martes, 19 de julio de 2011

XANA DE TARDE EN TARDE

Cuento de mi cosecha, dedicado a Letizia Ortiz, recordando Asturias.

En la revista Integral , una mujer solicitaba "un ayudante para ciertas tareas campesinas, que no fume, que tenga coche o furgoneta y esté dispuesto a acompañarme a vender productos naturales en mercadillos. A cambio, ofrezco vivienda, comida y pequeña ayuda económica". Incluía un número de teléfono con el prefijo 985, pero no indicaba más señas. Había otros reclamos interesantes, pero ése atrajo su mirada de manera casi subyugante, haciendo que los demás parecieran borrosos.
Damián dejó abierta la revista por la página de anuncios, sujeta con el cenicero, en medio del desorden monumental de la habitación donde vivía de prestado. ¿A qué zona correspondería el 985? No disponía de mapas ni de una agenda donde figurasen los prefijos. Más tarde, se acercaría al locutorio de Telefónica para averiguarlo; antes, trataría de imaginar cómo podía ser la mujer que buscaba un ayudante, a quien ofrecía "vivienda, comida y pequeña ayuda económica". ¿Joven?; no demasiado, de otro modo no necesitaría esa clase de anuncio. ¿Vieja?; tampoco, temería a los desconocidos. Debía de tener sobre cuarenta, probablemente una viuda cuyos hijos habían emigrado del campo a la ciudad, en busca de nuevos horizontes.
Antes de llamarla, debía meditar si iba a ser capaz de dejar de fumar. De todos modos fumaba cada día menos, obligado por las circunstancias, ya que sólo le quedaban noventa euros y no vislumbraba en el futuro inmediato la posibilidad ni siquiera remota de conseguir empleo. Podía dejar de fumar, naturalmente que sí.
Damián Sanz tenía treinta y nueve años, y era cuanto podía afirmar que tenía, aparte del coche, porque lo había perdido todo hacía diecisiete meses. Todo. Siete de años de trabajo en un bar donde, a los treinta, sepultó todos sus ahorros; siete años había resistido, trabajando hasta veinte horas diarias, y nunca había conseguido más que sobrevivir acosado por las deudas. Un desahucio por orden del banco le había quitado ese precario medio de supervivencia a los treinta y siete, tras lo que descubrió con desolación e ira que la Seguridad Social no le reconocía el derecho a subsidio de paro aunque había cotizado escrupulosamente, como autónomo, todos los meses de esos siete años. Y no había nadie dispuesto a dar empleo a un hombre casi cuarentón; los anuncios lo dejaban claro: "máximo 30 años", exigían casi todos y los que no, situaban el límite a los veinticinco o veintiséis. Con treinta y nueve, a efectos laborales era un muerto civil. Nadie le iba a emplear y las instituciones le sugerían por activa y por pasiva que debía convertirse en un mendigo o disolverse en la nada.
Diecisiete meses había sobrevivido malvendiendo sus pertenencias. Ahora, el coche era lo único que tenía. Y treinta y nueve años. Y una habitación cedida por un amigo... "pero sólo un par de meses, ¿eh?", y habían pasado tres ya.

Le gustó la voz de la mujer. Igual que un torrente fresco de montaña, como un surtidor de estrellas. Consideró una descortesía preguntarle la edad, pero estaba claro que no era vieja. La voz sonaba argentina, sin falsetes ni resoplidos. Tirando por lo alto, podía tener unos cuarenta y cinco.
Le citó en una gasolinera de carretera cercana a Pola de Lena "porque si te digo que vengas en el coche hasta la aldea, te resultaría muy complicado encontrar el camino, te liarías y te podrías perder". Ella iba a viajar en autobús hasta Pola y luego tomaría un taxi hasta la gasolinera. Sólo le había dicho que vestiría una zamarra roja y que se llamaba Lina; a su vez, Damián le había descrito su ropa, una pelliza azul oscuro y un pantalón vaquero.
Era la hora del café de sobremesa cuando llegó al restaurante de la gasolinera y el mostrador estaba lleno. A lo largo de la barra sólo vio una zamarra roja. Examinada de perfil, la mujer tenía una apariencia desagradable; caduca, algo gorda y muy fofa, el pelo desgreñado y doble papada. ¿La abordaba?, ¿qué otra salida tenía? Había gastado en gasolina la mitad de su capital tras devolver la llave de la habitación a su amigo. Se acercaría, qué remedio.
La mujer volvió la cabeza hacia él y, al reconocerlo, le sonrió. Damián había debido de sufrir alguna clase de ilusión óptica; enfocando mejor la vista, la mujer no sólo no era gorda, sino que poseía una estilizada figura cercana a lo escultural, una bellísima sonrisa, hermoso pelo castaño muy claro y ojos vivísimos, chispeantes de luz, de color verde mar. Su edad no superaba los treinta años. El corazón de Damián se aceleró.
-¿Has tenido buen viaje?
La voz sonó algo rasposa, diferente de la musicalidad oída en el auricular del teléfono.
-Los últimos kilómetros han sido difíciles. El pavimento está helado y no traigo cadenas.
-Ahora compraremos un juego.
Esta vez, la voz sí era la misma del teléfono. ¿Qué distorsión extraña arrebataba sus sentidos? En menos de dos minutos, había sufrido una alucinación visual y otra auditiva. Estaría más cansado de lo que suponía, a causa del viaje... y el ayuno.

