lunes, 10 de diciembre de 2012

REGRESO A SÃO PAULO






CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA por Luis Melero  

10 - Regreso a São Paulo


Mientras abandonaba el portal del edificio donde vivía Wilson, Luis advirtió que esas escasas cuarenta horas en Río le habían influido más profundamente que muchas experiencias largas e importantes de su vida. Pegado a su hombro, Xico aparentaba temer que Luis se le escapara.

Salvo la inesperada e involuntaria penetración a Chus, no podía decirse que Luis hubiera practicado de verdad sexo con nadie, pero se sentía exhausto porque había perdido la cuenta de cuántos orgasmos había gozado en solitario, y sin tocarse apenas. En el Baile das Bonecas tuvo tres, a causa de que todo el mundo había decidido manosearle y sobarle; el escotadísimo pantalón de lamé hizo posible que el semen corriera libre de su piel al suelo, sin embadurnar el disfraz que Xico le prestara. También durante los demás bailes de esa noche y la siguiente ocurrieron casos semejantes. Le desconcertaba resultar atractivo para tantas personas diferentes en edad, género y raza; pero a pesar de tanto descoque no sintió, en ningún momento, que se produjera la magia que había presentido toda la semana. Ni un atisbo de ese algo que el subconsciente le había estado prometiendo. Y principalmente, descubrió que no había superado el vicio de quedarse a las puertas de todo, su dolorosa tendencia a reprimirse como si fuera un monje trapense. ¿Por qué le producía tanto miedo tocar o dejarse tocar? Siempre ese alerta que se manifestaba con una tensión casi dolorosa del diafragma y los hombros. Y la costumbre de evitar mirar, que no conseguía recordar desde cuándo la practicaba.

Nada en Río de Janeiro había confirmado el agudo presentimiento. Todo lo que había experimentado en Río terminaba con el viaje de regreso a São Paulo, que estaba a punto de iniciar, y Xico no le parecía que pudiera llegar a significar nada destacado en su vida. Por las trazas, pertenecía a una familia adinerada, era demasiado guapo, atractivo y popular, y resultaba exasperantemente frívolo, sin entrar a considerar lo que parecía petulancia y presunción intolerables. El viaje a su lado sería la última ocasión en que estarían juntos.

-Este es mi coche –dijo Xico, señalando un Volkswagen descapotable amarillo.

Luis conocía bien ese vehículo, porque trabajaba con frecuencia en campañas publicitarias de Volkswagen. Había diseñado numerosos anuncios y sobre todo volantes promocionales, y hasta había elegido el cliente para su revista de marca una caricatura de Luis que era solamente un boceto muy esquemático, en el que el coche era también un personaje “animado”, con sólo un remoto parecido con el Volkswagen verdadero. Lo llamaban “escarabajo” y daba la impresión de que más de la mitad de los coches de Brasil fueran de esa marca y modelo. El de Xico tenía equipamiento de lujo y relucía lustroso. Debían de haberlo lavado y encerado en el aparcamiento esa misma mañana, cosa muy superflua puesto que iban a salir a la polvorienta carretera para un viaje de más de cuatrocientos kilómetros.

-¿Tienes licencia internacional? –preguntó Xico mientras recorrían el Túnel Novo. Las luces del túnel producían un rato efecto en el rostro del conductor.

-Sí, pero hace una eternidad que no he conducido- respondió Luis. En los últimos tres años, sólo había conducido una vez en Buenos Aires.

-Da igual. Si me canso mucho, me sustituirás al volante y ya veremos.

 A diferencia de São Paulo, cuyos suburbios eran interminables, no tardaron demasiado en salir de Río. Los verdaderos suburbios, llamados favelas, eran barrios abrumadores encaramados en todos los “morros” que alcanzaba a ver, los impresionantes montes con forma de pan de azúcar que decoran la Bahía de Guanabara. A pie de carretera nada era tan precario y pobre como en las favelas. Abundaban los merenderos de madera, en cuyos porches aparecían tasajos de carnes colgados a secar, con los que elaboraban el plato central de la feijoada, que a su pesar comenzaba a gustarle. Servían este plato los miércoles en todos los restaurantes, y a fuerza de la insistencia de sus compañeros de trabajo, y a pesar de su repugnancia inicial, llevaba varias semanas consumiéndolo con naturalidad. Además, abundaban a pie de carretera las pomposas gasolineras, alternadas con millares de vistosos tenderetes de fruta.

-Llevas poco tiempo en Brasil, ¿verdad?

-¿Tan mal hablo el portugués?

-No. Lo hablas aceptablemente. Pero lo miras todo como un turista.

