Este cuento pertenece a una colección que estoy escribiendo:
Una
historia mítica de Málaga
EL TEMPLO DEL CATACLISMO
Luis Melero
Antes de disponerse a dar por cumplido
el mandato, miró hacia abajo, en la dirección del Sol alto que brillaba como el
fuego de invierno encima de la lejana agua infinita. Llevaba muchos soles
habitando con los demás un repecho del terreno, cerca del templo, y cuando
llegaron harían lo menos cinco o seis soles según creía recordar, el paisaje
descendente era completamente blanco hasta fundirse a lo lejos con aquel temible
dios formado por agua, que los viejos afirmaban que no se podía beber.
Aunque todavía
faltaba mucho tiempo para la cálida temporada de las frutas, ahora podía ver
grandes retazos de tierra que habían ido aflorando durante el anterior sol
caliente en buena parte del panorama cercano al agua, en cuyas inmediaciones
comenzaba poco a poco a emerger algún verdor. Y la antaño lejanísima línea del agua
infinita, iba acercándose cada amanecer un poco más.
Por mucho que le
aterrorizara cumplir la última etapa del mandato del chamán, debía acatarlo
cuanto antes. Purificarse para poder seguir viviendo y conseguir mirar a los
otros a la cara. Dejar de una vez de andar encorvado, ocultando el rostro. Lo
había ido postergando y el paso de las lunas aumentaba y agriaba los reproches
de toda la tribu. Hasta las hembras que lo habían cuidado de niño le negaban
sus ojos. Temía que si lo retrasaba más,
la ascendente línea del agua infinita acabase por engullir la tierra que
pisaba ahora y que invadiera en oleadas impetuosas las intrincadas salas del
Templo del Cataclismo.
Miró la entrada, tan
irresoluto como siempre. Sabía que, detrás de él, todos estaban observándolo
desde recatados escondites. Presentía su presencia y, en algunos momentos,
hasta llegaba a oír leves rumores de sus voces, aunque no pudiera verlos.
Seguro que todos los machos estaban convencidos de que nunca se arrastraría por
la boca tenebrosa del templo. Las hembras, simplemente le compadecerían entre
burla y burla. Cuando estaban en grupo, los adultos eran crueles y despiadados
en sus juicios, sobre todo al valorar o desmerecer a un joven como él, que sólo
había cumplido nueve soles. Los veteranos de catorce soles y los ancianos de
veinticinco, estarían mofándose y hasta serían capaces de señalar algún temblor
en los músculos de su espalda.
Frente a las demás
etapas de la penitencia no había presentado tanta irresolución. Terror, en
realidad, era lo que ahora mismo sentía.
Recordaba, sobre
todo, la etapa anterior. Un templo al que llamaban “del Tesoro”, que carecía de
las horribles, amenazadoras y terroríficas piedras colgantes que tanto
abundaban en el del Cataclismo, según aseguraban. El Templo del Tesoro lo
llamaban así por las numerosas conchas de colores que encontraban por doquier y
que eran las galas que más apreciaban, porque con dos de ellas, si eran lo bastante
hermosas, podían comprar el favor de cualquier hembra, incluida la que había
ocasionado el pecado que le obligaban a expiar con la peregrinación que hoy
podría acabar, si es que conseguía reunir el coraje indispensable y se atrevía
a internarse en las entrañas laberínticas del Templo del Cataclismo.
En el Templo del
Tesoro no había piedras colgantes ni cuchillos
emergiendo del suelo. Ni monstruos agazapados por doquier. Las paredes
eran onduladas, mórbidas y amables como pecho de hembra y, en lo más profundo,
la luz de las antorchas no desvelaba ninguna amenaza… según lo que todos y
todas le habían aseverado: que prácticamente no debía temer nada en el Templo
del Tesoro. Sus anfractuosidades y
revueltas eran suaves, como si hubieran sido talladas por las caricias de los
dioses. En cambio, cuantos habían visitado alguna vez el Templo del Cataclismo
hablaban con espanto de los malvados espíritus que habitaban todas sus sombras,
detrás de cada uno de los afilados cuchillos pétreos.
