lunes, 14 de mayo de 2018

CUENTOS DEL AMOR VIRIL L. Melero LOLO

LOLO

Era enloquecedoramente hermoso. Ojos grises envueltos en pestañas abundantes y densas como un cañaveral, cejas pobladas, largas y arqueadas, nariz patricia, labios casi femeninos de tan bien perfilados, risa de sátiro ingenuo cuando exhibía la luminosa y regular dentadura, mentón cuadrado pero ajustado al canon clásico, orejas dibujadas como en un boceto de Leonardo, pelo castaño claro ensortijado como el de una estatua de Alejandro Magno. El bozo de Lolo apenas comenzaba a ensombrecerle la barbilla y el bigote, pero transmitía ya el ciclón de su masculinidad acentuada por la anchura de sus muñecas campesinas, el moreno tostado de sus mejillas, el poder de sus hombros cuadrados y la estrechez de los pantalones que apenas abarcaban sus muslos.
Sin embargo, sólo tenía quince años.
Uno de esos muslos comprimidos y firmes, el izquierdo, se apoyaba con insistencia, como al azar, en el muslo derecho de Emilio. Cada vez que lo notaba, éste iba apartándose disimuladamente, intentando embozar su turbación, pero llegó el momento en que la pequeña mesa redonda donde estaba comiendo con la familia de su amigo Tomás no daba para mayor recorrido. Sentía como algo material el aura de las hormonas alborotadas del chico, que abrasaban al tacto a través del dril de los pantalones vaqueros. A los pocos momentos de apartarse, el muslo de Lolo forzaba el ángulo de apertura un poco más hasta volver a tropezar con el suyo, de modo que le obligaba a una nueva retirada. Había llegado al límite, ya no podía apartarse más sin levantarse bruscamente del asiento y cambiar de sitio, lo que representaría desvelar su incomodidad a las cuatro personas sentadas a la mesa. Se sentía rígido, tan tenso que se creyó a punto de vomitar lo que había comido, incluído el postre que apenas acababa de tragar. Tomás acudió en su auxilio.
-Ven, voy a enseñarte el certificado.
Dedujo que ese certificado, que ya había examinado, era sólo un pretexto. El informe médico aseguraba que Lolo no consumía cocaína ni heroína y que no estaba enfermo; de otro modo, no se hubiera comprometido. Tomás quería hacerle alguna advertencia última sobre Lolo.
-¿Qué te parece mi hermano? -le susurró en la estrecha terraza.
-Bien. Me había hecho una idea distinta con tu descripción.
-¿En qué sentido?
-Hombre, Tomás; si llegas y me dices que tu hermano tiene problemas con las drogas, lo lógico era que me representara mentalmente a un chico flaco y macilento, ensimismado, indiferente. Tu hermano parece sano y se comporta con normalidad.
-Pero es verdad que tiene problemas. Mi madre cree que no puede enderezarlo, por eso le ha obligado a venir conmigo. No parece que esté muy enganchado, y por eso me he comprometido con mi madre, que desde que se quedó viuda se siente tan desorientada, que supone que no es capaz de solucionar este problema. De todos modos, si tienes reparos, no te preocupes; buscaré a otra persona que quiera tenerlo en su casa. Este piso es demasiado chico para alojar a otro, porque ya nos viene estrecho a mi hijo, mi mujer y yo.
-No te preocupes, Tomás. Siempre cumplo mi palabra.
-¿Vas a llevártelo ahora?
-Sí. Pero voy a tener que dejarlo muchas horas solo en casa esta semana hasta que no acabe la grabación de este capítulo, y eso me preocupa un poco. Preferiría pasar más horas con él, al menos al principio.
-A la primera vez que meta la pata, me lo dices inmediatamente y lo facturamos de vuelta al pueblo.
-¿De qué conoces a mi hermano? -le preguntó Lolo una vez que emprendieron la marcha en el coche.
Emilio comprendió que la pregunta contenía extrañeza y, tal vez, segundas intenciones. Era doce años mayor que Tomás, que sólo tenía treinta y dos, diferencia lo bastante importante como para que una amistad tan estrecha entre ambos resultase llamativa.
-¿No te lo ha contado?
Lolo negó con la cabeza.
-Participamos en un montaje escénico antes de casarse. Él cantaba flamenco y yo recitaba monólogos alternativamente, acompañados por dos guitarras y un violín. Tuvimos bastante éxito y estuvimos a punto de hacernos famosos. Fue tu cuñada la que lo convenció de que el trabajo farandulero era demasiado inseguro y le obligó a conseguir el empleo fijo en el banco, con la amenaza de no casarse con él si no lo hacía. El grupo tuvo que disolverse, porque no encontramos otro cantaor con las características de tu hermano.
-¡Qué putada!
-Lo importantes es que vivan a gusto.
-Pero tú sí has triunfado.
-Hombre, Lolo, no se puede llamar triunfo a actuar de secundario en una serie de televisión.
-Claro que sí. Ojalá yo pudiera conseguir una cosa igual.
-Condiciones naturales no te faltan. Otra cuestión es que te interese lo suficiente como para aceptar sacrificarte con la preparación, que es una tarea muy ardua que obliga a renunciar a muchas cosas.
Pronunció esta última frase mirándole a la cara, sin dejar de atender la conducción del coche, con objeto de que captara la indirecta.

