martes, 30 de diciembre de 2014
domingo, 21 de diciembre de 2014
CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA
NIÑOS AZULES
Luis Melero
De
nuevo sentía necesidad de huir y, como tantas otras veces, sus piernas se
encaminaron hacia la colina sin que mediara su voluntad.
Aunque la altura del
monte era más bien modesta, la escalada de la ladera resultaba ardua, por lo
escarpada y porque el terreno suelto hacía que cada paso fuese más fatigoso que
el anterior, ya que esta vez el golpe más fuerte, el que le había propinado su
padre con la rodilla, le había alcanzado el muslo derecho cerca de la cadera;
un dolor muy agudo que le obligaba a cojear.
No se preguntaba por qué
elegía ese sitio después de cada uno de los arrebatos de su padre, cuya razón
desconocía, como ignoraba lo que le atraía con tanta fuerza hacia la cima, que
alcanzaría en sólo diez o doce minutos más.
Los jaramagos crecían
sin orden entre matorrales de chumberas y, más arriba, algunos algarrobos
rompían la línea casi perfecta del cono que formaba el monte coronado de
riscos. Mirando las orgullosas rocas casi negras, Dany anheló que los niños
azules salieran esta vez de su morada de amatistas y rubíes. Eran las cuatro de
la tarde, y ellos se retiraban siempre antes del ocaso. Si salían, alegarían
muy pronto la proximidad de la noche y se marcharían, pero Dany necesitaba que
hoy se quedasen más tiempo con él, al menos hasta que el dolor de la cadera se
atemperase lo suficiente para olvidarlo. Sólo contaba once años, una edad en
que se alivia pronto el dolor físico.
La piedra sobre la que
solía sentarse estaba muy próxima a un tajo que caía en vertical hacia el lecho
de un arroyo, ahora seco. Desde ella, miraba el lejano mar durante muchas horas
antes de que los niños azules aparecieran, por lo que temía que esta tarde de
primavera no vinieran, puesto que sólo quedaban unas cuatro horas de sol. Sobre
la aglomeración de edificios, arboledas y torres de la ciudad, la extensión
marina refulgía a la derecha del panorama, donde el sol había iniciado ya el
descenso. La temperatura era fresca, no podría desnudarse como otras veces para
sentir el abrazo amable y reconfortante de la brisa; solía hacerlo no sólo
cuando recibía una paliza, también cuando percibía el rechazo de los vecinos de
su edad. Si los niños azules no acudían, ¿quién iba a consolarlo? El llanto no
le producía hipidos ni ahogos, sólo fluía el manantial de lágrimas tan saladas
como el mar añil que contemplaba.
-Hola -dijo el niño
azul.
Dany sonrió. Había
acudido antes que las demás veces, y solo.
-¿No viene la niña?
-Pronto vendrá. ¿Por qué
lloras?
Dany desvió la mirada.
-¿Otra vez tu padre?
Dany asintió con los
ojos bajos.
-¿Sabes por qué lo hace?
Dany negó. Se trataba de
un misterio para el que no tenía explicación ni conjeturas.
-¿Has sido malo?
-No lo sé. Seguramente
sí, pero es que, sea lo que sea lo que molesta a mi padre, nunca me lo dice.
Debo de ser muy malo, tan malo como el peor, porque, si no, mi padre no me
pegaría tan fuerte y tantas veces, pero nunca me dice lo que hago mal para que
yo pueda dejar de hacerlo.
-¿Quieres jugar?
La propuesta paró el
torrente que brotaba de los ojos de Dany.
-¿A las adivinazas?
-Todavía no; jugaremos a
las adivinanzas cuando venga Celeste. Ahora podemos jugar al juego de la
verdad.
-¿Cómo es?
-Yo te pregunto y tú me
preguntas. El primero que adivine la verdad del otro, gana. Pero no está
permitido mentir en las respuestas.
-¡Qué bien! -celebró
Dany-. ¿Quién pregunta primero?
-Empieza tú.
-¿Es tu piel de cristal,
como parece?
-No. Ahora pregunto yo.
¿Has faltado al respeto a tu madre?
-No. ¿Sólo hay ese
líquido azul en tu interior?
-Hay mucho más. ¿Has
faltado al colegio?
-Esta tarde, sí, porque
me da vergüenza ir cuando cojeo o tengo moretones en la cara por las palizas de
mi padre, porque no sé qué explicación dar; pero nunca he faltado en las
últimas dos semanas, desde la última vez que me pegó. ¿Qué más hay dentro de
ti, además del líquido azul?
-Pensamientos y
sentimientos. ¿Te has quedado jugando con tus amigos del barrio más tarde de la
hora que tus padres te marcan para volver?
-No tengo amigos en el
barrio. Me rechazan también y no comprendo por qué. ¿Tú rechazas a otros niños?
-Carezco de la facultad
de rechazar nada. ¿Has cogido dinero del bolso de tu madre?
-No, qué va; ¿para qué
voy a querer dinero? ¿De qué está hecha tu piel?
-De ilusiones de niños
como tú. ¿Estudias poco en el colegio?
-El maestro me da muchos
premios; dice que soy el más listo de la clase, pero dirá eso porque nunca ha
hablado con mi padre, que asegura que yo soy un monstruo. ¿Las ilusiones de tu
piel se pueden tocar?
-Mi piel, como la de
Celeste, se rompe al menor contacto; desaparecería si me tocaras. ¿Te abraza y
te besa tu padre cuando te dan esos premios en el colegio?
-No. Los padres de otros
niños de mi calle les compran regalos cuando llevan buenas notas, pero el mío
pone una cara muy rara, como si algo oliera mal. ¿Que quieres decir con
"desaparecería"?
-No volverías a verme.
¿Crees que molesta a tu padre que seas tan listo?
-No lo sé. Bueno, a
veces, a lo mejor. Un día, estábamos en casa de mi abuelo, comiendo, y él dijo
que se podía respirar en la Luna; como yo le dije delante del abuelo que es
imposible, porque allí no hay oxígeno, luego, cuando íbamos para mi casa, fue
todo el camino dándome bofetadas, tirones de pelo y golpes con las rodillas.
¿Por qué no volvería a verte si te tocara?
-Porque soy una realidad
intangible. ¿Te golpea tu padre un día o dos después de haber conseguido muy
buenas notas en el colegio?
-No me acuerdo; me dan
buenas notas casi todos los días. ¿Qué significa "realidad
intangible"?
-Que no se puede tocar;
una realidad que proviene de la metafísica. Aunque te den buenas notas con
tanta frecuencia, ¿no puede ser que ciertos días tus notas sean mucho mejores?
-Claro. A mi maestro le
gusta organizar la clase como si fuera un ejército, y anteayer me nombró
general. ¿Qué es la metafísica?
-Las causas primeras del
ser. ¿No te llama la atención que tu padre te haya pegado a los dos días de ser
nombrado general en la escuela?
-No lo sé, ahora no
puedo responderte; tendré que pensarlo muchos días. ¿De qué ser eres tú las
causas primeras, del mío?
-¡Has ganado!
Dany había olvidado que
alguien podría ganar el juego. Lamentó que hubiera terminado, pues Azul le
obligaba a pensar en cosas y posibilidades que, de otro modo, nunca se
plantearía. Por suerte, acudió Celeste.
-Hola, Dany.
Como siempre, Dany halló
sorprendente lo mucho que la niña se parecía a una foto de cuando su madre
tenía doce años, sólo que era aún más bella y poseía un resplandor que no había
en aquella fotografía.
