, había operado el mismo efecto. Tenía una erección, que se reforzó cuando el rumano le masajeaba los muslos, las pantorrillas y los glúteos, una erección durísima cuya rigidez llegaba a ser dolorosa, oprimida entre su peso y la toalla, por lo que cuando el joven le indicó que se diese la vuelta, se resistió. Le daba vergüenza que viera su estado.
-Date la vuelta -repitió de nuevo el masajista, que con el tuteo hablaba español con mayor fluidez.
Como estaba inmóvil y en silencio, el joven debió de creer que se había dormido, porque, empleando una fuerza inesperada, le pasó los brazos por el viente y le forzó a girarse. Sólo en este momento descubrió Javier que Marian estaba también completamente desnudo. Cerró los ojos, alarmado, porque la mirada se le escapaba hacia los genitales del joven.
Arrodillado junto a su costado, le masajeó el cuello y los deltoides, luego el pecho y el vientre, sin dar importancia al miembro erecto que tenía que apartar para hacer su trabajo. Los vaivenes fueron convirtiendo el órgano en un pistón lanzado hacia el estallido. Por suerte, el masajista dedicaba ahora sus esfuerzos a los costados, pellizcando la cintura y los dorsales hasta las axilas, y siguió por los brazos. Javier estaba haciendo esfuerzos mentales a fin de contraer los músculos de la pelvis para impedir el orgasmo.
-Estás muy tenso otra vez -dijo el rumano-. ¿Te hago daño?
-No... no. Está bien.
Quería pedirle que por favor saliera de la habitación, para descargar de una vez, pues le resultaba insoportable la idea de que ocurriese en su presencia. Mas, después de traccionar ambos brazos y estirarle los dedos, Marian se sentó a horcajadas de nuevo sobre sus muslos. Ahora, con los jos entrecerrados, y al mirar en dirección a su propio pene para comprobar que manaba líquido preseminal, Javier se concedió observar el del rumano. También estaba casi erecto, aunque no erguido; descubrió algo extraño, una protuberancia cerca del glande en el lado derecho y otra un poco más arriba, en el izquierdo. Por suerte, el pensamiento de que tales anomalías podían deberse a una enfermedad le produjo mucha alarma; su órgano comenzó a aflojarse.
Por consiguiente, la reducción de su tensión mental aminoró la de su cuerpo y de nuevo volvió a sentirse relajado. Desde su posición de rodillas con ambas piernas abarcando las suyas, el joven le estaba masajeando de nuevo el cuello y los pectorales, lo que le obligaba a reclinarse sobre él; cada vez que lo hacía, los penes se rozaban. Javier no recordaba ninguna sensación parecida, sentíase incapaz de discernir si sentía repulsión o placer con tales roces, pero ahora comenzó el rumano a masajearle los pezones con las palmas de las manos extendidas en movimientos circulares. De nuevo volvió la erección y ahora sabía que el problema no tenía solución.
Iba a ocurrir sin remedio cuando el rumano se alzó, sonriente, poniéndose de pie.
-¿Quieres algo más que el masaje? -preguntó.
-Yo...
-Tendrás que pagarme doce mil.
La comprensión de la frase le produjo a Javier profundo enojo. Así que se trataba de eso, el chico embozaba la prostitución con el masaje. Se alzó con expresión adusta y se cubrió con una de las toallas.
-El masaje ha terminado -dijo.
-Faltaban los pies -murmuró Marian.
-Da igual. Vístete. Hemos terminado.
El joven estaba desconcertado, la perplejidad era visible en su expresión. Agachó la cabeza con aire abstraído mientras se vestía, operación durante la cual no consiguió Javier eludir contemplarle. Sin duda, tenía que haber sido bailarín, no sólo por las características de sus músculos, sino porque se movía con la elegancia ágil y alada de un profesional del ballet clásico. Sintió ganas de preguntarle por ello, pero el enojo prevalecía en su ánimo y se contuvo.
-Toma las cinco mil, más el importe del taxi de vuelta, más una propina.
Cerró la puerta a sus espaldas sin decirle adiós.
La mañana del lunes fue muy ajetreada a causa de los trámites que faltaban para organizar la reunión definitiva con los brasileños, que habría de celebrarse el jueves próximo. Por la tarde, sin embargo, comprobó que el afán con que se había dado a la tarea por la mañana le había dejado sin asuntos pendientes. Volvía a dolerle el cuello y acarició el auricular del teléfono varias veces, con el número de teléfono del rumano en la otra mano.
Recordó lo ocurrido la noche anterior, cuando a duras penas consiguió dormir y, una vez que lo logró, despertó poco después a causa del sueño: Tenía dieciocho años, entraba en el vestuario después de jugar un partido de tenis y Paulino acudía a ofrecerle un masaje; pero Paulino tenía la apariencia exacta de Marian, que sin esperar su respuesta se entregaba a las caricias arrebatadoras que les arrastraban a la locura a los dos. El sentimiento de atracción-repulsión le hizo emerger del sueño, para notar que la erección volvía a ser tan incontenible como la mañana del sábado. Hizo lo que no había hecho a lo largo de los últimos veinte años, masturbarse.
Ahora se odiaba por ello. Se alzó del sillón giratorio y fue al baño privado para echarse agua en la cara. Se examinó en el espejo. De no ser por la expresión de marido burlado, conservaba gran parte de su atractivo; no tenía por qué recurrir a la masturbación, todos los días surgían oportunidades en la propia empresa, posibilidad a la que siempre se había negado, y también en los lugares de ocio que frecuentaba, posibilidad ésta que sí se había permitido algunas veces mientras permaneció casado con Leticia. ¿Por qué se había masturbado anoche, en vez de, simplemente, llamar a alguna amiga o, por qué no, a una profesional?
"Joder -pensó-, me duele el cuello, y si Paulino está en lo cierto, es que de nuevo me domina la tensión. ¿Por qué coño he permitido que volviera aquel recuerdo?"
-Otra vez tengo tortícolis -dijo al auricular con cierta sensación de desdoblamiento, porque no recordaba haber tomado la decisión de llamar.
-¿Sólo quieres masaje, nada más? -preguntó Marian.
-Sí.
-Tu casa está muy lejos. El sábado podía haber dado dos masajes en el tiempo que gasté en la ida y en la vuelta.
-Está bien. Te pagaré diez mil, más el taxi.
Abandonó la oficina para dirigirse apresuradamente al chalé.

Esperó anhelante la llegada del taxi. Como la noche se había cerrado ya, el taxista debía de tener mayores dificultades para encontrar la dirección, esa sería la razón del retraso. No, aún no marcaba el reloj la hora acordada. ¿Qué le pasaba, por qué esa impaciencia? Al fin y al cabo, se trataba de un simple prostituto, un ser despreciable dispuesto a venderse a cualquiera.
Mas, cuando vio detenerse el coche, salió con premura a pagar.
El rumano le sonrió muy afectuosamente, incluso con una alegría que Javier halló fuera de lugar.
Se repitió la escena del sábado sobre la alfombra del salón, aunque, como no entraba sol por la ventana, Marian le pidió que pusiera una lámpara de infrarrojos cerca de la toalla. Cuando, aliviado el dolor del cuello, llegó la ereción, Javier no hizo ningún esfuerzo y permitió que el orgasmo se produjera. Tras ello, Marian se alzó sonriente, contemplándole desde arriba.
-¿Qué son esos bultos que tiene tu... órgano?
-¿Esto? -preguntó Marian mientras señalaba las dos protuberancias-. Muchos rumanos lo hacen también.
-¿Hacer qué?
-Es una operación muy sencilla. Nos metemos bolitas de vidrio, para que las mujeres gocen más.
Javier cerró los ojos, escandalizado. Ahora se sentía sucio, culpable. Se puso de pie, anudándose la toalla a la cintura. Sacó tres billetes de cinco mil de la cartera y fue a entregárselos.
-¿Tienes prisa porque me vaya?
Javier detuvo el gesto, asombrado. En realidad, no tenía prisa.
-¿No es tarde para ti?
-Es demasiado tarde para salir a buscar un taxi.
-Lo llamaré por teléfono.
-¿Te importaría...
-¿Qué?
-¿Puedo dormir aquí?
Durante un instante, pasó un ciclón de recelo, temores y desconfianzas por la imaginación de Javier. Por otro lado, notaba que el hecho de que hubiera alguien en la casa le relajaba. ¿Qué podía perder?
-¿Tendré que pagarte más?
-Si tú...
-¿Qué?
-No. No tendrías que pagarme más. Incluso puedes ahorrarte el dinero del taxi si por la mañana me llevas con tu coche hasta una estación de metro, cuando vayas a tu oficina.
-¿Has cenado?
-¿Quiere eso decir que puedo quedarme?
-Sí.
Marian sonrió de un modo que extrañó a Javier.
Calentó en el microondas la comida que la asistenta le había dejado precocinada; preparó una ensalada y, cuando iba a aliñarla, Marian detuvo su mano.
-Deja que lo haga yo.
El rumano cogió varios frascos del estante de las especias, mezcló distintas dosis de cada uno, añadió aceite y zumo de limón, rociando a continuación las hortalizas. Cuando Javier se llevó un trozo de lechuga a la boca, le pareció que algo mágico cosquilleaba su paladar.
-Está deliciosa.
Marián volvió a sonreir del mismo modo indescifrable.
En el momento de acostarse, Marian rehusó hacerlo en el dormitorio que Javier le ofreció.
-Deja que duerma contigo, por favor.
Resultaba desasosegante encontrarse con otra persona en la habitación, como si Leticia hubiera dejado instalada una cámara de vídeo para vigilarle. Y, mucho más extraño, que esa persona fuese un hombre. Viéndolo desnudarse, de nuevo pensó en la elegante levedad de un danzarín.
-¿Has sido bailarín?
-Algo parecido. ¿Te apetece hacer el amor?
-En este momento, no.
-Mejor. Tengo sueño. Vamos a dormir, anda -dijo Marian palmeando la sábana en el lugar que Javier debía ocupar.
En cuanto Javier obedeció, Marian se enroscó a su cuerpo como si fuera un niño en busca de protección. Se quedó dormido al instante.
A Javier le costó dormir por la falta de costumbre de sentir otro cuerpo abrazado al suyo, ya que a los dos meses de abandono de Leticia había que sumar los remilgos que su mujer había mantenido los últimos años; sin embargo, se sentía relajado a pesar del estado de estupor. Estupor que se debía no tanto a lo que le estaba pasando, sino al sorprendente hecho de no sentir remordimientos. Despertó en algún momento, pero prefirió creer que era un sueño; estaban haciendo el amor y la gloria que recorrió sólo podía recorrerse en los sueños. Una vez que despertó de veras, con el sol entrando a raudales por la ventana, Marian no estaba en la cama.
"Ya está -se dijo-. Quiso quedarse para robar lo que pudiera. Bueno, qué más da. Sea lo que sea lo que se ha llevado, será poco en relación con lo que he sentido esta noche. No tiene importancia".
