EL COCHE DEL
ITALIANO
por Luis Melero
El italiano acudía a intervalos
irregulares a la taquilla del parking de la estación, donde generalmente pagaba
alrededor de cien euros y siempre dejaba una propina de diez. Su coche tenía
algo especial, distinto a todos los que Pablo había visto antes del mismo
modelo, aunque por mucho que se esforzaba no conseguía precisar en qué
consistía la diferencia. Se trataba más de un pálpito que de una certeza,
porque lo que contemplaba era verdaderamente un Ferrari 612 Scaglietti, cuya
trompa evocaba un mero azul lustroso que estuviera a punto de engullir un
hipocampo. Pero cuando lo veía pasar la barrera de entrada, reflejando las
hileras de luces en el capó como un espejo, se decía que algo en la carrocería
no era como tenía que ser.
También el italiano era especial,
no porque dejara el coche cinco o seis días inmóvil, permaneciendo el lustroso
Ferrari casi siempre en el mismo lugar, al otro lado de la caseta de los
cuadros eléctricos, oculto del todo o asomando la trompa apenas unos
centímetros. Lo que a Pablo le desconcertaba no eran las reapariciones
inesperadas ni su generosidad, tan insólita, sino sus maneras y sus compañías.
Era amable y educado, pero de un modo turbador porque sus gestos ligeramente
afectados daban la impresión de enmascarar un autoritarismo implacable. Le daba
las propinas con sonrisas cómplices, pero Pablo veía displicencia tras las
sonrisas, que disimulaban en realidad el desdén que sentía por el trabajador
obligado a permanecer confinado nueve horas en la cabina. Y también los
acompañantes le inspiraban preguntas: Culturistas que parecían clonados, anchos
y demasiado seriamente vestidos, mientras que el italiano usaba ropa informal y
un poco extravagante. Los pasajeros de trenes de largo recorrido tenían derecho
a uno o dos días de parking gratis si habían viajado en cualquier categoría
superior a “preferente”, y sin embargo el italiano nunca presentaba un billete
para reclamar ese derecho. Pablo caviló que si de veras viajaba en tren durante
sus ausencias, tal vez no podía permitirse pagar billetes de preferente para
cuatro o cinco, y viajaría él también en clase turista porque prefería
permanecer con los titanes clónicos.
La primera vez que vio al grupo
consideró que se trataba de un capo mafioso con sus guardaespaldas, pero
conforme pasaban las semanas iba desechando la idea, porque los jóvenes –tres o
cuatro, pero siempre sospechosamente iguales-, mientras los veía acercarse a la
cabina recibían de su jefe un trato campechano y cordial, lo que no podía
encajar con la imagen que difundían las películas de esa clase de jefes
siniestros y despiadados; sobre todo, la última de su idolatrada Palmira, donde
la bellísima cantante de sus ensoñaciones permanecía secuestrada por la mafia
la mayor parte del metraje, recibiendo un trato cruel que a Pablo le provocaba
saltar de la butaca hacia la pantalla para castigar a los maltratadores.
Dotado de buen oído, conseguía
aprender frases sueltas en muchos de los idiomas de quienes se acercaban a la
ventanilla. El día que saludó “buona sera” al italiano, éste sonrió con júbilo,
agitó la mano como si quisiera estrechársela a través del cristal y dejó veinte
euros de propina en vez de diez. A partir de entonces, Pablo aprendió más
frases: “tutto bene?”, “arrivederci”, “piacere di rivederlo”, no por la propina
–aunque también-, sino porque su inquietud no se desvanecía, y aumentaba su convicción de que le convenía caer
simpático a ese italiano temible. Le torturaba imaginar que un día descubriera
un arañazo o un abollamiento en la siempre reluciente carrocería del Ferrari;
¿cuál podía ser su reacción? Aunque el sitio donde lo dejaba no resultara
visible desde la cabina, ¿no culparía en primera instancia al empleado, no le
responsabilizaría a él de lo que le haría tronar de indignación?
