LOLO
Era enloquecedoramente hermoso. Ojos
grises envueltos en pestañas abundantes y densas como un cañaveral, cejas
pobladas, largas y arqueadas, nariz patricia, labios casi femeninos de tan bien
perfilados, risa de sátiro ingenuo cuando exhibía la luminosa y regular
dentadura, mentón cuadrado pero ajustado al canon clásico, orejas dibujadas
como en un boceto de Leonardo, pelo castaño claro ensortijado como el de una
estatua de Alejandro Magno. El bozo de Lolo apenas comenzaba a ensombrecerle la
barbilla y el bigote, pero transmitía ya el ciclón de su masculinidad acentuada
por la anchura de sus muñecas campesinas, el moreno tostado de sus mejillas, el
poder de sus hombros cuadrados y la estrechez de los pantalones que apenas abarcaban
sus muslos.
Sin embargo, sólo tenía quince años.
Uno de esos muslos comprimidos y
firmes, el izquierdo, se apoyaba con insistencia, como al azar, en el muslo
derecho de Emilio. Cada vez que lo notaba, éste iba apartándose
disimuladamente, intentando embozar su turbación, pero llegó el momento en que
la pequeña mesa redonda donde estaba comiendo con la familia de su amigo Tomás
no daba para mayor recorrido. Sentía como algo material el aura de las hormonas
alborotadas del chico, que abrasaban al tacto a través del dril de los
pantalones vaqueros. A los pocos momentos de apartarse, el muslo de Lolo
forzaba el ángulo de apertura un poco más hasta volver a tropezar con el suyo,
de modo que le obligaba a una nueva retirada. Había llegado al límite, ya no
podía apartarse más sin levantarse bruscamente del asiento y cambiar de sitio,
lo que representaría desvelar su incomodidad a las cuatro personas sentadas a
la mesa. Se sentía rígido, tan tenso que se creyó a punto de vomitar lo que
había comido, incluido el postre que apenas acababa de tragar. Tomás acudió en
su auxilio.
-Ven, voy a enseñarte el certificado.
Dedujo que ese certificado, que ya
había examinado, era sólo un pretexto. El informe médico aseguraba que Lolo no
consumía cocaína ni heroína y que no estaba enfermo; de otro modo, no se
hubiera comprometido. Tomás quería hacerle alguna advertencia última sobre
Lolo.
-¿Qué te parece mi hermano? -le
susurró en la estrecha terraza.
-Bien. Me había hecho una idea
distinta con tu descripción.
-¿En qué sentido?
-Hombre, Tomás; si llegas y me dices
que tu hermano tiene problemas con las drogas, lo lógico era que me
representara mentalmente a un chico flaco y macilento, ensimismado,
indiferente. Tu hermano parece sano y se comporta con normalidad.
-Pero es verdad que tiene problemas.
Mi madre cree que no puede enderezarlo, por eso le ha obligado a venir conmigo.
No parece que esté muy enganchado, y por eso me he comprometido con mi madre,
que desde que se quedó viuda se siente tan desorientada, que supone que no es
capaz de solucionar este problema. De todos modos, si tienes reparos, no te
preocupes; buscaré a otra persona que quiera tenerlo en su casa. Este piso es
demasiado chico para alojar a otro, porque ya nos viene estrecho a mi hijo, mi
mujer y yo.
-No te preocupes, Tomás. Siempre
cumplo mi palabra.
-¿Vas a llevártelo ahora?
-Sí. Pero voy a tener que dejarlo
muchas horas solo en casa esta semana hasta que no acabe la grabación de este
capítulo, y eso me preocupa un poco. Preferiría pasar más horas con él, al
menos al principio.
-A la primera vez que meta la pata, me
lo dices inmediatamente y lo facturamos de vuelta al pueblo.
-¿De qué conoces a mi hermano? -le
preguntó Lolo una vez que emprendieron la marcha en el coche.
Emilio comprendió que la pregunta
contenía extrañeza y, tal vez, segundas intenciones. Era doce años mayor que
Tomás, que sólo tenía treinta y dos,
diferencia lo bastante importante como para que una amistad tan estrecha
entre ambos resultase llamativa.
-¿No te lo ha contado?
Lolo negó con la cabeza.
-Participamos en un montaje escénico
antes de casarse. Él cantaba flamenco y yo recitaba monólogos alternativamente,
acompañados por dos guitarras y un violín. Tuvimos bastante éxito y estuvimos a
punto de hacernos famosos. Fue tu cuñada la que lo convenció de que el trabajo
farandulero era demasiado inseguro y le obligó a conseguir el empleo fijo en el
banco, con la amenaza de no casarse con él si no lo hacía. El grupo tuvo que
disolverse, porque no encontramos otro cantaor con las características de tu
hermano.
