El plan de regadíos era una promesa que nunca se cumpliría, una fábula. Fernando dio una última ojeada al retazo de tierra de color del cuero cubierto de escarcha, lo único que poseían él y siete hermanos más; suspiró, alzó la maleta y se dirigió hacia la linde, arropándose para contrarrestar el escalofrío causado a medias por el cierzo y a medias por el miedo a lo desconocido, sumado al dolor de no haberse despedido de Marisa por no ser capaz de imaginar qué futuro sería honrado pintarle.
Aunque aún estaba lejos, sabía que el renqueante autobús se acercaba ya, porque lo anunciaba la nube de polvo que levantaba más allá de la colina.
"Venezuela -le había dicho el primo Tomás-, allí sí que hay futuro. Para que te hagas una idea, mi cuñado cuenta en las cartas que en Caracas las alubias son morenas y valen como el oro. Las llaman 'porotos' ". Fernando nunca había creído aquéllo de que "en América atan los perros con longaniza", pero ¿qué podía hacer? No había trabajo en un montón de leguas a la redonda y lo de emigrar a Alemania se había puesto muy difícil, prácticamente imposible.
El barco partió de Vigo. Aterrorizado y entre vómitos, Fernando se juró durante los seis días de travesía que no volvería a viajar sobre el mar.
La llegada a La Guaira fue estimulante; brillaba el sol, más vertical que en su tierra leonesa, hacía un calor reconfortante y el aire olía a mango y papaya. En el instante de pisar tierra, añadió un juramento al de no volver a viajar en barco: jamás cruzaría el Atlántico de nuevo si no lo hacía forrado de dólares.
Primero fue el trabajo de camarero, tan duro, que le distraía de la nostalgia insoportable que las cartas de Marisa abonaban. Después, los ahorros le permitieron abrir una pequeña tienda de alimentación, donde consiguió no pensar en Marisa ni en los aromas a campo leonés que se derramaban en la mesa al abrir sus cartas, que se fueron espaciando porque le resultaba difícil encontrar tiempo para responderlas. A los dos años de su llegada, inauguró la segunda tienda, y Marisa se convirtió en una postal por Navidad. Al quinto año, apresuró la inauguración del supermercado, con objeto de sentirse encumbrado en la ciudad antes decasarse con Katy. A los siete años, sumaban tres los supermercados, dos en Caracas y uno en Maracay, y Marisa sólo era ya un suspiro en el roce de sus ojos con fotografías que procuraba no mirar. Cuando se cumplieron diez años, la cadena de supermercados se extendía desde Maracaibo hasta Cumaná y Maturín, y desde Caracas a Ciudad Bolívar.
Al undécimo año, con motivo de la muerte de Franco, sintió la tentación de volver como turista, a ver cómo cambiaba el país tras un acontecimiento tan trascendental y comprobar de qué manera afectaban los cambios a sus siete hermanos y a Marisa, pero se encontraba abrumado de trabajo a causa del nuevo proyecto, el montaje de una empaquetadora de arroz y una fábrica de productos lácteos, y fue postergando el viaje.
A los dieciséis años, descubrió que tenía ciertas dificultades financieras. La loca década del setenta, durante la que fluía hacia Venezuela el dinero petrolero como la lluvia tropical, había terminado, y con ella, el derroche que practicaban todas las clases sociales, cuando la gente llenaba las neveras de tal modo, que los cubos de basura amanecían en todas las calles repletos de alimentos a punto de caducar. Ahora, los caraqueños comenzaban a dar gracias al cielo por poder comer aunque fuese comida caducada y Fernando se vio en la obligación de cerrar la quinta parte de los supermercados. Al terminar la década del ochenta, le quedaban sólo los dos de Caracas.
Cada año había aplazado el viaje para el siguiente, a la espera de que sus cuentas mejorasen y, en lugar de ello, empeoraron con la llegada la década del noventa, porque Katy le pidió el divorcio y lo echó de casa, enemistándolo con sus dos hijos, Marisa y Fernando. "Mendigo, cobarde y fracasado" fue la frase que Katy pronunció como despedida.
El día que emprendió el viaje a España, ni siquiera era capaz de fijar en el calendario la fecha en que el banco le quitó los dos supermercados. A pesar del juramento de veintiocho años atrás, tuvo que viajar en un modesto barco de carga, cuyo pasaje resultaba bastante más asequible que el avión.