El misterio aumentó de súbito cuando a Pablo
le tocó el turno de noche por primera vez desde que tenía ese empleo, turnos
que eran rotatorios y distintos para cada empleado todos los meses en
secuencias que se completaban cada cuatro.
Llevaba casi desde el principio
examinando con prevención el Ferrari azul, mientras hacía esfuerzos obsesivos
por descubrir qué era lo que tenía de diferente. No identificaba nada en la carrocería
ni en los anagramas, ni en las lunas, que lo distinguiera de los demás Ferraris
612 Scaglietti. Nada. Sólo un halo enigmático que no conseguía descifrar,
mientras se preguntaba si estaría derivando hacia el coche la honda inquietud
que el propietario le inspiraba. Por controles que exigía la policía, había que
anotar de madrugada las matrículas, modelos y colores de los vehículos que
pernoctaban en el parking, anotación que debía enviar por fax a primera hora de
la mañana. La primera noche, pasó mucho miedo –tal como sus compañeros más
veteranos le habían predicho-, recorriendo el extenso parking, desierto pero
con vecindades muy peligrosas y donde no era raro que los empleados sufrieran
insultos y agresiones. Ese miedo se combinaba con una expectación inexplicable
ante la idea de que tendría que acercarse al coche del italiano; trató de
mitigar su inquietud encajándose los auriculares del compact, donde la voz de
Palmira era como un bálsamo. Cuando estaba a punto de llegar al Ferrari,
reflexionó para tranquilizarse: Puesto que ese coche pernoctaba con tanta
frecuencia en el parking y su matrícula había sido enviada innumerables veces a
la policía, el italiano debía estar dentro de las leyes; no podía ser
delincuente ni jefe de la mafia .
Ya de vuelta a la cabina, tuvo un
estremecimiento cuando revivió el momento en que había pasado junto al
brillante coche azul, porque sólo conseguía evocarlo con vaguedad. Recordaba
nítidamente el recorrido a través del parking, con la carpeta en una mano y el
bolígrafo en la otra; hasta podía rememorar ciertas secuencias: Había anotado
un Honda CRV vino tinto después de un Mercedes CL65 plateado, un Citroen Xsara
Picasso rojo tras un Toyota Highlander negro y un Mazda RX8 a continuación de
un Jaguar XK gris. Pero no recordaba el coche anterior al Ferrari ni el
posterior y la imagen del coche del italiano aparecía en su recuerdo confusa y
evanescente, igual a lo que vio con pavor que estaba ocurriendo con la
anotación: Las veces que miró el número de matrícula, el orden de las cuatro
cifras variaba, lo mismo que el de las tres letras. La cuarta vez, decidió
anotarlos en dos papeles distintos. Volvió a examinarlos unos minutos más
tarde, pero las dos anotaciones coincidían. Sin embargo, tenía la ácida
convicción de haber leído y escrito frente al coche una secuencia que no era la
misma que ahora veía escrita en los dos papeles.
Este recuerdo le dificultó
conciliar el sueño cuando se acostó a las nueve y media de la mañana. Su madre
trajinaba por la cocina con su obstinada manía de orden y limpieza, y en la
calle había niños jugando entre risas y gritos, porque era sábado, pero fue la
idea de que los números habían danzado por el papel lo que le desveló varias
horas, hasta que la voz de Palmira en los auriculares fue serenándole y
conduciéndolo a un paraíso donde ella era placer y consuelo.
Abordó su segunda noche en el
parking somnoliento y con talante lóbrego. Cuando oyó la alarma la primera vez,
tuvo un sobresalto que le hizo suponer que había dado una cabezada –lo que estaba
rigurosamente prohibido-, porque rebotó en el asiento y el compact con el disco
de Palmira cayó al suelo. Corrió hacia donde sonaba la alarma y resultó ser la
del Ferrari; aminoró la carrera al acercarse; no apreció nada extraño ni
merodeaba nadie, al menos que él pudiera ver; extrañamente, el estridente
pitido cesó mientras se aproximaba. Confuso, regresó hacia la cabina
preguntándose si la alarma había sonado de veras o lo habría soñado. Pero en
seguida volvió dispararse; corrió hacia el Ferrari y de nuevo se extinguió el
sonido cuando iba a tocar el metal pintado de azul. Se encerró en la cabina con
el ánimo cada vez más sombrío; si habían tratado de robar el coche y quedaban
marcas del intento, el italiano iba a tronar de indignación. La tercera vez que
aulló la alarma no corrió; decidió acercarse sigilosamente y dando un rodeo por
detrás de los coches aparcados al otro lado de la caseta del cuadro eléctrico.