El lunes de grabación había sido agotador y demasiado largo; el reloj marcaba las nueve cuarenta y cinco de la noche cuando abrió la puerta del piso.
Oyó el sonido de la ducha. A Emilio le sorprendió que Lolo estuviera bañándose a esas horas. La puerta del baño estaba abierta, por lo que le saludó desde el dintel.
-¿Lolo? Buenas noches.
El chico asomó la cabeza entre las dos piezas de la cortina de plástico.
-Hola. He estado casi toda la tarde haciendo gimnasia en la terraza. No te importa que me duche más de una vez, ¿verdad?
-No, qué va. ¿Comiste lo que te dejé preparado?
-Era demasiado. Sobró mucho.
-¿Qué quieres cenar?
-Da igual. Me puedo comer lo que sobró a mediodía.
-¡Qué tontería! ¿Te preparo un bistec con patatas y huevos?
-Vale.
Se encontraba terminando de pelar y cortar las patatas, cuando Lolo se asomó a la puerta de la cocina completamente desnudo; el estallido de la pubertad no había borrado del todo la suavidad infantil; era ya un hombre total, íntegramente desarrollado en sus miembros, en su musculatura y, desde luego, en las dimensiones de sus órganos sexuales, pero conservaba la delicadeza casi femenina de un adolescente amado por un pintor renacentista. Era la versión animada de una de las esculturas de Antinoo que Adriano mandó erigir en todos los rincones del imperio. Blandía un pequeño slip con las dos manos. Viéndole, Emilio estuvo a punto de causarse una herida con el cuchillo.
-Todos los calzoncillos se me han quedado chicos y me aprietan una barbaridad -dijo Lolo-. ¿Puedes prestarme uno?
-Cógelo de mi armario; el segundo cajón del gavetero izquierdo.
Continuó preparando la comida con una pregunta angustiosa: ¿podría mantener la serenidad conviviendo con alguien tan arrebatadoramente atractivo y tan desinhibido? Debía mantenerse alerta. Era el hermano de Tomás, a quien le debía lealtad y, además, se trataba de un menor.

La semana discurrió entre frecuentes escenas semejantes. Lolo recorría desnudo el pasillo para ir de su habitación al baño y no se cubría con la toalla al volver, jamás cerraba la puerta del cuarto mientras se cambiaba de ropa, iba en slip al salón o a la cocina, a veces con notorias erecciones. Actuaba con naturalidad, pero Emilio descubría cierto propósito de provocación, dado que se tocaba los genitales frente a él con descaro o se introducía las manos en el calzoncillo por los glúteos, ahuecando el tejido como si se rascara aunque en realidad sólo se acariciaba.
En tales momentos, Emilio rehuía mirarle. Fingía abstraerse en lo que estuviera haciendo, pero temía que su nerviosismo fuese perceptible.
El viernes, la grabación terminó antes de lo previsto. Volvió al piso a las cinco y media de la tarde. Lolo se encontraba en la sala, mirando la televisión, de nuevo desnudo del todo; al verle llegar, se acarició el pecho y el escroto. Emilio notó el olor a porro. Sintió descomposición.
-Has incumplido las órdenes de Tomás -le dijo.
Lolo sonrió de un modo ligeramente extraviado.
-Es un resto que me he encontrado en el bolsillo de la cazadora. Te prometo que ya no lo haré más. No se lo digas a mi hermano, por favor.

