jueves, 27 de septiembre de 2012

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 9 Luis Melero BAILE DAS BONECAS

CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA 9, Luis Melero

BAILE DAS BONECAS

El estado de expectación de Luis no se correspondía con lo que anticipaba que podía resultar de una visita a Rio de Janeiro que no llegaría a cuarenta y ocho horas. Llevaba más de una semana sintiendo una clase extraña de tensión que le agarrotaba las clavículas y parte del cuello, como si una mano sobrenatural intentara comunicarse con él obligándolo a sentir la angustia de las preguntas sin respuesta. Con lo que su mente le inspiraría cualquier clase de desvarío.

Por mucho que le dijera la razón que iba a ser un fin de semana algo más agitado de lo común, pero sin más, los intersticios de su cuerpo no paraban de generar alguna hormona que le ponía en tensión extrema, como si escalase la ladera de un volcán sabiendo que está a punto de estallar. Recordaba vagamente que las tradiciones familiares hablaban de algún familiar que había emigrado a Brasil, a Río, pero no recordaba de quién se trataba ni, por tanto, tenía su dirección. No había posibilidad alguna de contactar con alguien que pudiera revelarle cualquier cosa especial o prodigiosa ni tendría tiempo de visitar algo más que el centro de Río y, si acaso, el Corcovado. Mientras que su razón se negaba a esperar, los ahogos y sacudidas del cuello le inspiraban deseos inconcretos e imposibles.

Aunque en la primera conversación telefónica con Wilson había quedado acordado que se presentaría ante su puerta el sábado después de las 9 de la mañana, el profesor carioca le había llamado dos veces a lo largo de la semana, para aconsejarle llevar ropa de baño o con pretextos semejantes, cuando lo que Luis sospechaba era que Wilson trataba de confirmar la visita. Después de cada una de estas llamadas su tensión emocional se había exacerbado hasta el punto de no permitirle dormir. Al despertar, sabía vagamente que había soñado quimeras, pero no le dejaban el menor recuerdo. Daba vueltas en la cama humedecida por el sudor, mientras el duermevela le inspiraba nombres que nunca habían pronunciado en su presencia. Nombres o palabras en un idioma primitivo, tal vez en desuso o, quizá, que nunca había existido.

Los compañeros de la agencia no paraban de hablar del carnaval; las “fantasías” cubiertas de pedrería y oropeles; los desnudos casi integrales, tanto de mujeres como de hombres; los bailes acompasados de millares de personas, mientras desfilaban con una disciplina difícil de entender en un pueblo tan indisciplinado como el brasileño; las trifulcas y voceríos por tocamientos no consentidos; los enfrentamientos a navajazos con resultado de sangre o cosas peores; la facilidad de las relaciones sexuales y también la participación en grandes grupos orgiásticos; pero prefería no meterse en las conversaciones para no agravar el agarrotamiento de sus miembros.

De tal modo, que aunque antes de emprender el viaje se tomó un somnífero que su colega suizo Max Shety le regaló, no conseguía dormir en el autobús que lo conducía a Río. Tras los primeros kilómetros de avisos y recomendaciones del conductor por la megafonía, las luces se apagaron y todo quedó en silencio. Las respiraciones acompasadas y algunos ronquidos demostraban que casi todos dormían, pero Luis notó que su compañero de asiento, un flaco adolescente mulato, se le arrimaba más de la cuenta, con mucho disimulo; a cada giro del autocar, fingía una inercia que lo obligaba a echársele encima.

Luis se encogió todo lo que pudo en su lado del asiento, con las piernas torcidas hacia el lado contrario de su vecino, porque la pastilla comenzó a hacer efecto. Tras vislumbrar algunos bellos edificios neoclásicos, tan inesperados que creyó soñar, fue durmiéndose muy poco a poco, entre llamaradas de consciencia que, en vez de tranquilizarlo, renovaban la tensión de toda la semana, porque volvían las palabras incomprensibles.