Lo que descubrió acabó de conmocionarle: Las dos portezuelas estaban abiertas.
Despavorido, corrió sin resuello hasta la cabina y llamó a la policía. Tenía
que consignar el incidente en el parte donde se registraban los sucesos de la
noche y comenzó a hacerlo con nerviosismo, de tal modo que apenas era capaz de
leer su propia letra; por ello, postergó la anotación hasta ver qué decían los
policías. Cuando éstos se marcharon con expresión de fastidio, tras comprobar
que las puertas del Ferrari estaban correctamente cerradas y no había rastros
de violencia, se preguntó qué iba a anotar en el parte; no podía soslayar el
suceso, porque los agentes también escribirían un parte cuya copia enviarían a
la dirección de la empresa. ¿Pero iba a tener que reconocer que había sufrido
una alucinación?
Tenía ojeras oscuras cuando abordó
su tercera noche de servicio, ya que durante el día apenas había pegado ojo.
Era domingo, por lo que a partir de medianoche sólo ocasionalmente se acercaba
alguien a la taquilla; escuchó una y otra vez las canciones del nuevo disco de
Palmira para no amodorrarse. A las tres de la mañana, emprendió la anotación de
matrículas con los auriculares encajados, el volumen del compact al máximo y
ánimo macabro. Pero no sintió la angustia de las dos primeras noches al
acercarse al Ferrari y supuso que se debía a que el cansancio le había relajado.
Anotó la matrícula como cualquier otra y continuó hacia el fondo del parking,
mas con la sensación de que no estaba solo; según avanzaba parking adelante,
aumentaba el convencimiento de que había alguien más. Llegó a sentir la
presencia con tanta fuerza aunque no consiguiera ver ni una sombra, que volvió
a la cabina apresuradamente y se encerró. Meditó sobre si podía dejar a medias
el control de matrículas; sólo llevaba un poco más de tres meses en ese empleo
y aún debían de estar evaluándole, por lo que no le convenía cometer un fallo
tan garrafal. Reunió coraje para terminar el recorrido tras dos horas y media
de argumentación contra sus propios impulsos, escuchando ya por enésima vez el
disco de Palmira hasta el punto de tararear los estribillos sin darse cuenta y,
por fin, avanzó resueltamente parking adelante, resolución que se desmoronó
como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza: El Ferrari se encontraba
estacionado dos puestos más allá de donde estuviera hacia menos de tres horas.
Con pánico, pasó los dedos por el capó para descubrir que estaba caliente; el
motor había estado en marcha hacía unos instantes. Se encerró en la cabina
temblando y, tras muchas dudas, resolvió no llamar a la policía; anotó en el
parte que una indisposición le impedía completar el control de las matrículas.
Cruzó los dedos para que el incumplimiento no le acarrease una reprimenda.
La cuarta era la última noche antes
de disfrutar sus dos jornadas de descanso. Llegó a la cabina como quien es
conducido a la horca. Sentía el impulso de mandarlo todo al cuerno, abandonar
la guardia sin avisar al encargado y dar por perdido el empleo, porque el
enigma del coche del italiano se había convertido en un problema que ya no se
sentía capaz de resolver. Dedicó la primera hora de vela a la busca de
argumentos con que reprimir ese impulso, porque no estaba la situación en su
casa como para quedarse sin empleo. Mas cuando llegó la hora del control de
matrículas todos los resortes de su cuerpo estaban exigiéndole huir, negarse a
seguir sufriendo esa tortura durante tantas noches que aún le quedaban de
guardia durante el resto del mes.
