sábado, 1 de octubre de 2011

ADRIÁN Y ANTONIO, de Luis Melero



La ausencia era insoportable de tan dolorosa; no había llegado a resolver el enigma y ya sería imposible resolverlo, no lograría desentrañar las motivaciones profudas de un amor tan definitivo e incondicional. Jamás podría saber por qué había merecido un amor así, a sus años, cuando el abandono de Kepa le había hecho creer que ya se habían agotado sus posibilidades.

El rastro de Kepa latía en todos los objetos del piso; en el sofá de cuero blanco donde el bilbaíno pasaba horas hablando por teléfono, en la silla donde se sentaba a comer, en la consola donde le aguardaban todavía cinco cartas del banco, en los cacharros de la cocina que tanto había usado para alardear de su portentoso talento culinario y, sobre todo, en la cama, en el lado derecho de la cama del que le había desplazado "porque aquí se ve mejor la televisión".
Cinco años. La relación más larga y más arrebatadora que registraban los cuarenta y seis años de edad que contaba Adrián.
Cinco años que habían representado la serenidad tras una juventud loca. Antes de conocer a Kepa, había jadeado en millares de camas, en las saunas y en casi todos los cuartos oscuros, donde su sexualidad impetuosa descargaba las tensiones acumuladas en el plató de televisión. Un día, descubrió a Kepa en un plano congelado del monitor de la cámara número tres, mientras grababa uno de los últimos capítulos del programa que, a los cuarenta y un años, le había aupado a la cresta de la ola; al principio, lo miró igual que a todos los bailarines, con el ojo crítico de un realizador apremiado todos los días por la necesidad de superarse; terminada la grabación, sin embargo, aquel plano congelado continuaba en su memoria y tuvo que indagar, y luego recurrir a artimañas, hasta conseguir hablar a solas con Kepa, que entendió sin dificultad y sin aspavientos lo que Adrián deseaba, y sin pretenderlo ni exigírselo, con él había llegado la estabilidad. Adrián abandonó la promiscuidad sin añorarla, porque la compulsión erótica del bilbaíno era tan vehemente como la suya y entre sus brazos encontró gas suficiente para alimentar el fuego sin necesidad de buscar otro combustible. Con el entendimiento de las miradas, se habían amado de lejos entre comilonas en el txoko del padre de Kepa y en el chalé de la hermana de Adrián, comprendido el amor y amparados por sus parientes.
Y ahora, tras cinco años de éxtasis, se cumplían dos semanas de su abandono. Kepa se lo había explicado con naturalidad:
-Tendré treinta y un años el mes que viene. De casarme y formar una familia es hora, pues... No se puede vivir esta locura para siempre.
-¿Casarte?
-Tengo novia desde antes de conocerte, Adrián. Nunca me he atrevido a decírtelo, sabía que mal te sentaría. Yo la quiero y ahora que lo suficiente he ahorrado, casarnos podemos ya, pues... La boda es el catorce de junio. Me gustaría mucho que vinieras a Bilbao, de verdad.
Conservaba grabado el diálogo en la memoria como si fuera un sketch del programa, como si debiera desmenuzarlo para ir indicando los planos a los cámaras. De haber estado dirigiendo a Kepa en el plató, le hubiera pedido que se mostrase menos sereno, más preocupado, y abandonara la indiferencia monocorde con que hablaba; le hubiera ordenado que su tono reflejase el sinsentido de hacer tal anuncio a quien había obligado dos veces a levitar de gozo la noche anterior.
Contemplaba la fotografía de Kepa con la misma mezcla de nostalgia y estupor de las últimas dos semanas, cuando sonó el teléfono.
-¿Adrián? -era la voz de Joaquín, su segundo del programa de televisión-. ¿Qué haces encerrado en tu piso un sábado a estas horas? Me estás cabreando. Siendo las doce y media de la noche, pensaba dejarte un recado en el contestador para invitarte a comer mañana, y resulta que te encuentro ahí. Seguro que estarás solo y pensando en Kepa como una Penélope enlutada.
La impaciencia de su ayudante de realización había ido creciendo los últimos días, porque notaba su indiferencia y desinterés en el estudio de grabación y en la sala de edición. Le había bastado preguntarle dos veces por Kepa para intuir en sus respuestas lo que ocurría.
-Mira, Adrián. Comprendo que te duela tanto. Si mi mujer me dejara así, de repente, sé que me pasaría lo mismo que a ti. Pero, hombre, tú eres mucho más experto y maduro que yo; deberías ponerle remedio a esta situación. Hay muchos comentarios en la emisora; todos preguntan qué te pasa y corren bulos muy, muy desagradables. Si Kepa te ha abandonado, no puedes arruinar tu carrera por eso. Búscate otro, métete en orgías, contrata a un chapero, lo que sea, pero no te jodas más, hombre. ¿Quieres venir mañana al chalé?
