Toco hace años esta colección de la que sólo escribí dos cuentos, que he ido modificando con el paso de los años.
Siempre quiero terminarla, pero parece que primero terminaré yo.
Espero que les guste.
ADRIÁN
Y ANTONIO
La
ausencia era insoportable de tan dolorosa; no había llegado a resolver el
enigma y ya sería imposible resolverlo, no lograría desentrañar las
motivaciones profudas de un amor tan definitivo e incondicional. Jamás podría
saber por qué había merecido un amor así, a sus años, cuando el abandono de
Kepa le había hecho creer que ya se habían agotado sus posibilidades.
El rastro de Kepa latía
en todos los objetos del piso; en el sofá de cuero blanco donde el bilbaíno
pasaba horas hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la
consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de
la cocina que tanto había usado para alardear de su portentoso talento culinario
y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que le había
desplazado "porque aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación
más larga y más arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad
que contaba Adrián.
Cinco años que habían
representado la serenidad tras una juventud loca. Antes de conocer a Kepa,
había jadeado en millares de camas, en las saunas y en casi todos los cuartos
oscuros, donde su sexualidad impetuosa descargaba las tensiones acumuladas en
el plató de televisión. Un día, descubrió a Kepa en un plano congelado del
monitor de la cámara número tres, mientras grababa uno de los últimos capítulos
del programa que, a los cuarenta y un años, le había aupado a la cresta de la
ola; al principio, lo miró igual que a todos los bailarines, con el ojo crítico
de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse;
terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su
memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas, hasta conseguir
hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que
Adrián deseaba, y sin pretenderlo ni exigírselo, con él había llegado la
estabilidad. Adrián abandonó la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión
erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró
gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar otro
combustible. Con el entendimiento de las miradas, se habían amado de lejos
entre comilonas en el txoko del padre de Kepa y en el chalé de la hermana de
Adrián, comprendido el amor y amparados por sus parientes.
Y ahora, tras cinco años
de éxtasis, se cumplían dos semanas de su abandono. Kepa se lo había explicado
con naturalidad:
-Tendré treinta y un
años el mes que viene. De casarme y formar una familia es hora, pues... No se
puede vivir esta locura para siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde antes
de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que mal te
sentaría. Yo la quiero y ahora que lo suficiente he ahorrado, casarnos podemos
ya, pues... La boda es el catorce de junio. Me gustaría mucho que vinieras a
Bilbao, de verdad.
Conservaba grabado el
diálogo en la memoria como si fuera un sketch
del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los
cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que
se mostrase menos sereno, más preocupado, y abandonara la indiferencia
monocorde con que hablaba; le hubiera ordenado que su tono reflejase el
sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a levitar de
gozo la noche anterior.
Contemplaba la
fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas
dos semanas, cuando sonó el teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de
Joaquín, su segundo del programa de televisión-. ¿Qué haces encerrado en tu
piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la
noche, pensaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer
mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estarás solo y pensando en
Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su
ayudante de realización había ido creciendo los últimos días, porque notaba su
indiferencia y desinterés en el estudio de grabación y en la sala de edición.
Le había bastado preguntarle dos veces por Kepa para intuir en sus respuestas
lo que ocurría.
-Mira, Adrián. Comprendo
que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo
mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo;
deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la
emisora; todos preguntan qué te pasa y corren bulos muy, muy desagradables. Si
Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso. Búscate otro,
métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea, pero no te jodas más,
hombre. ¿Quieres venir mañana al chalé?
-¿Mañana? Estarán tus
suegros.
-Creo que sí, pero no
son malas personas... y te admiran.
-No me apetece, Joaquín.
Cenamos cualquier noche de la semana que viene.
-Como quieras. Pero
hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Adrián colgó el
auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa
no iba a volver, la invitación de boda, llena de dorados, volutas y con un
lenguaje casi decimonónico, que había llegado en el correo del viernes,
retrataba todas las claves de la situación convencionalmente burguesa en la que
se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo tantas veces
reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de
vida y que no iba a echarse atrás. Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a
correrse una juerga, como en los viejos tiempos.
