No deje de leer el cuento titulado
MILAGRO EN TEOTIHUACAN,
publicado un poco más abajo.
Se trata de un cuento lleno de magia y misterio,
que se desarrolla entre Nueva York y México.
lunes, 28 de octubre de 2013
domingo, 27 de octubre de 2013
viernes, 25 de octubre de 2013
MILAGRO EN TEOTIHUACÁN
CUENTOS DEL AMOR
VIRIL. LUIS MELERO
MILAGRO
EN TEOTIHUACAN
-Los mexicanos tenemos un
apreciable porcentaje de sangre india -afirmó Javier Robledo.
Protegido por el embozo que le
proporcionaba el gigantesco sombrero que el fotógrafo de turistas le había
obligado a ponerse, Jenaro Senmenat examinó de reojo el rostro de Javier. Que
el mexicano prestase atención a la ranchera que cantaba muy desafinadamente el
grupo de mariachis, junto con la algarabía del local, le ayudaba a disimular la
intensidad y el hambre de su mirada.
Javier no era guapo en el sentido
clásico, pero su exuberante virilidad agreste, y la pastosidad de su voz, le
dotaban de un atractivo sexual arrebatador y sí, el trazado de sus cejas y sus
ojo, vagamente achinados, que le proporcionaban cierto parecido con Antony Quinn,
revelaban un toque de sangre indígena, no mayor que el de Jorge Negrete. Sin
embargo, su oscuro y poblado vello desmentía ese origen, dado que los
amerindios suelen ser lampiños.
Y por mucho que se esforzaba, no
conseguía dejar de mirar su bragueta. Lanzaba miradas de soslayo que se cosían
al empinadísimo abultamiento del pantalón y tenía que realizar esfuerzos
heroicos para que sus ojos no desvelaran sus pensamientos. Se preguntaba qué
podía haber ocasionado la erección de Javier, pero la razón le aconsejaba
suponer que se trataba sólo del efecto del alcohol y la divertida placidez del
momento. No se le ocurría plantearse otra posibilidad distinta.
Desviando la mirada hacia la
esplendorosa y ancha sonrisa de Javier, Jenaro se preguntó si la visita a
Ciudad de México iba a servirle para conquistar, por fin, lo que llevaba quitándole
el sueño cerca de un año.
El traslado a Nueva York, un año
antes, no pudo ser más incierto. Jenaro disponía sólo de cinco millones de
pesetas ahorrados con mucho esfuerzo, y necesitaba aprender inglés, culminar el
curso de actuación y vivir la experiencia de desenvolverse durante un año en la Babilonia
norteamericana, para seguir creyendo en sí mismo como actor y darse gas para
continuar en una profesión que en España era una extenuante carrera de
obstáculos. La austeridad que debía imponerse para resistir un año y volver a
Madrid con medios suficientes para reiniciar la carrera, vedaba toda
posibilidad de alquilar un apartamento privado, a los precios exorbitantes de
los alquileres de Nueva York. Gracias a un anuncio en uno de los periódicos en
español, encontró habitación en el Bronx, en un piso de la avenida Melrose, compartido
con dos hispanos.
Roberto, el uruguayo, era
hematólogo; preparaba un master que lo convertiría en una autoridad médica de
su país. Javier, el mexicano, era un simple oficinista de la legación mexicana
ante las Naciones Unidas. Juntos, pudieron permitirse un apartamento de tres
dormitorios, que según los parámetros neoyorkinos habría sido un lujo asiático
para cualquiera de los tres. A Jenaro le asignaron la habitación que daba a la
calle, puesto que era el que tenía menores obligaciones laborales de horario y
no importaba si el ruido turbaba su sueño, cosa que ocurría con demasiada
frecuencia.
Se trataba de una habitación sin
puerta, comunicada con el salón por un arco de medio punto, que había sido el
despacho del propietario. El español carecía de la privacidad que disfrutaban el
mexicano y el uruguayo, por lo que le fue concedida una participación menor en
los gastos. Mientras cerraban el acuerdo, Roberto, el uruguayo, aludió en
varios momentos a la falta de aislamiento… “que te obligará a encerrarte en el
baño cada vez que te pique la entrepierna”. Tanto Javier como Jenaro ponían
cara de circunstancias ante tales alusiones, que a Roberto le hacían sonreír
con mucha ironía.
La falta de aislamiento fue el
origen de todo.
Sólo había un aparato telefónico,
que estaba en el salón. Sólo había un baño, cuya puerta daba también al salón,
en línea con el cabecero de la cama de Jenaro. Tanto Roberto como Javier,
acudían siempre en calzoncillos a las llamadas del teléfono; los dos entraban
en el baño frecuentemente desnudos o, a
lo sumo, cubiertos parcialmente por una toalla. Roberto, con su aspecto
centroeuropeo, poseía una belleza escultural espléndida aunque fría: piel celta
ebúrnea, cuerpo meticulosamente trabajado en el gimnasio, demasiado armónico y
simétrico como para parecer de carne, pelo castaño muy claro, probablemente
tratado frecuentemente con camomila, vello depilado hasta en los rincones más
íntimos; el hecho de tener una novia fija y frecuentes aventuras con
norteamericanas, que metía sin tapujos en su habitación, le desterraba de las
expectativas y ensoñaciones de Jenaro.
Javier, en cambio, no era mujeriego
militante y su aspecto de macho tópico, ancho, robusto y fibroso como un
labrador, y piel atezada igual que cuero, como un estibador, le dotaban de un
atractivo apremiante que ocasionaba frecuentes erecciones a Jenaro mientras lo
veía hablar por teléfono, despatarrado, acariciándose distraídamente la
abundante pelambrera oscura del voluminoso escroto que asomaba, impúdico, por
la pernera del calzoncillo o pasándose la palma de la mano por los prominentes
pectorales cubiertos de vello.