Tras comprar el juego de cadenas y ajustarlo a las ruedas, Damián condujo según le fue indicando Lina.
-Mi casa está al borde de un parque natural protegido -afirmó- Se llama Somiedu, pero no da miedo sino muchísima alegría. Serás feliz.
Conforme ascendían por el estrecho camino, Damián descubrió que cruzaban incesantemente el umbral de un paraíso que sólo se desvelaba según iba rebasándolo el coche. Valles y montañas completamente verdes, umbríos en unas laderas y reverberantes en otras. ¡Cuánta belleza encerraba esa tierra! Había creído exagerado lo que le decían sobre el paisaje asturiano, y la realidad superaba las descripciones aunque de una manera incomprensible; frente al parabrisas, los brezales parecían mustios, amarronados, como arrasados por el fuego, lo mismo que los extensos matorrales de tojo, en los que sólo apreciaba espinas, pero en cuanto los alcanzaba el coche, descubría que su vista padecía alguna clase de desenfoque, ya que por las ventanillas laterales le deslumbraba un fresco verdor salpicado aquí y allá de hayedos, con brotes de primavera, y robledales cargados de bellotas pero con las hojas verdes de junio. Para un mediterráneo como él, el panorama, que comprendía todos los matices imaginables del verde, parecía sobrenatural, impresión acentuada por los jirones de niebla que ascendían de un riachuelo oculto por los sotos. Se repitió a sí mismo que ingresaba en el paraíso, un mundo prodigioso donde cualquier sueño se podía materializar. ¿Había acabado el sufrimiento de diecisiete meses?
Procuraba mantener la mirada fija al frente para no resultar descortés observando a Lina con descaro. Su cansancio era, evidentemente, muy agudo a causa de lo mal que se había alimentado las últimas semanas, y no paraba de sufrir alucinaciones. Ya que, en ocasiones, miraba de reojo las piernas de la mujer sentada a su lado y eran unos cilindros gruesos, informes, repulsivos, pero cuando fijaba la mirada para constatar la exactitud de la observación, resultaban ser unas piernas maravillosamente torneadas, como si viajase Marlene Dietrich en el asiento del copiloto, una diosa con las luces y todas las sugestiones de una fantasía cinematográfica.
-Ahí es -señaló Lina hacia una construcción de piedra, alzada junto a media docena más de pequeños edificios.
Se trataba de una casa minúscula pero de aspecto muy acogedor. Tenía las ventanas pintadas de verde y había muchos tiestos en los alféizares. Aunque no presentaban la sensualidad multicolor de las macetas mediterráneas, proporcionaban a la vivienda una pincelada de mimo, revelando que su dueña era una persona primorosa y de buen carácter. La contemplación de la casita redobló la esperanza que no había parado de crecer en el pecho de Damián durante el viaje. Una vez estacionado el coche, cuando él fue a trasladar su equipaje, Lina tomó la maleta más pesada.
-No, por favor -protestó Damián, escandalizado-. Ésa la llevo yo. En realidad, no tienes que cargar ninguna.
-¿Qué te has creído, que soy una damisela raquítica? -la expresión de Lina no tenía nada de humorística aunque la frase lo fuera. Parecía enojada de un modo que no sólo zanjaba la cuestión, sino que descartaba la discrepancia de manera desdeñosa e imperativa.
Sin explicarse por qué, Damián presintió que no convenía contradecirle. Idea que no le produjo enojo, sino que le hizo sentir feliz.