A las tres de la madrugada,
emprendió la anotación de las matrículas con el sueño ilusorio de que iba a ser
la última vez; un prodigio estaba a punto de ocurrir que le redimiría de esa
zozobra inaguantable. Hasta podía suceder que Palmira pasara por la estación en
el momento más inesperado, porque había leído en una revista que le faltaba
poco para terminar la película que estaba interpretando en unos estudios de la
ciudad. Las luces fluorescentes componían alineamientos que parecían
prolongarse hasta el infinito, como si estuviera obligado a recorrer distancias
que superaban todas las capacidades humanas, y aunque era primavera, un
escalofrío le recorría la espalda mezclado con hilillos de sudor helado.
Se acercó al Ferrari con humor
tétrico; una calima de angustia nublaba sus ojos y le costó gran esfuerzo
anotar los números que siempre parecían ser diferentes y que, por ello, aún no
era capaz de recordar, contrariamente a la mayoría de los coches que
pernoctaban con asiduidad en el parking, cuyas matrículas anotaba ya de
memoria. El escalofrío se multiplicó por mil cuando escuchó la voz. Un rumor
ininteligible provenía del interior del coche; con el pulso acelerado y voz
rota, preguntó:
-¿Hay alguien ahí dentro?
El murmullo cesó. Sobrecogido, rozó
el maletero con la yema de los dedos, instante en que el murmullo recomenzó.
Sus temores estaban justificados; el italiano era un mafioso cruel que había
raptado a alguien escondiéndolo en el maletero amordazado, maniatado y
seguramente drogado; tal vez llevaba prisionero los tres o cuatro días
transcurridos desde la última vez que usaron el Ferrari; lo habrían abandonado
creyendo que estaba muerto, a la espera de encontrar el medio más idóneo de
deshacerse del cadáver. Mientras llamaba a la policía su voz era casi un
estertor. Tras las comprobaciones, y en el momento de despedirse, el mayor de
los dos agentes le dijo con expresión hosca y tono muy desagradable:
-En ese maletero no hay ningún
secuestrado ni niño muerto, joder, que estás paranoico perdido. Lo de
anteanoche, pase. Pero que hayas vuelto a fastidiarnos esta noche, ya pasa de
castaño oscuro. Ni se te ocurra volver a llamarnos como no sea con unos cuantos
cadáveres sangrando en medio del parking, ¡coño!
A las nueve y media de la mañana,
Pablo comprendió que no conseguiría dormir.
El italiano llevaba más de cuatro
días sin sacar el coche, así que según sus cuentas era probable que lo retirase
ese martes. Improvisó una excusa para visitar el parking en jornada de
descanso: Deseaba acabar de aprender a reparar los cajeros automáticos, cosa
que aún no dominaba del todo, pues le resultaría muy útil si cualquiera de las
noches de guardia uno de los cajeros dejaba de funcionar. El compañero que
permanecía de turno no mostró extrañeza y el encargado le gastó una broma
sarcástica sobre la llamada a la policía. Pablo revisó con parsimonia los
automatismos, hasta que el italiano llegó con su escolta habitual. Antes de que
ellos tuvieran tiempo de irse, se puso al volante de su anticuado Seat Panda y
lo mantuvo a ralentí hasta que vio salir el resplandeciente vehículo azul.
Afortunadamente, el tráfico discurría a esa hora con lentitud, porque de otro
modo no habría tenido ninguna oportunidad persiguiendo a un Ferrari con su
agónica y abollada tartana. Conducía el italiano, no un clónico, y
sorprendentemente entró en otro parking, uno muy céntrico ubicado junto a los
hoteles más lujosos de la ciudad. Pablo siguió tras ellos con cautela.
Aparcaron el coche y salieron del parking por la escalera peatonal, que Pablo
subió a la carrera tratando de no perderlos de vista; saltó en el último tramo
con precipitación torpe, lo que estuvo a punto de hacerle tropezar con uno de los
hércules. Pudo recomponerse y seguir adelante aparentando naturalidad, mientras
se preguntaba si el personaje se habría separado del grupo justamente porque
habían detectado la persecución. Pero el sujeto no le miró a él en particular,
sino que parecía querer abarcar cuanto ocurría en los alrededores, mientras los
demás se dirigían hacia uno de los hoteles.
