jueves, 21 de julio de 2011

LA DRUIDESA Y EL CABALLO



Desde el espacio, cuanto más se elevaba más negro parecía el bosque Negro. Debía de ocupar toda la Tierra, pues por vertiginosa que fuera la distancia etérea de la observación, no parecía tener fin. Los más aventurados y audaces cazadores del poblado decían haber visto grandes extensiones de tierra desnuda, de color marrón claro, donde sólo crecían pastos y algunos matorrales, pero hasta donde alcanzaba la vista de Taranis no conseguía ver más que la masa verdinegra, misteriosa e inextricable del bosque Negro. Lo único diferente eran las altísimas y lejanas fumarolas que brotaban por el este, cerca del gran lago Kimbergsee ahora invisible, donde decían que moraba la madre Dana, además del monte Feldberg cubierto en ese momento por una pátina violácea por la húmeda lejanía

Cuando montaba a Cabull no podía determinar si soñaba o vivía la realidad. Sobre el bellísimo y prodigioso caballo blanco, casi todo lo material pasaba para sus sentidos a un estado cuya proporción de materialidad nunca era capaz de determinar; tal vez el lago y las montañas estaban tan sólo en su imaginación soñadora, como la extensión verdinegra que, abajo, no parecía tener fin. Su melena rubia se expandía y flotaba como si se sumergiera en las aguas termales de la gruta de los dioses menores, desaparecía el cansancio si lo padecía, su espíritu alcanzaba un estado de placidez infinita y llegaban a su olfato aromas tan placenteros que no podían existir.
Por todo ello, volar no era tan sólo una facultad. Era, sobre todo, una necesidad, cuando las circunstancias ponían demasiado en evidencia el destino que le esperaba si no lograba el medio de librarse de la más agorera de las acechanzas y malquerencias de su vida. Cabull le había sido ofrecido por su padre cuando cumplió los diez años; al principio, notó que el caballo saltaba sobre cualquier obstáculo que hubiera en los caminos, sin que necesitase una orden; más tarde, probó a obligarlo a saltar sobre los arbustos y los matorrales; un día que se encontró a punto de refrenarlo frente a un corpulento roble que se interponía en la dirección por donde deseaba transitar para observar unas piedras humeantes que le habían descrito; el caballo saltó como si jugara pero en seguida sobrevoló el gigantesco árbol sin ninguna dificultad. Pocas semanas más tarde, descubrió que Cabull se lanzaba hacia las nubes más altas cuando alguna pena ensombrecía el ánimo de la muchacha.
Taramis no era capaz de responder con odio al odio ni de maquinar defensas contra los sutiles ataques de la rival enloquecida, problema cuya búsqueda de solución ocupaba últimamente la mayoría de sus vuelos.
Todo había comenzado cuando cumplió los quince soles y se extendió a lo largo de los bosques y por todos los clanes la fama de su belleza. Los ojos azules que superaban la profundidad y el misterio del más hermoso lago, la luz irradiada por toda su piel de pétalos de flor, el pelo pajizo que volaba como el pensamiento, el cuerpo enjuto y vigoroso a un tiempo, la sensualidad de la diosa metida en una frágil gacela, capaz de conmover hasta los más pétreos corazones.
Pensaba una tarde en la extraña enemistad de la druidesa del clan más cercano al suyo, enemistad insólita en los bosques que habitaban los celtas, mientras miraba por la ventana el oscilante ramaje de un roble centenario, cuando la voz de su madre sonó a sus espaldas:

-Taranis; el bardo te ordena que acudas a su presencia cuando el sol comience a dormir.
Sin volverse, a Taranis se le ensombreció el ceño. Nunca había hablado personalmente con el bardo, que ni siquiera le había dedicado jamás un saludo personal.
