martes, 30 de diciembre de 2014
domingo, 21 de diciembre de 2014
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
NIÑOS AZULES
Luis Melero
De
nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se
encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.
Aunque la altura del
monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo
escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que
el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su
padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera;
un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.
No se preguntaba por qué
elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón
desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que
alcanzaría en sólo diez o doce minutos más.
Los jaramagos crecían
sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos
rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de
riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños
azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de
la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían
muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que
hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se
atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en
que se alivia pronto el dolor físico.
La piedra sobre la que
solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho
de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas
antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de
primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre
la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión
marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el
descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para
sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo
cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de
su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no
le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas
como el mar añil que contemplaba.
-Hola -dijo el niño
azul.
Dany sonrió. Había
acudido antes que las demás veces, y solo.
-¿No viene la niña?
-Pronto vendrá. ¿Por qué
lloras?
Dany desvió la mirada.
-¿Otra vez tu padre?
Dany asintió con los
ojos bajos.
-¿Sabes por qué lo hace?
Dany negó. Se trataba de
un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.
-¿Has sido malo?
-No lo sé. Seguramente
sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice.
Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me
pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que
yo pueda dejar de hacerlo.
-¿Quieres jugar?
La propuesta paró el
torrente que brotaba de los ojos de Dany.
-¿A las adivinazas?
-Todavía no; jugaremos a
las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la
verdad.
-¿Cómo es?
-Yo te pregunto y tú me
preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está
permitido mentir en las respuestas.
-¡Qué bien! -celebró
Dany-. ¿Quién pregunta primero?
-Empieza tú.
-¿Es tu piel de cristal,
como parece?
-No. Ahora pregunto yo.
¿Has faltado al respeto a tu madre?
-No. ¿Sólo hay ese
líquido azul en tu interior?
-Hay mucho más. ¿Has
faltado al colegio?
-Esta tarde, sí, porque
me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de
mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las
últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de
ti, además del líquido azul?
-Pensamientos y
sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la
hora que tus padres te marcan para volver?
-No tengo amigos en el
barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?
-Carezco de la facultad
de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?
-No, qué va; ¿para qué
voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?
-De ilusiones de niños
como tú. ¿Estudias poco en el colegio?
-El maestro me da muchos
premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha
hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu
piel se pueden tocar?
-Mi piel, como la de
Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y
te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?
-No. Los padres de otros
niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío
pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con
"desaparecería"?
-No volverías a verme.
¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?
-No lo sé. Bueno, a
veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo
que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es
imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue
todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas.
¿Por qué no volvería a verte si te tocara?
-Porque soy una realidad
intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy
buenas notas en el colegio?
-No me acuerdo; me dan
buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad
intangible"?
-Que no se puede tocar;
una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con
tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?
-Claro. A mi maestro le
gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró
general. ¿Qué es la metafísica?
-Las causas primeras del
ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser
nombrado general en la escuela?
-No lo sé, ahora no
puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las
causas primeras, del mío?
-¡Has ganado!
Dany había olvidado que
alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le
obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se
plantearía. Por suerte, acudió Celeste.
-Hola, Dany.
Como siempre, Dany halló
sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre
tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había
en aquella fotografía.
-¿Jugamos a las
adivinanzas? -le preguntó Dany.
-¿No juegas con tus
amigos?
-No tengo amigos. Los
niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.
-Azul dice que le has
ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las
adivinanzas.
Dany no recordaba que
Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.
-Todavía me duele mucho
el muslo. Por favor.
-Bueno, está bien
-concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.
Caminaron en la
dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany
se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre
el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se
sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol,
todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor
interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde
en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y
amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado.
-¿Quién empieza?
-preguntó Celeste.
-Primero tú, por favor
-rogó Dany.
-¿Qué es el odio a lo
desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?
Dany trató, primero, de
decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo
conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras
hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni
siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.
-Lo desconocido deja de
serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.
-Es una reflexión muy
juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.
-¿Mi padre me conoce
pero no me conoce?
-Estupendo -sonrió
Celeste-. Vas por buen camino.
-¿El odio a lo
desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.
