miércoles, 31 de julio de 2013
domingo, 28 de julio de 2013
SOLDADOS SALACES
CUENTOS
DEL AMOR VIRIL – LUIS MELERO
Soldados salaces
Tenía
que hacer la mili cuanto antes, porque su padrino le había jurado que en cuanto
se licenciase lo invitaría a visitar San
Francisco. Por otro lado, temía que su salud pudiera resentirse
irremediablemente, si no adoptaba alguna resolución valiente y continuaba
adelante con lo que hacía a todas horas.
El
padrino de Lorenzo, Andrés, contaba solamente dieciséis años más que él y
aparentaba casi su misma edad. Andrés solía cruzar el charco cada dos años,
siempre en Navidad, pero el verano anterior había sentido la necesidad de un
veraneo en familia, y pasó casi dos meses con ellos, todo julio y la mayor
parte de agosto. Lorenzo contaba ya diecisiete años y Andrés, treinta y tres. Cuando
sus padres fueron a esperarlo en el aeropuerto, Lorenzo aceptó ir con ellos de
muy mala gana; no reflexionaba acerca de sus frecuentes malhumores ni se
preguntaba qué los causaba. Sentía angustia constante, sin conseguir explicarse
la razón; pero ante sus padres, y principalmente ante su padre, esa angustia se
trufaba con miedo y una especie de vértigo, un vacío y una náusea, junto al
terror a ser cogido en falta aunque no estuviera haciendo nada, ni malo ni bueno.
Sencillamente, nada; y sin embargo temía a todas horas que una amenazante
avalancha de barro se le echase encima.
Pero
cuando Andrés salió de la recogida de equipajes y el joven lo reconoció porque
sus padres lo saludaron con muchos aspavientos, Lorenzo experimentó una
convulsión y como si algo grandioso le estallara en el pecho, llenándolo de
estrella de colores. Jamás había visto un hombre parecido. Cuando su madre le
ordenó que lo besara, sintió el alma en vilo y su miedo se redobló.
La cena
de esa noche representó un tormento para el muchacho. Le había tocado sentarse
frente a su padrino, pero no quería mirarlo. Forzaba la cabeza a izquierda y
derecha, hacia su padre o cualquiera de
sus cinco hermanos para evitar mirar al
frente, pero el centro de la reunión era el invitado recién llegado de los
Estados Unidos. La conversación pivotó sobre los relatos de Andrés y las
preguntas que todos le hacían, excepto Lorenzo. En silencio, el joven admiraba
el modo de accionar la boca Andrés al comer. Sus movimientos al manejar el cuchillo
y el tenedor exhibían unas manos fuertes, morenas, algo velludas, y cuidadas
como para tomar una fotografía. Ansiaba que la comida acabase y poder retirarse
a dormir, porque sentía ganas de llorar y carecía de pretexto; como dormía en
litera en un dormitorio ocupado también por sus dos hermanos varones, menores
que él, ni siquiera podría llorar a solas como deseaba, para no tener que
responder a los chicos. Tendría que disimular para que no le hiciesen preguntas
inconvenientes, cuando ni él mismo sabría las respuestas.
Uno de
los días familiares en la playa representó el mayor número de horas en tensión
que Lorenzo recordaba, porque no vio pasar a ningún conocido ni encontró otro
pretexto para apartarse del grupo, como había hecho ya muchas veces. Su
tío-padrino poseía un espectacular cuerpo de gimnasio, con pectorales y abdominales
sumamente definidos; hombros redondeados y anchos como en las esculturas de
faraones, cintura propia de escultura de un adolescente griego; sus glúteos
eran esféricos, apetitosos y prominentes, como si desafiaran la gravedad, y
nunca había visto Lorenzo unas piernas de hombre mejor formadas, con gemelos
redondos muy equilibrados, cuádriceps marcados como si fuesen de piedra,
abductor y recto interno dibujados como en los grabados de anatomía de Leonardo,
y los dos supinadores más simétricos que había contemplado nunca; sólo las
cubría vello casi rubio, como una especie de malla dorada que en vez de
oscurecer las extremidades las embellecía. Las piernas fuertes y hermosas lo
ponían cachondo, solía mirar a hurtadillas en el gimnasio a los compañeros más
desarrollados y nunca llegaban sus piernas a parecerle tan completamente
deseables. Andrés era deseable no sólo por sus piernas y el notable
abultamiento del bañador; poseía una piel alabastrina bronceada sin exceso; el
no muy denso cordón de vello que le bajaba desde los pectorales, por entre los
abdominales hasta el ombligo y que se perdía en el medio exhibido vello
público, era una especie de cordón de oro; lo de la espalda era sorprendente,
cualquier escuela de anatomía contrataría a Andrés como modelo, porque se
podían reconocer todos sus músculos.
Las piernas
de su padrino eran como dos columnas salomónicas consagradas en una iglesia de
postín. Todo el cuerpo de su padrino era perturbador, porque nadie, ni un
heterosexual recalcitrante, dejaría de contemplarlo, y de hecho era lo que
estaba sucediendo; todo el mundo miraba a Andrés, hombres y mujeres;
probablemente, se preguntarían si era el modelo de un famoso perfume de hombres
de la televisión. Durante el día de playa, tuvo que desviar muchas veces la
mirada, temeroso de que su padre se diera cuenta de lo que contemplaba con
tanto arrobo. Cuando notaba que sus padres le observaban, movía violentamente los
ojos en derredor, sin acabar de reconocer nada, o los cerraba. Y para colmo,
cada vez que Andrés volvía de darse un chapuzón su breve bañador de licra era
como si desapareciera; los genitales brotaban turgentes y claros como si
estuviera desnudo, penduleando al andar. Lorenzo pasó entre erecciones la mayor
parte del día; tenía que echarse bocabajo en la arena, apretar los párpados y
pensar en cosas desagradables cada vez que notaba que podía eyacular si no
dejaba de contemplar a su tío.
Para
colmo de males, le tocó sentarse junto a Andrés en el atestado coche de su
padre. Las caderas y piernas tan apretujadas impulsaron que Lorenzo eyaculase
tres veces en el trayecto de la playa a su casa, no demasiado largo; tras el
primer orgasmo, aterrorizado por la posibilidad de que alguien descubriera la
mancha en su pantalón corto y lo comentara, tuvo que forzar la cintura para
alcanzar una de las toallas que iban enrolladas detrás, y echársela sobre el
regazo. Cuando llegaron a casa a última hora de la tarde, el padre propuso:
-Andrés,
¿por qué no sales esta noche por ahí con mi hijo mayor, y lo aleccionas de lo
que ya debería saber un hombre a su edad?
Lorenzo
sintió nueva convulsión. ¿Cómo resistiría pasar varias horas de fiesta con su
tío, sin descubrirse? Notó que Andrés asentía mientras preguntaba:
-¿Cómo
haremos para no despertaros si volvemos tarde?
-Bueno,
cuñado, tampoco hace falta que volváis tan tarde. Pero si vemos que os
retrasáis, no te preocupes; tu hermana preparará un colchón junto a tu cama,
para Lorenzo, con objeto de que no despierte a los niños.
Así
comenzó la noche más gloriosa junto a su tío que Lorenzo recordaba, mientras
esperaba turno para inscribirse en el ejército como recluta voluntario. Había
contado hasta ciento cincuenta pero ya había perdido la cuenta de las veces que
se masturbaba en homenaje de Andrés; a veces, mirando sus fotos, sobre todo las
de la playa, pero ni siquiera le hacía falta ese estímulo. Con sólo pensar en
él tenía erecciones constantes. Una de sus cartas hizo que se masturbara cuatro
veces durante una tarde-noche. El recuerdo vivo de Andrés, las ensoñaciones de
cada noche y sus innumerables eyaculaciones habían producido un efecto al que
no daba importancia, pero que los demás notaban.
-Parece
que el Lorenzo se ha tranquilizado un poco –dijo una día su padre a su madre-,
desde que tu hermano se lo llevó por ahí de fiesta. Ya no estalla tanto, se le
ve más sereno. Seguro que el Andrés lo llevó de putas.
Aquel
día de dos meses y medio antes, tras volver de la playa, pasó más de una hora en
el baño tratando de mejorar su aspecto todo lo posible; sus cejas se habían
vuelto muy pobladas y casi cejijuntas, por lo que usó la pinza de su hermana
mayor para eliminar algunos pelillos de esa zona. No padecía exactamente una
erupción de acné, pero tenía algunos barritos. Fue extrayéndolos y
refrescándolos con colonia. Después de todo eso, cuando se convenció de que ya
no tenía más arreglo, pasó otra media hora tratando de decidirse entre dos
pantalones y tres camisas. Cuando le pareció que había elegido lo más armónico,
salió al salón; Andrés ya estaba listo. No debía tener dificultades ni pensar
mucho para disponerse a salir. Cualquier cosa que se echara encima sería como
el traje de luces del mejor de los toreros.
Andrés
había alquilado un Chrysler blanco que a Lorenzo le parecía lo más lujoso que
nadie podía conducir. Lorenzo se acomodó en el asiento del copiloto con el
cuello rígido, dispuesto a no mirar hacia su padrino ni una vez; estaba seguro
de que sus ojos resbalarían hasta la entrepierna, que ya en el salón había
notado que se abultaba de un modo muy obvio.
-¿A qué
clase de sitio quieres ir?
Lorenzo
se encogió de hombros.
-Donde
tú quieras.
Andrés
sonrió.
-Soy
mucho mayor que tú. Dudo que te gusten las mismas cosas que a mí.
-No eres
tan mayor; la gente creería que eres mi hermano. Vamos a donde más te guste,
que seguro que también me gustará a mí.
Andrés
sonrió de un modo algo enigmático. Venía tanto de visita, que conocía
sobradamente la vida nocturna de la ciudad. Decidió elegir un pub musical del
que hablaban mucho últimamente.
Mientras
entraban, Lorenzo pensó en las muchas veces que había tenido deseos de visitar
el local, sin decidirse. Temía la fama del lugar, del que se hablaba como el
sitio donde mejor se podía ligar chicas o chicos; la gente más guapa y mejor
vestida de la ciudad se daba cita allí. Andrés no podía desentonar ni en un
palacio real, pero él tendría que procurar resultar lo menos visible que pudiera. Por
ello, se acomodó en un sofá, casi pegado a su tío.
-Será
mejor que no te pegues tanto a mí, Lorenzo. Ligarás mucho más y mejor si no te
relacionan con alguien tan viejo como yo.
Lorenzo levantó
la barbilla, como contradiciéndolo, y siguió firmemente pegado al cálido y
deseable cuerpo de Andrés, con el que su corazón deseaba fundirse.
Apenas
hablaron, Andrés permitió a Lorenzo tomar sólo un cubalibre mientras él
saboreaba varios bourbon. Ni siquiera se levantaron a bailar. Aun así, pasaba
de la una y treinta de la madrugada cuando volvieron a casa.
-Ya están
durmiendo todos –dijo Lorenzo en seguida, apresurándose para que su tío no
propusiera otra cosa-. Tengo que irme contigo a tu cuarto.
-Bueno.
Pero no me reproches si ronco.
-¿Roncas?
-No lo
sé. Nunca se ha quejado nadie.