Era una belleza imperfecta. El
hombro izquierdo era algo más redondo que el derecho, los muslos eran demasiado
descomunales y tan densamente velludos que apenas se veía la piel. Sus gemelos abultaban tanto, que sus piernas
parecían torneadas patas de sillón barroco. El vello del vientre formaba una
ristra tan abundante y compacta, y sobresalía tanto de perfil, que Jenaro
estaba siempre a punto de pedirle que le permitiera recortárselo un poco.
Fingiendo dormitar o sin necesidad
de ello, puesto que Javier se comportaba con desinhibición algo exhibicionista,
Jenaro contemplaba el bulto desmesurado y palpitante de los genitales del
mexicano a placer, obligándose a esfuerzos heroicos para sacudirse la tentación
de saltar a acariciarlo, a pesar de que nunca antes le había atraído esa clase
de desproporciones. Antes del deslumbramiento por Javier, ni siquiera recordaba
haberse fijado en hombres muy velludos ni en el tamaño del pene de nadie.
Hasta recordaba haber eludido mirar
a ese tipo de hombres en las saunas de Valencia. Aunque un pene penduleante que
alcanzara el medio muslo resultaba sumamente atractivo para los gays, a él le
causaba algo de repulsión, y cuando se cruzaba con algún tipo muy velludo solía
pensar que tal vez oliera mal.
Aunque veía a Javier desnudo con
frecuencia, nunca había dado la casualidad de que tuviera una media erección al
entrar o salir del baño, sólo había visto ese órgano completamente fláccido, de
modo que Jenaro se preguntaba la dimensión que podría alcanzar al endurecerse
un pene que era el mayor que jamás había imaginado que pudiera existir. ¿Crecería
mucho al llenarse de sangre con una erección? ¿Conseguiría levantarse hasta la
vertical algo tan enorme? Tamaña barbaridad, anchísima y desmesurada, ¿alcanzaría
la dureza majestuosa y casi metálica que obtenía el suyo? Si fláccido parecía pasar
de veinte centímetros, ¿se aproximaría a los cuarenta erguido? Había oído
comentar a sus amigos de Valencia que los penes demasiado grandes no conseguían
endurecerse del todo jamás. ¿Sería el de Javier uno de esos miembros medio
inútiles?
Era la primera vez en su vida que
se hacía esta clase de preguntas, puesto que, antes, lo único que percibía
cuando alguien le interesaba era la magia que irradiase. Sus ojos, su boca, su
sonrisa, su expresión corporal. Todavía no había sufrido la clase de
enamoramiento enfermizo que observaba en mucho de sus conocidos, aunque sí
había amado con algo de tibieza, amor que siempre era producto de la magia que
derramase el otro. Javier emitía magia, un intenso poder de seducción de
apariencia hechicera, pero era, al mismo tiempo, un prodigio de erotismo animal
que desprendía ondas urentes que convulsionaban la entrepierna de Jenaro y excedían
a cualquier ser humano que recordara haber contemplado. Sin duda tenía que ser
el prodigio de una combinación tan infrecuente; el resultado fatal de alearse
el oro con los rayos del sol.
Soñaba con él y siempre tenía orgasmos.
Aunque nunca hubiera dado importancia al tamaño de los penes, la dimensión
alucinante del de Javier le obsesionaba; con frecuencia, lo imaginaba cárdeno y
enhiesto, con el tamaño, la sinuosidad y los relieves venosos del brazo de un
culturista, cuyo puño sería semejante al glande. Era un cilindro oscuro y
punzante que le hacía sentir deseos que nunca había experimentado. En el frondoso
bosque púbico de Javier, emergía primero –en sus sueños- como una anaconda que
iba convirtiéndose en un obelisco oscuro y granítico que ansiaba que estuviese
dentro de sí. Aunque nunca lo habían penetrado con algo ni remotamente tan
grande, imaginaba de modo muy vivo el dolor y el éxtasis de tal intrusión, junto
al calor del terciopelo de la piel de Javier contra la suya.
Con el paso, primero, de las
semanas y, luego, de los meses, el descubrimiento de la personalidad de Javier
multiplicó por ciento el embrujo y el atractivo para los ojos y el corazón de
Jenaro.
Porque Javier, aparte de su pene
increíble, poseía otras peculiaridades.
El primer atisbo lo tuvo Jenaro un
viernes por la tarde, cuando sólo llevaba dos meses conviviendo con sus dos compañeros.
-¿No piensas salir? -preguntó
Javier con la música de su acento, mientras se sobaba la bamboleante prominencia
del calzoncillo con distraído abandono.
-Más tarde -respondió Jenaro,
desperezándose en la cama e intentando disimular la mirada elusiva del voluminoso bulto-. Hay un montaje off Broadway
que necesito ver y después me han invitado a una fiesta en el Village. Por eso
trato de echarme una siestecita.
-Siento perturbarte el sueño; es
que espero que me llame mi madre.
El calzoncillo era corto y suelto,
sin botones, de modo que no le cubría suficientemente. Por encima del elástico
y bajo los perniles el vello se escapaba frondoso y perfumado, junto con un
escroto demasiado voluminoso y pesado como para ser contenido por tan escueta
prenda.
-¿Te ha dicho que va a llamarte?
–preguntó Jenaro, mientras apretaba los muslos para ocultar su erección.
-No. Necesito hacerle un encargo, y
estoy transmitiéndole mentalmente el mensaje de que me llame ella. Si la
llamara yo, tendríamos cuentas de teléfono astronómicas.
Su expresión era la de alguien
seguro de su lógica, como si estuviese hablando de acontecimientos vulgares y
cotidianos. Jenaro sintió que sus pupilas se cerraban como si contemplase una
luz cegadora. Muy abiertos, los ojos de Javier miraban infinitamente más allá
de la pared que tenía enfrente. Sentado con abandono indiferente a pesar de la
exaltadora inmovilidad de su cabeza, los testículos, como grandes madejas de
hilo negro, y parte del glande, como una gran ciruela cárdena, asomaban por el pernil izquierdo del
blanquísimo calzoncillo.
-A ver, Javier. ¿Quieres decir que
crees que puedes influir telepáticamente en tu madre y obligarla a llamarte?