-¿Jugamos a las
adivinanzas? -le preguntó Dany.
-¿No juegas con tus
amigos?
-No tengo amigos. Los
niños de mi barrio dicen que soy un sabelotodo.
-Azul dice que le has
ganado en el juego de la verdad. No sé si hoy necesitas jugar a las
adivinanzas.
Dany no recordaba que
Azul hubiera comentado nada. Se preguntó cómo se lo habría dicho a Celeste.
-Todavía me duele mucho
el muslo. Por favor.
-Bueno, está bien
-concedió Azul-. Vamos a sentarnos en la entrada de la cueva.
Caminaron en la
dirección del sol, para encontrar un punto abierto en la corona de riscos. Dany
se preguntó por qué esa entrada estaba cada vez en un lugar diferente, siempre
el más expuesto a la luz solar. Azul y Celeste le indicaron con un gesto que se
sentara mientras ellos lo hacían dando la espalda a la cueva y de cara al sol,
todavía cálido. Nunca había pasado Dany del umbral de la gruta, cuyo fulgor
interior contemplaba ahora; un fulgor que centelleaba a la luz de media tarde
en una gama infinita de azules; hermosos cristales de cuarzo, zafiros y
amatistas cubrían el suelo, las paredes y el techo abovedado.
-¿Quién empieza?
-preguntó Celeste.
-Primero tú, por favor
-rogó Dany.
-¿Qué es el odio a lo
desconocido, cuando lo desconocido nos parece conocido?
Dany trató, primero, de
decidir si había lógica en la pregunta. ¿Cómo podía ser desconocido lo
conocido? Cuando el maestro explicaba algo, sólo era desconocido mientras
hablaba pero, al final, se convertía en conocido. Antes de la explicación, ni
siquiera sospechaba que eso tan desconocido existiera.
-Lo desconocido deja de
serlo cuando se lo conoce -afirmó Dany.
-Es una reflexión muy
juiciosa, Dany -alabó Azul-, pero aún no has resuelto la adivinanza.
-¿Mi padre me conoce
pero no me conoce?
-Estupendo -sonrió
Celeste-. Vas por buen camino.
-¿El odio a lo
desconocido es lo mismo que miedo? -preguntó.
-¡Has ganado! -exclamó
Celeste-. Te toca, Azul.
-¿Qué es un reloj que
destruye los relojitos? -la expresión de Azul era muy, muy pícara, y miraba
fijamente a los ojos de Dany.
-El reloj es una cosa
-afirmó Day-. No tiene voluntad para destruir nada.
-Piensa un poco más
-sugirió Celeste-. Recuerda lo que os explicó el maestro en la clase del jueves
de la semana pasada.
-¿Lo de los vasos
comunicantes?
-No, Dany -respondió
Azul-. Eso fue el miércoles. Piensa un poco más.
-El jueves... -Dany
dudó-, creo que habló de Grecia.
-Exacto -concordó
Celeste.
-¿Cronos no es una
palabra que significa lo mismo que reloj?
-No, Dany -contradijo
Azul-. "Cronos" significa tiempo y el reloj sirve para medir el
tiempo.
-Pero el jueves, el
maestro nos contó las canalladas que hacía el dios Cronos con sus hijos.
¿Relojes y relojitos no sería lo mismo que Cronos y "cronitos"?
-¡Otra vez has acertado!
-alabó Celeste.
-¿Yo soy un relojito?
-preguntó Dany con un ligero desfallecimiento en la voz.
-A veces -respondió
Celeste.
-Cuando pareces un reloj
más grande que tu hora -comentó Azul.
Al pronto, Dany no
entendió qué significaba eso de parecer más grande que una hora, pero un
sentimiento pesaroso le asaltó mientras meditaba. Por el peso de este
sentimiento, comprendió el consejo que contenía el comentario de Azul.
-¿Sería mejor que mi
padre creyera que soy un poco tonto? -preguntó Dany.
-Eres tú mismo quien
debe contestar esa pregunta, Dany -respondió Azul.
-Ahora tú, Celeste. Di
una adivinanza
-Ya has acertado dos
-protestó la niña azul-. Di tú una.
Dany reflexionó un buen
rato, subyugado por el fulgor de azules, violetas y celestes que brotaba de la
cueva. ¿Qué podía preguntarles que sonara tan inteligente y tan misterioso como
lo que preguntaban ellos? Sus referencias estaban limitadas al ámbito de su familia,
la escuela y la calle donde vivía. Lo mismo que el trato de su padre, el de sus
vecinos niños también era extraño, inexplicable; nunca le invitaban a jugar con
ellos y parecían rehuirle. Desde el balcón de su casa, los había escuchado
muchas veces jugar a las adivinanzas en los atardeceres de verano, pero sólo
había conseguido memorizar algunas, que le parecían demasiado pueriles. Estrujó
lo que pudo su imaginación, hasta que se le ocurrió:
-¿Qué es azul,
metafísico e intanjable?
-Intangible -rectificó
Azul.
-Eso. ¿Qué es azul,
metafísico e intangible?
-¿Un sueño? -preguntó
Celeste.
-No vale -protestó
Dany-. Vosotros sabéis mucho más que yo.
-Alégrate -aconsejó
Celeste-. Tu adivinanza estaba muy bien formulada, y no era obvia. Pero es muy
fácil para un sueño adivinar que lo es.
-¿Vosotros sois mi
sueño?
-Algo parecido
-respondió Azul.
-Ya me duele menos el
muslo. ¿Me dejaréis visitar esta vez vuestra... casa?
-Nuestra casa también es
metafísica -se excusó Celeste.
-Nos tenemos que ir
-anunció Azul, para desolación de Dany.
-Pero todavía me duele
un poco.
-Nunca fuiste un
quejica, Dany -reconvino Celeste-. No lo seas ahora.
-¿Vendréis mañana?
-Depende de ti -dijeron
los dos, retirándose hacia el interior de la cueva.
Al instante, Dany palpó
la oscura roca, a ver si podía encontrar la puerta que se había cerrado. La
búsqueda fue inútil. Volvió renqueante a su casa y pasó junto a los niños que
jugaban en la calle sin mirarlos, para que no advirtieran su ansia de
participar.
La vez siguiente que
subió a la colina, apenas podía ver con el ojo izquierdo, cuyo párpado estaba
sumamente inflamado por el golpe. La aureola oscura hacía que la rendija
entrecerrada de ese párpado pareciera el ojo de una bestia. Dany se palpó el
labio, también inflamado, para anticipar si perdería o no el diente aflojado
por el puñetazo. No fue capaz de llegar a ninguna conclusión. Para distinguir
con claridad el sendero que conducía a la cima, tenía que llevar la cabeza un
poco girada hacia la izquierda, a fin de enfocar mejor la imagen con el ojo
derecho, el único útil en esos momentos. No lloraba. Sentía más rabia que
dolor. Celeste le aguardaba ya junto a la entrada de la gruta, que, como era
mediodía, se hallaba abierta mucho más hacia el este que la vez anterior, casi
al lado de la piedra desde donde acostumbraba a contemplar el mar.
-Tu nariz es hoy un
hermoso pimiento morrón -bromeó la niña azul, mientras sonaba una deliciosa
melodía de caramillos y ocarinas que nunca antes había escuchado Dany.
-¿No viene el niño?
-Está recorriendo tu
pasado de las últimas horas. Volverá en seguida. ¿Has sido demasiado listo esta
vez?
-La causa es otra.