De vez en cuando, soñaba
con el día que se trastornó entre los brazos de aquella hembra que casi no
tenía pelo. Hasta el sueño le producía temblores, por el temor de que el chamán
leyera sus ensoñaciones y aumentase la condena al sorprenderlo en el nuevo
sacrilegio, en vez de que alguno se lo contara, como debían de haber hecho en
realidad. Lo había cometido recostados ambos en un lecho de flores de aulaga
entre aromas divinos y la música del viento y, aunque ella apretaba a veces los
labios porque la lanza era mayor que la de sus congéneres, no se quejó en
ningún momento de manera audible. Había sido un día mucho más cálido de lo
habitual, y yacieron largamente bajo la sombra de un árbol lleno de frutos
morados. Bandadas de pájaros llegaban procedentes de la dirección del agua infinita
y tuvo la visión de que sonreían al descubrirles.
Cómo pudo el chaman
averiguarlo era para él un misterio, pero estaba seguro de que la hembra no lo
había delatado, porque había visto sus ojos revueltos hacia el aire y tuvo que
contener sus convulsiones con un fuerte abrazo, y al despedirse, había
descubierto en sus ojos el deseo de que se repitiera. ¿Quién les había espiado?
Tuvo que ser un hembra ociosa y chismosa la que aireara su culpa. Una culpa por
la que ahora se iba a encontrar en medio de las mayores amenazas que podía
encontrar en cualquier territorio equidistante del mundo de los dioses y el
humano.
Había tenido sólo un
sobresalto en el Templo del Tesoro, cuando creía hallarse ya muy cerca de la
morada de la diosa. Al doblar un recodo particularmente abrupto, sintió la
aplastante presencia como una montaña que le cayera sobre la cabeza. En el
primer instante, algo que podía ser un cuerpo. Y no sólo la sintió, como
sentían todos en el poblado la cercanía de otras vidas, sino que, a continuación,
fue rozado al acercarse mucho aquello a donde él estaba. Era caliente, muy
caliente, pero el frío en su propio interior creció hasta lo insoportable. Notó
las guedejas embarradas del pelo de la piel y el aliento pestilente, que
alcanzaba sus mejillas como si fuera el soplo de los espíritus de las profundidades.
Pero eso no era un espíritu. Se trataba de un cuerpo verdadero, material. Podía
oír la respiración y oler el hedor. Ocurría una cosa demasiado incomprensible;
notaba la presencia, era real porque notaba tanto su contacto como el
pestilente aliento, pero cuando era él quien alargaba la mano para tocarlo,
solamente hallaba el vacío. Nada, no había nada material para sus manos, aunque
todas sus alarmas de cazador estaban gritando.
Temeroso, dio sin
embargo un paso hacia aquella cosa. La experiencia tanto como el chamán le
habían mostrado el camino para vencer el espanto: afrontarlo. Y en aquella
circunstancia, consideró que el mejor modo de vencer un terror que se
alimentaba vorazmente de su perplejidad, era entrar en contacto con aquello y,
si fuese necesario, luchar hasta vencerlo.
Pero en las lóbregas profundidades
por donde trató de avanzar a pesar del temblor de sus piernas, halló solamente
la nada. Comenzó a oír lejano el soplo y el rumor de una corriente de agua, lo
que significaba que su meta se hallaba cerca. En esencia, estaba pisando ya el
territorio sagrado de la diosa. ¿Por qué se mofaba de él, de su flaqueza,
enviándole la terrorífica presencia? Que era real, material y, por consiguiente,
temible por su fiereza evidente, pero ¿por qué no conseguía tocarla? ¿Había
dotado la diosa de invulnerabilidad al monstruo? ¿No había en su mano ni en su
voluntad nada que pudiera hacer?
Aunque agitaba su
pecho la urgencia de cumplir el homenaje a la diosa y abandonar el templo
cuanto antes, tuvo el convencimiento de que se había quedado paralítico. Le
resultaba imposible levantar el pie, siquiera levemente, a fin de dar un corto
paso. Nada, ningún esfuerzo bastaba para triunfar en su intento. Los pies se
habían adherido a una especie de limo con textura de grasa de mamut y la
presencia peluda de aliento pestilente volvía a rozarlo. Y poco a poco se dio
cuenta de que no era la única presencia; otros seres chapoteaban despacio en el
limo y no era capaz de calcular su número. ¿La guardia privada de la diosa? ¿El
escollo que estaba obligado a superar?
