Mantenía un soliloquio perpetuo, pero no “con el hombre que siempre iba con Machado”, sino con su propia mismidad imperfecta, que tan profundamente odiaba El reflejo de la ventana entreabierta le hizo apartar la mirada con violencia; aborrecía esa imagen, su pecho se estremecía hasta el vómito cuando cualquier reflejo le recordaba, aunque fugazmente, la inmutabilidad de su naturaleza.
Tamborileó el cristal de la mesa con desconsuelo, pero no lloraría. No podía llorar. Su categoría no se lo permitía. Jamás iba a llorar ni aun en la soledad de su cámara en lo alto de la torre.
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Aunque no le permitían vestir calzas ni jubón, sentíase un príncipe. Le entusiasmaría llevar calzas de lamé plateado, muy apretadas para que marcasen su paquete de relleno, de manera que pregonasen por todas partes su virilidad, y un jubón de seda cubierto de perlas cuyos caireles y charreteras hacían que sus hombros parecieran más anchos. Era víctima de un encantamiento. Su cuerpo no era su cuerpo. No se había convertido en sapo ni en un reflejo en un lago, pero eso que sentía no era él. La tétrica bruja había trazado en las nubes un hechizo en el mismo momento de su nacimiento; nada podía contra esa especie maldita de sortilegio que desesperaba tantos momentos de su existencia, que de otro modo debería ser esplendorosa, por sus derechos de pernada, por los privilegios de su nacimiento. Si no careciera de lo que carecía, tendría derecho a desflorar a todas las recién casadas de su reino
Encaramado en la altura vertiginosa desde donde podía despreciar al mundo a sus anchas, en esa orgullosa roca notaba su poder, el magnífico brillo de su altanería, el vuelo sideral de su importancia, las estrellas que se opacaban y doblegaban para adorarle. Miraba allí abajo al molinero y la hija del mayordomo que estaban a punto de ser llevados al cadalso, pero eso no podía importar ni inquietar a un príncipe, que estaba por encima de todo y de todos. Tenía las armas para salvarlos, porque estaba por encima de la ley y los jueces le obedecían, pero no podía rebajarse a abogar por seres tan insignificantes ni presentar pruebas que los salvasen y reconocer que sus delitos los había cometido obedeciendo sus órdenes. Un príncipe no podía rebajarse a tales nimiedades. Miró también al juglar que, allí abajo, luchaba desesperadamente por sobrevivir a pesar de la picota y los tormentos a que lo había mandado someter. “No es el primer borracho alucinado que se vuelve contra mí por negarle mis favores sexuales”
Sortilegio. Allí arriba, en lo alto del monte pelado, presentía más que veía la estancia de la malvada bruja. Hechicera que le había cambiado el cuerpo. Miró a su adorada, ensimismada no muy lejos, en la estancia vecina. Su ingenuidad. Su inocencia. Su dulzura meiga. Su ignorancia de los asuntos del reino, bendita ignorancia. Esa amada adorada y reverenciada no distinguía su izquierda de su derecha, era estulta, atolondrada, torpe, disparatada y quedaba en evidencia en todos los saraos. Era incapaz de cualquier cosa que superase las capacidades de un niño de seis años, le causaba muchos perjuicios por su estupidez, pero las amaba. Era incapaz de escribir una O con un canuto de caña perfectamente redondo Pero… ¿Para qué necesitaba ella saber algo, si él iba a convertirla en princesa algún día? Surtidores de estrellas bailaban en el aire de su presentida y nunca alcanzada felicidad futura, con un único agujero negro, el del hechizo terrible pero que algún día conseguiría romper. Aunque nadie había podido hacerlo nunca. ¿Tendría que sufrir el robo de su cuerpo por toda la eternidad?
Miró hacia abajo, hacia el rincón donde permanecía de rodillas, cara a la pared, el trovador que había sido el más famoso del castillo. El insolente, había osado pedir un sueldo y por eso lo había castigado a dejar de tener techo y comida. Llevaba un mes sin comer y lamentándose con versos cada vez más triste, pero no iba a conmoverse. Que se muriera, por impertinente.
Dado que jamás podría vencer a la bruja, romper el sortilegio, deshacer el hechizo y recuperar su cuerpo, iba a imponer sus reglas. El honor, la verdad y la justicia no serían nada. Su imperio sería el del abuso, la arbitrariedad, la horca, la picota y la esclavitud. La maldad, la crueldad, el tormento, la impiedad y el latrocinio debían prevalecer y serían para siempre la enseña de su soberanía
sábado, 5 de noviembre de 2011
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