-¡Qué putada!
-Lo importantes es que vivan a gusto.
-Pero tú sí has triunfado.
-Hombre, Lolo, no se puede llamar
triunfo a actuar de secundario en una serie de televisión.
-Claro que sí. Ojalá yo pudiera
conseguir una cosa igual.
-Condiciones naturales no te faltan.
Otra cuestión es que te interese lo suficiente como para aceptar sacrificarte
con la preparación, que es una tarea muy ardua que obliga a renunciar a muchas
cosas.
Pronunció esta última frase mirándole
a la cara, sin dejar de atender la conducción del coche, con objeto de que
captara la indirecta.
El lunes de grabación había sido
agotador y demasiado largo; el reloj marcaba las nueve cuarenta y cinco de la
noche cuando abrió la puerta del piso.
Oyó el sonido de la ducha. A Emilio le
sorprendió que Lolo estuviera bañándose a esas horas. La puerta del baño estaba
abierta, por lo que le saludó desde el dintel.
-¿Lolo? Buenas noches.
El chico asomó la cabeza entre las dos
piezas de la cortina de plástico.
-Hola. He estado casi toda la tarde
haciendo gimnasia en la terraza. No te importa que me duche más de una vez,
¿verdad?
-No, qué va. ¿Comiste lo que te dejé
preparado?
-Era demasiado. Sobró mucho.
-¿Qué quieres cenar?
-Da igual. Me puedo comer lo que sobró
a mediodía.
-¡Qué tontería! ¿Te preparo un bistec
con patatas y huevos?
-Vale.
Se encontraba terminando de pelar y
cortar las patatas, cuando Lolo se asomó a la puerta de la cocina completamente
desnudo; el estallido de la pubertad no había borrado del todo la suavidad
infantil; era ya un hombre total, íntegramente desarrollado en sus miembros, en
su musculatura y, desde luego, en las dimensiones de sus órganos sexuales, pero
conservaba la delicadeza casi femenina de un adolescente amado por un pintor
renacentista. Era la versión animada de una de las esculturas de Antinoo que
Adriano mandó erigir en todos los rincones del imperio. Blandía un pequeño slip
con las dos manos. Viéndole, Emilio estuvo a punto de causarse una herida con
el cuchillo.
-Todos los calzoncillos se me han
quedado chicos y me aprietan una barbaridad -dijo Lolo-. ¿Puedes prestarme uno?
-Cógelo de mi armario; el segundo
cajón del gavetero izquierdo.
Continuó preparando la comida con una
pregunta angustiosa: ¿podría mantener la serenidad conviviendo con alguien tan
arrebatadoramente atractivo y tan desinhibido? Debía mantenerse alerta. Era el
hermano de Tomás, a quien le debía lealtad y, además, se trataba de un menor.
La semana discurrió entre frecuentes
escenas semejantes. Lolo recorría desnudo el pasillo para ir de su habitación
al baño y no se cubría con la toalla al volver, jamás cerraba la puerta del
cuarto mientras se cambiaba de ropa, iba en slip al salón o a la cocina, a
veces con notorias erecciones. Actuaba con naturalidad, pero Emilio descubría cierto
propósito de provocación, dado que se tocaba los genitales frente a él con
descaro o se introducía las manos en el calzoncillo por los glúteos, ahuecando
el tejido como si se rascara aunque en realidad sólo se acariciaba.
En tales momentos, Emilio rehuía
mirarle. Fingía abstraerse en lo que estuviera haciendo, pero temía que su
nerviosismo fuese perceptible.
El viernes, la grabación terminó antes
de lo previsto. Volvió al piso a las
cinco y media de la tarde. Lolo se encontraba en la sala, mirando la
televisión, de nuevo desnudo del todo; al verle llegar, se acarició el pecho y
el escroto. Emilio notó el olor a porro. Sintió descomposición.
-Has incumplido las órdenes de Tomás
-le dijo.
Lolo sonrió de un modo ligeramente
extraviado.
-Es un resto que me he encontrado en
el bolsillo de la cazadora. Te prometo que ya no lo haré más. No se lo digas a
mi hermano, por favor.