A pesar de la
parálisis, sintió deseos imperiosos de huir para librarse de la oscuridad casi
compacta que lo envolvía, pero no sólo sería inútil la huida para escapar de
esos seres tan esquivos y engañosos, sino que no habría cumplido el mandato
puesto que estaba obligado a tocar el agua aunque sólo fuera levemente, a fin
de que la diosa le concediera algún don, para expiar su culpa de lascivia
desviada.
Tras denodados
esfuerzos, consiguió levantar levemente un pie, pero el chapoteo de los
monstruos y la intensidad de sus expiraciones flatulentas se multiplicaron. Lo
rodeaban. Iban a caer sobre él. Podían ahogarlo. Moriría a un paso de su meta.
También podía morir de miedo, como había visto a tantos miembros de la tribu
morir ante una pieza de caza demasiado violenta, tras sufrir un terror
insuperable, como aquel compañero que murió súbitamente ante un oso que habían
cercado pero que ni siquiera lo tocó. Mas, aunque inmovilizado por algo cuya
naturaleza no podía ni sospechar, los sentidos le advirtieron de que un cambio
estaba a punto de producirse.
Un ligerísimo soplo
de brisa que le llegó del curso acuático, que sin duda se hallaba ya muy cerca,
produjo en su mente una revelación determinante; los monstruos no iban a
atacarle, nada tenía que temer. El pie que había levantado sólo un poco debido
al gran esfuerzo que representaba, pareció liberarse repentinamente de un freno
interior y lo sintió ligero. En seguida movió el otro pie, con lo que la
parálisis y el terror se diluyeron. Pudo llegar al agua en sólo dos pasos más.
Se sintió capaz de vislumbrar la sonrisa de la diosa y su toque inmaterial
traspasando las tinieblas impenetrables que lo envolvían, y ello le convenció
de que se había convertido en un nuevo ser, más capaz., intrépido y sabio. Ni
siquiera pensó que acababa de superar una prueba ni que la tribu podía hablar
de su hazaña durante miles de soles. Volvió al exterior pausadamente pero sin
inquietudes ni angustias. La luz del Sol reflejada por el agua infinita le
hirió los ojos, pero tenía alas en el pecho.
Para llegar hasta
donde se encontraba el templo del Tesoro, había tenido de que caminar durante
ocho amaneceres en la dirección del Sol declinante, hasta alcanzar una revuelta
tras la cual se abría una bahía maravillosa, llena de ensoñaciones y promesas
de ventura. Pero el agua infinita se encontraba a una distancia de muy pocos
codos de la entrada, y ése había sido el primer terror que tuvo que superar.
Vencer el miedo a que la abultada y rumorosa masa líquida lo engullera y se lo
llevara para alimentar a los gigantescos monstruos que cobijaba en sus
entrañas. Ya dentro, el terror de los guardianes inmateriales de la diosa había
sido de otra naturaleza, más espiritual.
Ahora, frente al
Templo del Cataclismo, la anticipación del terror era superior a cualquier
espanto que hubiera experimentado jamás. Los bramidos del mamut que cazó al
cumplir la edad sagrada de siete soles no le habían impresionado tanto. Ni el
bisbiseante acercamiento de aquel dragón del bosque de piedra blanca, cuya
lengua bifurcada era tan temible como la boca de las montañas ardientes.
Conversar con la diosa en el Templo del Cataclismo era la prueba suprema que
todos los machos de su tribu tenían que superar alguna vez a lo largo de la
vida, cometiesen o no un pecado tan grave como el suyo. Todos los adultos
hablaban entrecortadamente de lo que representaba, pero eran las hembras
quienes más lo susurraban entre lamentos, aunque nunca habían tenido que
superar esa prueba reservada a los machos. Ningún terror conocido vencía el del
recorrido sagrado por el Templo del
Cataclismo.
