lunes, 25 de julio de 2011
EL PROFESOR DE INGLÉS
EL PROFESOR DE INGLÉS
José Almeida era chapero de Sol.
No lo ocultaba. Le enorgullecía el título, porque jamás había tenido otro, ninguna profesión que le caracterizara. Sabía que procedía del más subterráneo de los niveles de la pirámide social.
Ser chapero representaba un progreso meteórico en su vida.
Porque siendo chapero visitaba casas muy elegantes, de un tipo que ni siquiera suponía que pudieran existir en Portugal. Porque siendo chapero, recibía como regalos ropa que sólo había visto usar a la gente en televisión. Porque siendo chapero, le invitaban a comer de vez en cuando en restaurantes donde cobraban por persona mucho más de lo que él necesitaba para pagar la pensión a diario.
Claro que era importante ser chapero.
Porque desde que lo era, había viajado ya cinco veces a la aldea cercana a Goveia donde vivía su familia, y siempre asombraba a sus hermanos y a sus antiguos vecinos con su ropa, sus expresiones y el dinero que podía gastar.
Había descubierto su poder cuando más asustado se sentía. Llegado a Madrid sin un escudo ni un duro, encontró a dos jóvenes portugueses en una tasca de Atocha. Viendo que hablaban en portugués, se acercó a pedirles ayuda.
-¿Estás sin dinero? -le preguntó el que parecía más desenvuelto.
-No tengo ni para comer. Tampoco sé dónde voy a dormir.
-Pues tienes fácil la salida.
-¿Qué tengo que hacer?
-Ven con nosotros. Hay una sauna donde van los hombres en busca de muchachos como nosotros. Pagan mucho dinero y sólo tienes que quedarte quieto mientras te tocan.
-A mí sólo me gusta que me toquen las mujeres.
-Si cierras los ojos y piensas en mujeres, verás que difrutas igual. Y además, te pagan.
-¿Cuánto?
-Unas cinco mil pesetas.
Cinco mil pesetas era lo que podía ganar en la aldea en una semana. Tenía que intentarlo.
La sauna, sin embargo, le cohibió. No podía creer que aquellos hombres, con aspecto de verdaderos hombres, quisieran mantener sexo con él. Todos eran muy elegantes a pesar de estar desnudos. Las gafas que usaban algunos y las cadenas que casi todos llevaban al cuello, revelaban un poder económico que, desde la perspectiva de su aldea, parecía estratosférico.
Se mantuvo mucho tiempo aparte, casi oculto, observando amedrentado a la gente que circulaba constantemente de una planta a otra, del baño turco a la sauna, de las duchas a la sala de proyección, del bar al cuarto oscuro.
Finalmente, decidió que no tenía nada que hacer en ese lugar. No sabía hablar español, era demasiado tosco en comparación con toda aquella gente, era demasiado inculto para esperar que le entendieran. Se daría una ducha y saldría a ver qué podía hacer en el exterior.
La sala de duchas tenía ocho alcachofas y un pequeño jacuzzi.
José Almeida se despojó del paño que le cubría la cintura, abrió el chorro de agua, tomó abundante gel del dispensador, se enjabonó el pelo, el rostro y todo el cuerpo y gozó la primera ducha verdadera de su vida, puesto que en la vieja casa de piedra de la aldea tenía que asearse echándose por encima baldes de agua fría, que sumaban a la tiritona la idea de estar siendo sometido a un suplicio medieval. Entre el jabón que le cubría la cara y el placer que le producía el agua tibia, permaneció mucho rato con los ojos cerrados. Cuando los abrió, vio que había siete hombres formando un corro a su alrededor; le miraban con expresión radiante y dos de ellos estaban manoseándose.
José bajó la cabeza, tratando de descubrir qué asombraba tanto a aquellas siete personas. Examinó su torso blanco, donde casi no había vello, pero donde se distinguían claramente sus músculos tallados por el duro trabajo del campo; ese pecho duro como la piedra no podía resultar atractivo para nadie. Se preguntó si serían las piernas, tan robustas que parecían las de un animal; no, tampoco eran atractivos sus muslos tan masivos ni las pantorillas que parecían dos bolas de billar juntas en cada pierna. Mucho menos podía atraerles el pingajo fláccido y cubierto por un laberinto de venas, y muy oscuro en comparación con el resto de su piel, que le colgaba hasta más abajo de medio muslo. Tal vez aquellos hombres le miraban por ser un bicho raro.
El que estaba más cerca, le dijo con un tono que evidenciaba tensión interior:
-¿Puedo invitarte a tomar algo?