-¿Mañana? Estarán tus suegros.
-Creo que sí, pero no son malas personas... y te admiran.
-No me apetece, Joaquín. Cenamos cualquier noche de la semana que viene.
-Como quieras. Pero hazme caso. Sal ahora mismo a echar un polvo, hombre, y no te jodas más.
Adrián colgó el auricular dejando la mano encima. Joaquín tenía razón, debía reaccionar. Kepa no iba a volver, la invitación de boda, llena de dorados, volutas y con un lenguaje casi decimonónico, que había llegado en el correo del viernes, retrataba todas las claves de la situación convencionalmente burguesa en la que se había dejado atrapar. El tono indiferente del diálogo tantas veces reproducido en su memoria, significaba que se sentía a gusto en tal proyecto de vida y que no iba a echarse atrás. Le convenía hacer caso de Joaquín, salir a correrse una juerga, como en los viejos tiempos.
Pero los cinco años de convivencia le habían deshabituado. ¡Cuánto le había hecho cambiar la vida compartida con Kepa! ¿Era el de ahora el mismo Adrián de los treinta y cinco o los cuarenta años, aquel despendolado cínico, capaz de los mayores desórdenes? Actualmente, apenas conocía el funcionamiento de la vida nocturna y no le atraía la cita a ciegas que representaría contratar a un gigoló de las páginas del periódico. Tenía que salir.
Puso el coche en marcha y condujo sin rumbo entre la animación primaveral de la noche sabatina madrileña. En todos los coches que se paraban a su lado en los semáforos, había gente eufórica que acudía a su cita con la diversión del fin de semana sin preocupaciones, personas alegres, exentas de su sensación de vacío. La calle Almirante era la solución. Sabía reconocer a los drogadictos para descartarlos y llevaba una caja de condones en la guantera, así que no había problema. Pararse junto a un chapero en la calle tenía la ventaja de que le vería la cara, observaría sus gestos y podría calibrarle sin haber cerrado previamente un pacto telefónico.
-¿Paseando? -le preguntó el chico.
No era el moreno por el que había parado, a quien veía ahora por el espejo retrovisor, medio encogido junto a un coche estacionado, mirándole de reojo con expresión de timidez. El que había acudido era portugués, un exuberante campesino rubio con aspecto de camionero y experta desenvoltura.
-No -respondió Adrián, mientras ponía el freno de mano y abría la portezuela.
-Tudos os panaleiros sao iguais -dijo con acritud el portugués, viendo que Adrián se acercaba al muchacho moreno.
-¿Esperas a alguien? -le preguntó.
-No. Yo...
Parecía muy asustado. ¿Era normal que un chapero sintiera tanto miedo?
-¿Quieres tomar algo?
-¿No será usted policía?
Adrián sonrió. Ésa debía de ser la razón de la suspicacia.
-No, qué va. Ven, no tengas miedo.
-Yo cobro.
-¿Quién lo duda?
-¿Cuánto me va a pagar usted?
Hablaba con prevención y con acento que parecía valenciano. Muy joven, unos diecinueve años, sin embargo su figura hacía suponer que había trabajado mucho tiempo en una actividad muy dura. De cerca, resultaba muy guapo, lo que no era tan notable visto desde dentro del coche, probablemente a causa de su insólita expresión de miedo; algo velludo para su edad, la barba ensombrecía un mentón firme y enjuto, enmarcando los labios magníficamente dibujados y que debían de sonreír muy bien, si es que alguna vez reunía el chico ánimos para hacerlo; la nariz era el ideal de un cliente de cirujano plástico y los ojos, dos enormes luminarias negras rodeadas de pestañas abundantes y largas, como si fueran producto de cosmética femenina; pocas veces había contemplado pómulos mejor esculpidos ni más fotogénicos. Adrián se encontró lamentando que no fuese un poco más alto que el metro setenta y cinco que debía medir, porque podía tener futuro en la televisión dada su prodigiosa fotogenia. Supuso que debía de tener defectuosa la dentadura, puesto que apenas entreabría los labios comprimidos por el rictus de recelo defensivo.
-¿Cuánto quieres que te pague?
-Yo no voy con nadie por menos de... cinco mil.
-De acuerdo. ¿Cómo te llamas?
-Antonio.
Una vez dentro del coche, Antonio preguntó sin alzar el mentón del pecho:
-¿Podría comerme un bocadillo?
-¿Tienes hambre?
-Desde que salí... no he comido desde ayer.
Esta información le produjo a Adrián un estremecimiento.
-¿Hablas en serio?.