Lorenzo
no se atrevió a espiar a su padrino mientras se acostaba; era verano, por lo
que supuso que se cubriría apenas con un slip o… con nada. La idea de que podía
estar desnudo le hizo poner rígido el cuello para no torcerlo a mirar. Sintió
una erección inmediatamente. Pasaron pocos minutos antes de oír acompasada la
respiración de su tío. Se había dormido de modo fulminante, probablemente
ayudado por el bourbon, pero intuía que a él le costaría mucho dormirse. Después de mucho rato, cayó en una especie de
duermevela; no era capaz de calcular el tiempo que llevaba dando vueltas en el
colchón cuando notó que su tío se sentaba en el borde de la cama y le
preguntaba en susurros:
-¿Tienes
algún problema, Lorenzo? Estás suspirando como si te doliera algo.
-¿Sí? No
sé. No me duele nada –respondió Lorenzo mientras cruzaba las piernas en
posición muy forzada, para esconder su erección, aunque permanecían a oscuras.
-Pues me
han despertado tus gemidos. ¿Seguro que no tienes un problema? En la
adolescencia, creemos que el mundo se hunde y que todo escapa a nuestro
control.
-No me
pasa nada –insistió Lorenzo, pero sin saber por qué, se le escapó un sollozo.
Andrés
se arrodilló en su colchón inmediatamente. Sus rodillas rozaban la cadera
izquierda de Lorenzo.
-¿Qué te
hace llorar? –preguntó Andrés, solícito, mientras palpaba con la derecha
buscando las mejillas de su sobrino, para asegurarse de que no estaban húmedas.
Pero sí, notó lágrimas.
-¿Qué te
pasa, cojones?
-No lo
sé. ¿Puedo dormir contigo en la cama?
Asombrado
de su osadía, Lorenzo se dejó alzar por los nervudos brazos de su tío, que le
ayudó a tientas a acomodarse en la cama. El joven le dio la espalda de inmediato,
para disimular la erección. Curiosamente, ahora sí que se quedó dormido en
pocos minutos. Pero la cama no era completamente doble. Se trataba de un
colchón de ciento treinta y cinco centímetros, ancha para uno pero no para dos
personas que no fueran pareja. Lorenzo despertó en el momento que le fulminaba
el orgasmo más intenso y prolongado que recordaba. Advirtió con alarma que
estaba pegado como una lapa a su tío vuelto de espaldas, le había pasado el
brazo por la cintura y acariciaba su pecho levemente velludo. No se atrevió a
moverse ni a retirar el brazo. Como el orgasmo le había despertado, suponía que
se habría agitado y hasta podía haber ronroneado; pero la respiración
acompasada de Andrés revelaba un sueño profundo, que no se había interrumpido,
aparentemente.
Las
semanas siguientes, Lorenzo notó a su tío un poco esquivo, como si tratara de
eludirlo. No sabía si sería invento de su paranoia adolescente o si Andrés se
había enterado de su orgasmo y disimulaba. Le hizo muy feliz cuando le entregó
una tarjeta, al despedirse para seguir viaje a París.
-Aquí
tienes mi dirección, por si te apetece escribirme.
Lo hizo
semanalmente, cartas que Andrés no respondía casi nunca. Cualquiera hubiera
juzgado que Lorenzo escribía cartas de amor: “me acuerdo de ti a todas horas,
muchas noches sueño contigo, tengo tantas ganas de abrazarte, es desesperante
lo lento que pasa el tiempo”; pero Lorenzo no se daba cuenta y Andrés denotaba
no darse por enterado. Sin embargo, respondió de inmediato cuando Lorenzo le
expresó su deseo de pasar una temporada con él en San Francisco. La carta decía
en el último párrafo:
“Con tu
edad, no sería buena idea que hagas un viaje tan largo sin haber cumplido la
mili. No vas a cruzar medio mundo para estar aquí sólo un mes o dos. Puedes
venir todo un año, si quieres, pero una vez que te licencies de la mili, por lo
que pueda prolongarse la visita, que nunca se sabe”
A
Lorenzo le faltó tiempo para ir al cuartel a preguntar. Le informaron de que
tendría que servir en el ejército un tiempo seis meses más largo del que
serviría a los veintiún años, pero la ventaja era que se licenciaría antes de
cumplir veinte.
El
primero de noviembre formó por primera vez en un pelotón del cuartel, que
estaba sólo a un par de kilómetros de casa de sus padres y había podido
elegirlo por ser voluntario. No tenía ojos para mirar a nadie, su pensamiento estaba
lleno de Andrés, de manera que se sobresaltó cuando rompieron filas y un
soldado de su edad se le acercó, diciéndole:
-Soy de
Melilla. ¿Tú eres de por aquí?
Lorenzo
no recordaba haber visto nunca un chico más guapo. En seguida apareció Andrés
en su mente; Iván era hermoso de una manera distinta, más agreste aunque no más
viril. En cuanto a virilidad, eran muy semejantes; notó de nuevo el magnetismo
de alguien que no era su tío. Tuvo que hacer un esfuerzo para recomponerse,
mientras respondía:
-Sí.
-Vaya,
estaba loco por hacerme amigo de alguien que me enseñe la ciudad, sobre todo la
vida nocturna y tal.
-Bueno.
La verdad es que no conozco mucho de eso. Sería mejor que te buscaras novia.
-Ni
pensarlo –respondió el melillense componiendo una cómica mueca de repugnancia-.
Me llamo Iván ¿y tú?
-Lorenzo.
-Como el
sol. Espero que no tengas demasiado que hacer el primer día que libremos.
Aunque no será hasta dentro de un mes por lo menos, querría asegurarme de que
no vas a fallarme.
La
incomodidad inicial de Lorenzo frente a Iván, al cabo de dos semanas se
convirtió en sensación de abandono si el melillense no acudía en su busca en
seguida después de la instrucción. Pero nunca fallaba. A los pocos instantes de
mandar el sargento romper filas, se le acercaba Iván, cuya amenidad estaba
rompiendo muchos de los esquemas de Lorenzo. Nunca le había agradado la gente
de su edad; se sentía en evidencia con los muchachos de su barrio, porque
hablaban de cosas que no le interesaban, pero temía confesarlo. En cambio, Iván
era una fuente de amenidad inagotable:
-Tenemos
que prepararnos para que no nos tomen por majaretas.
-¿Qué
quieres decir?
-Ten en
cuenta que soy de Melilla, donde la mitad de la gente es militar. He tomado
copas con muchos reclutas, que me contaban lo putas que lo pasaban. Tenemos que
procurar un refugio donde meternos cada día cuando acabe la instrucción.
¿Cuántas veces te ha puesto a ti el furriel a barrer los patios?
-Dos.
-Pues ya
lo ves, hay que escurrirse. Tenemos que encontrar donde escondernos para que
ningún mando nos ordene hacer algo de eso en nuestras horas de descanso. Un
sitio donde no puedan encontrarnos.
Lorenzo
miró en derredor y alzó la mirada al techo. El cuartel ocupaba un antiguo convento,
muchas de cuyas trazas conservaba a pesar del desapego militar por la belleza.
Había artesonados en varios salones, ocupados ahora por dormitorios. Donde
estaban en ese momento, había vigas de madera muy anchas y decoradas, todavía
algo distantes del altísimo techo.
-Buena
idea –afirmó Iván siguiendo la mirada de Lorenzo-. Una de esas vigas va a ser
nuestra salvación.
-Estás
chalado. ¿Cómo subiríamos ahí?
-Encontraré
el modo. Ya verás.
Lorenzo
contempló a Iván de arriba abajo; cubiertas por el pantalón, sus piernas
parecían robustas; a pesar de las cartucheras, tenía una cintura breve y bajo
la enorme hebilla cuadrangular plateada del ancho cinturón, lucía una
prominencia que anunciaba la existencia de algo demasiado notable en el
interior.
-Encontrarás
el modo para ti, Iván. Yo no soy tan fuerte como tú.
-¡No
digas tonterías! Te he visto desnudo en las duchas. Tienes buen cuerpo, y si encontraras
problema para subir a esas vigas, no te preocupes, que yo te ayudaré. A mi
lado, no tienes nada de qué preocuparte.
-¿Me has
mirado en las duchas?
Iván no
respondió. Echó a andar y Lorenzo le siguió.
Todos
quedaban exhaustos tras las horas de instrucción; muy intensiva, porque se
suponía que los voluntarios habían ingresado para convertirse en militares
profesionales. Pero el cansancio no ayudó a Lorenzo a dormirse pronto esa
noche; un extraño juego de su mente mezclaba las imágenes de Andrés e Iván; le
parecía contemplar el cuerpo de su tío emerger resplandeciente en la orilla del
mar, pero se le superponía el rostro de Iván. ¿Qué le estaba pasando? Esa noche
empezó a sentirse desleal, una culpa que le acompañó varios meses.
A la
tarde siguiente, Iván le comunicó que había encontrado el medio de subir a una
de las vigas. Había cerca de ella un ventanuco sin reja y por fuera de este, un
apilamiento de jergones en un almacén pequeño que carecía de cerradura. Iván le
precedió en la escalada hasta la tronera; la pared tenía lo menos setenta
centímetros de espesor.
-Fíjate
qué muro, Lorenzo. Como si hubieran querido levantar un rascacielos.
-Igual
que las iglesias.
Tras
encaramarse ambos en el alféizar, en cuclillas, Iván sacó cautelosamente la
cabeza hacia el lado del salón de los artesonados. No había nadie a la vista,
de modo que avisó a Lorenzo:
-Como no
tenemos espacio para ponernos de pie en esta ventana, me voy a lanzar así mismo
hacia la viga. No tengas miedo de saltar tú, yo te tenderé las manos para impedir
que caigas y te ayudaré a encaramarte. Confía en mí
Una vez juntos
en lo alto de la viga, Lorenzo notó que la huella de las manos de Iván
continuaba en las suyas, como si fuese un tinte o un calambrazo. No reparó en
el primer momento en lo muy juntos que tenían que estar sus cuerpos para que la
viga les ocultase del todo; fue la mano de Iván en su culo lo que le hizo
reaccionar:
-¿Qué
haces?
La
cabeza de Iván estaba a muy pocos centímetros de la suya; este volvió el rostro
hacia él y, sin responderle, lo besó profundamente en los labios. El
desconcierto de Lorenzo no pudo superar el esplendor ni la intensidad del
placer que sintió. Nunca le había besado así nadie; cada vez que Andrés le
besara en las mejillas, había soñado con un beso suyo en los labios, pero su
imaginación no había sabido prever lo que ocurría en la realidad. El beso de
Iván fue la descarga de un rayo que recorrió todo su cuerpo, deteniéndose en
los genitales y produciendo una erección
instantánea. Sus piernas y brazos vibraban como un diapasón; sentía pequeñas
convulsiones y todo el vello erizado. Pocos minutos más tarde, Iván le pasó el
brazo por la cintura. Como en ese lugar no le escandalizaba el abrazo, no
volvió a resistirse. Entonces sucedió algo que no esperaba ni habría podido
sospechar; poco a poco, Iván fue girando el cuerpo hasta quedar echado sobre el
costado derecho y forzó a Lorenzo a adoptar la misma postura, sobre el costado
izquierdo. Ya frente a frente, pegados del todo, Iván abrió la bragueta de
Lorenzo sin parar de mirarle a los ojos, que estaban humedeciéndose.
-¿Es
felicidad o tristeza? –preguntó Iván.
Lorenzo
calló. No habría sabido responder con sinceridad.
-Mientras
estés conmigo –murmuró Iván con voz ronca-, mira el mundo de frente y sin
miedo.