-Naturalmente –respondió Javier con
algo de jactancia y sin disminuir la alucinación de su mirada, mientras se
ajustaba el pene para que no se rebelara del todo escapando del calzoncillo-.
Lo hago casi todas las semanas.
Sin acabar de pronunciar esta
frase, sonó el timbre del teléfono. Javier alzó el auricular al instante.
-¿Mami? -preguntó antes de haber
tenido tiempo de escuchar ningún sonido al otro lado del hilo. Dio la impresión
de que -al hablar con su madre- sus genitales se encogieran pudorosos.
Luego de sentir un escalofrío
porque había inundado la habitación un hálito que olía a otro mundo, Jenaro
asistió estupefacto al monólogo que siguió:
-Esta vez tardaste en llamarme más que
otras veces, mami. Llevo desde esta mañana pidiendo que me llames... No, no
puedo viajar a Ciudad de México por mi cumpleaños, mami... por eso necesitaba
que me llamases... Haré una pequeña fiesta en casa. Mándame la receta de tu
guacamole y tu enchilada, pues las de aquí apestan.
Cortada la comunicación, preguntó
Jenaro:
-¿Lo consigues siempre que quieres
o sólo de vez en cuando?
-Muy pocas veces falla. Cuando no
le pongo toda la fuerza, porque tengo otra preocupación
Alrededor del rostro del mexicano relucía
un nimbo de inocencia angelical que hacía brillar su cutis y chisporrotear sus
pupilas. Vueltos a su tamaño natural, sus genitales asomaban, de nuevo, en su
totalidad y orgullosos sobre el dibujo oscuro del vello del muslo izquierdo.
Lo contempló mientras se alejaba
hacia su cuarto. Las proporciones de su espalda eran como las de un luchador de
grecorromana y parecía ser la única parte de su cuerpo libre de vello. El
trasero, prominente pero estrecho, hizo que Jenaro suspirase.
La víspera del cumpleaños, Jenaro
se ofreció a ayudar a Javier con la esperanza de aumentar la camaradería. Los
tres convecinos pasaron casi todo el día preparando platos mexicanos y canapés
apátridas.
-Cuidado -le dijo el mexicano, de
espaldas a la mesa donde Jenaro picaba finamente la cebolla, y sin volver la
cabeza -. Ese cuchillo puede hacerte mucho daño.
Aparte del que estaba usando, había
otros tres cuchillos sobre la mesa inestable en la que Jenaro trabajaba,
arrimada a la cocina por la excepcionalidad de la ocasión. Uno de ellos, el más
pesado, se hallaba muy cerca del borde. El actor vio que iba a caer al suelo,
de modo que soltó el que empleaba con objeto de intentar detener la caída del
otro, que podía herirle el pie. Al sujetarlo, se hizo un corte en la segunda
falange del dedo corazón de la mano derecha. Gimió. Javier acudió presuroso.
-¿Ves? -le reprendió-. Lo había
visto venir.
No podía haberlo visto; estaba de
espaldas.
Mientras Javier le chupaba el dedo
pudo desmayarse; a continuación lo envolvió con papel de cocina y le empujó
hacia el cuarto de baño para curarle, en tanto que Jenaro estaba más asombrado
que preocupado por la sangre, porque tenía en la memoria una imagen fotográfica
del instante en que sujetara el cuchillo; cuando movía la mano para evitar la
caída, había sentido una fuerza extraña que trataba de paralizar su mano.
Durante la fiesta, en la que casi
todos eran mexicanos, Javier pasó mucho rato hablando con una muchacha
semejante a una María Félix rejuvenecida. Jenaro asistió con desconsuelo a sus
gestos de intimidad; la familiaridad con que él apoyaba la mano en el hombro de
ella y el abandono con que ella se echaba contra Javier no podía significar más
que una cosa. Creyó que el pantalón de Javier se había abultado con una
erección, aunque con sus esfuerzos por desviar la mirada no podía constatarlo
completamente. Pero la lógica le insuflaba la certeza de que la erección se
había producido. Sintió una tormenta de celos que brotó en sus ojos.
El humor de Jenaro fue agriándose a
lo largo de las cuatro horas que duró la celebración. Trataba de pensar en el
texto que debía aprenderse para la próxima evaluación en el estudio teatral,
con el propósito de rescatarse a sí mismo de los celos que se infiltraban en su
corazón; también se esforzó por revisar su biografía, desde el grupo aficionado
que había formado, seis años atrás, junto con otros doce muchachos vecinos suyos
de la Malvarrosa.
Cómo una aparición en un concurso de televisión le había
valido para conseguir un pequeño papel en una comedia y cómo saltó a la
miniserie que protagonizó, reclamado desde Madrid. Lo que al principio pareció
un éxito fulgurante, se quedó en nada y, a los veinticinco años, se encontró
desahuciado de la profesión. "Jenaro Senmenat es demasiado guapo para la
farándula española -había escrito un crítico-; su tipo físico cuadraría más en Hollywood".
Esta opinión fue la que le inspiró la idea de huir hacia adelante formándose en
Nueva York, lo que le dotaría de las herramientas para convertirse en actor
internacional, si la suerte le acompañaba.
El tipo físico de Irasema, la María Félix que se
echaba sobre Javier, también podía permitirle triunfar en el cine. No lo podía
evitar. Jenaro sufría un temporal en el alma; les miraba reprobadoramente a los
dos sin apenas conseguir disimularlo, y se preguntó cuántas veces habrían
follado.
Pocos segundos después de hacerse
esta pregunta, notó que el mexicano retiraba la mirada de su acompañante y le
clavaba los ojos con la intensidad de un disparo de revólver, como si quisiera
decirle algo inaplazable. A continuación, se aproximó hacia él con la copa
vacía, puesto que Jenaro se hallaba junto al mueble sobre el que estaban las bebidas.
Mientras se preparaba un margarita, el mexicano dijo en un susurro:
-Jamás me he acostado con ella.
