CUENTOS
DEL AMOR VIRIL. Luis Melero
MIOPE
-¿Roberto? Ven a presidencia.
Quieren hablar contigo.
Mientras colgaba el teléfono,
Roberto Serfaty advirtió un leve temblor en su mano. Iba a suceder lo que había
venido temiendo; era demasiado joven para el cargo y, finalmente, los directivos de la empresa
habían decidido volverse atrás de su propia decisión de tres meses antes. La
llamada de la secretaria del presidente no podía significar otra cosa. No había
dado la talla, su inexperiencia había prevalecido sobre su talento y
seguramente iban a destituirle o, peor, despedirlo. Por consiguiente, entró en
la sala de juntas con ademán resignado.
-Eres el más joven del equipo
directivo -dijo el presidente, en el centro de las miradas sarcásticas con que
escrutaban a Roberto los tres jefes de cuentas-. Y, además, el único soltero.
Conque se trataba de eso. Venezuela
era una sociedad condicionada por un machismo formal muy acentuado. Los hombres
venezolanos, que el tópico definía como exageradamente superdotados,
acostumbraban a vestir pantalones que señalasen sus atributos sexuales de modo
muy exhibicionista. Inmersos en ese culto a la virilidad militante, sus jefes
verían sospechosa su soltería aunque sólo contara veintiséis años, una soltería
agravada por el hecho de que -a pesar de poser buena apariencia- no se mostrara
conquistador con sus compañeras de trabajo ni se le conocieran amistades
íntimas femeninas. Había desechado vivir en España porque su familia, demasiado
apegada a las tradiciones sefarditas, intentaba obligarlo a casarse con una
prima lejana que vivía en Melilla y que ni siquiera había visto nunca. Y ahora,
se iba a encontrar con que sus jefes lo querían casado de todas formas.
-Eres el único al que podemos dar
este encargo -prosiguió el presidente.
Roberto sintió angustia que hizo lo posible
por que no aflorase a su expresión. Probablemente, iban a mandarlo otra vez a
la sucursal de Maracaibo –como el año anterior-, lo que de hecho sería una especie
de degradación, puesto que la agencia maracucha apenas tenía relevancia. Lo
habían hecho al principio, cuando recién llegado de Argentina con menos de cien
dólares en el bolsillo, habría trabajado hasta de picapedrero, por lo que
obtener el empleo de diseñador en la mayor agencia de publicidad de Venezuela
le pareció un milagro; pero dos semanas más tarde le ordenaron viajar a la
capital petrolera de la
Guajira venezolana; alojado en una habitación donde compartía
pensión con millares de cucarachas gigantescas, tuvo que trabajar afanosamente
para realizar la misión que le habían encomendado, diseñar veinte o treinta
anuncios insignificantes al día para el suplemento extraordinario de un
periódico local, dedicado a las fiestas de la virgen de Chiquinquirá. Catorce o
quince horas de trabajo diario, durante nueve días sin descanso, parecieron
ablandar a la directiva porque la dirección de Maracaibo estaba deslumbrada. Una
vez publicado el suplemento le llamaron de nuevo a la central de Caracas.
A los cuatro días del regreso, le
nombraron director de arte para un tercio de las cuentas de la empresa; a pesar
de su juventud y de que los otros dos directores de arte, un norteamericano y
un español, contaban ambos más de treinta años de edad. Roberto, graduado en
bellas artes durante las horas libres que le dejaba el trabajo en la tienda de
maletas de su padre, nunca había ejercido su título, puesto que a los veintidós
años, cediendo a un impulso, respondió la llamada de Sión y pasó más de dos
años en un kibbutz al norte de Jerusalén. Emigrado a Buenos Aires a punto de
cumplir los veinticinco, descubrió que bajo la dictadura militar no corrían
buenos aires para las judíos. Y en España, su padre trataba de casarlo con su
prima de tercer grado porque el padre era rico y él se había arruinado.
Emigró a Venezuela encandilado por
las exageraciones de dos de sus primos, emigrados tiempo atrás, quienes se
jactaban de cambiar de coche, de modelo norteamericano, cada seis meses. Llegó
a Caracas desconcertado, porque .había planeado olvidar la emigración y
regresar a España para siempre. Ahora que ya conocía de sobra la idiosincrasia
venezolana, idólatra del machismo formal, y le habían reprochado descaradamente
no estar casado todavía ni “arrejuntado”, resultaba que su soltería iba a
impedirle la escalada profesional.