Conforme
iba pronunciando despacio y quedo esa especie de declaración de amor, la mano
de Iván se introdujo en el pantalón de Lorenzo y agarró su pene enhiesto. Lo
primero que pensó Lorenzo fue que la mano estaba un poco fría, pero en seguida
su mente se llenó de ramalazos de sensaciones inesperadas. Nunca había sentido
nada igual cuando comenzaba a masturbarse; supuso que el tacto de su propia
mano le distraería de las placenteras oleadas que recorrían sus genitales.
-Coge tú
también mi polla, hermano.
Lorenzo
lo intentó con algo de torpeza al principio, por lo que el propio Iván lo fue
guiando para desabrochar los botones; cuando la bragueta quedó abierta, al
notar el ardor Lorenzo hizo ademán de retirar la mano como si se quemara, pero
Iván lo detuvo.
-No
tengas miedo.
No era
como su propio pene; tocaba turgencias que no identificaba y el tamaño también
era diferente; nunca había visto el pene erecto de otro hombre ni se había
preguntado si el tamaño del suyo sería el adecuado; la durísima barra de carne
palpitante que agarraba parecía mayor, sin duda. Ahora sí se preguntó si él
estaría infradotado o Iván superdotado. No fue capaz de más especulaciones,
porque el rayo que recorría su cuerpo desde que permanecía pegado a Iván se
convirtió en huracán. Ni toda la experiencia de la vida le había podido preparar
para la intensidad de su primer orgasmo en compañía, mucho más fuerte que el
que le despertara junto a su padrino. Parecía no tener fin, los escalofríos
recorrían su cintura espalda arriba, hasta la nuca, y sus labios temblaban, así
como los lóbulos de las orejas. Consiguió abrir los ojos con dificultad, para
advertir que Iván lo observaba sonriente.
-Te
quiero, hermano. Mueve un poco la mano para que yo también goce.
Tardó
unos tres minutos más.
Mientras
Iván realizaba una dificultosa contorsión para sacar el pañuelo de su bolsillo
y limpiar la entrepierna de ambos, Lorenzo cerró los párpados con fuerza. Pese
a los repetidos consejos de que no sintiera miedo, estaba asustado. La mente le
trajo muy vívida una escena que había presenciado de lejos pocos días antes. En
el mismo grupo de soldados voluntarios que él, había ingresado un muchacho de
gestos amanerados. Desde el primer día, se habían estado burlando de ese chico
en las duchas y en el comedor; pero hacía una semana, al terminar la
instrucción, un grupo de veteranos se burló de él de manera muy escarnecedora;
el chico se revolvió con algún sarcasmo que Lorenzo no pudo oír a lo lejos,
pero dijo algo que tuvo que molestar profundamente a los veteranos, porque se
echaron sobre él y lo apalearon a puñetazos y patadas. El agredido quedó
tendido, casi inconsciente; un cabo lo descubrió abatido y ordenó a cuatro
soldados que lo llevasen corriendo a la enfermería. Solo tenía contusiones,
varios edemas sangrantes, y había perdido un diente, pero por más que lo interrogaron
fingió no recordar quiénes eran sus agresores; sin duda, sabía que si
denunciaba las cosas serían mucho peores.
-¿Lo
sabe tu familia? –preguntó a Iván.
-Seguro
que lo imaginan, porque nunca he tenido novia ni quiero. Suponte tú. Mi padre
me dice casi todos los días que tengo los huevos negros y debo pensar en
casarme, pero para mí como si lloviera. ¿Y tú?
-No lo
sé, Iván. Yo tengo dos años menos que tú, quizá sea pronto para que mi padre se
haga preguntas de esas. Pero no es imposible que se lo empiece a oler ya.
-Da la
impresión de que tienes muy poca experiencia.
Lorenzo
se ruborizó.
-¿Tan
mal lo he hecho?
-¡Qué
va! Ha sido fantástico. Me haces muy feliz, pero temo herirte.
-¿Por
qué?
-Bueno;
yo… sí tengo experiencia. Tú me vuelves loco, pero no sé si seré capaz de serte
fiel, porque ligo con mucha facilidad. Pero, además, es que sospecho que eres
virgen.
-¿Qué
quieres decir?
-¿Te han
penetrado alguna vez?
-¡Qué
va!
-¿Ves? Voy
a tener que aguantarme hasta que vea que me deseas de verdad; no como ahora,
que prácticamente he tenido que violarte.
Lorenzo
volvió a ruborizarse. No podía calcular si alguna vez estaría preparado para
eso.
Los ocho
días siguientes se buscaron continuamente. Ambos recurrían a toda clase de
pretextos y artimañas para encontrarse a solas, pero Iván no intentaba nada más
allá de reiteradas masturbaciones mutuas y besos ocasionales. Se evitaban en
las duchas y casi ni se miraban en público.
Lorenzo
descubrió una tarde, al ducharse, que se le estaban marcando los abdominales a
una profundidad que no recordaba. La instrucción militar podía ser considerada
deporte; un deporte frecuentemente sin sentido y despiadado porque exigía
llegar al límite de sus fuerzas a muchachos que no habían madurado del todo aún.
En cierta ocasión, un sargento les cronometró uno a uno corriendo cien metros,
pero no con calzado deportivo sino con las pesadas e incómodas botas militares.
Lorenzo estaba siempre exhausto al terminar la instrucción, y sin embargo tuvo
dificultades para dormir esos ocho días. Durante los meses de masturbador
furibundo con la imagen de su padrino en la mente, para los demás había
parecido serenarse, atemperar los malhumores propios de la adolescencia. Ahora
era distinto. Ya no soñaba con Andrés, sino que vivía en tensión permanente
anticipando los encuentros con Iván; sentía el deseo de un modo imperioso y torturador,
el anhelo le cortaba la respiración, los escalofríos eran muy frecuentes, y se había
vuelto muy suspicaz frente a los ojos de los demás. Algunos momentos tenía
ganas de morir. La necesidad de abrazar a Iván lo estremecía, pero también se
estremecía cuando recordaba al muchacho apaleado. Era, al mismo tiempo, más
feliz y desgraciado que nunca.
Una
tarde, mientras asistía a una clase teórica de un sargento muy tosco, Lorenzo
se dio cuenta de que llevaba dos o tres semanas sin recordar a su padrino ni pensar en el viaje a
San Francisco. El sorprendente descubrimiento le hizo mirar a Iván, sentado en
el suelo, como él, al otro lado del círculo que formaban alrededor del
sargento. Pareció que Iván había notado el peso de su mirada, porque también
volvió los ojos hacia él. Una especie de centella entre los ojos de los dos atravesó
el círculo.
Terminada
la instrucción, cuando esperaban turno en la fila para ducharse, Lorenzo
advirtió que Iván, que estaba varios puestos más adelante, se fue retrasando
para igualarse con él. La tensión de Lorenzo se agudizó; temía que algún ademán
de Iván los pudiera delatar, pero no ocurrió nada hasta que estuvieron en la
ducha colectiva. Bajo el agua, Iván se volvió hacia Lorenzo y agitó la mano
ante su pecho, con sólo tres dedos extendidos. Lorenzo comprendió que se
refería a un lugar donde ya habían estado escondidos, detrás del galpón de la
tercera compañía. Se encogió de hombros, para señalar que ignoraba la hora.
Iván extendió las dos manos, indicando las nueve; en seguida bajó la derecha,
para enjabonarse los genitales, porque otro soldado les estaba observando; en
ese momento se dio cuenta Lorenzo de que el pene de su amigo sí era bastante
mayor que el suyo y más oscuro. Y observó otra diferencia que no comprendió; el
pene de Iván mostraba completamente el glande rojizo, como si le faltara algo
de piel.
Cenaban
a las ocho y media y la retreta sonaba a las diez. Tendrían muy poco tiempo.
Acudió presuroso al rincón donde iba a esperar a Iván, pero este le aguardaba.
Aunque la oscuridad era completa, notó que ya se había desabrochado la bragueta;
fue a introducir la mano pero Iván lo detuvo:
-Hermano,
tenemos que ir más allá de estos juegos de niños.
-¿Qué quieres
decir?
-¿Quieres
derretirte de placer como si fueras plomo en la candela?
-Siempre
me derrito de placer contigo.
Notó que
Iván sonreía.
-Por
ahora, no hemos pasado de pajas impacientes; pero hay mucho más e
incomparablemente más intenso, Lorenzo. Hasta hoy, voy a aguantándome porque
estoy loco por ti y no quiero que te asustes. Pero tenemos que ir adelante. No
eres un niño, eres un hombre y, por cierto, cada día se te ve más fuerte.
Necesitas aprender a disfrutar como un hombre. Ven, vamos allí, entre aquellos
árboles.
Sin
esperar respuesta, Iván echó a andar; Lorenzo lo siguió dócilmente. Bajo la
fronda de un sotillo de eucaliptos, con la tierra tapizada de fragantes hojas caídas,
Iván se tendió en el suelo y haló del brazo de Lorenzo, para que le imitara. A continuación,
Iván se arrastró un poco hasta quedar en posición invertida respecto a su
amigo, desabrochó su bragueta y una tempestad se abatió sobre Lorenzo. Este no
podía creer lo que sentía, la suavidad muelle de los labios y el calor de la
boca de Iván no se podían comparar con el roce de una mano sobre el pene. Llegaron
las contracciones casi inmediatamente, momento en el que Iván paró al tiempo
que apretaba el glande con dos dedos, con lo que impidió el orgasmo.
-Cómete
tú también el mío, hermano –dijo con voz gutural, pero suplicante.
Lorenzo
alzó la cabeza. Temía que si obedecía, iba a vomitar. Notando su vacilación,
Iván le puso la mano en la nuca y forzó su cabeza para que la boca llegase al
lugar justo.
En el
primer instante, le pareció advertir una ola de repugnancia; tuvo que abrir
mucho la boca para abarcar el grueso cilindro trémulo y ardiente, sintiendo
prevención porque sus labios palpaban carne desnudada, como si no necesitarse
retraerse el prepucio. No supo cuánto tiempo pasó hasta que la repugnancia se
esfumó y sólo pensó en esforzarse por hacer sentir a Iván lo que él estaba
sintiendo. Poco a poco, se acompasaron; Lorenzo no pudo resistir mucho más, de
modo que trató de retirarse para no llenar de semen la boca de Iván, pero este
apretó los labios para impedir el movimiento. Iván demoró todavía varios
minutos; su orgasmo fue distinto; Lorenzo notó que levantaba las caderas, agitaba
las piernas y movía el pecho y los hombros como si le estuvieran alcanzando
intensas descargas eléctricas, mientras emitía ronquidos como un jabalí furioso.
Tardó unos segundos en advertir que también su boca se había llenado de semen.
Permanecieron
varios minutos en silencio.
-Ya no
puede faltar mucho para le retreta, Iván.
-Quédate
quieto un poco más, hermano, por favor.
-¿Por
qué tienes…?
-¿Qué?
-Tu pene
parece diferente del mío.
Iván
tomó su mano, conduciéndola hasta su glande.
-¿Te
refieres a esto? –Lorenzo asintió con un murmullo-. Estoy circuncidado. Por si
no sabes lo que es, a los niños judíos y a los moros les cortan el prepucio en
una ceremonia religiosa. Hay tantos moros y judíos en Melilla, que la costumbre
ha calado entre algunos españoles. Mis hermanos también están circuncidados. Dicen
que el glande pierde sensibilidad, pero la verdad es que uno gana en duración
del sexo. ¿No te has dado cuenta de que tardo bastante más que tú en correrme?