Somos primos.
El asombro impidió que Jenaro
saboreara su júbilo.
Durante los meses siguientes,
Jenaro aprendió a adivinar cuándo iba a sonar el teléfono por una llamada de la
madre de Javier. Éste se sentaba junto al aparato con la misma expresión espacial
y telúrica; invariablemente, se producía la llamada poco después.
Ya no sentía el corazón de tanto
que sangraba. Javier era insólito, irregular, desconcertante, y por todo ello
fascinante. Jenaro lo amaba locamente, pero igual que se ama la belleza de una
montaña nevada, consciente de que se trata de veneración por una majestuosa
imposibilidad.
Se repitieron muchas veces sucesos
parecidos al del cuchillo: Javier comentaba o hacía observaciones sobre cosas
que ocurrían a sus espaldas y que no podía haber visto. Con frecuencia, le
decía a Jenaro algo que parecía una respuesta o una aclaración de lo que el
actor se había preguntado mentalmente. Eran tan cotidianos estos hechos, que
Jenaro dejó de asombrarse, aunque nunca pudo acostumbrarse ni dejar de
ponérsele carne de gallina a su pesar.
Pero un día, cuando ya llevaba ocho
meses viviendo en el Bronx, ocurrió un prodigio.
Esa mañana, había fingido dormir
cuando Javier salió del baño completamente desnudo. Notó que le miraba
fijamente, como si intentara asegurarse de que estaba durmiendo. Esa mirada le
había pesado toda la mañana en el ánimo, porque no paraba de preguntarse qué
podía haber ocurrido si le devolvía la mirada a Javier y le hacía notar su
erección. Las preguntas y su propia desazón acentuaron la impresión del
prodigio.
Volvía en metro desde el sur de
Manhattan, tras las charlas en el estudio. Eran las dos de la tarde. Javier
debía de estar todavía en el edificio de la ONU , de donde salía a las cinco. De pie en el
vagón, Jenaro observaba a un grupo de jóvenes hispanos, que armaban mucho
escándalo y estaban incomodando a los demás pasajeros. Uno de ellos guardaba
cierto parecido con Javier, detalle éste al que el actor se aferraría después
para tratar de encontrar una explicación a lo que ocurrió a continuación;
mientras le miraba, Jenaro sintió la necesidad indeclinable de volver atrás, al
tiempo que resonaba en su mente una especie de salmodia antigua, un murmullo
procedente de algún momento de la historia que nada tenía que ver con el
presente. Cerró los ojos un momento y vio tras sus párpados una empinada
escalera a cuyo pie brillaba la sangre de una inmolación reciente; la escalera
estaba llena de gente semidesnuda que le esperaba a él. El clamor sonaba a cantos
pero estaba seguro de que eran jaculatorias de respuesta a los salmos que
gritaba desde lo alto de la pirámide un chamán adornado con gigantescos tocados
de plumas de muchos colores, aunque su cuerpo estaba completamente desnudo.
Tenía una bella serpiente viva enroscada en el pene y un enjoyado colgante
pendía de sus testículos. En el pecho y el vientre brillaban dibujos encarnados
que alguien debía haber trazado con la sangre que refulgía por todos lados. Se
dio palmadas impacientes sobre los párpados apretados, intentando que la
horrorosa visión se desvaneciera
En estado cercano al trance, se
apeó en la siguiente estación, tomó un tren que circulaba en la dirección
contraria y, sin saber por qué, se le ocurrió salir a la superficie en Times
Square. Un resplandeciente Javier le sonreía desde arriba, junto al último
peldaño de la salida del metro, emitiendo un vendaval magnético que hizo tiritar
al actor. Le envolvió una salva de fuegos artificiales que recorrieron su piel
entre escalofríos preorgásmicos. Sin poder evitarlo, miró con descaro la salvaje
y rotunda prominencia del muslo del mexicano, que resultaba espléndidamente
descomunal vista desde abajo.
-Menos mal que viniste -dijo Javier
con naturalidad-. Compré una colección de veinte archivadores antiguos, que no
puedo cargar solo.
-¿Qué quieres decir con eso de
"menos mal que viniste"? Yo no acostumbro a venir a Times Square a
estas horas.
-Ya lo sé. Llevo una hora tratando
de transmitirte la idea de acudir aquí. Ya habías salido del estudio cuando te
llamé.
A pesar del volumen de los cinco
paquetes que cargaban, Jenaro sintió en su vientre la tibieza próxima del
vientre de Javier durante todo el trayecto, hasta el Bronx. La carga les
desequilibraba un poco a los dos y el traqueteo de los anticuados trenes del
metro de Nueva York ocasionaba que se rozaran levemente, uno frente al otro,
mientras Jenaro hacia tensos esfuerzos por echarse hacia atrás.
Los meses escasos que restaban para
abandonar Nueva York, Jenaro intentó que un mensaje circulase en la dirección
opuesta. Dado que él recibía con frecuencia creciente mensajes que Javier le
transmitía, debía resultar igualmente fácil que el mexicano recibiera los suyos
y comprendiera la pasión que le estrujaba el ánimo.
Pero no ocurría. El corazón y las
entrañas de Jenaro se convulsionaban sin que llegara el consentimiento o una
señal de asentimiento. Encima de las fulgurantes nubes perfumadas de viejos
encantos, Javier seguía con su vida de siempre, con sus amistades de siempre y
con su conducta de siempre hacia Jenaro, amable, atenta, pero sin el ansiado
derribo de la muralla, sin ningún atisbo de complicidad al margen de los
momentos en que parecía adueñarse de su voluntad.
No obstante, una semana antes de la
fecha en que Jenaro debía marcharse a Madrid, le dijo:
-No puedes volver a España sin
visitar México.
-Eso está fuera de mis
posibilidades.
-No lo creo. Puedo arreglarlo para
que el pasaje Nueva York-México-Madrid te cueste sólo unos dólares más y en
México no necesitas gastar ni un peso. Dispones de la casa de mi madre y, como
es natural, yo no permitiría que un invitado mío tuviera ningún gasto.