Penó toda la tarde, porque temía haber cometido sin darse cuenta una mala acción. En realidad, vivía en un estado de tensión latente desde que cumpliera los nueve soles, cuando comenzaron a manifestarse síntomas que podían revelar el toque de la diosa. Fueron sus compañeras de juegos las que le obligaron a observarlo: cuando jugaban en zonas muy intrincadas del bosque, los animales grandes y las fieras eludían acercarse; se apartaban a un lado frente a ella o, sencillamente, daban vuelta sobre sí mismos y corrían en la dirección contraria. En cuanto las otras niñas divulgaron en el poblado la posibilidad de que la diosa la hubiera favorecido, empezó a sentir un vago temor que la acompañó siempre, sobre todo cuando un adulto la miraba fijamente a los ojos. Su mayor preocupación era que pudieran acusarla de alguna clase de impostura, idea que reforzaba su rubor casi continuo. Ahora, la llamada del bardo podía ser para recriminarle algún acto de presunción del cual no hubiera sido consciente, porque la verdad era que discutía con bravura con sus amigas, tratando de quitarles de la cabeza la idea de que la diosa hubiera pasado la mano por su frente.
El bardo permanecía todos sus días en una magnífica cabaña construida al lado del nementone, proximidad que se debía a su obligación de mantener limpio y despejado el impresionante círculo de piedras donde celebraban las ceremonias, bajo las mayores afloraciones de muérdago de todo el bosque.
Tras cerciorarse de que los rayos del sol no acariciaban ya ni las ramas más altas de los árboles, pidió permiso para entrar en la cabaña. No recibió respuesta. Apartó el cortinaje de piel de oso y adelantó un poco el rostro hacia el iluminado interior, comprobando que el bardo Taliesin se encontraba tan enfrascado en lo que estaba haciendo, que seguramente no la había oído.
Tuvo que superar la timidez para alzar la voz un poco más:
-Bardo Taliesin, ¿puedo entrar en vuestro aposento?
Notó que el anciano estiraba un poco el cuello, aunque no llegó a volver la cabeza.
-¿Eres Taranis?
-Sí.
-Entra y acomódate sobre ese haz de ramas.
En cuanto obedeció, el bardo reanudó su labor. Maceraba en un matraz yerbas o frutos que Taranis no pudo identificar desde donde se encontraba. Taliesin se concentraba siempre en los ritos hasta casi el trance, pero ahora no sólo parecía en trance sino arrebatado por alguna clase de encantamiento. Visto de perfil, debido a la abstracción de su rostro, parecía poseído por la suspensión vital de la muerte, por lo que la muchacha sufrió un escalofrío muy intenso.
-No me distraigas con emociones tan fuertes, Taranis –reprochó el bardo-; debo terminar este elixir antes de que la diosa Luna riegue el bosque.
Con objeto de ser capaz de obedecer, Taranis dejó de mirarlo y volvió los ojos hacia la tierra apisonada del suelo. Todas las cabañas del poblado eran circulares, pero no todas tenían dentro el reborde de piedras que circundaba la estancia de Taliesin, donde el lecho sólo podía intuirse tras un pesado cortinaje de bejucos trenzados. La mesa no era tosca como las de todas las familias, sino que había sido construida con tablas desbastadas y pulidas, presentando ahora encima un desordenado batiburrillo de probetas, velones encendidos, tarros llenos de líquidos de muchos colores, matraces, haces de yerbas y montoncitos de frutos. Aunque no hubiera demasiado metal a la vista, y todo fuera casi igual que en las demás viviendas, la de Taliesin resultaba mucho más suntuosa. Por tal razón, coligió que la estancia del Druida, situada al otro lado del nementone, debía de ser inimaginablemente rica.
-Vas a cumplir diecisiete soles, Taranis -murmuró Taliesin sin mover los labios.
La muchacha asintió, en silencio. Todos sabían en el bosque los soles que cada uno cargaba en su costal de la vida, por lo que no tenía nada que añadir.
-Es la edad en que debes comenzar a dar la cara a tus responsabilidades.
Esa frase le pareció amenazante. Nunca le había comunicado su madre que tuviera que afrontar cualquier clase de responsabilidades en el futuro. ¿Qué quería decir el bardo?
-Lo que quiero decir –añadió Taliesin-, es que voy a empezar a formarte como futura druidesa.
Taranis sintió que caía una roca gigantesca sobre su cabeza.
-¿Recordáis, señor, que soy Taranis? –el bardo no la había mirado todavía.
-Sé muy bien que eres Taranisi, y tú también sabes que este día había de llegar. A menos que quieras ofender a la diosa mostrándole tu ingratitud.
-No… -Taranis balbuceó.