-Creía
que era por la experiencia.
-Bueno,
eso también, Pero yo tardé siempre mucho. Y cuando gozo, gozo.
-Ya me
he dado cuenta.
-Y te
voy a enseñar a ti a gozar lo que ni te imaginas.
-¿Me vas
a cortar el prepucio?
-No.
Bájate el pantalón y levanta las rodillas hasta el pecho –Lorenzo obedeció-.
Ahora, quédate quieto y no hagas nada.
Con
inquietud y rubor, Lorenzo sintió que la boca de Iván se posaba en su ano. En
el primer momento, su impulso fue saltar y echar a correr, y tal vez lo hubiera
hecho, pero Iván lo sujetaba fuertemente abrazando sus piernas. Bastaron un par
de caricias para abatir la resistencia. Cuando creía que sería imposible, pues
habían pasado muy pocos minutos desde el orgasmo, notó que volvía a tener erección,
mientras la lengua de Iván hurgaba en su interior. Eso sí que era inesperado,
incomprensible, estremecedor pero maravilloso. La combinación de sentimientos y
sensaciones fue como un torbellino. Comenzó a llorar, mientras su mente le
entregaba una imagen menguante de su padrino que se alejaba infinitamente en el
espacio.
Desde
aquella noche, comenzaron a hacer planes para vivir juntos en Melilla.
-
martes, 23 de julio de 2013
EL COCHE DEL ITALIANO
El italiano acudía a intervalos
irregulares a la taquilla del parking de la estación, donde generalmente pagaba
alrededor de cien euros y siempre dejaba una propina de diez. Su coche tenía
algo especial, distinto a todos los que Pablo había visto antes del mismo
modelo, aunque por mucho que se esforzaba no conseguía precisar en qué
consistía la diferencia. Se trataba más de un pálpito que de una certeza,
porque lo que contemplaba era verdaderamente un Ferrari 612 Scaglietti, cuya trompa
evocaba un mero azul lustroso que estuviera a punto de engullir un hipocampo.
Pero cuando lo veía pasar la barrera de entrada, reflejando las hileras de
luces en el capó como un espejo, se decía que algo en la carrocería no era como
tenía que ser.
También el italiano era especial,
no porque dejara el coche cinco o seis días inmóvil, permaneciendo el lustroso
Ferrari casi siempre en el mismo lugar, al otro lado de la caseta de los
cuadros eléctricos, oculto del todo o asomando la trompa apenas unos centímetros.
Lo que a Pablo le desconcertaba no eran las reapariciones inesperadas ni su
generosidad, tan insólita, sino sus maneras y sus compañías. Era amable y
educado, pero de un modo turbador porque sus gestos ligeramente afectados daban
la impresión de enmascarar un autoritarismo implacable. Le daba las propinas
con sonrisas cómplices, pero Pablo veía displicencia tras las sonrisas, que
disimulaban en realidad el desdén que sentía por el trabajador obligado a
permanecer confinado nueve horas en la cabina. Y también los acompañantes le
inspiraban preguntas: Culturistas que parecían clonados, anchos y demasiado
seriamente vestidos, mientras que el italiano usaba ropa informal y un poco
extravagante. Los pasajeros de trenes de largo recorrido tenían derecho a uno o
dos días de parking gratis si habían viajado en cualquier categoría superior a
“preferente”, y sin embargo el italiano nunca presentaba un billete para
reclamar ese derecho. Pablo caviló que si de veras viajaba en tren durante sus
ausencias, tal vez no podía permitirse pagar billetes de preferente para cuatro
o cinco, y viajaría él también en clase turista porque prefería permanecer con
los titanes clónicos.
La primera vez que vio al grupo
consideró que se trataba de un capo mafioso con sus guardaespaldas, pero
conforme pasaban las semanas iba desechando la idea, porque los jóvenes –tres o
cuatro, pero siempre sospechosamente iguales-, mientras los veía acercarse a la
cabina recibían de su jefe un trato campechano y cordial, lo que no podía encajar
con la imagen que difundían las películas de esa clase de jefes siniestros y
despiadados; sobre todo, la última de su idolatrada Palmira, donde la bellísima
cantante de sus ensoñaciones permanecía secuestrada por la mafia la mayor parte
del metraje, recibiendo un trato cruel que a Pablo le provocaba saltar de la
butaca hacia la pantalla para castigar a los maltratadores.
Dotado de buen oído, conseguía
aprender frases sueltas en muchos de los idiomas de quienes se acercaban a la
ventanilla. El día que saludó “buona sera” al italiano, éste sonrió con júbilo,
agitó la mano como si quisiera estrechársela a través del cristal y dejó veinte
euros de propina en vez de diez. A partir de entonces, Pablo aprendió más
frases: “tutto bene?”, “arrivederci”, “piacere di rivederlo”, no por la propina
–aunque también-, sino porque su inquietud no se desvanecía, y aumentaba su convicción de que le convenía caer
simpático a ese italiano temible. Le torturaba imaginar que un día descubriera
un arañazo o un abollamiento en la siempre reluciente carrocería del Ferrari;
¿cuál podía ser su reacción? Aunque el sitio donde lo dejaba no resultara
visible desde la cabina, ¿no culparía en primera instancia al empleado, no le
responsabilizaría a él de lo que le haría tronar de indignación?
El misterio aumentó de súbito cuando a Pablo
le tocó el turno de noche por primera vez desde que tenía ese empleo, turnos
que eran rotatorios y distintos para cada empleado todos los meses en
secuencias que se completaban cada cuatro.
Llevaba casi desde el principio
examinando con prevención el Ferrari azul, mientras hacía esfuerzos obsesivos
por descubrir qué era lo que tenía de diferente. No identificaba nada en la
carrocería ni en los anagramas, ni en las lunas, que lo distinguiera de los
demás Ferraris 612 Scaglietti. Nada. Sólo un halo enigmático que no conseguía
descifrar, mientras se preguntaba si estaría derivando hacia el coche la honda
inquietud que el propietario le inspiraba. Por controles que exigía la policía,
había que anotar de madrugada las matrículas, modelos y colores de los
vehículos que pernoctaban en el parking, anotación que debía enviar por fax a
primera hora de la mañana. La primera noche, pasó mucho miedo –tal como sus
compañeros más veteranos le habían predicho-, recorriendo el extenso parking,
desierto pero con vecindades muy peligrosas y donde no era raro que los
empleados sufrieran insultos y agresiones. Ese miedo se combinaba con una
expectación inexplicable ante la idea de que tendría que acercarse al coche del
italiano; trató de mitigar su inquietud encajándose los auriculares del
compact, donde la voz de Palmira era como un bálsamo. Cuando estaba a punto de
llegar al Ferrari, reflexionó para tranquilizarse: Puesto que ese coche
pernoctaba con tanta frecuencia en el parking y su matrícula había sido enviada
innumerables veces a la policía, el italiano debía estar dentro de las leyes;
no podía ser delincuente ni jefe de la mafia .
Ya de vuelta a la cabina, tuvo un
estremecimiento cuando revivió el momento en que había pasado junto al
brillante coche azul, porque sólo conseguía evocarlo con vaguedad. Recordaba
nítidamente el recorrido a través del parking, con la carpeta en una mano y el
bolígrafo en la otra; hasta podía rememorar ciertas secuencias: Había anotado
un Honda CRV vino tinto después de un Mercedes CL65 plateado, un Citroen Xsara
Picasso rojo tras un Toyota Highlander negro y un Mazda RX8 a continuación de
un Jaguar XK gris. Pero no recordaba el coche anterior al Ferrari ni el
posterior y la imagen del coche del italiano aparecía en su recuerdo confusa y
evanescente, igual a lo que vio con pavor que estaba ocurriendo con la
anotación: Las veces que miró el número de matrícula, el orden de las cuatro
cifras variaba, lo mismo que el de las tres letras. La cuarta vez, decidió
anotarlos en dos papeles distintos. Volvió a examinarlos unos minutos más
tarde, pero las dos anotaciones coincidían. Sin embargo, tenía la ácida
convicción de haber leído y escrito frente al coche una secuencia que no era la
misma que ahora veía escrita en los dos papeles.
Este recuerdo le dificultó
conciliar el sueño cuando se acostó a las nueve y media de la mañana. Su madre
trajinaba por la cocina con su obstinada manía de orden y limpieza, y en la
calle había niños jugando entre risas y gritos, porque era sábado, pero fue la
idea de que los números habían danzado por el papel lo que le desveló varias
horas, hasta que la voz de Palmira en los auriculares fue serenándole y
conduciéndolo a un paraíso donde ella era placer y consuelo.
Abordó su segunda noche en el
parking somnoliento y con talante lóbrego. Cuando oyó la alarma la primera vez,
tuvo un sobresalto que le hizo suponer que había dado una cabezada –lo que
estaba rigurosamente prohibido-, porque rebotó en el asiento y el compact con
el disco de Palmira cayó al suelo. Corrió hacia donde sonaba la alarma y
resultó ser la del Ferrari; aminoró la carrera al acercarse; no apreció nada
extraño ni merodeaba nadie, al menos que él pudiera ver; extrañamente, el
estridente pitido cesó mientras se aproximaba. Confuso, regresó hacia la cabina
preguntándose si la alarma había sonado de veras o lo habría soñado. Pero en
seguida volvió dispararse; corrió hacia el Ferrari y de nuevo se extinguió el
sonido cuando iba a tocar el metal pintado de azul. Se encerró en la cabina con
el ánimo cada vez más sombrío; si habían tratado de robar el coche y quedaban
marcas del intento, el italiano iba a tronar de indignación. La tercera vez que
aulló la alarma no corrió; decidió acercarse sigilosamente y dando un rodeo por
detrás de los coches aparcados al otro lado de la caseta del cuadro eléctrico.
Lo que descubrió acabó de conmocionarle: Las dos portezuelas estaban abiertas.
Despavorido, corrió sin resuello hasta la cabina y llamó a la policía. Tenía
que consignar el incidente en el parte donde se registraban los sucesos de la
noche y comenzó a hacerlo con nerviosismo, de tal modo que apenas era capaz de
leer su propia letra; por ello, postergó la anotación hasta ver qué decían los
policías. Cuando éstos se marcharon con expresión de fastidio, tras comprobar
que las puertas del Ferrari estaban correctamente cerradas y no había rastros
de violencia, se preguntó qué iba a anotar en el parte; no podía soslayar el
suceso, porque los agentes también escribirían un parte cuya copia enviarían a
la dirección de la empresa. ¿Pero iba a tener que reconocer que había sufrido
una alucinación?
Tenía ojeras oscuras cuando abordó
su tercera noche de servicio, ya que durante el día apenas había pegado ojo.
