miércoles, 16 de marzo de 2011

MON AMI

Sentado en el coqueto restaurante, Paco Muñoz trataba de prestar atención a la cháchara de su sobrino sin conseguirlo más que a ratos. El chico le había llamado un mes antes, recordándole una promesa que Paco había olvidado:
-Tío, ¿recuerdas que cuando era niño me dijiste que me llevarías a conducir miles de kilómetros para que hiciera prácticas, dando una vuelta por Europa, cuando consiguiera el permiso de conducir a los dieciocho años? Pues acabo de recoger el carné.
Le asombró el hecho mismo de que ya hubiese cumplido dieciocho años más que su memoria insolente, porque la edad del hijo de su hermana le hizo recordar que se acercaba a galope hacia la madurez. Aceptó cumplir ese compromiso que no recordaba y, a la primera ocasión que el trabajo del periódico se lo permitió, le mandó el billete de avión del chico a su hermana, que había pasado todo un mes llamándole para repetirle una y otra vez: "Paco, mi hijo empieza a decir que su tío es un informal. Los niños como Oscar sufren decepciones muy fuertes cuando un familiar les engaña"
El recorrido en coche había incluído Barcelona, Marsella, Génova, Roma, Florencia, Milán, Ginebra, Munich, Bonn, Amsterdam, La Haya, Bruselas, Luxemburgo, París y Burdeos. Ahora bordeaban los Pirineos por el norte, para cruzar Andorra y volver por fin a Madrid. Oscar era lo que era, un adolescente, pero, a los dieciocho años, Paco se deslomaba trabajando y estudiaba por las noches como un adulto, y su sobrino se comportaba a esa edad como un niño irresponsable, caprichoso e indiferente a los problemas y dificultadesde los adultos.
Estaba ansioso por reintegrarse a su vida madrileña habitual, libre del compromiso y del inclemente intolerante que era el muchacho.
Oscar había agotado la canastilla de patés que la astuta mesonera pusiera sobre la mesa, como si fuese un aperitivo gratis, aunque Paco sabía que tendría que pagarla a precio de caviar. A continuación, el chico eligió solomillo, que era el plato más caro de la carta. Menos mal que tenía que conducir y pidió coca cola en vez de una botella de la "Viuve de Clicot". Tras las peras maceradas en vino, reemprendieron la marcha por carreteras sinuosas entre bosques que a Paco, que no conducía, le parecían amenazadores. Temía que pudiera surgir tras un árbol un terrorista que les asaltara para apoderarse del coche con matrícula española.
A los pocos kilómetros de marcha, sus temores se confirmaron. Un coche bloqueaba la carretera y su conductor, un hombre entre treinta y cuarenta años, les pedía por señas que se detuvieran. Paco se puso en tensión. El hombre se acercó a la ventanilla del conductor y habló en francés:
-Se me ha averiado el coche; fundido total. ¿Pueden llevarme a Pau, para contratar una grúa?
Paco supuso que si le permitía entrar en el coche, en el mismo instante sacaría una pistola y les expulsaría, apropiándoselo. Pero era imposible transmitirle mentalmente a su sobrino, sentado al volante, lo que él haría en esa circunstancia: arrollar al intruso, virar en redondo y acelerar en la dirección contraria. Hacia el frente, el coche supuestamente averiado no les permitiría avanzar. Bajó la cabeza, tratando de examinar la cara del sujeto. Éste, notándolo, se agachó un poco más y sonrió ampliamente:
-Por favor -le rogó-. Por esta carretera no pasan ni jabalíes.
Su acento francés era demasiado genuíno para tratarse de alguien cuya lengua fuera otra. La cara le recordaba a Paco la de Jean Marchais, aunque las profundas arrugas que marcaba la risa en las mejillas hundidas resultaban mucho más masculinas. Estaban atrapados, no tenían más salida que jugársela. Le señaló con una inclinación de cabeza que sí, que iban a ayudarle.
-¿Pueden empujar mi coche para echarlo a un lado? La policía me va a multar si lo dejo ahí.
Tras salir, Paco volvió a examinar al sujeto. Visto erguido, tenía un tranquilizador aspecto campesino y no parecía peligroso. Sacaron el coche averiado de la carretera entre los tres y reemprendieron la marcha con el francés, al que Paco le cedió el asiento de copiloto, porque consideró más seguro ir sentado atrás, por si las moscas.
-Me llamo René.
-Mi nombre es Paco y mi sobrino se llama Oscar.
-Gracias, muchas gracias por ayudarme. Tengo que volver a mi granja antes de que anochezca, y resolver este problema me va a tomar lo menos tres o cuatro horas. ¿Viajan de turistas?
-Sí -respondió Oscar, sorprendiendo a su tío, que ignoraba que entendiera el francés.
-¿Les gusta Francia?
-Mucho -dijo Paco.
-Nunca estuve en España, pero me muero de ganas.
-¿Vive usted en esta zona?
-Sí. Tengo una granja ahí arriba, en la montaña. Vivo solo y los animales dan mucho trabajo.
-¿Solo?
-Me quedé viudo hace cinco años y no me dieron ganas de volver a casarme. Tampoco tengo hijos y ahora la gente joven le huye al campo. ¿No les gustaría ser mis invitados allá arriba?
Era una posibilidad. Sólo el deseo de librarse cuanto antes de su sobrino impidió que Paco aceptara la invitación.
Ninguno de sus temores se confirmaron. Dejaron a René a la entrada de Pau, donde, por la insistencia del francés, intercambiaron las direcciones y los números telefónicos, y siguieron el camino por la autopista, en vez de por los caminos bucólicos que Paco había estado eligiendo por ser más propicios para que el muchacho hiciera prácticas de conducción. Por la autopista, llegarían pronto a Andorra y se terminaría por fin el viaje.