Mientras reflexionaba, cayó en la
cuenta de que tanto el presidente como dos jefes de cuenta presentaban
expresiones muy irónicas.
-Como sabes, Buchanan's es nuestro
principal cliente -prosiguió el presidente-. A pesar de ser una empresa tan
grande, sigue siendo controlada por un solo hombre que, ahora, ha decidido que
su hijo tiene que aprender español y conocer de cerca cómo funcionan las
filiales sudamericanas, para ir preparándose para cuando le toque dirigir la
multinacional. El chico no habla una palabra de español y, al parecer, es
bastante apocado. El director de la filial caraqueña de Buchanan’s nos ha exigido
que busquemos a alguien que relacione al
muchacho con gente joven de la ciudad y le ayude a aprender la lengua. Tú eres
el único de nosotros que, por tu edad y por seguir soltero, está en condiciones
de hacerlo. Reconocemos que es abusivo, porque vas a tener gastos; pero no te
preocupes; la empresa te asignará una dieta importante durante seis meses.
¿Algún problema?
Sus temores habían sido despejados
de golpe, pero ¿a qué se iba a enfrentar?
Salvo el temor a meter la pata al
relacionarse con alguien que no sabía cómo le iba a caer, no tenía ningún
problema, todo lo contrario. Había entrado en la sala de juntas preparado para
el despido, y se encontraba con un aumento de ingresos para los próximos meses.
-De acuerdo. ¿Cuándo lo conoceré?
-Mañana. Adelanta hoy el trabajo
que puedas, porque mañana, que es viernes, tendrás el día libre. Ve pensando
cómo organizar el fin de semana y de qué modo puede conocer el muchacho a toda
la gente interesante que se te ocurra. .
Sentado en el pequeño despacho,
Roberto revisó de nuevo la agenda. La mayoría de los abultados
"briefings" que llegaban a su mesa tenían un rótulo con la palabra
"urgente", enormes sobres llenos de datos sobre las campañas que
tenía que crear. Esas urgencias habían sido postergadas para después del fin de
semana por el departamento de tráfico, respondiendo a una orden expresa de la
presidencia. Efectivamente, no tenía nada que hacer el viernes, pero el trabajo
de un creador permanece en su mente también en las horas libres; la
postergación no iba a servir para liberarle verdaderamente las siguientes
setenta y dos horas, con la agravante de tener que guiar a un desconocido que
no hablaba español y a quien le habían prohibido hablarle en inglés. Sombrío
panorama, que ennegrecía su ánimo.
Echó a un lado la agenda. También
le preocupaba no cumplir el encargo con
la eficacia que se esperaba de él, puesto que la mayoría de sus amigos no sólo
no estaban casados, sino que se movían en los ambientes gays, donde no podía
correr el riesgo de introducir al joven Buchanan. ¿Qué iba a hacer con él? Su
trabajo habitual exigía imaginación, pero ante este encargo de ahora se sentía
sin ideas. Sonó el teléfono, timbrazo que lo sobresaltó.
-Roberto, ha llegado el gringo -le
informó la recepcionista-. Me han dicho en presidencia que te ocupes de él. Te
lo mando para allá.
La muchacha hablaba con un tono que
sonaba burlón y le pareció oír una risita en el momento de colgar, por lo que
se dispuso para lo peor. El visitante llamó a la puerta un minuto más tarde;
Russel Buchanan carecía de edad; lo mismo podía tener veinte como treinta. El
pelo rubio, liso como si se lo hubieran planchado y almidonado, caía en cascada
a ambos lados de las sienes hasta taparle un tercio de la cara por ambos lados.
Pero no era esa cortina de pelo descolorido lo más sobresaliente, sino los
quevedos de cristales tan gruesos que, actuando como lupas, apenas dejaban
verle los ojos. En vez de sonreír, sus labios parecían crispados por el dolor
de una úlcera de estómago. Las mejillas se hundían tanto, que le proporcionaban
un aire exótico de indio americano desnutrido. Aunque la de su padre era una de
las mayores fortunas del mundo, su ropa parecía adquirida en un almacén de
caridad de una ONG. Tan ancha y descolgada, que no era posible calcular los
volúmenes de su cuerpo.