Era domingo, por lo que a partir de medianoche sólo ocasionalmente se acercaba
alguien a la taquilla; escuchó una y otra vez las canciones del nuevo disco de
Palmira para no amodorrarse. A las tres de la mañana, emprendió la anotación de
matrículas con los auriculares encajados, el volumen del compact al máximo y
ánimo macabro. Pero no sintió la angustia de las dos primeras noches al
acercarse al Ferrari y supuso que se debía a que el cansancio le había
relajado. Anotó la matrícula como cualquier otra y continuó hacia el fondo del
parking, mas con la sensación de que no estaba solo; según avanzaba parking
adelante, aumentaba el convencimiento de que había alguien más. Llegó a sentir
la presencia con tanta fuerza aunque no consiguiera ver ni una sombra, que
volvió a la cabina apresuradamente y se encerró. Meditó sobre si podía dejar a
medias el control de matrículas; sólo llevaba un poco más de tres meses en ese
empleo y aún debían de estar evaluándole, por lo que no le convenía cometer un
fallo tan garrafal. Reunió coraje para terminar el recorrido tras dos horas y
media de argumentación contra sus propios impulsos, escuchando ya por enésima
vez el disco de Palmira hasta el punto de tararear los estribillos sin darse
cuenta y, por fin, avanzó resueltamente parking adelante, resolución que se
desmoronó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza: El Ferrari se
encontraba estacionado dos puestos más allá de donde estuviera hacia menos de
tres horas. Con pánico, pasó los dedos por el capó para descubrir que estaba
caliente; el motor había estado en marcha hacía unos instantes. Se encerró en
la cabina temblando y, tras muchas dudas, resolvió no llamar a la policía;
anotó en el parte que una indisposición le impedía completar el control de las
matrículas. Cruzó los dedos para que el incumplimiento no le acarrease una
reprimenda.
La cuarta era la última noche antes
de disfrutar sus dos jornadas de descanso. Llegó a la cabina como quien es
conducido a la horca. Sentía el impulso de mandarlo todo al cuerno, abandonar
la guardia sin avisar al encargado y dar por perdido el empleo, porque el
enigma del coche del italiano se había convertido en un problema que ya no se
sentía capaz de resolver. Dedicó la primera hora de vela a la busca de
argumentos con que reprimir ese impulso, porque no estaba la situación en su
casa como para quedarse sin empleo. Mas cuando llegó la hora del control de
matrículas todos los resortes de su cuerpo estaban exigiéndole huir, negarse a
seguir sufriendo esa tortura durante tantas noches que aún le quedaban de
guardia durante el resto del mes.
A las tres de la madrugada,
emprendió la anotación de las matrículas con el sueño ilusorio de que iba a ser
la última vez; un prodigio estaba a punto de ocurrir que le redimiría de esa
zozobra inaguantable. Hasta podía suceder que Palmira pasara por la estación en
el momento más inesperado, porque había leído en una revista que le faltaba
poco para terminar la película que estaba interpretando en unos estudios de la
ciudad. Las luces fluorescentes componían alineamientos que parecían
prolongarse hasta el infinito, como si estuviera obligado a recorrer distancias
que superaban todas las capacidades humanas, y aunque era primavera, un
escalofrío le recorría la espalda mezclado con hilillos de sudor helado.
Se acercó al Ferrari con humor
tétrico; una calima de angustia nublaba sus ojos y le costó gran esfuerzo
anotar los números que siempre parecían ser diferentes y que, por ello, aún no
era capaz de recordar, contrariamente a la mayoría de los coches que
pernoctaban con asiduidad en el parking, cuyas matrículas anotaba ya de
memoria. El escalofrío se multiplicó por mil cuando escuchó la voz. Un rumor
ininteligible provenía del interior del coche; con el pulso acelerado y voz
rota, preguntó:
-¿Hay alguien ahí dentro?
El murmullo cesó. Sobrecogido, rozó
el maletero con la yema de los dedos, instante en que el murmullo recomenzó.
Sus temores estaban justificados; el italiano era un mafioso cruel que había
raptado a alguien escondiéndolo en el maletero amordazado, maniatado y
seguramente drogado; tal vez llevaba prisionero los tres o cuatro días
transcurridos desde la última vez que usaron el Ferrari; lo habrían abandonado
creyendo que estaba muerto, a la espera de encontrar el medio más idóneo de
deshacerse del cadáver. Mientras llamaba a la policía su voz era casi un
estertor. Tras las comprobaciones, y en el momento de despedirse, el mayor de
los dos agentes le dijo con expresión hosca y tono muy desagradable:
-En ese maletero no hay ningún
secuestrado ni niño muerto, joder, que estás paranoico perdido. Lo de
anteanoche, pase. Pero que hayas vuelto a fastidiarnos esta noche, ya pasa de
castaño oscuro. Ni se te ocurra volver a llamarnos como no sea con unos cuantos
cadáveres sangrando en medio del parking, ¡coño!
A las nueve y media de la mañana,
Pablo comprendió que no conseguiría dormir.
El italiano llevaba más de cuatro
días sin sacar el coche, así que según sus cuentas era probable que lo retirase
ese martes. Improvisó una excusa para visitar el parking en jornada de
descanso: Deseaba acabar de aprender a reparar los cajeros automáticos, cosa
que aún no dominaba del todo, pues le resultaría muy útil si cualquiera de las
noches de guardia uno de los cajeros dejaba de funcionar. El compañero que
permanecía de turno no mostró extrañeza y el encargado le gastó una broma
sarcástica sobre la llamada a la policía. Pablo revisó con parsimonia los
automatismos, hasta que el italiano llegó con su escolta habitual. Antes de que
ellos tuvieran tiempo de irse, se puso al volante de su anticuado Seat Panda y
lo mantuvo a ralentí hasta que vio salir el resplandeciente vehículo azul.
Afortunadamente, el tráfico discurría a esa hora con lentitud, porque de otro
modo no habría tenido ninguna oportunidad persiguiendo a un Ferrari con su
agónica y abollada tartana. Conducía el italiano, no un clónico, y
sorprendentemente entró en otro parking, uno muy céntrico ubicado junto a los
hoteles más lujosos de la ciudad. Pablo siguió tras ellos con cautela.
Aparcaron el coche y salieron del parking por la escalera peatonal, que Pablo
subió a la carrera tratando de no perderlos de vista; saltó en el último tramo
con precipitación torpe, lo que estuvo a punto de hacerle tropezar con uno de
los hércules. Pudo recomponerse y seguir adelante aparentando naturalidad,
mientras se preguntaba si el personaje se habría separado del grupo justamente
porque habían detectado la persecución. Pero el sujeto no le miró a él en
particular, sino que parecía querer abarcar cuanto ocurría en los alrededores,
mientras los demás se dirigían hacia uno de los hoteles.
Yendo tras ellos, Pablo examinó al
portero uniformado; a continuación dio una ojeada a su atuendo: Un chándal,
cuyo pantalón presentaba una mancha junto a la rodilla izquierda. El remilgado
empleado vestido de librea no le permitiría entrar en el lujoso hall del hotel.
No había cerca ninguna cafetería desde donde acechar la reaparición del
italiano y su corte, de manera que se apostó en una esquina sin perder de vista
la pomposa entrada. Durante las tres horas siguientes el grupo no volvió a
salir. Estaba seguro de ello. El cansancio, tras la noche de vela, comenzó a
producir efecto y apenas podía mantener los ojos abiertos, por lo que decidió
terminar por ese día el espionaje e irse a dormir. Volvió al parking y se
preguntó por el forzudo que permaneciera de guardia, a quien no había visto
acercarse al hotel. Una vez que pagó el tique y fue en busca del Seat Panda,
descubrió con enojo que el Ferrari había desaparecido. Se dio una palmada en la
frente. Había sido un estúpido. La clave no era el italiano, sino su coche.
Debería haber vigilado el Ferrari y no al conductor, porque era el coche el
objeto del trapicheo que se trajeran. Al día siguiente, ni siquiera iría al
parking de la estación. Se apostaría en éste, acecharía la llegada del grupo y
permanecería junto al Ferrari para ver quién lo retiraba, porque parecía obvio
que serían otras personas quienes lo hicieran. Las mafias de altos vuelos
funcionaban con intrincadas claves propias.
En cuanto despertó, se dirigió al
parking del centro provisto de su indispensable compact con los cinco discos y
una bolsa de plástico con dos bocadillos y un refresco, porque suponía que
tendría que esperar mucho. Había dormido mal, lo que hacía que fuese
inaplazable librarse de esa inquietud que ya duraba demasiado tiempo. Se
acomodó en un rincón cerca del espacio ocupado por el Ferrari la tarde
anterior, donde espiar sin ser visto. Sentado con las piernas flexionadas y con
la espalda apoyada en un pilar de áspero cemento, aguardó las horas suficientes
como para sentir calambres en las nalgas, hastío y un fuerte impulso de
abandonar. Comenzaba a dar cabezadas, distraído con las canciones en los
auriculares, cuando advirtió que el Ferrari azul había sido aparcado ya; fue el
movimiento de pasos lo que le sacó del ensimismamiento. Bajo la carrocería del
Jeep Grand Cherokee tras el que se ocultaba, contó tres pares de piernas con
los trajes oscuros de mafiosos y las del italiano, embutidas en un carísimo
vaquero de apariencia raída, bajo el que asomaban botas de cocodrilo con medio
tacón. Pero dejó de prestar atención al grupo a causa de lo que estaba
ocurriendo en los bajos del Ferrari;
vista de perfil, la chapa de la matrícula se había recogido hacia arriba, apareciendo
en seguida de nuevo. Distraído con la pregunta de qué podía significar ese
movimiento, no advirtió al instante que otro par de pantalones mafiosos
descendían del coche y se aproximaba hacia el punto donde se encontraba. En
tensión, forzó las piernas y se encogió más aún de lo que estaba. Pareció que
el sujeto no le había descubierto, sino que estaba, simplemente, dando una
ojeada; esto acrecentó la ansiedad de Pablo. Si trataba de descubrir la
presencia de intrusos sería porque –de acuerdo con sus peores intuiciones- el
grupo tenía mucho que ocultar. Iba a ser muy poco bienvenido si le descubrían.
Fue echándose a un lado hasta quedar tendido en el suelo y, a continuación, se
arrastró hasta quedar bajo el Jeep. Por el sonido de sus pasos, comprobó que el
sujeto se marchaba también, intuyó que para apostarse junto a la entrada de
peatones. Con cuidado por si quedaba alguien vigilando, cambió de puesto de
observación; donde estaba, había podido ver sólo pies más el extraño movimiento
de la matrícula; necesitaba comprobar quién retiraba el Ferrari.
No tuvo que esperar mucho. Unos
veinte minutos más tarde, tres hombres vestidos como los que acompañaban al
italiano, o tal vez los mismos –era incapaz de diferenciarlos, tan semejantes
parecían-, se aproximaron al Ferrari, precediendo a una mujer alta con zapatos
de tacones vertiginosos. Desde el primer instante, percibió que ella poseía
algo reconocible tras sus grandes gafas de sol, un aire que le resultaba
familiar. Pablo miró de nuevo con fascinación el movimiento ascendente y
descendente de la matrícula, que cambió a una nueva combinación de letras y
números; obviamente, la trompa tenía que haber sido modificada para albergar
ese mecanismo. Absorto en la pregunta del porqué de los números mutantes, no
advirtió que le habían cazado. Uno de los guardaespaldas clónicos le agarró por
la espalda y le obligó a alzarse. Pablo no intentó siquiera escabullirse.
-¿Lleva cámaras? –preguntó otro de
los clones.
-Creo que no.
-Mételo en el coche, para que lo
cacheemos. A lo mejor lleva una de esas miniaturas que usan en la televisión
para los programas de cámara oculta.
Mientras era obligado a embutirse
en el asiento trasero entre las dos moles encorbatadas que le palparon todo el
cuerpo, la mujer se puso al volante. El que le había descubierto ocupó el asiento
del copiloto y, volviéndose hacia él, le dijo con severidad:
-Estoy seguro de que te he visto
antes. ¿Para quién trabajas?