Mientras se duchaba, escuchó lo que parecía una voz que le llamaba desde abajo. Creyó que tenía alucinaciones, porque había sentido por un momento que no habían pasado dos meses desde la huída de Leticia y que, como siempre que se duchaba, sonaban las voces de los niños en el jardín. Mas, en el momento de secarse tras cesar el ruído del agua, volvió a oír la llamada.
-¡Javier! El desayuno está preparado.
Sintió un salto del corazón. Marian no se había ido. Bajó presuroso, para encontrar una mesa preparada con el desayuno mejor dispuesto que jamás hubiera visto en el ofice de su casa.
Hizo el trayecto de vuelta al centro de Madrid canturreando. Llegados a la estación de metro que Marian le había indicado, éste le preguntó:
-¿Volveré a verte?
-Yo... creo que sí.
La necesidad retornó esa misma tarde. Habían surgido pegas con los contratos que tenía que hacer firmar a los brasileños porque los abogados de la otra parte trataban de anudar más de lo cuenta, de modo que la tensión volvió a acumulársele en los deltoides. De nuevo la tortícolis. A última hora, marcó el número de la pensión de Marian.
-El rumano ya no vive aquí -dijo de modo agrio la hospedera.
Colgó el teléfono en estado de incomprensión alucinada.
Toda la semana trascurrió con el mismo desdoblamiento; por un lado, el ejecutivo firme y agresivo que iniciaba el desarrollo internacional de su empresa para conquistar la más importante de sus metas; por el otro, el muchacho de dieciocho años al que habían dejado anhelante de más caricias en el vestuario de una cancha de tenis. ¿A qué podía deberse la desaparición de Marian? Curiosamente, lo que sentía no era deseo de sexo, sino añoranza del efecto que la presencia del rumano en su casa había causado a su ánimo.
El sábado, amaneció con la tortícolis agravada. Todavía extrañado por el desvanecimiento de Marian, inicó en el periódico la búsqueda de otro masajista. Ninguno le inspiraba confianza; en realidad, la nostalgia le impedia decidirse. Se preguntaba qué hacer, cuando sonó el teléfono:
-¿Javier?
Un galope del corazón. Era la voz de Marian.
-Te llamé el martes y te habías marchado. ¿Qué has hecho todos estos días?
-Estoy en la cárcel.
Javier calló durante un largo minuto.
-¿Javier, estás ahí?
-Sí.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un error. Necesito que vengas a verme mañana.
-Creo... eso es imposible, Marian,
-¡Por favor!
-Me lo pensaré.
-Dime tu nombre completo y el número de carné, para que pueda dárselo al funcionario. Mi nombre verdadero es Viorel Mirika, no preguntes por Marian.
Javier le dictó los datos que le había pedido.
-Voy a estar muy nervioso hasta que vengas mañana -comentó Marian-. Esto es muy malo, malo.
-No puedo prometerte que vaya. Yo... ¡esto me parece tan raro!

Le costó tres horas localizar a su abogado. Le explicó el caso eludiendo entrar en detalles, aunque tenía consciencia de que el magistrado podía sacar las conclusiones correctas.
-Veo difícil poder averiguarlo hoy, Javi, pero lo voy a intentar.
Le llamó a las cuatro y media de la tarde.
-Está acusado de robo, Javi. Es un pájaro de cuidado. Dos amigos suyos se ligaron a un... a un viejo mariquita en la Puerta del Sol; mientras, este Viorel y otro les vigilaban, porque los cuatro estaban compinchados. Viorel y el otro amigo siguieron al viejo y los otros dos en un taxi. El resto, te lo puedes imaginar. Irrumpieron en el piso, amarraron al pobre hombre y lo desvalijaron. Ya sabes, televisor, equipo de música, objetos de decoración, talonarios de cheque, tarjetas de crédito y dinero. Total, unos dos millones de peseta. Le va a caer una buena.
-¿Cuándo ocurrió todo eso?
-Lo detuvieron el martes por la mañana.
-Pero ¿cuándo fue el robo?
-La noche del lunes.
Javier oyó el dato con alegría.
-No puede ser, esa noche...
-¿Qué tratas de decir?
-Esa noche la pasó en mi casa. Él no participó en ese robo.
-Escucha, Javi, no te metas en complicaciones. Tendrías que ir a declarar a favor de un delincuente que, además, es un inmigrante ilegal.
-¿Es indispensable? ¿No hay otro medio de sacarlo de allí?
-Supongo que lo dejarían libre pagando una fiaza, pero eso no le libraría del juicio.
-¿Cuándo se puede resolver?
-Habrá que esperar al lunes, Javi. Estamos en pleno fin de semana.
-Ocúpate de ello y me avisas el lunes a la oficina.
El domingo, a mediodía, la impaciencia ineludible le obligó a guardar turno en una cola compuesta por familiares de presos, gente que en su mayoría tenía aspecto marginal y que miraban con extrañeza su camisa de seda natural de Armani, el pantalón de Calvin Klein, los zapatos de Lotus y el Rolex de oro. A través del cristal de la cabina, vio acercarse a Marian con la cabeza gacha, pero con una alegría inmensa en los ojos.
-Yo no he hecho nada, Javier. Es un error.
-Ya lo sé. ¿Por qué te relaciona la policía con ellos, Marian, por qué tienes esa clase de amigos?
-Soy rumano. Mis amigos son rumanos, que no imaginas lo mal que lo están pasando; tienen que comer. Ninguno es gente mala, pero de algo tienen que comer.
-¿Robando?
-Cada uno hace lo que puede. A mí no me gusta robar.
-¿Por qué viniste a España?
-Por lo que vienen todos mis paisanos, a buscar trabajo.
-¿Y tu familia?
-No tengo.
-¿Cómo es eso?
-Mi madre murió cuando yo tenía diez años. Mi padre está casado con otra y yo no le intereso. Nunca le interesé.
-¿Cómo has vivido?
-¿Recuerdas lo a gusto que estaba el lunes abrazado a ti en la cama? Me sentía como si estuviera con mi padre; Javier, túeras mi padre el lunes. A los once años, cuando llevaba un año entero durmiendo en las calles de Bucarest, me recogió un hombre, un bailarín muy famoso de mi país, que fue mi padre desde entonces. Él cuidó de mí hasta los veinte años, aunque no consiguió que fuese bailarín como él, porque yo no valgo para eso; él fue quien quiso que me pusiera las bolitas de vidrio en el pene, porque... él... bueno, me da vergüenza. Murió hace cuatro años, Javier, y desde entonces todo me salió mal. Llevo cuatro años dando saltos de un lado a otro, hablo alemán, francés, inglés, turco, griego, italiano y portugués y ¿crees que me sirve para algo? Pura mierda. Todo es una mierda. Ya sabes cómo tengo que ganarme la vida.
-¿De verdad hablas todos esos idiomas?
-Sí.
-¿Igual de bien que hablas el español?
-Sí
-¿Qué harías si consigo sacarte de aquí?
-Tengo que encontrar trabajo. Lo del anuncio del periódico es una porquería, me cuesta más de lo que gano con una o dos llamadas que me hacen a la semana. Necesito un contrato para ver si me dan el permiso. ¿Tú...?; perdona, no quiero molestarte. Bastante te he molestado ya.
-Termina lo que ibas a preguntar.
-Tu jardín no está bien cuidado. Contrátame aunque no me pagues nada, sólo por la comida y la cama; te llevarías una sorpresa con lo que puedo hacer en tu jardín.
La expansión internacional de la empresa de Javier se había acelerado durante los dos últimos años. Sorprendentemente, entre las diferentes iniciativas inversoras, el negocio que mejor estaba funcionando, el que se había convertido en la punta de lanza de la financiera y en su mejor baza, era el de paisajismo y jardinería.
-Le llama don Viorel por la línea dos -le dijo la secretaria.
Pulsó la tecla.
-¿Marian?
-¿Dónde estuviste ayer toda la tarde? No conseguí hablar contigo en ninguna de las cuatro llamadas que hice.
Javier sonrió. No había manera de que Marian desistiera de los celos.
-Tuve dos reuniones fuera de la oficina. ¿Cómo va eso?
-Terminando. Tres días más, y estará listo el jardín del hotel de Estambul. Pero queda el otro hotel, el de Esmirna.
-Diles que esperen un poco y vente un par de días a Madrid.
-¿Estás seguro, Javi?
-De lo único que estoy seguro es de que tres semanas sin verte es suficiente. Yo no puedo viajar a Turquía en estos momentos, así que vente el fin de semana, por lo menos.
-Llegaré el viernes. Espérame en el aeropuerto.

domingo, 4 de agosto de 2019

DOS POLICÍAS VENEZOLANOS

DOS POLICÍAS VENEZOLANOS
Leo no se sentía bien en Caracas; la empresa le había exigido residir ese año en el extranjero “como un sacrificio por nuestro futuro en Hispanoamérica”… y sí que constituía un sacrifico.
Eran excesivas las incomodidades. Resultaban difíciles de conseguir hasta los artículos de consumo más comunes, ni siquiera había papas en los supermercados, todos hablaban de antaño como del paraíso (aunque Leo había leído que también se daban entonces dramáticas desigualdades y mucha corrupción), se sentía en peligro en casi toda la ciudad, y todos se mostraban empeñados en parecer hostiles y maleducados con quien tuviera acento foráneo. Había perdido la cuenta del tiempo que llevaba sin desahogarse sexualmente, porque nadie le apetecía. No había sentido aún esa especie de descarga eléctrica que ocurre cuando, al estar frente a frente, uno sabe que lo desea. Y, además, había notado cuánto alardeaban de tamaños increíbles; desconfiaba de la petulancia y en el caso de que las descripciones de superdotaciones fueran ciertas, no estaba seguro de que pudieran atraerle.
Él no padecía el desabastecimiento, porque la empresa le proporcionaba cuanto necesitaba, trayéndolo de Colombia principalmente, y muchas especialidades de España. Le habían descrito la inmensidad de la riqueza que llegaba al país en el pasado, en especial inmediatamente después de la crisis del petróleo de 1973, pero todo había sido dilapidado y seguían dilapidando. La peligrosidad la prevenía su empresa contratando un acompañante cuando Leo quería salir de noche, tuviera lo que tuviera que hacer, y por tan incómoda compañía eludía los sitios demasiado caracterizados que pudieran delatarlo, aunque tales acompañantes solían sobarse los genitales con frecuencia y descaro, haciendo notar volúmenes aterradores por inconcebibles. En cuanto a los complejos “nacionalistas” de la gente corriente, nada que no fuera buena educación podía contrarrestarlos. La mayoría de las pieles eran cetrinas, lo que constituía una barrera psicológica. Permanecía en forzada e indeseada castidad, pero añoraba derretirse en un orgasmo.
