Esta novela la escrbi a principio de siglo,
con la sola idea de reirme yh hacer reír.
INTUYO QUE PODRÍA PUBLICARSE PRONTO.
Los Tercios de Omar Candela
Luis Melero
TERCIO
DE SUEÑOS
I – CAPEA
Don
Juan Tenorio, ¡ése sí que se comía todas las roscas que le daba la gana! A su
lado, lo de Jesulín parecía cosa de niños de colegio de curas, por mucho que el
Cañita se lo propusiera como ejemplo de fortuna con las mujeres, pintándole el
paraíso que conquistaría si se arrimaba un poquitillo más a los bureles.
Omar
Candela tenía diecisiete añitos cabales, floridos en el porte sandunguero de
quien se siente arropado e impulsado por el clamor de su pueblo, con el alcalde
a la cabeza, capaces munícipes y vecinos de perdonar a la gloria local los dos
novillos que habían sido devueltos vivos al corral la semana anterior y los
muchos más que habían escuchado los tres avisos meses atrás. Nadie en Cártama
le acusaba de cobarde por perder el
resuello en los ruedos huyendo de los toros, ya que el brillo del traje de
luces les cegaba y sólo conseguían ver el resplandor que el chiquillo podría,
algún día, proyectar sobre su paisanaje. Ahora, sentado por primera vez en su
vida en la butaca de un teatro, Omar tenía las cosas más claras. Lo de Jesulín
resultaba brumoso por muchas bragas que le tiraran en las plazas, porque no era
capaz de imaginarse a sí mismo reinando en un cortijo que valía una pechá de
millones y emulando a Tarzán, rodeado de bichos todavía más peligrosos que los
toros. En cambio, lo de don Juan sí tenía color, porque el gachó no necesitaba
jugarse la vida para que las titis se abrieran de piernas con entusiasmo y sin
más pretensión que el placer. Sin pejigueras.
Esa
tarde, Manolo el Cañita había llegado a Cártama con una de sus frecuentes
rarezas:
-Escucha,
niño, necesitas una mijilla de pulimento, porque la última vez que te
entrevistaron por la radio, en vez de un mataó de novillos parecías un asesino
del idioma. Mira, he comprao dos entrás pa "Don Juan Tenorio", que lo
dan esta noche en el Cervantes. A ver si te fijas en cómo habla la gente.
Y,
sin permitirle protestar, le había empujado dentro del Clío echando a correr
hacia Málaga, porque sólo faltaban noventa minutos para la función y a esa hora
el tráfico tenía mandanga.
Aunque
ir a un teatro le parecía propio de maricones, ahora se alegraba de no haber
podido escaparse del Cañita, cosa que intentó cuando esperaban entre el
mogollón de gente que había a la puerta del teatro, sin conseguirlo porque el
apoderado le sujetaba el brazo como quien se protege en un burladero de un
morlaco de quinientos kilos resabiado. No era capaz de captar lo que había de
diferente entre como hablaban los actores del escenario y su modo de
expresarse, salvo esa majaretá de dialogar en verso, pero sentíase fascinado
por el protagonista, al que le daba igual follarse a una duquesa que a una
mendiga y que era capaz de convencerlas a todas, lo mismo a putones que a
novicias de conventos, sin arriesgarse más que a ser perseguido por cornudos
metafóricos en vez de por verdaderos astifinos. Desde que el actor comenzara a
jactarse de sus proezas de alcoba, tenía la bragueta inflamada imaginándose a
sí mismo en las situaciones descritas, sorprendido entre los brazos de cientos
de mujeres por los maridos, padres y hermanos burlados, y sacando con valentía
el estoque de matar para defenderse de los que tenían cuernos pero no eran ni
la mitad de fieros que los toros.