-¿Cuál?
-Ayer le pedí a mi
abuelo que me comprara los libros para estudiar el curso que viene, porque mi
padre me había dicho que no.
-¿Y tu abuelo se lo
comunicó a tu padre?
-Sí. ¿Jugamos?
-¿Crees que puedes? Sólo
ves por el ojo derecho.
-¿Y qué?
-Te falta percepción.
¿No prefieres descansar?
-Descanso cuando juego
con vosotros.
-Siendo así, jugaremos
al juego de la verdad. Ya lo conoces, ¿no?
Dany asintió y dijo:
-¿Empiezo yo?
-Sí, pero no hagas
preguntas que sepas que no puedo responder.
-El otro día, dijisteis
que sois algo parecido a mis sueños. ¿Significa eso que os invento yo y no
existís?
-Existimos. ¿Tu abuelo
te dio el dinero?
-No; dijo que se lo
pensaría. Si existís más allá de mis sueños, ¿sois el sueño de todos los niños?
-Somos algo más.
Muchísimo más. ¿Tu madre no protesta cuando tu padre te golpea?
-Creo que tiene miedo.
¿Sois ángeles?
-Tenemos una existencia
más material que ellos. ¿Ves mi sombra?
-Sí; es azul.
-Pero ésa no era mi
pregunta. ¿Sabes ya por qué te castiga tu padre?
-Vosotros me hicisteis
pensar que no le gusta que yo sea... listo.
-¿No tienes pregunta?
-Creo que existís aquí y
ahora porque yo lo deseo.
-Eso no es una pregunta,
sino una afirmación. Siempre aciertas el juego. Pero no seas presuntuoso...
Nosotros no sólo existimos por ti.
-Tengo una pregunta. ¿Me
dejaréis algún día visitar la cueva?
-Si pudieras entrar,
sería una malísima señal.
-¿Como que yo habría
muerto?
-Es normal que tu padre
odie tu inteligencia, lo mismo que los niños de tu barrio. Yo también la odio
un poco en ciertos momentos.
-Mientes.
-Sí.
-Cuando os hago esa
clase de preguntas, nunca me engañáis. ¿Tenéis prohibido mentir de verdad, o
sea, hacer que uno se convenza de lo contrario de lo que es real?
-Existimos para ayudarte
a encontrar la verdad y, por lo tanto, no podemos ayudar a engañarte. Ahí llega
Azul.
Éste surgió de la sombra
de un algarrobo, en la dirección señalada por Celeste. Como no solía verlos de
lejos, nunca había prestado Dany atención al modo de desplazarse de los dos
niños, teniendo en cuenta la transparencia azul de su cuerpo. Azul caminaba
como todos los niños que no eran azules, aunque sus movimientos parecían más
gráciles que los de cualquier otro.
-Necesitas ocho libros y
una colección de apuntes que te dan en fotocopias -dijo el recién llegado-.
Nosotros podríamos ayudarte a conseguirlos, pero deberías estar dispuesto a
correr un riesgo gravísimo.
-¿Como saltar este tajo?
-Mayor aún. ¿Tienes
coraje?
-¿Ahora?
-¿No te sientes capaz?
-¿Podré ver con los dos
ojos?
-Verás con todos los
ojos.
-Vamos.
-En ningún momento
trates de tocarnos. Promete que, sean cuales sean las circunstancias, no lo vas
a intentar.
-Lo prometo.
Dany advirtió que no
tenía peso y su sombra se había vuelto azul.
-Abuelo, ¿por qué
tuviste que decírselo a mi padre?
El abuelo no respondió.
Ni siquiera lo miró.
-Mamá, ¿por qué no me
defiendes cuando mi padre... se enfada?
La madre continuó con su
tarea, como si no oyese. Pero Dany descubrió con extrañeza que rodaba una
lágrima por su mejilla.
-Buenas tardes, doña
Piedad.
La vecina del piso de al
lado, en el mismo descansillo donde estaba su vivienda, no lo miró. Continuó
hablando con doña Carmen, la vecina del piso de abajo: "De hoy no puede
pasar. Tenemos que presentar la denuncia".
-Papá, ¿me odias?
El padre pestañeó, al
tiempo que se sacudía la frente con la mano, como si intentase espantar una
mosca o una idea desagradable. Dany notó que, aunque veía bien su cara, lo
miraba un poco desde arriba, como si su estatura se hubiera vuelto superior a
la de él. Recordó a Azul y Celeste y los buscó con la mirada. Se encontraban a
cierta distancia, a su izquierda y su derecha y, entonces, comprendió que
estaba suspendido en el aire. Sintió pavor, pero reprimió el vehemente deseo de
agarrarse a uno de ellos, o a los dos. Creyó que su padre sí podía verlo.
-Papá... no te enfades
conmigo. ¿Me odias?
El padre volvió a agitar
la mano ante su frente.
-¿Qué supones que le
pasa? -preguntó Celeste.
-Algo le molesta en la
cabeza.
-Sí -concordó Azul-,
pero no por fuera. Algo le molesta en la cabeza... pero por dentro.
-¿Cómo lo sabes?
-Supones que tu padre es
un mineral o un ser monstruoso -afirmó Celeste.
-No. Yo lo quiero.
-Repítelo -exigió Azul.
-Yo lo quiero.
-¿Aunque te torture?
-preguntó Celeste-. ¿No es superior tu rencor?
-Todos los niños juegan
y ríen con sus padres. A mí me gustaría también jugar y reír con el mío. Lo
necesito.
-Lo que le molesta a tu
padre en la cabeza -afirmó Azul- es la conciencia.
-¿Se arrepiente cuando
me pega?
De repente, ya no estaba
suspendido en el aire y su abuelo, su madre, doña Piedad, doña Carmen y su
padre se habían esfumado. La colina era azul, las rocas eran azules y el
panorama de la ciudad era azul, mientras que el mar resplandecía como plata
bruñida y los niños azules se habían vuelto de luz.
-¿Me escucháis?
-preguntó Dany.
-Sólo si dices lo que
debes decir -respondió Celeste.
-Mi padre se arrepiente
cuando me pega.
-Repítelo -pidió Azul.
-He comprendido que mi
padre se arrepiente siempre que me pega.
Los niños azules
desaparecieron, la colina volvía a ser de color pardo, los árboles verdes, la
ciudad gris y el mar, azul.
Dany recorrió con
dificultad el camino de vuelta a casa. Le dolía mucho el labio y la molestia
del ojo izquierdo era insoportable. Había dos hombres golpeando la puerta de su
casa, dos hombres azules, azul muy oscuro. Eran policías.
Sintió temor, un miedo
cuya naturaleza ignoraba, y por ello se escondió en un recodo de la escalera.
Oyó:
-¿Está su marido,
señora?
-¡Juan! -llamó su madre,
sin moverse de la puerta.
-¿Sí? -preguntó su
padre.
-Tenemos que hacerle
unas preguntas. Hay una queja muy seria de los vecinos contra usted. En
realidad, se trata de una denuncia por malos tratos a un menor.
-Yo...
-¿Qué tiene usted que
alegar?
-La denuncia es cierta
-dijo su madre con tono vacilante y una especie de quejido aterrorizado en la
voz.
-¡Marta!
-Sí, Juan. Esto no puede
continuar. Vas a convertir a nuestro hijo en un animalillo asustado, lo mismo
en que me has convertido a mí.
-¿Desea usted denunciar
a su marido, señora?
-¡Marta!