A la semana de regresar, Paco recibió un paquete conteniendo seis pequeños quesos de elaboración artesanal y apariencia deliciosa, acompañados de una tarjeta que decía: "Fuiste muy gentil. Aquí tienes lo mejor de mi granja. Con amor, tu amigo francés. René". Esa noche, sonó el teléfono a las once.
-Soy René. ¿Cómo estás?
-¿René? ¡Ah! Qué sorpresa. Gracias por el regalo, pero es excesivo.
-Los fue excesiva fue tu amabilidad. ¿Tuvieron buen viaje?
-Sí.
-Sentí que no aceptaras ser... mi invitado. Habrías visto mi bodega de quesos y cómo los hago. Además, yo... Bueno... aquí en la montaña, tan solo, uno siente... mucha necesidad de hablar con la gente, en vez de con las vacas.
Paco sonrió. Estaba organizando un reportaje que tenía que escribir para el periódico, por lo que no tuvo pensamiento para la extrañeza por el párrafo lleno de pausas y sobreentendidos.
-¿Sigues con el chico? -el tono de la pregunta le sorprendió.
-¿Mi sobrino? No, ya está en su tierra, con sus padres.
-¿Es de verdad tu sobrino?
-¿Qué quieres decir?
-Había imaginado que...
Con dificultad, Paco dedujo que el francés había sospechado que formaban una pareja de amantes. Sonrió de nuevo.
-¿Por qué no vienes a pasar unos días en la granja? Me gustaría tanto...
-A lo mejor más adelante. Acabo de volver de unas vacaciones.


Dos semanas más tarde, el teléfono volvió a sonar a la misma hora.
-Soy René.
-Hola.
-¿Cuándo vas a venir?
-Es muy difícil que vaya este año, René. Ya no puedo pensar en vacaciones hasta el año que viene.
-Podrías pasar un fin de semana. Este sitio es muy bonito. El viaje no te llevaría más de cinco horas.
-Bueno, lo pensaré.
-Pero...
-¿Qué?
-Tengo que advertirte que mi casa, aunque muy hermosa y muy cómoda, es muy pequeña. Sólo dispongo de una cama.
-Entonces, problema resuelto. Iré cuando amplíes la casa.


Pasadas dos semanas, sonó el teléfono de nuevo.
-¿Paco? Soy René.
-¿Qué quieres?
-Decirte que he comprado una cama plegable, por si el problema era que no querías dormir en mi cama.
-Tienes que admitir que encuentre extraña tu insistencia. Apenas nos hemos tratado durante una hora, no somos amigos, casi ni nos conocemos. Me resulta incómodo decirte estas cosas, pero no puedo evitarlo. ¿Podrías explicarme con claridad la razón de tu interés porque te visite?
-Me caiste muy simpático y yo... vivo solo aquí, tan lejos de la gente...
-Todo eso lo comprendo, René. Es natural que una persona joven como tú se sienta oprimido por la soledad, pero ese es un problema que no está en mi mano resolver. Yo vivo y trabajo en Madrid; si te visitara alguna vez, estaría ahí sólo un par de días, lo que no palía en modo alguno tu soledad de manera definitiva.
-Un par de días, estaría muy bien.
-Pero, por el momento, no es posible.
-Te asombraría lo bello que es este lugar.
-No lo pongo en duda.
-Quisiera que sepas...
-¿Qué?
-Mi polla mide veintisiete centímetros.
Sin poder contenerse, Paco soltó una carcajada. Escuchó el chasquido del teléfono; René, amoscado, había colgado.