Pero los cinco años de
convivencia le habían deshabituado. ¡Cuánto le había hecho cambiar la vida
compartida con Kepa! ¿Era el de ahora el mismo Adrián de los treinta y cinco o
los cuarenta años, aquel despendolado cínico, capaz de los mayores desórdenes?
Actualmente, apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna y no le atraía
la cita a ciegas que representaría contratar a un gigoló de las páginas del
periódico. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha
y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina
madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos, había
gente eufórica que acudía a su cita con la diversión del fin de semana sin
preocupaciones, personas alegres, exentas de su sensación de vacío. La calle
Almirante era la solución. Sabía reconocer a los drogadictos para descartarlos
y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema.
Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la
cara, observaría sus gestos y podría calibrarle sin haber cerrado previamente
un pacto telefónico.
-¿Paseando? -le preguntó
el chico.
No era el moreno por el
que había parado, a quien veía ahora por el espejo retrovisor, medio encogido
junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El
que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con aspecto de
camionero y experta desenvoltura.
-No -respondió Adrián,
mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.
-Tudos
os panaleiros sao iguais -dijo con
acritud el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? -le
preguntó.
-No. Yo...
Parecía muy asustado.
¿Era normal que un chapero sintiera tanto miedo?
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió. Ésa debía
de ser la razón de la suspicacia.
-No, qué va. Ven, no
tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar
usted?
Hablaba con prevención y
con acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo
su figura hacía suponer que había trabajado mucho tiempo en una actividad muy
dura. De cerca, resultaba muy guapo, lo que no era tan notable visto desde
dentro del coche, probablemente a causa de su insólita expresión de miedo; algo
velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando
los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que
alguna vez reunía el chico ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un
cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas
de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de cosmética femenina;
pocas veces había contemplado pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos.
Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro
setenta y cinco que debía medir, porque podía tener futuro en la televisión
dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía de tener defectuosa la
dentadura, puesto que apenas entreabría los labios comprimidos por el rictus de
recelo defensivo.
-¿Cuánto quieres que te
pague?
-Yo no voy con nadie por
menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te
llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del
coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un
bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he
comido desde ayer.
Esta información le
produjo a Adrián un estremecimiento.
-¿Hablas en serio?.
Antonio se encogió de
hombros. Parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián
observó que con la ropa sucia que vestía no podía invitarle a comer en un Vips,
no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía
que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría algún riesgo; por otro
lado, temía que el recuerdo y las huellas de Kepa le inhibieran. Aparcó a la
puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate
algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes
gastarte las mil pesetas, si quieres.
Regresó, cinco minutos
más tarde, con tres sandwiches envasados, una lata de refresco de naranja y
cuatro monedas de cien pesetas, que le devolvió.
-¿Quieres un bocadillo?
-preguntó el joven con ademán de encontrarse ante un festín que no tenía más
remedio que compartir.
-No. Come tranquilo
-respondió Adrián mientras emprendía la marcha.
Estaba convencido de que
Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo
propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable; necesitaba con
urgencia un baño, pero aún no encontraba el ánimo ni la confianza para llevarlo
al piso.
-¿Quieres ir a una
sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde
podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes
de que empieces a hacer la digestión.
En el vestuario, Adrián
notó la vergüenza con que se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho
mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los
calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos.
Antes, al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que era varias tallas
mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.
-Espérame aquí, Antonio.
Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte
conversación. Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el
pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la
taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad
una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que
me pondré para ir a mi casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco
mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los
necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la
camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la
expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-.
Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes
-dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió
sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un
favor...
Adrián volvió al
vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos,
Antonio se mostraba tembloroso, aterrorizado bajo la mirada de los cuatro
hombres que trataban de darle conversación. ¿A qué se debía tanto pánico, la
actitud de quien se encuentra ante un gravísimo peligro?
-Toma. Tira toda tu ropa
a la basura.
Los cuatro hombres se
apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus
brazos, en busca de una señal que revelase que se drogaba. No encontró ninguna
y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No
se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba
admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de
sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el
vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para
resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el
profundo y nítido canal de las caderas. Notó el rubor del muchacho y dejó de
examinarlo, porque algo tremendo pasaba por su mente; aunque menos que con los
cuatro mirones de antes, continuaba aterrorizado; volvió a preguntarse a qué se
debería, por qué alguien que salía a prostituirse en la calle sentía alarma tan
extrema ante el deseo de quien lo contemplase. Decidió controlarse y esperar.