Durante todo un
cuarto de Sol, había conseguido embozar su terror simulando dificultades
insuperables para encender la antorcha. Pero la habilidad de prender fuego de
inmediato era su virtud más encomiada en la tribu, lo que no le disuadió de
prolongar la simulación. Casi todos habían debido de adivinar que las aparentes
dificultades con la antorcha era un subterfugio ingenuo de alguien tan joven
como él, que todavía no había producido de manera legítima un nuevo miembro
para la tribu. Durante el último sol, había cubierto a distintas hembras veces
incontables, pero ninguna se había abultado todavía. Sólo la profanación que
ahora debía expiar había resultado en un hinchamiento, cuyo fruto llegaría
mucho antes del solsticio, lo que habría sido su perdición si no cumpliera la
penitencia que estaba a punto de culminar.
Justo había tenido
que asaltarla a ella. Era una hembra cuya desnudez resaltaba más que las otras,
porque tenía poco pelo en el cuerpo. Siempre había deseado cubrirla, era un
impulso que desde los siete soles se había convertido en apremiante como el
hambre. Llevaba dos soles estirando hasta el límite la cuerda de sus
habilidades, tratando de impresionar a la tribu para que todos reconocieran sus
méritos y nadie tratase de disuadirle. Pero lo había hecho sin aguardar con
paciencia un asentimiento tribal que en aquel caso era indispensable y que
tenía muy pocas posibilidades de obtener. En su interior reconocía que ese
asentimiento no llegaría jamás, lo que con el paso de las lunas fue trasmutando
el impulso en obsesión. Por ello, las miradas golosas de ella y sus
insinuaciones llegaron a ser irresistibles.
La antorcha brillaba
con fuerza a pesar de que el Sol estaba en su cenit. No podía retrasar más la
entrada. Cualquier macho podía venir a
golpearlo para azuzarle, sobre todo el chamán. El chamán al que había
ofendido. Tal vez no iba a ser capaz de llegar hasta el Templo del Cataclismo
por las entrañas de la tierra, a través de todos los obstáculos y pruebas que
la diosa pondría en su camino. Pero los que se ocultaba a sus espaldas se
estaban impacientando. Llegó a oír la risita nerviosa de alguna hembra. Se
prometió encontrar fuerzas dentro de sí, donde ya parecían haberse agotado.
Se dejó deslizar por
la oscura boca hasta el conocido repecho que él y sus compañeros habían
visitado infinidad de veces, en busca de animales pequeños que comer. La verdadera
entrada al templo, un
simple boquete en la roca vertical, casi
a la altura del suelo, apenas resultaba visible bajo la húmeda semipenumbra que
ensombrecía el lugar, ya que la luz de fuera apenas se filtraba entre los
matorrales de la superficie y la estrechez de la boca, una penumbra crepuscular
que la antorcha no era aún capaz de despejar.
Tuvo que arrastrarse
unos veinte codos, con la antorcha a punto de quemarle el pelo y las
pestañas, y de pronto el estrecho
pasadizo se abrió a una estancia muy grande pero no demasiado honda, ya que
sólo rodó la altura de un oso. Supuso que el techo estaría repleto de afiladas
piedras colgantes pero palpó el suelo y no tocó ningún cuchillo. En cambio,
había algo parecido a las gradas ascendentes que su tribu había excavado en la
ladera de una colina, para oír las consejas y admoniciones del chamán; era como
una cascada petrificada, que formaba ondulaciones y pequeños recovecos. También
palpó lo que parecía un colmillo muy viejo de mamut y varios objetos de piedra
que otros machos habían debido de olvidar en sus incursiones.
No conseguía oír nada
que le revelase hacia dónde debía encaminarse para dar con la morada sagrada de
la diosa. Ningún rumor de agua le alcanzaba, ni la más leve brisa soplaba sobre
su rostro y tampoco conseguía proyectar
la luz de la antorcha de modo que el camino se manifestara. Por ello, se vio
obligado a recorrer cuidadosamente la planicie sintiendo crecer su terror
porque alrededor de esa estancia sí afloraban del suelo grandes cuchillos de piedra.
Detrás de estos, presentía la acechanza de horrores infernales.