La inmersión en el sueño fue como sumergirse de niño en una ola de las playas de Málaga. Se dejó llevar por el vértigo amoroso e irresistible de la marea, y entre azules y verdes surgió una figura que sólo podía ser un hada o una diosa. Vestía de escamas de nácar, su pelo era de coral y espuma, las manos se transparentaban mientras las agitaba hacia él y su rostro relucía de luna llena. Parecía querer comunicarle algo, una cosa inaplazable, pero la voz era vencida por el fragor del rebalaje. En los ojos de la diosa asomaron lágrimas de impotencia que el agua revuelta no arrastraba; se movieron los labios de un modo singular; lentamente y como si vocalizara en una escuela de arte dramático y Luis la entendió: Encontraría en Río una pista inesperada, que debía seguir hasta el final, sin miedo ni reservas de ninguna clase.

La inercia de un giro muy pronunciado del autobús le hizo despertar.

Estupefacto, descubrió que le habían desabrochado el cinturón y corrido el pantalón hasta más abajo de las ingles. Trataban de penetrarle. No supo si había despertado del todo, porque le pareció que lo que lo intentaba era algo grande como una caliente berenjena gigantesca, que pellizcó con saña y toda su fuerza aunque sus dedos patinaban por su turgencia. Apenas oyó el grito contenido, porque mientras el ariete se retiraba se precipitó de nuevo en el sueño de inmediato.

Le despertó la megafonía de la estación de autobuses, cuando el autocar daba el último frenazo. El pantalón desajustado y el cinturón suelto revelaron que no había soñado el intento de violación. Volvió la cabeza hacia su vecino, el oscuro adolescente delgado como la mojama de pintarroja. Al notar el giro de cuello de Luis, el mulato volvió la cabeza bruscamente en la dirección contraria y Luis ya no consiguió ni verle la cara mientras iban abandonando el autobús.

Eran las seis y media de la mañana. Le asombró ver desde la ventanilla del taxi muchos grupos de alicaída gente disfrazada, que caminaba acompasadamente aunque no sonara música. Los grupos eran particularmente numerosos en Botafogo, donde las aceras estaban cubiertas de grandes montones de confetis y serpentinas. También vio muchos hombres caídos en el suelo; supuso que serían borrachos echados a dormir en cualquier parte, aunque uno en particular le pareció que derramaba un riachuelo de sangre. Dejó de mirar, porque sintió que su ánimo pasaba de la curiosidad al horror y no quería desalentarse ante la expectativa de su primer carnaval de Río de Janeiro.

Llegó ante el portal de Wilson a las siete y veinticinco de la mañana. ¿Qué hacer durante hora y media? Miró hacia atrás y descubrió que la playa relucía con el amanecer a unos cien metros de distancia. Cruzó una avenida llamada “Nossa Senhora de Copacabana” antes de llegar a la vía que ceñía la famosa playa. Le pareció muy difícil describir la playa de Copacabana con una ingeniosa frase corta. El arco de edificios de altura bastante pareja mediría unos cuantos kilómetros, orlando un arenal dorado, demasiado lleno a esa hora de la madrugada. Celebrantes carnavalistas que no habían encontrado todavía el fin de la noche y continuaban el baile ahora con cierto aire tribal, excursionistas carentes de albergue, turistas de medio pelo dormidos sobre sus mochilas, borrachos derrengados por doquier y algunas parejas haciendo sexo sin inquietarse por la luz que iba abriendo el paisaje con una pátina de oro. Luis se preguntó si esa playa aparecería tan llena durante las horas de sol, aunque notó que había instaladas unas estructuras que parecían porterías de fútbol, lo que indicaba que, de día, habría también partidos con sus veintidós jugadores en cada caso.

Daba igual. No tendría tiempo de echarse a nadar un rato ni tomar sol en aquella arena incitadora. Las treinta y nueve horas que iba a pasar en Río de Janeiro serían insuficientes para ver todo lo que quería ver.

Después de desayunar un batido de papaya y un café con un bollo cubierto de fruta confitada, vio que ya había sonado la hora de ir a casa de Wilson. Para su sorpresa, el profesor de español lo esperaba ante el portal de su casa y le sonrió ampliamente bajo una mirada adormecida.