-Cierra la taquilla.
Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No
hagas caso ni temas a los que se te acerquen, nadie te va a poner la mano
encima si tú no te muestras de acuerdo, ¿comprendes? Te espero allí, ¿ves?,
aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Cuando Antonio abrió esa
puerta quince minutos más tarde, sonreía relajado, razón por la cual a Adrián
le costó reconocerlo. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en
su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o
cualquiera que fuese el abatimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las
gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario
de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí
-dijo el muchacho con agobio.
-Tienes razón. Creo que
no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala
de reposo. Quiero que me cuentes algo.
Ya sentados en el
incómodo banco de madera, le preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu
situación? No consigo encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como un
chapero, pero no te comportas como tal. Tienes miedo, un miedo que, además de
ilógico, encuentro fuera de lugar y, por otro lado, tu aspecto es el de una persona
con... bueno, sí, con cierta clase, pero me dijiste hace un rato que no comías
desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar
la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no
vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión.
Seis meses. Me soltaron ayer.
Adrián se mordió los
labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían
reducido la capacidad deductiva.
-¿Por qué no te fuiste
con tus padres al quedar libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres?
¿Desde cuándo?
-Desde siempre. Me he
pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de
llanto-. Como nadie quiso adoptarme, me escapé a los trece años. Trabajé cinco
años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se
arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un
colega me convenció para que fuera con él a robar a un chalé que según él
estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que
eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en prisión preventiva
porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo
que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí
dentro... -parecía sopesar la confidencia, que reprimió-...me pasó de todo. Un
compañero, me dijo que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has
encontrado, pero he esperado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil
y rápidamente que cedía su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Al
abrir la puerta, cuando vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no
había pensado en él las últimas dos horas.
Desde aquel mismo día,
Adrián se vio obligado a preguntarse por qué a todas horas. ¿Qué le había hecho
merecer que le entregara un amor tan definitivo alguien a quien le habría
bastado chasquear los dedos para que medio país cayese rendido a sus pies? Como
respuesta, sólo se le ocurría una palabra: enigma.
Con frecuencia, había
alguien en la emisora que le preguntaba:
-Oye Adrián, ese amigo
tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a
empezar a grabar la semana que viene?
-¿Qué personaje
interpretaría?
-El novio de la hija.
-Tendré que
preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo
protejas tanto. Nadie va a violarlo.
-No se trata de mí,
Rafa, porque quiero que lo haga, pero Antonio se niega siempre que le propongo
una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor.
Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro
capítulos.
-Estoy de acuerdo,
pero... él se emperra en su negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no,
aunque no comprendo por qué se niega.
Adrián lanzó una mirada
hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a
su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarlo, algunos de
soslayo y otros, descaradamente. A veces, le divertía el efecto que causaba a
quienes lo miraban; cualquiera que pasara cerca de él, aunque transitase
absorto en los asuntos siempre urgentes de la televisión, acababa parándose en
seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto
y realista de los maniquíes, modelado por un artesano que hubiera decidido
aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que
un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta
sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en
seguida a la vida que él le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había
acostumbrado en pocos meses a las complicadas claves de su círculo profesional
y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la
confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era
verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas; tan
juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud... y sus circunstancias.
Bendita fuera la hora en
que se le ocurrió pasar por la calle Almirante.
Los exámenes del primer
curso universitario los superó todos con una nota media aceptable, pero Antonio
no estaba satisfecho.
Adrián merecía mejores
resultados. Abrumado por esta convicción, decidió sentarse un rato en un banco
de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con
calificaciones tan mediocres.
-¿Eres de por aquí? -le
preguntó un hombre en la treintena.
Antonio lo observó. Muy
delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que
compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había
conocido a Adrián? Tampoco tenía Adrían aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió
secamente.
El de las gafas no se
desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento,
creí que podías ser griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted,
hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-Pruebe en otro banco. A
cualquiera de ésos le encantará que lo invite.