El sábado por la mañana, cuando
regresó de llevar a Lolo a pasar el fin de semana con Tomás, revisó a fondo su
habitación, procurando dejar cada cosa exactamente en el mismo sitio donde la
encontraba, para que el espionaje no fuese advertido. Examinó todos los
recovecos del armario y la estantería llena de libros, los bolsillos de la
ropa, bajo la funda del colchón, la maleta y la bolsa de mano, el espacio entre
los cristales y la persiana, tranquilizándole no descubrir marihuana ni nada
parecido.
Pasó la noche de sábado más loca desde
hacía más de diez años. Sus costumbres solían ser ordenadas y no era frecuente
que cometiera excesos, pero esa noche estuvo primero en dos bares de striptease masculino, luego en una
discoteca y amaneció en una sauna, donde se dejó conquistar por primera vez en
un lugar de esa clase, encuentro que no disfrutó porque el sujeto con el que se
encerró en la cabina tenía mal aliento.
Después de comer con un actor de
reparto de la serie y desahogarse sexualmente durante toda la tarde del domingo
en su compañía, se sintió lo bastante calmado para acudir a casa de Tomás en
busca de Lolo.
A mitad del trayecto de vuelta, el
chico le dijo:
-No aguanto más. ¿Por qué no vamos a
conseguir un poco de hachís?
-¿Te has vuelto loco?
-Sólo un poco, Emilio, por favor.
Llevo sin fumar desde el viernes. Estas cosas no se pueden dejar de golpe. Hay
que ir poco a poco. Te prometo que será la última vez.
-Ni pensarlo. Si quieres, doy la
vuelta y te llevo de nuevo a casa de tu hermano.
-¡No, por favor! Vale, vamos para tu
piso. Ya no te molestaré más.
Al acostarse, Emilio escuchó que Lolo
se agitaba en la cama. Daba vueltas y más vueltas, notablemente inquieto, y
suspiraba con frecuencia. Se puso la bata y se acercó a la puerta de su cuarto,
que, al contrario que los demás días, estaba cerrada. Llamó.
-¿Necesitas algo, Lolo?
-No me encuentro bien.
Abrió. La luz estaba encendida. Notó
que sudaba.
-¿Qué te pasa?
-No me puedo dormir. Me hace falta un
poco de yerba.
Pocos días antes, Emilio había
asistido a la grabación de un coloquio entre especialistas de desintoxicación.
Todos remacharon con insistencia sobre la necesidad de afecto que sentían los
drogadictos en tratamiento de desenganche.
-Asunto cerrado, Lolo. Proponme otra
opción -dijo.
-Siéntate aquí conmigo y háblame.
Tomó asiento a los pies de la estrecha
cama y le habló de sus posibilidades actorales, sobre todo por su aspecto físico.
Le contó anécdotas de trabajo y chismes sobre los actos famosos. Pasaron tres
horas; Lolo continuaba agitándose, sin trazas de sueño. Emilio tenía que
levantarse a las siete, porque la grabación empezaba a las ocho.
-¿Quieres venir a mi cama?
Lolo sonrió con la satisfacción de
quien gana una carrera.
-Sí.
En cuanto se acostaron, Lolo intentó
abrazarse a él. Emilio le rechazó.
-Trata de imaginar -dijo- que soy tu
hermano o tu tío. Veo que necesitas estar acompañado y que te consuele por esta
noche, pero eso es todo.
-Pero tú... mi hermano...
-¿Qué?
-Nada.
Cuando a Emilio le pareció que Lolo se
adormilaba, se abandonó por fin al sueño. Despertó poco después. Percibió el
abrazo desnudo y ereccionado de Lolo, que movía las caderas con golpes afanosos
Tenía los ojos cerrados; Emilio no supo discernir si estaba dormido o fingía
estarlo. Se apartó con cuidado, salió del dormitorio y pasó el resto de la
noche durmiendo en el cuarto de Lolo.
Como temía dejarle solo tras una noche
tan agitada, decidió llevarlo consigo al estudio de grabación el lunes.
Pese a que no tenía buena cara a causa
de su estado, la rotundidad de su belleza recibió la atención esperable entre
la experta y desacomplejada gente de la televisión. Desde el set donde actuaba,
Emilio lo vio rodeado todo el tiempo de chicas y actores de mediana edad, que
le obsequiaban refrescos, bombones o cigarrillos, mientras calibraba cada uno
las posibilidades de llevárselo a la cama. Hacia el final de la mañana, incluso
lo vio hablar con el director de la serie, cincuentón casado y con tres hijos
mayores, a quien Emilio no le atribuía ninguna clase de veleidades eróticas.
Durante la pausa del bocadillo,
preguntó a Lolo:
-¿De qué has hablado con Carlos
Parrondo?