A
su lado, el Cañita notó que Omarito se rebullía en el asiento y, de reojo,
percibió en el pantalón el relieve del pitón corniveleto que ya conocía de
largo, de tanto ayudar al niño a enfundarse la taleguilla. Manolo Rodríguez el
Cañita, sexagenario con unos duros ahorrados, que no tenía empacho en
"invertir" apoderando a Omar Candela, llevaba ya tres o cuatro meses
al borde del arrepentimiento por haber creído en un muchacho que, aunque poseía
las condiciones de un estilista, estaba demostrando ser un gallina que, tal
como iban las cosas, no iba a escuchar en las plazas más que carcajadas y
pitos. Para más inri, cargaba en las entretelas el miedo a que la inversión se
pudiera malograr con las calenturas del niño, que a veces no eran calenturas
sino volcanes en erupción, erupción que, según la experiencia, iba a producirse
en seguida con la consiguiente descarga de lava, porque Omarito no paraba de
jadear por lo bajini y movía acompasadamente las caderas como debería hacer
pero no hacía en la plaza, en una tanda de naturales rematados con el pase de
pecho que todavía no había sido capaz de dibujar en siete meses de carrera,
carrera en el sentido literal, ya que, perseguido por los toros, el aspirante a
matador daba la impresión de estar preparándose para batir el récord mundial de
los cien metros lisos. Dentro de unos minutos, tendría que aguantar las
mojigangas del niño, que se resistiría a ponerse de pie para que nadie
descubriera la mancha, y él, a sus años, obligado a hacerle de biombo pasillo
adelante. Apretó los labios con algo de ira, preguntándose quién le mandaba
meterse en esos berenjenales, con lo tranquilo que vivía, ocioso y disfrutando
de la pensión y las rentas, antes de "descubrir" a Omar aquel aciago
día en una capea donde sólo había esbozado un par de bonitos capotazos.
-Don
Manuel, éste don Juan sí que comía buenos jamones -comentó el novillero cuando
se dirigían en busca del coche, con los folletos de mano de la función sujetos
de modo que ocultaran la humedad del pantalón.
-Pues
ya sabes lo que tienes que hacer. Arrimarte.
-¿A
las tías?
-¡A
los toros! Si quieres mojar tanto como don Juan, lo que tienes es que tomarte
el toreo a pecho, que me tienes de un harto... Llevo la tira de días pensando
que debería dejarte en la cortijá donde te conocí capeando malamente, y que
vuelvas a apencar con el azaón. Mira, Omarito, tienes un estilo con el capote
que me recuerda a Ordóñez de joven y, cuando el bicho no anda cerca, compones con
la muleta figuritas la mar de postineras. Pero, hijo, es que te cagas patas
abajo cuando lo ves llegar. Arrímate una mijilla, joé, y en dos años
confirmarías la alternativa en Las Ventas. Te lo juro por éstas. Entonces sí
que podrías meterla en caliente tó lo que te salga del forro.
-¿Y
ahora, no podría meterla un poquillo?
-¿Qué
quieres decir?
-Que
si me adelanta usted unos duros pa ir a un puticlub.
-¿Adelantarte?
¿Tú sabes lo que me debes ya, los tres vestíos, los tentaeros y lo que me
cobran por dejarte torear?
-¡Es
que me dan unos meneos!
El
Cañita observó a su pupilo. Llamaba "meneos" a los nervios y eran los
síntomas de lo que iba a ocurrir la próxima semana si no le ponía remedio.
Volvería a estar en trance hormonal y de nuevo iba a pasar unos cuantos días
sin conseguir concentrarse en la placita cortijera donde lo obligaba a entrenar
con el toro de mimbre, recibiendo las falsas cornadas en cadena y enrojeciendo
y tirando los trastes cada vez que alguno de los presentes comentara con sorna
lo del abultamiento infatigable del pantalón. Cuando le entraban los temblores
en una novillada, con el traje de luces luciendo tienda de campaña porque
alguna serrana, sentada en la barrera, le dedicaba un piropo, siempre tenía que
mandarlo a esconderse para aliviarse, porque, si no, perdía la cabeza y no sólo
no se acercaba al toro, sino que dejaba de saber dónde estaba por grande y
negro que fuera. En tales ocasiones, y en un tiempo sorprendentemente corto,
Omarito volvía al burladero limpiándose la mano en el capote de paseo, a pesar
de lo mucho que le advertía de que el capote acabaría pareciendo el manto de un
nazareno con la cera de catorce semanas santas. Ahora, en mitad de la calle, no
había callejón ni recovecos donde decirle que se escondiera, así que a
encontrar una solución.
-¿No
te he dicho una y mil veces que tienes que cuidar tu salud? Ya sabes lo que te
puede pasar con una puta.
-Siempre
llevo dos condones en la cartera. ¡A ver!
-Los
condones no te protegen de las ladillas, los hongos, el herpes, la hepatitis y
un montón de cosas más.
-¡Don
Manuel, por favor...! -suplicó Omar.