El piso superior de la casa era diáfano y sólo un biombo separaba el espacio que serviría de dormitorio a Damián del perteneciente a Lina. La situación resultaba extraña, puesto que esa hermosa y apetecible señora parecía no temer su proximidad, ya que no oponía verdaderas barreras a un desconocido a quien ni siquiera le había pedido fotocopia del carné de identidad como medida de precaución. Damián decidió no romperse la cabeza con las conjeturas; si ella no le temía, él tenía aún menos que temer. Una vez deshecho el equipaje, Lina llamó desde abajo:
-¡Damián! la cena está preparada.
Cuando inició el descenso por la escalera de madera y sin pasamanos, Damián llegó, definitivamente, a la conclusión de que sufría agotamiento muy grave, ya que le pareció que todo el piso inferior estaba envuelto en brumas; los perfiles era imprecisos, dibujando un paisaje gélido bajo el crepúsculo polar, con árboles fantasmagóricos que llevaban siglos petrificados. Mas la neblinosa mirada se despejó al bajar el último peldaño; de repente, la gran sala-cocina estaba iluminada muy cálidamente por la luz eléctrica y el fogón, y la mesa de maciza madera presentaba un banquete principesco, que Lina había preparado y dispuesto en sólo los veinticinco minutos que Damián había tardado en ordenar su ropa y enseres. El conjunto parecía un cuadro, un barroco lienzo donde el pintor se hubiera empeñado en reproducir con primor las más apetitosas exquisiteces del mundo, una sinfonía de colores y aromas que saciaba con sólo contemplarla.

Despertó por el ruido que Lina producía trajinando en la cocina. Antes de salir de la cama, Damián halló sorprendente su estado, tanto físico como mental. No le habían asaltado durante la noche las pesadillas angustiosas que perturbaran sus noches los últimos diecisiete meses, sino todo lo contrario; había protagonizado un sueño maravilloso; sí, tenía que ser un sueño, porque tales cosas nunca ocurren en la vida real: el ascenso a la gloria, la plenitud de sus facultades viriles ejercitadas hasta el vértigo, el recorrido por senderos orillados de colores y perfumes arrebatadores, el viaje de retorno a la adolescencia que revelaba la humedad de su calzoncillo. Sentíase vigoroso, pleno y colmado de posibilidades. Miró el reloj; sí, debía de continuar soñando, porque de estar de veras despierto había dormido profundamente y sin interrupciones más de ocho horas, algo que había olvidado que fuera posible. Debía prepararse para el trabajo; se puso la ropa apropiada y bajó. Otra vez tuvo la impresión, desde lo alto de la escalera, de que el piso inferior estuviera envuelto en brumas grises, una opacidad lechosa que lo desdibujaba todo, pero cuando su pie derecho tocó el suelo de grandes losas de piedra, descubrió que no había bruma, que todo estaba lleno de color, la madera pintada de azul, el mantel rojo, las flores silvestres y las ristras de embutidos caseros que colgaban de la chimenea del llar. Lo único que continuaba siendo impreciso era la silueta de Lina, vuelta de espaldas a él. Mas, cuando ella giró la cabeza para saludarle, brilló más que toda la estancia. Una presencia refulgente que retumbó en su pecho como una buenaventura.
-Buenos días, Damián. El desayuno estará listo en un par de minutos.
-Me alcanza con un café.
Lina rió como si sonaran campanas de cristal, caramillos y ocarinas.
-Los del sur no sabéis comer para un clima como el asturiano. Necesitas más sustancia que por allí abajo, muchas calorías para enfrentarte al clima de las montañas cantábricas.
-,Qué trabajo hago esta mañana?
-¿Tienes que preguntármelo? Tú, sal al terruño, y que te lo dicte la intuición.
Damián halló harto sorprendente la respuesta. Después de todo, se trataba de una mujer que hacía frente a la vida en soledad, y quién sabe cuáles serían sus rarezas. Lina colocó en la mesa, ante él, un plato muy grande sobre el que le ofrecía el desayuno más opíparo que había tenido en diecisiete meses: dos huevos, chorizos, una morcilla, panceta y patatas fritas con cebolla, un tomate asado y una remolacha pelada. Al lado, un trozo de pan que, por sí solo, representaba una golosina, de tan crujiente y bien dorado. Mientras comía con un voracísimo apetito que ignoraba sentir, Damián volvió a preguntar:
-¿No has pensado qué quieres exactamente que haga?
-Mira el campo y decide tú.

Lo que Lina había llamado “campo” era un retazo de huerto que parecía impreso en un envase de herbolario; los caballones, trazados con tiralíneas, dibujaban rectángulos perfectos llenos de yerbaluisa, menta, lavanda, hierbabuena, sésamo, romero, tomillo y otras muchas plantas imposibles, tomando en consideración que se encontraba en la Cordillera Cantábrica, que el otoño estaba a punto de acabar y que el paisaje que ascendía por la ladera de la montaña aparecía cubierto de escarcha. Curado de asombro, Damián supuso que alguna clase de prodigio creaba un microclima en el terreno cercado de aulagas doradas de tan floridas, adelfas salpicadas de rojo púrpura, zarzamoras a punto de abatirse por el peso de los frutos y endrinos rebosantes de bayas, aunque un poco más lejos podía distinguir con nitidez el marrón mustio de los brezales. Sin la menor extrañeza, recolectó con cuidado lo que le pareció que estaba maduro como para ser vendido en el mercadillo, hizo manojos pequeños, lo dispuso todo en un poyete de piedra adosado a la casa y llamó a Lina.
-¡Maravilloso! -alabó ésta-. Mereces tu suerte.
Damián la observó, tratando de encontrar sentido a la frase de significado inextricable. ¿Suerte?, sí, era una suerte inmensa sentirse como se sentía tras diecisiete meses de zozobra. ¿Merecimiento?, sí, merecía esa suerte porque había anhelado hasta la extenuación una salida y, una vez que la había encontrado, estaba dispuesto a cualquier sacrificio por conservarla.
-Pues nada hará que la pierdas -dijo Lina, y Damián se preguntó si, en lugar de meditar, habría estado hablando en voz alta.