El sábado por la mañana, cuando regresó de llevar a Lolo a pasar el fin de semana con Tomás, revisó a fondo su habitación, procurando dejar cada cosa exactamente en el mismo sitio donde la encontraba, para que el espionaje no fuese advertido. Examinó todos los recovecos del armario y la estantería llena de libros, los bolsillos de la ropa, bajo la funda del colchón, la maleta y la bolsa de mano, el espacio entre los cristales y la persiana, tranquilizándole no descubrir marihuana ni nada parecido.
Pasó la noche de sábado más loca desde hacía más de diez años. Sus costumbres solían ser ordenadas y no era frecuente que cometiera excesos, pero esa noche estuvo primero en dos bares de striptease masculino, luego en una discoteca y amaneció en una sauna, donde se dejó conquistar por primera vez en un lugar de esa clase, encuentro que no disfrutó porque el sujeto con el que se encerró en la cabina tenía mal aliento.
Después de comer con un actor de reparto de la serie y desahogarse sexualmente durante toda la tarde del domingo en su compañía, se sintió lo bastante calmado para acudir a casa de Tomás en busca de Lolo.
A mitad del trayecto de vuelta, el chico le dijo:
-No aguanto más. ¿Por qué no vamos a conseguir un poco de hachís?
-¿Te has vuelto loco?
-Sólo un poco, Emilio, por favor. Llevo sin fumar desde el viernes. Estas cosas no se pueden dejar de golpe. Hay que ir poco a poco. Te prometo que será la última vez.
-Ni pensarlo. Si quieres, doy la vuelta y te llevo de nuevo a casa de tu hermano.
-¡No, por favor! Vale, vamos para tu piso. Ya no te molestaré más.
Al acostarse, Emilio escuchó que Lolo se agitaba en la cama. Daba vueltas y más vueltas, notablemente inquieto, y suspiraba con frecuencia. Se puso la bata y se acercó a la puerta de su cuarto, que, al contrario que los demás días, estaba cerrada. Llamó.
-¿Necesitas algo, Lolo?
-No me encuentro bien.
Abrió. La luz estaba encendida. Notó que sudaba.
-¿Qué te pasa?
-No me puedo dormir. Me hace falta un poco de yerba.
Pocos días antes, Emilio había asistido a la grabación de un coloquio entre especialistas de desintoxicación. Todos remacharon con insistencia sobre la necesidad de afecto que sentían los drogadictos en tratamiento de desenganche.
-Asunto cerrado, Lolo. Proponme otra opción -dijo.
-Siéntate aquí conmigo y háblame.
Tomó asiento a los pies de la estrecha cama y le habló de sus posibilidades actorales, sobre todo por su aspecto físico. Le contó anécdotas de trabajo y chismes sobre los actos famosos. Pasaron tres horas; Lolo continuaba agitándose, sin trazas de sueño. Emilio tenía que levantarse a las siete, porque la grabación empezaba a las ocho.
-¿Quieres venir a mi cama?
Lolo sonrió con la satisfacción de quien gana una carrera.
-Sí.
En cuanto se acostaron, Lolo intentó abrazarse a él. Emilio le rechazó.
-Trata de imaginar -dijo- que soy tu hermano o tu tío. Veo que necesitas estar acompañado y que te consuele por esta noche, pero eso es todo.
-Pero tú... mi hermano...
-¿Qué?
-Nada.
Cuando a Emilio le pareció que Lolo se adormilaba, se abandonó por fin al sueño. Despertó poco después. Percibió el abrazo desnudo y ereccionado de Lolo, que movía las caderas con golpes afanosos Tenía los ojos cerrados; Emilio no supo discernir si estaba dormido o fingía estarlo. Se apartó con cuidado, salió del dormitorio y pasó el resto de la noche durmiendo en el cuarto de Lolo.