-¿Es una proposición, Javier?
-Claro que sí, mano. Un actor que
va a ser famoso, como tú, tiene que conocer México, para pensar en el futuro.
México es el mayor pueblo de lengua española del mundo. Seguro que puedes
aprovechar una visita a mi país para hacer buenos contactos. Mi madre y yo te
los facilitaremos
Lo primero que había conocido de
México era la plaza del Zócalo; lo segundo, la plaza de Garibaldi y sus bares
con mariachis, un lugar demasiado tópico, demasiado comercializado para
agradarle.
Desde que bajara del avión, Jenaro
no había podido pensar en otra cosa que en el abrazo con el que necesitaba
envolver la exuberante anatomía de Javier. Ahora, bajo el pesado sombrero
mexicano, tenía un sollozo en la garganta, porque Javier era el más amable y
dulce de los anfitriones, pero, lejos de la camaradería que proporciona
compartir un piso, resultaba de pronto distante, como si hubiera decidido
someterse a las reglas de un país tan machista como el suyo o como si las
piedras aztecas de la plaza del Zócalo se interpusieran entre los dos.
Trató de hacerse oír sobre las
rancheras desafinadas:
-Javier, estoy cansado de esto. ¿No
podemos ir a otro lugar?
-Sí, vamos, pero no a otro local,
sino a casa. Mañana nos levantaremos temprano para ir a Teotihuacan.
Estaban sentados juntos en una
especie de banco adosado a la pared; la rodilla de Jenaro ardía por la presión
de la de Javier. Al ponerse éste de pie, Jenaro observó el abultamiento de una
erección estratosférica y sintió los ojos del mexicano siguiendo la dirección
de su mirada. El alucinante macho sonrió triunfante.
La casa del barrio de San Ángel era
mucho más lujosa de lo que Jenaro había supuesto que era la situación mexicana
de Javier. A mediodía, recién llegado del aeropuerto, la madre le enseñó la
casa como la guía de un museo, mostrándole con orgullo la espléndida colección
de flores que iluminaba el jardín, antes de precederle hacia la habitación que
le había asignado, situada en una especie de torreón, demasiado lejos del que
le había dicho que era el cuarto de Javier.
De regreso de la visita a la plaza
de Garibaldi, la madre no se encontraba en casa, lo que alentó las expectativas
de Jenaro. Algo tenía que ocurrir, tan frecuentes intuiciones no podían carecer
de base. A pesar de que Javier no acortaba la distancia, era notable que se
había apoderado conscientemente de su voluntad, que le complacía notar las
miradas apreciativas hacia el abultamiento de sus genitales y que su interés porque
visitara México era genuino. Detrás de todo ello tenía que existir alguna clase
de sentimiento, aunque no correspondiera del todo la pasión demente que a
Jenaro lo estaba volviendo loco.
Sin embargo, le deseó buenas noches
y lo dejó solo en la lejanía del dormitorio del torreón, tras advertirle que
iba a despertarlo a las seis y media de la mañana. Pero, en el momento de
marcharse, Jenaro advirtió con júbilo que Javier volvía a tener una durísima e
inocultable erección.
A pesar de los cuatro tequilas que
había tomado, apenas durmió a causa del apremio de su propia virilidad.
A las seis y cuarto, entró en la
ducha, dispuesto a borrarse las ojeras. No quería presentar mal aspecto cuando
Javier acudiese a llamarlo. Llevaba mucho rato bajo el chorro de agua cuando el
mexicano apartó la cortina:
-Vaya, mano, tienes piel de chamaca
-dijo Javier, en cuyos ojos brillaba una apreciativa luz, mientras se sobaba descaradamente
la entrepierna.
El actor notó que se humedecía los
labios con la lengua, sin ningún disimulo, lo que hizo que el pene de Jenaro se
irguiera de inmediato, macizo y recto como un asta de madera.
-Buenos días -saludó Jenaro,
tratando de que no se le notara el desagrado por el comentario, pero forzando
un poco las caderas hacia delante, como si tratase inconscientemente de
magnificar su erección.
-Es la primera vez que te veo completamente
desnudo –Javier contempló franca y largamente el endurecido pene de Jenaro, y
sonrió-. Ahora comprendo por qué en el Bronx andabas siempre cubierto con la
piyama. Te da vergüenza que vean un cuerpo tan delicado.
-No fotis, Javier. ¿Estás
sugiriendo que mi cuerpo es feminoide?
-He dicho "delicado", no
"feminoide".
-¿No es lo mismo?
-Claro que no. Tu cuerpo es de
hombre, un hombre completamente masculino, bello y maravilloso, pero tu piel es
como nácar... no este duro cuero de maleta barata que es la mía…
Jenaro no encontró valor para decidir si había
sido piropeado o no. De repente se sintió incapaz de contemplar la prominencia del
pantalón de Javier, porque notó progresar por sus riñones las oleadas de un
orgasmo que no estaba seguro de desear que ocurriera. El agua caliente corría
por su pecho y rebotaba en su erección reforzando la sensación de que podía
explotar inesperadamente. Se preguntó si le avergonzaría tener un orgasmo
frente a Javier y se respondió que no; más bien, deseaba que ocurriera, que
algo tan desusado sirviera para derrumbar lo que todavía se interponía entre
los dos. Pero veintiséis años de prejuicioso condicionamiento llenaron su mente
de contradicciones. La voz de Javier le hizo volver a la realidad:
-Termina rápido. Quiero que
lleguemos a Teotihuacan antes de que el calor apriete.
La ciudad sagrada de los aztecas
era una especie de Ciudad del Vaticano, pero mucho mayor. Recintos enormes
circundados por gradas de piedra, canchas de pelota, pequeñas pirámides
escalonadas, barrocamente adornadas con esculturas aztecas; viales
monumentales, anchísimos, como la
Roma de cartón piedra que Hollywood recreaba, sólo que esta
Roma precolombina era real, palpable; pirámides inmensas que debían de haber
requerido muchos más obreros que el total de habitantes que los guías
turísticos decían que había tenido el lugar.