Antonio se encogió de hombros. Parecía embozar un sollozo. Mientras lo miraba de reojo, Adrián observó que con la ropa sucia que vestía no podía invitarle a comer en un Vips, no le permitirían entrar. Tampoco quería llevarlo al piso todavía. Antes, tenía que conocerlo un poco, al menos, y calcular si correría algún riesgo; por otro lado, temía que el recuerdo y las huellas de Kepa le inhibieran. Aparcó a la puerta de una tienda china y le dio un billete de mil.
-Toma, Antonio, cómprate algo ahí.
-¿Cuánto puedo gastar?
-¿Qué? ¡Ah! Puedes gastarte las mil pesetas, si quieres.
Regresó, cinco minutos más tarde, con tres sandwiches envasados, una lata de refresco de naranja y cuatro monedas de cien pesetas, que le devolvió.
-¿Quieres un bocadillo? -preguntó el joven con ademán de encontrarse ante un festín que no tenía más remedio que compartir.
-No. Come tranquilo -respondió Adrián mientras emprendía la marcha.
Estaba convencido de que Antonio no consumía drogas, por lo que resultaba difícil entender su desaseo propio de toxicómano. Olía mal, aunque a un nivel soportable; necesitaba con urgencia un baño, pero aún no encontraba el ánimo ni la confianza para llevarlo al piso.
-¿Quieres ir a una sauna?
-¿Eso qué es?
-Un sitio donde podrías... disculpa que te lo diga. Podrías tomar un baño.
-Ah, estupendo.
-Vamos en seguida, antes de que empieces a hacer la digestión.
En el vestuario, Adrián notó la vergüenza con que se desnudaba. Primero creyó que era por el hecho mismo de mostrarse desnudo, pero en seguida comprendió el motivo: los calcetines renegros estaban llenos de agujeros, lo mismo que los calzoncillos. Antes, al aflojarse el pantalón sin correa, advirtió que era varias tallas mayor que su cintura, y que la cremallera estaba rota.
-Espérame aquí, Antonio. Siéntate en ese taburete y no te muevas ni hagas caso de quien trate de darte conversación. Volveré en un momento.
Se puso de nuevo el pantalón y la camisa y se dirigió a la recepción. El chico que atendía la taquilla debía de tener una talla muy parecida a la de Antonio.
-¿Tienes por casualidad una muda de ropa?
-¿Qué?
-Te la pagaría muy bien.
-Sólo tengo la ropa que me pondré para ir a mi casa.
-¿Cuánto te costó?
-Los pantalones, cinco mil. La camiseta, dos mil. Los zapatos...
-Los zapatos no los necesito. Te compro los calzoncillos, los calcetines, los pantalones y la camiseta por treinta mil.
-¿Treinta mil? -la expresión del joven demostraba los cálculos mentales que estaba haciendo-. Necesitaría que me traigan otra ropa. Tendría que llamar a mi pareja...
-Hazlo. Aquí tienes -dijo Adrián, exhibiendo los seis billetes de cinco mil.
-Bueno, vale -asintió sin poder contener su expresión de júbilo-. Tómala. Pero es sólo por hacerte un favor...
Adrián volvió al vestuario. Cubierto por la toalla y con la cabeza y los hombros hundidos, Antonio se mostraba tembloroso, aterrorizado bajo la mirada de los cuatro hombres que trataban de darle conversación. ¿A qué se debía tanto pánico, la actitud de quien se encuentra ante un gravísimo peligro?
-Toma. Tira toda tu ropa a la basura.
Los cuatro hombres se apartaron precipitadamente. Antonio se alzó y Adrián examinó con disimulo sus brazos, en busca de una señal que revelase que se drogaba. No encontró ninguna y, tras constatarlo, su pensamiento quedó dispuesto para la contemplación. No se había preparado para el descubrimiento: el cuerpo de Antonio complementaba admirablemente el rostro, un cuerpo tallado por Fidias en el más idealizado de sus sueños creadores. La piel ligeramente morena no tenía ni una mancha; el vello, menos abundante de lo que había previsto, parecía dispuesto para resaltar el dibujo perfecto de los pectorales y los abdominales, así como el profundo y nítido canal de las caderas. Notó el rubor del muchacho y dejó de examinarlo, porque algo tremendo pasaba por su mente; aunque menos que con los cuatro mirones de antes, continuaba aterrorizado; volvió a preguntarse a qué se debería, por qué alguien que salía a prostituirse en la calle sentía alarma tan extrema ante el deseo de quien lo contemplase. Decidió controlarse y esperar.