-Sí, me siento turista. Si examinamos mi situación con franqueza, soy una especie de turista pobre en un maravilloso país donde hay demasiado que ver.  Por otro lado, mi pretensión es escribir; tengo que mirar las cosas con ojos hambrientos, porque pienso describirlas algún día.

-¡Qué interesante! ¿Y de qué escribes?

-Escribo muy poco; por ahora, apenas voy tomando nota de las soluciones a las dudas semánticas que tengo, que son demasiadas. Consulto muchas enciclopedias y diccionarios gramaticales, de manera que cuando decida abordar la redacción de un relato, tenga las herramientas bien dispuestas.

Xico sonrió sin dejar de mirar al frente. Luis notó que se estaba sobando la bragueta de manera insistente, lo que le puso en guardia. Agradeció mentalmente que no pudiera apartar las manos del volante.

-¿Conoces Umbanda?

Luis demoró unos instantes en contestar. Sí había escuchado hablar de Umbanda pero no sabía mucho al respecto. La pregunta de Xico contradecía su temor de que estuviese a punto de iniciar un ataque sexual. Pero sintió un leve escalofrío que no supo explicarse.

-Sé muy poco de Umbanda, Xico. ¿Por qué lo preguntas?

-Mi madre es “mãe de santo”, y yo participo siempre de los ritos.

-Pero llevas al cuello una medalla de la Virgen Milagrosa.

-No es la Virgen Milagrosa, sino Iemanjá. Son imágenes intercambiables, porque son idénticas.

-¿Quién es Iemanjá?

-Nuestra diosa del mar. Junto con Xangó, viene a ser la reina del cielo. ¿Has oído hablar de la noche de fin de año en Copacabana?

-He visto varios reportajes.

-Pues esa ceremonia consiste en rogativas y homenajes a Iemanjá. Celebran ritos con círculos de velas clavadas en la arena y a continuación vierten ramos de flores en la orilla. Al amanecer, es increíble mirar la playa desde cualquier terraza de cualquier edificio; el mar aparece cubierto de flores casi hasta el horizonte, una alfombra perfumada y colorida que pretender ser un puente hasta África. Espero que volvamos juntos a fin de año, y que podamos asistir al rito de Copacabana.

Luis calló. Hallaba muy improbable volver a ver a Xico después de ese día, y mucho más viajar alguna vez con él. Miró de reojo, porque Xico volvía a sobarse la bragueta y trataba de desabrocharse con sólo la mano derecha. Aunque no cabían dudas sobre lo que hacía, parecía que lo hiciera mecánica e involuntariamente. Sin ser del todo consciente de ello, Luis se apartó tanto como pudo, aplastándose contra la portezuela. Notó que Xico lo miraba de reojo y sonreía, al tiempo que la mano derecha volvía al volante.

-Te parezco poco interesante, ¿verdad, Luis?

-¿Qué quieres decir?

-Da la impresión de que deseas perderme de vista cuanto antes.

Luis se mordió el labio; tal vez la militancia de Umbanda había dotado a Xico de poderes adivinatorios. Desde el instante en que lo conoció. El muchacho se mostraba capaz de atravesarlo con la mirada, como si fuese transparente. No le gustaba estar tan desnudo ante nadie, era incómodo.

-¿Por qué dices algo tan extraño, Xico? Si fuera cierto lo que dices, no estaría viajando contigo. Tengo en el bolsillo el billete de vuelta a São Paulo.

-¿Ves?, ¿por qué no lo has tirado, siendo tan voluminoso, que debe de molestarte en el bolsillo? ¿No será que piensas esperar el autobús donde veas que tiene parada, y dejar que yo siga el viaje solo?

Luis sintió el cuello rígido, de tanto no querer mirar a su compañero de viaje. No se trataba de una decisión consciente, pero sí que había algo en su pecho que le inclinaba en tal sentido. Definitivamente, Xico poseía sorprendentes e inesperadas capacidades de oráculo. ¿Qué podía decir para justificarse, contra una observación tan certera?

-Mira, Xico; eres el brasileño más guapo que nunca he conocido; eres ingenioso y popular; debes poseer fortuna; tienes todas las dotes necesarias para triunfar donde te lo propongas. Me siento muy poca cosa a tu lado, me haces sentir inseguro.

Sin responder, Xico aprovechó la cercanía de Petrópolis, para sacar el coche de la vía y estacionar tras un corto recorrido.

