HISTORIAS DEL AMOR VIRIL.
LUIS MELERO
Este es el primero de los relatos de uno de los tres libros de cuentos que llevo escribiendo hace muchos años.
EL PRODIGIO DE ALÍ
Elías y Juan Manuel habían iniciado a la vez la
carrera cinematográfica cuando todavía eran adolescentes. Durante los comienzos
de pensiones baratas y bocadillos de salchichón por el centro de Madrid, entre
confidencias y sueños compartidos, ambos creían tener una brillante vida de
actor por delante, iban a ser famosos con toda seguridad y a lo mejor hasta
conseguían que se les abriera un postigo en Hollywood. Pero aparte de los
trabajos de extra que lograron juntos los primeros años, sólo Elías llegó a
interpretar algunos papeles de cierta relevancia que, con altibajos, le
permitieron sobrevivir veinte años, durante los que, entre pocas mieles y
muchas hieles, tuvo que ir asumiendo a duras penas que la actuación no era lo
suyo.
Entre serios disgustos, algunas evasiones de los
caseros y muchos ayunos involuntarios, la frustración y el desánimo le hicieron
recordar poco a poco algo muy importante que la ambición que lo conectaba a
Juan Manuel le había hecho dejar de lado. Desde sus años escolares, solía
emborronar las orillas de los cuadernos con dibujos de todo lo que tenía cerca;
condiscípulos, maestros, pupitres y materiales escolares fueron modelos de
excelentes ilustraciones a manera de orlas. Y seguía emborronando de adulto los
libretos de cine y televisión, como un método para descargar la adrenalina
sobrante y la tristeza progresiva por la convicción de que no le esperaba más
destino que el de un mediocre actor de reparto, perpetuamente a la espera de lo
imposible, siempre postulante y nunca realizado. Comenzó a dibujar retratos de
los compañeros de reparto entre elogios inesperadamente entusiastas, y sin
pretenderlo comenzó a encontrarse con algún que otro encargo pagado, aunque
modestamente. Cuando ya se había convencido de que lo suyo no era ser artista
de la escena, los compañeros le hicieron descubrir y le obligaron a reconocer que
poseía gran talento como pintor. Artista de todos modos.
Entre tanto, durante esos mismos quince años
Juan Manuel amasó una fortuna muy considerable en el negocio de la producción
de espectáculos. A diferencia de Elías, carecía de otros recursos artísticos, y
por ello tardó mucho menos en comprender que lo que le aguardaba delante de las
cámaras no era la prosperidad. De tanto recibir negativas en las agencias, de
tanto ser rechazado en los “castings”, fue aprendiendo los intríngulis, las
zancadillas y puñaladas, los recursos y vericuetos del negocio, de manera que
con un cierto cinismo y mucha rabia por la ilusión juvenil frustrada, supo
alentar las ilusiones de los demás y convertirlas en comisiones y ganancias extraordinariamente
abultadas.
Tras el matrimonio de Juan Manuel, que fue el punto
de inflexión definitivo de su distanciamiento, supieron intermitentemente uno
del otro, aunque con el enfriamiento progresivo de la amistad que ambos se
habían jurado eterna, un enfriamiento que fue amontonando hielo sobre sus
direcciones respectivas y sobre cualquier hilo telefónico que les pudiera
comunicar. Juan Manuel opinaba que Elías se había vuelto demasiado arrogante
para unos papelitos cinematográficos que no pasaban de mediocres y Elías
hallaba que a Juan Manuel y sobre todo a su mujer, les gustaba demasiado
ostentar su prosperidad, con un exhibicionismo impropio del modesto origen que
ellos dos habían compartido.
Sin perder ni desdeñar jamás la nostalgia de la
hermosa amistad juvenil, se detestaron mutuamente durante algunos años, presos
ambos de sentimientos contradictorios, puesto que ninguno dejó nunca de interesarse
por las peripecias del amigo y cada uno se mantuvo al tanto de lo que el otro
hacía. Exceptuando los últimos cuatro
años, tiempo en el que Elías se eclipsó completamente para Juan Manuel, quien
no paró de preguntarse qué sería de "ése", pronombre pronunciado ante
su mujer y los amigos comunes en alta voz con un deje de indiferencia y cierto
tono despectivo, que enmascaraba en realidad la ternura preocupada y la
emocionada añoranza que contenía la pregunta.
Finalmente, tuvieron una nueva oportunidad en la
madurez.
Tras el último papel que había interpretado, razonablemente
retribuido, Elías creyó al cobrarlo que podía ser la última oportunidad de
salvarse, su trampolín para encontrar su verdadero camino. No compró ropa ni
volvió a afanarse en los gimnasios para atar con imperdibles la juventud
inmarcesible que se le exigía en los platós; tampoco volvió a afanarse de
fiesta en fiesta en busca de contactos profesionales. Pasó tres años encerrado
en un almacén que acondicionó como taller, pintando la exposición con la que
esperaba alcanzar el triunfo como pintor, tiempo suficiente para que se agotara
el saldo de la cuenta del banco. No lo descubrió porque le faltase el dinero
para comer, puesto que con frecuencia se olvidaba de hacerlo mientras pintaba como
en trance, sino porque el banco devolvió un cheque con el que había pagado los
materiales en la tienda de pintura, circunstancia que le comunicaron al acudir
en busca de cinco lienzos y una colección de tubos de óleo, que le denegaron.
Como un mazazo despiadado que le devolvió a la
realidad, supo Elías de repente que no tenía con qué sobrevivir, porque la
Seguridad Social le negó el subsidio de paro a pesar de haber pagado sumas
exorbitantes durante diecisiete años, razonando la negativa en el hecho de que
hubiera cotizado como autónomo. La cruel indiferencia de la funcionaria que le
comunicó que no tenía más salida que la mendicidad por no haber trabajado por
cuenta ajena, ni siquiera le causó dolor, sólo estupor, porque no podía creer
que vivía en un país cuyos gobernantes condenaban a un hombre a la muerte por
haber tenido iniciativa y autonomía y haber sido capaz de sobrevivir durante veinte
años a la inseguridad permanente de la profesión de actor.
Durante algunos meses, Elías pudo vivir
precariamente malvendiendo algunos de los cuadros acabados, el televisor, el
equipo de música, el reloj y casi toda su ropa. Agotado todo lo vendible,
volvió a hacer antesala durante dos meses más en las agencias artísticas; la
tez que el ayuno y los malratos iba volviendo progresivamente macilenta,
dinamitaron toda posibilidad de conseguir un papel
Incapaz de comer en un asilo ni de pedir un
préstamo a nadie, Elías se encerró en el taller dispuesto a morir de inanición.
Rosa, la esposa de Juan Manuel, lo llamó a la
oficina para darle el recado:
-¿Te acuerdas de aquel Elías?
-Por supuesto.
-Lo acaban de ingresar en el hospital. No ha
tenido más ocurrencia que dar tu nombre como pariente más cercano, y nuestra
dirección y teléfono.
-¿Que Elías está en el hospital? ¿Qué le pasa?
-Un amago de infarto. Lo descubrió por
casualidad el dueño del local que usa como taller, porque ahora se dedica a la
pintura. No se ha muerto por poco.
-Salgo para allá.
-Juan Manuel, ¿no estabais enfadados?
-Jamás hubo verdaderamente un enfado, Rosa. Sólo
distancia.
-Pero nunca fue muy cordial con nosotros. Quiero
decir contigo y conmigo juntos, a dúo. Cuando tomábamos copas los tres, de
solteros, siempre me hacía sentir como si yo fuera una intrusa.
-Rosa, Elías es uno de mis mejores amigos. No,
no es uno de los mejores, es el que más he querido en toda mi vida. Ahora tiene
dificultades, un problema gordísimo. ¿Qué importan esas bobadas de juventud?
-Me voy a sentir un intruso -repitió Elías
mientras Juan Manuel conducía el coche- ¿No crees que sea inoportuno?
-Por favor, Elías, no me ofendas. Para eso están
los amigos.
-Es que... nunca llegué a intimar con Rosa, no
le era simpático. De hecho, si recuerdas bien, siempre me trató como si se
sintiera muy celosa, cuando tú la obligabas a que yo saliera con vosotros.
-¡Qué tontería! Ella lo veía completamente al
contrario; creía que tú no la aceptabas. Desde luego, hay que ver cómo nos
engañamos por no hablar con claridad. ¿Por eso fuiste apartándote de nuestras
vidas en cuanto nos casamos?
Elías asintió.
-Pues estabas en un error. En aquellos tiempos,
Rosa me decía con frecuencia que le daba alegría de que estuviésemos juntos
casi siempre, porque así yo no me colgaría de nuestras compañeras de reparto.
Hijo, con razón te fuiste convirtiendo en un muermo taciturno y más huraño que
un puerco espín; si hasta daba la impresión de que el celoso fueses tú…
-Pues imagina si eso va a continuar mientras
viva con vosotros…
-Rosa está de acuerdo con que te vengas a casa,
no te preocupes. Te aconsejo que no te tomes en serio sus rarezas, porque a
nadie le parece una persona muy cordial al principio. Pero es muy buena gente, acuérdate;
es muy maternal, va a cuidarte muy bien y con nosotros estarás estupendamente,
y podrás restablecerte.
Tras aparcar frente el jardín, Juan Manuel no
consintió que Elías cargase las maletas.
-Déjalas en la acera. Mi hijo vendrá a
recogerlas.
-¿Tu hijo? ¿Tan mayor es ya?
-Coño, Elías, hace más de diecinueve años que me
casé. Alí tiene dieciocho años y Estela, casi diecisiete.
-¡Cómo ha pasado el tiempo! No puedo creer que
haga más de veinte años que actuamos juntos en aquella mierda de película.
-Sí, chico; el tiempo pasa volando.