A las dos semanas, cuando sonó el teléfono a las once, Paco intuyó que se trataba de René. Descolgó el auricular y saludó, pero nadie respondió.
-¿René?.
Se oía la respiración al otro extremo del hilo.
-¿Eres tú, René?
Escuchó el carraspeo. El otro parecía intentar reunir coraje para hablar, sin acabar de decidirse.
-Coño, René, habla; estoy seguro de eres tú.
Nuevos esfuerzos de aclararse la garganta y una tos.
-Bueno, voy a colgar.
-No... espera.
-Eres el sujeto más extraño que jamás haya conocido.
-Me insultaste.
-¿Qué?
-Te reiste de mi problema.
-¿Tu problema? No sé de qué me hablas.
-Del tamaño de mi pene.
-¿Ese es tu problema? Hay millones de hombres en el mundo que quisieran tener esa clase de problema.
-Lo dices porque no es tu caso. A lo largo de mi vida, quien no se ha reído de mí, me ha mostrado miedo por esta cosa tan exagerada.
-Pero... oye...
-¿Qué?
-¿Es verdad que mide veintisiete centímetros?
-Sí.
-No lo puedo creer.
-Ven a comprobarlo.


Durante las dos semanas siguientes, Paco sintió crecer la curiosidad. Si era verdad que tal cosa existía, su espíritu indagador de periodista, funcionando al margen de su voluntad, le inclinaba por ir a certificarlo. Pero le parecía una mostruosidad viajar seiscientos kilómetros para ver un pene, cuyas medidas, muy probablemente, habían sido exageradas por su poseedor para incentivar su interés por el viaje. No, no podía realizar tal desplazamiento por una cuestión de tal carácter aunque resultara cierta la afirmación; lo más probable es que fuese mentira y podía llevarse un cabreo muy serio al comprobarlo.
Involuntariamente, permaneció alerta a las once, cuando debía producirse la llamada de René.
Pasaron las horas, el reloj marcó la una de la madrugada y Paco se acostó, furioso consigo mismo por haber esperado una llamada que no se había producido y que, en realidad, no deseaba que se produjese.
Al día siguiente, sin embargo, fue a hablar con la sexóloga Marta Abellán, que dirigía el consultorio del semanario del periódico.
-¿Es posible que exista un pene de veintisiete centímetros?
-Ya lo creo que sí. ¿Has oído hablar de John Holmes?
-No.
-Ya ha muerto. Era una estrella del cine pornográfico, que calzaba un treinta y cuatro.
-¿Qué quieres decir?
-Que su pene medía, en erección, treinta y cuatro centímetros.
-Pues no le serviría para nada.
-Parece que sí, según cuentan sus compañeros de las películas.
-¿Compañeros? ¿Era homosexual?
-Más bien parece que fuera bisexual. Protagonizó películas hetero y homosexuales. Creo que tengo un vídeo suyo, ¿quieres que te lo traiga?
-No, gracias.