-¿Consideras que te creo poca cosa?  Creo que tienes muchos complejos, garoto. ¿No te miras al espejo? ¿Es que la gente te escupe por la calle? ¿Es que ninguna muchacha se emboba mirándote? Pero tú, que deseas ser escritor, sabes que el físico no significa demasiado. Un ser humano es mucho más. ¿Sólo has visto mi fachada?

Luis suspiró, y para que no se le notara la turbación dio una ojeada alrededor. Se trataba de una hermosa ciudad de estilo neoclásico exquisitamente cuidada, construida como una especie tropical de Versalles por el rey Pedro II; de tan cuidadosamente limpia y ordenada, parecía un escenario turístico y poco más. Daba la impresión de que se tratase de una ciudad-decorado deshabitada, pero sabía que tenía varios centenares de miles de habitantes, cinco o seis veces más que Aranjuez, que siempre parecía tan activa. Contemplar los pretenciosos edificios imitados de las cortes europeas, le permitía eludir las ironías de los ojos de Xico y demorar responderle. Sin atreverse a mirarlo a la cara, se recriminó mentalmente por la lección que estaba recibiendo y repuso al fin:

-Puede que ocurra contigo como con algunas iglesias de Italia. Poseen fachadas tan bellas, que uno tiene miedo de entrar y llevarse una decepción.

-Pues seguramente sí que pasa eso conmigo, Luis. Sé que soy muy guapo, porque llevan veintidós años diciéndomelo a diario. Pero yo soy mucho más que esta cara y esta polla. Creía que te darías cuenta, sin necesidad de recordártelo.

Parecía tan dolorido, que Luis sintió ganas de consolarlo. Tendió la mano hacia su hombro, diciendo:

-Soy un acomplejado, perdóname. Si reflexiono, tal vez sea que llevo toda la vida escapando.

-Pues ya no tendrás que escapar más, ¿sabes? -puso la mano izquierda sobre la de Luis apoyada en su hombro-. Aflójate y goza conmigo.

“Gozar” es un verbo del que los brasileños abusan. Lo usan para muchas más actividades que el sexo. Hacía meses que lo sabía, mas sintió que su cuerpo se contraía en guardia contra la frase de Xico. No quería ser un acomplejado irremediable, pero tampoco podría sentirse cómodo si lo que deseaba Xico era tener un rato de sexo y adiós. ¿Y si lo preguntaba? ¿No resultaría presuntuoso suponer que Xico le deseaba? Pero, sin pretenderlo y sin darse cuenta, había llegado con ese muchacho mucho más lejos de lo que pretendiera antes de emprender el viaje. Suponer que sería un viaje en continuo silencio habría sido una tontería, mas era evidente que estaba recorriendo mucho dentro de sí, y de Xico, por decisión de este. El hermoso brasileño llevaba la iniciativa y no podía aspirar a arrebatársela. Definitivamente, todo iba a ocurrir tal como el muchacho quisiera, y no podría hacer nada para oponerse.

-¿Qué quieres decir, Xico?

-Que te relajes. No he parado de observarte desde que anteanoche te pusiste mi disfraz y salimos para el Baile das Bonecas desde el apartamento de Wilson. Hay mucha gente en Brasil que opina que los españoles son un poco curas, y tú pareces empeñado en confirmar el prejuicio. Pero no te preocupes. Yo he sabido ver más adentro de lo que tú quieres que te veamos y presiento que hay mucho más de lo que he visto hasta ahora. Me interesas mucho. No quiero decir que me intereses como compañero de sexo, que también. Aunque no quieras tener sexo conmigo, lo que parece muy probable, deseo conocerte a fondo, tratarte y enseñarte cosas que ni adivinas. También quiero que conozcas a mi familia y hables con mi madre, mejor durante un rito de Umbanda. Tengo el presentimiento de que a ella le parecerás grande.

Luis se sintió abrumado. Lo que Xico decía era demasiado inesperado. Le parecía estar comenzando a hollar una senda sembrada de imprevistos misteriosos.

-Te agradezco todo lo que dices, Xico, te lo prometo. Pero todo eso me parece demasiado poco probable. En España, pertenezco a una familia pobre; ni siquiera he cursado el bachillerato. Soy completamente autodidacto, salvo algunos cursos de arte y comunicación que yo mismo he podido costearme. Aquí, soy un inmigrante, indocumentado por el momento; vivo muy modestamente en una pensión, casi no puedo ir al teatro tanto como me gustaría. A tu lado, desentonaría demasiado.

-Como tú quieras, garoto. Eres un abacaxí sin sentido, una porquería, y no mereces vivir siquiera. Deberías decirle a la policía que te dispare o te hunda en el mar.