-Me preguntó si tú y yo somos familia.
-¿Qué le has dicho?
-Que soy mucho más que un amigo tuyo.
-Y... ¿eso qué significa, exactamente?
-No sé, fue lo que se me ocurrió. Se
lo he dicho, porque estaba metiéndome mucho los dedos. No sé lo que pensaba.
Emilio comprendió. Nunca había negado
su orientación sexual, le parecía una incomodidad superflua. Parrondo se habría
asombrado de verle con alguien tan joven; su barrunto unidireccional debía de
parecerle lógico.
-A partir de ahora, a quien te
pregunte esas cosas le dices que eres mi sobrino.
-¿Por qué?
-Es lo más conveniente. Y es lo que
más se aproxima a la realidad. Tomás y yo éramos como hermanos hace diez años y
él tiene edad casi para ser tu padre.
Cuando volvían en el coche, en una
parada ante un semáforo, Lolo le pasó los brazos por el cuello y le dio un beso
en la mejilla.
-¿Qué haces?
-¿No eres mi tío? Los tíos se besan
con los sobrinos.
-Nosotros no. No vuelvas a hacerlo.
Transcurrieron dos semanas más,
durante las que Lolo pareció olvidar la droga. Algunos días, Emilio lo llevó al
plató, causando siempre un efecto semejante al primero, y los moscones fueron
haciéndose más numerosos, con lo que si algún día aspiraba a trabajar en
televisión, encontraría allanada buena parte del camino. Al regreso, se
mostraba sereno, feliz, pero cada vez permanecía más tiempo exhibiéndose
desnudo por todo el piso. Con frecuencia, se echaba contra Emilio cuando
miraban la televisión, lo que forzaba al actor a separarse o levantarse del
sofá. Siempre que le rehuía, el chico fruncía los labios con expresión de rabieta
infantil. Emilio tenía los nervios desatados, porque había empezado a tener
erecciones cuando lo veía desnudo y manoseándose, erecciones que eran
instantáneas cuando se le echaba encima en el sofá.
Se acercaba la fiesta de san José
cuando Emilio decidió hablar francamente con él. Le impondría condiciones para
la convivencia, para lo que necesitaba más tiempo que las escasas horas de las
veladas o los viajes de ida y vuelta a casa de su hermano cada fin de semana.
-¿Conoces las fallas de Valencia? -le preguntó.
-Qué va.
-Llama a tu hermano y dile que este
fin de semana no vas a ir a su casa. Pasaremos cuatro días en Valencia.
El viaje fue razonablemente rápido,
porque Emilio tomó la precaución de salir a las cuatro de la mañana un día
antes de la esperable desbandada de tráfico en dirección a las fallas. Lolo
dormitó casi todo el trayecto, de modo que no hubo ocasión de empezar a cumplir
el propósito.
Tomaron la habitación que tenían
reservada en el hotel Sidi Saler. El día era espléndido; desde la ventana, el
mar parecía un terso manto de satén azul resplandeciente bajo el sol de la
mañana.
-Vamos a nadar un poco -propuso Lolo.
-El agua estará muy fría.
-No lo creo. De todos modos, podemos
tomar el sol.
Efectivamente, el agua no invitaba al
chapoteo. Se recostaron en un lugar resguardado del viento. Aunque Emilio
sentía sueño, como Lolo parecía muy despejado tras dormir todo el viaje,
consideró que había llegado la oportunidad de hablar.
-Escucha, Lolo. Tú sabes que soy
homosexual, ¿verdad?
-¿Eres homosexual?
-Oye, aunque sólo tienes quince años,
se nota que no acabas de salir del cascarón. No te hagas el sorprendido.
-Sí, lo sé.
-Entonces, deberías saber también que
algunas cosas tuyas me causan... desasosiego. Quiero que no andes a todas horas
desnudo por la casa y que no me provoques más. No hace falta que hagas nada de
eso para que yo quiera ayudarte. Tu hermano es muy importante para mí.
-Ya lo sé.
-Entonces, ¿está todo claro?
Con alarma, Emilio notó que Lolo se
ahuecaba la cintura elástica del bañador para que contemplase sin trabas su
erección.
-¿Ves, Lolo? Esas cosas me... No hagas
esas cosas, por favor.
-¿A qué te refieres?
Evidentemente, aunque menor, había
crecido lo suficiente para ser cínico.
-Me estás enseñando la polla dura.
-No, sólo me estaba rascando.
-Pues hazlo cuando yo no te mire.
-Pero tú y mi hermano...