-¡Has ganado! -exclamó
Celeste-. Te toca, Azul.
-¿Qué es un reloj que
destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba
fijamente a los ojos de Dany.
-El reloj es una cosa
-afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.
-Piensa un poco más
-sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves
de la semana pasada.
-¿Lo de los vasos
comunicantes?
-No, Dany -respondió
Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.
-El jueves... -Dany
dudó-, creo que habló de Grecia.
-Exacto -concordó
Celeste.
-¿Cronos no es una
palabra que significa lo mismo que reloj?
-No, Dany -contradijo
Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el
tiempo.
-Pero el jueves, el
maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos.
¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?
-¡Otra vez has acertado!
-alabó Celeste.
-¿Yo soy un relojito?
-preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.
-A veces -respondió
Celeste.
-Cuando pareces un reloj
más grande que tu hora -comentó Azul.
Al pronto, Dany no
entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un
sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este
sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.
-¿Sería mejor que mi
padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.
-Eres tú mismo quien
debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.
-Ahora tú, Celeste. Di
una adivinanza
-Ya has acertado dos
-protestó la niña azul-. Di tú una.
Dany reflexionó un buen
rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la
cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como
lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia,
la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus
vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con
ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado
muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo
había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó
lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:
-¿Qué es azul,
metafísico e intanjable?
-Intangible -rectificó
Azul.
-Eso. ¿Qué es azul,
metafísico e intangible?
-¿Un sueño? -preguntó
Celeste.
-No vale -protestó
Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.
-Alégrate -aconsejó
Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy
fácil para un sueño adivinar que lo es.
-¿Vosotros sois mi
sueño?
-Algo parecido
-respondió Azul.
-Ya me duele menos el
muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?
-Nuestra casa también es
metafísica -se excusó Celeste.
-Nos tenemos que ir
-anunció Azul, para desolación de Dany.
-Pero todavía me duele
un poco.
-Nunca fuiste un
quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.
-¿Vendréis mañana?
-Depende de ti -dijeron
los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.
Al instante, Dany palpó
la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La
búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que
jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de
participar.
La vez siguiente que
subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba
sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija
entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el
labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado
por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir
con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un
poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo
derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que
dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era
mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi
al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar.
-Tu nariz es hoy un
hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa
melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany.
-¿No viene el niño?
-Está recorriendo tu
pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta
vez?
-La causa es otra.
-¿Cuál?
-Ayer le pedí a mi
abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi
padre me había dicho que no.
-¿Y tu abuelo se lo
comunicó a tu padre?
-Sí. ¿Jugamos?
-¿Crees que puedes? Sólo
ves por el ojo derecho.
-¿Y qué?
-Te falta percepción.
¿No prefieres descansar?
-Descanso cuando juego
con vosotros.
-Siendo así, jugaremos
al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?
Dany asintió y dijo:
-¿Empiezo yo?
-Sí, pero no hagas
preguntas que sepas que no puedo responder.
-El otro día, dijisteis
que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no
existís?
-Existimos. ¿Tu abuelo
te dio el dinero?
-No; dijo que se lo
pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?
-Somos algo más.
Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?
-Creo que tiene miedo.
¿Sois ángeles?
-Tenemos una existencia
más material que ellos. ¿Ves mi sombra?
-Sí; es azul.
-Pero ésa no era mi
pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?
-Vosotros me hicisteis
pensar que no le gusta que yo sea... listo.
-¿No tienes pregunta?
-Creo que existís aquí y
ahora porque yo lo deseo.
-Eso no es una pregunta,
sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso...
Nosotros no sólo existimos por ti.
-Tengo una pregunta. ¿Me
dejaréis algún día visitar la cueva?
-Si pudieras entrar,
sería una malísima señal.
-¿Como que yo habría
muerto?
-Es normal que tu padre
odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio
un poco en ciertos momentos.
-Mientes.
-Sí.
-Cuando os hago esa
clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o
sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?
-Existimos para ayudarte
a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega
Azul.
Éste surgió de la sombra
de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de
lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos
niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba
como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más
gráciles que los de cualquier otro.
-Necesitas ocho libros y
una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-.
Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a
correr un riesgo gravísimo.
-¿Como saltar este tajo?
-Mayor aún. ¿Tienes
coraje?
-¿Ahora?
-¿No te sientes capaz?
-¿Podré ver con los dos
ojos?
-Verás con todos los
ojos.
-Vamos.
-En ningún momento
trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas
a intentar.
-Lo prometo.
Dany advirtió que no
tenía peso y su sombra se había vuelto azul.
-Abuelo, ¿por qué
tuviste que decírselo a mi padre?
El abuelo no respondió.
Ni siquiera lo miró.
-Mamá, ¿por qué no me
defiendes cuando mi padre... se enfada?
La madre continuó con su
tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una
lágrima por su mejilla.
-Buenas tardes, doña
Piedad.
La vecina del piso de al
lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó
hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede
pasar. Tenemos que presentar la denuncia".
-Papá, ¿me odias?
El padre pestañeó, al
tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una
mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo
miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a
la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a
cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que
estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de
agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.
-Papá... no te enfades
conmigo. ¿Me odias?
El padre volvió a agitar
la mano ante su frente.
-¿Qué supones que le
pasa? -preguntó Celeste.
-Algo le molesta en la
cabeza.
-Sí -concordó Azul-,
pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.
-¿Cómo lo sabes?
-Supones que tu padre es
un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.
-No. Yo lo quiero.
-Repítelo -exigió Azul.
-Yo lo quiero.
-¿Aunque te torture?
-preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?
-Todos los niños juegan
y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo
necesito.
-Lo que le molesta a tu
padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.
-¿Se arrepiente cuando
me pega?
De repente, ya no estaba
suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su
padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el
panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata
bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.
-¿Me escucháis?
-preguntó Dany.
-Sólo si dices lo que
debes decir -respondió Celeste.
-Mi padre se arrepiente
cuando me pega.
-Repítelo -pidió Azul.
-He comprendido que mi
padre se arrepiente siempre que me pega.
Los niños azules
desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la
ciudad gris y el mar, azul.
Dany recorrió con
dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia
del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su
casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.
Sintió temor, un miedo
cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera.
Oyó:
-¿Está su marido,
señora?
-¡Juan! -llamó su madre,
sin moverse de la puerta.
-¿Sí? -preguntó su
padre.
-Tenemos que hacerle
unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En
realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.
-Yo...
-¿Qué tiene usted que
alegar?
-La denuncia es cierta
-dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la
voz.
-¡Marta!
-Sí, Juan. Esto no puede
continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo
en que me has convertido a mí.
-¿Desea usted denunciar
a su marido, señora?
-¡Marta!
-Si lo convencen ustedes
de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a
pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo.
Seré yo quien lo haga.
-Mire usted, señor Juan
Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria
potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se
merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una
cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué
tiene usted que decir?
-Les juro por Dios y por
mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.
-Informaremos de que nos
ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la
denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les
aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con
su hijo?
Dany corrió escaleras
abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su
padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y
volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría
su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora
o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo
que ellos le exigían.
-¿Te has caído? -le
preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su
edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él
cuando intentaba participar en los juegos.
-Sí, por la escalera
-respondió Dany sin vacilar.
-Pues te pareces a
Frankestein.
Dany sonrió. Intuía que era
una broma amable, no un sarcasmo.
-Tengo el ojo a la
virulé. No veo ni tres un burro.
Pepe Luis soltó una
carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.
-¿Quieres jugar?
-preguntó el chico grandón.
-¿A qué?
-Al chiquirindongui. Sólo
somos tres: nos falta el cuarto.
-Con este ojo ciego, me
las vais a comer todas.
-Por eso te invito
-ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.
Dany volvió a intuir que
era una broma amable.
Jugó cuatro partidas de
parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse
ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente
dispuestos a permitirle ser su camarada.
Subió las escaleras de
su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero,
sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente
al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual
se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes,
estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.
-Perdóname hijo -murmuró
en su oído.
Absorto en los libros y
en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a
los niños azules.
martes, 9 de diciembre de 2014
viernes, 5 de diciembre de 2014
martes, 2 de diciembre de 2014
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