-Mira, Jenaro, quiero que subas a
la pirámide de la Luna ,
mientras yo subo a aquella, que es la del Sol.
-¿Por qué?
-Ya lo verás.
El sol comenzaba a apretar. A la
distancia, se veía el hongo amarillento de contaminación, como una explosión
atómica, que pende sobre Ciudad de México. Jenaro alcanzó jadeante y sudoroso
el pináculo de la pirámide de la
Luna y vio que Javier estaba ya sobre la del Sol; aunque no
podía reconocerlo a tanta distancia, era inconfundible su silueta contundente,
que parecía la de un ser de otro mundo, una especie de poderoso dios nórdico.
Estaba con los brazos en jarras, vuelto de cara hacia él.
Jenaro le imitó. También puso los
brazos en jarras.
En ese instante, le envolvió una
oleada magnética que convirtió sus vellos y su pelo en electrificados alambres
enhiestos y multiplicó por ciento la intensidad de sus sentidos táctiles. Un
chisporroteo de luces recorrió su piel de los pies a la cabeza, endureciendo
sus pezones casi dolorosamente, mientras el aire se convertía en perfumados
pétalos de nardos y jazmines. Volvió por un segundo la visión que había tenido
cuando decidiera en el metro de Nueva York regresar hacia Times Square, la
procesión multitudinaria de seres antiguos que recorrían desnudos una escalera
ensangrentada. Escuchaba sus invocaciones y las entendía, a pesar de no
comprender las palabras. Las huellas de sangre se volvieron corpóreas
convirtiéndose a continuación en una serpiente gigantesca que avanzó hacia él,
pero consideró que no le amenazaba. La serpiente colorada cruzó impetuosa a
través de su vientre, pero no le produjo dolor, sino éxtasis. Notó que levitaba
al tiempo que la pirámide de la
Luna se volvía de cristal inmaterial y el poderoso animal lo
traspasaba una y otra vez suspendiéndolo en el aire, derramando en su interior
aliento volcánico, mientras una lluvia de estrellas caía contra su pecho,
incendiándolo para hacerlo renacer convertido en una nube atravesada por un
rayo. Era una especie de torbellino formado por los más intensos placeres
descritos en los libros. Su cuerpo se dividió por la mitad al tiempo que el
poderoso huésped que hurgaba sus entrañas se alzaba en medio de una nebulosa de
estrellas lejanas, lanzándolo hacia un infinito poblado de galaxias tormentosas.
Tuvo el más arrebatador orgasmo que sintiera jamás. Larguísimos minutos. Oleadas
de temblores que subían por sus muslos como un mar embravecido, estrujaban su
cintura, golpeaban su pecho y agitaban sus brazos y cuello. Estremecido, abrió
los ojos y habían desaparecido las dos pirámides y todo Teotihuacan. Sólo
quedaban Javier y él, suspendidos en un vacío donde no había nada más.
No debía volver a España. Eran dos
seres a punto de fundirse en uno para siempre. Juntos, serían amantes
legendarios. Tenía que permanecer a su
lado. No, en Nueva York, no; en México. Javier iba a dejar su puesto de Naciones
Unidas, que sólo había sido un peldaño en la preparación de su carrera
política.
"No, no pienso casarme para
satisfacer los severos prejuicios machistas de la vida política mexicana. Sí,
efectivamente, si no pienso casarme es porque no me interesa ninguna mujer.
Antes de conocerte, tenía dudas. Ahora no. Tú eres la única persona que yo
puedo amar. No quería que lo supieras antes de que yo mismo estuviese seguro,
mano. Adoro tu ingenio, adoro cómo te organizas, adoro tu piel de seda clara,
me enloquecen tu voz y tu aliento de naranjas mediterráneas. Te adoro, Jenaro,
y sé que tú también me adoras. No puedes volver a España. Mi madre lo sabe,
hablamos mucho mientras viajaba en el avión, ¿no te diste cuenta de que estuve
callado más de una hora? Está de acuerdo. Ella sólo quiere que yo sea feliz. No
te detendré si decides continuar viaje a Madrid, pero en esto sí me sale el
macho mexicano: Querré partirte el corazón de un navajazo si no aceptas vivir
conmigo el resto de tu vida"
Durante
la fiesta organizada para celebrar el centésimo capítulo de la telenovela que
Jenaro protagonizaba para Televisa, sonó un mensaje por la megafonía del local:
"El senador Javier Robledo se excusa por no haber acudido a la fiesta. Lo
hará a última hora, cuando acabe la sesión que preside en el parlamento".
domingo, 20 de octubre de 2013
LLAMADLA REINA
Este cuento forma parte de mi colección
LA HORA DE 3.000 AÑOS,
TREINTA Y TRES FABULACIONES
SOBRE MITOS Y PROBABILIDADES HISTÓRICAS
DE MÁLAGA.
En "Llamadla Reina", fabulo sobre un poblado bástulo, cuyo rey se enamora de una misteriosa náufraga, que resulta ser una invasora.
La
hora de 3.000 años
cuento
número 4
LLAMADLA REINA
Luis Melero
I
Aquél
era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta
y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e
ilusionado naufragaba.
En
la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones
como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir
dureza de roca para sus cuerpos y templaza casi sobrenatural para sus
espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y
espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas.
Tal
espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera
hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo
inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra
adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte
Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco
de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas
feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como
plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el
aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por
cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido
disfrutarlo en paz.
Sabían
que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse,
expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los
jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos
los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a
causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente
conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y
destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
Los
veían más con el entendimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver
jamás, presentían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de
masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera.
Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo.
Perpetuamente.
Cada
voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a
través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban
restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como
maldiciones infernales.
Mas
cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de
resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el
dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo
la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena
parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el
alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios
Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo
rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por
turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras
generación.
II
Cuenta
la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen
de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el
más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más
grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos
el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía
solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain.