Pablo se encogió de hombros. No
comprendía la pregunta; si le reconocía, sería porque le habría visto numerosas
veces en su cabina. No quiso darle pistas, porque un traspiés podía perder que
perdiera el empleo. Su situación era muy negra, porque la mujer había puesto el
coche en marcha. El hermoso y delicado medio perfil visto desde atrás reforzaba
su sensación de reconocerla, pero parecía muy contrariada. ¿Qué pensarían
hacerle? De improviso, al salir el coche a la luz diurna, el copiloto exclamó:
-¡Es el cobrador del parking de la
estación!
-¿Este chico es el mismo que nos
obligó tantas veces, la semana pasada, a echar a correr para que no nos
descubriera? –preguntó la mujer
-¡Claro que sí! –afirmó el
copiloto, dándose una palmada en la frente-. Todas las carreras que nos ha
obligado a dar de madrugada este cabrón, cada vez que te apetecía conducir e ir
a tomar algo, y tratábamos de sacar el Ferrari por la salida del fondo, sin que
se diera cuenta de quién eres, para que no avisara a los periodistas... Y la
comedia que teníamos que montar para distraerle uno de nosotros, fingiendo
pagar el tique de otro coche... Mamonazo...
-No le insultes, Dany..-la voz de
la mujer tenía una musicalidad que aceleró el pulso de Pablo- ¿Por qué me
espiabas? –lo miró a través del retrovisor. -¿Alguien te...
Le interrumpió una voz metálica que
emergía del salpicadero: “El camino más despejado hacia el estudio de
grabación... primer cruce a la derecha...”
Pablo reconoció en la voz robótica
del GPS el murmullo que le había hecho creer que había un secuestrado en el
maletero, puesta en funcionamiento accidentalmente por su acercamiento al
Ferrari.
-¿Lleva cámara, micrófonos o
algo... como para una exclusiva de revista? –preguntó ella
-No. Solamente es un fan tuyo
bastante maniático. Lo que lleva es un compact y tus cinco discos... Siempre
que vamos a pagar con tu manager, Giorgio, y se quita los auriculares, notamos
que suenan tus canciones en el compact...
Con el corazón a punto de
paralizársele, Pablo comprendió que quien conducía el Ferrari, y quien había
tratado varias veces de conducirlo de madrugada sin ser descubierta, era su
adorada Palmira. Perdió el miedo y se dejó arrebatar por el júbilo.
Para mal o para bien, estaba a
medio metro de ella y a lo mejor hasta conseguía estrecharle la mano.
domingo, 14 de julio de 2013
Cuentos del amor viril. EL PROFESOR DE INGLES
CUENTOS
DEL AMOR VIRIL
EL PROFESOR
DE INGLÉS
José Almeida era chapero de Sol.
No lo ocultaba. Le enorgullecía el título,
porque jamás había tenido otro, ninguna profesión que le caracterizara. Sabía
que procedía del más subterráneo de los niveles de la pirámide social.
Ser chapero representaba un progreso meteórico
en su vida.
Porque siendo chapero visitaba casas muy
elegantes, de un tipo que ni siquiera suponía que pudieran existir en Portugal.
Porque siendo chapero, recibía como regalos ropa que sólo había visto usar a la
gente en televisión. Porque siendo chapero, le invitaban a comer de vez en
cuando en restaurantes donde cobraban por persona mucho más de lo que él
necesitaba para pagar la pensión.
Claro que era importante ser chapero.
Porque desde que lo era, había viajado ya cinco
veces a la aldea cercana a Goveia donde vivía su familia, y siempre asombraba a
sus hermanos y a sus antiguos vecinos con su ropa, sus expresiones y el dinero
que podía gastar.
Había descubierto su poder cuando más asustado
se sentía. Llegado a Madrid sin un escudo ni un duro, encontró a dos jóvenes
portugueses en una tasca de Atocha. Oyó que hablaban en portugués, por lo que se
acercó a pedirles ayuda.
-¿Estás sin dinero? -le preguntó el que parecía
más desenvuelto.
-No tengo ni para comer. Tampoco sé dónde voy a
dormir.
-Pues tienes fácil la salida.
-¿Qué tengo que hacer?
-Ven con nosotros. Hay una sauna donde van los
hombres en busca de muchachos como nosotros. Pagan mucho dinero y sólo tienes
que quedarte quieto mientras te tocan.
-A mí sólo me gusta que me toquen las mujeres.
-Si cierras los ojos y piensas en mujeres, verás
que disfrutas igual. Y además, te pagan.
-¿Cuánto?
-Unas cinco mil pesetas.
Cinco mil pesetas era lo que podía ganar en la
aldea en dos semanas. Tenía que intentarlo.
La sauna, sin embargo, le cohibió. No podía
creer que aquellos hombres, con aspecto de verdaderos hombres, quisieran
mantener sexo con él. Todos eran muy elegantes a pesar de estar desnudos. Las
gafas que usaban algunos y las cadenas que casi todos llevaban al cuello,
revelaban un poder económico que, desde la perspectiva de su aldea, parecía
estratosférico.
Se mantuvo mucho tiempo aparte, casi oculto,
observando amedrentado a la gente que circulaba constantemente de una planta a
otra, del baño turco a la sauna, de las duchas a la sala de proyección, del bar
al cuarto oscuro. Le asqueaban un poco las erecciones exhibidas como trofeos y
hallaba desconcertante que los chicos jóvenes como él, que buscaban lo mismo
que ´él iba a buscar, se manosearan indisimuladamente, procurando conseguir excitarse.
Muchos de estos jóvenes exhibían sus erecciones sin pudor, más bien al contrario. Le asombraba que hubiera tanta
variedad de tamaños y formas de penes; unos, retorcidos y abultados como patatas,
otros, rectilíneos como jabalinas, otros, iguales a leños de chimenea…
Finalmente, decidió que no tenía nada que hacer
en ese lugar. No sabía hablar español, era demasiado tosco en comparación con
toda aquella gente, y demasiado inculto para esperar que le entendieran. Se daría una ducha y saldría a ver qué podía
hacer en el exterior.
La sala de duchas tenía ocho alcachofas y un
pequeño jacuzzi.
José Almeida se despojó del paño que le cubría
la cintura, abrió el chorro de agua, tomó abundante gel del dispensador, se
enjabonó el pelo, el rostro y todo el cuerpo y gozó la primera ducha verdadera
de su vida, puesto que en la vieja casa de piedra de la aldea tenía que asearse
echándose por encima baldes de agua fría, que sumaban a la tiritona la idea de
estar siendo sometido a un suplicio medieval. Entre el jabón que le cubría la
cara y el placer que le producía el agua tibia, permaneció mucho rato con los
ojos cerrados. Sin tocarse la entrepierna, sintió que la espuma, la catarata de
agua caliente y el recién aprendido placer de ducharse habían inflamado su pene
bastante más de lo corriente. Cuando abrió los ojos, descubrió que había siete
hombres formando un corro a su alrededor; le miraban con expresión radiante, dos
de ellos estaban manoseándose y uno se corrió en el momento de mirarlo..
José bajó la cabeza, tratando de dilucidar qué atraía
tanto a aquellas siete personas. Examinó su torso blanco, donde casi no había
vello, pero donde se distinguían claramente sus músculos tallados por el duro
trabajo del campo; ese pecho duro como la piedra no podía resultar atractivo
para hombres. Se preguntó si serían las piernas, tan robustas que parecían las
de un animal; no, tampoco eran atractivos sus muslos tan masivos ni las pantorrillas
que parecían dos bolas de billar juntas en cada pierna. Mucho menos podía
atraerles el tronco retorcido y cubierto por un laberinto de venas, y muy
oscuro en comparación con el resto de su piel, que, aunque duro, le colgaba
hasta más abajo de medio muslo. Tal vez aquellos hombres le consideraban un
bicho raro.
El que estaba más cerca, le dijo con un tono que
evidenciaba tensión interior:
-¿Puedo invitarte a tomar algo?
José entendió a medias la pregunta, pero intuyó
el significado y asintió. Siguió al hombre hasta la sala del bar, sintiendo que
le temblaban las piernas. Tomó con fruición el refresco de naranja y luego
aceptó la señal del hombre, que le condujo hasta una habitación tan pequeña que
parecía un armario, con toda la superficie ocupada por una colchoneta.
Veinte minutos más tarde, salió de la sauna estupefacto por dos motivos: Había disfrutado
con lo que el hombre le había hecho y llevaba cuatro mil pesetas en el
bolsillo.
Aunque nunca consiguió hablar bien español, un
año más tarde reflexionaba sobre lo estupendo que había sido descubrir la vida
de chapero, puesto que disponía de una agenda de bolsillo con varias decenas de
números de teléfono. No sabía leer los nombres, pero recordaba a las personas
por el trazo de las letras. Era muy raro que le dijeran que no cuando preguntaba
si podía ir a sus casas, cada vez que se quedaba sin dinero y tenía que
buscarlo con urgencia medios para pagar la pensión.
El profesor de inglés representó un paso
adelante en su carrera.
Robert Kent tenía cuarenta y dos años, un cuerpo
del que la musculatura universitaria comenzaba a descolgarse, un pisito en el
Puente de Vallecas y dos pasiones: los toros y los jóvenes que tenían cuerpos
de torero.
Conoció a José Almeida en un bar de la calle
Espoz y Mina. Robert era capaz de desnudar a la gente con la mirada, por lo que
radiografió las posesiones de José de una sola ojeada.
Siguieron dos meses durante los que José fue el
sábado, sabadete del profesor. Con el tiempo, los sábados se extendieron a todo
el fin de semana y, poco más tarde, el profesor era el recurso cuando José no sentía
ganas de ofrecerse a un cliente cualquiera, porque Robert había aprendido a
proporcionarle muchísimo placer . Dado que Robert rellenaba muchos de los
altibajos que la economía de José había venido teniendo, el portugué llegó a la
situación de holgura que le incitaba, periódicamente, a viajar para pavonearse
en su aldea.
La aldea donde había nacido estaba construida en
su totalidad por lajas de una piedra oscura, que parecían en los muros simplemente
apiladas, sin argamasa.
El paisaje era más bien torvo, nada acogedor,
porque estaba situado en un paraje desapacible y frío de la Sierra de las Nieves.
Muy pocas casas tenían tabiques divisorios, de
modo que, a la manera de los cobijos trogloditas, había un hogar central, con
un simple agujero en el techo para evacuar el humo, y alrededor, los muebles y
jergones arrimados a la pared no ofrecían la menor intimidad. José solía
alquilar una habitación en un hotel de la cercana Gobeia, porque esa
habitación, precariamente construida encima del
corral ocupado por todo el ganado que la familia poseía, le causaba
desasosiego. El hedor animal era asfixiante. Jamás se producía de noche un
silencio completo que facilitara el sueño. Los ronquidos, los frecuentes jadeos
de los padres, las exclamaciones ahogadas de los que se masturbaban, las
protestas sigilosas de las muchachas. Él,
como todos sus hermanos, había asistido en silencio sobrecogido a los actos
sexuales de sus padres desde que tenía memoria, así como a las masturbaciones
de cada uno de ellos.
Su visita a la aldea, cada tarde de los dos o
tres días que pasaba en Gobeia, era siempre motivo de fiesta para los chicos de
su edad. Todos ellos le habían forzado disimuladamente a ir al urinario, un
cuartillo pequeño con un canal para orinar sin separaciones ni cualquier
reserva. En cuanto comenzaban a orinar,
el amigo le invitaba a mirarle el miembro (que había masajeado un poco
previamente) y le preguntaba:
-¿Crees que conseguiría trabajo en Madrid?