Como temía dejarle solo tras una noche tan agitada, decidió llevarlo consigo al estudio de grabación el lunes.
Pese a que no tenía buena cara a causa de su estado, la rotundidad de su belleza recibió la atención esperable entre la experta y desacomplejada gente de la televisión. Desde el set donde actuaba, Emilio lo vio rodeado todo el tiempo de chicas y actores de mediana edad, que le obsequiaban refrescos, bombones o cigarrillos, mientras calibraba cada uno las posibilidades de llevárselo a la cama. Hacia el final de la mañana, incluso lo vio hablar con el director de la serie, cincuentón casado y con tres hijos mayores, a quien Emilio no le atribuía ninguna clase de veleidades eróticas.
Durante la pausa del bocadillo, preguntó a Lolo:
-¿De qué has hablado con Carlos Parrondo?
-Me preguntó si tú y yo somos familia.
-¿Qué le has dicho?
-Que soy mucho más que un amigo tuyo.
-Y... ¿eso qué significa, exactamente?
-No sé, fue lo que se me ocurrió. Se lo he dicho , porque estaba metiéndome mucho los dedos. No sé lo que pensaba.
Emilio comprendió. Nunca había negado su orientación sexual, le parecía una incomodidad superflua. Parrondo se habría asombrado de verle con alguien tan joven; su barrunto unidireccional debía de parecerle lógico.
-A partir de ahora, a quien te pregunte esas cosas le dices que eres mi sobrino.
-¿Por qué?
-Es lo más conveniente. Y es lo que más se aproxima a la realidad. Tomás y yo éramos como hermanos hace diez años y él tiene edad casi para ser tu padre.
Cuando volvían en el coche, en una parada ante un semáforo, Lolo le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso en la mejilla.
-¿Qué haces?
-¿No eres mi tío?. Los tíos se besan con los sobrinos.
-Nosotros no. No vuelvas a hacerlo.

Transcurrieron dos semanas más, durante las que Lolo pareció olvidar la droga. Algunos días, Emilio lo llevó al plató, causando siempre un efecto semejante al primero, y los moscones fueron haciéndose más numerosos, con lo que si algún día aspiraba a trabajar en televisión, encontraría allanada buena parte del camino. Al regreso, se mostraba sereno, feliz, pero cada vez permanecía más tiempo exhibiéndose desnudo por todo el piso. Con frecuencia, se echaba contra Emilio cuando miraban la televisión, lo que forzaba al actor a separarse o levantarse del sofá. Siempre que le rehuía, el chico fruncía los labios con expresión de rabieta infantil. Emilio tenía los nervios desatados, porque había empezado a tener erecciones cuando lo veía desnudo y manoseándose, erecciones que eran instantáneas cuando se le echaba encima en el sofá.
Se acercaba la fiesta de san José cuando Emilio decidió hablar francamente con él. Le impondría condiciones para la convivencia, para lo que necesitaba más tiempo que las escasas horas de las veladas o los viajes de ida y vuelta a casa de su hermano cada fin de semana.
-¿Conoces las fallas de Valencia? -le preguntó.
-Qué va.
-Llama a tu hermano y dile que este fin de semana no vas a ir a su casa. Pasaremos cuatro días en Valencia.