-Iniciarás tu formación junto con Taunis y Fergus, pero siempre he sostenido ante nuestro querido Druida que tú eres la mejor dotada para ser la próxima druidesa. Tu luz sólo tiene un punto de oscuridad: el odio que te profesa la druidesa Dagda, nuestra vecina. Y como bien sabes, para tu consagración final a los veinticinco soles, necesitamos la concurrencia de otros dos druidas aparte del nuestro. Tienes que reunir luz en tu espíritu suficiente para vencer las tinieblas que Dagda riega sobre ti desde hace más de un sol.
-¿Sabéis por qué?
-¿Nadie te lo ha dicho?
Taranis agachó la cabeza. Sentía vergüenza de su ignorancia, pero era verdad que nadie le había aclarado las razones del odio de Dagda, a pesar de que hacía varias lunas que sentía la sombra de ese odio. Nunca había visto el rostro de Dagda y, sin embargo, sus rasgos aparecían con mucha frecuencia en sus pesadillas.
-Desde hace diez soles, Dagda considera que es la mujer más hermosa del mundo –añadió Taliesin con voz gutural-. Ahora tenemos que encontrar el modo de que todos olvidemos tu belleza deslumbrante para que asumamos que figuras en el trío de aspirantes a druida, junto a esos dos jóvenes.
Taunis y Fergus eran dos fuertes muchachos por los que suspiraban casi todas las adolescentes del bosque. Hacía varios soles que ambos eran señalados como probables sustitutos del Druida. Taranis no creía que nadie hubiera hablado nunca de que ella también pudiera ser candidata. Aunque le causara tanta desazón, la malquerencia de Dagda tal vez pudiera librarla de ese peso tan tremendo. Se consideraba una adolescente corriente y nunca había tenido más anhelo que ser amada por aquél al que amase, que podía muy bien ser uno de los dos futuros aprendices de druida. La fama de su belleza se había convertido en un fardo en sus espaldas, como el mismo Taliesen acababa de señalar explícitamente.
-¿Imaginas cuál es la raíz más profunda del odio de Dagda? –preguntó Taliesin volviendo por primera vez el rostro hacia ella y mirándola muy fijamente.
Taranis cerró los ojos, bajó la cabeza y negó suavemente.
-Una característica –continuó Taliesin- que, desde mi punto de vista, la descalifica para su misión de druida: La inseguridad. Una debilidad que ella demuestra con celos y suspicacia. A lo mejor has oído mencionar lo que pasó con su primer esposo…
Aún con los ojos bajos, Taranis negó con la cabeza.
-También era un hombre extremadamente bello –continuó Taliasin-. A lo mejor lo has visto alguna vez, o seguramente lo has oído nombrar, porque lleva el nombre de nuestro padre Lugh.
Taranis sintió un estremecimiento. Claro que había visto a Lugh, a cuyos padres habían tildado muchos de blasfemos por llamarlo con el nombre del dios supremo. A despecho de que Taliesin afirmase que era bello, el que ella recordaba era un hombre que producía espanto. Vagaba por los bosques completamente desnudo, y ocioso a causa de su cojera; la barba hirsuta le colgaba libre hasta más abajo de la cintura y su poblada melena de color ala de cuervo caía desordenada por su espalda, formando una cascada que llegaba a tocarle los muslos. Era un loco pacífico, que no agredía a nadie pero a todos asustaba. Topaba con él de vez en cuando, ya que cuando no jugaba con sus amigas, recorría el bosque en busca de yerbas raras, por mandato de su madre. Una de las veces, él la miró muy fijamente y pareció que intentaba sonreír, pero Taranis no tuvo tiempo de ver si lo hizo porque echó a correr.