-Si lo convencen ustedes
de que no vuelva a ponerle la mano encima al niño, no la presentaré. Pero si, a
pesar de la promesa, vuelve a pegarle, los vecinos no tendrán que denunciarlo.
Seré yo quien lo haga.
-Mire usted, señor Juan
Jara; si sus vecinos no retiran la denuncia, el juez va a privarle de la patria
potestad de su hijo y tal vez lo encierre durante algunos años, como usted se
merece. Personalmente, me alegraría mucho verlo en la cárcel, porque es una
cobardía asquerosa pegar a un niño que no le llegará ni a la cintura. ¿Qué
tiene usted que decir?
-Les juro por Dios y por
mis muertos que nunca volveré a ponerle a mi hijo la mano encima.
-Informaremos de que nos
ha dicho usted eso. Pero tendrá que convencer a sus vecinos para que retiren la
denuncia; si no, lo va a tener usted muy crudo. Si de mí dependiera, yo les
aconsejaría que no la retiren. Es que no hay derecho, oiga. ¿Podemos hablar con
su hijo?
Dany corrió escaleras
abajo para no tener que contestar preguntas de los policías en presencia de su
padre y, sobre todo, para que no vieran el aspecto que presentaba su cara, y
volvió a la calle. ¿Qué consecuencias podían derivarse de la visita? ¿No empeoraría
su situación? Todavía no había oscurecido del todo, podía entretenerse una hora
o dos en la calle y volvería a su casa justo a la hora de la cena, que era lo
que ellos le exigían.
-¿Te has caído? -le
preguntó un niño llamado Pepe Luis, el más voluminoso de los muchachos de su
edad entre los vecinos de la calle y el que más huraño solía mostrarse con él
cuando intentaba participar en los juegos.
-Sí, por la escalera
-respondió Dany sin vacilar.
-Pues te pareces a
Frankestein.
Dany sonrió. Intuía que era
una broma amable, no un sarcasmo.
-Tengo el ojo a la
virulé. No veo ni tres un burro.
Pepe Luis soltó una
carcajada, como si el comentario le hubiera parecido divertidísimo.
-¿Quieres jugar?
-preguntó el chico grandón.
-¿A qué?
-Al chiquirindongui. Sólo
somos tres: nos falta el cuarto.
-Con este ojo ciego, me
las vais a comer todas.
-Por eso te invito
-ironizó Pepe Luis-. Me darás ventaja.
Dany volvió a intuir que
era una broma amable.
Jugó cuatro partidas de
parchís, de las que ganó tres. En la cuarta, le pareció que sería mejor dejarse
ganar, para no provocar la inquina de quienes se mostraban repentinamente
dispuestos a permitirle ser su camarada.
Subió las escaleras de
su casa con prevención porque se había pasado unos minutos de la hora, pero,
sobre todo, por la visita de los policías. Su madre le sonrió esplendorosamente
al abrirle la puerta y se giró hacia la mesita de la sala, al lado de la cual
se encontraba su padre sentado. Encima de la mesa, nuevos y relucientes,
estaban los ocho libros. Corrió a abrazar a su padre, que le dio un beso.
-Perdóname hijo -murmuró
en su oído.
Absorto en los libros y
en el recuerdo de lo grata que había sido la partida de parchís, Dany olvidó a
los niños azules.
martes, 9 de diciembre de 2014
viernes, 5 de diciembre de 2014
martes, 2 de diciembre de 2014
jueves, 27 de noviembre de 2014
PRONTO, 5ª edición de LA DESBANDÁ
Ayer, 26 de noviembre, firmé contrato con Editorial Genal, que publicará en los próximos meses la
sábado, 22 de noviembre de 2014
viernes, 14 de noviembre de 2014
jueves, 6 de noviembre de 2014
Cuarto capítulo de DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
Hace ya muchos años, escribí la continuación de LA DESBANDÁ,
titulada DESPUÉS DE LA DESBANDÁ. Al no haberlo publicado a causa de las estafas
que sufgría por parte de las e3ditoriales de Barcelona, en estos años no he
parado de retocarla. Creo que ya la estoy dando por acabada. Tienen a
continuación el cuarto capítulo
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
IV Capítulo
El retorno de la desbandá no había terminado aún. Todavía llegaban en masa,
aunque algo más dispersos que los dos días anteriores, rendidos y vencidos,
arrastrando los carromatos, carretillas, bicicletas y niños ensartados por
cordeles para que no se despistasen. Los dos amigos, tras haber descansado un
poco, los miraban ahora con un inesperado y muy extraño sentimiento de piedad y
repulsión. ¿Así parecían ellos dos días antes?
El Templao cabeceó y, apesadumbrado, hundió la barbilla en el pecho al
tiempo que resurgía el llanto. Mani volvió a abrazar sus hombros sin encontrar
una palabra que pudiera consolarles a los dos.
El cortejo del regreso continuaba gimiendo. Andrajosos, casi todos los pies
sangrantes, famélicos y con los ojos desencajados. Como escapados de un campo
de concentración, subían por las riberas del Guadalmedina y la calle del
Molinillo, arrastrando la desesperación y la desesperanza. ¿Qué venturas podían
encontrar en la ciudad asolada de donde habían huido? Ninguna, porque casi no
había más que escombros humeantes. Prematuramente, la mudez que les obligarían a guardar durante años les
dominaba ya.
Transitaban en silencio de camposanto, presentes pero ausentes, con miradas esquivas
y perplejas donde no quedaba ningún camino. En sus ojos se pintaba la
incertidumbre y, sobre todo, la negrura de su inmediato porvenir.
Para no tener que continuar viéndolos, el Templao y Mani se desviaron de la
ruta que habían previsto recorrer. Permanecieron unos minutos junto a un
pequeño huerto de la calle de Salamanca donde salaban boquerones, hasta que el
Templao, con su habitual incapacidad de estarse quieto, dijo:
-Bueno, Mani, me las piro; trata de esconderte hasta que yo no vuelva. A ver
si encuentro quien me haga el favor de ir a preguntar en la Goleta.
Pasado un rato, Mani descubrió que dos hombres que rellenaban un pequeño tonel
con boquerones y sal, le señalaban y murmuraban entre sí. En un primer momento,
sonrieron, probablemente recordando con ternura al “vengador de los pobres”,
pero a continuación, se enzarzaron en una discusión mientras uno de los dos lo
señalaba con cierta severidad; probablemente, discutía si entregarlo. Estaba en
peligro. Corrió calle abajo, por la misma dirección que el Templao tendría que
recorrer a su regreso, y se paró junto a un tenderete del mercado a ver pasar
el cortejo, que seguía desfilando sus miserias por la Cruz del Molinillo.
Cavilaba sobre dónde ocultarse mientras el Templao trataba de averiguar el
paradero de doña Elena, pero la fascinación que le producía el desfile le
mantuvo en el mismo sitio, sin notar cuántas mujeres lo miraban de reojo. De
hecho, se produjeron incontables codazos de unas vecinas a otras, mientras lo
señalaban con disimulo, aunque en ningún momento se dio cuenta porque el dolor
del muchacho era tan profundo por la desolación que veía pasar, que no tenía
ánimos ni para mantener el alerta.
Por su parte, y al tiempo que corría mirando las caras de sus vecinos, a ver
en quién podría confiar, al Templao le pesaba cada vez más el martirio de su
hermana Inma, porque todas las piedras de las callejas que recorría se la
recordaban. El estremecimiento le hacía trastabillar y tuvo que hacer un
esfuerzo para continuar andando. Los sucesos de aquel día los podía reseñar con
todo detalle y cronológicamente.