-Cierra la taquilla. Date un baño y córtate las uñas de los pies y las manos. Toma mi cortauñas. No hagas caso ni temas a los que se te acerquen, nadie te va a poner la mano encima si tú no te muestras de acuerdo, ¿comprendes? Te espero allí, ¿ves?, aquella puertecilla pequeña es la de la sauna.
Cuando Antonio abrió esa puerta quince minutos más tarde, sonreía relajado, razón por la cual a Adrián le costó reconocerlo. Se trataba de la sonrisa más atractiva que había visto en su vida, y los dientes eran perfectos. El baño le había quitado el miedo o cualquiera que fuese el abatimiento que le oprimía. Con el pelo mojado y las gotas que brillaban en sus hombros, se había convertido en modelo publicitario de un perfume de lujo.
-Hace mucho calor aquí -dijo el muchacho con agobio.
-Tienes razón. Creo que no es conveniente para ti, media hora después de haber comido. Vamos a la sala de reposo. Quiero que me cuentes algo.
Ya sentados en el incómodo banco de madera, le preguntó:
-¿Cuál es exactamente tu situación? No consigo encajarte.
-No comprendo.
-Me has hablado como un chapero, pero no te comportas como tal. Tienes miedo, un miedo que, además de ilógico, encuentro fuera de lugar y, por otro lado, tu aspecto es el de una persona con... bueno, sí, con cierta clase, pero me dijiste hace un rato que no comías desde ayer.
-Yo... -volvía a bajar la mirada.
-¿Consumes drogas?
-Ya no.
-Pero has consumido.
-Unos porros en la...
-¿Dónde?
-Si te lo digo, ya no vas a querer nada conmigo.
-Inténtalo.
-Estaba en... prisión. Seis meses. Me soltaron ayer.
Adrián se mordió los labios. El recuerdo de Kepa y su estado de ánimo de antes de salir le habían reducido la capacidad deductiva.
-¿Por qué no te fuiste con tus padres al quedar libre?
-No tengo.
-¿No tienes padres? ¿Desde cuándo?
-Desde siempre. Me he pasado la vida en orfelinatos -los ojos de Antonio brillaban por el amago de llanto-. Como nadie quiso adoptarme, me escapé a los trece años. Trabajé cinco años en un barco de pesca, en Castellón, pero el año pasado mi patrón se arruinó. Me vine a Madrid en busca de trabajo y...
-Y te pusiste a robar.
-Sí. Bueno, no. Un colega me convenció para que fuera con él a robar a un chalé que según él estaba vacío, pero nos pillaron con las manos en la masa. ¿Cómo te llamas?
-Adrián.
-Te juro, Adrián, que eso es todo lo que pasó. He estado más de seis meses en prisión preventiva porque no había nadie que pagara la fianza. Me han soltado y ni siquiera tengo que ir a juicio ni nada por el estilo. Yo no hice nada. Lo pasé muy mal allí dentro... -parecía sopesar la confidencia, que reprimió-...me pasó de todo. Un compañero, me dijo que podía buscarme la vida en ese sitio donde me has encontrado, pero he esperado más de veinticuatro horas sin atreverme.
Sorprendido de lo fácil y rápidamente que cedía su propia reticencia, Adrián le propuso ir al piso. Al abrir la puerta, cuando vio en la consola el retrato de Kepa, descubrió que no había pensado en él las últimas dos horas.

Desde aquel mismo día, Adrián se vio obligado a preguntarse por qué a todas horas. ¿Qué le había hecho merecer que le entregara un amor tan definitivo alguien a quien le habría bastado chasquear los dedos para que medio país cayese rendido a sus pies? Como respuesta, sólo se le ocurría una palabra: enigma.
Con frecuencia, había alguien en la emisora que le preguntaba:
-Oye Adrián, ese amigo tuyo ¿no estaría interesado en hacer un pequeño papel en la serie que voy a empezar a grabar la semana que viene?
-¿Qué personaje interpretaría?
-El novio de la hija.
-Tendré que preguntárselo. No creo que quiera.
-Coño, Adrián, no lo protejas tanto. Nadie va a violarlo.
-No se trata de mí, Rafa, porque quiero que lo haga, pero Antonio se niega siempre que le propongo una cosa así, de veras. Pero voy a intentarlo.
-Convéncelo, por favor. Tiene un físico espectacular. Con esa cara, lo haríamos famoso en tres o cuatro capítulos.
-Estoy de acuerdo, pero... él se emperra en su negativa.
-¿Pasa algo raro con él?
-No, de veras que no, aunque no comprendo por qué se niega.