Roberto le ofreció la mano, que el
norteamericano estrechó con fuerza inesperada, como si estuviera muy asustado y
necesitase un asidero.
-Vamos- le dijo en español y, al
recordar que no le entendía, estuvo tentado de hablarle en ingles, pero se
contuvo a tiempo y señaló con la mano la salida.
Para acabar de ensombrecer su
ánimo, hicieron el recorrido por los pasillos de la agencia entre sonoras
sonrisas de burla. Roberto era consciente de que sus compañeros le compadecían.
Cuando iban a salir del edificio, entraba Jota Fischer, el director de arte
austriaco a quien había sustituido.
-Hola, Roberto -le saludó-. Me alegra
encontrarte, porque venía pensando en cómo hablar contigo sin que lo supieran
en la empresa. Voy a recoger unos cheques que no había podido venir a busca
antes. Saldré en pocos minutos. ¿Por qué no me esperas en la cafetería?
La cita le dio a Roberto una
moratoria para abordar el fin de semana que no sabía cómo organizar. Russel
Buchanan le miraba con la misma distante y misteriosa expresión de miedo del
comienzo, un miedo, o recelo, impropio del heredero de una fortuna que sumaba millares
de millones de dólares, alguien que, por lógica, debía ser un gringo frío y
dominante, seguro, avasallador,
acostumbrado a que cualquier subordinado tan poco importante como
Roberto Serfaty le hiciera reverencias. Resultaba muy poco agraciado tras la
cortina entreabierta de la melena y los ojos minimizados por el cristal de las
gafas. Todavía no había sonreído en ningún momento, a pesar de que Roberto le dedicaba
sonrisas constantes tratando de romper el hielo. El desaliento creciente hizo
temer a Roberto que iba a pasarlo muy mal los próximos seis meses.
Fischer acudió diez minutos más
tarde. Roberto le presentó a Russel, advirtiéndole que no hablaba español. El austriaco y el norteamericano cruzaron
varias frases corteses en inglés y, cuando Fischer se convenció de que, en
efecto, no entendía el español, le dijo a Roberto:
-La razón por la que quería
hablarte es la siguiente: Un socio de mi padre y yo estamos poniendo en marcha
una nueva agencia de publicidad. Va a ser un bombazo, porque tenemos
comprometidas cuentas que te sorprenderían. Te propongo que seas nuestro
director de arte.
-No comprendo. Arriba dicen que tú
eres un director de arte muy bueno.
-Mas o menos. La cuestión es que,
como comprenderás, yo no voy a hacer dirección de arte en mi agencia; ahora
estoy completamente dedicado a la captación de cuentas a través de las
relaciones de mi padre. Necesitamos un creativo gráfico de primera fila, y por
lo que se comenta, creo que tú darías la talla. ¿Cuánto ganas ahora?
Roberto reflexionó. No llevaba el
tiempo suficiente en publicidad para conocer a fondo el medio, pero empezaba a
descubrir lo mucho que abundaban las puñaladas por la espalda, las zancadillas
y los codazos en la competencia por determinadas cuentas. Seguro que algunas de
las que, según Fischer, iban a sorprenderle, figuraban entre las que
actualmente manejaba; esa debía de ser la razón principal de su interés por
contratarle.
-Tu propuesta es completamente
inesperada, Jota. Como comprenderás, necesito tiempo para pensármela.
-¿Por qué no te lo piensas este fin
de semana en el yate de mi padre?
-Lo siento, Jota -respondió
Roberto, señalando a Russel-. Tengo que hacer de guía de este... fulano.
-Ven con él.
Roberto reflexionó unos minutos.
Existía el riesgo de que Russel hablara más de la cuenta y ello podía ponerle en
evidencia ante la dirección. Por otro lado, la invitación de Fischer
representaría la solución espléndida para un fin de semana que todavía no había
conseguido programar.
-Escucha, Jota. Me interesa tu
invitación, pero sin que ello signifique que tenga que sentirme comprometido
con tu propuesta, que, como comprenderás tengo que estudiar. Necesitaría dos
cosas.