-Guaqui, la Inma...
-¿Qué pasa, mamá?
-Que la mandé a mediodía a comprar un
huevo y no ha vuelto.
-¿No ha venío a comer?
-No. Sal a buscarla, que esto me huele
fatal.
Mani sintió que un terremoto agitaba
el suelo bajo sus pies. Había aconsejado muchas veces a Inma que no saliera de
su casa sola, lo mismo que el Templao. Ahora no era tiempo de reprochar a la
madre por no parar de mandarla a la calle, sino de encontrarla cuanto antes.
Rastrearon a la carrera zonas cada vez más amplias con el barrio como
epicentro. Empezaron en el Molinillo, pero fueron abarcando más y más calles,
hacia las zonas céntricas, hacia el barrio de Capuchinos y hacia el río.
Preguntaban a los conocidos y a los desconocidos, el Templao sin parar de
llorar y Mani con el corazón estrujado por el peor de los presentimientos. Inma
no se retrasaba jamás voluntariamente, poseía gran sentido de la
responsabilidad que le hacía ayudar a su madre mucho más de lo que ésta le
exigía y siempre volvía de los mandados en seguida, porque lo que más le
gustaba era bordar. Pasaba horas y horas bordando, incluso mientras hablaba con
Mani durante tardes-noches interminables. Parecía indudable de que su tardanza
no era por iniciativa propia; alguien estaba reteniéndola. Cada hora, volvían a
la calle Rosal Blanco por si había novedades. De tanto indagar, la noticia
sobrevoló el barrio, por lo que se fue agrupando gente expectante en torno al
corralón de la Torre. Los grupos se multiplicaron y cuando se acercaba la
medianoche, eran más de diez. Carmela, en el centro de un círculo formado por
sus hijos, permanecía en guardia a la entrada de la calle, como si con ello
pudiera acelerar la reaparición de la más bonita, dulce y serena de los doce.
Mani y el Templao recorrieron todas
las casas de socorro, los dos hospitales, los asilos de indigentes y cuando
acudieron a la comisaría de vigilancia, los guardias se burlaron de su
desconsuelo, porque las denuncias por desaparición eran demasiado frecuentes
como para abrir diligencias. El Templao estuvo a punto de ganarse la detención,
de no ser porque Mani cerró materialmente su boca obligándole a callar cuando
ya había empezado a insultar al guardia del mostrador, que sencillamente se
encogió de hombros con indiferencia.
Según les dijeron durante un nuevo
regreso a calle Rosal Blanco, ya eran casi veinte los grupos que hacían batidas
por el río, los huertos, el monte Coronado y las zonas de campo que orillaban
los caminos que partían de Málaga. Salían con antorchas y linternas en una
multitudinaria movilización del barrio, que era general cuando se aproximaba el
alba.
Fue con la primera luz del amanecer
cuando llegó uno de los grupos cargando a Inma entre cuatro. Convulsionada y
babeante, se debatía como si fuese presa de un ataque epiléptico, pero no
emitía sonido alguno.
-Estaba sujeta a la barandilla del
puente; parecía que iba a tirarse -informó uno de los que la cargaban.
-No quiere hablar -aclaró otro.
La depositaron de pie ante su madre y
Mani sintió que se le partía el corazón. Sobrecogido por el espanto, contempló
su melena castaña enredada de rastrojos, sus mejillas tumefactas, sus labios
hinchados y cubiertos de heridas y coágulos de sangre, sus ojos ennegrecidos a
golpes, su vestido hecho jirones y la sangre seca que dibujaba un reguero en su
pierna izquierda. Iba sucia de polvo y fango y de sangre y dolor en las
incontables magulladuras y escoriaciones de su piel, visible en la abundante
desnudez que su ropa hecha jirones no ocultaba. En una de los guiñapos mayores
de la parte delantera de la falda, habían escrito "puta roja" con tinta
china. Viendo que iba a caer desmayada al suelo, Mani dio un salto para
evitarlo, pero ella rechazó el contacto con brusquedad, como si él quisiera
multiplicar su horror.
El Templao apretó los párpados para tratar de borrar el recuerdo, pero no
pudo cerrar los ojos del todo por lo copioso del llanto.
De repente lo vio llegar a través del cristal de sus lágrimas. Dibujó una
sonrisa enorme de alivio, mientras se ensanchaba su pecho y su corazón saltaba
con júbilo. El que había sido durante seis meses el conductor del camión de
abastos comandado por Mani, llegaba desde la dirección opuesta.
Casi desde el levantamiento de los rebeldes, habían compartido todos sus
días; buscaron afanosamente comida y útiles que repartir y llevaron el camión
sin descanso a los más recónditos lugares, no sólo de la capital, sino de gran
parte de la provincia. Juntos, él, el conductor, Mani y el otro miliciano se
habían desesperado al unísono cuando no podían satisfacer las peticiones de
gente tan miserable como la refugiada en la catedral o cuando faltaba la comida
hasta para ellos. Juntos, los cuatro no habían dudado en recolectar amargas naranjas
cachorreñas de los parques, y frutas de melonares abandonados a causa de los
bombardeos. Habían presenciado juntos el desmoronamiento de algunos frentes,
como el de Monda. Habían reído juntos con los chistes y ocurrencias de cada
uno.
Más cerca, el Templao dudó que fuera el mismo miliciano que había conducido
el camión de reparto hasta cuatro días antes, porque se había transfigurado. Se
paró a verlo llegar hacia él y el corazón volvió a darle un vuelco. No
recordaba su nombre, porque hablaban poco de sí mismos cuando cumplían las
órdenes de la Jefatura de Abastos. El antiguo conductor vestía de un modo que
tendría que haberle hecho recelar, un traje de aquéllos que la gente de su
clase usaba sólo los domingos, pero la alegría de encontrarlo le impulsó a
lanzarse hacia él para abrazarlo, al tiempo que maquinaba cómo pedirle el favor
de ir a la Goleta.
-¡Qué haces, muchacho! –exclamó con tono muy áspero el antiguo conductor.
Algo se derrumbó en el pecho del Templao.
-Coño, compadre. ¿No ves que soy el Templao?
En los ojos del ex conductor había un fulgor aterrado al decir:
-Yo a ti no te conozco de ná. Déjame tranquilo.
Echó a correr como si alguien acabara de acusarlo de un crimen.
¿Qué había pasado?
Desde que Paco, el hermano de Mani, fuera nombrado jefe provincial de
Abastos, Mani había sido encargado de comandar el camión que era a la vez
recolector y repartidor. La escasez comenzó pronto en una ciudad obligada a
vivir bajo bombardeos diarios, entre aullidos de sirena y carreras hacia los
refugios, y que por sus propios y disparatados impulsos, se encargaba de
pergeñar resistencias en otros lugares y de surtir de comida y efectos a numerosos
puntos de la línea de guerra y hasta a grandes ciudades, como Madrid. Siempre
habían sido los mismos en el camión, con Mani al mando, lo que resultaba muy
sorprendente por las edades respectivas, pero ni el Templao ni los otros dos
discutieron nunca la autoridad del adolescente, sobre todo a causa de la
celebridad de que gozaba en toda la ciudad como “libertador de los pobres”, así
como el poder de su hermano Paco . El conductor, junto a un miliciano algo
mayor que ellos, el Templao y Mani componían el exiguo pelotón encargado de
tanta responsabilidad. Los dos amigos preferían viajar juntos en la caja por no
ir separados y proseguir sus inacabables
charlas y chácharas, por lo que al conductor lo acompañaba casi siempre en la
cabina el miliciano más maduro, de quien se esperaba cierta autoridad moral
para controlar los reflejos e impulsos juveniles del conductor, a quien
apodaban “Lagartija”, se suponía que por su sinuoso sentido de la velocidad.