Todavía
se hizo de rogar un poco, pero al final transigió:
-Está
bien, pero iré contigo y te diré con la que puedes apalabrar una corrida de
orejas y rabo.
Condujo
el coche hasta la vera del puerto y aparcó junto a un sector de calles
cuadriculadas donde sabía, por sus propias necesidades, que había tres o cuatro
barras americanas. Optó por una que habían abierto no hacía mucho y que, por lo
tanto, debía de tener un elenco poco sobado, y empujó puertas adentro a
Omarito, que de repente parecía tan asustado como si un morlaco cinqueño
corriera a su encuentro.
-¿Me
vas a decir, ahora, que estás acojonao?
-Yo...
don Manuel...
El
Cañita sonrió con sorna, observando el rubor que ascendía en oleadas por las
mejillas de Omar.
-Así
que es verdad lo que me chismeó tu primo Tomás el otro día. ¡Todavía no te han
dao la alternativa!
-Yo...
-¡Con
razón...! Mira, visto lo visto, esto no va a ser un adelanto, sino un regalo.
¿Ves aquélla, la que tiene pinta de inglesa, la rubita?
-¡Está
jamón!
-¡A
ti te parecería jamón hasta la mojama de pintarroja! Creo que esa muchacha está
sana, pero de todos modos enfúndate el condón hasta los huevos y no la
besuquees demasiao. Voy a ajustar con ella que se quede hora y media contigo,
¿vale?
Omar
asintió, todavía con la cara encendida y la mirada baja, lo que no atemperaba
sus jadeos de anticipación. Con cierta ternura, el Cañita lo vio retirarse
hacia el reservado empujado por la chica de alterne que iba a darle la
alternativa. Ojalá que eso mejorara su disposición para la otra alternativa, la
que de veras importaba, porque si Omarito no cambiaba de manera significativa,
iba a tener que hacer de tripas corazón y reconocer de una vez por todas que se
había equivocado. Omar no constituía una rareza, porque todos los que se
enfrentaban a un toro tenían miedo; el secreto era solaparlo con resolución,
cosa de la que el muchacho parecía incapaz, porque donde debía haber arrojo
sólo exhibía pusilanimidad.
-¿Es
hijo tuyo? -le preguntó la camarera, para huir del aburrimiento, puesto que
todavía no había sonado la medianoche, hora a la que acudían los fugitivos de
las sacrosantas alcobas del tedio.
-No
-respondió el Cañita-. Le apodero.
-¡Vaya!
¿Qué es, boxeador?
-¿Lo
dices por lo fuerte que es? Mejor sería que pensara en dedicarse a dar hostias,
porque, por como van las cosas, tiene menos porvenir con los toros que la baca
de un coche.
La
camarera sonrió.
-O
sea, que no tiene cojones...
-Si
te refieres a los de carne, está bien despachao; pero si hablas de los
metafóricos...
-Sin
embargo, tiene una pinta...
Sí,
se dijo el Cañita; lo de la pinta no se podía negar. Sería una pena tener que
abandonarlo a su suerte de hortelano, porque desde Ordóñez y Paquirri no había visto
nunca a nadie con mejor planta torera. Se preguntó si, a la hora de la verdad,
no le paralizaría el miedo también al encontrarse a solas con la
prostituta.
Tras
encerrarse en el cuarto, la muchacha sintió algo de temor. El joven, casi un
niño, guapo como un figurín, parecía trastornado. Notaba el temblor de sus
hombros y manos, el aleteo de su nariz, sus jadeos y el brillo febril de sus
ojos. Una de dos; o se trataba de un loco a punto de darle un ataque epiléptico
o era un debutante. Se decidió por esta última posibilidad, confiando que el
abuelo que la había contratado le habría advertido si tenía que vérselas con
una cosa rara. Tras bajarse la minifalda elástica y los pantys, todavía con una
ligera inquietud que la obligaba a permanecer en guardia, se acercó al muchacho
y fue a desabrocharle la camisa, pero cuando le puso la mano en el pecho, él
soltó un bufido, se le doblaron las piernas, jadeó entre juramentos y se le
pusieron los ojos en blanco.
-Joder,
niño, ¿eres Johnie el rápido? -preguntó, sonriente, mientras le ayudaba a
quitarse el slip enfangado.
-No,
soy Omar, el lechero. Túmbate ahí... ¡a ver!
-Pues
si tú eres lechero, yo soy la vaca que ríe. Ven aquí, mi amor; me llamo
Nancy... vamos a ordeñarnos mutuamente.