La habitación que le habían asignado disponía de
una terraza cubierta, una especie de mirador que tal vez podría usar como
estudio de pintura.
A la semana, Elías había recuperado las fuerzas,
pero no las de antes de la crisis cardiaca, sino las de diez años atrás. La
piscina de Juan Manuel, el sol en el jardín, la buena alimentación y la
serenidad del ambiente familiar representaron una medicina muy eficaz, de modo
que se sintió rejuvenecer; descubrió en el espejo que se había quitado un
montón de años de encima sin pretenderlo.
Sin embargo, en medio de la bonanza soplaba en
el debilitado corazón de Elías una tempestad, porque había surgido un problema
inesperado y muy grave. Una de las razones fundamentales de esa nueva juventud,
acaso la que más había influido, era la presencia casi constante de Alí.
Medio en serio, medio en broma, Juan Manuel le
confesó que había llamado así a su hijo como un homenaje a su mejor amigo, dado
el parecido fonético de Alí con Elías, nombre que Rosa no había aceptado. Al
tiempo que preparaba la selectividad, Alí practicaba lanzamiento de jabalina,
deporte con el que había ganado varias medallas. Ahora, vivía pendiente de ser
seleccionado para las próximas olimpiadas. Juan Manuel había hecho instalar una
especie de gimnasio en un ángulo del jardín, en la zona solada junto a la
piscina, donde Alí dedicaba al atardecer largas horas a su entrenamiento de
fortalecimiento muscular. Durante los frecuentes descansos, hablaba siempre con
Elías.
-Mi padre ha traído tres vídeos de películas
donde sales tú. ¡Tengo ganas de verte por fin!
-Son una porquería, Alí. Te vas a llevar una
decepción.
-No, hombre. Por muy malas que sean, son
películas y tú estás en ellas.
Elías apretó los labios. El corazón, su frágil
corazón, se le desbocaba cada vez que Alí pronunciaba una de estas frases.
-Tuvo que ser espléndido trabajar en el cine
-comentó el joven.
-Pasé muchos malos ratos.
-¿Y en qué trabajo no se pasan malos ratos? Por
mal que lo pases, el cine es el cine. Tiene que ser fabuloso que la gente te
reconozca.
-A veces, y según dónde, resulta molesto.
-Además, ligarías mogollón. Con tu pinta...
Elías comenzó a plantearse que tenía que
abandonar cuanto antes el amigable cobijo de Juan Manuel; de otro modo corría
el riesgo de dar alas al sentimiento que se estaba inoculando en su pecho, que
invadía sus entrañas, que conquistaba cada día nuevas parcelas de su
pensamiento e impregnaba sus cinco sentidos volviéndolos indiferentes e
insensibles a otros estímulos. Estaba obligado a distanciarse del dios
intocable que inspiraba tales emociones, pero ¿dónde ir? No tenía un euro ni
familia a la que acudir.
Descubrió que debía apartar la mirada de Alí
mientras realizaba sus ejercicios justo bajo su terraza, porque los ojos se le
escapaban hacia las sólidas piernas cubiertas de vello castaño claro; hacia el
holgado calzón de punto que, por no apretarle, revelaba más de lo conveniente;
hacia el pecho donde en las proporciones juveniles comenzaba a tallarse una musculatura
de campeón olímpico; hacia el cuello donde la prominente nuez saltaba en cada
una de las profundas inspiraciones; hacia el mentón y los pómulos dibujados por
Leonardo; hacia toda la extensión de una piel que era crema de vainilla.
-¿Por qué no entrenas conmigo? ¿No dice el
médico que un poco de ejercicio te ayudaría a restablecerte?
Alí estaba en ese momento recostado en el banco
de press. Elías tenía que apretar los párpados para no devorar con los ojos el
pequeño ombligo recortado por los abdominales, como una rendija que se abriera
a un mundo de golosinas de cuento de hadas.
-Te aburrirías, Alí. Yo no podría seguir ni
remotamente tu ritmo.
-¡Qué me voy a aburrir! Me lo pasaría mejor.
Venga, baja y échate aquí y no te preocupes. Le pondré muy poco peso a la
barra.
-No, Alí, discúlpame: estoy un poco cansado.
Quizás otro día.
Prisionero de la imposibilidad de abandonar la
casa, Elías decidió cercenar toda progresión del sentimiento con la ayuda del
trabajo.
-Me da mucha vergüenza pedirte más favores, Juan
Manuel, pero si pudiera pintar, me sentiría menos inútil. Tengo ganas de hacer
retratos de todos vosotros.
-Sería magnífico. Me gustan mucho los cuadros
tuyos que he visto. ¿Crees que podrías hacernos a Rosa y a mí un cuadro grande?
-Desde luego.
-¿Cuánto tendré que pagarte?
-¡Estás loco! Lo que quería pedirte es que
compres lienzos y pintura y que traigas el caballete de aquel almacén.
-Eso está hecho, hombre. Pero mira, en vez de
hacernos el retrato a Rosa y a mí, lo que te agradecería es que hagas uno de
Estela. Le haría mucha ilusión y sería el mejor regalo de cumpleaños.
-¿Cuándo cumple los diecisiete?
-Dentro de un mes.
-Hay tiempo suficiente. Pero no sólo haré el de
Estela, también haré uno grande donde aparezcáis tú y tu esposa.
-¿Y Alí? No me gustaría que se sienta
postergado.
Elías frunció los labios. ¿Podía soportar largas
horas contemplando al muchacho, a solas con él en el mirador, escuchando su
bien modulada voz, admirando su sensatez y derritiéndose por su educada
amabilidad? ¿Sería capaz de permanecer a las puertas del paraíso sin que un
viento de locura le impulsara a saltar la verja? Imaginarlo le estrujaba el
corazón. Respondió con un murmullo:
-Naturalmente. A él también le haré un retrato.
-Anótame los tamaños de lienzos que necesitas y
todo lo que quieras que te traigan.
Lo que llevaron al día siguiente era diez veces
más de lo que Elías había pedido. En vez de un lienzo del doce, uno del catorce
y otro del veinte, llegaron diez de cada tamaño, y una extravagante colección
de pinceles, aceites de linaza, trementinas, óleos y paletas desechables. En
lugar de su caballete, subieron los transportistas al mirador uno mucho más firme,
con ambas guías graduables, el mejor y más caro que existía en el mercado.
Subieron también una mesita auxiliar y tres estanterías modulares. En total, el
estudio mejor equipado que podía soñar cualquier pintor, en el local más
luminoso y ventilado, el más idóneo para que pintase una persona convaleciente
de un percance cardiológico.
Elías se dio afanosamente a la tarea y, sin
embargo, no conseguía esquivar los dardos que Alí clavaba a todas horas en su
corazón.
-¿Elías? Joder, no me haces ni puto caso -gritó
el joven desde abajo.
-¿Qué? -preguntó Elías sin abandonar su lugar
junto al caballete, adelantando sólo un poco la cabeza para verlo por encima de
la balaustrada.
-Hace lo menos cinco minutos que te estoy
llamando.
-Disculpa, no me había dado cuenta.
-Mira -dijo Alí al tiempo que daba un salto para
quedar en posición invertida, haciendo el pino con sólo una mano apoyada en el
suelo.
En esa postura, y visto desde arriba, el ancho
calzón se le había escurrido hacia las caderas, dejando al descubierto casi la
totalidad de las nalgas, que incitaban a devorarlas como si fueran tiernos
panes recién cocidos. En el brazo que soportaba su peso se marcaba un saludable
y muy barroco laberinto de venas, que conformaban un goloso barquillo de canela
relleno de helado de turrón, y el que extendía en horizontal, un prodigio de
armonía, parecía reclamar ser relamido como un caramelo de café con leche,
mientras la fuerza de la gravedad hacía que los pectorales parecieran
prominentes dulces de algodón, lo mismo que el contenido del calzón magnificado
por la postura invertida, un vaso de horchata que podía calmar su sed, la sed
de toda su vida. Elías cerró los ojos.
-¿Qué te pasa? -preguntó la voz preocupada del
muchacho.
-Nada.
Vio que Alí entraba precipitadamente en la casa.
Pocos segundos después, llegó al mirador tras subir en un tiempo increíble los
dos tramos de escalera.
-¿Te has mareado?
-No, qué va.
-Déjame ver.
Mientras el chico buscaba el latido de su
muñeca, Elías se dijo que iba a encontrar, efectivamente, un pulso anormal,
pero no a causa de sus problemas de salud, sino, precisamente, por el contacto
de su mano. De cerca, olía a bizcocho con piñones; su piel sudorosa parecía
helado de plátano y los enormes ojos verdes, clavados en los suyos con
preocupación, parecían los dos caramelos de menta más grandes y dulces que
hubiera visto jamás.
-Creo que necesitas tomar tu medicina.
-Ya no tomo medicinas, Alí. Los ansiolíticos
producen adicción.
-Pues ahora, estoy convencido que deberías
tomarlo. Tienes el pulso un poco más acelerado de la cuenta.
-No te preocupes por eso. Me pasa siempre que
estoy a punto de acabar un cuadro, cuando veo que ya lo he resuelto.
Alí se plantó de pie a su lado, pegado a su
hombro, para mirar el retrato de Estela; tan próximo, que recibía una
transfusión de su vitalidad y Elías temió que fuese audible el golpeteo de la
sangre en las venas de su cuello. El aroma de bizcocho con piñones que exudaba
contenía también un rastro de nata batida y fresas.
-Es precioso -elogió Alí, apoyando la mano sobre
el hombro del pintor, con lo que le inyectó una dosis masiva de vitaminas
edulcoradas.
Elías sintió que las piernas le flaqueaban.
-Gracias.
-La estás sacando más guapa de lo que es en
realidad.
-No digas eso, hombre. Estela es guapísima.