-¿Cuáles?
-Este... muchacho es hijo de los
Buchanan -Russel les miró a los dos al notar que hablaba de él; Roberto le
encontró aspecto de extraterrestre-. Lo ha mandado su padre a aprender español
y la empresa me ha ordenado servirle poco menos que de alcahuete. Si me
prometes que no vas a hablar en inglés delante de él de esa agencia publicitaria
que estás organizando, no hablas de ninguna manera de mi sexualidad y no mencionas que necesitas un director de
arte, aceptaré la invitación.
-De acuerdo. Salimos para
Chichiriviche antes del almuerzo. ¿Quieres venir en mi carro o vais en el tuyo?
-Mejor, explícame cómo llegar al
embarcadero. Prefiero ir con mi coche, por si surge algo inesperado.
Roberto tuvo dificultades para
encontrar no sólo el pantalán, sino el pueblo. La carretera que conducía de
Valencia a Chichiriviche a través de la selva colgada de una ladera casi
vertical y difuminada por la niebla tropical, era como un pasadizo a través de
un sueño en el que todo destino parecía imposible de alcanzar. Sonaban cantos
de pájaros desconocidos, los árboles impedían contemplar el cielo, y la niebla
se convertía en ciertos tramos en una especie de cabellera fantasmagórica.
Aunque sugestivo y hermosísimo, el paisaje parecía irreal, tan inquietante como
conducir en silencio junto a una persona con quien podría entenderse en inglés,
pero le habían exigido negar que lo hablaba y estaba obligado al esfuerzo
agotador de ir explicándole -por señas y con palmaditas en el muslo y en el
hombro-, los rudimentos de la lengua española; esfuerzo que había abandonado a
los pocos kilómetros de salir de Caracas.
Además, Russel se comportaba como
un autómata, nunca sonreía y miraba taciturno por la ventanilla, en vez de por
el parabrisas, obligando a Roberto a preguntarse si a través de los increíbles
cristales de sus gafas vería verdaderamente lo que parecía contemplar, porque
nunca giraba el cuello, como si nada le llamase la atención. Era, sin duda, un
sujeto extraño, que no conseguía encajar con la imagen de un joven millonario
norteamericano. Roberto se reprochó que, tal vez, estaba muy influído por las
películas; en Estados Unidos habría todo tipo de gente, como en cualquier otro
país, pero Russel, ciertamente, escapaba a toda clasificación. Ensimismado, con
expresión insondable, causaba el mismo efecto que un retrasado mental o un
fascineroso temible, obligándole a un estado de guardia permanente por temor a
reacciones imprevisibles. Menuda vaina le habían colado.
Fischer les acogió calurosamente.
Saludó en inglés a Russel y después le dijo a Roberto:
-Ya están todos esperándonos en la
casa. Oye, aguantar a este fulano debe de ser como una tortura china; ¿es que
la empresa ha perdido una cuenta por tu culpa y te castigan? -murmuró esto
último tras una sonrisa irónica y añadió sin transición: -Vamos un momento a
dejar el equipaje, antes de ir con el yate a Cayo Borracho.
Condujo la motora por el laberinto
de canales bordeados de manglares. Cada vez que giraban para entrar en un nuevo
canal, el ruído espantaba a las aves, principalmente loros de color rojo, que
emprendían el vuelo en bandadas numerosísimas y tan coloridas, que Russel las
seguía con la mirada, embobado, completamente desentendido de sus acompañantes
y componiendo con los labios una expresión ensimismada. Roberto advirtió que
Fischer no conseguía disimular, como los compañeros de la empresa, el sarcasmo
de su sonrisa; evidentemente, le compadecía por su misión.
La primera sorpresa llegó cuando
Russel se quitó la camisa, ya en la cubierta del yate y tras abandonar la casa
flotante.
El joven Buchanan había cumplido
sobradamente la exigencia de las universidades norteamericanas de que sus alumnos
practicasen deporte. Su piel rubicunda y moteada de pecas se tensaba sobre unos
músculos que parecían de arcilla y como si se los hubieran pegado uno a uno, ya
que hasta los más pequeños y recónditos eran reconocibles; vuelto de espaldas a
Roberto, éste se admiró de poder contar las fibras musculares de su espalda.