-Hola, Luis. Benvindo. Te estoy esperando aquí, para que no llames a la puerta, porque hay más de veinte personas durmiendo en las alfombras de mi apartamento y no puedes despertarlas, puesto que nos hemos dormido hará unas dos horas.

-Entonces… -fue a decir Luis.

-No te preocupes –repuso Wilson adivinándole el pensamiento-. La próxima noche no serán tantos, y encontrarás un hueco para ti.

Luis contuvo más comentarios. La escalera se parecía a las de las casas de la clase media de Málaga, pero eran mucho más anchas. La puerta del apartamento tenía empaque casi de lujo. Wilson la abrió con mucho sigilo; poco más allá del dintel, las cabezas de dos hombres se le mostraron antes que la totalidad de sus cuerpos semidesnudos. Estaban abrazados; un abrazo no casual, sino muy libidinoso y como de sexo interrumpido. Wilson no apartaba un dedo de su boca indicándole silencio. Tuvieron que saltar por encima de muchos cuerpos, algunas de cuyas caras le resultaron familiares a Luis. Deseaba preguntar quiénes eran, pero Wilson reforzó su petición muda de silencio.

El profesor carioca abrió despacio la puerta del que debía de ser su dormitorio. Había dos mujeres y un hombre en la cama, y otros dos hombres dormidos sobre una de las alfombrillas. Wilson indicó seguir hasta el otro lado de la cama, donde quedaba libre la otra alfombrilla, donde se sentó con la espalda apoyada hacia la cama, invitando a Luis a imitarle.

-Ve haciéndote a la idea –susurró Wilson en el oído de Luis- de que después del baile de esta noche tendrás que dormir más o menos así.

-No te preocupes. Si estorbo, iré en busca de una pensión.

-¿Estás “doido”? No encontrarías una habitación libre en cien kilómetros a la redonda de Río. Algunas de estas personas, tienen bastante fama en la tv y ya ves.

-Sí, algunas caras me han parecido conocidas.

-Está Geraldo Vandré.

Luis sintió una convulsión. Una de las caras que le habían resultado familiares, era el famoso cantante, antaño perseguido con enorme saña por los fascistas de Brasil, exiliado constante y la persona que más admiraba en el país. No sólo iba a saludarlo dentro de algunas horas, sino que estaba durmiendo en el suelo del apartamento de su amigo, y quizá durmiera la noche siguiente cerca de él.

-Lo admiro sinceramente –musitó al oído de Wilson- ¿Debería prepararme para alguna sorpresa más?

-Probablemente –murmuró Wilson tras una sonrisa enigmática, al tiempo que hacía ademán de reclinar la cabeza para dormirse.

A Luis no le costó demasiado conciliar el sueño. El mulato con su batata-remolacha y los frenazos y sacudidas del autobús le habían impedido descansar del todo. Ahora, aunque ardía de impaciencia por conocer a los durmientes, cayó en un sueño absorbente, como si se precipitase por un pozo encantado.

Cuando despertó, sentía agujetas por todas partes, principalmente en el cuello. Tenía la cabeza apoyada en la cadera de Wilson, que roncaba de un modo casi musical. Tenía hambre, pero daba la impresión de que todos seguían durmiendo, porque no se escuchaba el menor ruido, aparte de algún ronquido. Se alzó con todo el sigilo que pudo y fue evitando cuerpos hasta encontrar la cocina, donde también había dos muchachas jóvenes dormidas en las sillas del office, con las cabezas apoyadas en los azulejos de la pared. No era una manera cómoda de dormir, por lo que debían de haber sido vencidas por la borrachera. Las dos estaban disfrazadas, con una especie de sarong ajustado a la cintura y un sujetador pequeño y transparente. En el cuello, frondosos collares de estilo hawaiano, que debían de haber sido la precaria cubierta de sus pechos.

La nevera estaba muy llena. Fruta, postres confitados, leche, huevos. Una papaya más grande que un melón grande le llamó la atención. Wilson podía interpretarlo como un audacia intolerable, pero Luis cortó una tajada muy grande, buscó el depósito de la basura, donde con la ayuda de un tenedor fue echando las abundantes semillas negras, y finalmente comió con una cuchara la mayor ración de papaya que hubiera comido nunca. Con mucha fruición, terminaba con la tajada cuando despertó una de las muchachas.