-Pero la estás favoreciendo. ¿También me
favorecerás cuando hagas el mío?
-Tú no necesitas que se te favorezca -a Elías se
le escapó el piropo y se mordió los labios
Alí sonrió con una mueca humorística. Alzó el
hombro, enarcó las cejas forzando la izquierda para arriba, entrecerró los ojos
y torció levemente los labios, parodiando una pose de galán de Hollywood, como
el mítico retrato de Clark Gable en “Lo que el viento se llevó”.
-¿Significa eso que opinas que estoy bien tal
cual? Vaya, hombre, muchas gracias. Pero no me gusta mi nariz.
-¿Qué le pasa a tu nariz?
-Las tías me dicen que la tengo un poco grande.
-Diles a esas chicas que te miren con mayor
atención.
-Eso digo yo. En el equipo de atletismo, hay un
montón de tíos que tienen narices mucho más grandes que la mía.
-Claro que sí. Ésa es justa la proporción de
nariz que le va a tu cara. Con una más pequeña, podrías resultar menos
masculino porque tus labios y tus ojos...
-¿Qué?
-No, nada.
Elías apretó los párpados para que el muchacho
no detectara el impulso incontenible de beber en el torrente cristalino de su
boca ni descubriera la lucha rabiosa en que tenía que debatirse para no saltar
hacia la piscina turquesa de sus ojos.
-Venga, hombre, acaba lo que ibas a decir. No me
dejes a medias.
La expresión del chico era ligeramente
enrabietada.
-¿No serás un poco narcisista, Alí?
-¿Eso es malo?
-No necesariamente, siempre que no te pases.
-Mi padre dice que tú eras la mar de narcisista.
-¿Eso dice?
-Ayer, cuando me llevó al estadio, me contó que
tenías que sacudirte a las muchachas como moscas y que muchas veces te ayudaba
a esconderte de tías que estaban empeñadas en llevarte a la cama.
-Pero eso no significa que fuera narcisista.
Nunca fui ni remotamente tan guapo como...
Alí le miraba inquisitorialmente a los ojos,
como si quisiera traspasarle.
-¿Como yo?
-Mira, Alí, déjame pintar, que hay que dar
tiempo para que seque la pintura y barnizarla antes del cumpleaños de Estela.
-Está bien, te dejo tranquilo. Pero claro que
eras más guapo que yo. Todavía lo eres.
Las cosas habían cambiado demasiado últimamente.
Los jóvenes encontraban natural decirle a un hombre que era guapo, se
comportaban con la misma coquetería pérfida de las muchachas de antaño y no
sólo no disimulaban sus atractivos y atributos, sino que los resaltaban tanto
como podían.
Elías resolvió que tenía que afanarse, pintar
como un poseso y acabar veinticinco o treinta cuadros en un tiempo absurdo, tan
corto como su frágil resistencia. Añadiendo los retratos de la familia de su
amigo con el cartel de "vendido", colgaría una exposición cuanto
antes que le dotase de medios para sobrevivir lejos de ese paraíso donde no
había lugar para él, porque sentía a todas horas la tentación de profanarlo, lo
que le sumergía la mayoría de las noches en pesadillas horrorosas, en las que
Juan Manuel aparecía como el arcángel San Miguel, con su espada de fuego,
expulsándole del edén entre reproches y acusaciones de perversión.
-He hablado con un amigo que tiene una galería
en el barrio de Salamanca -le dijo un atardecer Juan Manuel, mientras bebían
una copa, medio recostados en las hamacas del porche-. Le hice llegar una
fotografía del retrato de Estela.
-¿Qué te ha dicho?
-Que eres un retratista extraordinario. Está
dispuesto a darte una exposición.
-¿Cuándo?
-En abril.
-Oh...
-¿Qué pasa?
-Faltan once meses para abril. Juan Manuel, yo
necesito vender una exposición mucho antes. De hecho, ya, ahora.
-¿Por qué tanta prisa?
-Perdona, Juan Manuel. Me hablas siempre como si
mi situación fuera como la tuya, cosa que te agradezco, porque de otro modo me
sentiría muy miserable, pero mi realidad es la que es.
-¿Cuál es la razón de tu prisa? ¿No te sientes
bien con nosotros?
-¡Coño, cómo voy a sentirme mal con vosotros! Me
siento maravillosamente, pero no puedo quedarme aquí tanto tiempo.
-¿Por qué no? La habitación donde duermes
llevaba lo menos dos años sin usarla nadie, porque nos sobran cinco dormitorios
y tanto los familiares de Rosa como los míos prefieren los que dan al otro
lado, por los paisajes, ya sabes. Tu cuarto está mucho mejor habitado por ti
que amontonando polvo.
-Gracias, Juan Manuel. Sin embargo...
-¿Qué?
-Que me siento un parásito.
-Me ha dicho el galerista que el retrato de
Estela, con esa calidad, no lo haría ningún pintor por menos de diez mil euros.
Según esa proporción, el que nos estás haciendo a Rosa y a mí valdría más de treinta
mil. Si haces el de Alí, serían en total unos cincuenta mil euros. ¿Esa es tu
forma de ser parásito? Más bien tengo el sentimiento de que abusamos de ti.
-Yo...
-Mira, Elías, ¿sabes una cosa? Te quería
muchísimo cuando éramos jóvenes, fuimos dos completos estúpidos por
distanciarnos y ahora me he dado cuenta de que nunca he dejado de quererte. Más
que si fueras mi hermano. Así que haz el favor de dejarte de monsergas, porque
me hace sentir mal que digas estupideces.
-Papá -dijo Alí, que acababa de entrar en el
jardín desde la calle portando varios paquetes-, me he comprado unos Calvin
Klein cojonudos. Mira.
No había saludado a Elías, pero le miró a los
ojos mientras soltaba los paquetes sobre el césped. Se abrió la cremallera del
pantalón de lino dejándolos caer hasta sus rodillas, al tiempo que se alzaba la
camiseta hasta medio pecho, haciendo estallar una burbuja de aromas como si en
el jardín hubieran descargado de repente un camión repleto de frutas tropicales
surtidas.
A pesar de su estado de hipnosis, Elías se dijo
que Juan Manuel tenía que detectar por fuerza el aleteo anhelante de su nariz y
los temblores generalizados de su cuerpo. Y, desde luego, Alí lo notaba porque
lo provocaba. Naturalmente que se daba cuenta; evitaba su mirada
deliberadamente mientras esbozaba una de las sonrisas más pérfidas que nadie
hubiera pintado jamás. Condensaba toda la perversión del mundo bajo un disfraz
algodonoso de inocencia gentil. Alí era el estallido del más bello juego
pirotécnico metido en una bomba atómica. Con un sollozo atascado en la faringe,
contempló el provocativo y posadamente ingenuo striptease de la escultura de yogur.
El slip
negro y gris parecía haber sido confeccionado a la medida de Alí. Desde donde
Elías se encontraba sentado, lo veía de medio perfil, recortada contra el verde
crepuscular del césped la silueta redonda de los glúteos y el relieve vigoroso
de sus genitales, sobre unas piernas que el diseñador de los calzoncillos contrataría
al instante para sus anuncios.
Elías apartó la mirada con insoportable
turbación, mientras el corazón le punzaba dolorosamente, como el de un
adolescente enamorado.
Esa noche, a solas por fin en su habitación tras
la interminable sobremesa que cada cena se prolongaba más, Elías se preguntó
qué podía hacer. Tenía cuarenta y tres años, veinticinco más que Alí, pero no
era ése el problema. En ninguna circunstancia podía aceptar que estaba
perdidamente enamorado del hijo de Juan Manuel. No había lugar para tal
sentimiento, ni siquiera en el caso inimaginable de que el chico le
correspondiera, porque sólo una caricia bastaría para no ser capaz de volver a
mirar nunca más cara a cara a su amigo. El sentimiento, por puro y platónico
que fuese, era inmoral por el hecho de que Alí fuera hijo de quien era, no por
su juventud, que también era un agravante. Tenía que huir de esa casa. ¿A
dónde? ¿Con qué pretexto, si Juan Manuel había dejado las cosas tan claras?
A la mañana siguiente, abordó a Juan Manuel antes
de que se marchara a la oficina.
-Oye, me he acordado esta noche de una noticia
que leí el otro día en el periódico. José Luis Moreno va a comenzar a grabar
una serie de televisión donde hay un personaje que estoy seguro de que yo
interpretaría muy bien.
-¿Otra vez quieres volver a la interpretación?
Perdona, Elías, pero eres mucho mejor pintor que actor.
-Ya lo sé. Pero necesito...
-¿Qué, dinero? ¿Cuánto necesitas?
-Ninguno. Hazme el favor de hablar con José Luis
Moreno, ¿vale? Que me dé, por lo menos, la posibilidad de ir a visitarle.
-¿Por qué tanta prisa? Espera a reponerte.
-Ya me siento mucho mejor. Pero también necesito
sentir que estoy en el mundo, que dispongo de autonomía.
-Vale. Voy a hablar con él en cuanto llegue a la
oficina. De hecho, estuve asociado con su productora el año pasado. Todavía me
debe unos euros. Pero, de verdad, Elías, creo que tendrías que dedicarte de
lleno a preparar la exposición de abril. Estoy pensando en organizar una buena,
para que te hagas famoso al instante.
Elías bajó los ojos. Estaba preso. Nunca iba a
conseguir escapar.
Aunque Juan Manuel trató de influir, si bien que
con escasa convicción, a Elías no le dieron el papel en la serie.
-No te preocupes, Elías, así está mejor -dijo
Juan Manuel esa noche, en la sobremesa-. Creo que es mucho más importante que
termines nuestro retrato antes de las vacaciones.
-Ya sólo me faltan ocho o diez días.