No acababa de decidir si alguien le gustaba. Los hombres siempre eran jactanciosos de superdotación y según los estudios de mercado, demasiado acomplejadamente machistas; incluyendo a los jóvenes. Por lo visto un poco de soslayo en los vestuarios del gimnasio, ninguno presentaba bajo la cintura señales de haber tomado sol en la playa, por lo que supuso que o bien nadaban desnudos, o su piel era naturalmente demasiado tostada para que se notaran esas señales. En tales momentos, ellos parecían estimularse voluntariamente para exhibir penes monstruosos. La mayoría de los que coincidían en la gran ducha colectiva al mismo tiempo que él, empujaban las caderas hacia adelante para resaltar sus volúmenes, que sí eran bastante rollizos por término medio, comparados con la generalidad de lo que había visto en otros países; le producía inquietud imaginarlos erectos. Era imposible no fijarse, no sólo por los tamaños, notables siempre, sino porque ellos se mostraban presuntuosos aunque ninguno podía ser considerado excepcional dada la dotación común.
A Leo no le bastaba el tamaño o la sensualidad de ningún atributo, le atraía el conjunto y tendía a fijarse en las personalidades y actitudes más de lo necesario cuando se busca sólo placer. Mas la frecuente exposición de falos en el gimnasio era un mercado de flores, con una competencia impresionante de capullos, exposición de la que era difícil sustraerse por el descaro exhibicionista colectivo. Resultaba perturbador para Leo observar algunas veces que dos de ellos, que habían alcanzado erección con el manoseo bajo la ducha, se iban retirando disimuladamente hacia los ángulos más discretos, de donde salían al poco con el mismo disimulo, pero con los penes medio erectos todavía y goteando. Nadie se recataba ni demostraba temer que pudieran pensar prejuiciosamente. Les daba lo mismo; a Leo le habían comentado en ocasiones varios venezolanos de la empresa que los penes no tienen ojos y hay que darles gusto. El gimnasio era caro para los niveles económicos locales, por lo que todos debían de ser de clases acomodadas. Aunque era obvio el deseo de ser admirados, Leo temía que si miraba contemplando descaradamente sus órganos, podía encontrarse con problemas, ante un reproche a gritos de alguien que fingiera sentirse ofendido o se ofendiera de verdad. Nunca permitió que sus ojos se soldaran a tales atributos, por lo que las miradas esquinadas no le pudieron confirmar si las exageradas dimensiones eran naturales y no solamente producto de tan reiterados, deliberados y lúbricos tocamientos durante el enjabonado. Usualmente, la mayoría de ellos se enjabonaban muy lentamente la entrepierna y el culo. Aparentaban naturalidad e indiferencia, pero Leo notaba que había verdadero recreo erótico exhibicionista en los tocamientos.
Con remordimiento, reconocía que no le gustaba el país y nunca podría mencionarlo con agrado cuando volviera a España.
Cuando se veía obligado a realizar viajes en coche, tropezaba casi siempre con una de las muchas salvedades de Venezuela: encontraba puntos de control como si fueran de frontera, pero en cualquier lugar, sin que pudiera vislumbrarse la proximidad de cualquier línea divisoria territorial. A esos puestos de control los llamaba alcabalas, un nombre muy antiguo castellano.
Fue mandado parar en una alcabala un día que viajaba con prisas hacia Puerto La Cruz. Conducía un coche algo ostentoso para la situación del país, un Malibú deportivo de Chevrolet. El que le hizo la señal de que parara era un joven de no más de veintisiete años; le indicó que saliera del coche.
La empresa y los compañeros que antes habían tenido el mismo destino provisional que ahora Leo tenía, le habían advertido contra el trato de los policías. Asombrosamente, aseguraban que muchos de los agentes eran analfabetos funcionales y les pagaban tan mal, que ellos aprovechaban todas las ocasiones de ser “untados”. En una oportunidad, conduciendo por Caracas, paró ante un semáforo en rojo, pero al frenar quedó unos centímetros por encima de la línea que marcaba el paso de peatones. Se le acercó un policía y en vez de saludar ni pedirle aún los documentos, dijo:
-Ciudadano, ha cometido usted la infracción de parar sobre la línea continua de paso. ¿Es consciente usted de que puedo detenerlo y podría pasarse hasta setenta y dos horas en el puesto policial?
La empresa le había dicho lo que tenía que hacer en esos casos, pero él era español, donde había que tomarse a los policías en serio. Debía preparar los documentos, metiendo entre ellos un billete de cincuenta bolívares, y así lo hizo. Con el corazón alborotado por el miedo y mano temblorosa, entregó los documentos cuando el policía se los pidió. Este sonrió al encontrar el billete, asintió y le permitió continuar sin más, pero Leo tardó horas en recuperar el pulso.
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Ahora, mientras bajaba del coche en la alcabala, se preguntaba cómo realizar disimuladamente un soborno semejante, de pie y a la vista de los demás policías, situados a escasa distancia..
En vez del gesto adusto que esperaba, se encontró con una sonrisa luminosa, espléndida, con una dentadura aceptable. Antes de hablarle, el joven uniformado se ajustó, despacio, los genitales en el pantalón, recreándose en su volumen desmesurado y llamativo, y palpándose con clara intención de que lo observase. El español no hallaba lógico que se marcara tan prominentemente el bulto en el pantalón de lo que debía ser un anodino uniforme, pero lo que sobaba el joven aparecía con precisión propia de la desnudez, marcándose bien el glande y hasta las venas. Desvió la mirada para evitar que sospechasen de su interés, pero descubrió que los demás policías presentes, de diferentes edades, estaban sobándose igualmente la entrepierna con sonrisas muy libidinosas y los ojos fijos en él. No les gustaban los calzoncillos, pues un par de ellos tenían algún botón de la bragueta desabrochado, por donde se podían apreciar partes de las pelambreras aunque les mirase de pasada. Todos exhibían orgullosamente lo que a Leo le pareció erecciones gigantescas, y se restregaban con expresiones incitadoras y lametones de labios. Asombrado, notó que uno presentaba una mancha circular de humedad muy reciente bajo el abultamiento del glande. Leo evocó una película fetichista pornogay vista en Nueva York.
¿Sería posible que esos policías estuvieran sugiriéndose, como parecía? Olía a semen, como si hubiesen estado masturbándose antes de que él llegara.
El que lo había detenido le preguntó, encendiendo aún más su sonrisa:
-¿A dónde se dirige?
-A Puerto La Cruz.
-¿Sí? ¡Ojalá pudiera yo acompañarle, para nadar por Playa Colorada o por ahí! Le prometo que usted iba a pasárselo de maravilla –mientras hablaba, volvió a sobarse el pene, estirándolo hacia abajo-.Tenga usted cuidado con las picudas, y conduzca con cuidado. Que se lo pase usted muy bien.
Nada más. Leo se sintió anonadado; su alerta había dado paso al agradecimiento por la simpatía del joven, adobado todo con la sorprendente exhibición fálica. Decidió tratar de comprender el porqué de la amabilidad del joven, tan poco frecuente.
-¿Es de por aquí, agente?
-¿Yo? No, soy de Barquisimeto. Estoy destinado aquí provisionalmente pero he solicitado que me manden a Caracas, porque mi esposa vive en La Guaira.
Agradado por el trato, Leo tuvo la ocurrencia de decir:
-Aquí tiene mi tarjeta. Si le destinan a Caracas antes de ocho meses, que es el tiempo que me queda de estar en Venezuela, llámeme para invitarle a comer… o algo.
Notó que el policía sonreía con satisfacción mientras se guardaba la tarjeta cuidadosamente en la cartera.
Pasados cinco meses desde el viaje a Puerto La Cruz, le llamó uno diciendo que era Mario. No tenía ni idea de quién se trataba.
-Soy el policía de aquella alcabala, ¿se acuerda?
Recordó en seguida.
-¿Quiere usted que lo invite…?
-La pinga, pana. No me hables de usted. Tenemos casi la misma edad, ¿no?
Leo apretó los labios. No le gustaba que se tomaran tales licencias sin él autorizarlas previamente. Decidió ignorar el tuteo:
-¿Necesita mi ayuda para algo?
-Pues sí. Verás… hoy tengo guardia hasta medianoche, y ya no conseguiré transporte para La Guaira... ¿No podría dormir en tu casa?
El piso que la empresa le había proporcionado era grande, pero la mayor parte estaba dedicada a un amplio salón, para celebrar cócteles en honor de los clientes que gestionaba. Había varios sofás muy amplios, pero se traba de un dúplex. Aunque el policía se hubiera comportado tan amigablemente, no podía fiarse de su honradez dejándolo solo abajo. En el piso superior, sólo un despacho y su cuarto suite. Aunque se tratara de una cama anchísima, sólo tenía una.
-Temo… -Leo dudó-, que sólo hay una cama en mi casa. No sé...
-Bueno, si a ti no te importa, yo puedo dormir en tu cama también; imagina, soy policía acostumbrado a cuarteles increíbles, nada me estorba.
Leo no supo qué responder. Recordó el volumen insólito de los genitales de ese joven policía. Su mente se llenó de sombras y luces, esperanzas y decepciones. Vivía en un incómodo armario; la incultura bruta de su padre y la mojigata estupidez de su madre lo habían condicionado desde la niñez a tales extremos, que a sus treinta y dos años podía considerarse virgen. No estaba cómodo en el armario, sentía angustia permanente, el miedo era una constante en su vida, la tortura infantil lo había incapacitado para el placer y estaba obligado a tratar de resolverlo antes de que se le “pasara el arroz”, pero creía que el éxito profesional que disfrutaba lo perdería si alguien en la empresa descubría su tendencia sexual. Recibir en su cama a un huésped en calzoncillo, con aquella “posesión” casi descubierta, le produciría angustia. ¿No podrían delatarle las miradas que se le escaparan?
Decidió dejar las cosas ocurrir. Le dijo a Mario que esperaría a que llegase, sin más que interesarse por si debía prever comida.
-No te preocupes. Habré cenado de sobra en el retén.
A la medianoche, se dio cuenta de que estaba muy cansado por haber tenido un día agitado, pero Mario tardaría todavía en llegar. A la una de la mañana, aún esperaba, ya a punto de caer dormido en el sofá.
El timbre sonó a la una cuarenta y cinco. Dio un salto, porque estaba dando una cabezada. Al abrir la puerta, se encontró con que Mario no llegaba solo. Eran dos los policías, de rostros extrañamente semejantes. Adiós a sus sueños, que ni siquiera se había atrevido a definírselos mentalmente. No le asombró el parecido, pues siendo como eran los venezolanos mayoritariamente mestizos, solía tener dificultades para diferenciar las caras. A lo mejor esos dos no eran tan parecidos.
-Perdona Leo. He tenido que traer a mi hermano, que tiene el mismo problema, porque también vive en La Guaira...
Si había decidido no ceder toda la planta inferior a uno solo, menos se la iba a ceder a los dos. Estaba a punto de enojarse, lo que tal vez fue evitado por el cansancio que sentía.
-No te hagas problemas por nosotros –prosiguió Mario-. Somos gemelos y estamos acostumbrados a dormir casi uno encima del otro desde niños. Podemos acomodarnos los dos en el espacio que hayas previsto cederme en tu cama.
Los precedió hasta arriba. Al entrar en el cuarto, Mario silbó.
-¡La pinga! Esto no es una cama… es un piscina olímpica.
Leo sonrió sin mucho entusiasmo.