Una nueva semana y René continuaba sin llamar.
Intuía aproximadamente la elaboración mental que el amigo francés había realizado. Le habló del tamaño de su dotación sexual para favorecer la estrategia de seducción y, al ver su reacción, dedujo que el asunto le divertía más que atraerle. Ahora, estaría mascullando la probable mezcolanza de sentimientos opuestos que su rareza le producía: por un lado, la jactancia por ser un superdotado y por otro, el complejo de quien se sabe diferente.
Una diferencia que a Paco le causaba también un conflicto de actitudes: la curiosidad de quien se pasa la vida investigando, la atracción morbosa por algo tan desusado y el escepticismo, porque tenía que ser una exageración.
Con el paso de los días, comprobó que el asunto ocupaba en su pensamiento más tiempo del conveniente.
-¡No me digas que eres un hiperdotado! -exclamó el médico que dirigía la sección de salud del periódico.
-No se trata de mí. Es un... amigo, que afirma tener veintisiete centímetros, pero no me lo creo. Marta dice que sí, que existen penes así, pero su información procede de la publicidad de películas pornográficas, que todos suponemos que deben de exagerar.
-Pero no es imposible, Paco. Veintisiete centímetros es una medida que, aunque enorme, se encuentra dentro de lo razonable. Sé de un sujeto de raza africana que sobrepasaba el medio metro; claro que no se le levantaba, era imposible. Esto sí es completamente insólito, una verdadera deformidad, pero entre los veinte centímetros, que es cuando un pene comienza a resultar excesivo, y los treinta, la estadística aporta casos, pocos, pero lo suficientemente frecuentes como para encuadrarlos dentro de la normalidad, entendiendo la palabra "normalidad" con todas las reservas.
-¿Y son funcionales?
-Funcionales sí pueden ser, pero difícilmente presentan erecciones verdaderas, lo que dificulta la penetración más que el tamaño; y además, es corriente que los penes tan grandes presenten deformaciones, torcimientos y curvaturas. En todo caso, la funcionalidad depende del estado mental, el físico y la relación pene/corpulencia de cada individuo. Lo que sí parece muy común es que estos superdotados sientan complejos, casi más que los pitofláuticos.
-Es posible que esa característica condicione el carácter.
-Sí, es muy posible. Sin embargo, la mayoría de los hombres, incluso algunos muy bien dotados, sueñan con tener un pene mayor.
-Yo no.
-Porque lo tendrás grande.
-Normalito.
-¿Qué entiendes por "normalito"?
-Nunca se me ha ocurrido medírmelo, pero, cuando estaba en la mili, en las duchas no me pareció que lo mío fuera extraordinario en ningún sentido.
-Entonces, medirás entre quince y dieciocho centímetros en erección. Los que más sienten la necesidad de medirse son los que están por debajo y por encima de esos estándares. En fin, Paco, que en cuestión de pollas, vino un barco lleno de modelos y volvió vacío.
-Tengo una curiosidad tremenda por ver si este amigo no miente.
-Ten cuidado, a ver si a tu edad te acomplejas y te da por aspirar a más.


Paco esperó en vano una nueva llamada de René, y la curiosidad crecía entre tanto. De modo que un mes después de la última llamada del francés, fue él quien marcó el número de teléfono.
-¿René?
-¡Paco, qué alegría!
-¿Estás enfadado?
-¿Contigo? No. Estaba triste, porque vi que no te interesaba.
-Oye, creo que podría ir por ahí este fin de semana
-¡Es magnífico! ¿Qué día llegarás?
-Antes de acabar de decidirlo, tienes que...
-¿Qué?
-Tienes que darme tu palabra de que es verdad lo del tamaño de tu pene.
-Te gustan las pollas grandes.
-No se trata de eso, René. Mi interés es periodístico.
-¿Vas a hacer un reportaje sobre mi polla? No es necesario que vengas.
Sonó el chasquido del teléfono. Había vuelto a colgar.


A la noche siguiente, el timbre del teléfono despertó a Paco a las dos.
-Soy René. Disculpa por llamarte tan tarde. Llevo toda la noche dudando si hacerlo o no. No estoy enfadado contigo, pero debes comprender que este problema me acompleje.
-No veo por qué. Si un pene del tamaño del tuyo es funcional, incluso podrías vivir de él haciendo cine pornográfico.
-¿Funcional, qué quieres decir con eso?
-Funcional quiere decir que funciona, que tienes erecciones, que puedes penetrar a una mujer o... a quien desees penetrar.
-¡Oh, sí, claro que es funcional! ¡Demasiado funcional! Pero no me gustaría que eso me convirtiera en un bicho raro en un periódico.
-No quise decir anoche que pretenda hacer un reportaje sobre tu polla, René. Te hablé de mi interés periodístico para describir una circunstancia, una actitud producto de la deformación profesional, no porque piense escribir un reportaje.
-En ese caso, ¿vendrás el fin de semana?
-Sí.