Yendo tras ellos, Pablo examinó al
portero uniformado; a continuación dio una ojeada a su atuendo: Un chándal,
cuyo pantalón presentaba una mancha junto a la rodilla izquierda. El remilgado
empleado vestido de librea no le permitiría entrar en el lujoso hall del hotel.
No había cerca ninguna cafetería desde donde acechar la reaparición del
italiano y su corte, de manera que se apostó en una esquina sin perder de vista
la pomposa entrada. Durante las tres horas siguientes el grupo no volvió a
salir. Estaba seguro de ello. El cansancio, tras la noche de vela, comenzó a
producir efecto y apenas podía mantener los ojos abiertos, por lo que decidió
terminar por ese día el espionaje e irse a dormir. Volvió al parking y se
preguntó por el forzudo que permaneciera de guardia, a quien no había visto
acercarse al hotel. Una vez que pagó el tique y fue en busca del Seat Panda,
descubrió con enojo que el Ferrari había desaparecido. Se dio una palmada en la
frente. Había sido un estúpido. La clave no era el italiano, sino su coche.
Debería haber vigilado el Ferrari y no al conductor, porque era el coche el
objeto del trapicheo que se trajeran. Al día siguiente, ni siquiera iría al
parking de la estación. Se apostaría en éste, acecharía la llegada del grupo y
permanecería junto al Ferrari para ver quién lo retiraba, porque parecía obvio
que serían otras personas quienes lo hicieran. Las mafias de altos vuelos funcionaban
con intrincadas claves propias.
En cuanto despertó, se dirigió al
parking del centro provisto de su indispensable compact con los cinco discos y
una bolsa de plástico con dos bocadillos y un refresco, porque suponía que
tendría que esperar mucho. Había dormido mal, lo que hacía que fuese
inaplazable librarse de esa inquietud que ya duraba demasiado tiempo. Se
acomodó en un rincón cerca del espacio ocupado por el Ferrari la tarde
anterior, donde espiar sin ser visto. Sentado con las piernas flexionadas y con
la espalda apoyada en un pilar de áspero cemento, aguardó las horas suficientes
como para sentir calambres en las nalgas, hastío y un fuerte impulso de
abandonar. Comenzaba a dar cabezadas, distraído con las canciones en los
auriculares, cuando advirtió que el Ferrari azul había sido aparcado ya; fue el
movimiento de pasos lo que le sacó del ensimismamiento. Bajo la carrocería del
Jeep Grand Cherokee tras el que se ocultaba, contó tres pares de piernas con
los trajes oscuros de mafiosos y las del italiano, embutidas en un carísimo
vaquero de apariencia raída, bajo el que asomaban botas de cocodrilo con medio
tacón. Pero dejó de prestar atención al grupo a causa de lo que estaba
ocurriendo en los bajos del Ferrari;
vista de perfil, la chapa de la matrícula se había recogido hacia arriba,
apareciendo en seguida de nuevo. Distraído con la pregunta de qué podía
significar ese movimiento, no advirtió al instante que otro par de pantalones
mafiosos descendían del coche y se aproximaba hacia el punto donde se
encontraba. En tensión, forzó las piernas y se encogió más aún de lo que
estaba. Pareció que el sujeto no le había descubierto, sino que estaba,
simplemente, dando una ojeada; esto acrecentó la ansiedad de Pablo. Si trataba
de descubrir la presencia de intrusos sería porque –de acuerdo con sus peores
intuiciones- el grupo tenía mucho que ocultar. Iba a ser muy poco bienvenido si
le descubrían. Fue echándose a un lado hasta quedar tendido en el suelo y, a
continuación, se arrastró hasta quedar bajo el Jeep. Por el sonido de sus
pasos, comprobó que el sujeto se marchaba también, intuyó que para apostarse
junto a la entrada de peatones. Con cuidado por si quedaba alguien vigilando,
cambió de puesto de observación; donde estaba, había podido ver sólo pies más
el extraño movimiento de la matrícula; necesitaba comprobar quién retiraba el
Ferrari.