-¿Podemos ducharnos?
Bastó un leve asentimiento para que los dos se despojaran del uniforme de inmediato, en el mismo instante, delante de él.
-La tela de los uniformes es infernal –dijo el hermano de Mario, llamado Rodrigo, estirándose de modo ostentoso el pene medio erecto -. Cuando sudas, se vuelve de cartón piedra. Qué placer estar en bolas. Gracias, pavo, eres más que… maravilloso, más de lo que me dijo mi hermano.
Leo no quería mirar, pero no podía evitarlo, porque ninguno se recataba. Los genitales de Mario eran más voluminosos de lo que parecían bajo el uniforme, al menos un cincuenta por ciento mayores que los suyos, calculó Leo. El de su hermano, bastante más.
La parte de indio del mestizaje venezolano les hacía casi lampiños. Los dos policías tan parecidos, tenían sólo un poco de vello en el pecho, los antebrazos y las piernas. Nunca había visto Leo en la playa a un venezolano cuyos músculos se definieran con claridad; suponía que también por la herencia india. Los hermanos Mario y Rodrigo eran grandes sin ser gordos, un poco más altos que él y hombros adecuados a su tamaño, pero los muslos eran extraordinariamente robustos. Parecían orgullosos de exhibirse, tanto que Leo notó que adelantaban las caderas y movían la cintura, para balancear los pesados badajos. Como si siguieran mentalmente el ritmo de una música de salsa, bailaron y evolucionaron retardaron la exposición unos minutos todavía cerca de la cama sin objeto aparente, y no se dieron prisa por entrar contoneándose en el baño, adonde fueron juntos.
Dejaron la puerta abierta y en cuanto comenzó a sonar el agua, empezaron a reír de modo escandaloso y sin parar. Leo tenía tanto sueño, que al recostarse para esperarlos, se quedó dormido.
Despertó sobresaltado. Uno al lado del otro, de pie, completamente desnudos y goteando todavía, Mario le sacudía el hombro. Notó que Rodrigo se sobaba el pene ya erecto y monumental.
-Oye, pana, gracias –dijo Mario-. No quería molestarte. Duérmete tranquilo, que tienes dos guardaespaldas. Nos vamos a acostar y es posible que nos despertemos antes que tú, porque tenemos servicio a las siete de la mañana.
Leo notó más que vio que se metían en la cama por el otro lado. Volvió a dormirse.
Más tarde, sintió con un nuevo sobresalto un crujido y un leve traqueteo. Casi en duermevela, estuvo a punto de maldecir porque aunque no recordaba el sueño, sabía que era muy agradable. En el primer momento se preguntó si habría un temblor de tierra, cosa nada infrecuente, pero ladeó la cabeza hacia los hermanos y creyó por un instante que soñaba todavía. Mario estaba sentado encima de su hermano, este acomodado contra el cabecero; se movían al unísono, pero con cauteloso cuidado. Leo comprendió que Rodrigo penetraba a su gemelo, cuya expresión era de éxtasis aun visto de perfil.
Como si hubiera presentido que Leo despertaba, aunque no miró su cara, Rodrigo le tocó el hombro.
-¿Quieres tú también? –preguntó.
Impresionado, Leo había enmudecido.
-No, Rodrigo; deja que se la meta yo primero–dijo Mario-, que tu pinga no podrá aguantarla al principio. Ven Leo, ¿no quieres mi amor?
Leo negó con la cabeza, aunque no con demasiada energía.
-Por lo menos, ven a que te devuelva el favor. Ponte aquí.
Señaló el espacio entre sus piernas.
Como un autómata, Leo se dispuso a obedecer. Todo el tiempo que llevaba en Venezuela había evitado las tentaciones y no recurrió jamás a los servicios de un escort; se consideraba demasiado joven y lo suficientemente atractivo como para no necesitarlo.
Le habían hablado de la sensualidad desinhibida de los venezolanos, característica que ya había confirmado con estupor. En un par de ocasiones, estando en locales públicos, contempló con ternura los achuchones y besos de una pareja hetero joven; en los dos casos, notó que los hombres le hacían señas disimuladas a espaldas de ellas. Las dos veces, necesitó ir al urinario, y en ambas se encontró con que el hombre en cuestión entraba en seguida tras él; en las dos ocasiones se colocaron en el orinal contiguo, exhibiendo con descaro sus miembros endurecidos, pero nunca llegó Leo a observar más que de reojo. Aunque los dos le miraron clara e incitadoramente, ninguno habló, pero en ambas ocasiones quedó claro que querían seducirlo, esperando que él tomara la iniciativa, cosa que nunca sucedió.
Por consiguiente, todavía no había probado la pregonada sensualidad, cosa que tampoco creía que llegase a desear. Ahora, Mario acompañó la indicación con un tirón de su brazo derecho, forzándolo a situarse en el lugar indicado.
En seguida, el policía engulló su pene, pillando a Leo por sorpresa aunque debía haberlo visto venir. Rodrigo adelantó las manos entre los costados de su hermano, y acarició el pecho y el vientre de Leo con gran conocimiento.
Leo sintió la erección de su abstinencia de varios meses como si fuese un efecto desconocido. Se trataba de la erección más poderosa que recordaba de los años recientes, como si hubiera vuelto a la adolescencia. La sabiduría de Mario no podía haberla previsto; jamás habría esperado que esa boca y esa lengua fuesen tan placenteras. Y tampoco la experiencia de Rodrigo. Como si hubiera estudiado anatomía de manera rigurosa, pulsaba todos los resortes de su pecho y hombros que él conocía, y muchos que no conocía.
Visto desde arriba, el miembro dc Mario parecía a punto de reventar; no imaginaba que nadie que estuviera siendo penetrado por algo tan grande como el descomunal pene de Rodrigo pudiera mantener una erección tan vigorosa. Tenía que estar muy acostumbrado; probablemente, los gemelos llevaban haciéndolo desde la adolescencia o antes. No observaba en Mario el menor gesto de dolor o molestia por la voluminosa herramienta de su hermano, que era tremenda. Todo lo contrario; exclamaba expresiones de agradecimiento a Rodrigo, y la caricia que ahora Leo recibía de él era muy entusiasta, como si quisiera demostrarle innecesariamente su gratitud. Murmuraba sin parar:
-Dale, hermano… te adoro… me matas, me das la vida…
Rodrigo dijo en tono algo displicente:
-No podemos olvidarnos de Leo… que es lo mejor que nunca me has ofrecido, hermano.
¿Ofrecido? Leo no comprendió la frase.
-Ponte de pie y gírate –le pidió Mario.
Ahora sí que no tenía ni idea de lo que iba a pasar. Mario asió sus caderas y Leo comenzó a sentir algo húmedo que se agitaba junto a su ano. De momento, no comprendió; sólo después de varios minutos se dio cuenta de que se trataba de la lengua de Mario, porque sintió también la presión de sus labios y los bufidos de la nariz sobre su glúteo derecho. La lengua de Mario le estaba penetrando, produciéndole sensaciones imprevistas, jamás experimentadas. Por momentos, la lengua se endurecía como si fuera otra cosa, y avanzaba poco a poco. Leo lo había visto hacer en películas porno, pero creía que se trataba de eso, sólo de porno; que nadie haría eso en la vida real. La placentera invasión duraba mucho, cuando oyó a Rodrigo:
-Mario, ya lo tienes. Seguro que ahora entra.
Tenía que haberse convertido en un autómata, consideró Leo, porque Mario lo atrajo hacia sí, le hizo girar, lo obligó a ponerse en cuclillas y lo ensartó sin demasiada dificultad.
El dolor momentáneo pudo obligar a Leo a saltar, pero además de que Mario lo aferraba como si fuera un trofeo, Leo no deseaba huir. Notaba que Mario permanecía ensartado por su hermano, por lo que le pareció prodigioso el empuje que empleaba con él. Su experiencia de ser penetrado era muy escasa y no anticipaba poder gozar con ello, pero Mario, adivinando el dolor, le estaba masturbando de un modo apremiante, convulsivo, como si tuviera prisa, y de modo muy placentero.
Rodrigo volvió a intervenir:
-Ya… Déjamelo a mí, hermano. No creo que vaya a hacerle daño.
Manejado como si fuese un pelele, lo atravesaron en la cama. En seguida, Mario, de pie, le ofreció el pene obligándolo a forzar los labios. Al mismo tiempo, Rodrigo cayó sobre él y lo invadió de un solo golpe.
Ahora sí, el dolor fue extraordinario.
Sentía los tobillos de Rodrigo apretando sus caderas, por lo que dedujo que estaba en cuclillas sobre su cuerpo para facilitar la penetración. No podía rebullirse por la presión de ambos y de inmediato notó las manos acariciándolo. Debían de ser las de Rodrigo, que tanto conocimiento había evidenciado poco antes, porque le tocaba como si fuera un quiropráctico o un experto digitopuntor, palpando, acariciando y apretando puntos que le hacían olvidar el dolor y que, al contrario, le producían placer. Ese chico parecía haber ido a una escuela sexual; su sabiduría no era natural.
De modo insólito, cuando Leo cerraba los ojos veía luces de colores y llegó al convencimiento de que olía perfumes prodigiosos. Como si hubiera sido embrujado, Venezuela ya no era un lugar hostil sino amorosamente acogedor. ¿Qué le estaba pasando?
Los gemelos se comunicaban sin apenas hablar; debían de haber desarrollado un código de gestos y ademanes que les bastaba. Por sentirse cansado, Leo escupió el pene de Mario: Al instante, Rodrigo cesó.
-Pavo –dijo Rodrigo-, deja que te besemos. En este momento, eres la persona que más amamos en el mundo. Ven, ponte aquí.
Recostado de nuevo sobre el cabecero, Rodrigo señaló su pecho. Leo obedeció, pero con ganas de dormir. De inmediato, Mario se recostó también, pegado a él. Ambos hermanos condujeron sus manos para que Leo tomara simultáneamente sus penes, empezaron a gemir y a exclamar frases apasionadas, y se pusieron a besarlo al mismo tiempo. Entre los muchos descubrimientos de esa noche, Leo no había imaginado que tres personas se pudieran besar simultáneamente en los labios de esa manera tan apasionada, y sin parar de gemir.
Trató de calcular las medidas y las diferencias de cada órgano. Extrañamente, sentía mucha vergüenza y por ello no se atrevió a mover las manos para conseguir calcular longitudes y grosores.
Las exclamaciones de Mario y Rodrigo continuaron, medio balbuceadas a causa de los besos que no interrumpían, y sus impacientes movimientos de caderas y manos iban aumentando en intensidad y agitación, sin abandonar el beso en ningún momento. De manera inesperada, Leo sintió que sus manos se humedecían casi al unísono, a causa de unos generosos chorros que no cesaban.
Hubo una pausa de silencio y quietud, interrumpida por Mario que empezó a chupar y morder suavemente los pezoncillos de Leo, su cuello y orejas, mientras Rodrigo le masturbaba de un modo increíblemente sabio. Cruzaban entre sí apasionados y encendidos elogios a Leo, y gracias por “esta ocasión”.