La segunda sorpresa, fue verle sin
gafas. La tremenda miopía le hacía bizquear un poco, pero los ojos, muy grandes
y muy azules, tenían su aquél.
La tercera sorpresa fue que Russel
se quitó con naturalidad el pantalón y el calzoncillo delante de los ocupantes
del yate, siete mujeres y cuatro hombres. Roberto observó que sólo a él le daba
la espalda y la pregunta del porqué se la contestó a sí mismo; sentía vergüenza
de mostrarle sus genitales precisamente a él, únicamente a él. A continuación, Russel se puso un slip de
competición, y entonces sí, se volvió de frente para hablarle en inglés.
Roberto continuó la comedia, pidiéndole a Fischer que le tradujera.
-Dice que necesita que nades siempre
delante de él, sin alejarte; que apenas ve sin gafas y debes guiarle.
Roberto notó que Russel prestaba
mucha atención, como si quisiera asegurarse de que su mensaje era transmitido
correctamente, lo cual, al ignorar del todo el español, reforzaba la impresión
de estupidez que transmitía. Roberto le escrutaba en busca de algo en él que le
resultase agradable, para que la perspectiva de los próximos seis meses
pareciera más llevadera, pero no conseguía encontrarlo. Las cejas de Russel ,
tan rubias, apenas eran perceptibles tras el brillo metálico de la montura de
sus gafas, lo que le dotaba de una expresión alucinada, que le hizo pensar en
esos maestros despistados que son objeto de las bromas de sus alumnos. "¿Qué he hecho yo para merecer esto?',
pensó Roberto.
Fondearon a casi quinientos metros
de la isla coralina que llamaban Cayo Borracho, porque alrededor de ella el
arrecife de coral llegaba hasta la superficie del mar. En la barca neumática
sólo cabían seis, de modo que había que dar dos viajes.
-Creo que nosotros podemos llegar
nadando -le dijo Roberto a Fischer.
-Poneos las chapaletas, con ellas
avanzaréis más rápido y os cansaréis mucho menos. Pero tienes que ir con
atención para no rozar los corales, porque producen heridas que escuecen mucho
y tardan en curarse. Por ese lado -Fischer señaló hacia la derecha-, hay un
pasadizo a través del coral, que forma una ese y que conduce con seguridad a la
playa. Es un camino directo en el que no podéis perderos. Os va a encantar: a
mitad del trayecto, hay una especie de ensenada submarina que es maravillosa.
A continuación, Fischer repitió el
parlamento en inglés, mientras Roberto fingía no entender.
Cuando se bajó el calzoncillo, cayó
en la cuenta de que Russel miraba fijamente sus genitales, lo que le produjo
tensión.
-Oh, estás circuncidado –excamó
Russel- . Me habían dicho que nadie está circuncidado en estos países.
Lo había dicho en inglés. Roberto
estuvo a punto de declarar que era judío, pero cayó en la cuenta de que debía
fingir ignorancia del inglés. Se subió el bañador apresuradamente y continuó
preparándose. Se calzó las aletas, se
enfundó las gafas y el tubo de submarinismo y se lanzó al agua, seguido de
Russel, que había mimetizado todos sus actos en la misma secuencia, como si
fuera un chimpancé. Su inquisidora mirada miope resultaba molesta.
Mientras nadaban, Roberto notó que
el norteamericano tocaba sus aletas cada dos o tres brazadas. Desprovisto de
los quevedos, el pobre, tenía que avanzar casi a tientas a pesar de que su
estilo nadador era formidable. Tras cubrir dos tercios del recorrido,
alcanzaron la ensenada que Fischer les había anunciado. Roberto se detuvo,
extasiado. El espacio abierto entre bosques de coral blanco y sobre la arena
coralina del fondo, también blanca, era un gigantesco acuario que contenía una
infinidad de peces de todos los colores que, sorprendentemente, no huían de
ellos, acostumbrados a que nadie fuese a pescar en lo que parecía un jardín del
paraíso. Resultaba placentero nadar entre bandadas de peces que, además de ser
tan hermosos, parecían mostrar curiosidad en vez de temor por los visitantes.