Efectivamente,
sus temblores y convulsiones eran los de un debutante, el chico no era
peligroso. Recuperado el dominio y ya tranquila, Nancy se recostó con la pose
ensayada, en imitación de una foto de Marilyn Monroe que llevaba siempre en el
bolso; la pierna izquierda flexionada de modo que resaltase la curva de la
cadera, que sabía que podía presumir de ella; el hombro derecho alzado y la
mano izquierda tras la nuca, con el brazo doblado; era la pose que mejor
resaltaba los pechos, todavía turgentes pero un poco demasiado voluminosos como
para que permanecieran erguidos en otra postura; apretando las nalgas, el
volumen de la sedosa vulva emergía incitador. Vio que, tras un
sorprendentemente corto desfallecimiento, el chico volvía a estar dispuesto.
-Oye
-bromeó la muchacha-, se ve que todavía no has empezado a desgastarlo. ¡Vaya
herramienta!
-¡A
ver! ¿Quieres que te apriete el tornillo?
-Pon
la directa. Demuestra lo que sabes hacer con la palanca de cambio.
Omar
Candela saltó hacia ella y, tras obligarle la rubia a enfundarse el
preservativo, en el momento que comenzaba a invadirla, de nuevo se convulsionó.
-¡Niño,
pareces una traca valenciana!
-Pero
todavía me quedan cohetes -se jactó Omar.
Mas
no hay petulancia que pueda violentar la Naturaleza. Nancy miró con
preocupación el reloj, habían pasado veintitrés minutos y, a pesar de que el
padre o abuelo del muchacho la había contratado para hora y media, había
entrado en la habitación convencida de poder saciar al chico del todo en media
hora, porque transcurrido ese tiempo esperaba la visita de un cliente muy
generoso que la madrugada anterior le había prometido volver esta noche al bar.
Ahora, el desfallecimiento parecía definitivo, sin posibilidad de reanimación,
aunque no paraba de acariciarle el interior de los muslos, el pecho y el
escroto. Trocada en ternura la suspicacia de los primeros momentos, Nancy
contempló a Omar. Era demasiado joven, su cuerpo mantenía la suavidad casi
femenina de la niñez, pero comenzaba a emerger en su piel el vigor de una
masculinidad pletórica que en muy pocos años, quizá sólo meses, sería
arrolladora; hombros anchos aunque poco angulosos todavía, pectorales y
abdominales marcados sin exageración, brazos torneados en los que comenzaban a
aflorar venas robustas, enjutas caderas de atleta y piernas potentes, aún
desprovistas de vello. Le alegraba tener el privilegio de ser su pedagoga y,
por ello, olvidó el reloj.
-Arrodíllate
-pidió.
Omar
obedeció. Se alzó sobre la cama para quedar de rodillas, con los muslos algo
abiertos a fin de mantener el equilibrio. La tal Nancy, que a ver cómo se
llamaría en realidad, era una hembra casi como las de las revistas que usaba
para encerrarse en el baño. Bueno, tal vez un poco más pechugona, pero eso no
le molestaba, sino todo lo contrario. Vistos desde arriba, cuando ella se
flexionó para acercar la cabeza a su ombligo, los pechos parecían enormes y los
pezones daban la impresión de estar a punto de reventar; marrones, puntiagudos,
duros como bellotas. Sentía ganas de morderlos, pero ella no le permitió
intentarlo. Nancy estaba recorriéndole con la lengua todo el vientre, desde el
ombligo hasta las ingles, dejando un reguero de saliva en el vello púbico. Lo
que parecía haber muerto, comenzó a revivir. "Caramba -se dijo Nancy-,
visto tan de cerca, esto no es una palanca de cambio, sino un tubo de
escape". Retrajo el prepucio para facilitar la caricia, endureció y aguzó
la lengua para recorrerle el canal del bálano y trató de penetrar la uretra,
mientras aferraba con la mano derecha toda la bolsa escrotal y acariciaba con
la izquierda el prominente monte del perineo. Para entonces, la sangre volvía a
fluir a borbotones, flujo que se aceleró definitivamente cuando Nancy hizo como
que saboreaba un polo de vainilla. Tras unos pocos segundos, lo que emergió de
su boca, al soltarlo los labios, dio un brinco y batió de manera audible contra
el vientre de Omar.