En las noches de
lumbre y consejas, en lo más hondo del repecho que habitaban, algunas viejas
que habían rebasado los treinta soles relataban con ansiedad y entre gemidos
las pruebas a que la diosa sometía a los que trataban de acercarse a su Templo
del Cataclismo. Algunos no habían conseguido llegar al centro del santuario y
hasta se habían dado casos de varios que no habían conseguido regresar. Se
podía encontrar la muerte a causa de acechanzas que nadie había sabido
describir. Ahora, presintió que en
cualquier instante iba a topar con una de esas pruebas, ya que era incapaz de
decidir hacia dónde dirigirse. Decían que pasada la primera cascada petrificada,
había que descender mucho, algo así como altura de tres machos, pero ¿por dónde
y hacia adónde?
Supo al instante la
respuesta. Su brazo izquierdo, alzado hacia la oscuridad para no tropezar, fue
impelido por algo que no sabía determinar qué era. No se traba de alguien que
halase ni de ninguna fuerza que lo empujara. Simplemente, el brazo pareció
animarse con voluntad propia y lo llevó a todo él detrás, mientras su cuerpo se
estremecía torturado por dolores mayores que el causado por los colmillos de un
tigre. Notó que caía mucho más de lo que le había parecido que el desnivel
representaba, mientras una especie de minúsculos cuchillos de hielo se le
clavaban no sólo en la piel, sino también en lo más profundo de las
entrañas. De pronto, la oscuridad se
desvaneció; todo cuanto creía que le rodeaba fue sustituido por cosas que no
podían existir. Ningún acantilado podía ser tan blanco ni tan uniforme. No
soplaba la brisa impetuosa y salobre proveniente del agua infinita ni se
levantaban guedejas de niebla gélida para herirle la piel. Hacía calor,
demasiado calor, como si permaneciera temerariamente muy cerca de una gran
hoguera. Nada de lo que vio a primera vista parecía estar hecho por los dioses;
había más acantilados igual de uniformes y pulidos, y perfectamente verticales,
cubiertos de un blancor mucho más reverberante que el de la nieve; ante esos
acantilados, en muchos puntos crecían profusamente hierbas trepadoras cubiertas
de flores de color cárdeno y púrpura. El agua infinita estaba cerca, más allá
de un acantilado verde que sólo podía adivinar; desde la resplandeciente
superficie de agua, soplaba una amable y cálida brisa que transportaba aromas
desconocidos pero sensualmente placenteros. Alrededor de la senda lisa y negra
que pisaba, todo era verde también. Unos árboles muy pequeños eran agitados por
la brisa y regaba hacia él aromas resinosos pero no desagradables, sino todo lo
contrario. Esos soplos aliviaban el abrasador calor que a veces le resultaba
insoportable.
Quiso dar la vuelta,
a ver si esa visión desaparecía. Pero siguió viéndola y sintiéndola como si
hubiera sido trasladado a otro mundo que no podía imaginar si sería infernal o
divino. Un mundo que desafiaban los conocimientos adquiridos a lo largo de su
vida y las consejas y anécdotas escuchadas a los viejos de todas las aldeas que
conocía. Suponía que también desafiarían el saber de los más expertos de su
propia tribu.
El blanco vertical y
florido continuó envolviéndolo mientras avanzaba a ver si reencontraba su
antorcha y podía comenzar a ver los cuchillos pétreos tras los que se ocultaban
los monstruos. Tras rebasar unos arbustos recortados de modo muy antinatural y
rectilíneo, se encontró con una fila de seres parecidos a sus congéneres, pero
cubiertos de unas cosas de colores en vez de pelo. Emitían unos grititos ridículos,
como pajaritos, y no paraban de cruzar esos sonidos mientras iban moviéndose
muy lentamente y todos a la vez, hacia un extraño punto que brillaba mucho. No
comprendía qué podía ser aquello, si esa fila estaría formada por los monstruos
que guardaban a la diosa o si serían machos y hembras castigados por los seres
de las profundidades. En realidad, no era capaz de imaginar nada más monstruoso
que los machos y hembras recubiertos con tantas estridencias. Sintió un
estremecimiento. ¿Podían ser seres de las profundidades a despecho de la
esplendorosa luz que los envolvía?