Russel evolucionaba arriba y abajo,
como si intentara enfocar bien lo que Roberto miraba con tanta
delectacioón. Producía algo de compasión observar su expresión
desvalida, como si a pesar de su gran
fortaleza física fuese un Hércules destronado. De vez en cuando, se acercaba a Roberto y le rozaba, como si
tratara de confirmar que seguía en el mismo lugar.
Roberto cayó en la cuenta de un
efecto sorprendente. Las bandadas de peces se habían acostumbrado a Ruseel y
sus evoluciones, y lo seguían como si fuesen una especie de cohorte. Entre sus
chillones colores, la piel pálida del norteamericano debía de parecer tan
anodina e inofensiva como un macizo de los abundantes corales. O era un brujo
ciego, o había enamorado a los peces.
Pero la atención de Roberto fue
atraída por otros peces. Dos meses antes, había pasado un fin de semana en
Chirimena, al oriente de Caracas, invitado por un compañero de la agencia, que
practicaba el submarinismo como un profesional. Cada vez que Roberto le decía
que le apetecía comer langosta, le respondía: “No te preocupes, iré el sábado a
Chirimena y te traeré unas cuantas”
Allí, Roberto tuvo oportunidad de
conocer la ferocidad de las barracudas en las heridas de un buceador que
sacaron del agua entre dos nadadores; el mordisco de una le había dejado la
carne del muslo colgando como una media caída. Después supo que habían tenido
que recoserle en el hospital hasta doscientos cincuenta puntos.
Y ahora, justo en el pasillo por
donde debían continuar nadando hacia la playa, había cinco barracudas que,
vistas tras el cristal de aumento del agua, parecían medir más de metro y
medio, pero que sin duda medían, al menos, más de un metro, con bocas tan grandes
como las de perros pastores alemanes. ¿Qué hacer, regresar al yate? El grupo se
encontraría ya en la playa; iban a tener que obligarles a realizar un nuevo
viaje de ida y vuelta con la lancha, si es que conseguían que les vieran a casi
medio kilómetro de distancia. No sabía qué determinación adoptar. Quiso que
Russel tomase también conciencia de lo que pasaba y poder así llegar a una
decisión entre los dos; le tocó en el hombro, señalando hacia las barracudas.
Russel miró en la dirección indicada y, sin vacilar, nadó suavemente hacia el
pasadizo, moviendo sólo las aletas. Roberto pensó que, contra su primera
impresión de esa mañana, el sujeto tenía carácter; era muy valiente, haciendo
honor a una estimable musculatura de universitario gringo.
Menos mal que tenía algo admirable.
Sorprendentemente, resultaba que Russel era un tío con un par de cojones y él
no podía ser menos. Sobrecogido de miedo, nadó tras su estela, intentando al
desplazarse no producir ni una burbuja. Observó aterrorizado a las cinco barracudas,
que se mostraron indiferentes; estaban más interesadas por la abundante caza
que había disponible en la ensenada que por ellos, de modo que incluso
parecieron echarse levemente a un lado para que pasasen con comodidad.
Llegaron pronto a la playa, de la
que sólo les separaban ya poco más de cien metros. Dominado todavía por la
emoción, Roberto olvidó el compromiso a que había llegado con sus jefes y le
habló a Russel en inglés:
-Eres muy valiente para haber
pasado con tanta sangre fría entre las barracudas.
-¿Hablas inglés? -preguntó Russel
con tono de reproche
-Sólo por un momento. Me he
comprometido a hablarte sólo en español. ¿Cómo le has echado tanto valor a las
barracudas?
-¿Qué barracudas?
-Las que había en el pasadizo entre
los corales cuando te toqué el hombro.
-¿Barracudas? No las vi. Yo creí
que me indicabas que siguiéramos nuestro camino.
Resultaba que el único corajudo
había sido Roberto. De nuevo, la escultura de músculos excepcionalmente bien
definidos pero de edad indefible que tenía delante, le parecía un sujeto
insulso, carente de interés y molesto por obligarle a renunciar a su vida
social habitual.
Cuatro meses más tarde, Russel
hablaba español aceptablemente. Cuatro meses durante los que la incomodidad de
Roberto había llegado al máximo soportable. Monopolizado por Russel, había
tenido que dejar de tratar con los pocos amigos gays que tenía en Caracas y no
había podido intimar todavía con nadie, por lo que ya comenzaba a pesarle el
celibato forzoso.