José entendió a medias la pregunta, pero asintió. Siguió al hombre hasta la sala del bar, sintiendo que le temblaban las piernas. Tomó con fruición el refresco de naranja y luego aceptó la señal del hombre, que le condujo hasta una habitación tan pequeña que parecía un armario, con toda la superficie ocupada por una colchoneta.
Cuarenta minutos más tarde, salió de la sauna admirado por dos motivos: Había disfrutado con lo que el hombre le hab ía hecho y llevaba cuatro mil pesetasen el bolsillo.
Aunque nunca consiguió hablar bien español, un año más tarde reflexionaba sobre lo estupendo que había sido descubrir la vida de chapero, puesto que disponía de una agenda de bolsillo con varias decenas de números de teléfono. No sabía leer los nombres, pero recordaba a las personas por el trazo de las letras. Era muy raro que le dijeran que no cuando preguntaba si podía ir a sus casas, cada vez que se quedaba sin dinero y tenía que buscarlo con urgencia para pagar la pensión.
El profesor de inglés representó un paso adelante en su carrera.
Robert Kent tenía cuarenta y dos años, un cuerpo del que la musculatura universitaria comenzaba a descolgarse, un pisito en el Puente de Vallecas y dos pasiones: los toros y los jóvenes que tenían cuerpos de torero.
Conoció a José Almeida en un bar de la calle Espoz y Mina. Robert era capaz de desnudar a la gente con la mirada, por lo que radiografió las posesiones de José de una sola ojeada.
Siguieron dos meses durante los que José fue el sábado, sabadete del profesor. Con el tiempo, los sábados se extendieron a todo el fin de semana y, poco más tarde, el profesor era el recurso cuando José no encontraba un cliente. Dado que Robert rellenaba muchos de los altibajos que la economía de José había venido teniendo, éste llegó a la situación de holgura que le incitaba, periódicamente, a viajar para pavonearse en su aldea.
-Me gustaría irme a Madrid contigo -le dijo a José su hermano Paulo.
El ruego estremeció a José. La posibilidad de que un miembro de su familia llegase a saber cómo se ganaba la vida, escapaba a sus previsiones. Se trataba de un asunto demasiado oscuro como para ser revelado. Trató de disuadir a su hermano, dos años menor que él.
-Las cosas no son fáciles allí.
-¡No pueden ir peor que aquí! Mira, José, aunque tenga que dormir en la calle, quiero irme a Madrid. No soporto pasar más días con las cabras.
-Aquí no te falta nada.
-¿Que no me falta nada? ¿Es que no te das cuenta de la diferencia que hay entre como vistes tú y cómo visto y el dinero que gastas y el que gasto yo?
La conversación se repitió cuatro días consecutivos, en los mismo términos. José llegó a sentirse muy nervioso. Carecía de argumentos que pudieran desalentar a Paulo, porque él mismo había viajado a Madrid la primera vez en circunstancias mucho más inciertas, sin un hermano que pudiera ayudarle. El último día, vio que, desde el punto de vista de Paulo, la decisión estaba tomada. ¿Qué hacer?
Decidió ir a Gobeia y telefonear a Robert.
-¿José? ¿Cuándo vuelves?
-Mañana. Tengo un problema y necesito que me ayudes.
-¿Qué has hecho?
-Nada malo. Es mi hermano, que quiere venirse a Madrid conmigo.
-Estupendo. Tráelo.
-Es que...
-¿Qué?
-No quiero que sepa a lo que me dedico.
-¿Tu hermano es ciego? Mira, José; peor es ser camello o maleante. Tú no le haces daño a nadie,¿verdad?
-Yo quisiera... ¿No puedes tenerlo en tu casa, para que te limpie y te haga la comida... o algo así? Pero sin tocarlo, ¿eh?, sin pasarte. Sólo sería hasta que yo pueda decirle la verdad.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tráelo. Ya veremos cómo lo resolvemos.
La primera noche, Robert instaló a Paulo en una pequeña habitación y José fue acomodado en el sofá del salón. A la mañana siguiente, José salió con su equipaje en busca de una pensión.
-No dejes que mi hermano se dé cuenta de lo que hay entre nosotros, ¿eh? -pidió a Robert.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tranquilo.
Durante la comida, al estar largo rato a su lado, Robert descubrió que Paulo olía muy mal.
-¿No te has bañado?
-Me toca dentro de dos días.
-¿Qué? Estás loco. Uno se baña cada vez que lo necesita, que es todo los días; no a plazo fijo.
-Ya me bañé el sábado, en la aldea.
