lunes, 9 de noviembre de 2020

III - La cabeza del dios
ESTE ES EL TERCER CUENTO DE MI COPLECCIÓN LA HORA DE 3.000 AÑOS, UNA HISTORIA MÍTICA DE MÁLAGA.
El primero fue El Templo del Cataclismo (ya publicado aquí)
El segundo sería "El túnel del agua", que no he podido escribirlo porque ahora no puedo permitirme viajar por la cueva del ÇGato y cercanías. Hoy publicoo LA CABEZA DEL DIOS De inmediato verán usterdes de lo que se trata
El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, para verlo quedarse atrás y sentarse a descansar sobre un tronco abatido por un rayo. Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. La condena se la habían ganado por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más caquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora. El chamán había actuado tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban.
El chamán de su tribu, no. Tan pronto como fueron separados Ah y Meng, y sin prestar atención a la sangre que ambos derramaban ni compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud ceremoniosa y altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban. Al quinto día, los dioses les dirían qué debían hacer. Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero siempre ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, y a los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Sorprendentemente, ambos se protegieron mutuamente, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo. Nunca llegaban a saciar su hambre del todo. Como habían tenido que emprender la condena desarmados, no podían cazar más que animalillos pequeños, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, nos les aliviaba el baño en las pozas que iban encontrando ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo, Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen deseado matarse.
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde se divisaba una extensa llanura que parecía atravesar un río. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado. Ahora sentían frío. Habían dejado atrás, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por dioses titánicos., una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo. La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase una población; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas palabras, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer. Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo” y ambos emprendieron el descenso. Cuando atravesaron el río, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansamente. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que parecían dispuestos a fundar un poblado allí mismo. Pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo fue pasando. Algunos días, se despertaban temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Asistieron a la desaparición de las hojas de todos los árboles y, casi sin transición, notaron los rebrotes que anunciaban que su hambre no tardaría en saciarse. Un amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol naciente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo doraron con recogimiento. Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba.

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