-Joder, tu carácter no
se corresponde con tu físico. Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero
eres un cardo. ¡Mierda!
Mientras se alejaba,
Antonio sonrió. Simplemente con haber sido un poco más cordial con ese fulano,
hubiera sentido que traicionaba a Adrián.
Le desagradaba que
elogiasen tanto su físico y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le
venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto
a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía
que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que,
embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo
a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por
ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban
soportables, porque lo trataban como a una persona y no como a un objeto de
exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián
por las notas? Como el asunto no tenía arreglo, decidió volver al piso. Sabedor
de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba,
evidentemente comido por los nervios; estaba sentado en el sofá del salón y se
alzó como impulsado por un resorte. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse
el brillo de los ojos de Adrián por la veladura de la decepción. Extendió la
papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los instantes que
Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos, pero éste, finalmente,
exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has
aprobado todas y tienes tres notables! Estaba convencido de que lo
conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa
con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a
Adrián en medio del júbilo por su reacción.
En el restaurante, le
dijo Adrián:
-Quieren que interpretes
un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de
que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que podrías
compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a
pagarte?
-Aunque fueran mil
millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a
necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu
lado y en la universidad -afirmó Antonio, en lugar de confesar sus temores-. Yo
no necesito dinero ninguno.
Antonio se preguntó si
debía llamar a Adrián a la emisora. Esta temporada, dirigía un programa en
directo y sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y
sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones los últimos meses, ambas por
llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de
ahora un caso suficientemente grave?
Se recostó en el sofá y
encendió la televisión. El programa que dirigía Adrián no había terminado
todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le causaba saber que cada uno
de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las
cámaras, eran consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para
él lo más omnipresente aunque nunca apareciera en pantalla.
Los cuatro años que
llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la
madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso,
compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba;
en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a
veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa
nuevo, casi forzarlo. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas
violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que
estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de
imaginar la vida sin él. Le había proporcionado objetivos, metas y los medios
para conseguirlos; dentro de dos años, acabaría la carrera, podía haber sido
una persona que, antes de conocer a Adrián, ni siquiera hubiera sido capaz de
imaginar; y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba
que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que
trabajase en la televisión, pero a él le producía pánico la idea, porque había
estado muchas veces en el plató observando a Adrián y sabía que estar bajo sus
órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y
malentendidos. La armonía entre ambos podía resentirse y se negaba a
arriesgarla. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un
cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos.
Estaba llorando. ¿Por qué había tenido que ocurrir?.
Tenía veintitrés años y
Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras
la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de
diamantes minúsculos con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir
también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente
el corazón.
Había dejado de tener
pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones
tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron
cinco fulanos la primera y seis o siete la
segunda; la mayoría, extranjeros, seres oscuros que hablaban lenguas extrañas.
Golpeado, casi ciego por los golpes, con los labios rotos a puñetazos e
inmovilizado por cuatro, lo forzaron por turno; únicamente deshicieron la presa
esa segunda noche cuando comprendieron que le habían fracturado dos costillas a
patadas; abandonado sobre el suelo casi anegado de orines de los baños, gimió
durante nueve horas antes de que un vigilante lo descubriera.
Le costó más de dos
meses llegar a sentirse limpio bajo la ducha y casi cuatro consumar la
venganza. A todos ellos había conseguido causarles daños y perjuicios
importantes, sin descubrirse, pero las pesadillas protagonizaron todas las
noches que pasó entre rejas, donde el menor rumor, de noche, durante el sueño,
hacía que se alzara de pie en la cama con los ojos desorbitados y el sudor
corriendo en torrentes por toda su piel. Convencido de que su destino
indefectible era la locura, cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda
la vida, en sólo cinco noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era como un
emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también
imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del
todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía
más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el
tiempo no había reducido la altura donde le había colocado desde el momento de
conocerlo. Todo lo contrario; el sitial se hacía cada día más alto, más
resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino
todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la
puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en
busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián
supo que algo grave ocurría.
A Antonio le costó
varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro?
-preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces
el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al
médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma.
Estoy bien de salud, igual que de
costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en
prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo.