-Aquí tienes que bañarte todos los días. No hay cabras cerca que enmascaren los malos olores de la gente.
Casi a la fuerza, Robert empujó al joven hasta el cuarto de baño. Pocos minutos después, extrañado por no oír el chorro de agua, entreabrió la puerta.
-¿Algún problema?
-No sé cómo funciona esto -respondió Paulo, que estaba desnudo, ante la bañera, como quien se encontrase inesperadamente al mando de un Airbus.
Robert le explicó en la práctica cómo funcionaba el grifo mezclador y las diferentes posiciones de la alcachofa. Sólo contempló el cuerpo del muchacho cuando éste ya había comprendido el funcionamiento y se disponía a situarse bajo la ducha. Era una reproducción casi exacta del agreste atractivo escultural de José, con tres salvedades: Su rostro era mucho más hermoso, su pene era más grueso y sufría fimosis. No supo reprimir a tiempo el impulso de tocar.
El chico sonrió mientras se ruborizaba.
-Tu prepucio necesita una operación, ¿no lo sabías?
-No. No sé de lo que hablas.
-Esto, ¿ves? Esta piel tiene que retraerse y descubrir el glande. ¿Nunca has hecho sexo?
-No... yo...
-¿Te duele?
-Sí. No puedo...
-Me lo imagino. Esta tarde vamos a arreglar este problema.
El doctor Álvaro Martín, el amigo más íntimo de Robert en Madrid, aficionado como él a los toros y, en realidad, quien había originado la afición de norteamericano, rebanó el prepucio de Paulo entre risas.
-Hay piel suficiente para hacerle un sombrero -le comentó a Robert.
El profesor de inglés pidió a su amigo por señas que no hurgara en la evidente cortedad del muchacho.
Viendo que casi no le entendía, el médico tuvo que repetir varias veces a Paulo los cuidados que habría de tener y las precauciones que debía adoptar mientras se producía la cicatrización. No paró de reír mientras lo hacía. Al despedirles, susurró al profesor de inglés:
-Bien, Robert. Ya me contarás cómo funciona dentro de quince días... y si te produce algún desgarro, no te dé vergüenza venir a que te cosa.
-Eres un degenerado, Álvaro. Este chico es hermano de José. No tiene nada que ver conmigo.
-Bueno, si tú lo dices... Pero a partir de ahora, cuando se le cicatrice, tendrás ahí un fenónmeno de la naturaleza; ¿por qué desaprovecharlo?
José acudía casi a diario a casa de Robert. La convalecendia de su hermano era un buen pretexto, que le permitía ahorrarse el gasto de la comida sin tener que acostarse con el profesor, lo que le dejaba con energías para un par de chapas cada tarde, de modo que, durante dos semanas, aumentó su prosperidad.
Paulo no quiso contarle cómo había descubierto Robert que necesitaba operarse de fimosis.
-Fue que yo se lo comenté.
-¿Y cómo te entendió tan rápido?
-No sé. Yo se lo dije, simplemente. En seguida me ofreció ir al médico.
-Bueno. Pero él... ¿no ha tratado de tocarte?
-No, qué va.
José escrutó a su hermano y, por primera vez en su vida, intuyó que le mentía.
Durante el mes y medio que siguió, las emociones de José se volvieron tan contradictorias, que no era capaz de discernir qué le ocurría.
Primero fue la sospecha de que el profesor de inglés había descubierto la fimosis de Paulo durante un encuentro sexual, sospecha que se convirtió muy pronto en certidumbre. Tenía dos motivos para sentir rabia: que le hubiera revelado tan de inmediato a su hermano lo que él no quería que supiera y que le hubiera metido mano, en contra de sus ruegos.
Más adelante, halló sospechosas las evasivas de su hermano. Que no quisiera decirle que se había acostado con el profesor no podía significar más que una cosa: quería desplazarle a él de la posición privilegiada que había ocupado en esa casa cerca de un año, aprovecharse de un trabajo que le había costado muchos esfuerzos, porque el profesor de inglés era demasiado varonil para sentirse a gusto en la cama con él. Cuando no sólo había conseguido superar la aversión por el fornido y excesivamente viril cuerpo del norteamericano, sino que había llegado a sentirse plenamente a gusto con él, y cuando del recién estrenado placer compartido había comenzado a extraer mayores beneficios económicos que nunca, llegaba un pazguato a tomar posesión de una conquista que sólo a él le pertenecía..
Con el paso de las semanas, el asunto se convirtió en obsesión.