Este despertó cuando ya era de día. Aunque no creía que fuese más de las siete, los dos hermanos se habían marchado. No recordaba nada más desde que experimentara el más arrebatador e intenso placer de su vida. Estaba derrengado, tenía que quedarse un rato en la cama, pero necesitaba ir a orinar. Al extender el brazo para ayudarse a incorporarse, tocó un papel apoyado sobre la almohada.
Con sorpresa, notó que era una nota:
“Eres maravilloso. Ni sueñes que no volvamos a vernos”
Ninguna firma. Sólo un corazón atravesado por una flecha, con tres gotas de sangre cayendo muy juntas.
Tras orinar, volvió a dormirse. Los hermosos paisajes venezolanos que había contemplado durante esos meses sin recrearse, surgieron en sus sueños convertidos en el país más hechicero del mundo. ¡Qué curioso!, se dijo a sí mismo en el sueño; de repente, amaba a Venezuela.
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lunes, 29 de julio de 2019

NIÑOS AZULES



De nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.
Aunque la altura del monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera; un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.
No se preguntaba por qué elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que alcanzaría en sólo diez o doce minutos más.
Los jaramagos crecían sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en que se alivia pronto el dolor físico.
La piedra sobre la que solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas como el mar añil que contemplaba.
-Hola -dijo el niño azul.
Dany sonrió. Había acudido antes que las demás veces, y solo.
-¿No viene la niña?
-Pronto vendrá. ¿Por qué lloras?
Dany desvió la mirada.
-¿Otra vez tu padre?
Dany asintió con los ojos bajos.
-¿Sabes por qué lo hace?
Dany negó. Se trataba de un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.
-¿Has sido malo?
-No lo sé. Seguramente sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice. Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que yo pueda dejar de hacerlo.
-¿Quieres jugar?
La propuesta paró el torrente que brotaba de los ojos de Dany.
-¿A las adivinazas?
-Todavía no; jugaremos a las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la verdad.
-¿Cómo es?
-Yo te pregunto y tú me preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está permitido mentir en las respuestas.
-¡Qué bien! -celebró Dany-. ¿Quién pregunta primero?
-Empieza tú.
-¿Es tu piel de cristal, como parece?
-No. Ahora pregunto yo. ¿Has faltado al respeto a tu madre?
-No. ¿Sólo hay ese líquido azul en tu interior?
-Hay mucho más. ¿Has faltado al colegio?
-Esta tarde, sí, porque me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de ti, además del líquido azul?
-Pensamientos y sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la hora que tus padres te marcan para volver?
-No tengo amigos en el barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?
-Carezco de la facultad de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?
-No, qué va; ¿para qué voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?
-De ilusiones de niños como tú. ¿Estudias poco en el colegio?
-El maestro me da muchos premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu piel se pueden tocar?
-Mi piel, como la de Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?
-No. Los padres de otros niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con "desaparecería"?
-No volverías a verme. ¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?
-No lo sé. Bueno, a veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas. ¿Por qué no volvería a verte si te tocara?
-Porque soy una realidad intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy buenas notas en el colegio?
-No me acuerdo; me dan buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad intangible"?
-Que no se puede tocar; una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?
-Claro. A mi maestro le gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró general. ¿Qué es la metafísica?
-Las causas primeras del ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser nombrado general en la escuela?
-No lo sé, ahora no puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las causas primeras, del mío?
-¡Has ganado!
Dany había olvidado que alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se plantearía. Por suerte, acudió Celeste.
-Hola, Dany.
Como siempre, Dany halló sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había en aquella fotografía.
-¿Jugamos a las adivinanzas? -le preguntó Dany.
-¿No juegas con tus amigos?
-No tengo amigos. Los niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.
-Azul dice que le has ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las adivinanzas.
Dany no recordaba que Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.
-Todavía me duele mucho el muslo. Por favor.
-Bueno, está bien -concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.
Caminaron en la dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol, todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado.
-¿Quién empieza? -preguntó Celeste.
-Primero tú, por favor -rogó Dany.
-¿Qué es el odio a lo desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?
Dany trató, primero, de decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.
-Lo desconocido deja de serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.
-Es una reflexión muy juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.
-¿Mi padre me conoce pero no me conoce?
-Estupendo -sonrió Celeste-. Vas por buen camino.
-¿El odio a lo desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.
-¡Has ganado! -exclamó Celeste-. Te toca, Azul.
-¿Qué es un reloj que destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba fijamente a los ojos de Dany.
-El reloj es una cosa -afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.
-Piensa un poco más -sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves de la semana pasada.
-¿Lo de los vasos comunicantes?
-No, Dany -respondió Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.
-El jueves... -Dany dudó-, creo que habló de Grecia.
-Exacto -concordó Celeste.
-¿Cronos no es una palabra que significa lo mismo que reloj?
-No, Dany -contradijo Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el tiempo.
-Pero el jueves, el maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos. ¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?
-¡Otra vez has acertado! -alabó Celeste.
-¿Yo soy un relojito? -preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.
-A veces -respondió Celeste.
-Cuando pareces un reloj más grande que tu hora -comentó Azul.
Al pronto, Dany no entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.
-¿Sería mejor que mi padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.
-Eres tú mismo quien debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.
-Ahora tú, Celeste. Di una adivinanza
-Ya has acertado dos -protestó la niña azul-. Di tú una.
Dany reflexionó un buen rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia, la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:
-¿Qué es azul, metafísico e intanjable?
-Intangible -rectificó Azul.
-Eso. ¿Qué es azul, metafísico e intangible?
-¿Un sueño? -preguntó Celeste.
-No vale -protestó Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.
-Alégrate -aconsejó Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy fácil para un sueño adivinar que lo es.
-¿Vosotros sois mi sueño?
-Algo parecido -respondió Azul.
-Ya me duele menos el muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?
-Nuestra casa también es metafísica -se excusó Celeste.
-Nos tenemos que ir -anunció Azul, para desolación de Dany.
-Pero todavía me duele un poco.
-Nunca fuiste un quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.
-¿Vendréis mañana?
-Depende de ti -dijeron los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.
Al instante, Dany palpó la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de participar.

La vez siguiente que subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar.
-Tu nariz es hoy un hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany.
-¿No viene el niño?
-Está recorriendo tu pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta vez?
-La causa es otra.
-¿Cuál?
-Ayer le pedí a mi abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi padre me había dicho que no.
-¿Y tu abuelo se lo comunicó a tu padre?
-Sí. ¿Jugamos?
-¿Crees que puedes? Sólo ves por el ojo derecho.
-¿Y qué?
-Te falta percepción. ¿No prefieres descansar?
-Descanso cuando juego con vosotros.
-Siendo así, jugaremos al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?
Dany asintió y dijo:
-¿Empiezo yo?
-Sí, pero no hagas preguntas que sepas que no puedo responder.
-El otro día, dijisteis que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no existís?
-Existimos. ¿Tu abuelo te dio el dinero?
-No; dijo que se lo pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?
-Somos algo más. Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?
-Creo que tiene miedo. ¿Sois ángeles?
-Tenemos una existencia más material que ellos. ¿Ves mi sombra?
-Sí; es azul.
-Pero ésa no era mi pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?
-Vosotros me hicisteis pensar que no le gusta que yo sea... listo.
-¿No tienes pregunta?
-Creo que existís aquí y ahora porque yo lo deseo.
-Eso no es una pregunta, sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso... Nosotros no sólo existimos por ti.
-Tengo una pregunta. ¿Me dejaréis algún día visitar la cueva?
-Si pudieras entrar, sería una malísima señal.
-¿Como que yo habría muerto?
-Es normal que tu padre odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio un poco en ciertos momentos.
-Mientes.
-Sí.
-Cuando os hago esa clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?
-Existimos para ayudarte a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega Azul.
Éste surgió de la sombra de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más gráciles que los de cualquier otro.
-Necesitas ocho libros y una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-. Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a correr un riesgo gravísimo.
-¿Como saltar este tajo?
-Mayor aún. ¿Tienes coraje?
-¿Ahora?
-¿No te sientes capaz?
-¿Podré ver con los dos ojos?
-Verás con todos los ojos.
-Vamos.
-En ningún momento trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas a intentar.
-Lo prometo.
Dany advirtió que no tenía peso y su sombra se había vuelto azul.
-Abuelo, ¿por qué tuviste que decírselo a mi padre?
El abuelo no respondió. Ni siquiera lo miró.
-Mamá, ¿por qué no me defiendes cuando mi padre... se enfada?
La madre continuó con su tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una lágrima por su mejilla.
-Buenas tardes, doña Piedad.
La vecina del piso de al lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede pasar. Tenemos que presentar la denuncia".
-Papá, ¿me odias?
El padre pestañeó, al tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.
-Papá... no te enfades conmigo. ¿Me odias?
El padre volvió a agitar la mano ante su frente.
-¿Qué supones que le pasa? -preguntó Celeste.
-Algo le molesta en la cabeza.
-Sí -concordó Azul-, pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.
-¿Cómo lo sabes?
-Supones que tu padre es un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.
-No. Yo lo quiero.
-Repítelo -exigió Azul.
-Yo lo quiero.
-¿Aunque te torture? -preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?
-Todos los niños juegan y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo necesito.
-Lo que le molesta a tu padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.
-¿Se arrepiente cuando me pega?
De repente, ya no estaba suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.
-¿Me escucháis? -preguntó Dany.
-Sólo si dices lo que debes decir -respondió Celeste.
-Mi padre se arrepiente cuando me pega.
-Repítelo -pidió Azul.
-He comprendido que mi padre se arrepiente siempre que me pega.
Los niños azules desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la ciudad gris y el mar, azul.

Dany recorrió con dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.
Sintió temor, un miedo cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera. Oyó:
-¿Está su marido, señora?
-¡Juan! -llamó su madre, sin moverse de la puerta.
-¿Sí? -preguntó su padre.
-Tenemos que hacerle unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.
-Yo...
-¿Qué tiene usted que alegar?
-La denuncia es cierta -dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la voz.
-¡Marta!
-Sí, Juan. Esto no puede continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo en que me has convertido a mí.
-¿Desea usted denunciar a su marido, señora?
-¡Marta!
-Si lo convencen ustedes de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo. Seré yo quien lo haga.
-Mire usted, señor Juan Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué tiene usted que decir?
-Les juro por Dios y por mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.
-Informaremos de que nos ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con su hijo?

Dany corrió escaleras abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo que ellos le exigían.
-¿Te has caído? -le preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él cuando intentaba participar en los juegos.
-Sí, por la escalera -respondió Dany sin vacilar.
-Pues te pareces a Frankestein.
Dany sonrió. Intuía que era una broma amable, no un sarcasmo.
-Tengo el ojo a la virulé. No veo ni tres un burro.
Pepe Luis soltó una carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.
-¿Quieres jugar? -preguntó el chico grandón.
-¿A qué?
-Al chiquirindongui. Sólo somos tres: nos falta el cuarto.