Perdona, me descompongo cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado,
hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba.
Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a
hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad
crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto.
Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los
dos.
-¿No quieres que me
vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la
cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados
y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión,
Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián
reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio
notó sus esfuerzos por controlarlos.
Antes de apagar la luz,
Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte,
Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián le contempló con
expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo
veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir
sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te
enteras? Ya no hablaremos más del asunto si no es para tomar las medidas
oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro
años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que
sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de
contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Espantado, Antonio fue a
contradecirle, pero Adrián lo obligó a callar mordiéndole los labios. Sin
embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces
que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían
explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello
durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos
a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián
consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces,
Antonio caía en la melancolía mientras recorrían el museo de Zuloaga o
contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con
la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su
brazo, comunicándole una promesa eterna. El lunes por la mañana, mientras
desayunaban, dijo Antonio:
-Quiero que te hagas
también el análisis.
-No, Antonio. No hay
ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas,
haré las maletas.
Adrián lo observó con
los labios apretados.
-Pero, vamos a ver,
Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis? No cambiarían nada. Lo único
que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para
que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido
cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes,
tendrías que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven.
Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo,
Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras
culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que
te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
-Tengo trescientas
setenta y cinco mil pesetas ahorradas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco
meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde iremos a que te hagan el
análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos
minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había
dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo, era un universitario en el tercer
curso de carrera, ya no podía tratarlo con la superioridad de un tutor, sino
que debía ponerse a su altura, una altura que el muchacho rebasaría en dos años
más de universidad. Le asombró la madurez que había en la resolución de su
cara.
-Está bien. Ven a
buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se
cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué?
Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que
había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba
respirar el aire que contenía el aliento de Adrián, ya que dejar de respirar era
una posibilidad no demasiado remota. Tomó de la vitrina el libro que él le
había recomendado hacía meses, "Memorias de Adriano"; ahora le
sobraba tiempo. Marguerite Yourcenar describía un amor como el suyo, con unos
protagonistas cuyos nombres, Adriano y Antinoo, también eran muy semejantes.
¿La maldición vaticinada a Antinoo no era, en esencia, tan fulminante como la
que él representaba para Adrián?
Supieron el resultado el
miércoles por la tarde. Milagrosamente, Adrián estaba limpio. Antonio se mostró
entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse,
mientras que Adrián parecía encontarse en un trance más bien desagradable.
Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso,
Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya
nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me
has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de
hoy tenga que ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos.
Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que
protegerme de lo que yo no me quiero proteger. He leído que hay gente que no se
contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si
está ahí la clave de la solución para el sida. Puede que yo sea uno de esos. Si
es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te
contagias...
-Sería lo mejor,
Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico
escucharte.
-Y a mí me da pánico
perderte.
-Si me muriera pronto,
todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos
de televisión.
-No creo que tengas que
morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras,
todo acabaría para mí. Así que no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la
cama para alcanzar el preservativo que Antonio se había enfundado ya. Lo
arrancó a jirones.
Tras despedirse de
Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros, como siempre
que iba a la universidad. Pero no fue.
La mañana era soleada;
bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles
de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente y en los rosales de
los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo
estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a
Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida.
Adrián era un cincuentón muy juvenil, podía vivir todavía treinta o cuarenta
años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones,
derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante
perfecto que soñaran durante milenios seres desamparados como él. Muchos podían
amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que
algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar,
corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro y una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la
catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por
primera vez, recién inaugurada; Adrián apoyaba la mano en su hombro,
describiéndole con docto conocimiento los estilos del templo. En aquellos
momentos, bajo la luz radiante que cruzaba la nave a través de un vitral,
anheló con toda su alma que pudieran llegar abrazados al templo y que su unión
fuera bendecida y consagrada para siempre, que la pareja indisoluble fuese
reconocida por la sociedad en toda su comovedora honradez y certificada por
ella.
Sobre la sonrisa, una
lágrima recorrió su mejilla izquierda mientras se santiguaba y murmuraba una
plegaria: "Que me olvide pronto, Dios mío, y que no sufra".
Saltó sobre el pretil
del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte
metros.
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