Después de una cena en la que le
había dado a Russel todo el palique posible, para constatar que podía
defenderse bien en español, decidió que había llegado la hora de decirles a sus
jefes que había cumplido la misión y pedirles que le liberaran del compromiso.
No pudo decírselo personalmente al presidente, sino al único de los consejeros
con quien tenía trato por ser jefe de cuentas. Éste le respondió que no podía
tomar una decisión sobre el adelanto de dos meses del fin del compromiso, y que
esperase un par a de días a que el presidente diera su respuesta.
Esa noche, a las diez y media, sonó
el timbre de la puerta.
-¿Por qué quieres dejar de ser mi
amigo? -preguntó Russel sin saludarle.
-¿Cómo has averiguado mi dirección?
-Siempre la he sabido. Me la dio tu
jefe en cuanto llegué a Caracas, por si necesitaba venir a buscarte. ¿Por qué
te molesta que salgamos juntos?
-Yo... -Roberto se sintió culpable.
-Te habías comprometido a
presentarme a tus amigos, y sólo me has presentado a Jota Fischer y dos
compañeros de trabajo. Supuestamente, ibas a ayudarme a conocer Venezuela, y
sólo me has enseñado la casa de Bolívar, el Centro Comercial Chacaíto, los
manglares de Chichiriviche y los restaurantes donde te invito a cenar. Sé que
te pagan por ello, pero yo creía que eras amigo mío y te gustaba hacerme de
guía. Ahora resulta que no quieres ayudarme ni siquiera por dinero. ¿Por qué?
Roberto sintió pavor. Al día
siguiente, tendría problemas en la empresa.
-Con tantas salidas nocturnas, no
estoy realizando bien mi trabajo, Russel. Mira, tengo sólo veinteséis años y
temo que el cargo me venga un poco largo. Me preocupa no dar la talla.
-Tu jefe dice que eres un creativo
fuera de serie.
-¡Ah!, ¿sí?
-Claro. Por eso te eligió para ser
mi amigo. No iba a encargárselo a un mediocre.
Ahora sí. Ahora se mostraba Russel
tal como había supuesto al principio que le correspondía ser, un petulante y
engreído millonario norteamericano, para quien la idea de relacionarse con un
empleado de medio pelo era inaceptable.
-Tal vez no sea mediocre, pero soy
un empleado medio, Russel; mis ingresos son modestos, y mis amistades se
encuadran en la misma circunstancia. Jota Fischer podría relacionarte mejor que
yo con gente de tu nivel.
-Vas a ser un empleado medio muy
poco tiempo. Tengo la intención de que seas director creativo antes de un año.
-Escucha, Russel, no te metas en
mis cosas, por favor. No intervengas, porque a la larga podrías perjudicarme.
-No se trata de un capricho mío,
Roberto. Fue tu jefe el que me habló de esa posibilidad. Yo solamente tengo la
intención de darle el último empujón. Pero no quiero que te sientas obligado
por ello. Lo que quiero es saber en qué te he molestado.
Enojado, resultaba menos anodino.
-En... nada -Roberto contempló la
mirada miope que, a través de dos culos de vaso, trataba de escrutarle-.
Siéntate un momento y bebe lo que quieras. Voy a hacer unas llamadas, ¿de
acuerdo?
Tras intentarlo con varios otros,
habló por teléfono con Manú, cuya pareja, Renato Rossi, tenía mucho éxito en el
teatro. Si bien no estaba relacionado con la élite del Country Club, se trataba
con la gente más famosa de la farándula caraqueña. Hablando rápido para que a
Russel le costase entenderle, le explicó el problema pidiéndole que le
presentase alguna chica que le pudiera deslumbrar. Manú le aseguró que Renato lo
haría, que precisamente la última Miss Venezuela acababa de romper con su novio
y no pondría reparos.
Tras colgar el auricular, Roberto
se sintió desconcertado por la mirada anhelante de Russel. Parecía esperar que
le abriera la puerta de un cielo en el que él, gracias a sus millones y su
poder, entraría por sí mismo sin dificultad.
-Bien, Russel. Mañana te presentaré
a una de las mujeres más bellas del país. Lo demás depende de ti.