-Estupendo, porque, si no, tendría que postergar
las vacaciones a julio y agosto, y Málaga no me gusta en agosto, está demasiado
llena de turistas.
-¿Os vais, todos?
-Nos vamos. Tú vendrás con nosotros, a menos que
prefieras quedarte aquí, en la casa.
-¿Solo?
-No, no sería buena idea. Te vendrás con
nosotros. El único problema es que nuestro piso de Málaga tiene sólo tres
habitaciones. ¿No te importará compartir el cuarto de Alí, verdad?
-¿Compartir el cuarto de Alí? -preguntó Elías
con voz desfallecida y casi a punto de soltar un sollozo.
-No hay otra posibilidad -intervino Rosa-. Yo le
he dicho a Juan Manuel que te reserve una habitación de hotel, pero no quiere.
-Además de un despilfarro tonto -dijo Juan
Manuel-, resultaría la mar de incómodo. Será más fácil organizar las
excursiones y las salidas a comer si estamos todos juntos.
Elías trató desesperadamente de encontrar una
salida.
-¿Y los entrenamientos de Alí?
-Hombre, por supuesto que seguirá entrenándose
en Málaga.
-¿No necesita quedarse en Madrid?
-¡Por supuesto que no! ¡Tiene dieciocho años! Ya
tendrá tiempo de andar solo por ahí cuando vaya a las olimpiadas. Porque te van
a seleccionar, ¿verdad, hijo?
-No lo des tan por seguro, papá.
-Pero has ganado todas las últimas
competiciones...
-Hay un chico de Castellón que viene pegando muy
fuerte. Ya veremos.
-¿Cuándo harás mi retrato? -preguntó Alí la
tarde que Elías estaba barnizando el cuadro con las imágenes de Juan Manuel y
Rosa.
El aroma de tutti
frutti destilado por la piel juvenil vencía el fuerte olor del barniz.
-Cuando volvamos de las vacaciones -repuso
Elías.
-¿Por qué no lo empiezas antes?
-Porque no quedan bien las pinceladas sobre
pintura seca. Una vez que lo empiece, tendré que terminarlo sin interrupciones.
-Tengo unas ganas locas de que lo hagas. Este te
ha quedado cojonudo. También has conseguido que mi padre y mi madre parezcan
más guapos de lo que son, como el retrato de mi hermana. Espero que no se te
haya acabado ese afán perfeccionista cuando hagas el mío.
-Pienso retratarte como un sátiro de la
mitología griega.
-¿De veras?
-No, hombre. Es una broma.
-¿Y qué significa, exactamente, esa broma?
-Nada.
-¿Quieres decir que me ves como un sátiro?
-Quiero decir que...
-¿Qué?
-Nada. Por favor, Alí, déjame terminar.
-Joder, Elías, siempre lo dejas todo a medio
decir. Tienes una actitud conmigo que no se corresponde con lo que mi padre
cuenta de ti. Eso de que eras tan lanzado, y demás.
-Uno envejece.
-Vaya. Ahora presumes de viejo. Si puedes
parecer mi hermano mayor...
Tenía una sonrisa en los labios que Elías no
supo discernir si era de anhelo, esperanza, deseo, ironía o sarcasmo. Pero el
brillo de los dientes blanquísimos en los labios entreabiertos era un turrón de
azúcar clavado en la pulpa de un mango que justificaría trepar por el árbol más
alto del mundo para saborearlo.
-¿Quieres dejarme solo de un vez? No me dejas
concentrarme.
-Está bien. Me iré si me prometes hacerme un
retrato mañana, simplemente un carboncillo.
-De acuerdo, lo haré. Me servirá como boceto
previo del óleo.
Durante toda la mañana siguiente, Elías deseó con
toda su alma que surgiera alguna clase de impedimento, una prolongación del
entrenamiento en el estadio, un compromiso social, cualquier cosa; un
terremoto, un diluvio, un incendio en el parque vecino... Que no se viera
obligado a pasar varias horas contemplando al muchacho a solas, por favor, que
Juan Manuel tuviera una ocurrencia que suspendiera la sesión, que Rosa
encargase algo a Alí que le obligara a ausentarse...
Pero Alí interrumpió la apacible sobremesa:
-Bueno, Elías, ¿te sientes inspirado ya?
-¿No tienes cosas que hacer?
-Coño, Elías -intervino Juan Manuel-, cualquiera
diría que no tienes ganas de retratar al chico. Con la ilusión que le hace...
-Eres un envidioso -apuntó Estela-, eso es lo
que eres.
-Bueno, ¿y qué? Yo también tengo derecho a tener
un retrato pintado por Elías, ¿no? ¡No vas a ser tú la reina del museo, joder!
-Es que no quiero mover el caballete hasta que
se seque bien el barniz.
-¿No decías que ese barniz de aerosol seca al
instante?
Elías se ruborizó.
-Sí, es verdad. Pero tenía la intención de darle
otra capa.
-No hay problema -dijo Alí-. Yo bajo el cuadro
al jardín y lo barnizas en el rincón del gimnasio. Allí se secará sin
problemas.
Elías vio que no tenía más argumentos que
oponer.
-Está bien. Bájalo. En seguida subiré a preparar
las cosas.
Visto con una perspectiva mayor de lo que
permitía la terraza/estudio, el retrato de Juan Manuel y Rosa resultaba
espléndido. Ella lo contempló con arrobo y soltó una lágrima.
-Nunca podré agradecértelo bastante -dijo.
-¿Te gusta, de verdad? -preguntó Elías, que
todavía no había conseguido superar del todo el recelo que ella le hacía sentir
cuando eran jóvenes.
-Me entusiasma. Mis amigas se van a morir de
envidia.
-Oye, mamá, -intervino Alí- ¿por qué no
organizas una fiesta antes de las vacaciones, para que tus amigas lo vean?
-Ya lo verán cuando lo colguemos.
-Pero si lo ven antes de las vacaciones
-insistió Alí-, a alguna de tus amigas se le podría ocurrir encargarle a Elías
un retrato durante el verano. ¿No te vendría de perlas hacer varios cuadros
pagados?
-Claro que sí -respondió Elías, sin poder
disimular la mirada de veneración por el muchacho.
-¡Qué buena idea! -celebró Juan Manuel-. Empieza
a prepararla ahora mismo, Rosa. Llama a la Moraleja en pleno y encarga todo lo
necesario para celebrar esa fiesta el viernes, antes de que nos vayamos.
Tras los elogios y con una sensación nueva, un
sentimiento prodigioso que no sabía calificar, Elías precedió a Alí escaleras
arriba, inhalando con fruición el aroma de arroz con leche que lo precedía. Todavía
no era consciente de ello, pero Elías había perdido el miedo.
-¿Tengo que desnudarme? -preguntó Alí.
-Déjate de bromas.
-Hablo en serio. Me gustaría que me retrates
marcando pectorales. Y estoy seguro de que a ti, en el fondo, y por mucho que
lo niegues, también te gustaría.
-¿Quieres parar con eso, por favor?
-¿Qué te pasa?
-Nada.
-A mí me parece una gilipollez más grande que El
Escorial, pero sé que te da miedo verme desnudo.
-¿En qué te basas?
-En que desvías la mirada cuando entreno. Tú
crees que no me doy cuenta, pero cuando hago press de banca te veo siempre aquí arriba, forzando la cabeza para
no verme marcando paquete y enseñando los huevos que sé que casi siempre me
asoman por las perneras. Tus poses resultan tan poco naturales, que se nota que
son actitudes forzadas. El otro día, cuando os enseñé el Calvin Klein a mi
padre y a ti, parecía que te ibas a desmayar. Sé que te produce turbación
mirarme.
-Eres un jodido ególatra insoportable.
-Ya lo sé.
-¿Lo sabes?
-Me lo decían siempre en el instituto. No lo
puedo evitar. Me encanta y me excita muchísimo que me miren.
Como un acto aparentemente reflejo, Alí se
acarició la entrepierna. Elías advirtió con zozobra que tenía una media
erección.
-Supongo que te refieres a las mujeres.
-Quien sea. Que me admiren hace que me sienta
muy bien.
-Creo que cada día te conozco menos. Y tus padres,
no se imaginan el vanidoso que tienen por hijo.
-¿Vanidoso? No, Elías, me siento orgulloso de mi
cuerpo y de lo que hay en mi cabeza, pero basándome en realidades, no en el
vacío. Esta carne está muy bien hecha, ¿no estás de acuerdo? Y he sacado la selectividad
con un notable alto. ¿Te parece que soy un tío vacío?
Elías negó con la cabeza mientras tragaba
saliva, porque se le había atragantado el torrente de jarabe de caramelo que
fluía del joven.
-Ponte ahí, mirando hacia mi izquierda. No, gira
la cabeza un poco más hacia tu derecha, que te dé algo más de sol en la cara.
Así está bien.
Durante un rato, Alí permaneció estático y
callado, con concentración propia de atleta a punto de batir un récord, con una
sorprendente capacidad de mantenerse inmóvil como un jaguar que se dispusiera a
cazar una presa, lo que facilitó que Elías consiguiese el parecido con muy
pocos trazos. La del rostro de Alí era una mezcla inquietante de inocencia y
fuerza, de ingenuidad y malicia; había adolescencia en su cutis aún no cubierto
del todo por la barba, en el aleteo de su nariz y en la limpia luminosidad de
sus ojos, pero había madurez en la determinación de sus labios y en la agudeza
de su mirada. Era Adonis poseído por Atenea, Calixto influido por Celestina y
el casto José seducido por don Juan. No había nada en ese rostro que no
convulsionara el corazón de Elías. Por suerte, el muchacho miraba hacia otro
lado y no podía leer en sus ojos.
-Yo creo que estás enamorado de mí -dijo Alí en
un susurro, sin apenas mover ningún músculo de la cara.