La última noche,
su hermano Pablo le obligó a retrasarse mientras abandonaban la taberna.
Le dijo al oído:
-Me gustaría irme a Madrid contigo ..
El ruego estremeció a José. La posibilidad de
que un miembro de su familia llegase a saber cómo se ganaba la vida, escapaba a
sus previsiones. Se trataba de un asunto demasiado oscuro como para ser
revelado. Trató de disuadir a su hermano, dos años menor que él, que todavía no había alcanzado la mayoría de
edad. .
-Las cosas no son fáciles allí.
-¡No pueden ir peor que aquí! Mira, José, aunque
tenga que dormir en la calle, quiero irme a Madrid. No aguanto pasar más tiempo
con las cabras.
-Aquí no te falta nada.
-¿Que no me falta nada? ¿Es que no te das cuenta
de la diferencia que hay entre como vistes tú y cómo visto yo, y el dinero que
gastas y el que gasto yo?
La conversación se repitió en los mismos
términos en todo el trayecto, porque fueron a Gobeia caminando. Pablo echaba el
brazo pesadamente sobre los hombros de su hermano, como si tratase de que no se
escapara. José llegó a sentirse muy
nervioso. Carecía de argumentos que pudieran desalentar a Paulo, porque él
mismo había viajado a Madrid la primera vez en circunstancias mucho más
inciertas, sin un hermano que pudiera ayudarle. En el último momento, vio que,
desde el punto de vista de Paulo, la decisión estaba tomada. ¿Qué hacer?
Decidió telefonear a Robert.
-¿José? ¿Cuándo vuelves?
-Esta tarde. Tengo un problema y necesito que me
ayudes.
-¿Qué has hecho?
-Nada malo. Es mi hermano, que quiere venirse a
Madrid conmigo.
-Estupendo. Tráelo.
-Es que...
-¿Qué?
-No quiero que sepa a lo que me dedico.
-¿Tu hermano es ciego? Mira, José; peor es ser
camello o maleante. Tú no le haces daño a nadie,¿verdad?
-Yo quisiera... ¿No puedes tenerlo en tu casa,
para que te limpie y te haga la comida... o algo así? Pero sin tocarlo, ¿eh?,
sin pasarte. Sólo sería hasta que yo pueda decirle la verdad.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tráelo. Ya
veremos cómo lo resolvemos.
La primera noche, Robert instaló a Paulo en una
pequeña habitación y José fue acomodado en el sofá del salón. A la mañana
siguiente, José salió con su equipaje en busca de una pensión.
-No dejes que mi hermano se dé cuenta de lo que
hay entre nosotros, ¿eh? -pidió a Robert.
-Sí, hombre, no te preocupes. Tú, tranquilo.
-Te amo… .murmuró José al salir.
Durante la comida, al estar largo rato a su
lado, Robert descubrió que Paulo olía muy mal.
-¿No te has bañado?
-Me toca dentro de dos días.
-¿Qué? Estás loco. Uno se baña cada vez que lo
necesita, que es todo los días; no a plazo fijo.
-Ya me bañé el sábado, en la aldea.
-Aquí tienes que bañarte todos los días. No hay
cabras cerca que enmascaren los malos olores de la gente.
Casi a la fuerza, Robert empujó al joven hasta
el cuarto de baño. Pocos minutos después, extrañado por no oír el chorro de
agua, entreabrió la puerta.
-¿Algún problema?
-No sé cómo funciona esto -respondió Paulo, que
estaba desnudo, ante la bañera, como quien se encontrase inesperadamente al
mando de un Airbus.
Robert le explicó en la práctica cómo funcionaba
el grifo mezclador y las diferentes posiciones de la alcachofa. Sólo contempló
el cuerpo del muchacho cuando éste ya había comprendido el funcionamiento y se
disponía a situarse bajo la ducha. Era una reproducción casi exacta del agreste
atractivo escultural de José, con tres salvedades: Su rostro era mucho más
hermoso, su pene era más grueso y abultado, y sufría fimosis. No supo reprimir
a tiempo el impulso de tocar.
El chico sonrió mientras se ruborizaba.
-Tu prepucio necesita una operación, ¿no lo
sabías?
-No. No sé de lo que hablas.
-Esto, ¿ves? Esta piel tiene que retraerse y
descubrir el glande. ¿Nunca has hecho sexo?
-No... yo...
-¿Te duele?
-Sí. No puedo...
-Me lo imagino. Esta tarde vamos a arreglar este
problema.
El doctor Álvaro Martín, el amigo más íntimo de
Robert en Madrid, aficionado como él a los toros y, en realidad, quien había
originado la afición de norteamericano, rebanó el prepucio de Paulo entre
risas.
-Hay piel suficiente para hacerle un sombrero
-le comentó a Robert.
El profesor de inglés pidió a su amigo por señas
que no hurgara en la evidente timidez del muchacho.
Viendo que casi no le entendía, el médico tuvo
que repetir varias veces a Paulo los cuidados que habría de tener y las
precauciones que debía adoptar mientras se producía la cicatrización. No paró
de reír mientras lo hacía. Al despedirles, susurró al profesor de inglés:
-Bien, Robert. Ya me contarás cómo funciona
dentro de quince días... y si te produce algún desgarro, no te dé vergüenza
venir a que te lo arregle.
-Eres un degenerado, Álvaro. Este chico es
hermano de José. No tiene nada que ver conmigo.
-Bueno, si tú lo dices... Pero a partir de
ahora, cuando se le cicatrice, tendrás ahí un fenómeno de la naturaleza; ¿por
qué desaprovecharlo?
José acudía casi a diario a casa de Robert. La
convalecencia de su hermano era un buen pretexto, que le permitía ahorrarse el
gasto de la comida sin tener que acostarse con el profesor, lo que le dejaba
con energías para un par de chapas cada tarde, de modo que, durante dos
semanas, aumentó su prosperidad.
Paulo no quiso contarle cómo había descubierto
Robert que necesitaba operarse de fimosis.
-Fue que yo se lo comenté.
-¿Y cómo te entendió tan rápido?
-No sé. Yo se lo dije, simplemente. En seguida
me ofreció ir al médico.
-Bueno. Pero él... ¿no ha tratado de tocarte?
-No, qué va.
José escrutó a su hermano y, por primera vez en su vida, intuyó que le
mentía.
Durante el mes y medio que siguió, las emociones
de José se volvieron tan contradictorias, que no era capaz de discernir qué le
ocurría.
Primero fue la sospecha de que el profesor de
inglés había descubierto la fimosis de Paulo durante un encuentro sexual,
sospecha que se convirtió muy pronto en certidumbre. Tenía dos motivos para
sentir rabia: que le hubiera revelado tan de inmediato a su hermano lo que él
no quería que supiera y que le hubiera metido mano siendo menor, en contra de
sus ruegos.
Más adelante, halló sospechosas las evasivas de
su hermano. Que se apasionara diciéndole que no se había acostado con el
profesor no podía significar más que una cosa: quería desplazarle a él de la
posición privilegiada que había ocupado en esa casa cerca de un año,
aprovecharse de un trabajo que le había costado muchos esfuerzos, porque el
profesor de inglés era demasiado varonil para sentirse a gusto en la cama con
él… hasta que logró acostumbrarse y llegó a sentir deleites inesperados. Cuando
no sólo había conseguido superar la aversión por el fornido y excesivamente
viril cuerpo del norteamericano, sino que había llegado a sentirse extremadamente
a gusto con él, y cuando del recién estrenado placer compartido había comenzado
a extraer mayores beneficios económicos que nunca, llegaba un pazguato
campesino a tomar posesión de una conquista que sólo a él le pertenecía.
No sabía denominar el sentimiento insospechado que
había en su pecho. Anteponía en su mente el perjuicio económico, lo que
apartaba su atención del revoltillo de emociones de su pecho. De pronto, su
hermano Paulo era un intruso que le robaba… ¿lo que más quería? No podía ser,
él no podía estar enamorado de un hombre, mucho menos de un hombre con
apariencia de verdadero macho y que lo apartaba de su lado a la primera
oportunidad… Robert era un hijo de puta, que había logrado hacerle gozar rincones
de su anatomía que ignoraba que existieran, y ahora le daba de lado. Paulo era
despreciable y Robert… si no quería ser para él no sería para nadie.
Cuando no pernoctaba en el apartamento de
Robert, tardaba en dormirse y hasta pasaba muchas noches en vela, atormentado
por imágenes que no conseguía apartar de sí. Se veía sí mismo a horcajadas
sobre Paulo mientras lo estrangulaba y, después, obligaba a Robert a gozar su orgasmo más arrebatador y extenuante
para, a continuación, romperle el pecho con el puño.
Con el paso de las semanas, la zozobra se convirtió
en obsesión.
Los dos le habían traicionado: Robert era
doblemente culpable, pero su hermano lo era más por eso mismo, por ser su
hermano. Vaya asqueroso cateto El profesor no iba a disfrutar del joven y
tierno Paulo por las buenas, sin que él recibiera algo a cambio de perder su
sitio legítimo ni cayera sobre el norteamericano el castigo merecido por no
cumplir su promesa. Y, por otro lado, aunque a su hermano no pudiera castigarle
sin incurrir en un pecado grave, Paulo tenía también que pagar por haberlo
desplazado, entregándole una parte de sus beneficios semanales, una renta que
añadir a lo que ganaba en tantas camas donde entraba conteniendo la náusea,
porque solo con Robertg se sentía feliz. Menudo chollo había conseguido el
piojoso pastor de cabras nada más llegar a Madrid, con los apuros que él había
tenido que pasar los primeros meses. La cosa no iba a quedar así.
Maquinó toda la noche anterior al día que el
profesor le había invitado a comer de un modo algo más formal de lo
acostumbrado. José no consiguió dormir, atormentado por los celos, el rencor y la necesidad de revancha.
La mesa había sido preparada por Robert y Paulo
de una manera bastante ceremoniosa, con velas y flores. La comida, a base de
varios platos muy elaborados, transcurrió sin
embargo bajo un pesado silencio, como si los tres esperasen algo que
estaba por suceder. Después de los
postres, Robert se quitó la camisa , mientras les preguntaba si querían café.
Ambos asintieron.
-Hace mucho calor –dijo Robert cuando se dirigía
a la cocina-. Podéis quitaros la camisa si queréis.
José le dijo a su hermano por señas que se
desnudase, haciéndole entender que era eso lo que el profesor de inglés quería
en realidad. Para que lo entendiera mejor, él se desnudó de súbito, completamente,
manoseándose para comenzar a excitarse.
Paulo le imitó en seguida. Parecía haberse curado de la operación, porque tras
un leve manoseo se ereccionó de pronto hasta le vertical, asombrando a su
hermano, que, contemplándolo, se sintió infradotado.
Al volver de la cocina con la jarra de café,
Robert sonrió espléndidamente frente a la desnudez.de los dos. En cuanto se
sentó junto a la mesa, notó que José le ponía la mano ostensiblemente en su pecho y le pellizcaba
el pezoncillo, mientras hacía una seña a Paulo para que lo imitara, Con las dos juveniles manos acariciándole, el
profesor no tardó en tener una erección también. Vio de reojo que Jose bajaba la cabeza para
asegurarse de que estaba preparado y de un modo muy teatral, empujó la mesa y
se sentó en su regazo, mientras movía las caderas para acomodarse, sin dejar de
mirar fijamente a Paulo, como si le dijera “¿Ves lo importante que soy para el
profesor, ves en lo que me he convertido?