-Con este ojo ciego, me las vais a comer todas.
-Por eso te invito -ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.
Dany volvió a intuir que era una broma amable.
Jugó cuatro partidas de parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente dispuestos a permitirle ser su camarada.
Subió las escaleras de su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero, sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes, estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.
-Perdóname hijo -murmuró en su oído.
Absorto en los libros y en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a los niños azules.




miércoles, 13 de marzo de 2019

EL MINOTAURO Y APOLO

EL MINOTAURO Y APOLO
Ricardo leía con preocupación demasiadas noticias sobre “vigorexia”; las primeras le causaron gran alarma, preguntándose si padecería ese mal que muchos consideraban enfermedad.
Porque a punto de cumplir cuarenta años, se le consideraba una especie de fenómeno de feria, casi un monstruo, al que todos miraban por la calle pese a sus esfuerzos por no llamar la atención. Medía un metro ochenta y cinco centímetros, pesaba ciento veintitrés kilos y le resultaba muy difícil encontrar ropa apropiada. No conocía a nadie que fuera más musculoso que él; en su cuerpo se le marcaban hasta los pensamientos, con hombros muy anchos, pectorales prominentes, nítida “pastilla de chocolate” en los abdominales, cintura estrecha para su corpulencia, profunda uve de las caderas bajo los oblicuos, muslos de toro y pantorrillas proporcionales. Pero no recordaba haber sido nunca el sujeto obsesionado de gimnasio que retrataban las noticias que alertaban sobre la vigorexia ni padecía la impotencia parcial o debilidad sexual sobre la que los médicos alertaban. Estaba seguro de que el sambenito les cuadraba mejor a unos cuantos de los jóvenes que trataba en el gimnasio, quienes no paraban de componer y estudiar sus posturas reflejadas en los grandes espejos. Él no lo hacía nunca; no sólo no sentía curiosidad, sino que imitando a los demás atletas mirando su reflejo se habría sonrojado sin remedio. Además, tales compañeros consumían en su mayoría las pastillas tan denostadas por los medios de información. Los vestuarios de los dos gimnasios que conocía en la ciudad funcionaban como centros en gran medida narcotraficantes.
Ricardo había crecido hasta el final de la adolescencia en un duro bosque maderero, sometido a esfuerzos tremendos que ni siquiera le parecían nada especial en aquellos ambientes, donde todos, adultos y adolescentes, eran hombres firmes, enteros y bragados, muy forzudos, entre los que predominaban curiosas claves de sobreentendidos y disimulos; descubría con frecuencia a sus compañeros más jóvenes masturbándose cuando decían que iban a orinar, y sabía que él también era objeto de espionaje no demasiado discreto cuando iba a hacerlo, de manera que siempre que se excusaba para mear buscaba los rincones más escondidos y oscuros. Se trataba de necesidades tan cotidianas y naturales como la comida, así que ninguno de ellos les daba importancia, porque les sobraba energía y cada árbol talado y transportado no representaba debilitamiento ni demasiado cansancio, sino aumento del vigor. A veces, sentía un poco de alarma, ya que casi todos los jóvenes y algunos de los maduros, se escondían al acecho de sus meadas que siempre resultaban masturbaciones; a despecho de la alarma, saberse vigilado no aminoraba su salacidad, sino que la aumentaba, y en tales ocasiones, que fueron convirtiéndose en habituales, sus eyaculaciones eran como surtidores de un jardín real y tan prolongadas, que el rubor se apoderaba no sólo de sus mejillas, sino de todos los rincones y anfractuosidades de un cuerpo que tenía demasiadas.
Una de tales veces, observó maravillado que al caer al suelo, su semen no impregnaba la tierra sino que corría ladera abajo como un pequeño riachuelo. Se quedó inmóvil; algo muy raro estaba ocurriendo. Los espías habían desaparecido, una calima lechosa difuminaba la tierra, no veía tocones donde debía haberlos porque recordaba haber talado esos árboles y a pesar de la espesa neblina, distinguía claramente el riachuelo de semen que ya había alcanzado un repecho donde el suelo se hundía varios metros. Corrió hacia ese punto, incrédulo de que el chorro de su virilidad pudiera caer formando una pequeña cascada; con estupor, comprobó que sí ocurría y que el chorro blanquecino discurría en la dirección contraria a la ladera, hacia el interior de una pequeña cueva cuya existencia ignoraba. De un salto, salvó el repecho, yendo a caer ante roca desnuda cuyo centro lo ocupaba una entrada en arco, demasiado simétrico para ser natural. Notó que el interior no estaba completamente a oscuras, por lo que la curiosidad le empujó hacia el interior.
En el primer momento, le parecieron mujeres por sus poses y actitudes, pero de inmediato se dio cuenta de que eran hombres de una belleza y perfección mágica, irreal, que rodeaban un pequeño estanque lechoso hasta el que su semen seguía discurriendo.
No sintió miedo, sino expectación. Nada de lo que estaba viendo podía ser natural. Pero como si los hombres de la cueva pudieran adivinarle el pensamiento, uno volvió el rostro hacia él y, sonriente, le transmitió de modo extraño que todo era real, que tenían cuerpo carnal, que el baño de leche existía y que todos estaban esperándolo.
Sin saber por qué y sin que nadie se lo ordenara, se desnudó y avanzó hacia el estanque, en cuyas orillas muchos de los hombres, tumbados boca abajo, estaban bebiendo como si se tratara de un abrevadero. Sonrió; que aquellos hombres bebieran su semen le hacía muy feliz. El que le había transmitido sin palabras el mensaje, led ofreció la mano y lo condujo hasta sumergirse en el estanque. A continuación, todos ellos lo rodearon envolviéndolo como un enjambre.
Entonces sintió que el orgasmo que acababa de experimentar renacía, y era mucho más absorbente y estremecedor. Notaba bocas y manos por todas partes, las pantorrillas, los pies, las rodillas, los muslos, el escroto, el vientre, el pene, los abdominales. Dos bocas e3ran dos ventosas formidables en sus pezones, de modo que las lenguas en sus orejas y su boca eran como tentáculos de un milagro luminoso y etéreo que actuaba en sus sentidos con materialidad enloquecedora.
Cerró los ojos para defenderse de la demencia que sintió avanzar por su cerebro, porque nada de lo que estaba ocurriéndole podía soportarse. Abrió los ojos de nuevo, para notar con desagrado que los espías continuaban observándole, burlones por la duración del orgasmo, mal ocultos en sus escondites, y los tocones que él mismo había producido seguían visibles.
Se preguntó si había soñado y tenido una alucinación, pero aunque no halló las respuesta, a partir de entonces, ansiaba que la visión se repitiera cada vez que se apartaba para una meada y la consecuente masturbación.
Cuando Ricardo se mudó a la ciudad y comenzó a ir al gimnasio, ya estaba sumamente desarrollado. Fue objeto de admiración pasmada de culturistas y objeto de atención en la playa casi desde el principio, pero nunca había pasado más de hora y media diaria en el gimnasio. Tampoco se contemplaba en el espejo y no sentía ningún descontento con su cuerpo. Más bien, le avergonzaba un poco, en determinadas circunstancias, la aparatosidad muscular que siempre le producía rubor; era consciente de su espectacularidad física más por los comentarios de los demás, por las convocatorias de concursos a los que no quería asistir, por las lisonjas de los compañeros del gimnasio y por la insistencia de los requerimientos amorosos, que por la complaciente auto contemplación, cosa que en ningún caso se le habría ocurrido hacer. Jamás había deseado de joven parecerse a ningún atleta ni a cualquier actor de cine o de televisión; siempre se había sentido muy conforme consigo mismo. Entrenaba sobre todo porque no se sentía bien sin esforzarse físicamente a diario, pues lo había hecho desde muy niño, y su trabajo de ayudante de un fotógrafo no le exigía fuerza ni sudores. Sin embargo, los compañeros del gimnasio, el monitor y la dueña, le proponían constantemente aprovecharse de su desarrollo para progresar laboralmente, con toda clase de sugerencias, desde modelaje hasta masajes y muchas ideas que sugerían un tipo embozado de prostitución. Sólo había aceptado en una ocasión seguir un cursillo gratis de monitor personal, a cambio de una gira de demostraciones, pero no tenía ocasión de adquirir compromisos para ejercerlo, porque su trabajo le satisfacía y no le sobraba el tiempo.
Vestía ropas ampulosas que no marcaban su cuerpo. No se le habría ocurrido la idea de comprar ropa que resaltasen nada ni pantalones que se ajustaran de verdad a su cintura, porque en tal caso le apretaban demasiado en los muslos y resaltaban vergonzosamente el volumen de sus genitales. Más bien, parecía por la calle un hombre excesivamente voluminoso, casi gordo, salvo por el cincelado rostro de modelado perfecto, de mejillas hundidas, arco ciliar dibujado como si estuviese maquillado y labios sumamente sugerentes. Se le marcaban por todas partes demasiadas prominencias con la ropa común, como para no sentir gran turbación mientras se desplazaba por la ciudad. Conseguía que no le mirasen excesivamente por la calle, pero lo de la playa era otro cantar. Por mucho que lo evitara y aunque usaba bañadores anchos y nada llamativos, se formaban con frecuencia corros de admiradores que le hacían muchas preguntas y eran bastantes las mujeres que acudían a darle conversación. Aunque casi siempre se excitaba sexualmente en tales casos, sentía tanta turbación que tenía que encogerse para disimular la prominencia; le intimidaban las miradas y las expresiones de admiración, de modo que, contra lo que la gente suponía, no abundaba el sexo a dúo en su vida.

Su trabajo en el estudio fotográfico consistía sobre todo en los preparativos, colocar y ajustar los reflectores, orientar las sombrillas de los flashes tal como se le iba indicando o preparar la decoración del plató si el trabajo lo exigía. A veces, excepcionalmente, el fotógrafo le pedía que mirase una toma por el visor, seguramente para reforzar su propia seguridad, porque a Ricardo no le parecía que su jefe respetase gran cosa su opinión.
Un día, estaba decorando el set para la foto de un anuncio de calzoncillos, cuando el jefe le pidió:
-Ricardo, ¿podrías quitarte la ropa y posar donde va a estar el modelo, para ir ajustando las luces y tenerlo todo dispuesto cuando lleguen? El modelo vendrá acompañado del creativo publicitario y la estilista. Querría tomar la foto cuanto antes, sin repeticiones ni interrupciones y evitando que me incordien demasiado con sugerencias y cambios, porque más tarde tenemos otro trabajo muy duro.