El Lagartija era un obsesionado de los motores y como tal, algo simplón,
pero resultaba chistoso a veces, cuando tenían que asaltar entre bromas y
juegos huertos por el camino de Casabemeja o la carretera de Cártama, y el
camión permanecía tan a la vista, que no necesitaban que ninguno se quedase a
guardarlo. En tales ocasiones, el conductor se transfiguraba; pasados unos
momentos desde que empezaran a requisar un sembrado o un pequeño rebaño de
cabras, mientras trajinaban comenzaba a hablar de modo exuberante, contando
chismes de la pequeña pedanía del Guadalhorce de donde procedía y hasta
desbarrando a veces.
Una mañana, pararon el camión junto a un frondoso macizo de chumberas en las
cercanías de Pizarra, porque vieron desde el camino que un extenso sembrado de
alcachofas tenía ya frutos recolectables, aunque el clima era caluroso todavía
y nada otoñal.
-Hay un cateto allí, que nos está mirando –dijo el miliciano maduro.
-No te preocupes , Doro –dijo el Lagartija-; mientras se piensa si avisar a
alguien y va a pedir ayuda, nos daría tiempo a llenar tres trenes de
alcachofas.
-¡Y un jamón! –exclamó Doro.
-Bueno… -bromeó el Lagartija-, eso también. Hay que mirar por si hubiera una
cuadra por aquí.
-Oye –atajó el Templao-, que esto no es el Tarajal.
-Al Tarajal ni se os ocurra a ustedes ir por allí, que mi familia es sagrá.
Mani contemplaba maravillado una larga orla de aulagas que parecía trazar un
camino en una colina por encima de Pizarra. El otoño era ya dueño del
calendario, pero el paisaje de Málaga no obedecía jamás sus convenciones, pues
la exuberante floración amarilla no parecía todavía la de otoño, sino residual
de la abundantísima del verano. Abstraído en la contemplación de esa orla
dorada, volvió a la realidad al notar el tono amenazante del conductor.
-Oye –dijo Mani tratando como de costumbre de eludir los gallos que
comenzaban a aparecer en su voz y revistiéndose de la autoridad que pudo-, si
tu familia tiene pocilgas, lo mejor que podrías hacer es decirles que nos den
algunos guarros, pa hacer el paripé y no ir a requisarlos tos de un tirón.
El Lagartija bajó levemente la cabeza y se encogió de hombros, pero permaneció
en silencio mientras cosecgaba alcachofas. Cuando volvían con los sacos hacia
el camión, Mani le oyó murmurar:
-Mira, Doro, porque es quien es, pero a ese niño tan bonito me lo follaba yo
de una sentá.
-Y a continuación, su hermano te mandaría cortar los cojones.
-Bueno, en tal caso, que me quitaran lo bailao.
-¿No estarás hablando en serio?
Hubo un silencio de más de un minuto, al cabo del cual, Mani oyó que el
Lagartija replicaba muy bajito:
-La vida que vivimos es una puñetera mierda, como pa tomarse ná en serio.
-¿En qué quedamos? –intervino el Templao-. Lo de tu familia del Tarajal si
que te lo tomas en serio.
-Yo no me tomo en serio –repuso el Lagartija- ni las papas en adobillo, y
eso que las de mi madre son gloria consagrá.
-Cuidao –advirtio Doro- que nos han echao los perros.
En efecto, un par de grandes pastores alemanes corría hacia ellos desde las
proximidades del pueblo. Sin mediar ninguna orden, todos treparon por las ramas
de los naranjos del borde de la finca.
-Mira cómo sube ése –dijo Doro señalando al conductor-, de verdad parece una
lagartija.
Ya a salvo en una rama suficientemente distante del suelo, el conductor
contó sin transición:
-Hay un fulano en el Tarajal que nos tiene más manía que un sevillano. Una
vez, quiso meternos la bacalá y se trajinó un guarrito de nuestro corral. Mi
padre hizo como que no se daba cuenta, pero cuando se acercaba la Nochebuena,
ya el guarrito era un guarro mu decente, y ese vecino preparó la matanza. Como
invitó a unos cuantos, pa disimulá nos invitó a nosotros también… ¿A que no
adivináis ustedes lo que hizo mi padre?
-¿Se llevó toa la matanza? –aventuró Doro.
-No, qué va. Se empeñó en ponerse en la mesa donde preparaban las morcillas
y fue echando en cá tripa perdigones de plomo que se había preparao el bolsillo
a reventar.
-¿Se rompieron muchos dientes ese año en el Tarajal? –preguntó el Templao.
-No sé –respondió el Lajartija-. Pero hubo tantas diarreas, que la peste
duró hasta el verano.
-Hay que espantar a los perros –dijo Mani.
miércoles, 29 de octubre de 2014
DESPUÉS DE LA DESBANDCÁ. III capítulo
Salvo retoques de verbos, adjetivos y metáforas en las últimas páginas, creo que ya daré por terminada esta novela en pocos días. Otra vez, me he empeñado a fondo en este pasaje de la posguerra civil... casi ocho años.
Espero que se emocionen.
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
III Capítulo
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas cerradas...
El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la ciudad
No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más; era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las manos, cuya sosa pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo como en este momento,
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…
De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivido durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.
El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.
El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche, también en la Virreina, después de un peregrinaje infructuoso y acobardado por toda la ciudad; el Templao se negaba a permanecer mucho rato en cualquier rincón o recodo, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani, cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Se desplazaban medio agazapados, como evadidos de una prisión, temerosos de la persecución de sus carceleros.
¿Cómo podía mutar de tal manera el hálito de una ciudad? No había risas ni sonrisas; apenas sonaban voces y resultaba extrañamente ominosa la ausencia de los tradicionales pregones que tanta fama habían dado a Málaga. En cuanto a los cantes que habían impresionado a Machado, sólo escucharon al pasar por Atarazanas, y muy brevemente, una luctuosa petenera muy doliente, entre suspiros. Casi no circulaban personas caminando, aunque sí se cruzaron en dos ocasiones con pequeños desfiles de pelotones italianos, lo que les obligaba a esconderse aterrorizados.
-¿Seremos capaces de sobrevivir en este porquería de ciudad? –pregunto el Templao.
Mani se dio cuenta de que no se trataba de una verdadera pregunta, sino de que Joaquín reflexionaba en alta voz. En vez de responder, dijo:
-Lo que está claro, es que a partir a hora todo será muy diferente de cuanto hayamos imaginado o soñado.
El Templao sonrió tristemente, mientras pasaba la palma de la mano por el pelo de Mani.
-Vámonos a ver si conseguimos descansar, Mani; mañana será otro día.
Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina, amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle. Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani preguntó;
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Una pechá, pero puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos capaces de dar con la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de quién quería averiguar primero, si del Chafarino o doña Elena. Mani rezó interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar completamente Málaga y sus habitantes.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el frente de combate… Ya lo sé.
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras salían del arroyo para dirigirse a la Goleta
Espero que se emocionen.