Durante unos momentos, Robert permaneció a la
expectativa, abrumado por la escena inesperada. Pero era un hombre todavía
joven y muy fuerte, y poseía gran compulsión erótica.
El sol de mediodía entraba radiante por la cercana ventana, e incidía en los tres
cuerpos desnudos proporcionándoles cierto viso de inmaterialidad. Robert sintió
que Jose echaba la cabeza hacia atrás medio vuelta hacia la suya, como si
esperase un beso. Pero Robert había besado la boca de Paulo esa misma madrugada,
entre promesas y juramentos, y sintió que sería mezquino besar al otro. La
expresión de Paulo no era de asombro ni suspicaz,; su boca se tensaba en una
media sonrisa, como si los hechos estuvieran divirtiéndolo.
Robert acercó la boca a la oreja de Jose:
-¿Por qué no te sientas encima de Paulo?
–preguntó.
Por un instante, vio que los hombros de Jose se
tensaban y creyó posible que se diera la vuelta para darle una bofetada, pero
permaneció inmóvil, mientras decía algo en portugués.
Tras unos momentos, el profesor notó que Paulo
asentía sonriendo. De inmediato, José se alzó sin enderezarse del todo, y fue a
sentarse en el regazo de su hermano. Este se agitó en seguida, mostrando su
rostro gran concentración; pasados unos segundos y luego de varios embates
contra Jose, este dio un grito y Paulo sonrió con la satisfacción
envanecida de quien acaba de realizar
una hazaña,
José creía que iba a romperse por dentro. El
ardor de sus entrañas era tan intenso,
que no creía poder soportarlo. Pero examinó la mirada curiosa de Robert
y se negó a sí mismo humillarse al mostrarse débil. Debía ser fuerte, resistir.
Por suerte, La inexperiencia de Paulo jugó en su favor, pues la rociada
caliente corrió por su recto en muy poco
tiempo. Al parar las contracciones, volvió a examinar el rostro de Robert. Su
boca se entreabría anhelante, como si su deseo se hubiera vuelto irresistible.
José cayó sobre él. Un año de
experiencia lo había documentado de más,por lo que en poco más de media
consiguió que el profesor gritase tres o cuatro veces; entonces, se volvió a
Paulo y le indicó que tomase su puesto. Comol
no había poasado suficiente tiempo tras su orgasmo, Paulo tardó bastante
en repetir.
Tras más de una hora, los dos cuerpos sudorosos,
ardorosamente entrelazados,se durmieron sobre la alfombra.
Jose recorrió el piso sigilosamente y poco
después se vistió y salió.
Dos días más tarde, el profesor de inglés le
dejó un recado en el bar de la calle Espoz y Mina donde José solía encontrarse
con sus amigos. Le urgía para que se presentase sin demora en el piso del
Puente de Vallecas.
José acudió, dispuesto a negarlo todo y resistir
el interrogatorio. Total, con un maricón no había peligro ninguno; jamás le
denunciaría a la policía.
-¿Por cuánto lo has vendido? -preguntó Robert en
cuanto abrió la puerta-. Seguro que por una misera. Ladrón de mierda, ¿no sabes
que el anillo que me has robado tiene un diamante que vale casi trescientasmil
pesetas?
La cantidad escapaba a la capacidad de cálculo
de José. Se lo había vendido por diez mil pesetas a uno de sus clientes, un
locutor de televisión jubilado a quien le gustaban los tríos eróticos y que
obligaba a José a llevarle a todos los portugueses recién llegados que
encontrabay ameterse en la cama con ambos; un viejo baboso, casi ciego por las
cataratas, que debía de tener sida hasta en el DNI, que hablaba como si supiera
más que nadie y que protestaba por todas las cosas que ocurrían en la calle,
negándose a dar propina a los camareros porque, según su parecer, todos eran
antipáticos y negligentes y siempre le estafaban al cobrarle. Y precisamente
alguien tan puntilloso, le había estafado dándole una miseria por un anillo que
valía treinta veces más. La rabia por haber sido víctima de tal estafa le
descompuso tanto, que su determinación de negar el robo se vino abajo.
-¡Eres un mentiroso! -gritó José-. Esa mierda de
anillo valía sólo diez o doce mil pesetas.
-No grites, José -rogó su hermano.
-Grito lo que me sale de los cojones. Tu maricón
es una histérica y un embustero.
-Ya sabes lo que te espera -le advirtió Robert-.
Ahora mismo voy a llamar a la policía. Te van a caer lo menos cuatro años de
cárcel.
José vio con más sorpresa que miedo que Robert
se dirigía hacia la mesita donde reposaba el aparato telefónico. Sin poder
contenerse, corrió hacia el profesor, se interpuso entre él y el teléfono y le
lanzó el puño contra la nariz, de la que manó la sangre al instante.
El manantial rojo actuó como un banderín de
salida. En vez de contenerse, José continuó golpeando. Robert era una persona
corpulenta, que conservaba, aunque reblandecida, su musculatura de jugador de
béisbol universitario, por lo que logró machacar con el puño el pómulo
izquierdo de José que, aturdido momentáneamente, fue alcanzado también en el
hombro y en el hígado. José amagó un puntapié contra el estómago de Robert que,
viéndolo venir, aferró la pierna que se le lanzaba, propinándole al mismo
tiempo un golpe en el muslo; la pérdida
de equilibrio del portugués propició que el norteamericano atinara a darle
nuevos golpes hasta turmbarle en el suelo. En el momento que Robert iba a
echarse sobre él, José rodó sobre la alfombra, despojándose de la pátina
complaciente de chapero con que había logrado revestirse durante el último año
para recuperar sus dotes naturales de escalador peñas donde se refugiaban las
cabras. Se alzó de un salto y, enloquecido por la mezcla de rabia, rencor y
dolor, se lanzó contra el profesor como un torbellino que arrasa todo a su
paso. Puñetazos, tarascadas, patadas en los genitales y, ya abatido el cuerpo
en el suelo, saltos sobre su espalda y sus caderas, hasta que Paulo murmuró
quedamente, como si tratara de no
exaltarle más aún:
-Para, José. Le has hecho mucho daño. ¡Lo vas a
matar!
Robert estaba inmóvil en el suelo. Toda su cara
se había convertido en un amasijo sanguinolento. Sus ojos estaban abiertos,
pero estáticos. Aterrorizados, los dos hermanos buscaron afanosamente su pulso.
-Lo has matado -dijo Paulo-. Estás loco.
-Tenemos que evitar que nos acusen de nada.
Vamos a simular que se ha suicidado.
-¿Suicidado, así como está?
Sin prestar oídos a los razonamientos de su
hermano, José le obligó a arrastrar el cuerpo hasta el cuarto de baño. Llenaron
la bañera de agua caliente e introdujeron a Robert, mientras José pedía a
Paulo:
-Busca un alambre grande.
Paulo volvió con un rollo de alambre del dos,
localizado en el cuartillo donde Robert guardaba la caja de herramientas. José
rodeó el cuello del profesor de inglés con varias vueltas y luego enredó el
hilo metálico en el grifo.
-Así, la policía pensará que se ha suicidado.
-Tú no estás bien de la cabeza -dijo Paulo.
-¡Ahora llamas loco a tu hermano!. Hijo de puta,
me quitaste el maricón con el que más ganaba, pero ahora te jodes, porque tú
eres tan culpable como yo. ¿Dónde están las llaves del coche?
-No sé. Las tendrá en el bolsillo.
-Cógelas.
-Yo no...
-¡Si no quieres que te haga lo mismo que a él,
coge ahora mismo las llaves!
Ninguno
de los dos poseía carné de conducir. José apenas tenía una idea muy vaga de
cómo había que manejar un coche.
-Tenemos
que ir despacio, no vaya a pararnos la policía -se justificó José ante su
hermano, para embozar su impericia.
Enfilaban
la autopista de La Coruña ,
con idea de atravesar las provincias de Ávila y Salamanca, en busca del paso
fronterizo que les llevaría a Guarda, en Portugal, donde José suponía que
estaría a salvo si alguien le acusaba de asesinato.
-¿Por
qué tuviste que acostarte con ese panaleiro de mierda? -reprochó José.
-¿Qué
dices?
-Que
lo jodiste todo. No respetaste que soy tu hermano.
-¿De
qué estás hablando, José?
-De
que me quitaste el maricón que más dinero me daba.
-Yo
no te he quitado nada. ¿Robert no es maricón?
-¡Claro
que sí!.
-Pues
antes de hoy, a mí no me había tocado en estos dos meses.
-¡Mentira!
-Ten
cuidado, José, que nos vamos a matar. ¿Por qué dices que Robert es maricón?
-¡Porque
lo sé! Me he acostado con él cientos de veces ¿No has visto lo que hemos hecho
los tres hoy?.
-Creí
que jugábamos. ¿Tú también eres maricón?
José
lanzó el puño hacia su hermano.
-¡Sin
insultar!
-¿Entonces,
qué significa que te acostaras con él más de un año?
-Lo
hacía por dinero.
-¿Te
acostabas con Robert sólo por dinero?
-Sí,
mierda, que pareces que te has caído del árbol. Sabes muy bien de lo que estoy
hablando.
-Tú
no estás bien de la cabeza. Si es verdad que te acostabas con Robert por
dinero, igual de verdad es que yo he creído esta tarde que estábamos jugando.
-
Mira que eres cínico... ¡Embustero!.
-Mira,
Jose. Ya tengo bastante. Me dejas en la aldea y no quiero que vuelvas a
hablarme en la vida.
José
miró a su hermano de reojo. No podía ser que se hubiera metido en el lío en que
estaba… mientras Paulo fingía inocencia.
Faltaban
sólo unos veinte kilómetros para llegar a la divisoria entre España y Portugal.
Dentro de veinte kilómetros, serían libres.
Inesperadamente,
como si hubieran brotado como hongos del campo, tenían un coche policial delante
y otro detrás. Su aparición fue casi simultánea con el inicio del estruendo de
las sirenas. En el instante que el coche se detuvo, José sintió la gelidez de
una pistola apoyada en su sien.
-Sal
con las manos en alto -dijo el policía.
-Nosotros
no le hemos hecho nada -dijo José.
-Vosotros,
no. Robert Kent te acusa sólo a ti, y exculpa a tu hermano. Le has roto cuatro
costillas, la clavícula derecha y la nariz. Quedas detenido por intento de
asesinato.
-¿No
ha muerto?
El
policía no respondió. Le recitó sus derechos mientras le esposaba y, a
continuación, le dijo a Paulo:
-No
estás detenido, pero tienes que quedarte en España para prestar declaración.
Una vez que lo hagas, tú no tienes problema.
-Espero
que no me guardes rencor -murmuró Robert mientras abrazaba a Paulo en el
ascensor.
Volvían
de la Audiencia ,
tras el juicio en el que José había sido condenado a catorce años de prisión.
-Lo
único que me importa es el disgusto de mi madre. Por mí, que a mi hermano se lo
follen o lo maten en la cárcel. Es un loco irrecuperable. Lo habría matado por
lo que te hizo.
-Ahora
ya pasó. De todos modos, tenemos que agradecerle que nos uniera.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)