-Oh. Hay papaya.

-Sí –respondió Luis-. Me llamo Luis, ¿quieres que te corte una tajada?

-Sí, por favor. Me llamo Chus. ¿Eres el español del que tanto habla Wilson?

Sorprendido por el comentario, Luis respondió:

-Ignoro lo que te habrá dicho, pero creo que sí, soy ese español.

-Todo lo que ha dicho Wilson de ti es muy bueno.

Luis calló, algo sonrojado, sonrojo que disimuló bajando la cabeza mientras cortaba otra raja grande de papaya. Había quedado reducida a la mitad.

-Oh, es demasiado –dijo Chus-, pero creo que me lo voy a comer todo. Tengo mucho apetito, porque anoche casi no cené. Me fui a la fiesta cuando volví del templo, sin pasar por casa.

La mención de un templo hizo que Luis se pusiera en guardia. Quizá estaba conversando con una evangelista o testigo de Jehová, que tan molestos contertulios solían ser. Examinó a Chus despacio, mientras ella “devoraba” la papaya. Contrariamente a la mayoría de los brasileños, parecía no tener ni un poco de mulata. Resultaba completamente europea, tal vez del norte de Italia o el Tirol
No era bonita en el estricto sentido académico de la palabra, pero sí era muy sensual y atractiva. Hacía tiempo que las mujeres lo dejaban indiferente, pero se encontró contemplando los pechos casi desnudos con algo de pasión. Sintió deseos de tocarlos, deseos que Chus descubrió en sus ojos.

-Tócame si quieres, Luis. Estoy en ayunas desde ayer.

Luis dedujo de qué clase de ayuno hablaba, por lo que obedeció de inmediato. Eran tocamientos muy placenteros, pero no advirtió que su pene se diera cuenta. De pronto, entró un joven algo menor que Luis, y sin decir palabra, hizo un guiño en dirección a sus ojos y también se puso a tocar, los pechos y más abajo, con evidente experiencia. Ahora, Luis tuvo una erección imperiosa, al tiempo que su mente derivaba del estupor al desconcierto. ¿Qué iría a pasar? Toda la vida se había reprimido de un modo cruel, sin dejarse llevar ni en las ocasiones más obvias. Tal vez no había vivido en realidad. El otro chico era un brasileño algo moreno, muy guapo y atlético. Acercó sus labios al oído de Luis para preguntar:

-¿Quieres metérsela por detrás o por delante?

Luis se encogió de hombros.

-Te dejo lo más fácil. A mí me van mucho los culos. Si quieres, también te la meteré a ti.

Luis negó con la cabeza, mientras el otro giraba a Chus, que se dejaba manipular como una muñeca. Impensadamente, Luis sintió que ella le descorría la cremallera y se introducía el pene de modo imperioso. El desconocido buscó desde atrás la boca de ella y forzó a Luis a unirse en un beso triple, mientras éste era sacudido por un relámpago precoz e inoportuno. Los otros dos lo notaron y, al unísono, apartaron a Luis con cierto desdén, y siguieron sus afanes.

Luis tuvo que sentarse para no caer al suelo. No recordaba nada parecido en su pasado; la intensidad del orgasmo superaba a cualquier otra que hubiera vivido. ¿Cómo tendría que abordar el sexo en lo sucesivo?

Los jadeos de los dos le anunciaron que también habían alcanzado el clímax. El chico llevo en volandas a Chus para sentarla y se acercó a Luis.

-Me llamo Xico. ¿Sabes quién es Pitanguy? –Luis asintió-. Pues Chus es la recepcionista de su clínica, así que ya lo sabes, por si quieres hacerte la estética… Pero no te hace falta; eres muy guapo. Espero que nos veamos más, porque me gustas mucho.

-Oh, gracias. Yo soy Luis. No podremos volver a vernos porque vivo en São Paulo.

-Yo también. Toma mi número de teléfono. ¿Hasta cuándo te quedas?