-¿Para qué?
-No comprendo.
-¿Para qué me vas a presentar a esa
Miss Venezuela?
-¿No es eso lo que deseas, que te
busque diversión?
-No has entendido nada.
-¿Qué quieres decir?
-En los Estados Unidos, podría
tener aventuras con cientos de mujeres seguramente más guapas que esa que
quieres presentarme. He venido a buscar otra cosa.
-¿A buscar otra cosa? Yo creía que
habías venido a aprender español.
-Sí. Eso es lo que mi padre quiere.
Pero yo quiero más.
El desconcierto dominó ya
completamente a Roberto. Repentinamente, había resolución y firmeza en una
expresión que siempre le había parecido bobalicona. Russel escondía algo.
-¿Qué es, exactamente, lo que
quieres?
Sin responder, Russel se alzó del
sofá, se quitó las gafas, que colocó en la mesilla, permitiendo que la catarata
de sus pupilas azules inundara la habitación. Con una sola mano, tal como
hacían los atletas norteamericanos en las películas, se despojó de la camiseta.
Cruzó los brazos y miró hacia Roberto, aunque era evidente que apenas podía
distinguirlo a la distancia de tres metros donde se encontraba; el ligero estrabismo
de su mirada miope embellecía más que afear sus enormes ojos azules, que le
recordaron a Roberto los de Marilyn Monroe. La luz de la lámpara de pie le
iluminaba de lado, luz que resaltaba mejor que el sol de Chichiriviche la
perfección escultural de sus formas. Permaneció unos minutos con los brazos
cruzados, tensando los hombros como si quisiera ser contemplado y valorado a
placer. A continuación, se aflojó el cinturón y bajó los pantalones. El
elástico calzoncillo de Calvin Klein revelaba muy expresivamente su erección.
Con estupor, Roberto vio que también se quitaba el canzoncillo, para liberar lo
que no le había permitido contemplar en el yate de Fischer. Dado su tamaño, el
pene no podía mantenerse erguido del todo hasta la vertical.
-¿Mis nueve pulgadas y media son
insuficientes para ti? -preguntó Russel.
Roberto miró hacia los labios que
le hacían la pregunta. Nunca los había visto esbozar más que una leve sonrisa.
Ahora reían relajadamente, exhibiendo una dentadura de anuncio sin rastro de
petulancia, súbitamente seductor. Russel se recogió la cortina rubia de su pelo
hacia atrás con un coletero de goma que extrajo del bolsillo del pantalón.
Roberto contempló el rostro sereno, de repente imperativo y exigente, como si
nunca lo hubiera visto antes. ¿Cómo podía parecer habitualmente tan repelente
alguien tan hermoso?
-Jamás hubiera imaginado que
tú...-murmuró Roberto.
-Pues he hecho lo imposible porque
te dieras cuenta de cuánto me gustas.
-Entonces, ¿esto es lo que has
venido a buscar a Venezuela?
-No, Roberto, no exactamente. Tú
eres un descubrimiento inesperado. La gente de Georgia es la más puritana que
puedas imaginar. Tuve dos parejas en la universidad, en el tercer curso y en el
quinto, y mi padre se enteró. La razón verdadera por la que quiso que pasara
unos meses en el extranjero es que creyó que encontraría una sudamericana que
me "curase", entre comillas. Por mi parte, lo que yo supuse que
sacaría de su decisión de quitarme de enmedio era mayor libertad, una libertad
que resultaba imposible para mí en Atlanta, por la vigilancia que él organizó a
mi alrededor. Llegué a Venezuela dispuesto a correrme la juerga gay padre,
hartarme de polvos tropicales, pero no contaba contigo. Al abrirme la puerta de
tu despacho, fue como si me hubieras dado un pellizco en el corazón. Presentí
desde el primer momento que eras gay, y luego lo constaté, cuando observé lo
poco que te relacionas con muchachas, siendo como eres uno de los tíos más
sexys que conozco. Me enamoré de ti a las dos semanas de estar juntos, pero
noté que yo no te gustaba. ¿Te gusto ahora?
Roberto comprendió que había sido,
en realidad, el más miope de los dos. En una cosa se ajustaba Russel al tópico
del millonario norteamericano. Iba derecho al grano.
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