Como si alguien hubiera descargado un camión de
veinte toneladas de piedra sobre su pensamiento, Elías sintió ganas de morir,
que el suelo se hundiera, desaparecer. Tenía que huir de la catarata
insoportable de acíbar y almíbar que se precipitaba sobre su cabeza.
-¿No tienes nada que decir? -insistió el joven
transcurridos largos minutos.
-¿Tendría que decir algo? Tú pareces ser
clarividente. Lo sabes todo, ¿no? ¿Por qué habría que decirte nada, si tú estás
en posesión de la verdad absoluta?
-Mira, Elías, ni soy clarividente ni me creo en
posesión de la verdad, pero estoy seguro de que estás enamorado de mí y soy
capaz de adivinar el dolor y la angustia insoportable que te causa sentirlo,
porque soy el hijo de tu mejor amigo. ¿Me equivoco?
Elías bajó los ojos, nublados por las lágrimas.
Por fin había llegado la hora impostergable de escapar. A partir de ese
instante, ya no podía permanecer más en la casa. Como si el joven fuera, en
verdad, capaz de leerle el pensamiento, dijo:
-¡Claro que no me equivoco! Mira, Elías, antes
de seguir la conversación, quiero que me prometas solemnemente una cosa: no
darle trascendencia ninguna. Que hablemos de esto no cambia nada, ni tu
relación con mi padre ni la amistad que creo que ha nacido entre nosotros dos,
¿comprendes? No es nada malo sentir amor por alguien, y lo único que tú haces
es amarme. Por consiguiente, tu posición en esta casa no ha cambiado ni un
milímetro. No tienes por qué sentirte culpable con mi padre ni con mi madre. No
quiero en modo alguno que te sientas incómodo con mi familia ni, mucho menos,
conmigo. Todo va a seguir exactamente igual.
-Me desconciertas, Alí. En vez de un chico de
dieciocho años, pareces una especie de duende milenario.
-¿Ves? Que me digas eso me gusta mucho, como me
gusta mucho casi todo lo que me dices. Me encanta verte por aquí, esta casa
nunca ha sido tan tranquila ni tan alegre como desde que tú estas. Antes,
aunque los cuatro de la familia nos llevamos bien, surgían de vez en cuando
discusiones sin importancia, pero, ahora que tú estás, no sé si es que nos
contenemos por tu presencia o es que, en realidad, haces que nos sintamos todos
más relajados. ¿Te tranquiliza lo que digo?
-Sí -musitó Elías de modo casi inaudible.
-Escucha, Elías. No puedo acostarme contigo,
porque me gustan mucho las mujeres, pero me complace y me halaga muchísimo que
me quieras. La verdad es que me encanta. Así que ni me tengas miedo, ni eludas
mirarme ni te comportes como si yo pudiera quemarte. Y aunque yo no sienta
deseos de acostarme contigo, si necesitas tocarme, hazlo; nada en mi cuerpo
queda prohibido para tus manos, ¿de acuerdo?
-Eso está completamente descartado. Y el boceto
está listo, así que haz el favor de dejarme solo, que tengo que pensar.
-¡Que bonito! -dijo Alí contemplando su retrato,
para lo que tenía que aferrar el brazo de Elías, que trataba de impedir que lo
viera-. Eres un artista verdadero y me siento orgulloso de ti. Ahora, piensa
todo lo que te he dicho y como le comentes algo a mi padre, te partiré la boca
y no volveré a hablarte en la vida.
Elías no consiguió dormir durante dos noches
consecutivas. Después de lo que habían hablado, le costaba asimilar la
naturalidad de Alí en la mesa y a todas horas. Lo que él había hablado, porque
Elías sabía que había dicho muy poco y, en realidad, no había desvelado ni
reconocido nada con franqueza, aunque todo lo hubiera aceptado tácitamente.
Cuando subía a su habitación, tenía los ojos llenos del rostro sereno y educado
del muchacho, los oídos inundados de su voz, la nariz impregnada de su aroma y
toda la piel erizada por la emoción de un descubrimiento: Alí era un sujeto
entero, de una pieza, su personalidad iba a ser arrolladora y su inteligencia
rebasaba en mucho la media. ¡Qué bien lo había hecho Juan Manuel!
Ese amor no iba a consumarse jamás, pero le
bastaba con haber conocido de cerca a un prodigio así. Amaba profundamente a
Alí, el chico lo merecía y, más allá de tales realidades, todo lo demás sería
tenebroso y sucio. La plenitud de ese amor exigía que jamás se consumase.
-Ya comienzan a llegar -dijo Rosa-. De aquí a
veinte minutos, tendremos la casa a tope.
-¿Está todo preparado? -preguntó Juan Manuel.
-Por supuesto. El cattering que han traído es soberbio. ¿Serán suficientes seis
camareros?
-Supongo que sí.
-Es que me parece que están viniendo más de los
que hemos invitado.
Efectivamente, la casa y el jardín se llenaron a
rebosar antes de lo previsto por Rosa. Más numerosos los mayores que sus hijos,
menudeaban las celebridades de la farándula, los banqueros, los grandes
promotores y algunos políticos de carreras fulgurantes. Todos estaban a punto
de irse de vacaciones, algunos a países muy lejanos, y aprovechaban la
oportunidad de verse las caras, como una despedida hasta los saraos que se
reanudarían a finales de septiembre.
El retrato del matrimonio había sido colocado en
medio del salón, sobre el caballete, que Rosa había tapizado con una cortina
desechada de terciopelo gris que caía artísticamente en ondas sobre la alfombra.
El conjunto parecía la obra más destacada de una exposición de museo.
-Rosa, te ha sacado guapísima -elogió una mujer
de mediana edad, esposa de un financiero emergente, de quien se decía que había
amasado una enorme fortuna repentina con métodos no demasiado lícitos-. ¿Es muy
caro el pintor?
-Como ves, no es un principiante -eludió Rosa
responder, mientras se preguntaba si Elías sería capaz de embellecer el vulgar
aspecto de su interlocutora.
-Desde luego que no. ¿Crees que aceptará hacerme
uno?
-Es difícil. Tendrías que ponerte a la cola, porque
ya son siete amigas las que quieren que las retrate.
En realidad, sólo eran cinco, pero a Rosa le
pareció que la cifra “siete” sonaría más contundente.
-Por favor, trata de influir. Querría tenerlo
para octubre, para dárselo como regalo de cumpleaños a Alberto.
Rosa se preguntó si Alberto consideraría de
verdad un buen regalo el retrato de la interfecta. Conteniendo la sonrisa
irónica que pugnaba por aflorar a sus labios, respondió:
-Lo intentaré, pero no te prometo nada.
-Chica, es un pintor maravilloso. Te ha dado
aires de reina, tu marido parece un patricio romano y el cuadro tiene magia,
como si desprendiera luz; no consigo dejar de mirarlo. Me voy a enfadar
muchísimo contigo si no consigues que me pinte a tiempo para el cumpleaños de
Alberto.
En ningún momento a lo largo de la fiesta dejó
de haber, al menos, tres o cuatro personas contemplando el cuadro.
Elías trataba de mantenerse un poco al margen.
Nunca había sido capaz de comprender las nociones que caracterizaban la vida
social de la gente rica, de modo que prefería no participar en las
conversaciones más que lo indispensable, por temor a sus previsibles meteduras
de pata a causa de la vieja militancia progre,
que ahora parecía tan pasada de moda.
-¿Por qué te apartas del mogollón? -le preguntó
Alí, acercándosele por detrás.
Había notado su aroma de mantecado de piñones antes
de que hablase.
-No me siento cómodo con tus vecinos.
-No me extraña. Está gente sí que está vacía.
Pero te conviene hablar todo lo que puedas. Creo que ya hay varios interesados
en que les hagas retratos.
-Si el interés es genuino, se lo dirán a tu
madre.
-De todos modos, vente a bailar, hombre. No me
gusta que estés rondando como un fantasma.
-¿A bailar? ¿Sin pareja?
-Joder, Elías, qué rancio te pones a veces.
Nadie baila con pareja. Venga, vamos.
Sin darle opción a seguir rechazándolo, Alí
aferró fuertemente su brazo y le empujó hacia la pista instalada junto a la
piscina. Juan Manuel y Rosa estaban bailando, puesto que ya mediaba la fiesta y
no tenían que ejercer de anfitriones.
-¿Dónde te metes? -le saludó Rosa con expresión
radiante.
-Me agobia un poco tanta gente.
-No te agobies, chico. Te vas a hacer rico. Hay
lo menos doce mujeres que quieren que les hagas retratos y tres o cuatro
hombres.
-¿En serio?
-Me están dando a mí las tarjetas para que les
llames, pero fíjate si son encargos en serio, que todos me han pedido tu nombre
para llamarte ellos. Están entusiasmados con nuestro retrato -Rosa señaló a
Juan Manuel-. Mira, Elías, no sé cómo decirte lo que te agradecemos que lo
pintaras. Es una verdadera obra de arte. No paran de elogiarlo.
Elías notó que el entusiasmo era verdadero. Sólo
la proximidad de Alí, y la culpabilidad por lo que sentía, impidió que se le
humedecieran los ojos de gratitud no sólo a sus anfitriones, sino a la vida
misma.
-De esta fiesta, vas a sacar no menos de ciento
cincuenta mil euros -dijo Juan Manuel-. Puedes suponer cuánto me alegro por ti.
A Elías no se le había ocurrido hacer cálculos.
-¡Tus problemas resueltos! -exclamó Alí-. Ahora,
a bailar.
Le fue empujando hacia el centro de la pista,
donde más gente había.
-Mira, Mavy, éste es Elías.
-¿Tú eres el pintor? -preguntó la muchacha-. ¡Qué
pasada! Te felicito, oye. El retrato de Rosa y Juan Manuel es extraordinario.