Luis se dio cuenta de que Xico estaba a punto de soltar la carcajada. Tenía sonrisa propia de un modelo publicitario de dentífrico; Luis apretó los labios, temeroso de enseñar sus propios dientes, que no tenían defectos pero no se acercaban ni de lejos a la perfección insultante que ofrecían los de Xico. Repuso:

-Bueno, la cosa no es tan grave, amigo. Tengo complejos, es verdad. Pero no de Edipo ni nada parecido. Soy apenas un tímido que comienza a plantearse la posibilidad de dejar de serlo.

Faltaba todavía mucha carretera hasta São Paulo. Xico tenía la facultad de colocarlo delante de su propio espejo y, para evitar que lo obligara a ponerse en tan incómoda situación, Luis habló lo indispensable. Sobre todo, eludió volver a abordar las mismas cuestiones, limitándose a responder las observaciones sobre el viaje, la conducción, el tráfico o el propio coche. Todo lo demás, fingía no haberlo escuchado. Disponía de un enorme bagaje de fingimientos semejantes. Siempre lo había hecho; en Málaga,  Barcelona, Milán o en Buenos Aires; hasta Jorge, el policía de Barcelona, le producía ese miedo instintivo por su costumbre de echarle el fortísimo brazo sobre los hombros. Pero no se trataba sólo de situaciones de acercamientos de hombres; Fina, que había sido su amor adolescente en Málaga, solía abrazarle por la cintura en la calle mientras andaban, costumbre que también le producía tensión. Cuando pudiera permitírselo, recurriría a un psicólogo a ver si conseguía descubrir el origen de esos miedos, que debía ser muy temprano. Nunca conseguía abrirse a nadie, aunque se predispusiera para hacerlo. ¿Quién le había castrado, quién le había herido tan profundamente? ¿Nunca sería capaz de hablar a nadie con sinceridad, decirle que era probable que le hubieran partido el corazón de niño, sin posibilidad de cura? Todos los gestos, palabras y actos de Xico demostraban su buena intención, pero dudaba de su sinceridad porque esa fortuna no podía llegarle a él. Todavía no había hecho merecimientos suficientes ni se creía capaz de merecerlo nunca.   

Por lo que podía recordar de sí mismo, y tal como opinaba Ortega, vivía un destierro perpetuo dentro de su piel, sin permitir a nadie el menor intento de penetración. Quizá no pudiera permitirlo nunca. ¿Cómo llegaría a poder, si el dolor impedía toda apertura?

Fueron muchos los intentos de Xico por retomar la conversación acerca del uno respecto al otro, pero Luis supo desviar siempre las cuestiones hacia comentarios sobre lo que tenían delante, la incómoda carretera y los cambiantes paisajes, porque debieron atravesar una sierra y, luego, enfilar una especie de planalto con vegetación muy exuberante. Cuando ya comenzaban a adentrarse en pueblos y suburbios de São Paulo, y advirtiendo que Xico se mostraba algo hostil, le preguntó:

-¿Nunca has notado que mucha gente se siente acomplejada ante ti?

-¡Que estupidez! No tengo la menor intención de comportarme con superioridad ante nadie. Quien se acompleje por la belleza de otro hombre, es que será superficial.

Luis tragó saliva. Recordó una canción oída en Málaga que decía “ni contigo ni sin ti tienen mis males remedios”. No deseaba intimar con Xico, pero no le gustaba enfrentarse a él.

-¿Crees que soy superficial, Xico?

-No, en realidad no. Pero te comportas como si lo fueras, aunque, por otro lado, dejas notar que no lo eres en absoluto. Resultas desconcertante y algo incoherente. Soy guapo, de acuerdo, todo lo guapo que tú digas, pero no debería importarte nada. Tú eres también muy guapo. Por lo tanto, ¿qué puede importarte que yo sea guapo, para ir por ahí conmigo? Más bien, deberías enorgullecerte por tener un amigo al que los hombres envidian y las mujeres desean. Si quisieras, yendo conmigo podrías follar a mogollón a toda las garotas que te interesen. 

Luis rió. Prolongó la risa más de lo que deseaba, porque así evitaba replicar.