No era la primera vez que Pancho se lo pedía, y Ricardo había dejado de resistirse, a pesar de que siempre se excitaba cuando lo miraban fijamente. Era un problema que no se había atrevido nunca a comentar con nadie que pudiera aclararle si se trataba de una reacción normal o demasiado extraordinaria, pero la realidad era que una simple mirada a su entrepierna causaba ese efecto, fuera cual fuese la situación o quién le mirase. En calzoncillos, permaneció casi diez minutos estático, en la postura que su jefe le indicó, esperando que ajustara la iluminación y el foco. Mediante la estratagema de divagar con la imaginación y recordar que Pancho le miraba tan sólo a través de la cámara, consiguió permanecer sin tener erección notoria. Pero, para su desconcierto, el modelo y sus acompañantes llegaron antes de tener tiempo de vestirse de nuevo, lo que produjo el endurecimiento instantáneo del pene. Notó el asombrado revuelo de las miradas de asombro y admiración, lo que hizo que se sintiera muy turbado, porque el pasmo notable y la fijeza de los ojos empeoraban la situación y hasta sintió que tenía que martirizarse para evitar un orgasmo.
Tomar la foto para un anuncio era un proceso lento y meticuloso; entre enjugar el sudor del modelo, retoques del maquillaje y correcciones de la ropa por parte de la estilista, podían emplear más de dos horas con un solo anuncio, para el que Pancho gastaba veinte o treinta placas. El modelo se despojó completamente de la ropa ante ellos, sin pedir un lugar reservado, y se ajustó el calzoncillo acariciándose reiteradamente los genitales, posiblemente para conseguir que resaltasen. Después de colocarse en el punto donde debía posar e ir corrigiendo la postura como Pancho le indicaba, Ricardo vio con fascinación que la estilista sobaba el calzoncillo por todos lados, estirando cuando observaba una arruga y hasta corrigiendo la posición del pene, si no le satisfacía la sombra que producía. A la tercera toma, Pancho lo llamó:
-Ricardo, ¿te importa mirar por el visor, mientras voy corrigiendo la posición del modelo, porque la quiero un poco diferente? Lo voy a posicionar tres cuartos de perfil, un poco virado hacia su izquierda. Pretendo que se aprecie bien la curva del pectoral izquierdo, que el pie derecho quede un poco retrasado y que su bulto no sobresalga de un modo tan exagerado que vayan a rechazar el trabajo. ¿Has comprendido?
Ricardo asintió mientras se agachaba un poco hasta encontrar la postura donde conseguir ver adecuadamente por el visor. Entonces, pudo contemplar a fondo al modelo. Era el hombre más guapo que había visto nunca. Su cuerpo era fibroso aunque no le sobraba desarrollo muscular; resultaba más deseable que nadie que hubiera contemplado últimamente. Tuvo que tragar saliva. No quería que su impresión resultase notoria a causa de la erección que volvía a sentir llegar.
Al terminar la sesión, todos tomaron un refresco. El hombre de la publicitaria daba a Pancho reiteradas indicaciones de lo que el anuncio necesitaba, mediante explicaciones prolijas e innecesarias a menos que pensara repetir la sesión; la estilista recogía sus bártulos de modo meticuloso. El modelo se acercó a Ricardo:
-Tienes un cuerpo espectacular. ¿Eres míster algo?
-No, ¡Qué va!
-Pues no tendrías competencia. ¿Eres profesional del culturismo?
-No.
-Me llamo Ernesto. ¿Cómo te llamas tú?
-Ricardo.
-¿A qué gimnasio vas, Ricardo?
Ricardo le dijo el nombre del local, muy conocido en la ciudad.
-¿Tienes entrenador personal allí?
-No, qué va. Tampoco es que me sobre el tiempo. Yo sí que hice un curso de entrenador personal.
-¿De verdad? ¿Crees que serías capaz de entrenarme para mejorar?
-No lo necesitas. Tienes buen cuerpo.
-A tu lado, soy un alfeñique.
-No, de verdad que no. Tienes unas proporciones muy buenas y no creo que necesites más para este trabajo.
-El trabajo de modelo es sólo una ayudita. Yo tengo un taller mecánico de coches que no va mal. Me encantaría aproximarme, aunque fuera sólo un poco, a un cuerpo parecido al tuyo, pero creo que sería imposible. Si no eres muy caro, me gustaría que me entrenaras.
-No sé si soy caro o barato. Nunca entrené a nadie.
-¿Hay algo que te lo impida?
-No; es que no me lo había planteado.
-Yo podría pagarte bien, al menos durante dos o tres meses. A lo mejor es suficiente para ponerme en camino.
-Tendrías que ajustarte a mi horario. Yo voy al gimnasio sobre las ocho y media de la tarde.
-De acuerdo.
Comenzaron pocos días más tarde. Resultó patente desde el principio el éxito amoroso que Ernesto gozaba, lo que a Ricardo le causaba una desazón que trataba de reprimir y disimular. Llegaba con frecuencia acompañado de muchachas muy espectaculares, que se despedían con reticencia y lo emplazaban para encontrarse más tarde. Ricardo sentía la curiosidad de saber si alguna de ellas era su novia, pero temía ponerse en evidencia y le parecía indiscreto preguntarlo; porque, además, le daba la impresión de que Ernesto fuera un mujeriego picaflor. Cuando terminaban la sesión de entrenamiento, Ricardo remoloneaba un rato entrenando bíceps o sentadillas, a fin de no coincidir en las duchas con el modelo. Pero un par de semanas después de haber comenzado, Ernesto se entretuvo al terminar y acompañó a Ricardo a las duchas cuando éste halló que se le hacía tarde.
Antes de desnudarse, esperó a que Ernesto estuviera bajo la ducha, a ver si así evitaba mostrarse demasiado. Siempre sentía la necesidad de esconder el pene además de toda su musculatura, porque todos lo miraban mucho. En cuanto se situó bajo la alcachofa de la ducha, Ernesto exclamó.
-¡Joder, Ricardo! Vaya manguera.
El rubor de Ricardo fue inmediato. Irremediablemente, el comentario y la mirada iban a producirle una erección. Cuando empezó a ocurrir, Ernesto le sopesó el pene con la palma de su mano derecha.
-No te quejarás, bandido. Seguro que follas a granel.
La erección era ya completa.
Ricardo abrevió el baño. Salió de la ducha colectiva en cuanto pudo enjuagarse y se secó y vistió apresuradamente. Vio a Ernesto secarse y vestirse parsimoniosamente, sin dar la menor impresión de sentirse turbado ni incómodo. Ricardo estaba convulsionado entre escalofríos; tenía que reprimirse casi dolorosamente para no hacer lo que el cuerpo le exigía y todos sus sentidos anhelaban. ¿Qué iba a hacer esa noche? Aparentemente sin pretenderlo, Ernesto había puesto en marcha un mecanismo que no iba a poder detener en mucho rato.
No solía repetir, porque no era demasiado exigente. Sus deseos no eran complicados ni sobraba morbosidad en su imaginación. Pero esa noche se masturbó cuatro veces.
Al día siguiente, Ernesto acudió al gimnasio con una compañía más numerosa que de ordinario, incluyendo a la estilista que le había asistido en la sesión de fotos donde se habían conocido. Con alarma, Ricardo notó que la mujer, de unos treinta y cinco años, se le acercaba dispuesta a hablar con él.
-¿Has pensado en posar?
-¿Qué? No comprendo –repuso Ricardo con desconcierto.
-Con frecuencia, salen fotos o filmaciones que necesitarían hombres con un cuerpo como el tuyo. Si tienes alguna foto, podrías dármela para estar pendiente de las posibilidades que surjan. Si no tienes fotos, puedes pedirle a tu jefe que te las hagas; si hubiera que pagarle, yo lo pagaría.
-¿Habla usted en serio?
-No me trates de usted, chico. Me llamo Gisela. Hablo muy en serio. Hace poco, necesité un cuerpo como el tuyo… bueno, a lo mejor no tan espectacular, y tuvimos que salir del paso con alguien muy inferior.
Esa noche, Ricardo recolectó las fotos que tenía en bañador o ropa de gimnasio, y las preparó para dárselas a Ernesto al día siguiente, para que se las diera a la estilista.
-Puedes follártela cuando te dé la gana –dijo el modelo confidencialmente-. Le conté de tu polla y se muere por vértela, como todas las tías que vinieron anoche conmigo.
-¡Qué vergüenza! ¿Por qué le hablas a nadie de mi pene?
-¿Por qué no? Tienes una polla fantástica; eres un fenómeno.
Ricardo vestía un pantaloncito elástico, que no podría ocultar su erección ni aunque tomara asiento en una banqueta. Se apresuró para ir al aseo. Otra vez, debió masturbarse más de una vez, a pesar de sentirse angustiado por el temor a ser sorprendido.
Pocos días más tarde, Gisela le llamó al estudio fotográfico de Nacho.
-Voy a trabajar en un spot sobre viajes al Caribe. Me han pedido un modelo guapo y musculoso, y he pesando en ti. Las fotos que me mandaste con Ernesto no son muy expresivas. ¿Puedes venir esta noche a mi casa, para que te tome varias polaroid? Ponte el calzoncillo más sexi que tengas.
Al terminar la sesión del gimnasio, Ernesto se empeñó en acompañarlo. En el asiento de copiloto del coche del modelo, aunque ni se rozaban sus piernas, la erección de Ricardo fue permanente y hubo muchos momentos en los que sintió que podía experimentar un orgasmo a causa de expresiones amables del modelo y sus ademanes de intimidad. Gisela les abrió la puerta embutida en una bata de satén amarillo pálido, muy favorecedora. Parecía más guapa.
-Ernesto, ¿no me contaste que ibas a salir esta noche con Marisa?
Comprendiendo la indirecta, el modelo se despidió. No esperó Gisela más que unos cinco minutos para dejar caer la bata y, desnuda, echarse como un alud sobre el sofá donde Ricardo estaba sentado. Este hizo lo que pudo, aunque con poco entusiasmo; pese a lo cual asistió con estupor a la cascada de convulsiones de la estilista. Cuando se dispuso a marcharse, Gisela tenía expresión de alucinación.
-Espera, tengo que hacer las polaroid.
Al despedirlo, la estilita le dijo a Ricardo que sabría si le contrataban para el spot del Caribe dentro de unas dos semanas. Desconocedor de las claves y nociones del ambiente publicitario, Ricardo se sintió incapaz de calcular si le estaría mintiendo y sólo sería un pretexto para el sexo. Si se trataba de eso, ya lo había tenido. Por lo tanto, olvidó el caso en pocos días.
-Tienes que salir conmigo una noche de estas –le dijo Ernesto una semana más tarde.
-Te aburrirías. Yo soy un tipo sencillo y nada apasionante.
-Contigo, me lo paso fenomenal. Mientras trabajo en el taller por la tarde, cuando se aproxima la hora de venir a entrenar, me muero de impaciencia. Me gustas mucho.
Ricardo calló unos minutos.
-¿De verdad? –le preguntó más tarde.
-De verdad… ¿qué?
-Que te gusto.
-Oh, claro. Eres un tío fantástico.
-Pero… estás muy solicitado por las muchachas. No necesitas ir por ahí con un incordio como yo, que te sirva de anzuelo para ligar.
Ernesto lo miró fijamente una larga pausa, durante la que parecía meditar.
-Escucha, tío. No eres un incordio. Me encantaría correrme juergas contigo y, si se presentara la ocasión, que nos follásemos a una al mismo tiempo.