El viaje fue razonablemente rápido, porque Emilio tomó la precaución de salir a las cuatro de la mañana un día antes de la esperable desbandada de tráfico en dirección a las fallas. Lolo dormitó casi todo el trayecto, de modo que no hubo ocasión de empezar a cumplir el propósito.
Tomaron la habitación que tenían reservada en el hotel Sidi Saler. El día era espléndido; desde la ventana, el mar parecía un terso manto de satén azul resplandeciente bajo el sol de la mañana.
-Vamos a nadar un poco -propuso Lolo.
-El agua estará muy fría.
-No lo creo. De todos modos, podemos tomar el sol.
Efectivamente, el agua no invitaba al chapoteo. Se recostaron en un lugar resguardado del viento. Aunque Emilio sentía sueño, como Lolo parecía muy despejado tras dormir todo el viaje, consideró que había llegado la oportunidad de hablar.
-Escucha, Lolo. Tú sabes que soy homosexual, ¿verdad?
-¿Eres homosexual?
-Oye, aunque sólo tienes quince años, se nota que no acabas de salir del cascarón. No te hagas el sorprendido.
-Sí, lo sé.
-Entonces, deberías saber también que algunas cosas tuyas me causan... desasosiego. Quiero que no andes a todas horas desnudo por la casa y que no me provoques más. No hace falta que hagas nada de eso para que yo quiera ayudarte. Tu hermano es muy importante para mí.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿está todo claro?
Con alarma, Emilio notó que Lolo se ahuecaba la cintura elástica del bañador para que contemplase sin trabas su erección.
-¿Ves, Lolo? Esas cosas me... No hagas esas cosas, por favor.
-¿A qué te refieres?
Evidentemente, aunque menor, había crecido lo suficiente para ser cínico.
-Me estás enseñando la polla dura.
-No, sólo me estaba rascando.
-Pues hazlo cuando yo no te mire.
-Pero tú y mi hermano...
-¿Qué?
-Algo habréis hecho.
-Estás loco.
-El me dijo que tú eres maricón para que estuviera preparado. Si lo sabe, será porque habéis tenido algo que ver.
-Lo sabe porque yo jamás lo oculto. Y no te lo dijo para que estuvieras preparado, para protegerte de mí ni para que me sedujeras. Te lo habrá dicho para que nada en mi vida te coja de sorpresa.
-Pero pareces un hombre.
-Claro que soy un hombre. ¿Ves? ¿Quieres ver una polla? Esta es una polla de hombre. ¿O qué te crees?
-Es una polla estupenda, muy bonita -Lolo sonrió con picardía-, pero ya te la había visto cuando te bañas.
A Emilio le costó digerir la confidencia de que había estado observándole a hurtadillas.
-Ah, ¿sí? Bueno, pues ya sabes que soy un hombre normal.
-Pues mi hermano se entiende con ese concejal con el que sale tanto.
Emilio sintió estupor. El concejal de fiestas era natural de un pueblo vecino al de Tomás; solían confraternizar en una peña regional a donde acudían también sus respectivas esposas.
-¿Con Antonio? ¡Qué equivocado estás!
-Él mismo me lo contó hace ya la tira. Si se acuesta con el concejal, también se acostaría contigo.
-¿Tomás te contó que se acuesta con Antonio?
-Sí. Bueno, no ahora; lo hicieron muchas veces antes de casarse.
-Aunque me cuesta mucho creerte, si eso es verdad te aseguro que conmigo no ocurrió nada parecido. Tu hermano es para mí un artista importante que frustró voluntariamente su carrera; siempre lo quise mucho, pero principalmente porque lo admiro como artista.
Durante la comida, Emilio, que se había sentado frente a Lolo en lugar de a su lado, para que no le rozara la pierna, permaneció todo el tiempo absorto, tratando de digerir el dato sobre Tomás y el concejal. Dudaba que fuera cierto.
A lo largo de dos días, Lolo no dio muestras de respetar el pacto. En la habitación, estaba todo el tiempo desnudo, cuando salían por la noche se pegaba a él como una lapa, y en la playa, procuraba con toda clase de pretextos que viera sus erecciones reforzadas por el sol .
La tarde del día que se produciría la cremá de las fallas, Emilio dispuso que durmieran la siesta, dado que iban a pasar toda la noche de fiesta. Recién subidos a la habitación tras la comida, Emilio entró en el baño para lavarse los dientes. Cuando volvió a la habitación, se paró en seco porque encontró a Lolo despatarrado en su cama, completamente desnudo, acariciándose el pene erecto. Era la primera vez que lo veía desde ese ángulo y parecía descomunal.
-Ayúdame, Emilio, por favor.
-¡Qué estás diciendo!
-Sólo un poco. Mira mi polla, ¿no te gusta?. Estoy que reviento.
Emilio se vistió precipitadamente para salir al pasillo. Pasó toda la tarde mirando la televisión en la cafetería.
Salieron a recorrer las fallas al anochecer, ambos con el ceño adusto. Ante cada uno de los efímeros monumentos, Emilio tuvo que explicarle el significado humorístico, dado que Lolo no parecía haber recibido en su pueblo mucha información sobre la actualidad. Pasadas las once de la noche, cuando contemplaban la falla oficial ante el ayuntamiento, Lolo le dijo:
-No te muevas de aquí. Voy a mear.
Tardó casi una hora en volver. La multitud envolvía a Emilio y la falla estaba a punto de ser incendiada. Sintió alguien fuertemente pegado a su espalda; fue a retirarse y como el sujeto forzó más la presión haciéndole notar su erección, que trataba de encajarle entre los glúteos, giró la cabeza. Era Lolo. Se volvió hacia él, notando en seguida el brillo de sus ojos dilatados.
-¿Por qué has tardado tanto?
-No te encontraba.
-No me he movido de aquí.
-Pero yo no estaba seguro de qué sitio era donde te dejé.
-Estás mintiendo.
Lolo reía con extravío, lo que maculaba su belleza con un velo desagradable.
-¡Has fumado un porro!
-Habla más bajo.
-Esto no es lo que habíamos acordado. Creo que ya no podré soportar más esta situación.
Asistieron a la cremá en silencio. Constantemente, Lolo le pasaba el brazo por la cintura o se pegaba fuertemente a él con toda clase de simulaciones aunque nadie le empujase.
-En vez de irnos mañana -dijo Emilio cuando de la falla oficial sólo quedaban rescoldos-, será mejor que nos vayamos ahora mismo, para no tener problemas de tráfico. Vamos al hotel a coger el equipaje y pagar.
-No, Emilio, por favor. Descansemos esta noche y pasemos mañana el día en la playa, como habías previsto. Estoy pasándolo muy bien todo el tiempo contigo. En Madrid nunca estás conmigo más de dos horas, con tanto como trabajas.
-Esto se va a acabar, Lolo. No has cumplido el pacto. Yo no quiero ser responsable ante tu hermano de que te conviertas en un drogadicto a mi lado.
-Te juro que no lo voy a hacer más.
-No te creo.
-Haré todo lo que tú me digas. Ya no me verás desnudo ni intentaré más que me quieras. Pero no le digas nada a Tomás, por favor. Déjame estar contigo.
Emilio pasó el viaje dudando y cavilando. Lamentaba su propia decisión de acabar el asunto, pero era demasiado angustioso lo que estaba pasándole. La atracción que Lolo ejercía sobre él acabaría obligándole a rendirse casi sin darse cuenta; ello representaría una ofensa a Tomás y, en esencia, un acto repugnante, porque Lolo sólo tenía quince años y él iba a cumplir cuarenta y cuatro. Tenía que acabar.
Como lucía el sol cuando entraron en Madrid, en vez de conducir hacia su piso, se dirigió a la casa de Tomás.
-Bájate, Lolo.
-Por favor.
-No. El asunto ha terminado. Esta noche te traeré el equipaje que tienes en mi casa.