Adrián lanzó una mirada hacia el lugar donde Antonio le esperaba. Resplandecía. Todos los que pasaban a su lado, hombres y mujeres, no conseguían evitar contemplarlo, algunos de soslayo y otros, descaradamente. A veces, le divertía el efecto que causaba a quienes lo miraban; cualquiera que pasara cerca de él, aunque transitase absorto en los asuntos siempre urgentes de la televisión, acababa parándose en seco, a ver si efectivamente se trataba de un ser humano y no del más perfecto y realista de los maniquíes, modelado por un artesano que hubiera decidido aunar en una figura todas las idealizaciones de todos los escultores clásicos.
Lo sorprendente era que un dechado de belleza tan conmovedora estuviese complementado con tanta sensibilidad y una inteligencia tan viva. Antonio había sabido adaptarse en seguida a la vida que él le ofrecía y, con naturalidad pasmosa, se había acostumbrado en pocos meses a las complicadas claves de su círculo profesional y el de sus amigos más íntimos. Y lo más inesperado, se había ganado la confianza de todos en un plazo increíblemente corto.
Porque todo en él era verdad. Sus entusiasmos y sus agradecimientos, sus elogios y sus críticas; tan juicioso, que obligaba a los demás a olvidar su juventud... y sus circunstancias.
Bendita fuera la hora en que se le ocurrió pasar por la calle Almirante.

Los exámenes del primer curso universitario los superó todos con una nota media aceptable, pero Antonio no estaba satisfecho.
Adrián merecía mejores resultados. Abrumado por esta convicción, decidió sentarse un rato en un banco de la Plaza de España, a ver si reunía valor para presentarse ante Adrián con calificaciones tan mediocres.
-¿Eres de por aquí? -le preguntó un hombre en la treintena.
Antonio lo observó. Muy delgado y con gafas, resultaba difícil de encajar en la clase de hombres que compraban favores callejeros. Pero, a fin de cuentas, ¿no era así como había conocido a Adrián? Tampoco tenía Adrían aspecto de pagador de prostitutos.
-No -respondió secamente.
El de las gafas no se desalentó.
-Pero eres español.
-Sí.
-En el primer momento, creí que podías ser griego.
-¿Qué quiere usted?
-No me hables de usted, hombre, que no soy ningún carca. ¿No te apetece tomar una copa?
-Pruebe en otro banco. A cualquiera de ésos le encantará que lo invite.
-Joder, tu carácter no se corresponde con tu físico. Eres la cosa más hermosa que he visto nunca, pero eres un cardo. ¡Mierda!
Mientras se alejaba, Antonio sonrió. Simplemente con haber sido un poco más cordial con ese fulano, hubiera sentido que traicionaba a Adrián.
Le desagradaba que elogiasen tanto su físico y Adrián había sabido comprenderlo a tiempo; ya no le venía casi nunca con propuestas de trabajar en la televisión y no había vuelto a ensalzar una belleza que Antonio consideraba una pesada carga, porque impedía que la gente le tomase tan en serio como él creía merecer, puesto que, embobados y embobadas, tendían todos a calcular las posibilidades de llevárselo a la cama en vez de considerar el posible interés de su conversación. Por ahora, sólo algunos de los amigos más íntimos de Adrián le resultaban soportables, porque lo trataban como a una persona y no como a un objeto de exposición.
¿Iba a enfadarse Adrián por las notas? Como el asunto no tenía arreglo, decidió volver al piso. Sabedor de que iba a llegar con la papeleta de calificaciones, Adrián aguardaba, evidentemente comido por los nervios; estaba sentado en el sofá del salón y se alzó como impulsado por un resorte. El ánimo de Antonio se volvió más sombrío.
-¿Qué tal?
-Regular.
Antonio notó eclipsarse el brillo de los ojos de Adrián por la veladura de la decepción. Extendió la papeleta con mano temblorosa y un escalofrío en la espalda. Los instantes que Adrián tardó en darle una ojeada parecieron siglos, pero éste, finalmente, exclamó mientras lo abrazaba con los ojos húmedos.
-¡Esto es maravilloso!
-¿Te parece suficiente?
-¿Suficiente? ¡Las has aprobado todas y tienes tres notables! Estaba convencido de que lo conseguirías. Vamos a celebrarlo.
Antonio se cambió de ropa con un extraño estado anímico. Le quedaban rastros del miedo a decepcionar a Adrián en medio del júbilo por su reacción.
En el restaurante, le dijo Adrián:
-Quieren que interpretes un papel en una serie.
-¿Otra vez con eso?
-Antes, tenía miedo de que la interpretación te distrajera de los estudios. Ahora veo que podrías compaginar las dos cosas.
-Pero no me interesa.
-¿Sabes cuánto van a pagarte?
-Aunque fueran mil millones. ¿Tú necesitas ese dinero? Porque, si lo necesitas, haré ese papel.
-No, hombre, ¿cómo voy a necesitar ese dinero? Lo digo por ti, por tu futuro.