Rojo y acalorado, Ricardo no podía responder. No se sentía capaz de hacer algo así sin incurrir en alguna inconveniencia. Nunca podría compartir la pasión de una mujer con ese chico que tanto le perturbaba en demasiadas ocasiones. Seguro que se le escaparían las manos.
-Mira, Ricardo. Si te ha desconcertado lo que te he dicho de sexo bi, discúlpame, Hace tiempo que sé que eres un fulano poco común, más bien demasiado… moral. Uno tiene que hacer malabares para hablarte sin escandalizarte. Pero te prometo que me encantaría que salgamos cualquier día de fiesta, aunque no hagamos eso que he dicho. ¿Qué tal el viernes?
-No es que sea demasiado moral… como dices. Yo no tengo ningún remilgo. Pero solamente soy un campesino, y siempre he sido muy tímido. Si quieres que salga contigo el viernes…
-No se trata de que salgas conmigo, sino de que salgamos juntos. Te espero el viernes en mi casa a las diez de la noche, aunque ya hablaremos de nuevo. Pero mejor que demos la cita por cerrada desde ahora mismo, ¿vale?
-Creo que te arrepentirás; soy un tío tímido, apocado y me salen los colores a todas horas.
-Pues haces mal. Con todos tus atributos… todos tus atributos, ya sabes lo que quiero decir… ganarías barbaridades aprovechándote de todo lo tuyo. Si no has decidido a estas alturas sacar partido de tu cuerpo, será porque tienes muchos prejuicios, prejuicios que yo creo que debo ayudarte a superar. Lo mismo que tú me entrenas en lo físico, a mí me gustaría entrenarte en todo lo demás, a ver si consiguiera que dejes de ser tan tímido. Tal vez logre que te des cuenta de lo mucho que tienes que ganar, antes de que sea demasiado tarde. Empezaremos las lecciones el viernes.
Ricardo dedicó el siguiente viernes un buen rato a decidir qué ponerse. Ernesto vestía siempre de un modo perfecto, espectacular. No quería desentonar, pero tampoco parecer ridículo. Yendo con él, no le desconcertaría tanto que lo mirasen. Eligió una camiseta azul ajustada, con la que solían contemplarle demasiado, y un pantalón vaquero negro claveteado, tratando de que sus genitales no abultasen ostensiblemente. Cuando Ernesto le abrió, lanzó un silbido y sonrió complacido.
-Estás perfecto; esta noche, me toca aprovecharme de ti y ligaré a granel por tu influencia.
Pero no ocurrió. Aunque no pararon de revolotear las muchachas y las no tan jóvenes a su alrededor, a las cuatro de la madrugada se marcharon solos de la última de las discotecas que Ernesto propuso. Un poco en busca de desenvoltura, Ricardo había bebido mucho más de lo se creía capaz de asimilar.
-Estoy un poco mareado –dijo en el coche en el que Ernesto le llevaba a su domicilio.
-Quédate conmigo esta noche. Yo te cuidaré. Hay sitio en mi apartamento.
-Parece muy pequeño.
-Bueno, es verdad. Es solamente un estudio. Pero además de mi cama hay un sofá cama grande y cómodo. No te preocupes más.
-Tengo que hacerte una pregunta…
-Larga, Ricardo. No te cortes.
-¿Eres gay?
Ernesto rió a carcajadas.
-Pregunta por ahí. Tengo fama de ser un donjuán irremediable.
Ricardo no se dio cuenta de que la respuesta podía ser elusiva. Llegados al apartamento, Ernesto entró en el baño, mientras Ricardo se desnudaba. Cuando se cruzó con el modelo camino del baño, Ernesto dijo:
-Pareces el minotauro.
-¿El qué?
-El minotauro es un mito griego. ¿No has oído hablar del laberinto?
-Sé lo que es un laberinto, pero no sé nada de ese tauro del que hablas.
-La palabra laberinto viene del mito. Lo que contaban los griegos es que el dios Poseidón regaló al rey de Creta un hermoso toro blanco para que lo sacrificara a fin de conservar la corona, pero al rey Minos le maravilló el animal, de manera que mandó sacrificar un toro cualquiera y guardó el que el dios del mar le había regalado. Poseidón se dio cuenta y, cabreadísimo, se vengó inspirando a una tal Parsifae un deseo tan raro, que ella se enamoró del toro blanco. Para poder joder con él, Parsifae pidió a un artista que se llamaba Dédalo que esculpiera una vaca de madera, dentro de la cual se metió ella y así consiguió ser poseída por el toro. Pero ocurrió lo más inesperado. Nació un niño con cabeza de ternero y cuerpo humano que, al crecer, se convirtió en un ser muy poderoso. El mito lo considera un monstruo, pero era un ser formidable; aunque su cabeza era de toro, su cuerpo era el más musculoso y fuerte cuerpo humano. Picasso se enamoró del personaje y le dedicó toda una serie de grabados estupendos. Pero para los griegos no cretenses era un verdadero monstruo, porque por alguna venganza que el mito no explica del todo, Minotauro exigía la entrega de siete muchachos y siete muchachas atenienses, porque comía carne humana. Se volvió tan salvaje y poderoso, que Dédalo construyó un laberinto complicadísimo donde encerrarlo de modo que no pudiera encontrar la salida. Muchos años después, Minotauro fue vencido por un joven ateniense llamado Teseo, enviado como sacrificio, al que ayudó una princesa llamada Ariadna… pero esa es otra historia. Verte así, casi desnudo y con ese paquetón tan extraordinario, me hace pensar en Minotauro.
Ricardo cerró la puerta del baño con pestillo. Tenía que masturbarse.
Salir juntos los viernes se convirtió en una costumbre. Ricardo no caía en la cuenta de que las lecciones de Ernesto daban resultado e iba volviéndose más espontáneo. Sí advirtió que se había creado un círculo de conocidos y admiradoras que lo festejaban mucho cuando llegaba a cada uno de los locales que a Ernesto le gustaba frecuentar. No era raro que después se quedara a dormir en el apartamento del modelo, aunque no sintiera mareo. Habían pasado cinco o seis semanas desde la primera salida en conjunto, cuando de nuevo Ricardo se vio obligado a abusar un poco del alcohol, abrumado por las insistentes invitaciones.
En cuanto llegaron al apartamento, Ricardo se desnudó y cayó en el sofá cama ya preparado, despatarrado y deseando dormir. Boca abajo, notó que Ernesto dudaba, como si quisiera hablar y no se decidiera por si dormía.
-¿Ocurre algo, Ernesto?
-Para serte franco, me excita verte así, tan despatarrado.
-¿Te excita?
-Bueno, no es que te desee sexualmente. Es que, como eres tan especial, tan particular… a veces me perturba un poco mirarte. La verdad es que no sé lo que me pasa, si es que me pasa algo.
La declaración desveló a Ricardo. Se volvió boca arriba, sin temor a que su poderosa erección fuera notable. Dijo muy bajo:
-Estuve buscando en internet mitos griegos para leer sobre el tal Minotauro, y me encontré con uno que me recordaba a ti. Se llama Apolo.
-¡De veras! ¿Te recuerdo a Apolo, por qué?
-El mito dice que era un hombre muy guapo, y tú eres el hombre más guapo que conozco.
-¡Qué va! Tú eres mucho más atractivo que yo.
-Puede que yo sea atractivo… para alguna gente. Pero guapo, lo que se dice guapo como tú, ni comparación.
-Me acabo de ruborizar, Ricardo. Ojalá pudiera compararme físicamente contigo.
-Has progresado mucho desde que entrenas. Me contrataste para dos meses, y ya llevamos casi cuatro. Tu musculatura ha aumentado bastante y se ha reforzado una barbaridad.
-Pero mira mi brazo y mis muslos –Ernesto se acercó para rodear el bíceps de Ricardo con las dos manos-. Es curioso; he mirado revistas de culturistas en el gimnasio, y hay tíos con brazos tan poderosos como los tuyos, pero algo deformes. Los tuyos son perfectos y… los muslos son… yo qué sé. Son enormes y mira qué piernas más estéticas tienes. Ni te imaginas lo que comentan todas y todos los que vamos conociendo por ahí. Y además, lo de tu paquetón es un prodigio, porque mira, tan grande y, a pesar de la abundancia de sangre que hará falta, parece que estuviera más duro que la pata de la mesa.
Involuntariamente, Ricardo se tocó. Incontenible, el glande asomaba unos centímetros por encima del elástico del calzoncillo.
-Voy a mear –dijo.
Mientras lo hacía, evocó buena parte de su biografía. El bosque, donde todos los muchachos eran fuertes y él no parecía especial. Las sierras que necesitaban tanto esfuerzo y ya habían sido sustituidas por sierras mecánicas. Las veces que había arrastrado grandes troncos montaña abajo, cosa que muy pocos de sus compañeros conseguían hacer. Las lisonjas a su físico habían empezado en plena adolescencia, sobre todo en el pueblo más cercano, pero no se habían convertido en clamorosas hasta después de vivir en la ciudad. Sentía que había desaprovechado muchas oportunidades de practicar sexo, tanto con hombres como con mujeres, pero reconocía que no se había dado cuenta en su momento. Nunca había detectado en tantos años las alusiones veladas, hasta los últimos dos meses por la influencia y las enseñanzas de Ernesto, y ya estaba punto de cumplir cuarenta años. Ernesto había obrado el milagro; precisamente él, que lo hubiera tenido de habérselo propuesto.
La erección se estaba convirtiendo en demasiado poderosa como para conseguir orinar. El durísimo pene apuntaba a la vertical y ni siquiera conseguía forzarlo hacia el inodoro. Con cuidado de no hacer ruido, comenzó a masturbarse suavemente, para conseguir aflojarlo y poder orinar.
No tenía que hacer gran esfuerzo de imaginación ni pensar en nadie en concreto. Su cuerpo funcionaba como un mecanismo automático. Seguramente, las erecciones eran el desfogue de la exuberancia de su vitalidad y magnífica alimentación. Ocurrían constantemente, en todas las situaciones, incluyendo el tiempo que pasaba esforzándose en el gimnasio, lo que solía disimular encogiéndose en un banco, modificando la rutina que ejecutara en ese momento, a fin de enmascarar el bulto. Solamente tenía que realizar algún esfuerzo a causa del tamaño, que dificultaba la inmediatez del orgasmo. Ahora, comenzaba a sudar. Como todo atleta, sudaba copiosamente; estaba esforzándose mucho, con impaciencia y preocupado por la posibilidad de hacer algún ruido que alertara a Ernesto, porque, además, solía jadear durante los orgasmos.
Apretó fuertemente los párpados, impulsando las caderas hacia adelante. Iba a llegar, por lo que se preparó para apretar los labios con objeto de que no sonaran sus gemidos.
En ese momento, sintió que una mano abrazaba su pene y lo agitaba con rapidez, aunque delicadamente. Era la mano de Ernesto. En cuanto abrió los ojos para mirarlo, llegó el orgasmo. A pesar de las sacudidas y los chorros que caían en el inodoro, Ernesto prosiguió. A Ricardo le pareció que no encontraría inoportuno que le diera un beso en los labios.