Se trasladó en tren de Cádiz a Madrid, un tedioso recorrido durante el que se preguntó a cada minuto si reuniría valor para tomar el tren que lo llevaría a presentarse ante sus hermanos con las manos vacías; bueno, no tan vacías: llevaba en el bolsillo un puñado de porotos, las alubias oscuras que, tal vez, podría aclimatar en el retazo de heredad familiar que aún le pertenecía. ¿Se operaría el milagro que le permitiera no agachar la cabeza el día que se topara con Marisa por la calle?
-Felicidades -le dijo la dueña del bar.
Fernando se encontraba en ese momento barriendo en el exterior de la barra, terminado el trajín del almuerzo. Miró a la jefa, sin comprender. Notando la perplejidad de su mirada, ésta le preguntó:
-¿Es que te has olvidado de tu cumpleaños?
Sintió que se le humedecían los ojos. Llevaba ocho meses trabajando en el bar-mesón y para lo último que tenía ánimos era para recordar la efemérides.
-¿Cómo lo ha sabido usted?
-¿Es que no me diste la fotocopia de tu documento de identidad? Siempre anoto los cumpleaños de mis empleados en la agenda. Anda, date prisa en terminar, que hoy tenemos comida especial.
Fernando permaneció como ausente durante lo que, mejorando ligeramente el menú que servían en el establecimiento, había sido disfrazado de banquete. Sopló como un sonámbulo sobre las dos velas rojas que, con forma de un cuatro y un nueve, estaban encendidas sobre la pequeña tarta que le presentaron entre aplausos. En el jolgorio de parabienes y palmadas en la espalda, hizo esfuerzos sobrehumanos para no llorar.
Ocho meses había estado retrasando el retorno, refugiado en un barrio del extrarradio industrial de Madrid a la espera de tiempos mejores.
-Tómate la tarde libre -le dijo la dueña, terminada la celebración.
Desde las ocho de la mañana hasta las cuatro de la tarde, ese día había trabajado sólo el turno matinal, ocho horas en lugar de las agotadoras quince de costumbre. Sintióse con más vigor y más animoso que otros días.
El autobús lo llevó hasta la boca del metro. Eran las seis y media cuando salió a la superficie en la Puerta del Sol. Sabía que había una casa regional de León en Madrid; de hoy no pasaba: averiguaría dónde estaba la calle del Pez e iría a tomar una caña y, si el hambre se presentaba, intentaría comerse un botillo, recordando el que preparaba la madre de Marisa cuando ambos eran adolescentes. Palpó en el bolsillo el envoltorio de porotos que siempre llevaba consigo; a lo mejor entablaba conversación con alguien en la casa regional y podía hablarle de las alubias morenas.
-Estas son judías pintas, que no tienen demasiada salida -comentó el locuaz anciano jubilado al que se las mostró.
-No son judías pintas -rectificó Fernando-. Son mucho mejores, más sabrosas.
-Pero ya sabes tú que los españoles somos poco dados a los experimentos con alimentos raros. Tenemos la cocina más sana del mundo.
-Estas alubias son ligeras, suaves y muy digestibles.
-Te las cambio por un cupón de ciegos. ¿Ves?, he comprados dos; ambos podemos ser ricos. Si quieres que te diga la verdad, me apetece llevarles estas alubias a mis hijos, como curiosidad.
-¿Trabajan el campo sus hijos?
-Ya no. Nadie trabaja su campo. Están en la hostelería, aquí en Madrid. ¿Hace el cambio?
Fernando aceptó. Total, la fortuna improbable de un cupón de la Once era menos quimérica que la idea de adaptar las alubias tropicales al duro clima de León. En éstas estaba, reflexionando sobre un futuro cada vez más incierto, cuando la vio a través de un espejo. Marisa tenía aires de matrona, porque habían pasado veintinueve años, pero su corazón se desbocó como el de un adolescente. Entró en la sala del brazo de una mujer joven que debía de ser su hija, tomó asiento junto a un grupo de señoras de su edad y la joven se despidió. Al instante, Marisa se convirtió en el centro del grupo. De reojo, la veía gesticular, accionar con las manos y hablar sin parar, probablemente humoradas, porque las otras no pararon de reír durante hora y media, momento en que volvió la joven, Marisa tomó su brazo y salieron. En ningún momento la había saludado hombre alguno. ¿Dónde estaría el marido?