Para escapar de tan
negros augurios, giró sobre sí para volver atrás, y se dio de bruces de nuevo
con las tinieblas más impenetrables de las profundidades. Volvía a tener la
antorcha aferrada, pero tropezó con un enorme cuchillo de piedra emergido del
suelo frente a él. Cuanto pisaba parecía estar compuesto de la misma dura
piedra y, sin embargo, el cuchillo resonó al chocar contra él como si fuera la
voz del viento.
Todo lo que conseguía
iluminar la antorcha estaba formado por etéreos y pesados fantasmas blancos,
semejantes a los fuegos nocturnos de los muertos, como para apretar los ojos a
causa del pánico. Le habían dicho que todos los cuchillos ocultaban un monstruo
cada uno; no conseguía escucharlos, aunque debían llevar mucho rato
observándolo. Lo que oía era mucho más terrorífico que voces o pasos de seres
oscuros; era un rumor muy lejano y, al mismo tiempo, tan próximo que parecía
estar dentro de él, una especie escalofriante de gemido acallado por una mano
apretada contra la boca.
Podía sonar como el
aullido de un lobo durante una noche de tormenta. O un mamut perdido y herido
barritando su agonía. O el silbido del viento, impetuoso, en su recorrido por
un estrecho desfiladero. Todo eso podía ser lo que apenas conseguía escuchar.
Hacía esfuerzos casi
físicos para lograr identificar el debilísimo rumor, cuando una sombra más
oscura que todas las otras se movió detrás del cuchillo más cercano a su
antorcha. Tuvo tiempo de verla aunque se desvaneció en cuanto volvió los ojos
hacia ella. Sin ruido. Sin dejar olor ni huella ninguna en sus instintos
alertas.
Gracias a la
experiencia de cazador, comenzó a sentir que estaba rodeado por seres
incontables. Eran millones, hablaban entre ellos aunque no pudiera oírlos y
sobrevolaban su cabeza en formación. Estaban sedientos de sangre, lo sabía.
¿Por qué no se abalanzaban sobre él?
¿Lo impediría la
diosa? ¿Era tan magnificente el templo que necesitaba legiones de guardianes?
La estancia de la diosa tenía que disponer de un curso de agua, aunque fuese
pequeño; pero por mucho que lo intentaba no escuchaba el agua correr. Con
tantos seres infernales alrededor, el único sonido era el misterioso rumor no
identificado.
Giró la mirada hacia
el lado opuesto a la antorcha. Inesperadamente, la vio. Sonreía. Una hembra
etérea y blancuzca que hasta tenía menos pelo que la hembra por cuya posesión
se veía en ésas. Estaba sonriéndole, sí. Y no mostraba ningún temor a los
tétricos guardianes.
En el cruce de sus
miradas detectó el consejo de que no se dejase amilanar y continuara el camino.
Lo hizo. Avanzó unos
diez codos hasta sentir que estaba al borde de un lugar bastante más profundo.
Reculó un poco por temor a despeñarse hacia la muerte y adelantó la antorcha al
tiempo que se agachaba. El desnivel que debía salvar no superaba la altura de
un macho, por lo que saltó hacia abajo y en seguida se dio cuenta de que había
calculado muy mal, porque siguió descendiendo durante un tiempo indeterminado
pero largo. Iba a encontrar la muerte por inexperto. No había sabido hacer un
cálculo que todos sus congéneres estaban obligados a realizar constantemente
cuando hollaban territorios ignotos en busca de caza.
Lo mismo que la vez
anterior, sintió el dolor generalizado y los pinchazos de los minúsculos
cuchillos de hielo
Cayó suavemente en un
blando colchón de arena dorada, bajo un sol inclemente. La temible agua
infinita se encontraba a muy pocos codos y varias hembras muy extrañas estaban
inmersas sin temor en el agua. Eran hembras, sí, pero muy diferentes de las que
conocía. Sus cuerpos cubiertos solo por una pequeña pieza de colores
estridentes que le herían los ojos, no tenían atisbo de pelo, pero el de la
cabeza era muy largo y ondulante. El ruido del ir y venir del agua sobre la
arena era ensordecedor, pero ellas reían placenteramente sin dejar de exclamar
lo que parecían expresiones gozosas aunque no podía entenderlas.