Los dos le habían traicionado: Robert era doblemente culpable, pero su hermano lo era más por eso mismo, por ser su hermano. El profesor no iba a disfrutar del joven y tierno Paulo por las buenas, sin que él recibiera algo a cambio ni cayera sobre el norteamericano el castigo merecido por no cumplir su promesa. Y, por otro lado, aunque a su hermano no pudiera castigarle sin incurrir en un pecado grave, Paulo tenía también que pagar por haberle desplazado, entregándole una parte de sus beneficios semanales, una renta que añadir a lo que ganaba en tantas camas donde entraba conteniendo la náusea. Menudo chollo había conseguido el piojoso pastor de cabras nada más llegar a Madrid, con los apuros que él había tenido que pasar los primeros meses. La cosa no iba a quedar así.
Maquinó toda la noche anterior al día que el profesor le había invitado a comer de un modo algo más formal de lo acostumbrado. José no consiguió dormir, arrebatado por el rencor y la necesidad de revancha.
Dos días más tarde, el profesor de inglés le dejó un recado en el bar de la calle Espoz y Mina donde José solía encontrarse con sus amigos. Le urgía para que se presentase sin demora en el piso del Puente de Vallecas.
José acudió, dispuesto a negarlo todo y resistir el interrogatorio. Total, con un maricón no había peligro ninguno; jamás le denunciaría a la policía.
-¿Por cuánto lo has vendido? -preguntó Robert en cuanto abrió la puerta-. Seguro que por una misera. Ladrón de mierda, ¿no sabes que el anillo que me has robado tiene un diamante que vale casi trescientasmil pesetas?
La cantidad escapaba a la capacidad de cálculo de José. Se lo había vendido por diez mil pesetas a uno de sus clientes, un locutor de televisión jubilado a quien le gustaban los tríos eróticos y que obligaba a José a llevarle a todos los portugueses recién llegados que encontrabay ameterse en la cama con ambos; un viejo baboso, casi ciego por las cataratas, que debía de tener sida hasta en el DNI, que hablaba como si supiera más que nadie y que protestaba por todas las cosas que ocurrían en la calle, negándose a dar propina a los camareros porque, según su parecer, todos eran antipáticos y negligentes y siempre le estafaban al cobrarle. Y precisamente alguien tan puntilloso, le había estafado dándole una miseria por un anillo que valía treinta veces más. La rabia por haber sido víctima de tal estafa le descompuso tanto, que su determinación de negar el robo se vino abajo.
-¡Eres un mentiroso! -gritó José-. Esa mierda de anillo valía sólo diez o doce mil pesetas.
-No grites, José -rogó su hermano.
-Grito lo que me sale de los cojones. Tu maricón es una histérica y un embustero.
-Ya sabes lo que te espera -le advirtió Robert-. Ahora mismo voy a llamar a la policía. Te van a caer lo menos cuatro años de cárcel.
José vio con más sorpresa que miedo que Robert se dirigía hacia la mesita donde reposaba el aparato telefónico. Sin poder contenerse, corrió hacia el profesor, se interpuso entre él y el teléfono y le lanzó el puño contra la nariz, de la que manó la sangre al instante.
El manantial rojo actuó como un banderín de salida. En vez de contenerse, José continuó golpeando. Robert era una persona corpulenta, que conservaba, aunque reblandecida, su musculatura de jugador de béisbol universitario, por lo que logró machacar con el puño el pómulo izquierdo de José que, aturdido momentáneamente, fue alcanzado también en el hombro y en el hígado. José amagó un puntapié contra el estómago de Robert que, viéndolo venir, aferró la pierna que se le lanzaba, propinándole al mismo tiempo un golpe en el muslo; la pérdida de equilibrio del portugués propició que el norteamericano atinara a darle nuevos golpes hasta turmbarle en el suelo. En el momento que Robert iba a echarse sobre él, José rodó sobre la alfombra, despojándose de la pátina complaciente de chapero con que había logrado revestirse durante el último año para recuperar sus dotes naturales de escalador peñas donde se refugiaban las cabras. Se alzó de un salto y, enloquecido por la mezcla de rabia, rencor y dolor, se lanzó contra el profesor como un torbellino que arrasa todo a su paso. Puñetazos, tarascadas, patadas en los genitales y, ya abatido el cuerpo en el suelo, saltos sobre su espalda y sus caderas, hasta que Paulo murmuró quedamente, como si tratara de no exaltarle más aun:
-Para, José. Le has hecho mucho daño. ¡Lo vas a matar!
Robert estaba inmóvil en el suelo. Toda su cara se había convertido en un amasijo sanguinolento. Sus ojos estaban abiertos, pero estáticos. Aterrorizados, los dos hermanos buscaron afanosamente su pulso.