Le fue imposible resistir la tentación de seguir a las dos mujeres. No parecieron disponerse a tomar ningún medio de transporte, de lo que Fernando dedujo que debían de vivir cerca. A mitad de camino por calles secundarias y algo solitarias, entraron en una tienda de horario nocturno, de donde volvieron a salir a los diez minutos, llevando Marisa una bolsa de plástico en la mano. Dos calles más adelante, la joven se despidió y Marisa entró sola en el portal.
¿Cuáles serían sus circunstancias? La joven era lo bastante mayor para estar casada; seguramente existía un acuerdo entre ambas para acompañarla ciertas tardes a causa de las características, aparentemente no muy seguras, del distrito donde vivía. Pero ¿dónde estaría el marido?
Se sintió incapaz de volver al barrio de extrarradio donde residía y trabajaba. Encontró una pensión en las cercanías y proyectó alegar por teléfono algún malestar al día siguiente, para excusarse por no asistir al trabajo. Necesitaba volver a ver a Marisa, encontrar ánimos para hablarle.
Por la mañana, la espió durante su salida al mercado. Parecía ser muy popular. Todas las vendedoras le dedicaban sonrisas y cambiaban frases con ella, y Fernando se encontró preguntándose cómo habría sido la vida a su lado. Conforme pasaron las horas, la pregunta se volvió más apremiante, sobre todo cuando la vio salir a tomar el café de sobremesa en un bar de la esquina, donde una extensa tertulia de personas de su edad la acogieron como a una líder. Continuaba sola, ¿dónde estaría el marido?
Necesitaba averiguarlo, de modo que, cuando la tertulia se deshizo y ella se marchó con dirección a su domicilio, entró a preguntar en la cafetería
-¿Marisa? Es viuda.
-¿Desde cuándo?
El camarero se encogió de hombros y fue a servir a un cliente en el otro extremo de la barra.
¿Cuándo habría enviudado? Sus hermanos le reportaban habitualmente noticias de Marisa en sus cartas, pero hacía más de tres años que no se escribía con ellos, desde que el desmoronamiento de su fortuna caraqueña le había hecho postegar las cartas para no entristecerles con sus desgracias. ¿Marisa, viuda? Ahora que había lugar para él a su lado, resultaba más imposible que nunca acercársele. ¿Qué podía ofrecerle, aparte de su sonrojo?
Volvió a hacer guardia frente al portal, con la esperanza de que saliera de nuevo al atardecer. Con éste, la calle se quedó tan solitaria, que supuso que no saldría, pero de nuevo llegó la mujer joven. Se acercó caminando, como si viniera dando un paseo. Debía de vivir también cerca. A los cinco minutos, salieron las dos. Con el corazón estrujado entre espinas, Fernando las siguió; evidentemente, se dirigían a la casa regional. ¡Ay, si no hubiera sido tan ambicioso de joven!, ¡ay, si no hubiera abarcado tanto!, ¡ay, si hubiera realizado el esfuerzo de quedarse en su reseco terruño leonés a su lado, o llevársela a Caracas antes de aquel vano matrimonio! Ahora, carecía de la posibilidad, siquiera, de acercarse a saludarla, porque se le caería la cara de vergüenza. ¡Pero parecía tan vitalista, tan jovial, tan alegre, tan entera! ¡Oh, si hubiera tenido el buen juicio de no perderla!
La vio acomodarse junto a las mismas damas de la tarde anterior, momento en que la joven se despidió.
Se acercó a la barra, con objeto de seguir espiándola a través del espejo.
-Oye -le dijo el jubilado a quien había regalado los porotos-, vaya potra que hemos tenido, ¿no?
-¿A qué se refiere?
-¡A los cinco millones que nos han tocado a cada uno con el cupón!
Al final, las alubias morenas habían rendido el mil por uno y sin necesidad de aclimatación. Se giró en el taburete para mirar a Marisa directamente, sin el subterfugio distanciador del espejo.
lunes, 5 de diciembre de 2011
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