La realidad era que no conseguía representarse a sí mismo frecuentando a Xico y ya quedaba poco viaje como para dejarlo sentado del todo. Solía proyectar sus próximos pasos mucho más de lo que lo hacía la gente de su edad. Preveía una existencia en Brasil ajustado a un presupuesto sólo de supervivencia, más la necesidad de ahorrar para el siguiente salto a dar en Sudamérica; seguramente, dentro de un par de años se mudaría a Colombia o a una isla del Caribe. Tenía que preparar el viaje desde el principio, no podía apartarse ni un milímetro de su camino. Sabía por experiencia que suele resultar bastante caro compartir amistad con alguien adinerado. Por muy sorprendido que estuviera por el desarrollo del viaje, no debía dejarse cautivar por la aparente sinceridad de Xico. Sus planes no podían incluir una amistad así. Tenía que endurecer el pecho tanto como fuera posible, para no dar alas a los desatinados propósitos del guapo joven, que no dejaba de ser eso, un guapo y rico muchacho de veintidós años, dispuesto a que nada se interpusiera entre él y sus decisiones. En su caso, Luis sabía que esa disposición sería inútil. Evitaría dar su dirección o más datos a Xico cuando se despidieran en Sao Paulo.

No era todavía noche cerrada cuando Xico paró el coche en Anhangabau, con objeto de no desviarse demasiado de su ruta.

-Bueno, Luis. Aquí tienes mi número y mi alma. Tienes que llamarme mañana mismo, antes de ir a trabajar, para que no me deprima pensando que te has olvidado de mí.

Luis se despidió con un ademán, ocultando la tristeza de sus ojos. Cogió la bolsa del asiento trasero y echó a correr rumbo a la pensión. Le costó conciliar el sueño. Por muy impresionante que resultase cuanto había vivido los dos últimos días en Río de Janeiro, su mente estaba llena de Xico. Un pensamiento que no quería permitirse. En el duermevela de su insomnio, creía verlo burlón y despreocupado, con el pene erecto para penetrar a Chus en la cocina del apartamento de Wilson; su sonrisa se tornaba burlona mientras Luis creía que se le desmoronaba el pecho. Cuando se durmió por fin, no alcanzó la serenidad. Fue un sueño agitado, frecuentado por demonios desconocidos, monstruos borrachos cuya única bondad consistía en la burla cruel.

Se contempló en el espejo mientras se afeitaba cuidadosamente. Tenía ojeras, cosa que ocasionaría bromas en la agencia. Todos aludirían a las juergas vividas en Río de Janeiro, y en el fondo tendrían razón. Eso, por no reconocer que sus ojeras habían sido causadas por algo muy diferente. Para evitarse tentaciones, redujo a partículas la tarjeta de Xico y la tiró en el inodoro. Desde aquellos minutos gastados en el aeropuerto de Madrid para decidir el sitio a donde escapar, tenía su vida marcada. Debía recorrer el camino a la inversa conforme sus medios fuesen permitiéndoselo. Relacionarse con gente como Xico sólo podía estorbar sus propósitos.

Uno de sus compañeros de la agencia, Max Shety, pertenecía a una rica familia suiza de la que había escapado, aparentemente por su afición a fumar marihuana. A pesar de adaptarse a la existencia modesta y austera de un simple trabajador emigrante, Luis solía sentir a su lado la prestancia indisimulable de quien está acostumbrado a la vida acomodada. A Max se le escapaban expresiones ante la taquilla de un teatro, o a la hora de comprar un jersey, que obligaban a Luis a recordar cuál era de veras su origen.

Junto a Xico, eso ocurriría continuamente, sin olvidar el gasto que le ocasionaría tratar de no sentirse disminuido a su lado. Recordó a su amigo de Barcelona, Jorge el policía. Era un funcionario y su familia era simplemente trabajadora, pero se trataba de una familia muy tradicional, con vivienda propia heredada, y sus medios no podían compararse con los que rodeaban a Luis. Aun tratándose de un simple trabajador, Luis recordaba haber gastado más de la cuenta en las salidas con Jorge. Eso sería muchísimo peor si alternaba con Xico.

El trabajo resultó toda la mañana mucho más penoso de lo que pudiera haber previsto. No consiguió fingir cordialidad con sus compañeros, mostrándose avinagrado. Ellos bromeaban, pero en ningún momento consiguieron rescatarlo de su melancolía, que todos en el estudio consideraban, comprensivamente, como una resaca monumental.

-¿Vas a comer con nosotros? –le preguntó Max mientras bajaban en el ascensor a mediodía.

Luis recordó a tiempo que la novia de Max, Desiree, estaría esperando en el modesto restaurante casero donde solían almorzar. Se disculpó, pretextando no sentir apetito. Comería ensalada y fruta en cualquier parte, nada más.

Pero cuando salían a la calle se paró, espantado. El coche de Xico estaba aparcado frente al edificio. Vestía como para matar de amor. El joven, sentado a medias sobre el capó, tenía un paquete con un lazo en las manos, y dibujó al verle aproximarse la más hermosa y tierna sonrisa que Luis recordaba haber visto nunca. 

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