DESPUÉS DE LA DESBANDÁ
III Capítulo
Aunque Mani también sentía un cansancio tan aturdidor como el del Templao, durmió a trompicones, desvelado a veces por el frío o la suave lluvia y otras, por los ronquidos de su amigo. Pero sobre todo, por las imágenes, que su mente se empeñaba en evocar; el Chafarino muerto; su hermano Miguel huyendo con su amada Angustias embarazada, colgada de la espalda; su hermano Antonio arrodillado en la plaza de Torrox, suplicando ayuda ante las inclementes ventanas cerradas...
El amanecer llegó aclarando sólo un poco el manto gris precipitado sobre la ciudad
No encontraron nada para desayunar. La Virreina había sido agostada, como todo el campo de Málaga. Pero en ciertos asuntos el Templao sabía mucho más; era un superviviente. Le enseñó a pelar pencas de nopal sin espinarse las manos, cuya sosa pulpa no consiguió saciarles. Tenían que procurar algo más.
Al disponerse a cruzar el puente de Armiñán, una pareja de soldados italianos parecía guardar el paso en una especie de alcabala del Medievo, como si sirvieran a un cruel señor feudal. Ambos les miraron con una expresión que parecía irónica, como si los dos amigos fuesen los únicos que transitaban por Málaga cubiertos de andrajos. Uno de ellos, guapo y atildado como si jamás hubiera pisado un cuartel, convirtió su ironía en sonrisa.
-¿De qué te ríes, payaso? -preguntó el Templao con rabia.
Mani sintió un retortijón y apretó el brazo su amigo como señal de advertencia.
La respuesta del italiano fue una frase que no entendieron pero el tono hizo obvio el significado. Sin pensarlo, el Templao inició un movimiento de ataque. Mani dio un salto para colgarse de su cuello y musitó:
-Guaqui, espera para morir otro día, porque te necesito.
-Maldito fantoche –masculló el Templao-. Primero tuvimos los témpanos rusos y ahora, las marionetas de Mussolini, que no valen más que pa pintar el aire. Si no me sintiera tan derrotao, le rompería esa cara de muñeco de feria. Otra vez has vuelto a salvarme la vida, como aquel carnaval…
Mani trató de esbozar una sonrisa sobre la expresión descompuesta. La noche que consiguió que el Templao le aceptase como amigo, había evitado que lo tirotearan los falangistas. Pero ni siquiera entonces había sentido tanto miedo como en este momento,
Aquellos carnavales los había vivido con la zozobra de si conseguiría que el Templao le aceptase como amigo y pudiera, por fin, ser novio de la hermana de su amigo, la desgraciada Inma… Evocó los juegos del pilla-pilla por calle Larios y la Acera de la Marina, junto a Quini y los demás camaradas… Los atracones de brevas antes o después de saltar sobre los júas en llamas... El asalto a la mansión de doña Elena, que le había abierto las puertas de un mundo desconcertante… Las desapariciones de sus hermanos Paco y Antonio y la peregrinación en su busca… La guerra contra los principales enemigos de su familia, el barbero y los suyos, que habían acabado convirtiéndose en parientes…
De todos modos, su vida había sido feliz, a pesar de la tragedia permanente de los últimos siete meses y, en realidad, de toda su vida. Como niño despreocupado en sus juegos pero angustiado por la economía familiar… Como miliciano a cargo de un camión de abastecimiento… Como héroe precoz, festejado en toda la ciudad…
El mercado de arquitectura morisca del Molinillo, la casa de aquel bodeguero asaltada a pedradas, el cañizo del Chafarino en la playa de la Isla, donde había disfrutado los mejores momentos del principio de su adolescencia; los bailes de Carnaval junto a su hermano Miguel y Angustias, Inma y el Templao. Cuando las transgresiones más audaces parecían simples travesuras. Cuando los únicos disgustos que había tenido jamás le habían puesto delante la crudeza de la muerte.
Le había resultado extraño y desasosegante el silencio de la finca de la Virreina, ausentes los estruendos de más de doscientos bombardeos totales que había sufrido Málaga. En algunos instantes fugaces, tuvo la sensación de haberse quedado sordo, porque sus sentidos habían llegado a acostumbrarse tanto a las explosiones y derrumbes, que la quietud de esa noche campestre había sido lo más parecido a la muerte que podía imaginar, porque ninguna madre aullaba junto al cadáver ensangrentado de su hijo ni podían escucharse las blasfemias furibundas de muchachos que alzaban airados los puños hacia el cielo.
Sin transición, las preguntas sin respuesta de su mente fueron sustituidas por varias de las escenas que había vivido durante la desbandá.
Sintió erizarse la piel al acordarse de la amanecida de tres días antes, cuando las dos familias, la suya y la del Templao, volvieron de Torrox para sumergirse otra vez en la escabechina de la carretera, en cuyo final procuraban un destino.
El regreso de Torrox fue más fácil cuesta abajo; descendieron por el centro de la carretera sin precauciones, como si estar comiendo representase la redención de todas sus penas. Habían dejado de importarles los aviones, que danzaban su macabro minué sobre la línea asfaltada de la costa. Durante el tiempo que les tomó llegar, dos veces los vieron alejarse y volver.
-No podemos meternos en la escabechina que estarán haciendo -dijo Mani.
-Lo vamos a hacer así -dijo Paco-: Esperaremos que se vayan y, en cuanto se alejen, creo que podemos correr sin peligro durante una media hora: eso es lo que ha mediado, aproximadamente, entre los dos acercamientos anteriores. A lo mejor conseguimos salir del encajonamiento de esta parte de la carretera antes de que vuelvan. Si vuelven antes de que consigamos llegar a campo abierto, recordar que hay que ocultarse en el mismo sentido que ellos vienen y buscar cobijos que no vayan a caeros encima con la explosiones. En cuanto podamos llegar a otra parte más o menos despejá como ésta, nos meteremos otra vez tierra adentro, porque ya habéis visto que namás disparan contra la carretera de la costa.
Los aviones volaban como un enjambre de abejorros; seguramente se debía a una táctica deliberada, pero a Mani le parecía que estuvieran siempre al acecho de su grupo en concreto. Admiró la habilidad de los pilotos, puesto que obligaban a sus máquinas a elevarse en el último segundo, cuando daban la impresión de que iban a estrellarse. Como la carretera que corría paralela a la costa estaba oculta todavía por las ondulaciones que iban salvando, no podían ver a los fugitivos de la gran desbandada, pero una vez que el estruendo cesó y los aparatos fueron alejándose hacia la cola del éxodo, los lamentos reemplazaron el ruido de los motores.
-¡Dios mío! -gimió entre dientes Paula cuando la cinta de asfalto se hizo visible-, conteniendo un alarido para no estimular nuevos llantos de los niños.
El pavimento se iluminaba por el brillo de la sangre. Una inundación bermeja, en el umbral entre el horror y el infierno. Llamaban a voces a sus familiares perdidos y no miraban hacia abajo, para no identificarlos entre los cuerpos descuartizados que se amontonaban por todas partes. Corrían de un lado a otro como enajenados, en todas las direcciones, atrás y adelante, hacia el acantilado y el terraplén: entrechocaban, resbalaban, maldecían y se acuclillaban trémulos junto a un rostro recién localizado. Era muy difícil andar, los pies se deslizaban en el viscoso resplandor rojo. Mani tenía que sujetar a Paula, que había levantado la cabeza estirando mucho el cuello y avanzaba con la mirada fija en un punto inconcreto del cielo gris que se abría frente a ellos. Mani volvió la cabeza casi involuntariamente, para mirar a un mujer que daba alaridos estrepitosos y gritaba el nombre de Manolo; vio en seguida que no era a él a quien llamaba, pero sus ojos se soldaron fascinados a lo que acunaban sus brazos, un niño de pecho cuyas entrañas colgaban pendulando al andar la madre; apretó los párpados, a ver si conseguía despertar de la monstruosa pesadilla. El sol, ¿dónde estaba el sol? Tenía que estar en alguna parte, era urgente que viniera a despertarle.