Sólo tuvieron que permanecer tres horas y media en el mercadillo, porque la mercancía se agotó. Antes de poner el coche en marcha, Damián extendió el dinero, ordenado sobre el salpicadero.
-¿Qué estás haciendo? -preguntó Lina.
-Presentarte cuentas.
-Las pesetes no me interesan y ni siquiera tengo idea de su valor. Guarda eso, me ofende mirarlo.
-No comprendo.
-Tú manejarás el dinero y te ocuparás de que todo funcione.
Damián seguía sin comprender. Tal vez se trataba de una prueba; sí, eso tenía que ser: Lina le tentaba para comprobar su grado de honradez. Pues bien, no necesitaría realizar ningún esfuerzo, porque se sentía tan portentosamente bien que en modo alguno tomaría una moneda que ella no le hubiera autorizado ni haría nada que la ofendiera, ni siquiera que pudiera enojarla. Jamás rozaría ni por asomo el territorio abstracto donde vivieran los enfados y los desagrados de Lina. Ella le miraba con íntima complacencia y Damián sintió la mirada como un flujo que recorría escrutadoramente su alma, un escrutinio que calibraba uno a uno todos sus resortes y que, al final, resultaba satisfactorio para la apreciativa luz azul que refulgía en el fondo de sus pupilas.
-Toma -dijo Lina, ofreciéndole una manzana que sacó del bolsillo como si se hubiera materializado de la nada, convertido un rayo de sol en jugosa pulpa.
Sin dejar de observar el camino por donde transitaban ni soltar el volante, Damián miró de reojo la fruta; de forma perfecta y muy lustrosa, su color iba del amarillo al granate. Una manzana recortada de un cuadro holandés o traída a través del tiempo desde el árbol del bien y del mal del edén.
La mordió distraídamente, porque la vía era muy estrecha y sinuosa, y temía que las ruedas patinasen sobre el terreno helado. En el momento que el trozo de manzana entró en contacto con su paladar fue como un estallido de pirotecnia levantina, como si cada uno de los átomos de su boca hubiera sido alcanzado por un estruendo de sabor visible como luces mágicas. Una singladura por los mares más amenos y lujuriantes de cualquiera de los trópicos. Una travesía por todas las alegrías y todos los placeres. Un viaje a través de la Galaxia. Comió con avidez la totalidad del fruto, como si parar de comer significase el vacío y la soledad. Después de experimentar un placer palatial de intensidad tan extraordinaria, nunca sería capaz de saborear una manzana que no le hubiera entregado Lina.
Ella sonreía con placidez, de un modo que le hizo sentir que conocía al detalle y aprobaba cada una de sus sensaciones.
Damián sonrió también con gratitud, con amor, con arrebato. El tormento de diecisiete meses de incertidumbre y desesperación había terminado. Miró de reojo las hermosísimas piernas de Lina. Quería tocar, pero jamás lo haría sin su consentimiento. La deseaba, pero sólo se atrevería a mirarla reveladoramente cuando ella se mostrase dispuesta. ¡Qué feliz podía ser a su lado! Tanto, que haría esfuerzos sobrehumanos para merecerla. Nada le apetecía que no fuese una vida eterna compartida con Lina.

¿Has visto qué buen mozo acompañaba hoy a Lina? -comentó la cacharrera a su marido, mientras recogían el tenderete situado junto al espacio que ocupara el de Damián.
-¿Cómo lo habrá pescado, a sus años?
-¡Quién sabe! El chico parecía muy feliz.
-Pero no tendrá ni cuarenta años...
-Lina es Lina.
-Por Somiedu dicen que es la última de una estirpe muy antigua de xanas.
-Pues será xana de tarde en tarde, Arturo, porque, si no, no habría sufrido aquel accidente que la tuvo a punto de morir en el hospital hace nada más que cinco meses.
-Sí, pero con los casi noventa años que tiene, cualquiera que no fuese xana habría muerto y ¿qué vemos ahora? A una mujer con tantas ganas de vivir como una muchacha. ¿No te has dado cuenta de cómo lo miraba?
-Era amor correspondido, Arturo. Él la miraba igual.

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