Estaban
a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del
Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las
noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y
enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra.
La
torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina
noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos
ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado.
Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la
embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello,
el que debía vigilarse más.
Todos
los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la
neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la
muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia
sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos,
anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain
regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de
conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain.
-Vuelve,
Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada.
Detrás
del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por
veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el
suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por
encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras
las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los
destellos del fuego acompañaban los gemidos.
-¡Vuelve,
Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes
colinas de Entrerríos, donde residía el terror.
-¡Que
el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles
mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido
orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida
de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una
toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar.
-Que
la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable
-clamaban los bástulos a coro.
Todos
se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de
las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain
muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no
volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido
a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos
serían masacrados y barridos por los mastienos.
III
Los
bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada
hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar
centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde
el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos
situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente,
llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de
la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de
bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos
con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus
encarnizados ataques al pueblo de Zerain.
Eran
tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas
desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para
no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los
“sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente,
había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía
abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era
reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje
de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar
con esperanza el futuro.
Zerain
sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para
sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o
adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero
que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra.
Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que
abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada
esfinge mágica que le entregaba el mar.
Al
primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de
temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez,
muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su
cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los
ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella,
convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la
gente sino que tenían el color del mar.
Cálape
emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió
tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde
el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole
el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su
desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su
reina.
IV
Los
festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos
y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a
Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de
hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se
sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma.
En
el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a
contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque
la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y
él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún
sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor.
Pero
el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando
seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los
brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de
duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó
la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la
cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza.
Cuando
fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba
serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una
sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada
que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro.
Terminados
los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció
quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la
simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que
consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las
manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e
inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta
túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos
profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de
nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y
abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta
los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos
sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada
una portaba.
Los
movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran
enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas
y giros rapidísimos.
Cuando
todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la
cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y
evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se
hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron
hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de
aceptación.
Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y
se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos
por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los
timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose
en un rito colectivo de fertilidad.
Como
no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la
comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor,
no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la
cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con
lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de
atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el
alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a
correr hacia el mar.
Tras
correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que
esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado
la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en
el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta
conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la
orilla.
V
-Tienes
que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas
tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que
sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te
queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés
soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que
tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que
intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar
la manera de perderte.
Zerain
dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar
favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba
someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El
paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas
sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas
y promesas de tierras remotas y misteriosas.
-¿No
tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la
terquedad de mi esposa?
-El
único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain.
Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te
ciega llegues a poner en riesgo tu reinado.
-¿No
podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente?
-Es
lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa
Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que
ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como
con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el
riesgo de morir, por muy bien que organices la subida.
-Pero
debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución
en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar
adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.
VI
Media
luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había
visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de
petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga
gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los
arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante
sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran
pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo
golpe.
Conocedor
de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su
vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En
cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con
cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no
escapase.
El
camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos
de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y
alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño
que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el
paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar
por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa
paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la
calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la
selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello
hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía.
A
las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa.
Manaba
incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda
del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto
que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto
envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de
esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también
solventaba los problemas del espíritu.
Desentendido
de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas,
las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras
levantaba las manos, y oró:
-Diosa
Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del
rey de los bástulos.
Primero
fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un
bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus
soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain
permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo.
Cálape
dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua
como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía
distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación
y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse
más ni trató de agredir a nadie.
VII
A
pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran
incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado
de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró
esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar
muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían
sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio
que sentía por la ciudad y sus moradores.
Sin
embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo.
Todas
las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de
amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados
usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole.
La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su
lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que
pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia.
El
día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos
festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por
el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de
volver a amar a otra.
Después
de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder
y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa
en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir.
Hasta
que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y
quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy
fijamente.
Al
tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir:
-¿Crees
poseer mayor firmeza que yo?
-Sólo
soy más viejo, Zerain.
-¿Piensas
morir conmigo?
-Así
será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca
para siempre, lo aceptaré.
-El
pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir,
aún frente a las peores adversidades.
-La
adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí
fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los
bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin
pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono
que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de
tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó.
-¿Mi
hijo será asesinado?
-¿Lo
dudas?
Zerain
suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó
cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de
Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por
fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus
conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse
ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con
su madre todas las noches durante diez lunas.
VIII
El
día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello
amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a
los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de
iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a
su hijo a la orilla del mar y le pidió que
le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció,
Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo.
-¿Ya
sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó.
-Sí,
padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que
pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el
cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno
evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie
dude de mi valentía.
Nueve
días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa
rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó
toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la
posteridad que Calain iba completamente desarmado.
Durante
esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los
símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su
condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había
soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su
entereza y enorgulleciendo a su padre.
Esa
noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera
su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de
piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que
todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que
despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo.
Alzado
sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a
su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto
copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar
al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte.
Cumplida
la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para
dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos
del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos.
Zerain
emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y
afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo.
IX
Además
de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad
estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que
fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones
umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades
de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de
rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones.
Los
primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían
más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como
los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y
chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un
joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas,
manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los
apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse
vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros.
La
cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de
la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al
despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes
no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su
escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el
consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y
brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los
árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza
de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de
caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las
nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces
formaban un estruendo insoportable.
La
madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por
fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta
conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó
varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de
palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por
el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote.
Las
lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva.
El
Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que
velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un
onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena
fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca
imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que
se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y
la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y
corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a
través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba.
Comió
hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de
sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar
por el hartazgo.
Una
vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus
manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo
atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a
continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las
carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente
para toda la luna que debía permanecer en la selva.
X
Veinticinco días más tarde, sentía haber
crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y
su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía
invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba
siendo más grave.