Por mucho que
sintiera el calor y por mucho que le envolviera la brisa llegada de la
espantosa masa de agua, no creía que estuviera realmente en ese lugar tan
extraño.
Este pensamiento
produjo el mismo efecto que el despertar de un sueño. Repentinamente, le
envolvía de nuevo la oscuridad. Pero se trataba de una oscuridad incompleta; no
todo era tiniebla ya que podía distinguir claramente el perfil de los enormes
cuchillos emergidos del suelo y algunos de los que pendían del techo y, a mayor
distancia, algo que no sabía qué podía ser. Parecía de la misma naturaleza que
todo lo demás, pero en vez de pender o emerger en vertical, formaba líneas
oblicuas como la lluvia de nieve racheada.
Había oído mencionar
un cataclismo muy antiguo, ocurrido hacía más soles de los que podía imaginar.
Eso que miraba sin comprenderlo, ¿podía ser una de las consecuencias de aquella
vez que la tierra gritó como un mamut malherido?
Al tiempo que se
acercaba, cuanto más lo miraba menos lo comprendía. Aquello no podía ser. Nada
de cuanto conocía tenía formas semejantes; ninguna montaña desafiaba la
verticalidad de la atracción de los seres de las profundidades, de modo que
aquello sólo podía ser divino. Aquellas formas incomprensibles tenían que ser
por fuerza el aposento de la diosa.
El pensamiento fue
como una invocación. Un resplandor, al principio muy débil, le dio la impresión
de que podría convertirse en fulgurante, a pesar de que no despejaba las
tinieblas. Se trataba de una luz más presentida que vista, con mayor presencia
en la mente que en los ojos.
Pero él supo sin
ninguna vacilación que estaba ante la diosa, porque todos los dolores,
laceraciones, miedos y sobresaltos sentidos durante el recorrido por el Templo
del Cataclismo se convirtieron de repente en la más intensa paz interior que
había percibido en toda su vida. Dejó de sentir frío y el contacto de sus pies
con el suelo; sencillamente, dejó de sentir. Solamente existía esa luz interior
débil y fuerte a un tiempo y el efecto que producía en su espíritu, como si el
chamán le hubiera dado uno de aquellos cocimientos con los que se volaba y que
ahuyentaban a los espíritus. Sentía la misma anestesia, pero ningún sopor. Su
mente se encontraba tan alerta como en una pelea a vida o muerte. Pero salvo
por ese detalle, podía estar muerto y haber volado hacia el seno de los dioses,
porque no era posible sentirse mejor.
No escuchaba la voz,
pero la diosa estaba diciéndole que ya no debía sufrir más sonrojo ni culpa,
porque había pagado su deuda y estaba en paz. Que saliera rápidamente del
templo porque el sol no podía esperarle más y que dijera al chamán que la diosa
lo amaba.
Aunque hubiera
permanecido eternamente sin moverse frente aquel resplandor que le inundaba,
desanduvo sus pasos con una celeridad que no era voluntaria. Aunque creía que
había caídos dos veces por alturas insuperables, no halló ninguna dificultad en
el regreso y, apagada la antorcha, cuando gateaba por el último pasadizo, notó
que al extremo del túnel alumbraba todavía un ligero sol casi dormido.
Salió del túnel y
emergió de la hondonada trasfigurado, feliz. No estaba preparado para lo que le
vio.
Toda la tribu
aguardaba su regreso frente a la boca.
Sonreían y sus gestos
expresaban simpatía y afecto.
En el centro y
delante de todos los demás, el chamán, cubierto de los maravillosos objetos
sagrados de su oficio.
Y, junto a él, ella.
La hembra a la que había
abultado reía abiertamente con el brazo de su padre, el chamán, sobre los
hombros. Se había desprovisto de los colgantes que la señalaban como servidora
de la diosa y alguien había tonsurado sus pechos como una madre cualquiera de
la tribu, como si quisieran aclararle que su profanación había dejado de serlo.
Desprovistas de pelo, las mamas constituían una invitación al deleite.
¿Qué milagro había
obrado la diosa?
Aquélla por la que
había estado a punto de convertirse en un proscrito le era ofrecida ahora con
el asentimiento de la tribu y, lo que era mucho más importante, con la anuencia
del chamán.
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