Taliesin continuó:
-Lugh era no sólo bello como una gema, ya que poseía muchas virtudes. De niño, lo habían designado para formar parte de la tríada a educar para druida, pero no llegó a serlo. Mas sus dotes y habilidades, así como su capacidad de sanar a los heridos, le granjearon muchas simpatías y llegó a tener mucho poder y ascendencia sobre la mayoría de los jóvenes de su clan. Fue enriquecido por la fortuna y llegó a poseer casi tanta ascendencia como un bardo; la suya era una de las mejores cabañas, poseía un uro macho y dos hembras, más un rebaño grande de ciervos. Sin ostentar ningún cargo en el clan, era determinante su influencia, ya que los hombres lo eligieron libremente como general para cuando hubieran de pelear batallas. Por todos esos motivos, Lugh era deseado como esposo por las mejores muchachas del clan y, por supuesto, también por Dagda, que acababa de ser consagrada como druidesa. Celebraron esponsales cuando ambos contaban veinticinco soles, pero muy pronto corrió por el bosque el rumor de que a Lugh no le bastaba con un solo amor. Ser druidesa dotaba a Dagda de muchas facultades, y una era la de tener servidores dispuestos a hacer lo que ordenase. Torturada por los celos, mandó a uno de ellos que vigilase a su esposo noche y día. No hicieron falta muchos, ya que pasado un cuarto de luna llegó el sirviente con la noticia de que Lugh retozaba a escondidas, a la vera del lago Kimbergsee, con una muchacha romana. El sirviente describió a ésta como el cúmulo de la voluptuosidad. Dagda le mandó describir con los detalles más meticulosos el lugar donde los amantes acostumbraban a retozar. Un día que Lugh se marchó temprano “a pastorear”, según dijo, Dagda aguardó a que el sol comenzara a descender para tomar el caballo y marchar con dirección al lago. Tras la larga cabalgada, se aproximó sigilosamente al punto descrito por el sirviente y los vio. Impúdicos, se revolcaban sobre la hierba al aire libre. Arrebatada por una ceguera insoportable, Dagda espoleó al caballo hacia la pareja y lo refrenó cuando estaba sobre ellos, de modo que una de las pezuñas coceó aplastando el pie derecho de Lugh. La cojera fue su primera desgracia, porque ya sabes que no es buena cosa ser un lisiado entre los celtas. Perdió el favor popular que disfrutaba y poco a poco perdió su fortuna también, e inclusive su casa. Un sol después de aquel suceso, inició esa peregrinación por todos los Bosques Negros que aún prosigue. Mientras, el poder de Dagda no sufrió menoscabo, porque su bardo consiguió presentar la agresión como un accidente. Pero sigue desde entonces soñando con los brazos fuertes y viriles de Lugh, de modo que él se cree libre y mendicante, pero permanece vigilado a todas horas por los sirvientes de Dagda. Y resulta que hace ya más de un sol que se alaba tu belleza en todos los clanes de los Bosques Negros, y para colmo de males, Lugh anda propalando por todos lados que se ha cruzado contigo, se ha cegado por tu resplandor y que eres encarnación viva de la madre Dana.
Taranis sentía las lágrimas a punto de brotar de sus ojos, que trataba de que el bardo no viera. De modo que aquel pobre loco cojo le profesaba adoración. Si no hubieran sido tan graves las implicaciones del caso, se habría echado a reír.
Las lecciones comenzaron para el trío una semana más tarde. Sentados en las piedras del nementone, el druida y su bardo recitaron una y otra vez las fórmulas de los veintiún elixires, las invocaciones de cada uno de los dioses y los instruyeron en el uso de los instrumentos simbólicos, sobre todo la cruz-árbol de Karnun, que era el más pesado y difícil. Tres años después, los tres muchachos habían avanzado bien en su formación, pero el problema de Taranis continuaba irresuelto.

Según iba ascendiendo en el aire, más libre se sentía de la carga tan pesada depositada sobre sus frágiles hombros. Desde la conversación con el bardo había sido así, y mucho antes también; cuando fue tocada por la diosa, y desde el mismo instante en que se hizo evidente para todos en el poblado esa preferencia divina, su sentimiento más profundo había sido de miedo, que provenía de su convencimiento de que ella no podía estar a la altura de las responsabilidades de una druidesa, pues ser druida era la consecuencia ineludible del toque divino.
Pero después de tres años de aprendizaje, había superado la mayoría de los miedos y por muchos motivos comenzaba a sentir inclinación por llegar a ser la jefa suprema del clan. Había detectado gestos de vanidad y frivolidad tanto en Taunis como en Fergus. Notaba también que en tales momentos, el druida o su bardo fruncían levemente los labios, de modo que no se trataba de una impresión falsa ya que los dos hombres más sabios del clan reprochaban tales perversiones. Comenzó a desear que ninguno de los dos muchachos pudiese llegar a druida, de modo que como sólo quedaba un tercero y ese tercero era ella, fue reforzándose su determinación de conseguir ser la elegida aunque le pesase tanto.