-¿Qué?
-Algo habréis hecho.
-Estás loco.
-El me dijo que tú eres maricón para
que estuviera preparado. Si lo sabe, será porque habéis tenido algo que ver.
-Lo sabe porque yo jamás lo oculto. Y
no te lo dijo para que estuvieras preparado, para protegerte de mí ni para que
me sedujeras. Te lo habrá dicho para que nada en mi vida te coja de sorpresa.
-Pero pareces un hombre.
-Claro que soy un hombre. ¿Ves?
¿Quieres ver una polla? Esta es una polla de hombre. ¿O qué te crees?
-Es una polla estupenda, muy bonita
-Lolo sonrió con picardía-, pero ya te la había visto cuando te bañas.
A Emilio le costó digerir la
confidencia de que había estado observándole a hurtadillas.
-Ah, ¿sí? Bueno, pues ya sabes que soy
un hombre normal.
-Pues mi hermano se entiende con ese
concejal con el que sale tanto.
Emilio sintió estupor. El concejal de
fiestas era natural de un pueblo vecino al de Tomás; solían confraternizar en
una peña regional a donde acudían también sus respectivas esposas.
-¿Con Antonio? ¡Qué equivocado estás!
-Él mismo me lo contó hace ya la tira.
Si se acuesta con el concejal, también se acostaría contigo.
-¿Tomás te contó que se acuesta con
Antonio?
-Sí. Bueno, no ahora; lo hicieron
muchas veces antes de casarse.
-Aunque me cuesta mucho creerte, si
eso es verdad te aseguro que conmigo no ocurrió nada parecido. Tu hermano es
para mí un artista importante que frustró voluntariamente su carrera; siempre
lo quise mucho, pero principalmente porque lo admiro como artista.
Durante la comida, Emilio, que se
había sentado frente a Lolo en lugar de a su lado, para que no le rozara la
pierna, permaneció todo el tiempo absorto, tratando de digerir el dato sobre
Tomás y el concejal. Dudaba que fuera cierto.
A lo largo de dos días, Lolo no dio
muestras de respetar el pacto. En la habitación, estaba todo el tiempo desnudo,
cuando salían por la noche se pegaba a él como una lapa, y en la playa,
procuraba con toda clase de pretextos que viera sus erecciones reforzadas por
el sol.
La tarde del día que se produciría la
cremá de las fallas, Emilio dispuso que durmieran la siesta, dado que iban a
pasar toda la noche de fiesta. Recién subidos a la habitación tras la comida,
Emilio entró en el baño para lavarse los dientes. Cuando volvió a la
habitación, se paró en seco porque encontró a Lolo despatarrado en su cama,
completamente desnudo, acariciándose el pene erecto. Era la primera vez que lo
veía desde ese ángulo y parecía descomunal.
-Ayúdame, Emilio, por favor.
-¡Qué estás diciendo!
-Sólo un poco. Mira mi polla, ¿no te
gusta? Estoy que reviento.
Emilio se vistió precipitadamente para
salir al pasillo. Pasó toda la tarde mirando la televisión en la cafetería.
Salieron a recorrer las fallas al
anochecer, ambos con el ceño adusto. Ante cada uno de los efímeros monumentos,
Emilio tuvo que explicarle el significado humorístico, dado que Lolo no parecía
haber recibido en su pueblo mucha información sobre la actualidad. Pasadas las
once de la noche, cuando contemplaban la falla oficial ante el ayuntamiento,
Lolo le dijo:
-No te muevas de aquí. Voy a mear.
Tardó casi una hora en volver. La
multitud envolvía a Emilio y la falla estaba a punto de ser incendiada. Sintió
alguien fuertemente pegado a su espalda; fue a retirarse y como el sujeto forzó
más la presión haciéndole notar su erección, que trataba de encajarle entre los
glúteos, giró la cabeza. Era Lolo. Se volvió hacia él, notando en seguida el
brillo de sus ojos dilatados.
-¿Por qué has tardado tanto?
-No te encontraba.
-No me he movido de aquí.
-Pero yo no estaba seguro de qué sitio
era donde te dejé.
-Estás mintiendo.
Lolo reía con extravío, lo que
maculaba su belleza con un velo desagradable.
-¡Has fumado un porro!
-Habla más bajo.
-Esto no es lo que habíamos acordado.
Creo que ya no podré soportar más esta situación.
Asistieron a la cremá en silencio.
Constantemente, Lolo le pasaba el brazo por la cintura o se pegaba fuertemente
a él con toda clase de simulaciones aunque nadie le empujase.