-Mi futuro está a tu lado y en la universidad -afirmó Antonio, en lugar de confesar sus temores-. Yo no necesito dinero ninguno.

Antonio se preguntó si debía llamar a Adrián a la emisora. Esta temporada, dirigía un programa en directo y sólo en casos muy graves podía telefonearle, según sus órdenes, y sólo había tenido que hacerlo en dos ocasiones los últimos meses, ambas por llamadas urgentes de la madre en relación con la salud del padre. ¿Era el de ahora un caso suficientemente grave?
Se recostó en el sofá y encendió la televisión. El programa que dirigía Adrián no había terminado todavía. Como de costumbre, sintió el orgullo que le causaba saber que cada uno de aquellos cambios de plano, cada uno de los movimientos de las personas y las cámaras, eran consecuencia de una orden de Adrián. La mano de Adrián era para él lo más omnipresente aunque nunca apareciera en pantalla.
Los cuatro años que llevaba a su lado eran lo mejor que había ocurrido en su vida. Él había sido la madre que le abandonó y el padre que desconocía; un padre-madre afectuoso, compresivo y generoso que predominaba sobre el amante que nunca le apremiaba; en realidad, era generalmente Antonio quien tenía que recordarle el sexo y, a veces, cuando Adrián estaba preocupado por los preparativos de un programa nuevo, casi forzarlo. Antonio había escenificado en ocasiones verdaderas violaciones para liberarle de la preocupación y que se diera cuenta de que estaba a su lado. Amaba a Adrián sobre todas las cosas y ya no era capaz de imaginar la vida sin él. Le había proporcionado objetivos, metas y los medios para conseguirlos; dentro de dos años, acabaría la carrera, podía haber sido una persona que, antes de conocer a Adrián, ni siquiera hubiera sido capaz de imaginar; y ahora, resultaba que todo era imposible.
A Adrián no le gustaba que fumase. "Cuídate los dientes", le decía. Quería a toda costa que trabajase en la televisión, pero a él le producía pánico la idea, porque había estado muchas veces en el plató observando a Adrián y sabía que estar bajo sus órdenes, bajo la tensión densa de las luces y las cámaras, ocasionaría roces y malentendidos. La armonía entre ambos podía resentirse y se negaba a arriesgarla. Se incorporó en el sofá y cambió de postura; sentado, encendió un cigarrillo, apoyó los codos en las rodillas y se cubrió los ojos con las manos. Estaba llorando. ¿Por qué había tenido que ocurrir?.
Tenía veintitrés años y Adrián cincuenta, que habían celebrado hacía un mes con una cena en Justo, tras la que Antonio le entregó el producto de seis meses de ahorro, un colgante de diamantes minúsculos con forma de corazón. Ambicionaba fervientemente cumplir también él los cincuenta a su lado y que Adrián le diera, asimismo, simbólicamente el corazón.
Había dejado de tener pesadillas a los cuatro o cinco días de dormir abrazado a él. Las violaciones tuvieron lugar la primera y la segunda noche que pasó en la cárcel. Fueron cinco fulanos la primera y seis o siete la segunda; la mayoría, extranjeros, seres oscuros que hablaban lenguas extrañas. Golpeado, casi ciego por los golpes, con los labios rotos a puñetazos e inmovilizado por cuatro, lo forzaron por turno; únicamente deshicieron la presa esa segunda noche cuando comprendieron que le habían fracturado dos costillas a patadas; abandonado sobre el suelo casi anegado de orines de los baños, gimió durante nueve horas antes de que un vigilante lo descubriera.
Le costó más de dos meses llegar a sentirse limpio bajo la ducha y casi cuatro consumar la venganza. A todos ellos había conseguido causarles daños y perjuicios importantes, sin descubrirse, pero las pesadillas protagonizaron todas las noches que pasó entre rejas, donde el menor rumor, de noche, durante el sueño, hacía que se alzara de pie en la cama con los ojos desorbitados y el sudor corriendo en torrentes por toda su piel. Convencido de que su destino indefectible era la locura, cuando creía que ese tormento nocturno duraría toda la vida, en sólo cinco noches consiguió Adrián que se desvaneciera.
Adrián era como un emperador. Imperaba en el plató, donde su poder era ilimitado, y también imperaba en su vida, y no tenía el menor deseo de rebelarse. Se entregaba del todo, sin reservas. Sabía que había madurado en esos cuatro años, se reconocía más experto e incomparablemente más sabio que cuando le conociera, pero el tiempo no había reducido la altura donde le había colocado desde el momento de conocerlo. Todo lo contrario; el sitial se hacía cada día más alto, más resplandeciente, en esa gloria desde donde le prodigaba no sólo el amor, sino todo lo que pudiera ambicionar.