La última etapa del viaje fue más complicada de lo esperado.
La vertiente norte de los Pirineos era hermosísima, llena de valles cubiertos de verde abiertos entre cumbres boscosas que parecían pintadas, pero el estado del camino, a pesar de estar en Francia, resultaba sorprendentemente malo, lo que se agravaba por la sinuosidad del trazado y las frecuentes bifurcaciones, que le desorientaban.
Por fin, descifró a duras penas las indicaciones de René y encontró la granja, que se alzaba muy cerca del camino; tras el edificio, muy antiguo pero bellamente pintado y decorado con flores, el terreno descendía suavemente hacia un torrente.
René acudió presuroso desde la parte trasera.
-¡Paco!
Su alegría resultaba engorrosa, porque era verdadera.
-¿Cuánto te vas a quedar?
-Ya veremos. No lo tengo claro del todo.
-¿Qué te parece el paisaje?
-Extraordinario.
-¿Ves como te decía la verdad?
-¿En todo?
René bajó la cabeza rojo de rubor, lo que asombró a Paco. El francés era tosco, sí, pero poseía un físico envidiable, fuerte y armónico, y su cara era más que atractiva. Y, sobre todo, se trataba de un hombre en la treintena, demasiado viejo para rubores.
-He hecho un plan para tu estancia aquí. Esta tarde, para que desacanses del viaje, no saldremos de la granja; te enseñaré cómo trabajo con el ganado y la elaboración de los quesos. Si te aburres, puedes ver la televisión. Mañana, me levantaré muy temprano, haré las tareas y luego subiremos aquella montaña, ¿ves? Desde allí se ve España.
-A España la tengo muy vista.
-Pero el paisaje te gustará. Además, encontraremos animales por el camino y podrás coger endrinas silvestres. Siempre que me visita gente de la ciudad, se entusiasma con esas cosas.
Paco no podía evitar que su mirada se deslizara hacia la entrepierna de René, a ver si el pantalón permitía apreciar el contenido, aunque se trataba de un rígido y ampuloso pantalón de dril que le cubría como un saco. No le pareció que contuviese nada excepcional, pero lo que sí le parecía excepcional era que René, ante cada una de las miradas, volviera a enrojecer. Y , por encima del rubor, la delicadeza y el afán con que trataba de comportarse como un buen anfitrión, actitud inesperada en alguien que, por su modo de vida, tendría que ser un gañán.
La sorpresa aumentó durante la cena y no por la comida, aunque era deliciosa, sino por cómo arregló la mesa. Los platos, vasos, cubiertos y servilletas estaban dispuestos como los de un hotel del lujo; había un centro de flores silvestres hermosísimas y dos velas rojas encendidas. Todo ello desentonaba de la apariencia de quien lo había preparado, cuyas manos duplicaban casi el tamaño de las de Paco y presentaban los rasguños y callos propios de quien trabaja en el campo.
-¿Sabes por qué he venido?
René bajó la mirada a su plato y volvió a enrojecer.
-Es una tontería que eludamos el asunto, René. De veras que te agradezzco tu hospitalidad, compruebo que eres un anfitrión muy gentil y generoso, pero todo eso no justificaría este viaje. Has tentado mi curiosidad, lo sabes muy bien. Ahora, tengo que ver tu pene.
-Yo...
-Coño, René. Te prometo que si me has mentido, no me voy a enfadar. De todos modos, ver los paisajes que he visto merece la pena. Si te da vergüenza bajarte los pantalones, reconoce que exageraste y me daré por satisfecho.
-¡No exageré!
-Entonces, demuéstramelo.
-Mañana.
-¿Por qué mañana?
-Es que... yo... No quiero que eches a correr.
-Coño, René. Tengo treinta y nueve años, llevo quince en el periodismo, he sido corresponsal de guerra en Irak y en Bosnia... ¿Crees que hay algo que me pueda espantar?
-Mi pene lo haría.
-Estás equivocado.
-Pero yo quería...
-¿Qué?
Sin responder, René se alzó de la silla y corrió a encerrarse en el dormitorio.
Esto acabó de desconcertar a Paco. ¿Cómo podía comportarse igual que una doncella un hombre de sus características? Comprendía que alguien que llevaba una vida tan solitaria, tan apartada del mundo civilizado, poseyera inhibiciones y desconexiones con el desparpajo de la gentre urbana, pero el pudor y los remilgos de René eran desconcertantes. Subió la pequeña escalera, que apenas salvaba un desnivel, y llamó a la puerta.
-He preparado tu cama en la sala -informó René por respuesta.
-Quiero hablar contigo.
-No puedo.
-¿Por qué?
-No me gustaría que conviertas mi granja en un zoológico.
-No te comprendo.
-Cuando veas mi pene, lo contarás a tus lectores y vendrán a estudiarlo como se estudian las cosas raras.
-No, René. Yo no voy a hacer eso. Sal, por favor. Esperaré que me lo enseñes mañana si así lo quieres. Y si no, pues dará igual.