Tomás le llamó a las cuatro de la tarde. Debía de hacer muy poco tiempo que había salido del trabajo.
-Eres un sinvergüenza -dijo como respuesta al saludo.
-¿Qué significa esto, Tomás?
-Te entregué a mi hermano, confiando que lo respetarías. Me había equivocado contigo, toda mi confianza era una estupidez, porque has llegado al colmo de llevártelo a tu cama y enseñarle tu polla de pervertido. Al final, resulta que eres una maricona asquerosa, que no se para ante un niño.
-¿De qué estás hablando, Tomás?
-Sabes muy bien de lo que estoy hablando, Emilio. Mira, esta noche voy a pasar a recoger su equipaje, pero como no quiero ni verte la cara, déjalo a mi nombre en el bar que hay bajo tu piso. Y no quiero volver a verte.

El primer día de rodaje tras la pausa del puente de san José, Emilio notó por la tarde cierta tensión en su entorno. Finalizada la grabación, Parrondo lo llevó aparte.
-Oye, Emilio, vamos a eliminar tu personaje de la serie.
-No comprendo. La semana pasada, me diste guiones para siete capítulos y me dijiste que los estudiara.
-Sí, pero las circunstancias han cambiado.
-¿Cuáles circunstancias?
-Mira, con sinceridad, Emilio: no puedo permitirme escándalos en este rodaje. El guión ya es lo bastante audaz como para exponerme a que los periódicos caigan sobre mí como fieras.
-Sigo sin comprender, Carlos. ¿De qué clase de escándalo estás hablando?
-Joder, Emilio, ¿no te parece suficiente escándalo que hayas tratado de montártelo con un niño?
-¡Eso es una calumnia!
-¿Calumnia? El chico ha venido esta mañana con su cuñada a hablar conmigo, llorando los dos a lágrima viva. La verdad, Emilio, te tenía en mejor consideración. Ahora veo que eres un sujeto indigno de confianza. Sube a administración. Tienes la liquidación preparada.