-En vez de irnos mañana -dijo Emilio
cuando de la falla oficial sólo quedaban rescoldos-, será mejor que nos vayamos
ahora mismo, para no tener problemas de tráfico. Vamos al hotel a coger el
equipaje y pagar.
-No, Emilio, por favor. Descansemos
esta noche y pasemos mañana el día en la playa, como habías previsto. Estoy
pasándolo muy bien todo el tiempo contigo. En Madrid nunca estás conmigo más de
dos horas, con tanto como trabajas.
-Esto se va a acabar, Lolo. No has
cumplido el pacto. Yo no quiero ser responsable ante tu hermano de que te
conviertas en un drogadicto a mi lado.
-Te juro que no lo voy a hacer más.
-No te creo.
-Haré todo lo que tú me digas. Ya no
me verás desnudo ni intentaré más que me quieras. Pero no le digas nada a
Tomás, por favor. Déjame estar contigo.
Emilio pasó el viaje dudando y
cavilando. Lamentaba su propia decisión de acabar el asunto, pero era demasiado
angustioso lo que estaba pasándole. La atracción que Lolo ejercía sobre él
acabaría obligándole a rendirse casi sin darse cuenta; ello representaría una
ofensa a Tomás y, en esencia, un acto repugnante, porque Lolo sólo tenía quince
años y él iba a cumplir cuarenta y cuatro. Tenía que acabar.
Como lucía el sol cuando entraron en
Madrid, en vez de conducir hacia su piso, se dirigió a la casa de Tomás.
-Bájate, Lolo.
-Por favor.
-No. El asunto ha terminado. Esta
noche te traeré el equipaje que tienes en mi casa.
Tomás le llamó a las cuatro de la
tarde. Debía de hacer muy poco tiempo que había salido del trabajo.
-Eres un sinvergüenza -dijo como
respuesta al saludo.
-¿Qué significa esto, Tomás?
-Te entregué a mi hermano, confiando
que lo respetarías. Me había equivocado contigo, toda mi confianza era una
estupidez, porque has llegado al colmo de llevártelo a tu cama y enseñarle tu
polla de pervertido. Al final, resulta que eres una maricona asquerosa, que no
se para ante un niño.
-¿De qué estás hablando, Tomás?
-Sabes muy bien de lo que estoy
hablando, Emilio. Mira, esta noche voy a pasar a recoger su equipaje, pero como
no quiero ni verte la cara, déjalo a mi nombre en el bar que hay bajo tu piso.
Y no quiero volver a verte.
El primer día de rodaje tras la pausa
del puente de san José, Emilio notó por la tarde cierta tensión en su entorno.
Finalizada la grabación, Parrondo lo llevó aparte.
-Oye, Emilio, vamos a eliminar tu
personaje de la serie.
-No comprendo. La semana pasada, me
diste guiones para siete capítulos y me dijiste que los estudiara.
-Sí, pero las circunstancias han
cambiado.
-¿Cuáles circunstancias?
-Mira, con sinceridad, Emilio: no
puedo permitirme escándalos en este rodaje. El guión ya es lo bastante audaz
como para exponerme a que los periódicos caigan sobre mí como fieras.
-Sigo sin comprender, Carlos. ¿De qué
clase de escándalo estás hablando?
-Joder, Emilio, ¿no te parece
suficiente escándalo que hayas tratado de montártelo con un niño?
-¡Eso es una calumnia!
-¿Calumnia? El chico ha venido esta
mañana con su cuñada a hablar conmigo, llorando los dos a lágrima viva. La
verdad, Emilio, te tenía en mejor consideración. Ahora veo que eres un sujeto
indigno de confianza. Sube a administración. Tienes la liquidación preparada.
Durante cuatro días, Emilio trató de
salir del estupor no parando de hablar por teléfono con todas las productoras.
En realidad, carecía de urgencia, pues disponía de ahorros para aguantar, pero
necesitaba retomar inmediatamente la rutina de su vida para que el absurdo de
la situación no le rompiera los nervios.
Mas descubrió con alarma que el rumor
había circulado profusamente en el medio. Gente con la que había trabajado en
el pasado con resultados excelentes, se excusaba con argumentos poco creíbles
y, al final, todos aludían a la dificultad de trabajar "con alguien
así".
¿Qué hacer? La bola de nieve había
crecido hasta un volumen avasallador en sólo cuatro días. Ir a hablar con Tomás
no le serviría de nada. Mucho menos, intentarlo con Lolo. Ni siquiera le
permitirían acercarse a él.