La puerta se abrió suavemente. René se había quitado la camisa. A pecho descubierto, calculó Paco que un publicitario lo contrataría inmediatamente para un anuncio de Marlboro. Había visto pocos cuerpos más macizos y agrestemente varoniles, por lo que resultaba muy desentonante la expresión de adolescente contrariado y cabizbajo.
-Quería que fueras mi amigo -murmuró René, de nuevo ruborizado.
-Bueno, hombre, ¿por qué no? Eres una persona muy agradable y si tú quieres ser mi amigo, yo también. Pero deja de comportarte como si yo fuese el enemigo.
-¿Quieres tomar un whisky?
-No me gusta el whisky. ¿Tienes coñá?
-Claro.
En la sala, conteniendo los bostezos, René encendió el televisor, cuyo volumen redujo al mínimo. Sirvió las copas y, mientras bebían, pronunció un inconexo y largo discurso sobre la vida en la montaña, sus ventajas e inconvenientes, la soledad helada de una cama no compartida, la falta de caricias de una piel que las anhelaba y el despertar en ausencia de voces humanas, hasta que el crepúsculo se esfumó del todo tras la ventana, la noche se cerró, la luz de la luna le bañó de plata la mitad del perfil y René comenzó a bostezar ya continuamente.
-Tengo que levantarme a las cinco, para ordeñar las vacas antes de que subamos al bosque. ¿Podrás dormir en este camastro tan pequeño, no preferirías dormir en mi cama, que es mucho más cómoda?
Paco fingió no captar la súplica implícita. Respondió.
-Esta noche, me quedaré aquí. Mañana, ya veremos; quiero conocerte mejor.
René le miró fijamente a los ojos mientras se desperezaba con los brazos flexionados y las manos en la nuca. Había en su mirada tristeza y decepción.
-Yo no resisto más -explicó-. Es muy raro que me acueste tan tarde.
-De acuerdo, no te preocupes por mí, acuéstate. Si no te incomoda, miraré la televisión todavía un rato. No conseguiría dormir tan temprano; en Madrid, nadie se va a la cama antes de la una.
A solas, Paco meditó durante horas. Se estaba produciendo un cambio imprevisto de su interés Había viajado más de seiscientos kilómetros movido por la curiosidad, sin valorar que la persona que le aguardaba era un ser humano, con su carácter, sus emociones y sus expectativas. René se había revelado esa tarde muy sensible, gentil, afanoso de agradar y, sobre todo, muy necesitado de amor; estaba muy por encima de su rareza física. Había sido injusto.
Cuando comenzaba a vencerle el sueño, escuchó un gruñido. "Bueno -se dijo-, estoy en una granja; lo normal es que haya animales que gruñan por la noche". Pero el gruñido, mugido o berreo sonaba dentro de la casa, estaba seguro; no venía del exterior. Extrañado, se desveló. Gracias al estado de alerta, su oído se volvió más agudo y escuchó el murmullo animal alternado con jadeos y el crujido de una cama agitada. Su desconcierto aumentó. ¿Qué significado tenían tales sonidos?. Ahora, despejado del todo, percibía con claridad que procedían de la parte alta, del dormitorio de René. ¿Tendría problemas? ¿Podía tratarse de una crisis de llanto contenido? Lo que le faltaba, tener que consolar ahora a ese hombretón que podía partirle la cara de un guantazo.
Decidió no encender la luz. Con los pies descalzos, su aproximación no sería advertida y podría volver sobre sus pasos si estaba equivocado.
Escaló lenta y cuidadosamente los siete peldaños para acercarse a la puerta. Se encontraba abierta. Atisbó con cautela para que no le descubriese. En el trayecto, sus ojos se habían acomodado a la luz difusa que derramaban la luna y las estrellas a través de las ventanas, bañando con una claridad azul los muebles y las paredes. En posición cuadrúpeda sobre la cama, y completamente desnudo, René actuaba como si estuviera poseyendo a alguien. No, no se trataba de alguien; lo que René soñaba poseer no era una persona sino un animal, de ahí sus gruñidos impacientes, los golpes que parecía dar sobre ancas inmateriales, las tarascadas brutales que propinaba a la cubierta de la cama y las contracciones violentísimas de sus caderas. Mientras escenificaba el coito sonámbulo en posición de retro y de rodillas, René reproducía en murmullos los sonidos propios del animal con el que creía estar copulando. Visto desde atrás, despatarrado y con sus movimientos impacientes y apresurados, penduleaba entre sus muslos algo que parecía una botella de Valdepeñas colgada entre dos monstruosas hamburguesas oscuras.
Estupefacto, Paco reculó y volvió silenciosamente al catre. Lo asombroso no era confirmar que René no había mentido, sino descubrir que las leyendas sobre el bestialismo de los pastores montañeses eran reales.

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