Pero tales pensamientos se ensombrecían siempre por el recuerdo de la malquerencia de Dagda. En principio, era indispensable que Dagda la amase para poder ser consagrada, pero, últimamente, Lugh rondaba casi siempre por el territorio de su clan, y todos hablaban del caso. Mencionaban el deslumbramiento por Taranis como la más probable causa de las rondas del loco antaño tan poderoso. Taramis suponía que estos rumores harían enfurecer más aun a Dagda y la predispondrían contra ella con mayor fuerza.
Siempre que volaba, Cabull trotaba sobre las nubes con suavidad y sin ninguna clase de sobresaltos, pero en el momento que Taranis aventuraba para su propio pensamiento que Dagda continuaría odiándola para siempre, se encabritó.
-Calma- rogó Taramis mientras le acariciaba la crin-. ¿Crees que no tengo razón?
El caballo se aquietó instantáneamente, por lo que Taramis determinó que un equino tan prodigioso y tan viejo debía de conocer un medio de disolver la malquerencia de Dagda y que trataba de comunicárselo. Espoleó hacia abajo, con dirección al bosque, y refrenó bajo un bosquete de alisos junto a un rumoroso arroyo. Se apeó y, encarándose con Cabull, lo miró a los ojos. Notó un reflejo extraño en las grandes pupilas, por lo que giró el cuello. Lugh se encontraba a sus espaldas, con una exagerada expresión de alucinación en el rostro. Aunque él bajó un poco los ojos en señal de respeto, descubrió por primera vez su apostura embozada en la abundante y desordenada pilosidad. En el instante en que pudo imaginarlo tal como había sido, notó que el caballo cabeceaba como si asintiera. De manera impremeditada, ordenó a Lugh:

-Sígueme hasta el poblado.
La llegada del trío al centro de la aldea produjo una conmoción tan fuerte, que el clan en pleno salió a observarlos en silencio. La muchacha advirtió pronto el miedo en muchas de las miradas, sobre todo las femeninas, por lo que se apresuró a decir:
-Que nadie se inquiete.
Todos permanecieron en silencio, pero inmóviles como estatuas. Taramis giró sobre sí misma al tiempo que forzaba su imaginación, preguntándose cómo obrar.
La llegada apresurada de sus padres interrumpió sus cavilaciones:
-¿Qué te propones, hija? –preguntó su madre.
-No lo sé –confesó Taramis.
Cabull cabeceó de nuevo, ahora con mucha energía. La muchacha notó que trataba de hacerle mirar hacia el bardo, que había salido al umbral de su puerta y se encontraba aupado a una de las piedras del nementone. El cruce de miradas entre la alumna y uno de sus maestros produjo un efecto que se repetiría muchas veces a lo largo de la vida de la futura druidesa; comprendió que podía oír la voz del bardo aunque nadie más lo hiciera. Escuchó que Taliesin decía en silencio:
-Ordena a Lugh que se arrodille y acuda hacia mí sin alzarse.
Se aproximó al desafortunado paria, que bajó de nuevo los ojos. No tuvo que ordenarle que se pusiera de rodillas, porque él lo hizo para besar el borde de su túnica. Nadie pareció extrañarse por la respetuosa postración, pero ella sintió que su rostro se cubría de rubor.
Se aclaró la garganta para ordenar:
-No te alces y, caminando sobre tus rodillas, acude ante nuestro bardo Taliesin.
Taramis vio por primera vez sonreír a Lugh. No era la risa boba de un enajenado ni la mueca imperfecta de la maldad. La boca masculina, casi oculta tras la abundante y sucia barba, se abrió como una madreperla, mostrando la resplandeciente blancura de la inteligencia gestual. La futura druidesa se preguntó cuál sería el verdadero Lugh, el apestado que todos eludían o ese ser excepcional que acababa de intuir a través de su sonrisa.
Arrodillado y desplazándose por tanto muy lentamente, su barba y su melena se arrastraban por la tierra. Parecía una especie rara de alimaña. Ante Taliesin, se alzó un poco pero sin ponerse de pie. El bardo le tocó la cabeza mientras señalaba adentro de su cabaña.