Sonó el timbre del intercomunicador.
-¿Quién es? -preguntó.
-¿Es usted don Emilio Bélmez?
-Sí, ¿quién es usted?
-Somos policías. Tenemos que hablar
con usted.
Tras un interrogatorio breve, durante
el que le explicaron que había sido denunciado por intento de violación y por
corrupción de menores, fue empujado hasta el coche celular, esposado.
Pasó la noche entre pesadillas en el
camastro que le proporcionaron después de tomarle las huellas dactilares,
fotografiarle y obligarle a entregar el contenido de los bolsillos. Por la
mañana, le llevaron a una sala que parecía una enfermería.
-Bájese los pantalones y los
calzoncillos -le ordenó el hombre de la bata.
Una vez que lo hizo, y tras examinar
atentamente sus genitales, afirmó:
-Sí, coincide con la descripción.
A continuación, entró un policía con
una cámara polaroid. Fotografió sus genitales desde tres ángulos.
La primera que vez que despertó en la
cárcel, le costó identificar dónde se encontraba. Le anestesiaba el pasmo, la
incomprensión de por qué había llegado a ese lugar, a esa situación, a ese
infierno.
Notó en los pasillos por donde se
dirigía hacia el comedor que algunos de los internos y todos los funcionarios
le miraban con atención y volvían la cabeza para observarle cuando se cruzaba
con ellos o le adelantaban, como si todos conocieran su cara.
Todo actor sueña con que eso le ocurra
algún día, que los desconocidos se fijen en él con curiosidad, que reconozcan
su rostro, sentirse acosado por las miradas de admiración. Pero las miradas que
ahora le dedicaban no reflejaban admiración, sino chispazos de expectativa
alerta, desdén y odio. En todas las expresiones resultaba patente la repugnancia.
Comprendió el motivo con la primera
ojeada que dio al televisor. El telediario repetía la que, al parecer,
constituía la noticia bomba del día y que seguramente era la enésima vez que
transmitían esa mañana. Su cara, en primer plano a foto fija, presentaba en el
ángulo inferior izquierdo de la pantalla un rótulo que rezaba: "Acusado de
corrupción de menores". También el periódico que leía el funcionario de la
garita de control publicaba su rostro en primera plana. Pudo leer el título al
pasar: "El actor Emilio Bélmez, detenido por violación".
Se había materializado en mala hora el
sueño de aparecer en todas las noticias del día. Ahora alcanzaba una celebridad
que veinte años de trabajo no habían conseguido; repentinamente, era el actor
del que más se hablaba. Para su desgracia, la riada de celebridad no le
conducía al estrellato del teatro ni de la televisión, sino que cavaba una fosa
sin fondo a sus pies.
Estaba hundido para siempre. Jamás
conseguiría rehabilitarse de la calumnia que todos creían y seguirían creyendo
aunque algún día la justicia le declarase inocente. El resto de su vida tendría
que cargar con la culpa de un pecado no cometido. Si el juez, como parecía
lógico y justo, no llegaba a reunir las pruebas necesarias para condenarle,
ello carecería de virtualidad; conservaría para siempre jamás el sambenito.
Terminado el desayuno, mientras andaba
por el pasillo por donde le habían mandado circular, alguien le aferró el brazo
y le empujó hacia el interior de lo que parecían un taller de mecánica, al
tiempo que otros cuatro o cinco presos le cercaban propinándole golpes y
tarascadas. Dentro, siguieron más golpes, rodillazos, puñetazos que le hicieron
sangrar la nariz y los labios al instante. "Violador asqueroso",
decían. "Maricón degenerado" mascullaba uno que, situado tras él, le
bajó el pantalón. Entre patadas e insultos, fue sodomizado sin tregua durante
cerca de dos horas por los hombres que habían formado una fila impaciente y
exaltada, donde todos pugnaban disputándose el turno.
Siete meses en la cárcel, siete meses
de comer bazofia, de asistir al espectáculo alucinante que componían los
condenados, picándose en las duchas, realizando públicamente sus masturbaciones
y sus encuentros sexuales, y él teniendo que defecar entre ellos, duchándose
entre ellos, degradándose en medio de una caterva de seres desahuciados en su
mayoría del género humano.