Durante cuatro días, Emilio trató de salir del estupor no parando de hablar por teléfono con todas las productoras. En realidad, carecía de urgencia, pues disponía de ahorros para aguantar, pero necesitaba retomar inmediatamente la rutina de su vida para que el absurdo de la situación no le rompiera los nervios.
Mas descubrió con alarma que el rumor había circulado profusamente en el medio. Gente con la que había trabajado en el pasado con resultados excelentes, se excusaba con argumentos poco creíbles y, al final, todos aludían a la dificultad de trabajar "con alguien así".
¿Qué hacer? La bola de nieve había crecido hasta un volumen avasallador en sólo cuatro días. Ir a hablar con Tomás no le serviría de nada. Mucho menos, intentarlo con Lolo. Ni siquiera le permitirían acercarse a él.
Sonó el timbre del intercomunicador.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Es usted don Emilio Bélmez?
-Sí, ¿quién es usted?
-Somos policías. Tenemos que hablar con usted.
Tras un interrogatorio breve, durante el que le explicaron que había sido denunciado por intento de violación y por corrupción de menores, fue empujado hasta el coche celular, esposado.
Pasó la noche entre pesadillas en el camastro que le proporcionaron después de tomarle las huellas dactilares, fotografiarle y obligarle a entregar el contenido de los bolsillos. Por la mañana, le llevaron a una sala que parecía una enfermería.
-Bájese los pantalones y los calzoncillos -le ordenó el hombre de la bata.
Una vez que lo hizo, y tras examinar atentamente sus genitales, afirmó:
-Sí, coincide con la descripción.
A continuación, entró un policía con una cámara polaroid. Fotografió sus genitales desde tres ángulos.

La primera que vez que despertó en la cárcel, le costó identificar dónde se encontraba. Le anestesiaba el pasmo, la incomprensión de por qué había llegado a ese lugar, a esa situación, a ese infierno.
Notó en los pasillos por donde se dirigía hacia el comedor que algunos de los internos y todos los funcionarios le miraban con atención y volvían la cabeza para observarle cuando se cruzaba con ellos o le adelantaban, como si todos conocieran su cara.
Todo actor sueña con que eso le ocurra algún día, que los desconocidos se fijen en él con curiosidad, que reconozcan su rostro, sentirse acosado por las miradas de admiración. Pero las miradas que ahora le dedicaban no reflejaban admiración, sino chispazos de expetativa alerta, desdén y odio. En todas las expresiones resultaba patente la repugnancia.
Comprendió el motivo con la primera ojeada que dio al televisor. El telediario repetía la que, al parecer, constituía la noticia bomba del día y que seguramente era la enésima vez que transmitían esa mañana. Su cara, en primer plano a foto fija, presentaba en el ángulo inferior izquierdo de la pantalla un rótulo que rezaba: "Acusado de corrupción de menores". También el periódico que leía el funcionario de la garita de control publicaba su rostro en primera plana. Pudo leer el título al pasar: "El actor Emilio Bélmez, detenido por violación".
Se había materializado en mala hora el sueño de aparecer en todas las noticias del día. Ahora alcanzaba una celebridad que veinte años de trabajo no habían conseguido; repentinamente, era el actor del que más se hablaba. Para su desgracia, la riada de celebridad no le conducía al estrellato del teatro ni de la televisión, sino que cavaba una fosa sin fondo a sus pies.
Estaba hundido para siempre. Jamás conseguiría rehabilitarse de la calumnia que todos creían y seguirían creyendo aunque algún día la justicia le declarase inocente. El resto de su vida tendría que cargar con la culpa de un pecado no cometido. Si el juez, como parecía lógico y justo, no llegaba a reunir las pruebas necesarias para condenarle, ello carecería de virtualidad; conservaría para siempre jamás el sambenito.
Terminado el desayuno, mientras andaba por el pasillo por donde le habían mandado circular, alguien le aferró el brazo y le empujó hacia el interior de lo que parecían un taller de mecánica, al tiempo que otros cuatro o cinco presos le cercaban propinándole golpes y tarascadas. Dentro, siguieron más golpes, rodillazos, puñetazos que le hicieron sangrar la nariz y los labios al instante. "Violador asqueroso", decían. "Maricón degenerado" mascullaba uno que, situado tras él, le bajó el pantalón. Entre patadas e insultos, fue sodomizado sin tregua durante cerca de dos horas por los hombres que habían formado una fila impaciente y exaltada, donde todos pugnaban disputándose el turno.