Cayó el pesado cortinaje de piel de oso tras los dos, en tanto que el clan en pleno permanecía en silencio y tan inmóvil como piedras. Taramis había elaborado ya completamente el plan, mientras el caballo cabeceaba alegremente, expresando su aprobación.

Pasada media tarde, el bardo Taliesin reapareció en la puerta junto a un desconocido. Mejor dicho, todos reconocieron de inmediato al hombre poderoso y triunfador del que la druidesa Dagda se había enamorado. Cortadas la barba y la melena, bañado y cubierto de ungüentos perfumados, Lugh vestía una rica túnica ceremonial de Taliesin. Erguido, limpio y con mirada serena, volvía a ser el mismo hombre que había sido, adorado por todas las mujeres de todos los clanes del bosque y muchas de las enemigas romanas. Sin embargo, no había recuperado la expresión despectiva ni la vanidad. Su expresión era firme, serena y confiable. Irradiaba honradez y lealtad. Resultaría inimaginable que un hombre como él pudiera incurrir de nuevo en adulterio.
Al principio fue un rumor, pero poco a poco fue convirtiéndose en clamor. Todos conocían el condicionante que Dagda podía representar con vistas a la consagración de la futura druidesa Taramis, de modo que el clamor pasó a ser una letanía:
-Taramis, llévaselo a Dagda.
Cabull parecía decir también lo mismo, balanceando su tronco sobre las patas. La muchacha lo montó de un salto y pidió a su padre:
-Danos tu caballo, pues el caminar renqueante de Lugh sería muy lento.
El padre asintió. Un instante más tarde, Lugh fue aupado por dos hombres y, una vez en su montura, volvió a ser definitivamente el triunfador de antaño, pero madurado por la desgracia que había durado todo un curso solar.
Cabalgaron rumbo al clan de Dagda.
Durante la no muy dilatada cabalgada, Taramis no paró de conjeturar que la druidesa enviaría sus lanceros a recibirles. Seguramente, les esperarían antes de la entrada al poblado, para detenerlos o, tal vez, para matarlos. Cada vez que su mente se llenaba de malos presagios, notaba que Cabull agitaba el cuello, como si sacudiera la crin aunque en realidad sabía ella que estaba diciendo que no. Que no temiera. Que no se torturase.
La proximidad del poblado fue poniéndose de manifiesto por la abundancia de rebaños de unas reses extraordinarias que sólo criaban en ese lugar.
Taramis aguzó la vista, tratando de descubrir dónde podían esperarles apostados los lanceros.
Pero en lugar de lanceros, vio que varios criados saltaban de rama en rama en dirección al poblado –probables espías y se apresuraban a informar- y, un poco más adelante, escuchó la lira del bardo y una prodigiosa voz que daba la bienvenida a “la niña favorita de la diosa”.
El corazón de Taramis se sobresaltó. ¿Qué podía significar esa especie de saludo? ¿Qué consecuencias podía tener en el ánimo de la druidesa? Halló en parte la respuesta al notar que un cortejo se dirigía hacia ellos. Llevada en andas, Dagda era portada en su dirección. ¿Acudía a recibirlos?
Bastaron unos pasos de los caballos para encontrarse frente a ella. A Taramis le impresionó el fulgor de la mirada, el fuego volcánico e insondable que había en los ojos de Dagda..
-¿Cuál es tu cometido, aprendiza? –preguntó la druidesa.
Taramis introdujo la mano en su pecho para extraer la cruz-árbol de Karnun. La levantó lo más alto que le permitió el brazo mientras decía:
-Vengo a pedir el amor de la druidesa más hermosa que ha conocido el bosque Negro. Y porto el amor mismo, para ofrecértelo.
Señaló a Lugh. Notó al instante que los ojos de la druidesa se nublaban, desapareciendo como por ensalmo todo el fuego y el peso de su odio.
-Tú merecerás el título de hermosa druidesa, Taramis. Ahora, en prueba de mi amor por ti y tu clan, acepta este obsequio.
Mandó a un criado hacia ella, para ofrecerle un pectoral y un torques de oro, cubiertos ambos, abundantemente, de coloridas gemas.
Su camino hacia la consagración había quedado expedito.

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