-¿Podrás
aguantar un poco ahora? -preguntó Nancy con arrebato.
-Estoy
a punto -respondió Omar.
-Resiste
-pidió ella y le dio una palmada en el glande para contener y retrasar el
estallido-. Ven aquí y no te muevas. Déjame hacer a mí.
Abandonado,
Omar se tendió sobre ella, que, inmóvil, comenzó a morderle el cuello. Él amagó
una sacudida, pero Nancy lo inmovilizó con las piernas en torno a su cintura,
alzando la pelvis hacia él. Por fin conseguía dar una estocada hasta la bola,
una estocada por la que podría salir a hombros. Sintió la suavidad del interior
de la rubia, una textura de terciopelo ardiente que quemaba sin abrasar. Tenía
que descargar, no podía esperar más, pero ella le dio una tarascada en la
cintura por detrás, y de nuevo halló que podía aguantar un poco.
-Despacio,
despacio -murmuró Nancy-, sin violencia. No golpees con las caderas, muévete
sólo un poco a un lado y otro. Así... eso es. Sin prisas. Así, poco a poco. Un
poco más fuerte... ¡Ahora! ¡Atraviésame! ¡Métemela hasta el pecho! Así. ¡Ah!
Omar
sintió que el cuerpo de Nancy perdía momentáneamente fuerza, laxo, como si
estuviera a punto de desmayarse, mientras veía con claridad cómo temblaba su
pecho con la piel erizada. Entonces escuchó el grito, o los gritos. Igual que
si hubiera enloquecido, la muchacha, sin parar de gritar, gemir y gritar de
nuevo, fue agitada por espasmos en cascadas, espasmos que le hicieron mover las
caderas y golpearle impacientemente con la vulva que encerraba su miembro.
En
tal momento, tuvo la cuarta eyaculación de esa noche, aunque le pareció que era
la primera vez que lo hacía en sus diecisiete años. Era como si una potente
bomba de succión absorbiera sus fluidos, como si algo poderosísimo tratara de
vaciar todo su interior y volverlo del revés igual que un calcetín. Ajena a su
voluntad, su garganta emitió un ronco rugido que se acompasó con los gritos que
ella continuaba dando.
Tras
lo que parecía haber durado horas y horas por su intensidad, el chico se
abandonó, relajado. Esto sí era placer. Jamás volvería a encerrarse en el baño
con una revista ni lo otro en la mano. Se lo repitió a Manolo el Cañita cuando
iniciaban en el coche el regreso a Cártama:
-Ya
no volveré a pajearme en mi vida. Esto sí que...
-Bueno,
chiquillo, espero que la experiencia te sirva de algo y te hayas convertido en
un hombre de una vez. Hoy te he ayudado a que tengas una alegría. Ayúdame a que
yo también tenga una alegría pronto. A ver si la primavera que viene, en
Alcázar de San Juan, te arrimas un poquillo y rematas la faena.
-La
historia ésa del teatro, ¿era verdad?
-¿Lo
de don Juan Tenorio? No creo. Bueno, a lo mejor... Zorrilla se basó en otro
drama teatral más antiguo, "El burlador de Sevilla", escrito en el
siglo XVI por un cura que se llamaba Tirso de Molina, que creo que se inspiró
en una leyenda que contaban en la corte, un tío capaz de llevarse a la cama a
media humanidad, basada en un personaje real, un tal Villamediana, que daba a
entender que se había acostao con la reina.
-¿Puede
ser que un tío folle de verdad tanto como él?
-No
sé qué decirte, niño. De toas maneras, hay quien dice que un hombre que cambia
tanto de mujer, es porque no es de verdad capaz de amar a ninguna. Vamos, que
pudiera ser un poquillo mariposa. Lo dijo Gregorio Marañón.
-¿Un
tío como ese, maricón? ¡A ver! No me lo creo.
-No
lo crees porque tienes diecisiete años y te empalmas con una mirada. Lo grave
sería que a los treinta siguieras igual, follando cá noche con una diferente.
-O
con dos.
-¡Niño!
-Yo
no sé lo que pensaré a los treinta, pero ahora lo que quiero es repetir lo de
esta noche cuantas más veces, mejor.
-Tú,
encuentra tu sitio en los ruedos, échale cojones, y vas a ver que tienes más
oportunidades que Jesulín.
-Lo
que yo quiero es imitar a ese don Juan. ¡A ver!
-Pues
a ver si te arrimas.
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