-Lo has matado -dijo Paulo-. Estás loco.
-Tenemos que evitar que nos acusen de nada. Vamos a simular que se ha suicidado.
-¿Suicidado, así como está?
Sin prestar oídos a los razonamientos de su hermano, José le obligó a arrastrar el cuerpo hasta el cuarto de baño. Llenaron la bañera de agua caliente e introdujeron a Robert, mientras José pedía a Paulo:
-Busca un alambre grande.
Paulo volvió con un rollo de alambre del dos, localizado en el cuartillo donde Robert guardaba la caja de herramientas. José rodeó el cuello del profesor de inglés con varias vueltas y luego enredó el hilo metálico en el grifo.
-Así, la policía pensará que se ha suicidado.
-Tú no estás bien de la cabeza -dijo Paulo.
-¡Ahora llamas loco a tu hermano!. Hijo de puta, me quitaste el maricón con el que más ganaba, pero ahora te jodes, porque tú eres tan culpable como yo. ¿Dónde están las llaves del coche?
-No sé. Las tendrá en el bolsillo.
-Cógelas.
-Yo no...
-¡Si no quieres que te haga lo mismo que a él, coge ahora mismo las llaves!
Ninguno de los dos poseía carné de conducir. José apenas tenía una idea muy vaga de cómo había que manejar un coche.
-Tenemos que ir despacio, no vaya a pararnos la policía -se justificó José ante su hermano, para embozar su impericia.
Enfilaban la autopista de La Coruña, con idea de atravesar las provincias de Ávila y Salamanca, en busca del paso fronterizo que les llevaría a Guarda, en Portugal, donde José suponía que estaría a salvo si alguien le acusaba de asesinato.
-¿Por qué tuviste que acostarte con ese panaleiro de mierda? -reprochó José.
-¿Qué dices?
-Que lo jodiste todo. No respetaste que soy tu hermano.
-¿De qué estás hablando, José?
-De que me quitaste el maricón que más dinero me daba.
-Yo no te he quitado nada. ¿Robert es maricón?
-¡Claro!.
-Pues a mí no me ha tocado en estos dos meses.
-¡Mentira!
-Ten cuidado, José, que nos vamos a matar. ¿Por qué dices que Robert es maricón?
-¡Porque lo sé! Me he acostado con él cientos de veces.
-¿Tú también eres maricón?
José lanzó el puño hacia su hermano.
-¡Sin insultar!
-¿Entonces, qué significa que te hayas acostado con él?
-Lo hacía por dinero.
-¿Te acostabas con Robert por dinero?
-Sí, mierda, que pareces que te has caido del árbol. Sabes muy bien de lo que estoy hablando.
-Tú no estás bien de la cabeza. Si es verdad que te acostabas con Robert, igual de verdad es que yo no lo he hecho.
-¡Embustero!.
-Mira, Jose. Ya tengo bastante. Me dejas en la aldea y no quiero que vuelvas a hablarme en la vida.
José miró a su hermano de reojo. No podía ser que se hubiera metido en el lío en que estaba por una equivocación.
Faltaban sólo unos veinte kilómetros para llegar a la divisoria entre España y Portugal. Dentro de veinte kilómetros, serían libres.
Inesperadamente, como si hubieran brotado como hongos del campo, tenían un coche policial delante y otro detrás. Su aparición fue casi simultánea con el inicio del estruendo de las sirenas. En el instante que el coche se detuvo, José sintió la gelidez de una pistola apoyada en su sien.
-Sal con las manos en alto -dijo el policía.
-Nosotros no le hemos hecho nada -dijo José.
-Vosotros, no. Robert Kent te acusa sólo a ti, y exculpa a tu hermano. Le has roto cuatro costillas, la clavícula derecha y la nariz. Quedas detenido por intento de asesinato.
-¿No ha muerto?
El policía no respondió. Le recitó sus derechos mientras le esposaba y, a continuación, le dijo a Paulo:
-No estás detenido, pero tienes que quedarte en España para prestar declaración. Una vez que lo hagas, tú no tienes problema.
-Espero que no me guardes rencor -murmuró Robert mientras abrazaba a Paulo en el ascensor.
Volvían de la Audiencia, tras el juicio en el que José había sido condenado a catorce años de prisión.
-Lo único que me importa es el disgusto de mi madre. Por mí, que a mi hermano se lo follen o lo maten en la cárcel. Es un loco irrecuperable. Lo hubiera matado por lo que te hizo.
-Ahora ya pasó. De todos modos, tenemos que agradecerle que nos uniera.
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