-Bailemos los tres -dijo Alí.
-Huy, ¡qué pasada! -exclamó Mavy, mientras
apoyaba su mano en la cintura de Elías.
También notó el pintor que Alí apoyaba la suya,
pero situándola sobre la mano de la muchacha. La contradicción de sus emociones
y su intensidad iban a hacerle reventar el corazón.
El piso de Málaga se hallaba en un lugar
privilegiado, un edificio de catorce o quince plantas situado en una lengua de
tierra que se adentraba en el mar, entre el puerto y la playa. Contra la
descripción de Juan Manuel, se trataba de un piso muy amplio, cuyo enorme salón
tenía ventanas hacia ambos panoramas, el portuario y el playero.
La habitación que iba a compartir con Alí
durante un largo e insoportable mes y medio, era también muy grande, y las
camas, colocadas en dos orientaciones diferentes, no estaban demasiado próximas
entre sí, lo que tranquilizó al pintor.
El primer día, tras un recorrido agotador por la
ciudad y sus espléndidos jardines, Juan Manuel dictaminó:
-Esta noche no vamos a salir. Estarás un poco
cansado, ¿no, Elías?
-No particularmente. Me siento de maravilla.
-Estupendo -dijo Rosa-. Pero reserva las
energías, porque mañana vamos a tener un día capaz de reventar a una mula. ¿Has
oído hablar del Chorro de los Gaitanes?
-No.
-Ya verás -advirtió Juan Manuel.
-Lleva zapatos cómodos -aconsejó Alí.
-¿No sales esta noche? -preguntó Rosa a su hijo.
-No. Estoy un poco cansado y también quiero
reservarme para mañana.
-¡Ah! Pero, ¿piensas venir también?
-Por supuesto.
Tras desnudarse, Elías se giró en la cama, dando
la espalda al punto donde se situaba la de Alí, antes de que el muchacho
volviera del baño.
-Elías, ¿duermes?
-No.
-¿No te apetece hablar?
-¿De qué?
-¡Yo qué sé! Hablar por hablar.
-No me parece que sea ése tu estilo.
-Venga, deja de hablarme de espaldas,
reprimiendo algo que no tienes por qué reprimir a estas alturas y después de lo
que hablamos.
Elías se giró lentamente. Sentía pavor, porque
presentía lo que iba a ver. Contra lo que temía, Alí tenía una toalla anudada a
la cintura; mezclado con el perfume de lavanda que acababa de echarse, exudaba
un fuerte aroma a mango y melocotón. La piel, todavía levemente húmeda por la
ducha, era un bombón helado de chocolate blanco. Viendo que había aceptado
volverse de cara, el joven se sentó sobre la alfombra, apoyando la espalda en
la cama de Elías.
-¿No decías que querías dormir para estar
descansado mañana? -reprochó el pintor.
-No son más que las doce y media.
-Si yo fuera mal pensado, diría que estás
provocándome.
-¿Por haberme sentado aquí? Siempre lo hago. Me
encanta sentarme en la alfombra a escuchar música. ¿Qué música te gusta?
-Jazz.
-¡Qué coincidencia!. Tengo una colección
estupenda.
Sin alzarse del suelo, a gatas, Alí se acercó al
aparato de música y puso a sonar un disco de Duke Ellington.
-¿Te importaría acariciarme la cabeza? -pidió
Alí.
-Coño, Alí. Me vas a obligar a volver a Madrid
echando leches y no sé qué explicación podría darles a tus padres.
-¿No te acuerdas de que te dije que me tocases
si te apetecía?
-Vamos a ver, Alí. ¿Tú te imaginas lo que yo
sentiría tocándote, si fuera verdad lo que sugeriste aquel día en la terraza?
-No lo sugerí, lo afirmé. Y sí, me imagino lo
que sentirías. Creo que te sentirías bien, y yo también. No tienes por qué
dramatizar tanto. A mí me encanta que me hurguen el pelo.
-Creo que te sobra quien lo haga. Mavy, por
ejemplo.
-Oh, sí, lo hace siempre que nos acostamos. Es
como un vicio. ¿Sabes?, en la peluquería, cuando voy a cortarme el pelo, me
empalmo siempre.
-Por favor, Alí, vete a dormir.
-¿Te pone nervioso que diga que me empalmo?
-Sí -Elías no pudo disimular el tono ronco de su
garganta a punto de romperse en un sollozo.
-Pues no trato de que me acaricies el pelo
porque quiera empalmarme. Me gusta mucho, de verdad. Mi padre y mi madre me
revuelven el pelo, a veces durante horas, mientras vemos la televisión o cuando
viajamos. ¿No te das cuenta de que todavía soy un niño?
-¿Un niño, tú? ¡Vamos, anda! Eres un diablo, con
más kilómetros que el baúl de la Piquer. ¿A cuánta gente le has hecho lo mismo
que me estás haciendo a mí?
-¿Qué estoy haciéndote?
-Volverme loco.
-¿Ves qué fácil ha sido decirlo? Es la primera
vez que lo reconoces.
-Perfecto. Ya lo has logrado. Ahora, vete a
dormir o haz lo que te salga de los cojones, porque por la mañana cogeré el
tren de vuelta a Madrid.
-¿Y qué explicación le darás a mi padre?
-Ya pensaré algo.
Sin decir nada, Alí se giró para arrodillarse
junto a la cama, cogió la mano de Elías y la forzó hasta posarla sobre su
cabeza.
-¿Esto es malo? -preguntó.
-En cierto sentido.
-¿En qué sentido es malo que me toques la
cabeza?
-Por favor, Alí; sé que eres un estudiante
brillante y un chico más maduro de lo que corresponde a tus dieciocho años. No
puede ser que no sepas el modo en que me afectan estas cosas. Se trata de
cinismo o de algo peor que no consigo comprender.
Elías lo vio recular un poco, y temió que el
muchacho hubiera percibido como insulto lo que no era más que un reproche
defensivo. El fuerte brazo que había forzado el suyo como si nada pudiera
resistírsele, parecía tenso como una catapulta a punto de dispararse. Pero no
se trataba más que de un juego de su imaginación atormentada, como si estuviera
ante espejos de feria que todo lo distorsionan. Ese brazo que había creído un
arma que iba a ser disparada contra él, se enderezó y la mano de nata avanzó suavemente
hacia su rostro para rozar ligeramente su mentón.
-Escucha, Elías, escúchame con atención, porque
quiero que me entiendas con toda claridad. Yo soy un tío completamente normal,
y tú también eres un tío completamente normal... ¿me sigues? -Elías asintió-.
Los tíos normales se empalman, gozan, aman, discuten... Lo que no es normal es
que repriman dolorosamente una erección, un orgasmo, el amor o las ganas de
discutir. Yo creo que tuviste la crisis cardiaca porque te reprimes demasiado.
Mi padre nos hizo muchas advertencias la noche antes de traerte a casa; nos
dijo que todos teníamos que ayudar a que te restablecieras cuanto antes. Por
eso, me dediqué durante varios días a observarte, y la conclusión que saqué es
que, incomprensiblemente, porque eres un tío muy atractivo, te niegas a muchas cosas que no
tendrías que negarte. Cuando me di cuenta de que te habías enamorado de mí,
tuve mis dudas, no creas; soy un picajoso heterosexual sin remedio, pero tomé
la decisión de colaborar a que fueras feliz. No creo que pueda sentirme
demasiado cómodo haciendo el sexo contigo, pero si lo deseas, adelante. Te doy
mi palabra de que haré todo lo posible por complacerte y que ello no va a
causarte ninguna dificultad posterior. Quiero sinceramente que te sientas bien y,
de momento, ¿por qué no haces que yo también me sienta bien? De verdad que me
gusta muchísimo que me hurguen el pelo. Anda, acaríciame la cabeza.
Con los ojos cerrados, Elías movió la mano hacia
el húmedo helado de avellanas que era el alborotado pelo de Alí. Notó que el
muchacho se arrellanaba, escurriéndose en la alfombra, para disfrutar la
caricia con comodidad.
-De aquí no pasaré ni ahora ni nunca, Alí. No
reprimo lo que siento por ti, es que lo que siento es mucho más grande que el
sexo, ¿comprendes? Para mí, tú no eres sólo tú, eres un prodigio intemporal que
incluye la más hermosa amistad de mi adolescencia, la que tuvimos tu padre y yo,
y abarca la familia que ya no tengo, la que no he creado y todo cuanto añoro de
la belleza que no poseo. A menos que seas un simulador, un hipócrita y un
farsante, estoy convencido de que tú eres un sujeto excepcional, que no sólo
escapa y está por encima de mis medidas, sino que no existe la más remota
posibilidad de que mi pensamiento pueda percibirte como un objeto de placer. De
deseo, sí, pero no de placer.
-¿Cuál es la diferencia?
-La que hay entre contemplar el más espléndido
paisaje durante horas y retorcerse en la cama por un orgasmo durante unos
minutos. Tú eres el paisaje.
-Es lo más bonito que me han dicho nunca. Ojalá
vivas siempre con nosotros.
-No lo resistiría, Alí.
-Tengo que conseguir que dejes de idealizarme
como si yo fuera un dios, no es bueno para ti ese sentimiento. Cuando explote
la pasión que hay en tus sentimientos, la tuya será una amistad maravillosa,
que espero que dure toda la vida. Estoy convencido de que si hiciéramos sexo
aunque sólo fuera una vez, conseguirías pasar a ese estadio de serenidad donde
quisiera que estés.
Elías se mantuvo en silencio, sin dejar de
enredar con los dedos el pelo de Alí. Acababa de comprender. Verdaderamente, no
había nada sórdido en la vehemente obstinación del muchacho, sino la necesidad
de obligarle a dejar de sentir unos deseos que él creía que se interponían
entre ellos.