Cuando Adrián abrió la puerta, todavía estaba en el sofá. Al no alzarse para correr a su encuentro en busca del beso impaciente de costumbre, al no poder embozar el llanto, Adrián supo que algo grave ocurría.
A Antonio le costó varias horas reunir coraje para contárselo.
-¿Estás seguro? -preguntó Adrián.
-Me he hecho dos veces el análisis. No hay duda.
-¿Por qué fuiste al médico? ¿Qué sentías?
-No tengo ningún síntoma. Estoy bien de salud, igual que de costumbre. Pero... siempre he estado preocupado por una cosa que me pasó en prisión...
-¿Qué?
-No quiero contártelo. Perdona, me descompongo cuando me acuerdo. La cuestión es que, el mes pasado, hubo una charla en la universidad sobre el tema y me dio por hacerme la prueba. Ahora, ya es un hecho.
-Bueno, qué le vamos a hacer. Con esos tratamientos de ahora, el sida ya no es más que una enfermedad crónica. No te preocupes, podemos vivir con eso.
-¿Podemos?
-Por supuesto. Seguramente, yo lo tendré también. Y aunque no lo tuviera, esto es cosa de los dos.
-¿No quieres que me vaya?
-¿Estás loco?
-Yo creo que debo irme.
-Tú no estás bien de la cabeza. Venga, vamos a hablar de otra cosa.
Permanecieron abrazados y en silencio hasta la hora de acostarse. Mientras miraban la televisión, Antonio percibió en varias ocasiones, en la agitación de su pecho, que Adrián reprimía los gemidos. También a lo largo del pasillo que conducía al dormitorio notó sus esfuerzos por controlarlos.
Antes de apagar la luz, Antonio abrió los envases de dos condones, que preparó sobre la mesilla.
-¿Qué haces?
-Tienes que protegerte, Adrián. A lo mejor ha habido suerte y no te he contagiado.
Adrián le contempló con expresión severa.
-Escucha, Antonio. Tengo veintisiete años más que tú. ¿Crees que a estas alturas yo sería capaz de vivir sin ti? No vamos a cambiar nuestras costumbres, no vamos a cambiar nada, ¿te enteras? Ya no hablaremos más del asunto si no es para tomar las medidas oportunas para preservar tu salud. Seguramente yo lo tengo también: son cuatro años los que llevamos haciéndolo sin protección, así que lo más probable es que sea portador del virus. Pero si no lo tengo, lo más sensato sería tratar de contagiarme y que recorramos juntos el camino que nos falte.
Espantado, Antonio fue a contradecirle, pero Adrián lo obligó a callar mordiéndole los labios. Sin embargo, y a pesar de que Adrián le impidió usar los condones todas las veces que lo intentó, procuró a lo largo de la noche ajustarse a lo que habían explicado en la universidad sobre sexo seguro.
Apenas hablaron de ello durante el fin de semana. En vez de quedarse en casa e invitar a algunos amigos a comer como de costumbre, pasaron el domingo visitando Pedraza. Adrián consiguió obligarle casi todo el tiempo a pensar en otras cosas, pero, a veces, Antonio caía en la melancolía mientras recorrían el museo de Zuloaga o contemplaban desde la muralla medieval el paisaje esplendoroso que renacía con la primavera. En tales momentos, sentía la mano de Adrián en su cintura o en su brazo, comunicándole una promesa eterna. El lunes por la mañana, mientras desayunaban, dijo Antonio:
-Quiero que te hagas también el análisis.
-No, Antonio. No hay ninguna necesidad. Caso cerrado.
-Entonces, en cuanto te vayas, haré las maletas.
Adrián lo observó con los labios apretados.
-Pero, vamos a ver, Antonio. ¿Qué coño vamos a sacar de esos análisis? No cambiarían nada. Lo único que quiero es que muramos juntos; pondremos todos los medios necesarios para que eso no sea hasta dentro de muchos años.
-Pero has cumplido cincuenta años, Adrián. Si no lo tienes, estupendo. Pero, si lo tienes, tendrías que andar con mucho más cuidado que yo, que estoy fuerte y soy joven. Es necesario que lo sepamos, no hay más remedio.
-No quiero hacerlo, Antonio. Si todavía no me he contagiado, no sería bueno que te sintieras culpable por el miedo a que ocurra, y si ya tengo el virus, tampoco quiero que te sientas culpable de haberme contagiado. Punto final.
-Tengo trescientas setenta y cinco mil pesetas ahorradas en el banco; puedo vivir cuatro o cinco meses en una pensión. Si no me prometes que esta tarde iremos a que te hagan el análisis, haré las maletas en cuanto salgas por esa puerta y desapareceré.