"Ha
llegado la hora de enfrentarme a un mastieno", se dijo mientras saboreaba
con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en
una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía
alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso
y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad
con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún
día.
Durmió
quince horas.
La
diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles
como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más
refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar
y que no olvidara untarse fango en el
cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión,
la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le
acarició la nuca toda la noche.
Al
despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba
todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió
las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad
para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría
mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al
menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos
guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores.
El
pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era
consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo
reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena
endurecida y oscurecida por la arcilla.
El
baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo
rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado
brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio
de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.
XI
Se
acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno.
Tras
caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se
alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía
más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado
tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer
comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la
selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían
en tropel de detrás de todos los árboles.
Nunca
había visto ninguno tan cerca.
No
tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni
pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para
comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y
colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos
a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón.
Era
verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero
notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le
distinguía como hijo del rey de los bástulos.
Le
ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como
parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad
aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía
el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados.
Fijaron
las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del
poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores
entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un
hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar
Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro.
Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel
fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él
un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que
contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el
rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los
tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos
se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer,
cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a
bailar a su alrededor.
XII
Calain
se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre
todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía
tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver
si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes.
A
mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba
el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su
pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se
acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo
ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los
miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un
denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo
siguiera.
Obedeció.
Fue
conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba
fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores,
esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio.
El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó
recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza,
haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado
en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según
le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en
el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado
hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en
sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos.
Permanecieron
hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y
agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de
pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de
la mano, invitándolo a alzarse.
Precedidos
por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de
una cabaña.
En
ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a
consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba
un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro
de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el
aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender
por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el
poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los
ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no
había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo
era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación,
pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del
conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la
muchacha y la penetró al instante.
Más
que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su
invasor.
Mas
el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a
continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido
rítmico del sonajero del rey.
Una
vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera
a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos
para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas
siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de
tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y
salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y
pulimentados.
XIII
La
muchacha dormía.
Calain
se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún
movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió
sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del
bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres
respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que
reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas
irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a
fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó
antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que
serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña,
notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió
a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva.
Corrió
en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la
piel las afiladas puntas de sus lanzas..
Corrió
sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía
el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber
coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde
su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El
amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta
que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo.
En
el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de
sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que
las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no
podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba
de táctica.
Trepó
a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con
todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el
rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó
haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su
sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones
del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos.
A
continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer
rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral,
volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional
insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la
determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos;
si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida.
Cuando
el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un
arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le
sirvieron de bálsamo para los pies lacerados.
Sabía
que no podía detenerse mucho tiempo.
El
olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían
seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el
largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de
proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la
corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de
palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande
y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de
caminar sobre sus pies deshechos.
Según
se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de
caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza
natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero
sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la
orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta
un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela
atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía
de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha
orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por
donde acercársele ni sorprenderlo.
Calain
decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose
y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho
casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad.
Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla
opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus
esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había
dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció
que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con
complacencia.
XIV
-Van a quitarte tu reino, Zerain.
El rey de los bástulos trató de
aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección
que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de
distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en
él.
-Míralos. ¿No son como rapaces
carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los
bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las
responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes
juventud y fuerzas para criar cien hijos más.
Zerain contempló el Llano de los
Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente
dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de
siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con
orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden
en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los
niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su
dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de
Calain.
-Tengo algo aquí en el pecho que no
me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos.
El gran sacerdote sonrió con algo
de ironía.
-Por ello he preparado este elixir,
uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los
grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y
las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la
conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y
luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.
XV
Cuando
despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por
encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó
tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que
vivir.
Pero
no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en
una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel,
llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer,
escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago
pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero.
No
estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni
le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas
sus responsabilidades y obligaciones de príncipe.
La
luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La
diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso
del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se
negaban a abrirse.
Según
se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que
algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que
ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad
del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de
modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras
y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de
los trofeos obtenidos, la lanza irrompible.
Las
tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó
comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que
su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los
gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas
del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran
pudriéndose.
Llevaba
más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse
una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió
volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá
abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer
intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta,
por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por
otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde
seguir, sino el arroyo mismo.
Los
demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con
un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a
ella.
Cada
vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su
vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable
que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias
veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había
adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y
enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.
XVI
Iban
a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar
el bebedizo.
El
efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió
muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se
encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo.
Sin
embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del
gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres
vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud
alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los
ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su
corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había
recibido inspiración alguna, y decidió desistir.
De
nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche
la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera
haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no
sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios
a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar
también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la
playa.
Ya
no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que
permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y
casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras,
contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por
el este.
Se
dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte
en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos,
desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer
un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso.
Mandó
el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche,
sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran
a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una
corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas
montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos
los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.
XVII
El
príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a
punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros.
Había
ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino.
Maldijo
con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los
mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían.
Se
arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una
montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses
lo querían muerto, que así fuera.
Pero
una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se
había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de
fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la
mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre
el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió
que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el
contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por
lo tanto, le señalaba el camino de regreso.
Tomó
sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el
descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a
distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más
alta debía de esperarle su amado padre.
Con
los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia
Málaga.
XVIII
Zerain
lo vio antes con el corazón que con los ojos.
No
llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de
los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo.
Corrió
con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a
su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma,
una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque
todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre,
portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de
los malditos mastienos.
En
seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la
casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos
entrelazadas.
-¿Qué
te señaló el camino de regreso, hijo?
-La
corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía
coronada como una reina.
-Pues
en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a
nuestra ciudad desde ahora.
Zerain
se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención.
-¡Oídme,
bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión
de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo,
vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre.
¡Llamadla Reina!
Y
así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos
navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos
sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses.
Y
Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines
del Mundo.
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