-Entonces, ¿qué decides?
-Mi decisión está tomada desde el primer día que
descubrí lo que me haces sentir. Jamás habrá entre nosotros un contacto físico
que no sea darnos la mano o esto que hago ahora.
-Me encanta. Estoy super relajado. Me voy a
dormir.
Elías no estaba preparado para la magnificencia
que encontró. El estrecho desfiladero del Chorro de los Gaitanes se abría entre
rocas verticales de altura vertiginosa y parecía el pórtico de un mundo mágico,
el pasadizo de entrada a un universo inventado para una película fantástica donde
todo podía suceder, hasta lo imposible. Y lo imposible sucedió.
A través de un angosto camino/puente colgado con
precariedad de una de las paredes de roca, sobre el vacío, circulaban delante
Juan Manuel y Alí en animada charla, seguidos de Estela, a quien acompañaba un
muchacho que ejercía de novio vacacional. Elías cerraba el cortejo, sujetando
por la cintura a Rosa, que no paraba de hablar para rescatarse a sí misma del
vértigo que el abismo le causaba:
-Aquí, hizo una película Frank Sinatra, que tuvo
mucho éxito en su momento y que se llamaba "El expreso de Von Ryan"
Imagina qué absurdo, este paisaje tan malagueño simulaba estar entre Suiza y
Alemania.
-Este lugar es espléndido -ensalzó Elías-;
merece una visita aunque hubiera que venir expresamente desde muy lejos.
-Le llaman el Caminito del Rey -informó Rosa-,
porque lo hicieron para que pasara Alfonso XIII cuando vino a inaugurar el
ferrocarril.
-Pues en vez de un camino para un rey -bromeó
Elías-, parece hecho para que lo recorran grandes atletas.
A pesar de que iba varios metros por delante,
Alí llevaba las antenas extendidas hacia atrás, pues comentó con voz sonora y
tono críptico:
-... ¡o para enamorados!
Elías apretó los labios sin responder, porque
sabía que la emoción podía delatarle. Rosa le miró con expresión algo amoscada
antes de afirmar:
-Tengo la sensación de que no simpatizas con mi
hijo.
Elías se estremeció.
-¿Por qué lo dices?
-Está clarísimo que te resistes como gato panza
arriba a hacerle el retrato, noto que le rehuyes como si te repugnara acercarte
a él y, cuando estamos comiendo, no respondes con un prodigio de cordialidad cada
vez que Alí te habla, y hay veces que hasta parece que no le escucharas, como
si le ignorases deliberadamente, igual que cuando una trata de que alguien note
que no te cae bien. Si te soy sincera, no me sienta bien cuando veo que lo
tratas con tanta antipatía.
-¿Eso parece?
-Pues la verdad que sí. Y si te soy sincera, no
comprendo la razón de tu hostilidad, porque se nota de lejos que Alí te admira,
que te venera... En cambio, tú... pareciera que creyeses que él es de lo peor
que hay. Mira, Elías, considero que mi hijo es bastante excepcional; tal como
están las cosas hoy día con los jóvenes, me parece una suerte que sea tan sano,
tan deportista... y en cuanto a los estudios, no es que lo diga yo por amor de
madre, es que lo demuestran las notas. Tienes que estar de acuerdo con que Alí
está por encima de la media.
-Estoy completamente de acuerdo.
-Entonces, trátalo un poco mejor, hombre, qué te
cuesta. No le rehuyas como si te rechinaran los dientes cuando se te acerca.
Ante la encendida defensa que Rosa estaba
haciendo de Alí, Elías se preguntó con un nudo en el pecho cuál sería su
actitud, como reaccionaría si conociera los sentimientos reales que reprimía
bajo los gestos fingidos de indiferencia. La situación era sorprendente,
prácticamente imposible. Rosa le estaba pidiendo, casi suplicándole, que fuera
más amable con Alí, mientras el alma le pedía a gritos ser absolutamente amable
con él.
Las vacaciones iban a acabar produciéndole un
nuevo amago de infarto a Elías. Las noches que Alí no permanecía hasta el
amanecer fuera, con sus amigos y novias ocasionales, invariablemente se sentaba
sobre la alfombra y le forzaba a acariciarle el pelo.
Siempre, después de la ducha y, a veces, también
de madrugada, cuando volvía de sus francachelas antes de lo acostumbrado,
fingiendo al principio una embriaguez que en seguida descubría Elías que era
falsa. En estas ocasiones, salía desinhibidamente del baño sin cubrirse con la
toalla, como si se tratara de un descuido producto de la falsa borrachera.
Actor experto al fin al cabo, Elías sabía reconocer los trucos de un mal
comediante, la falsedad de un tambaleo mal interpretado, un balbuceo que
desaparecía a la primera oportunidad de pronunciar una réplica coherente, unos
ojos entrecerrados que sabía que le estaban examinando con la atención de un
cazador. Al verlo llegar desnudo desde la ducha, Elías desviaba su mirada
aunque todos sus sentidos estaban maravillándose y dando gracias al cielo por
la perfección de escultura renacentista de alabastro, por la simetría
incuestionable de un cuerpo donde nada sobraba aparte de la hermosura. Resplandecía
como gotas de rocío amanecidas sobre pétalos de rosas de té, olía de lejos a
promesa de éxtasis y el movimiento de sus miembros sonaba a música cósmica. Jamás
se concedió mirar directamente el pene que Alí exhibía jactanciosamente, aunque
sospechaba Elías que, antes de salir del baño, se había acariciado para
magnificarlo. Los párpados entrecerrados de Alí en su simulación de embriaguez
no paraban de acechar un gesto que significase la rendición.
A pesar de tales escenificaciones, siempre sin
resultado, el joven eludía casi siempre volver a hablar de la conveniencia de
un encuentro sexual, porque veía la determinación con que Elías rechazaba tal
posibilidad. A veces, sin embargo, probaba argumentos nuevos:
-Creo que una persona de tus características y
las de mi padre, sumadas, sería el padre ideal.
-Tu padre ya es ideal tal como es.
-Pero quisiera que tuviese también muchas de las
cosas que tienes tú.
-Nadie es perfecto.
-Me gustaría abrazarte como si fueras mi padre.
Un abrazo no tiene importancia y creo que a ti te apetece.
-Deja esa monserga, por favor.
-Es que vamos a pasarnos toda la vida en este
plan, Elías. Si no superamos esta cuestión, va a haber siempre un obstáculo
entre nosotros.
-No tienes ninguna necesidad de eliminar ese
obstáculo. Yo soy una persona mayor, tan mayor como tu padre, y tú no me
necesitas para nada. No hay cabida para mí en tu futuro.
-¡Cómo te equivocas!
A esas alturas del verano, Elías había decidido
ya abandonar la casa al regreso. Estaba seguro de que Juan Manuel le daría un préstamo
respaldado por lo que le iban a pagar por los diecisiete cuadros que tenía apalabrados,
y podría alquilar un estudio donde no sufriera interferencias tan estremecedoras.
Elías llegó a una conclusión que no favorecía del
todo a sus anfitriones: El dinero no había sofisticado ni convertido en un
esnob a Juan Manuel, lo cual no estaba seguro de que fuese una desventaja.
Faltaban sólo dos días para el regreso a Madrid,
cuando su riquísimo amigo propuso lo más tópico que Elías podía imaginar: Cenar
y asistir al espectáculo en el casino, jugar luego un poco y pasar el resto de
la velada bailando. Dado que Estela sólo tenía diecisiete años y no le
permitían la entrada, su padre le dio licencia para programar la noche con sus
amigas, lo mismo que a Alí, para que su hermana no se sintiera postergada. Pero
contra lo que su padre esperaba, el joven exclamó:
-¡Estupendo!, iré con vosotros.
-¿Seguro que no prefieres ir a la discoteca con
tus amigos? -preguntó Juan Manuel, asombrado.
-Anoche me llevé un malrato -repuso Alí-. Uno de
ellos quiso que yo esnifara cocaína.
-¡Tú! -exclamó Juan Manuel, indignado-. ¿Quién
era el que tenía esa porquería, alguno de nuestros vecinos?
-No lo conoces, papá.
-¿Seguro? Mira que es un asunto muy grave y
tendría que hacer averiguaciones sobre ese chico. No vuelvas a verlo.
-No hace falta que me lo digas, papá. Sé muy
bien lo que tengo que hacer.
Elías sonrió. Juan Manuel no conocía
verdaderamente a su hijo. Intuía que la escena de la cocaína muy bien podía no
haber sucedido, ser un invento. La exhibición de virtud que estaba haciendo el
muchacho era fingida o exagerada deliberadamente, con un propósito que el
pintor intuía: su personalidad trepidante y su celosa independencia exigían que
confiasen ciegamente en él las dos únicas personas que tenían derecho a
controlarle. Ante sus padres, el chico resultaba demasiado perfecto para ser
natural. Repelente de tan perfecto.
Tras la cena y el espectáculo, Juan Manuel
perdió en el casino una cantidad que a Elías le pareció extravagante, lo mismo
que a Rosa, que le obligó a abandonar la mesa de baccará y se fueron los cuatro
a la sala de baile.
Elías contó los tragos que Alí bebió: cinco, lo
que no pareció inquietar a sus padres, aunque a él se le rompían todos los
esquemas, tanto los que había elaborado sobre la habilidad de Juan Manuel y
Rosa para educar a sus hijos como los que colocaban en un pedestal la
inteligencia y el rigor de Alí. Aunque la pareja parecía haber relajado los
controles por encontrarse en vacaciones, que un deportista de dieciocho años
bebiera cinco tragos largos de alcohol en una noche le parecía a Elías una
atrocidad que le causaba dolor. Sobre las cuatro y media de la madrugada, el
muchacho dijo:
-Estoy mareado. Creo que voy a vomitar. Elías,
¿me puedes acompañar al baño?