Adrián reflexionó largos minutos, parado en el dintel con el hombro apoyado en la jamba. Antonio había dejado de ser un muchacho hacía mucho tiempo, era un universitario en el tercer curso de carrera, ya no podía tratarlo con la superioridad de un tutor, sino que debía ponerse a su altura, una altura que el muchacho rebasaría en dos años más de universidad. Le asombró la madurez que había en la resolución de su cara.
-Está bien. Ven a buscarme a la emisora e iremos juntos.
Cuando la puerta se cerró, Antonio se cambió de ropa. No iría a la universidad, ¿para qué? Permanecería lo más cerca posible del rastro de Adrián, la huella de calor que había dejado en la silla o el olor que conservaba la toalla. Necesitaba respirar el aire que contenía el aliento de Adrián, ya que dejar de respirar era una posibilidad no demasiado remota. Tomó de la vitrina el libro que él le había recomendado hacía meses, "Memorias de Adriano"; ahora le sobraba tiempo. Marguerite Yourcenar describía un amor como el suyo, con unos protagonistas cuyos nombres, Adriano y Antinoo, también eran muy semejantes. ¿La maldición vaticinada a Antinoo no era, en esencia, tan fulminante como la que él representaba para Adrián?
Supieron el resultado el miércoles por la tarde. Milagrosamente, Adrián estaba limpio. Antonio se mostró entusiasmado toda la tarde, durante la cena y cuando se disponían a acostarse, mientras que Adrián parecía encontarse en un trance más bien desagradable. Cuando se apagó la luz, éste escuchó el sonido del plástico al ser rasgado.
-¿Otra vez con eso, Antonio?
-Ahora más que nunca. Ya nunca haremos el amor sin condón.
-Mira, Antonio; no me has contagiado en cuatro años y no hay ninguna razón para creer que a partir de hoy tenga que ser diferente.
-Pero ahora lo sabemos. Tengo la obligación de protegerte.
-Tú no tienes que protegerme de lo que yo no me quiero proteger. He leído que hay gente que no se contagia aunque se exponga, gente que los médicos están estudiando para ver si está ahí la clave de la solución para el sida. Puede que yo sea uno de esos. Si es así, no tenemos que preocuparnos.
-Pero, si te contagias...
-Sería lo mejor, Antonio. Ojalá ocurriera.
-Me da pánico escucharte.
-Y a mí me da pánico perderte.
-Si me muriera pronto, todavía podrías enamorarte de otro y seguir creando esos programas maravillosos de televisión.
-No creo que tengas que morir pronto. Cada día se te ve más fuerte y más sano. Pero si te murieras, todo acabaría para mí. Así que no pongas una barrera de látex entre nosotros.
Adrián se torció en la cama para alcanzar el preservativo que Antonio se había enfundado ya. Lo arrancó a jirones.

Tras despedirse de Adrián en el ascensor con un beso, Antonio salió con los libros, como siempre que iba a la universidad. Pero no fue.
La mañana era soleada; bajo el júbilo primaveral que estallaba en retoños por doquier, en los árboles de la plaza de España, en los setos de la plaza de Oriente y en los rosales de los jardines de Sabatini, resultaba increíble que un miserable bicho lo estuviera devorando. Un bicho que, por su maldición, también devoraría a Adrián, a cambio de un amor que no tenía por qué ser el último de su vida. Adrián era un cincuentón muy juvenil, podía vivir todavía treinta o cuarenta años creando maravillosa televisión, escribiendo magníficos guiones, derrochando sabiduría. Era bueno, deseable, gentil y generoso; el amante perfecto que soñaran durante milenios seres desamparados como él. Muchos podían amarle y, de hecho, se había sentido celoso con frecuencia porque observaba que algunos, tan jóvenes como él, trataban de seducirlo. Merecía volver a amar, corresponder el amor de alguien que no constituyera un peligro y una sentencia de muerte.
Sonriendo, cruzó ante la catedral de la Almudena. Se representó mentalmente el día que la visitó por primera vez, recién inaugurada; Adrián apoyaba la mano en su hombro, describiéndole con docto conocimiento los estilos del templo. En aquellos momentos, bajo la luz radiante que cruzaba la nave a través de un vitral, anheló con toda su alma que pudieran llegar abrazados al templo y que su unión fuera bendecida y consagrada para siempre, que la pareja indisoluble fuese reconocida por la sociedad en toda su comovedora honradez y certificada por ella.
Sobre la sonrisa, una lágrima recorrió su mejilla izquierda mientras se santiguaba y murmuraba una plegaria: "Que me olvide pronto, Dios mío, y que no sufra".
Saltó sobre el pretil del viaducto. Sus labios conservaron la sonrisa durante el vuelo de veinte metros.

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