Un día, reconoció, con un estallido de
rabia y desesperación, a Lolo en la pantalla del televisor. Protagonizaba una
serie cuyo personaje principal parecía que hubiera sido inventado a su medida,
un chico perverso que capitaneaba un grupo de casi delincuentes juveniles a
quienes un sacerdote trataba de rescatar del fango. La proximidad de la cámara
le dotaba de un atractivo diabólico; el maquillador había hecho un trabajo
excelente, reforzando el dibujo inquietante de sus pómulos y su mentón y
ensombreciendo sus párpados para que resaltase el gris mefistofélico de sus
ojos. La productora era la misma para la
que Emilio había trabajado por última vez. El director, Carlos Parrondo.
Se le escapó una lágrima de rabia y,
sintiéndose incapaz de resistir más, pidió que le permitieran telefonear a su
abogado.
Para pagar la fianza, tuvo que vaciar
la libreta de ahorros.
El día que, finalmente, le dieron la
libertad condicional, le quedaban sólo unos miles de pesetas.
En cuanto llegó a su casa, y luego de
revisar los estadillos del banco acumulados en el buzón, calculó que los
próximos recibos domiciliados del alquiler, la luz, el agua, el gas y el
teléfono serían devueltos el mes siguiente.
Llamó ansiosamente a todas las productoras y a todos los amigos que
creía tener en el medio. Los proyectos se encontraban en marcha, la próxima
temporada quedaba lejos, nadie le dio esperanzas, todos murmuraron disculpas que
no disimulaban la prisa por cortar la comunicación.
Malcomiendo a base de enlatados
caducados que habían permanecido en la cocina y la nevera cuando la detención,
siguió obsesivamente durante tres semanas los capítulos de la serie
protagonizada por Lolo. Parrondo sabía sacar partido de su ambigüedad, de la
pervesidad sugestiva de su mirada, de su ingenuidad malvada, del atractivo
machoinfantiloide de su exuberante cuerpo. Iba a arrasar. Estaba arrasando ya,
porque varias revistas de chismes y de televisión lo habían sacada en la
portada.
Tenía que hablar con él, comprobar de
cerca que tanta perfidia existía verdaderamente en una mente tan joven, que no
había actuado bajo la influencia de su cuñada o de su hermano, a quien tanto
había querido.
Se contempló en el espejo colgado
sobre la consola junto a la puerta de salida del piso. Tenía mal aspecto.
Volvió sobre sus pasos para darse un masaje balsámico en la cara y echarse una
gota de colirio en los ojos.
Mientras ponía el coche en marcha, se
preguntó cuánto le darían por él si decidía venderlo, aunque esa era la manera
más directa de quedar imposibilitado de recorrer las localizaciones de
extrarradio donde funcionaban las televisoras. Sin coche, tendría que renunciar
a seguir buscando trabajo. Pero, ¿qué otra opción tenía?
¿Qué iba a decirle a Lolo que él no
supiera de sobra? Indudablemente, siendo el actor principal de su drama, sabría
de su detención y de los siete meses pasados entre cochambre humana, y tenía por fuerza que imaginar el boicot
laboral, el cerco social. ¿Tan insensible y cruel era en realidad? Tenía que
obligarle a afrontar la mirada de sus ojos, ver si eran capaces de sostener la
suya sin cerrarse de vergüenza, ver si era capaz de afirmar en su presencia lo
mismo que le había dicho a su hermano, primero, y después al juez instructor.
El portero del plató le saludó
cordialmente y le abrió la puerta con una sonrisa. El hombre ignoraba su
desgracia y creía que volvía al trabajo.
Presenció más de una hora de
grabación. Lolo era un actor natural formidable; Parrondo apenas tenía que
corregirle los movimientos de las manos; la voz, en cambio, exteriorizaba a la
perfección la malignidad del personaje, lo mismo que sus expresiones y la
mirada con que traspasaba la cámara.
Dada por buena una escena, Parrondo
anunció un receso de media hora.
Hubo el clásico trasiego de cámaras,
eléctricos, decoradores, maquilladoras y scripts. Emilio notó que Lolo le había
descubierto.
Se alzó de su asiento y acudió
presuroso hacia él, seguido por la mirada de Parrondo, severa y muy dura cuando
comprobó a dónde se dirigía.
-Emilio, qué alegría verte.
Su cinismo rayaba en lo vomitivo.
-¿Estás bien? -preguntó Lolo con tono
de inocencia-. He oído que no tienes trabajo. Si quieres ayudarme con los
ensayos, puedo pagarte bien. Dame un beso, tenía muchas ganas de verte.
Se echó con los brazos extendidos
hacia el cuello de Emilio. Antes de completar el abrazo, cayó al suelo con el
corazón partido.
Emilio contempló en trance el cuchillo
ensangrentado que aferraba su mano
No hay comentarios:
Publicar un comentario