Siete meses en la cárcel, siete meses de comer bazofia, de asistir al espectáculo alucinante que componían los condenados, picándose en las duchas, realizando públicamente sus masturbaciones y sus encuentros sexuales, y él teniendo que defecar entre ellos, duchándose entre ellos, degradándose en medio de una caterva de seres desahuciados en su mayoría del género humano.
Un día, reconoció, con un estallido de rabia y desesperación, a Lolo en la pantalla del televisor. Protagonizaba una serie cuyo personaje principal parecía que hubiera sido inventado a su medida, un chico perverso que capitaneaba un grupo de casi delincuentes juveniles a quienes un sacerdote trataba de rescatar del fango. La proximidad de la cámara le dotaba de un atractivo diabólico; el maquillador había hecho un trabajo excelente, reforzando el dibujo inquietante de sus pómulos y su mentón y ensombreciendo sus párpados para que resaltase el gris mefistofélico de sus ojos. La productora era la misma para la que Emilio había trabajado por última vez. El director, Carlos Parrondo.
Se le escapó una lágrima de rabia y, sintiéndose incapaz de resistir más, pidió que le permitieran telefonear a su abogado.
Para pagar la fianza, tuvo que vaciar la libreta de ahorros.
El día que, finalmente, le dieron la libertad condicional, le quedaban sólo unos miles de pesetas.
En cuanto llegó a su casa, y luego de revisar los estadillos del banco acumulados en el buzón, calculó que los próximos recibos domiciliados del alquiler, la luz, el agua, el gas y el teléfono serían devueltos el mes siguiente. Llamó ansiosamente a todas las productoras y a todos los amigos que creía tener en el medio. Los proyectos se encontraban en marcha, la próxima temporada quedaba lejos, nadie le dio esperanzas, todos murmuraron disculpas que no disimulaban la prisa por cortar la comunicación.
Malcomiendo a base de enlatados caducados que habían permanecido en la cocina y la nevera cuando la detención, siguió obsesivamente durante tres semanas los capítulas de la serie protagonizada por Lolo. Parrondo sabía sacar partido de su ambigüedad, de la pervesidad sugestiva de su mirada, de su ingenuidad malvada, del atractivo machoinfantiloide de su exuberante cuerpo. Iba a arrasar. Estaba arrasando ya, porque varias revistas de chismes y de televisión lo habían sacada en la portada.
Tenía que hablar con él, comprobar de cerca que tanta perfidia existía verdaderamente en una mente tan joven, que no había actuado bajo la influencia de su cuñada o de su hermano, a quien tanto había querido.
Se contempló en el espejo colgado sobre la consola junto a la puerta de salida del piso. Tenía mal aspecto. Volvió sobre sus pasos para darse un masaje balsámico en la cara y echarse una gota de colirio en los ojos.
Mientras ponía el coche en marcha, se preguntó cuánto le darían por él si decidía venderlo, aunque esa era la manera más directa de quedar imposibilitado de recorrer las localizaciones de extrarradio donde funcionaban las televisoras. Sin coche, tendría que renunciar a seguir buscando trabajo. Pero, ¿qué otra opción tenía?
¿Qué iba a decirle a Lolo que él no supiera de sobra? Indudablemente, siendo el actor principal de su drama, sabría de su detención y de los siete meses pasados entre cochambre humana, y tenía por fuerza que imaginar el boicot laboral, el cerco social. ¿Tan insensible y cruel era en realidad? Tenía que obligarle a afrontar la mirada de sus ojos, ver si eran capaces de sostener la suya sin cerrarse de vergüenza, ver si era capaz de afirmar en su presencia lo mismo que le había dicho a su hermano, primero, y después al juez instructor.
El portero del plató le saludó cordialmente y le abrió la puerta con una sonrisa. El hombre ignoraba su desgracia y creía que volvía al trabajo.
Presenció más de una hora de grabación. Lolo era un actor natural formidable; Parrondo apenas tenía que corregirle los movimientos de las manos; la voz, en cambio, exteriorizaba a la perfección la malignidad del personaje, lo mismo que sus expresiones y la mirada con que traspasaba la cámara.
Dada por buena una escena, Parrondo anunció un receso de media hora.
Hubo el clásico trasiego de cámaras, eléctricos, decoradores, maquilladoras y scripts. Emilio notó que Lolo le había descubierto.
Se alzó de su asiento y acudió presuroso hacia él, seguido por la mirada de Parrondo, severa y muy dura cuando comprobó a dónde se dirigía.
-Emilio, qué alegría verte.
Su cinismo rayaba en lo vomitivo.
-¿Estás bien? -preguntó Lolo con tono de inocencia-. He oído que no tienes trabajo. Si quieres ayudarme con los ensayos, puedo pagarte bien. Dame un beso, tenía muchas ganas de verte.
Se echó con los brazos extendidos hacia el cuello de Emilio. Antes de completar el abrazo, cayó al suelo con el corazón partido.
Emilio contempló en trance el cuchillo ensangrentado que aferraba su mano.

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