No tuvo que esperar mucho. Unos
veinte minutos más tarde, tres hombres vestidos como los que acompañaban al
italiano, o tal vez los mismos –era incapaz de diferenciarlos, tan semejantes
parecían-, se aproximaron al Ferrari, precediendo a una mujer alta con zapatos
de tacones vertiginosos. Desde el primer instante, percibió que ella poseía
algo reconocible tras sus grandes gafas de sol, un aire que le resultaba familiar.
Pablo miró de nuevo con fascinación el movimiento ascendente y descendente de
la matrícula, que cambió a una nueva combinación de letras y números;
obviamente, la trompa tenía que haber sido modificada para albergar ese
mecanismo. Absorto en la pregunta del porqué de los números mutantes, no
advirtió que le habían cazado. Uno de los guardaespaldas clónicos le agarró por
la espalda y le obligó a alzarse. Pablo no intentó siquiera escabullirse.
-¿Lleva cámaras? –preguntó otro de
los clones.
-Creo que no.
-Mételo en el coche, para que lo
cacheemos. A lo mejor lleva una de esas miniaturas que usan en la televisión
para los programas de cámara oculta.
Mientras era obligado a embutirse
en el asiento trasero entre las dos moles encorbatadas que le palparon todo el
cuerpo, la mujer se puso al volante. El que le había descubierto ocupó el
asiento del copiloto y, volviéndose hacia él, le dijo con severidad:
-Estoy seguro de que te he visto
antes. ¿Para quién trabajas?
Pablo se encogió de hombros. No
comprendía la pregunta; si le reconocía, sería porque le habría visto numerosas
veces en su cabina. No quiso darle pistas, porque un traspiés podía perder que
perdiera el empleo. Su situación era muy negra, porque la mujer había puesto el
coche en marcha. El hermoso y delicado medio perfil visto desde atrás reforzaba
su sensación de reconocerla, pero parecía muy contrariada. ¿Qué pensarían
hacerle? De improviso, al salir el coche a la luz diurna, el copiloto exclamó:
-¡Es el cobrador del parking de la
estación!
-¿Este chico es el mismo que nos
obligó tantas veces, la semana pasada, a echar a correr para que no nos
descubriera? –preguntó la mujer
-¡Claro que sí! –afirmó el
copiloto, dándose una palmada en la frente-. Todas las carreras que nos ha
obligado a dar de madrugada este cabrón, cada vez que te apetecía conducir e ir
a tomar algo, y tratábamos de sacar el Ferrari por la salida del fondo, sin que
se diera cuenta de quién eres, para que no avisara a los periodistas... Y la
comedia que teníamos que montar para distraerle uno de nosotros, fingiendo
pagar el tique de otro coche... Mamonazo...
-No le insultes, Dany..-la voz de
la mujer tenía una musicalidad que aceleró el pulso de Pablo- ¿Por qué me
espiabas? –lo miró a través del retrovisor. -¿Alguien te...
Le interrumpió una voz metálica que
emergía del salpicadero: “El camino más despejado hacia el estudio de
grabación... primer cruce a la derecha...”
Pablo reconoció en la voz robótica
del GPS el murmullo que le había hecho creer que había un secuestrado en el
maletero, puesta en funcionamiento accidentalmente por su acercamiento al
Ferrari.
-¿Lleva cámara, micrófonos o
algo... como para una exclusiva de revista? –preguntó ella
-No. Solamente es un fan tuyo
bastante maniático. Lo que lleva es un compact y tus cinco discos... Siempre
que vamos a pagar con tu manager, Giorgio, y se quita los auriculares, notamos
que suenan tus canciones en el compact...
Con el corazón a punto de
paralizársele, Pablo comprendió que quien conducía el Ferrari, y quien había
tratado varias veces de conducirlo de madrugada sin ser descubierta, era su
adorada Palmira. Perdió el miedo y se dejó arrebatar por el júbilo.
Para mal o para bien, estaba a
medio metro de ella y a lo mejor hasta conseguía estrecharle la mano.
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