El pintor leyó en la mirada de Rosa el ruego de
que aceptara.
-¿Por qué coño has tenido que beber tanto?
-preguntó Elías cuando la puerta del baño se cerró tras ellos.
-No me regañes, cojones. Tengo una espina.
Elías apretó los labios y retrocedió para
abortar el abrazo con que Alí iba a envolverle.
-¿Como la de Machado? Recuerda lo que dijo el
poeta: si te arrancas la espina, no sentirás el corazón.
-Si tú me arrancas la espina, sentiré el corazón
mucho más que ahora.
-Eso es una estupidez que no piensas
verdaderamente.
Alí no respondió. Corrió hacia el excusado pasa
soltar lo que su joven y saludable cuerpo no estaba dispuesto a asimilar. Tras
enjuagarse la boca y refrescarse la cara en el lavabo, rogó:
-Vamos a la playa, Elías, por favor. La brisa
del mar acabará de despejarme.
El pintor se dejó llevar por los empujones
afectuosos del muchacho, que le colocaba sus fuertes manos en la cintura con un
asombroso y desconcertante aire de posesión. Bajaron a la zona hotelera del
edificio para salir a la estrecha playa. No había luna, pero el tranquilo y
rumoroso mar de Alborán reflejaba el firmamento como en un espejo,
duplicándolo.
-Ahora, ya es una cuestión de amor propio -dijo
Alí.
-¿El qué?
El joven forzó la presa con que sus manos
abarcaban la aún estrecha cintura de Elías, tratando de que sus cuerpos
entrasen en contacto, para que sintiera que su naturaleza se hallaba expectante
y dispuesta. Elías le dio un empujón suave y se alejó unos metros.
-¿Qué es lo que pretende tu amor propio, Alí?
-Que tengamos sexo de una vez, cojones. A estas
alturas, ha llegado el momento de ver quién de los dos puede más. Porque si
hubieras aceptado la primera vez que te lo propuse, habría sido un simple
trámite y, después, todo hubiera sido natural y tranquilo y hubiésemos pasado
página. Ahora, con tantas negativas, tantas huidas como si fueras un chica
calientapollas que en fondo quiere lo que finge no querer, el asunto ha llegado
a obsesionarme. Llevo cerca de dos semanas sin ganas de follar, cojones, porque
hacerlo contigo es una cuenta pendiente que me incapacita para todas las oportunidades
que me surgen a diario.
-Otras veces, cuando dices cosas tan absurdas
como ésas creo que estás loco. Ahora, sé que estás borracho.
-No, Elías, ya no estoy borracho. Mira.
De un salto, se colocó boca abajo y recorrió
haciendo el pino unos doce metros sobre la arena. Al volver a saltar para
recuperar la posición normal, cayó sobre el rebalaje, mojándose los zapatos y
el pantalón del smoking.
-¿Nos bañamos? -sugirió Alí.
-Haz lo que te apetezca. Yo no quiero bañarme
ahora.
-Coge el traje, para que no se ensucie en la
arena -pidió el muchacho mientras comenzaba a desnudarse.
Elías se obligó a mirar hacia otro lado cuando
se despojó del calzoncillo y movió las caderas para que fuese notorio el
péndulo endurecido. Alí buscó los ojos evasivos del pintor; como no encontró la
devolución de una mirada con la que hacía un último intento de conseguir un
asentimiento, frunció los labios y corrió a zambullirse. Elías volvió a mirarlo
sólo cuando escuchó el ruido de la zambullida y de sus brazadas vigorosas, que
le llevaron mar adentro hasta perderlo de vista.
-¡Alí, vuelve, por favor! –gritó Elías hacia la
oscuridad vacía, convertido de repente en un ciclón de dolor y arrepentimiento.
Echó a andar mar adentro, gritando el nombre de
Alí con la garganta rajada por el dolor y la desesperación. Transcurrieron los
minutos sin verlo regresar y el pintor se sentía impelido a avanzar mar
adentro, llegar hasta él empujado por los delfines, agarrarlo del pelo para
castigar su osadía de ángel que ignoraba el pecado, estrujar su determinación
de héroe mitológico que no conocía el miedo ni los convencionalismos, morder a
besos su boca para que no volviera a machacarle el alma con reproches por no
hacer lo que no podía hacer. Sus alaridos, progresivamente aterrorizados,
fueron oídos desde el hotel. Cundió la alarma y
pronto se llenó la playa de gente. Cuando varios de los empleados se
echaron al agua y consiguieron que Elías volviera a la seguridad de la arena, Rosa
lloraba y Juan Manuel no paró de reprocharle, con aspavientos que parecían
querer romperle la cara, haber consentido que su hijo hiciera una locura de esa
magnitud. Elías no fue capaz de decir lo que pensaba, que la personalidad de
Alí no encajaría en ninguna circunstancia un ruego que le hiciera cambiar de
idea. De ninguna idea.
Las tareas de salvamento, organizadas por la
Guardia civil y la Cruz Roja, comenzaron una hora y cuarto después de que Alí
se lanzara al agua. Recorrieron durante horas con las dos zodiacs la zona del
mar más próxima a la playa y sólo al amanecer acudió el helicóptero. Las horas
pasaban, el día avanzaba y una verdad se hizo evidente para todos: la búsqueda
era inútil.
Elías sentía deseos de morir, internarse mar
adentro como Alfonsina Storni, hasta donde cantan las caracolas, hasta la
profundidad donde el cuerpo adorado del ser más singular y prodigioso que
conociera en su vida había encontrado un sudario. ¿Por qué se había negado a
algo que, a fin de cuentas, no habría representado una ofensa verdadera a Juan
Manuel, puesto que el joven había insistido tanto? Si lo hubiera consentido, si
le hubiera permitido compartir el placer del arrebato que pudo ser un encuentro
sexual entre ambos, seguramente no habría encontrado la muerte en el mar, ni
siquiera habría sentido el impulso de nadar a esas horas hacia el abismo.
Había sido un estúpido. Eligiendo lo más
difícil, lo más supuestamente heroico, había optado mal, porque había
propiciado la muerte de Alí. ¿Cómo iba a poder librarse de esa culpa? ¿Era
comparable la magnitud de este pecado con el que habría representado insultar a
Juan Manuel mediante el goce erótico con su hijo? No, ahora era verdaderamente
culpable, ahora sí que se trataba de un hecho abominable, el peor error que
había cometido en su vida, puesto que no sólo había pecado de soberbia al
rechazar lo que tan generosamente se le ofrecía; también había pecado de
avaricia por querer salvaguardar una integridad que nada valía y, sobre todo,
había pecado de falta de caridad hacia los padres del muchacho y hacia él
mismo. El mar estaba derritiendo un prodigio, un ídolo destinado a asombrar al
mundo y él era el único responsable, ya que habría podido evitarlo con sólo
permitir que su mano materializara la caricia que ansiaba. Nunca podría
restablecerse de este dolor. Ahora, sí era verdaderamente culpable.
Dando por fracasada la búsqueda, los guardias y
los voluntarios de Cruz Roja recogieron los instrumentos. Perdieron de vista el
helicóptero sobre el acantilado y el matrimonio y Elías entraron pesarosamente
en el coche que les llevaría de vuelta a casa.
Cuando Rosa abrió la puerta, el teléfono estaba
sonando. Inmediatamente después de responder, dio un grito.
-¡Lo han encontrado!
-¿Vivo? -aulló Juan Manuel.
-No me han dado seguridad. El helicóptero lo ha
localizado mucho más lejos de lo que esperaban. Ahora lo llevan para el
hospital.
Volvieron a salir, acompañados de Estela, y Juan
Manuel condujo nerviosamente rumbo al centro sanitario.
-Está en reanimación -les informó el médico-.
Por un punto, una petaca.
Los cuatro montaron guardia ensimismada durante
cinco horas. Juan Manuel se había adormecido en un sofá de la sala de espera,
Estela dormía a pierna suelta y Rosa parecía estar en trance, con los ojos
enrojecidos pero sin reflejos en la mirada. Elías saltó cuando vio que el
médico se acercaba.
-Es un muchacho muy fuerte. Sobrevivirá. Tiene
que estar al menos veinticuatro horas en la UCI, pero el peligro ha pasado ya.
Fueron haciendo guardia en dos turnos, Juan
Manuel y su hija y Rosa y Elías, a la espera de que Alí recuperase el
conocimiento. Cuando ocurrió y la enfermera vino a avisarles, era medianoche,
los otros tres dormían y Elías prefirió no despertarles porque necesitaba
hablar sin testigos. Corrió hacia el cubículo lleno de aparatos y pantallas de
control. Una máscara de oxígeno cubría la mayor parte del hermoso rostro de
Alí; cuando el chico notó que se acercaba, tensó el elástico y alzó el plástico
para decir:
-Por poco.
-Perdóname, Alí.
-Perdóname tú por darte este disgusto.
-Sería un desgraciado el resto de mi vida si te
hubieras muerto.
-Te lo habrías ganado, por imbécil.
-Sí, estoy de acuerdo. ¿Qué tenías en la cabeza
cuando te alejaste tanto de la playa?
-Sólo quería impresionarte. De repente, me di
cuenta de que no me quedaban fuerzas para volver, y me limité a flotar, a la
espera de que ocurriera un prodigio.
-Todo lo tuyo es siempre un prodigio.
-¿Tú crees?
-Nunca en mi vida he estado más seguro de algo.
-¿Seguirás negándote a que nos libremos de la
barrera que el sexo pone entre nosotros? Di que sí, Elías, por favor, yo te
necesito entero, me desespera la mampara que pones cuando me acerco a ti.
¿Tendremos sexo una o varias veces, para que podamos ser amigos sin que temas
el deseo ni yo tema tu esquivez?
-Sí.
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