El mismo silencio ominoso se mantuvo durante toda la siguiente noche, también en la Virreina, después de un peregrinaje infructuoso y acobardado por toda la ciudad; el Templao se negaba a permanecer mucho rato en cualquier rincón o recodo, indefensos, donde pudieran identificarles, sobre todo a Mani, cuyo pelo resplandecía a veces en la oscuridad. Se desplazaban medio agazapados, como evadidos de una prisión, temerosos de la persecución de sus carceleros.
¿Cómo podía mutar de tal manera el hálito de una ciudad? No había risas ni sonrisas; apenas sonaban voces y resultaba extrañamente ominosa la ausencia de los tradicionales pregones que tanta fama habían dado a Málaga. En cuanto a los cantes que habían impresionado a Machado, sólo escucharon al pasar por Atarazanas, y muy brevemente, una luctuosa petenera muy doliente, entre suspiros. Casi no circulaban personas caminando, aunque sí se cruzaron en dos ocasiones con pequeños desfiles de pelotones italianos, lo que les obligaba a esconderse aterrorizados.
-¿Seremos capaces de sobrevivir en este porquería de ciudad? –pregunto el Templao.
Mani se dio cuenta de que no se trataba de una verdadera pregunta, sino de que Joaquín reflexionaba en alta voz. En vez de responder, dijo:
-Lo que está claro, es que a partir a hora todo será muy diferente de cuanto hayamos imaginado o soñado.
El Templao sonrió tristemente, mientras pasaba la palma de la mano por el pelo de Mani.
-Vámonos a ver si conseguimos descansar, Mani; mañana será otro día.
Los dos amigos durmieron o fingieron dormir y ningún perro llegó a ladrarles, porque no quedaba ninguno. Aunque se habían amparado junto a dos grandes chumberas de nopal, que abundaban en toda la finca de la Virreina, amanecieron otra vez húmedos de rocío y los ojos cubiertos de legañas. Cuando Mani despertó, el Templao se hallaba sentado a su lado con las rodillas abrazadas, tiritando.
-Ojú, qué frío.
-No seas exagerao, Guaqui. Pa ser febrero, el tiempo no está tan mal.
-¿Que vamos a hacer ahora, Mani?
No tenía la menor idea. Sentía tanta pena que el pecho llegaba a dolerle. Para eludir una respuesta descorazonadora, Mani preguntó;
-¿Te siguen doliendo los pies?
-Una pechá, pero puedo apañarme.
-Tendríamos que averiguar algo sobre doña Elena, Guaqui, es lo único que podría salvarnos tal como estamos. Debemos averiguar si sigue en la Goleta o qué. Y también tendríamos que darnos una vuelta por el Perchel, a ver si somos capaces de dar con la familia del Chafarino.
-Bueno, Mani. Vamos allá. Cualquier cosa es mejor que quedarnos aquí quietos, sin hacer ná. Vamos a buscar algo de comer. Luego, me encasquetaré una boina y daré una vuelta por nuestro barrio, por si encuentro a algún conocío que pueda ir a la Goleta, a preguntar por ella en nuestro lugar. Tú te quedarás escondío en una iglesia o por ahí.
-¿Estás seguro de que puedes andar?
Con rigidez, el Templao se puso de pie poco a poco. Tanteó antes de dar un paso y miró hacia Mani, asintiendo.
-Po vamos.
Las prodigiosas fuerzas del arrumbador estaban volviendo. Mani sugirió a su amigo caminar arroyo abajo, porque no tenía claro hacia donde encaminarse ni de quién quería averiguar primero, si del Chafarino o doña Elena. Mani rezó interiormente, para que volviera en todo su esplendor aquella facultad de bromear y la legendaria sangre gorda que había originado el apodo de Templao.
Sorprendentemente, el pedregoso cauce del Guadalmedina, un extraño, repugnante y oscuro páramo desierto en el centro de la ciudad, mostraba señales abundantes y muy claras de las bombas en los pocos claros que dejaba el amontonamiento de fugitivos durmiendo, aunque muchos parecían muertos. Numerosos socavones llegaban a superponerse entre sí, por lo que resultaba obvio que muchos de los bombardeos no habían tenido objetivos claros. Habían sido tan insistentes, masivos y constantes que, aparentemente, los aviadores no ponían demasiado empeño en elegir sus objetivos. Los estragos de doscientos cuatro días de bombardeos continuos, los habían causado bombas a granel, imprecisas, numerosísimas y lanzadas al tuntún, demostrando que las órdenes eran arrasar completamente Málaga y sus habitantes.
-Mejor que mi madre no vea esto –murmuró Mani, señalando las fachadas medio desmoronadas que se asomaban al torrente seco del Guadalmedina..
-Lo han tirao tó –comentó el Templao con rabia.
-Lo poco que quedaba en pie la semana pasá. Ya ves tú…
-Málaga ya no podrá ser nunca igual…
Mani torció levemente el labio superior.
-Bueno, Guaqui, tampoco era gran cosa…
-Esta es la capital mejor del mundo. ¡Tú estás majareta, Mani!
-A lo mejor estoy majara. ¿Quién puede seguir en sus cabales, después de pasar lo que estamos pasando, Guaqui? Pero… ¿te acuerdas de los ratas del puerto, que eran como alimañas rabiosas? ¿O del día que me tuve que tirar al suelo, estropeando un vestío estupendo que mi madre me había mandado entregar, porque me pillaron entre dos fuegos, los policías por un lao y los sindicalistas por el otro? ¿O la violación de tu Inma? ¿O aquel individuo al que fueron asesinando poco a poco hasta la Casa del Pueblo del Psoe, del Perchel? ¿O al que le cortaron el dedo pa robarle el anillo? Y no te olvides que presenciamos cómo le cortaban ese dedo antes de asesinarlo. ¿O lo que les hicieron a mi Antonio y mi Paco? ¿Y lo que me podían haber hecho a mí el último carnaval? ¿Tú crees que valdría la pena que Málaga volviera a ser así, tal como era? Vivíamos en el infierno y ahora, estamos en medio de su espanto.
Con gesto forzadamente cómico, el Templao reprochó:
-¿No estarás volviéndote fascista?
-¡Una mierda! Lo que pasa es que vivir como vivíamos no era vida, Guaqui.
-¿Y ahora, qué?
-No puede ser peor.
-¿No? ¡A ti te ha sentao mal esta caminata y tienes indigestión de las pencas que comimos ayer! ¿Cómo que no va a ser peor? ¿Tú sabes lo que yo presencié en la provincia de Cádiz, con la Legión, cuando me forzaron a venir con aquella caterva de moros?
-Sí, Guaqui. Por mu mal que vaya la cosa ahora, no puede ser igual que en el frente de combate… Ya lo sé.
El ceño del Templao se ensombreció y apartó la mirada de Mani
Como un inesperado manto oscuro de fantasmas y suspicacia, como un presagio de malaventura que no podían prever, el silencio cayó sobre los dos amigos mientras salían del arroyo para dirigirse a la Goleta
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