-Sólo esta noche. Tengo que trabajar el lunes en São Paulo, por lo que no tengo más remedio que irme mañana a las 10 de la noche.

-Yo también debo trabajar el lunes, con mi padre. Pensaba viajar mañana después de comer, en mi coche, pero voy solo y es muy aburrido conducir tantos kilómetros sin compañía. ¿Quieres viajar conmigo?

-Tengo ya el billete de vuelta en autobús.

-Tíralo, no importa. Es mucho más cómo viajar en mi escarabajo.

Luis apretó un poco los labios. No sabía qué decir. Xico le atemorizaba y no quería comprometerse a un acompañamiento que a lo mejor le hacía arrepentirse.

Los durmientes fueron despertando. De todos modos, persistía en el apartamento un aire de fiesta momentáneamente interrumpida, y a ello contribuía el fuerte olor a alcohol y vómitos. Algunos se marchaban en cuanto despertaban, probablemente a la playa porque salían en bermudas o, directamente, en tanga. Otros, entraban en el baño y, por no aguardar colas, se duchaban en grupo. La cocina estuvo ocupada con las preparaciones de diferentes comidas la mayor parte de la tarde; Luis reconoció entre quienes se prepararon el almuerzo a dos actrices segundonas de televisión, un cantante medianamente conocido en los cafés cantantes de São Paulo y a un actor de teatro con cierta categoría. Cuando empezaba a anochecer, quedaba poca gente en el apartamento. Sesteaban sólo cinco personas, entre las que se encontraban Xico y Wilson. Este preguntó a Luis:

-¿Tienes disfraz?

-No tengo; ni se me ocurrió la idea…

-Yo puedo dejarle el que me puse anoche –dijo Xico a Wilson.

-Buena idea.

-Me sentiré ridículo –objeto Luis-. Nunca me he disfrazado. ¿Qué representa el disfraz que dices?

-No representa nada –dijo Xico muy sonriente- Ya lo verás. Nunca te habrás sentido tan sexy.

Luis notó que se sonrojaba. Le había pasado varias veces a lo largo de la tarde, por los piropos de Xico quien, además, recibía zalemas, besos, caricias y alabanzas de varias de las mujeres. Una de ellas hizo alusión a los atributos sexuales del joven paulista, que sólo se cubría con un breve pantaloncito de seda blanco. Era un tipo desconcertante.

Antes de las nueve de la noche, Wilson invitó a los cinco que quedaban en el apartamento, todos hombres:

-Hora de disfrazarse.

Los otros cuatro hombres se desnudaron sin ninguna clase de remilgos. Viendo que Luis no les imitaba, lo miraban de soslayo o francamente a la cara, como reconviniéndole. Xico evitó que Luis se ruborizada demasiado dándole el disfraz que debía ponerse. Luis lo examinó con enorme reparo. Se trataba de un ajustadísimo pantalón de lamé de plata, que dejaba expuesta gran parte de los muslos por delante y los dos glúteos completos. Para el pecho, Xico le entregó una pieza también de lamé, pero profusamente cubierta de bisutería muy colorida, parecida a un collar faraónico.

Sintiéndose completamente en evidencia, Luis salió tras los cuatro hombres, sin hacer ningún comentario porque los otros iban mucho más desnudos que él. El coche fue aparcado poco después de Botafogo, y tuvieron que ir caminando un largo trecho. Luis no se fijó en la decoración del local, sino en el hecho de que era un cine, cuyo patio de butacas había sido desmontado del todo. Era un cine de gran tamaño. Todo el patio de butacas era una enorme pista de baile, atestada de danzarines que bailaban siguiendo un círculo que iba circulando alrededor. Todos entraron casi a presión en el baile, y sólo cuando ya se encontraba danzando abrazado por la cintura, entre Xico y otro de los amigos de Wilson, se dio cuenta de que todos los danzarines eran hombres.

-Sólo hay hombres –gritó al oído de Xico.

-Claro. Este es el baile das bonecas. Danza y goza.

Luis fue incapaz de gozar. No podía rescatarse a sí mismo del alerta permanente, porque no paraban de palparle el pene bajo el ajustado “pantalón” y también los glúteos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario