martes, 29 de noviembre de 2022

LA HORA DE 3.000 AÑOS

La hora de 3.000 años. DESESPERADO INTENTO DE REIVINDIAR CLAVES DE LA PERSONALIDAD MALAGUEÑA, INTENTO PARA EL QUE NUNCA CONSEGUÓ PATROCINIO, PUES EN CUARENTA AÑOS (DESDE AQU`´I Y DESDE FUERA), SOLICITÉ APOYO AL AYUNTAMIENTO, LA DIPUTACIÓN, Y VARIAS FIRMAS COMERCIALES. NUNCA ME RESPONDIENRON LA HORA DE 3.000 AÑOS Una historia mítica de Málaga LUIS MELERO COLECCIÓN para promover el conocimiento y difusión de las nociones esenciales de la historia de Málaga, provincia y el litoral de Alborán, mediante relatos fantásticos –aunque no imposibles- sobre elementos auténticos de la historia antigua, plasmación en narraciones de leyendas y tradiciones, y recreación amena de hechos que han sido registrados por la historia, aunque sólo esquemáticamente. Así, se podrán difundir nociones de la historia “seria” de modo ameno, y documentar a las nuevas generaciones sobre la antigüedad real, multi-milenaria, de los poblamientos de la vertiente Sur Penibética. Título de la colección: LA HORA DE 3.000 AÑOS Una historia mítica de Málaga Contada a través de 30 cuentos www.luismelero.com Títulos: I - El templo del Cataclismo. Aventura prehistórica entre la cueva de Nerja y la del Tesoro. II – El túnel del agua Pareja condenada a muerte por su tribu, huye y los persiguen hasta el Gato y la Pileta III - La cabeza del dios Construcciónb del dolmen de Menga. IV - Llamadla Reina Aventura del hijo de un rey bástulo. V - El muchacho de Tiro Desheredado, mendigo que malvive en Tiro y que se cuela de polizón en una nave por sentirse demasiado desafortunado. En busca de fortuna, desembarca en Málaga. VI - Púrpura Fabricación de la púrpura. Artesano fenicio que tiene un encargo y ve que no va a poder cumplir el plazo contratado. VII - La hetaira del ágora. Fabulación sobre Praxíteles. VIII - El jardinero de las palmas. Merodeador cartaginés, que se queda en Málaga tras una invasión, enamorado de una menor. IX - El senador y la esclava Primeros intentos “Civilizadores” de los romanos en Málaga. llega un senador, a quien le han recomendado abandonar las miasmas de Roma y buscar un clima más saludable. A su llegada, el pretor le regala una esclava celta. De la que se enamora perdidamente, pero ella no le corresponde. X – Factoría de garum. Un grecorromano escapado de Cartagena, llega a Málaga para encontrar gente que quiera preparar garum, mercancía con la que él comerciaba. Encuentra a varios pescadores de herencia fenicia que saben hacerlo, pero algo diferente del que él conoce. Le gusta, pero trata de que lo varíen un poco para adaptarlo al gusto de los patricios romanos.La novedad tiene tal éxito en Roma, que se ven obligados a extender la industria, multiplicándola por veinte. Ocupan todo un muelle del puerto primitivo, alrededor del teatro romano. LA HORA DE 3.000 AÑOS XI - Enamorados del atrio. Un doncel, que ha sido mancebo de un oficial romano durante los últimos dos años, se enamora de una adolescente mientras está subiendo las escaleras para acceder al atrio del templo a Juno, patrona de Málaga. El oficial se cabrea porque está enamorado del doncel, y la pareja pasa todo la acción huyendo de él. Gibralfaro, ríos, bosques, etc. XII - Dos llamitas azules. Leyenda de Ciriaco y Paula, en dos planos temporales. XIII – El templo de Chindasvinto. Benasque XIV – La revuelta imposible. XV - Un árbol para ahorcar. XVI - El perchelero de Nápoles. Esclavos de los reyes católicos XVII - Peste y sangre (Cristo Salud) XVIII - Todos somos uno.. XIX - LA TORRE OFRECIDA. XX - La alcubilla de Capuchinos. Molina Lario y el acueducto. LA HORA DE TRES MIL AÑOS XXIV - La emparedá. Noche de los cuchillos largos de Napoleón 5/2/1810 XXV - El cenador de la bella. José de Salamanca, Antonio Cánovas, los Loring, los Heredia, etc. XXVI - Mardito bisho Epopeya sobre el drama de la filoxera XXVII - Ancha del Carmen. Salvamento de la Gneisenau XXVIII - La Virgen de la Peña Mijas y mila

viernes, 7 de octubre de 2022

EL MUCHACHO DE TIRO... ¿Fundó el Cerro del Villar?

EL MUCHACHO DE TIRO Los dioses eran tan despiadados que no podía pedirles ayuda, porque las plegarias humilladas ocasionaban su ira y les sacaban de quicio, lo que inclinaba a los dioses a martirizar tormentosamente al suplicante. Ya no recordaba cuándo había comido hasta saciarse, si es que alguna vez lo había hecho, y había olvidado si nunca durmió sobre un jergón mullido y sin terrores.
En su memoria obnubilada por el hambre y el cansancio, hervía como un mal sueño que alguien le había dicho “ya tienes edad de ganarte el sustento y nosotros tenemos demasiados a los que alimentar. Sal a robar en los muelles o nada hasta la isla y recala en las aguas del mar, donde encontrarás mucho con que saciar tu hambre”. Hiram no recordaba cuánto tiempo haría de eso, pero a diario suplicaba a Astarté que ningún marinero le partiera el espinazo de una patada si lo sorprendía robando pescado en la cubierta de las naves, tan flaco y débil se sentía. Sobre todo, rogaba a Astarté y a Malac no ser usado como mujer por los ansiosos y desbocados marineros. Les temía a todos, principalmente cuando acababan de desembarcar tras una travesía muy prolongada y bajaban la pasarela desnudos exhibiendo impúdicos y orgullosos el bronce del sol en su piel y el enhiesto deseo en sus genitales. A pesar de su impudicia, le parecían dioses de otro mundo, con sus formidables miembros y los hombros de titanes, enrojecidos por el sol y el tinte de su ropa, y con frecuencia aplacaba el furor y el odio de algunos de esos marineros ofreciéndoles los primeros caracoles que conseguía encontrar en las profundidades cenagosas. Su pecho no estaba aún desarrollado como para coger bocanadas grandes de aire que le permitieran permanecer más que unos instantes arañando el oscuro fondo arenoso La dificultad iba aumentando en muy poco tiempo, porque al tercer o cuarto caracol que desenterraba, la nube de polvo ascendía, desdibujando por completo el fondo e impidiendo seguir la búsqueda. Por desgracia, por muchos caracoles que Hiram llevara a la superficie apenas recibía a cambio unas migajas de pan o un par de sardinas. La búsqueda de esos caracoles era una tarea sin fin, pues aseguraban que eran necesarios muchos millares para extraer el tinte suficiente para una sola túnica, que únicamente podían permitirse las grandes fortunas. Paradójicamente, tales dificultades ocasionaban que nunca le faltase ese trabajo, a la espera de adquirir corpulencia de marinero que le permitiera embarcarse en busca de las cantadas riquezas lejanas. Una vez, tras la llegada de un navío grande que había permanecido ausente muchas lunas, escondido entre enormes ovillos malolientes de sogas, pasó gran parte de la noche aterrorizado por los horribles quejidos de otros niños mendigos del puerto, mientras eran usados por los fogosos marinos recién llegados; el pavor le mantuvo desvelado, porque esos niños, que eran sus competidores en las raterías, parecían sufrir torturas insoportables bajo el peso convulso y jadeante de tales marineros. Hastiado y desesperado, al amanecer tuvo una feliz ocurrencia. Encontró en los muelles un sucio retazo de vela marinera que parecía abandonado; permaneció todo el día escondido, observando a hurtadillas ese tesoro, y no se atrevió a apoderarse de él hasta que Astarté se llevó al dios Sol a hacerle compañía. Con la tela en sus manos, a tientas, calculó que el tamaño del retazo le permitiría coser con esparto para formar una bolsa que se anudaría a la cintura. Con ella, no tendría que salir tantas veces a la superficie junto al muelle para descargar los caracoles, ascendería de vez en cuando para coger aire colgado de los cordajes de algún barco, y en seguida volvería al fondo; sólo saldría a la superficie cuando el peso de los caracoles le dificultase el trabajo. Así lo hizo durante un par de lunas completas. A Hiram le bastaron cuatro o cinco inmersiones para acostumbrarse a regresar a la superficie a pesar del lastre de la bolsa casi llena de caracoles. Tan solo una vez intentó llenarla a rebosar, pero las abundantes espinas llegaban a atravesar el duro tejido y clavárseles en la piel, así que moderó su ambición y su impaciencia, y ya nunca llenó del todo el precario artilugio, a pesar de lo cual lo obtenido a cambio de su pesca diaria multiplicaba por diez lo que consiguiera antaño. Feliz por la riqueza repentina que la bolsa le estaba proporcionando, se aplacaron las torturas de su mente y se abrieron sus oídos, de manera que mientras descansaba enganchado a un barco, encogido para no ser descubierto, se aficionó a espiar las chácharas de los marineros. Todos hablaban enfáticamente de las riquezas y maravillas que veían cada vez que navegaban lejos. La isla, que era la zona más tradicional y cosmopolita de Tiro, era permanentemente un hervidero de chismes y experiencias llenas de magia y fortuna, que embrujaban la cabeza de los más jóvenes. Ningún marinero mencionaba las miserias de navegar hacinados en espacios demasiado estrechos e insalubres ni de los peligros con que tropezaban al varar en cualquier tierra desconocida y frecuentemente inhóspita, siempre llena de salvajes belicosos, ni de las muertes frecuentes que sufrían en infinidad de circunstancias. Más allá del horizonte, sólo había maravillas. Fortalezas con murallas de oro y zigurats de piedras preciosas. Playas llenas de mujeres desnudas y complacientes. Arenales con más perlas que arena. Y caracoles. Había playas con tantos caracoles en los rompeolas, que podían llenar un barco en una sola jornada. Y ni siquiera era necesario sumergirse demasiado, porque en muchos sitios tocaban en el rebalaje los caracoles con los pies sin tener que sumergirse. Eso tenía que verlo. Aunque los prodigios descritos por los marineros le hacían soñar, a pesar de que en el fondo de su mente fluía un pequeño caudal de escepticismo, la lejana profusión de caracoles borraba todas las defensas de su credulidad. Esos lechos de caracoles tan abundantes como los cardúmenes de sardinas, tenía que verlos y apoderarse de ellos. De manera que comenzó a germinar en su ánimo la determinación de intentar la arriesgada aventura de colarse de polizón en uno de aquellos barcos. Aplazó muchas veces la decisión, porque de los barcos que veía preparar para hacerse a la mar ninguno le parecía equipado ni suficientemente grande para alcanzar los remotos paisajes de los mitos marineros. Su vigilancia y atención dieron resultado una primavera, después de amainar las tormentas que llenaban de monstruos el mar. Una mañana, vio aparecer majestuosamente desde el continente un “anayat melek” o barco del rey. Pasmado por el esplendor de esa nave, se planteó temerariamente colarse en ella, pero pronto cayó en la cuenta de dos impedimentos: ese barco estaría mucho más vigilado que los demás y no podría permanecer mucho tiempo como polizón, y el barco del rey no se ocuparía directamente de las peligrosas expediciones en busca de riquezas y caracoles. Por lo tanto, Hiram reprimió su impaciencia y su hambre mientras rogaba a Astarté que apareciera un barco grande y poderoso, capaz de arribar a los confines fabulosos de los que hablaban sus mitos. Fueron pasando los soles y hasta alguna Luna, e Hiram temió que le alcanzara la bochornosa inundación solar de los tiempos centrales, cuando todavía sería mucho más peligroso esconderse en un barco lleno de malahim cansados, hambrientos, lujuriosos y borrachos, y donde un escondite demasiado estrecho no impediría que lo descubrieran varios marineros a la vez, que lo usarían hasta acabar con su vida. Lo vio llegar una mañana gris que trajo una corta tormenta. Todavía a una distancia de medio sol del puerto, resultaba impresionante. En seguida cayó en la cuenta de que ese barco asustaría a los pueblos salvajes que lo vieran llegar con su gigantesca vela roja y los gritos acompasados de los remeros, que podían oírse a la distancia. Ese iba a ser su escape. Aguardó pacientemente el varado y anclaje, cautelosamente escondido tras uno de los numerosos fardos de los muelles. De cerca, el barco era largo y tenía claramente dos cubiertas; en la más baja, había unos sesenta remeros. En las bordas de la cubierta superior colgaban los escudos de los guerreros, que totalizaban unos ochenta. El mástil, altísimo, llevaba más de una gran vela cuadrada. En el mascarón de proa resaltaba, junto a un ojo con forma de pez pintado a cada lado, un bello rostro de muchacho tallado entre otras figuras, falos gigantescos y otros torpes símbolos sexuales; más abajo, un fuerte espolón con punta de bronce, dispuesto para hundir barcos enemigos. Hiram lo contempló con detenimiento asombrado; a la altura de la cubierta inferior, el casco mostraba una hilera de troneras a unos cinco palmos de la borda, por donde asomaban los formidables remos. Le asombró que aunque los remeros fueran protegidos del sol y demás inclemencias, bajo techo, sus acompasados gritos y consejas fueran oídos tan lejos cuando se acercaban a puerto. La cubierta estaba llena de fardos, muchos, simples sacos muy abultados por frutos o cosas semejantes, pero otros muchos eran cajas cuidadosamente claveteadas y cerradas, que seguramente contenían las riquezas de las que tanto se jactaban. Vigilaría ese barco el tiempo que fuera necesario, porque decidió que sería ahí donde se escondería de polizón. Le desalentó algo ver bajar por la pasarela a un malahi desnudo, que daba las impresión de complacerse en exhibir su formidable musculatura teñida por el sol y la púrpura, mientras balanceaba un órgano sexual descomunal que daba miedo aunque a nadie parecía llamarle la atención. Uno de sus brazos sujetaba un pesado fardo no muy grande, que debía de contener su parte del botín; el brazo tensado era impresionante, rebosante de anfractuosidades; sería terrible ser castigado por una extremidad así. Ansió que ese hombre no permaneciera con la tripulación el día que pudiese esconderse en su barco. La espera se prolongó tanto, que muchas veces estuvo a punto de desistir y abordar cualquier otro que pareciera salir a explorar. Sin embargo, le retuvo la convicción de que ningún otro navío podría disponerse a llegar tan lejos. El gran problema de la espera era que, a pesar de la mala e insuficiente alimentación, notaba que sus hombros se ensanchaban y sus piernas y brazos, cada vez más voluminosos, comenzaban a cubrirse de un fino vello dorado. Consideró que cuanto más tiempo pasara, le resultaría más difícil esconderse con seguridad y pasar inadvertido en un barco con tan numerosa tripulación. El anyt ym no volvió a izar las velas hasta seis lunas más tarde. Lo abordó de noche, escalando el casco por el lado contrario a donde estaba amarrado a puerto. El escondite que eligió Hiram no parecía muy seguro, porque a su cuerpo encogido no lo cubrían las sombras del todo, pero se esforzó por comprimirse imitando a las lapas, pegado a un fardo lleno de naranjas en el hueco imposible que lo separaba de otro rebosante de piñas. De madrugada, notó que un rb anyt se encaramó sobre el cargamento de provisiones, por lo que Hiram tuvo un instante de terror cuando le pareció que miraba brevemente hacia su escondite. Astarté presidía precariamente el pequeño castillo del buque, pero a nivel de cubierta, la diosa Malac presidía dominadora los movimientos cotidianos de los marinos. Al principio, a Hiram no le extrañó la desnudez completa de la diosa; sólo tuvo un atisbo de entendimiento cuando vio a uno de los anyt yn meter a medias su mano por una rendija de la entrepierna de la estatua. Esto le consternó, porque no se acostumbraba tocar a los dioses, pero esa Malac de los marineros parecía tener más funciones que protegerles de los peligros del mar, ya que un par de noches más tarde descubrió que otro marino introducía su falo en la estatua y se refocilaba como si se hubiera vuelto loco. En lugar de escandalizarse por el sacrilegio, Hiram sintió crecer su pavor, calculando lo que podría pasarle si ese marinero o cualquier otro lo descubría, porque tenía que reptar con demasiada frecuencia en busca de alimento, ya que su cuerpo estaba experimentando novedades que le producían hambre creciente. En ese espacio menor que su cuerpo, Hiram perdió la cuenta de las Lunas transcurridas, ya que el hambre insatisfecho obnubilaba sus miembros y su entendimiento. Algunas veces, se atrevía a arrastrarse como una serpiente en busca de cualquier resto comestible medio podrido entre los bultos, tras lo cual, siempre le parecía al volver que el hueco se había vuelto más estrecho aun. No comprendía ni tenía modo de comprobar que sus volúmenes aumentaban a pesar del hambre, notando estupefacto que surgía pelo abundante donde nunca lo había tenido. Durante unas cuantas Lunas, el barco se acercó a distintos lugares, pero sin varar, porque los expedicionarios que abordaban los arenales volvían negando con aspavientos. Hiram no llegó siquiera a asomarse del todo, ya que las visitas frustradas duraban muy poco. Pero un amanecer notó mucha agitación. Todavía de noche, habían bajado a la playa siete expedicionarios, que volvieron muy pronto y tras sus gestos y descripciones, toda la tripulación se puso en movimiento. Oyó que en la cubierta inferior, los remeros recogían los remos del todo, los amarraban en haces como si la travesía hubiera terminado y se sumaban a lo que estuvieran organizando el rab y los principales malahim. Aprovechando la agitación, Hiram se atrevió a asomarse a la borda. Estaban en medio de una estrecha ría, cuyas dos orillas arenosas distaban poco. A pocos centenares de codos de la derecha, se alzaba una sólida muralla de troncos tras la que ascendía el humo de muchas hogueras de quienes estuvieran preparando sus primeras comidas del día; más allá del humo, observó que se recortaba un monte oscuro que semejaba un formidable guardián de la playa, cubierto de rocas pizarrosas como si formaran parte de una armadura guerrera ciclópea. Entre algunos bosquetes de ese monte, desdibujados por la calima, había cabañas y alguna hoguera matinal. Evidentemente, la empalizada de la playa se trataba de una población grande que, seguramente, no aceptaría mansamente invasiones de extranjeros.. Se preguntó con pavor si iba a encontrarse en el centro de una guerra cruel, aunque nadie en el barco mostraba signos de temor ni de alerta. Una expedición de veinte malahim desembarcó con sigilo por la borda de babor, oculta a la ubicación de la ciudad, para no ser vistos. Como su cautela había dejado de ser necesaria, Hiram se alzó del escondite a fin de observar el rumbo y las intenciones de la expedición, momento en el que un fornido malahim malcarado lo descubrió y se lanzó hacia él. Hiram corrió presuroso hasta la borda y se lanzó al agua; aunque había poca profundidad, pudo refugiarse bajo el casco conteniendo la respiración, hasta que el malahim que lo había descubierto perdiera el interés. Durante unos instantes, se maravilló porque el fondo arenoso estaba alfombrado profusamente de caracoles, lo que podría hacerle rico si no se encontrara tan lejos de Tiro. Aún con la respiración contenida pero a punto de reventársele los pulmones, recordó que tenía que huir. Hiram buceó en la misma dirección que había visto alejarse los expedicionarios, pero cuando consiguió tocar tierra los había perdido de vista. Como había notado que su cuerpo había alcanzado ya casi la altura de un hombre, decidió no exponerse a ser visto y se arrastró playa arriba, hacia el tupido bosque situado a no demasiados codos de distancia. Entusiasmado, descubrió en el bosque muchos frutos desconocidos y raíces suculentas, de modo que satisfizo del todo el hambre por primera vez en mucho tiempo. Permaneció varios soles escondido en el bosque, atento a cuanto sucedía en el barco a ver con cuántas riquezas volvían los expedicionarios, pero a la séptima noche su sueño fue alterado por el fragor de una turba vociferante de salvajes desnudos que, armados con antorchas, bajó por la playa hacia el barco, que incendiaron aunque era más impresionante el griterío que el fragor e las llamas. Al comenzar el alba, Hiram comprobó con desconsuelo que el barco había dejado de existir, atufaba la pestilencia de carne quemada y el agua presentaba un turbador color entre pardo y rojizo de la sangre. Sólo unos pocos salvajes permanecían en la playa, como si quisieran asegurarse de que la ciudad ya no corría peligro, pero la mayor parte de los atacantes había vuelto a ocultarse tras la empalizada y podía oír lejano el eco de risas, celebración y burlas.. Acurrucado y sin salir nunca a la luz de la playa para que no pudieran descubrirlo, Hiram permaneció tres Lunas esperando que otra expedición de Tiro llegase y se interesara por las riquezas que pudiera haber en ese lugar, pero el tiempo pasó mientras él comenzaba a sentir necesidades nuevas muy desconcertantes y a veces angustiosas, que la soledad no podía satisfacer, ni aunque imitara lo que recordaba haber visto hacer de noche a los marineros, a escondidas, durante la travesía. Hastiado y triste, un día caminó en dirección contraria a la ría, obligado a vencer los hirientes impedimentos de la frondosidad casi impenetrable del bosque. Por fin, dos soles más tarde, encontró una nueva playa, que descendía hacia un estuario muy ancho y lleno de vida animal. Examinó con atención hacia el norte, el oeste y el sur para asegurarse de que no hubiera ninguna población cerca; si la había, debía de ser muy lejos río arriba, ya que un par de veces vio a un pescador llegar a pescar junto a una colina arenosa situada enfrente, donde la pesca debía de ser muy abundante, Dedujo que ese pescador desnudo y pintarrajeado de azul llegaba de muy lejos, porque no navegaba una barca, sino sentado a horcajadas en un tronco muy grueso y sin remos, paleando con las manos para avanzar. El tronco era de un árbol mucho más voluminoso que los del bosquecillo donde estaba, por lo que debía de proceder de mucho más arriba del río. Comprendió que sólo podría considerarse a salvo en aquella isleta sin vegetación ni hierba situada al otro lado del río, pero aislada entre dos anchos brazos del estuario. A poniente de la isla, calculó que habría otra playa en declive, que le ocultaría. Así que fue el lugar que eligió para aposentarse. Luego de varios soles de indecisión apesadumbrada, nadó muchas veces para regresar con troncos y arbustos con los que compuso una precaria vivienda. Examinó el resultado con impotencia, porque no era una construcción de la que enorgullecerse, pero carecía de fuerzas para más. La modestia del refugio era vergonzosa. Tendría que disimular algo ante sus propias entendederas, encontrando el modo de decorar el exterior, con objeto de no exasperar a los espíritus propios de esos parajes, cuyo talante desconocía. . Encontró tres variedades de flores secas y altas y orgullosas cañas, pero también tenía que proveerse de dioses a los que pedir protección contra tales espíritus locales. Con un tronco rechoncho hendido por un rayo, se imaginó que era la diosa Astarté, grabó con una contra una torpe silueta en el tronco y la colocó en lo más alto del terreno como protegiendo la vivienda, pero otro tronco que decidió que sería Malac le dijo que estaba furiosa, porque lo había protegido de las maldades de los marineros durante la travesía desde Tiro, y ahora le pertenecía. Se lo dijo con los ecos funestos de una tormenta estival de granizo, que pareció dispuesta a llevárselo volando para morir junto al dios Baal, cuyo perdón solicitó entre aullidos de terror. Temblando, Hiram se lanzó sin miedo desde la altura hasta la cálida arena y, con miedo reverencial, apartó unos codos a Astarté para colocar a Malac en lo más alto. De inmediato, el tosco tocón que representaba a Malac resplandeció como el sol de la madrugada y en el miedo interior de Hiram se dibujó una sonrisa. Había sido tan intenso el pavor del arrebato de Baal, que el adormecimiento lo rindió. De repente, la isla, que no era tan grande como Tiro, se cubrió de una animada ciudad cuadriculada como una muralla babilónica, llena de gente feliz y despreocupada que cantaba y bailaba a todas horas, millares de ánforas y vasijas se secaban al sol por todos lados y el humo de los hornos se elevaba mansamente por doquier, mientras centenares de barcos enfilados en vendejas o anclados en sus muelles, cargaban o descargaban mercancías. Despertó y al recordar que estaba solo, se echó a llorar. Sintió en la entrepierna el ardor y la urgencia del despertar masculino, lo que le hizo pensar en muchachas, tan inalcanzables en sus circunstancias como el favor de Baal. Dedicó un par de lunas a sumergirse en busca de caracoles espinosos, que amontonaba en la playa sin objeto. No tenía ni idea de cómo se obtenía la púrpura ni tenía a quien vendérsela. Tras amargas lunas de aburrimiento y tristeza, decidió que ya era un hombre, que necesitaba raptar a una mujer y crear una familia bajo la protección de Malac, porque la vida le forzaba a fundar una ciudad aunque fuera muy pequeña, para poder sustituir a la que había perdido y nunca recuperaría. Necesitaba compañía para fundar la ciudad. Invocaría a Malac para reunir coraje con el que espiar alguna aldea y ser capaz de raptar a una compañera para fundar el nuevo reino de Tiro, y pocos días más tarde le pareció oír un susurro de Malac: “Corre a la muralla de la ciudad del este. La vas a conseguir cuando ella salga a lavar en el río. Tráela pronto, para que yo pueda bendecirla”. Malac se llamó su isla desde entonces.

viernes, 20 de noviembre de 2020

LLAMADLA REINA
- Aquél era para los bástulos un tiempo más proceloso que un torbellino en el mar, una violenta y amenazadora marejada continua donde hasta el optimismo más luminoso e ilusionado naufragaba. En la guerra terrible e interminable que mantenían desde hacía tantas generaciones como eran capaces de recordar, los hombres se veían obligados a conseguir dureza de roca para sus cuerpos y templanza casi sobrenatural para sus espíritus. Cuerpos capaces de sobrevivir a las heridas más espantosas y espíritus que pudieran sobreponerse a las peores barreras, y superarlas. Tal espanto cotidiano ocurría en un rincón junto al mar que, sin guerra, cualquiera hubiese considerado el paraíso. La ciudad había sido erigida en tiempo inmemorial, bordeando una estrecha ensenada, casi una ría, que penetraba tierra adentro por donde el río desembocaba, envolviendo la punta rocosa del Monte Ojo, cuya proa negra emergía entre la playa y la rada como un gigantesco barco de titanes varado sobre la arena oscura. Los bástulos convivían con plantas feraces, flores que llenaban el aire de aromas hipnóticos, cardúmenes como plata alborotada en el agua y bandadas de pájaros de cobre y lapislázuli en el aire más diáfano y resplandeciente del mundo. Un paraíso tan disputado por cuantos tenían noticia de su existencia, que nunca se les había permitido disfrutarlo en paz. Sabían que todo el que contemplaba su ciudad una vez ambicionaba quedarse, expulsándoles a ellos. Sabían que habitaban el más hermoso y ameno de los jardines celestiales, pero aunque los bendijera la diosa Naturaleza con todos los placeres que ambicionaban sus sentidos, vivir era un escalofrío perpetuo a causa la sempiterna acechanza del enjambre de ojos encendidos que difícilmente conseguían entrever al otro lado del Río de la Ciudad, chisporroteando y destilando odio tras las marañas negras de la jungla.
Los veían más con el presentimiento que con la mirada. Aunque no se dejaban ver jamás, sabían que estaban allí, acechando, buscando la ocasión de masacrarlos y expulsarlos del edén. Siempre embozados en la tiniebla viscosa y traicionera. Siempre vivos y amenazadores aunque parecieran sombras de otro mundo. Perpetuamente. Cada voz llegada del bosque representaba una amenaza y cada mirada entrevista a través de las brumas, una tétrica acechanza, porque las voces aullaban restallando con estridencias de tormenta y las miradas centelleaban como maldiciones infernales. Mas cuando el dios Sol consentía en desterrar el peligro y el rebalaje se vestía de resol de plata, olvidaban el terror y dejaban de vigilar en derredor como si el dolor y la muerte fuesen fatalidades inminentes. El gozo era tan intenso bajo la luz, que nadie sentía necesidad de soñar gloria más plena, y durante buena parte del paseo cotidiano del dios Sol llegaban a olvidar, descuidándolo, el alerta exigido por la vecindad del horror, que sólo retornaba cuando el dios Sol se zambullía en las profundidades escarlatas donde dormía. Tras el último reflejo rojizo, comenzaba la tensa vigilia en la que toda la ciudad participaba por turnos, que eran siempre los mismos asignados por familias generación tras generación.
II Cuenta la leyenda que cuando faltaban aún muchos años para que los fenicios se apoderasen de sus playas a causa de la abundancia de búzanos, con los que elaboraban el más extravagante de sus lujos, vestir de púrpura, reinaba en la ciudad el más grande de los reyes bástulos que hubieran conquistado a lo largo de los siglos el Monte Ojo. Se llamaba Zerain, y al contrario que todos sus súbditos, tenía solamente un hijo, un único y amantísimo heredero llamado Calain. Estaban a punto de cumplirse dos lunas desde que Calain se internara en las selvas del Río de la Ciudad, las mismas dos lunas que el rey Zerain lloraba todas las noches su desconsuelo en la torre vigía, construida con troncos de pinsapos y enramados de quejigos y sabinas, encima de los muros de roca negra. La torre había servido durante las últimas dos mil lunas para vigilar la esquina noroeste de la fortificación del reino, el único punto por donde los mastienos ululantes podían intentar el asalto secularmente repelido, pero pronto reintentado. Allí, abierta la ciudad al mar prisionero de la ría, no había cómo cerrar la embocadura del río. El límite del reino, su punto más vulnerable y, por ello, el que debía vigilarse más. Todos los atardeceres subía Zerain a la torre, a otear a través de sus lágrimas la neblinosa selva que era una pared verdinegra a sólo trescientos pasos de la muralla. Escudriñaba en busca de un rastro de la sangre joven de su propia sangre, suspirando para que no hubiera sido vertida por los mastienos, anhelando entre crujidos de su corazón herido poder ver al fin que Calain regresaba vivo e indemne de su rito de iniciación. Agitaba el collar mágico de conchas de búzanos y, alzándolo hacia el cielo, repetía el nombre de Calain. • Vuelve, Calain, hijo mío -lloraba con la garganta rajada. Detrás del rey, abajo, en el extenso Llano de los Vítores, intramuros y apisonado por veinte generaciones de aglomeración, los súbditos, tendidos boca abajo en el suelo de tierra, derramaban también lágrimas entre salmodias que rugían por encima del crepitar de las hogueras y los alaridos de las mujeres, ocultas tras las celosías de junco trenzados que cubrían las ventanas de las cabañas. Los destellos del fuego acompañaban los gemidos. • ¡Vuelve, Calain! -gritaban todos al unísono, en un clamor audible aun en las distantes colinas de Entrerríos, donde residía el terror. • ¡Que el dios del Tormento permita que Calain sea mucho más poderoso que los crueles mastienos y vuelva sano y entero! -conjuraba el sumo sacerdote, erguido orgulloso en medio de los orantes tendidos a su alrededor, con la piel teñida de azul por los incontables tatuajes de su rango y la cabeza adornada con una toca gigantesca de plumas blancas y caracolas de nácar. • Que la diosa del bosque confunda a los mastienos y haga que Calain sea invulnerable -clamaban los bástulos a coro. Todos se agitaban estremecidos por el temor, espantados por los designios temibles de las fuerzas oscuras, porque si Calain no volvía, no tendrían rey cuando Zerain muriese, ya que el soberano había jurado sobre la piedra del dios Nunca no volver a tomar mujer tras la desaparición de Cálape, la diosa que había parido a Calain. Sin el amparo del “Supremo que habla con los dioses”, los bástulos serían masacrados y barridos por los mastienos.
III Los bástulos fundaban familias extensísimas, formadas por tantas mujeres como cada hombre era capaz de alimentar, de modo que en algunos casos llegaban a contar centenares de hijos. Lo imponía el afán de supervivencia, porque vivían desde el comienzo del tiempo en guerra permanente con el salvaje reino de mastienos situado junto al Río Mayor. Los soldados de un codicioso rey del oriente, llamado Salomón, que ansiaba apoderarse de las riquezas marinas de sus playas, de la rada, del muro de piedras negras construido por antiguas generaciones de bástulos, del puerto y del Monte Ojo que lo protegía, ayudaban a los mastienos con lanzas que no se rompían y carros capaces de volar, para reforzar sus encarnizados ataques al pueblo de Zerain. Eran tantos los jóvenes sacrificados en las batallas, y habían pasado tantas lunas desde que la guerra comenzara, que tenían que procrear hijos innumerables para no extinguirse como pueblo. Un pueblo orgulloso que, según afirmaban los “sabios conocedores de las cosas” y el oráculo de la Montaña de la Fuente, había dominado antaño todas las tierras que bañaba el mar y ahora parecía abocado a hundirse en el olvido. Creían firmemente que su destino era reconquistar ese poder, librar a los pueblos marineros de la crueldad salvaje de los mastienos. Multiplicarse y perpetuarse en los hijos era la única vía de mirar con esperanza el futuro. Zerain sólo había conseguido amar una vez. Como rey, tenía la potestad de tomar para sí a cualquier mujer de su pueblo, soltera o casada; niña, adolescente o adulta. Pero el día que, recién heredado el trono, vio a Cálape sobre el madero que las olas habían entregado a la playa, supo que nunca podría amar a otra. Acababa de lancear un cazón que medía más de cuatro palmos, una maravilla que abandonó coleteando en el rebalaje, para acudir a contemplar la plateada esfinge mágica que le entregaba el mar. Al primer instante, creyó que era una estatua o un cadáver, pues carecía de temperatura. Luego comprendió que la frialdad se debía a haber pasado, tal vez, muchos días flotando sobre los restos de un barco naufragado. Cuanto palpó su cuello, descubrió que aún le quedaba vida, pero, entonces, Cálape abrió los ojos y Zerain, tembloroso y agitado por un escalofrío, se arrodilló ante ella, convencido de que era una diosa, porque aquellos ojos no eran como los de la gente sino que tenían el color del mar. Cálape emitía unos sonidos muy extraños que Zerain no comprendió, pero consiguió tranquilizarla con gestos y la llevó en brazos a la Morada de los Dioses, donde el sumo sacerdote le administró una pócima que, poco a poco, fue devolviéndole el movimiento. Una vez que pudo contemplarla erguida sobre sus piernas, con su desnudez de diosa y sus ojos de mar, supo que por fin había encontrado a su reina.
IV Los festejos nupciales duraron todo el cálido mes de la Estancia del Sol. Los ritos y la magia de la ceremonia ante la Morada de los Dioses parecieron calmar a Cálape lo suficiente como para dejar de debatirse, lo que no había parado de hacer desde el mismo instante en que, luego de ser rescatada y reconfortada, se sintió lo bastante fuerte como para valerse por sí misma. En el cuerpo a cuerpo, Cálape era como un uro furioso y Zerain se vio obligado a contenerse a lo largo de muchos días, mordiéndose los labios hasta sangrar, porque la hermosa diosa de ojos como el mar se mostraba capaz de vencer a un hombre y él, que acaso pudiera abatirla, no quería golpearla ni forzarla en ningún sentido ni circunstancia. Sólo ansiaba que ella correspondiese su amor. Pero el día de la boda dejó de agitarse y gritar, y de dar patadas y arañazos cuando seis ancianas entraron en la cabaña con grandes ramos de flores entre los brazos y todos los objetos y prendas de su acicalamiento. Tras un momento de duda recelosa, Cálape paró de aullar y de componer ademanes de amenaza, y aceptó la manipulación de su cabello y que extendieran en sus mejillas y en toda la cara los tintes y unturas con que realzaron su belleza. Cuando fue conducida a través del llano hasta la Morada de los Dioses, se mostraba serena y hasta creyeron algunos de los presentes que había esbozado una sonrisa. Así le pareció también a Zerain, que no conseguía interesarse por nada que no fuese la contemplación absorta del hermosísimo rostro. Terminados los rituales oficiados por el sumo sacerdote, durante los que ella permaneció quieta y con los ojos muy abiertos, siguieron los cánticos, el baile y la simulación colectiva y pública del acto con que Zerain y Cálape tendrían que consumar su matrimonio. Empezaron con el baile en ruedo, los hombres con las manos entrelazadas, las mujeres dentro del círculo, fingiendo desinterés e inclusive simulando ignorar la presencia de los hombres. Éstos vestían la corta túnica blanca ceremonial, de lino, que les descubría las piernas y los brazos profusamente enjoyados de aros de metal brillante y sartas de caracolas de nácar. Las mujeres que participaban del baile lucían las galas más abrumadoras y abundantes que dictaba la tradición; sus túnicas teñidas de azul les cubrían hasta los pies y llevaban velos sobre la aparatosidad enjoyada de sus peinados, caídos sobre sus hombros prácticamente ocultos bajo los seis o siete collares que cada una portaba. Los movimientos de ellas eran suaves, casi etéreos, mientras que los de ellos eran enérgicos, entre saltos, elevación de los pies por encima de la cabeza de ellas y giros rapidísimos. Cuando todos los cuerpos masculinos se cubrieron de chorros copiosos de sudor, la cadencia de los timbales se amortiguó y todos cambiaron los brincos y evoluciones por una cadencia perezosa, como si en ese instante preciso se hubieran percatado de la existencia de las mujeres. Simultáneamente, ellas se volvieron hacia ellos con lentitud y alzaron los brazos abiertos en actitud de aceptación. Entonces, ellos se despojaron de las túnicas y se acercaron a las mujeres, que les acogieron entre sus brazos, quedando ambos cubiertos por el manto. A continuación, aumentó nuevamente, poco a poco, el ritmo de los timbales mientras se agitaban voluptuosamente por parejas, como si estuvieran amándose en un rito colectivo de fertilidad. Como no podía dejar de contemplarla, el rey Zerain detectó en los ojos de su esposa la comprensión de lo que estaba sucediendo que, por sus bruscos cambios de humor, no había llegado a entender durante la larga ceremonia; de repente, cayó en la cuenta de que acababa de casarse. Lo miró con expresión de horror, se alzó con lentitud de la estera donde ambos estaban recostados, tomó una lanza y trató de atravesar con ella a su esposo y, a continuación, advirtiendo la conmoción y el alboroto que su actuación producían, gritó de una manera sobrehumana y echó a correr hacia el mar. Tras correr tras ella con los peores presagios en el pecho, Zerain tuvo que esforzarse a fondo para conseguir rescatarla, puesto que Cálape parecía haber tomado la decisión de alcanzar a nado su lejanísimo país o, de lo contrario, morir en el intento. Con un desgarro en el alma, Zerain golpeó la cabeza de Cálape hasta conseguir que perdiera el conocimiento. De tal modo pudo remolcarla hasta la orilla. V • Tienes que domarla, Zerain –dijo el sumo sacerdote al rey-. Existen en nuestro pueblo muchas tradiciones para un caso como éste. Se te permite azotarle el culo hasta que sangre y, aunque afirmes que no deseas mancillarla, da la impresión de que no te queda otro camino. Aunque te repugne pegarle, recuerda que cuentas ya veintitrés soles y debes dar a los bástulos un heredero. De lo contrario, no olvides que tienes cuatro parientes de sangre que sueñan con ocupar tu puesto. Y que intrigan con malas intenciones, si tienes memoria para ello, y podrían buscar la manera de perderte. Zerain dejó vagar la mirada en torno. Había llamado al sumo sacerdote a su lugar favorito, la torre más cercana al mar y la bocana del río, porque no deseaba someterse a los convencionalismos y formulismos de la Morada de los Dioses. El paisaje parecía en ese instante el más idílico del universo. Cinco barcas sobrevolaban el mar con sus velas blancas como gaviotas y la brisa traía aromas y promesas de tierras remotas y misteriosas. • ¿No tienes alguna clase de encantamiento que pudiera servir para vencer la terquedad de mi esposa? • El único encantamiento que necesitas es provocar su miedo y rendirla, Zerain. Tienes que hacerlo, y mejor antes de que por su culpa y por la pasión que te ciega llegues a poner en riesgo tu reinado. • ¿No podría encontrar solución en la Montaña de la Fuente? • Es lo que iba a proponerte. Que subas y pidas consejo al oráculo de la Diosa Reina. Pero no olvides los peligros que conlleva. De un lado, tendrías que ausentarte de la ciudad y, tal como están las cosas, tanto en la guerra como con tus ambiciosos parientes, no parece muy buena idea; y de otro, correrías el riesgo de morir, por muy bien que organices la subida. • Pero debo hacerlo, gran sacerdote. Seguramente, la diosa me inspirará una solución en la que todavía no hayamos reparado aquí abajo, con la voluptuosidad del mar adormeciendo a todas horas nuestras intenciones y propósitos.
VI Media luna más tarde, se puso en marcha el grupo mejor armado que nunca se había visto en la ciudad salir de expedición. Lo formaban doce hombres cubiertos de petos, braceletes y grebas de cuero, portando cada una concha de tortuga gigante como escudo. A la cintura, las mortales falcatas, y a la espalda, los arcos. Cada carcaj portaba un buen haz de flechas y las lanzas cruzadas ante sus pechos, que sujetaban sobre nudos de esparto para mayor firmeza, eran pértigas gigantescas, capaces de romper el cráneo de un onagro de un solo golpe. Conocedor de lo penoso del viaje, puesto que era la cuarta vez que subía a lo largo de su vida a la Montaña de la Fuente, Zerain no aceptó ser llevado en andas. En cambio, sí lo fue Cálape, porque era la única manera de poder transportarla con cierta dignidad, a pesar de las amarras que la inmovilizaban para que no escapase. El camino ascendía como un complicado caracol de tierra apisonada por los siglos de uso, montaña arriba, entre las frondas de las encinas, pinares, sabinas y alcornocales, entre helechos y musgo. Cada repecho que coronaban era un peldaño que les acercaba más al cielo y cada revuelta, la oportunidad de contemplar el paisaje inmenso extendido a sus pies, con los dos ríos, que parecían sobrevolar por un milagro. Llegó un momento en que la ciudad, allí abajo, se difuminó en turquesa paradisíaco en la frontera entre el azul del mar y el del cielo, fundida con la calima y las brumas de la ría, el Monte Ojo, la playa, el Río de la Ciudad y la selva. En verdad, era un retazo del paraíso, consideró Zerain, y por ello hallaba incomprensible que Cálape se negara a disfrutar de cuanto le ofrecía. A las dos jornadas de viaje, avistaron la Fuente de la Diosa. Manaba incesante, en todas las épocas del año, de un repecho situado a la izquierda del camino, y los bástulos consideraban que era un regalo de los dioses, puesto que no se agotaba ni durante los más calurosos meses del sol. Como todo cuanto envolvía a su ciudad, los bástulos creían que tenía poderes mágicos. Beber de esa agua no sólo curaba las heridas y todas las enfermedades; también solventaba los problemas del espíritu. Desentendido de Cálape por un momento, Zerain se postró ante la fuente, rindió sus armas, las colocó ante sí en el suelo, alzó la cabeza hacia el cielo mientras levantaba las manos, y oró: • Diosa Reina que moras en esta antesala del cielo, apiádate del corazón afligido del rey de los bástulos. Primero fue como un rumor del viento, pero, poco a poco, fue convirtiéndose en un bramido que estremecía las piedras y agitaba los árboles. Aunque notó que sus soldados mostraban temor y parecían a punto de echar a correr, Zerain permaneció quieto y apenas miró a su esposa de reojo. Cálape dejó de debatirse en su lecho sobre las andas. Miraba hacia el chorro de agua como si fuese capaz de ver algo que sólo existía para sus ojos y que nadie más podía distinguir. Movió la cabeza varias veces en lo que parecía ademanes de negación y, luego, de asentimiento. Y a partir de entonces, ya nunca volvió a revolverse más ni trató de agredir a nadie.
VII A pesar de su nueva actitud, el pueblo bástulo no aceptó jamás a Cálape. Eran incapaces de mirarla a los ojos y temblaban aterrorizados por el color dorado de su pelo. Nunca pronunció una palabra que pudieran entender ni mostró esfuerzo alguno por intentar comprenderles. Aunque había dejado de esbozar muecas de ira y no descomponía ya el rostro para proferir lo que sin duda habían sido terribles insultos, se podía detectar en el fondo de sus ojos el desprecio que sentía por la ciudad y sus moradores. Sin embargo, el amor del rey era tan firme como el Monte Ojo. Todas las noches, Zerain se arrodillaba ante ella y la adoraba largamente antes de amarla con gran ternura y cuidado, contrariando los brutales y precipitados usos de su comunidad, que su propio padre había pasado seis meses enseñándole. La poseía despacio y conseguía con grandes esfuerzos que ella abandonase su lejanía unos instantes, que para él eran sublimes, aunque jamás consiguió que pronunciase una frase inteligible ni le devolviera una caricia. El día que nació Calain, cuando todavía debía de sentir dolor, y mientras todos festejaban con júbilo la llegada del heredero, Cálape desapareció engullida por el mismo mar que la había depositado en la playa, y Zerain no fue capaz de volver a amar a otra. Después de tres días de búsqueda en todos los territorios que permanecían bajo su poder y del rastreo agónico de la orilla del mar, Zerain se encerró una luna completa en la cabaña real, rehusando alimentarse, dispuesto a morir. Hasta que el sumo sacerdote se encerró con él en silencio. Se mantuvo callado y quieto dos días enteros, sentado frente al rey y sin dejar de mirarlo muy fijamente. Al tercer día, el rey esbozó una media sonrisa antes de decir: • ¿Crees poseer mayor firmeza que yo? • Sólo soy más viejo, Zerain. • ¿Piensas morir conmigo? • Así será si así lo quieres. Si deseas morir y que el pueblo bástulo desaparezca para siempre, lo aceptaré. • El pueblo bástulo no desaparecerá conmigo. Siempre hemos conseguido sobrevivir, aún frente a las peores adversidades. • La adversidad de ahora no lo permitirá, Zerain. Tus cuatro primos, que están ahí fuera, vigilando a la espera de certificar tu muerte, enfrentarán a los bástulos contra los bástulos, y los mastienos nos vencerán sin luchar y sin pérdidas. Y tu hijo será asesinado para que no pueda reclamar nunca el trono que le pertenece. Claro que todo ello no tendrá importancia ninguna, al lado de tu dolor por el abandono de una mujer que jamás te amó. • ¿Mi hijo será asesinado? • ¿Lo dudas? Zerain suspendió el ayuno y el encierro en ese instante. A partir de ese día, entregó cada uno de los latidos de su corazón al hijo emergido de las entrañas de Cálape. Tenía, como ella, el cabello dorado, aunque más oscuro, pero, por fortuna para su futuro real, sus ojos podían ser mirados sin espanto por sus conciudadanos. Aunque era el rey, Zerain sentía en ocasiones el impulso de arrodillarse ante su hijo y adorarle por su belleza sobrenatural, tal como había hecho con su madre todas las noches durante diez lunas.
VIII El día que Zerain descubrió que el pubis de Calain comenzaba a cubrirse de vello amarillo, lloró toda la noche. Aun siendo su heredero, no podía sustraerse a los milenarios ritos de su pueblo, que exigían exponerse a la aventura de iniciación en cuanto asomase el primer signo de virilidad. Al amanecer, llevó a su hijo a la orilla del mar y le pidió que le probase que era capaz de fecundar a una mujer. Cuando Calain le obedeció, Zerain volvió a llorar, pero escamoteó sus ojos húmedos a la mirada de su hijo. • ¿Ya sabes lo que tienes que hacer? -le preguntó. • Sí, padre. Debo vivir una luna en la montaña, alimentarme todo ese tiempo de lo que pueda cazar sin llevar armas y, luego, cuando la luna vuelva a morir en el cielo, tendré que bajar a las tierras de Entrerríos y matar a un mastieno evitando que él me hiera, y traer como prueba su oreja izquierda para que nadie dude de mi valentía. Nueve días más tarde, cuando la luna se ausentó del cielo, en una oscuridad completa rota sólo por una hoguera en el centro del Llano de los Vítores, se congregó toda la ciudad en la explanada, para ser testigo y testimoniar para la posteridad que Calain iba completamente desarmado. Durante esos nueve días, el sumo sacerdote le había tatuado casi toda la piel con los símbolos mágicos propios de los hombres, más los correspondientes a su condición de iniciado en las ciencias ocultas y futuro rey. El príncipe había soportado los lacerantes pinchazos sin un gemido, asombrando a todos con su entereza y enorgulleciendo a su padre. Esa noche de Luna muerta en el Llano de los Vítores, con los reflejos de la hoguera su cuerpo parecía teñido de azul, ya que apenas podía vérsele algún retazo de piel sonrosada. El sumo sacerdote le obligó a girar sobre sí mismo para que todos pudieran contemplar los signos de su madurez. Siguió el canto que despertaba a los dioses, entonado a coro por todo el pueblo. Alzado sobre su tarima real, Zerain rompió el arco y la lanza que habían pertenecido a su hijo desde que sus brazos fueron capaces de usarlos. Nadie osó mirar descaradamente el llanto copioso que fluía de los ojos del rey, todos desviaron la mirada para contemplar al debutante con una mezcla de amor y temor por su suerte. Cumplida la parte pública del rito, la puerta de la muralla se abrió lo justo para dejarle salir y Calain corrió a ocultarse en la arboleda del Monte Ojo, lejos del río, cuya orilla de poniente vigilaban los mastienos. Zerain emitió un último suspiro, contuvo el llanto que se agolpaba en su garganta y afrontó las miradas compungidas y compasivas del pueblo bástulo. IX Además de tenebrosa, la selva exuberante que cubría los montes que rodeaban la ciudad estaba llena de espíritus en las abundantes cascadas y pozas de un río que fluía perpetuo y fresco, aunque harto proceloso. Proliferaban los rincones umbríos y la floresta era tan densa, que causaba espanto. Todas las oquedades de las quebradas boscosas albergaban dioses y demonios, rincones llenos de rumores espeluznantes, aves hermosas y alucinaciones. Los primeros dos días, Calain fue incapaz de cazar. Los animales pequeños corrían más que él y desaparecían en agujeros imposibles de sondear. Los grandes, como los feroces jabalíes, los ciervos gigantes, los onagros encabritados y chillones y las capras de enorme cornamenta, eran demasiado peligrosos para un joven que sólo disponía de sus manos. Pese a que comía sin parar moras, fresas, manzanas, endrinas, raíces de palmito y hongos, era imposible satisfacer los apremios de su estómago ni de su organismo privilegiado, y empezó a sentirse vulnerable a pesar de la anchura de sus hombros y la fortaleza de sus miembros. La cuarta noche, una diosa blanca como las estrellas brotó de la estrecha raja de la Luna creciente y le dijo en sueños que fabricase una lanza de caña. Al despertar, Calain contradijo a su propio sueño, pues sabía que las cañas verdes no servían como arma, porque eran flexibles y quebradizas. Pero pese a su escepticismo y resistencia algo le obligaba a una y otra vez a pensar en el consejo de la diosa blanca. Miraba las frías y quietas aguas de un remanso, y brillaban los ojos de la diosa. Contemplaba el movimiento de las ramas de los árboles contra el firmamento, y era el vuelo etéreo de la diosa. “Haz una lanza de caña”, le decía el rumor de la brisa al besar las hojas; “haz una lanza de caña”, le susurraba el canto del agua; “haz una lanza de caña”, gritaban las nubes en el cielo. Tuvo que taparse los oídos, porque, juntas, todas las voces formaban un estruendo insoportable. La madrugada que la diosa le anunció que moriría pronto de inanición, cedió por fin y aceptó seguir el consejo. Restregó dos piedras durante horas, hasta conseguir que una tuviese un canto suficientemente filoso. Con ella, cortó varias cañas, que desolló y afiló. Consiguió trenzar un carcaj con fibra de palmito, en el que aseguró siete de las lanzas recién elaboradas, inspirado por el número que figuraba en los ornamentos sagrados del sacerdote. Las lanzas eran tan altas, que le dificultaban avanzar por la selva. El Río de la Ciudad, rumoroso en la lejanía, desprendía jirones de niebla que velaban cuanto le rodeaba, pero aun así pudo Calain distinguir la silueta de un onagro que parecía retarle en la distancia. Se lanzó hacia él con tan buena fortuna, que la bestia quedó acorralada porque tenía detrás un repecho de roca imposible de escalar por los cascos equinos. Le lanzó uno de los venablos, que se dobló como si fuese de arcilla fresca. Impulsado por el hambre desesperado y la rabia, tomó la lanza que, entre las seis restantes, le pareció más sólida, y corrió con ella en ristre hacia la bestia; la atravesó de parte a parte a través del costillar y el équido cayó fulminado, boca arriba. Comió hasta satisfacerse, arrancando tasajos del sangrante animal, en una orgía de sangre y carne fresca que duró hasta que su cuerpo pareció a punto de reventar por el hartazgo. Una vez saciado, lo despiezó con un esfuerzo agotador, ya que sólo disponía de sus manos y la piedra afilada; luego, colgó los miembros, costillares y lomo atándolos con fibra de palmito de las ramas más altas de un quejigo. Esparció a continuación las entrañas en una zona muy alejada de su árbol, para que las carroñeras no pudieran de localizar su despensa. Con suerte, tendría suficiente para toda la luna que debía permanecer en la selva.
X Veinticinco días más tarde, sentía haber crecido diez años. Sus piernas y brazos se habían vuelto mucho más robustos y su pecho cubierto de músculos endurecdos por el esfuerzo permanente parecía invulnerable. Con sorpresa, notó que la voz con que gritaba a las bestias iba siendo más grave. “Ha llegado la hora de enfrentarme a un mastieno”, se dijo mientras saboreaba con delectación el último muslo del onagro, que, casi seco, acababa de asar en una hoguera. Consiguió comer casi toda la carne y, aunque el sol estaba todavía alto, se echó a dormir. Necesitaba acumular fuerzas para la caminata de regreso y la pelea a muerte, que representaría su salvoconducto para volver a la ciudad con la cabeza erguida, habiéndose ganado por sí mismo el derecho a reinar algún día. Durmió quince horas. La diosa de la Luna le visitaba todas las noches para darle consejos tan útiles como la primera vez. Le indicaba las fuentes más saludables y los frutos más refrescantes. Le exigía sumergirse en las pozas como si retozara en el mar y que no olvidara untarse fango en el cabello y las ingles para que no se le poblasen de parásitos. En esta ocasión, la diosa de la luna sólo sonrió sin alterar su prolongado descanso, y le acarició la nuca toda la noche. Al despertar, Calain se sintió poderoso como el uro castaño que su padre montaba todos los solsticios del reinado del sol para reafirmar su autoridad. Descendió las laderas hacia la corriente rumorosa y se sumergió en el Río de la Ciudad para cruzarlo y adentrarse en el territorio de Entrerríos, donde encontraría mastienos. Eran éstos seres balbucientes y crueles incapaces de hablar, al menos no eran capaces de hablar tal como su pueblo lo hacía. Gritaban sonidos guturales como los cerdos y estridentes como las grullas, ininteligibles y estremecedores. El pelo de los mastienos era del mismo color que el de Calain, pero él no era consciente de este detalle, puesto que jamás se había visto a sí mismo reflejado en parte alguna y, por otro lado, casi siempre llevaba la melena endurecida y oscurecida por la arcilla. El baño en el río le resultó tan tonificante y placentero, que Calain permaneció largo rato nadando. El baño disolvió la arcilla de su melena, cuyo color dorado brilló en todo su esplendor de mediodía. Cuando echó a andar por el territorio de Entrerríos, su larga cabellera ondeaba al viento.
XI Se acercaba el atardecer y no conseguía dar con un mastieno. Tras caminar toda la jornada, sólo tenía una vaga idea de la dirección donde se alzaba su ciudad, suponía que en el otro extremo de la planicie que se extendía más abajo de las colinas que atravesaba en busca de mastienos. Habían pasado tantas horas, que descuidó el alerta y cuando las brumas del atardecer comenzaron a fundirse con las que se elevaban del Río Mayor, en un claro de la selva se encontró de repente rodeado por una turba de mastienos rugientes que aparecían en tropel de detrás de todos los árboles. Nunca había visto ninguno tan cerca. No tenían hocico, como afirmaban las consejas bástulas; tampoco cuernos ni pezuñas. A diferencia de los marinos rojos que a veces visitaban la playa para comprar búzanos y maderas de olor, marinos cuyas narices eran agudas y colgantes y cuyo pelo era ensortijado y oscuro, los mastienos parecían idénticos a su pueblo, con el cabello de color amarillo en lugar de marrón. Era verdad lo de sus voces ininteligibles. Calain no entendió lo que decían, pero notó que examinaban sus tatuajes con mucho interés y que reconocían el que le distinguía como hijo del rey de los bástulos. Le ataron los brazos y piernas junto con dos grandes trancas, que usaron como parihuelas para cargarlo entre cuatro hacia el poblado, más tosco que su ciudad aunque cuatro o cinco veces mayor, y situado en una colina desde la que se veía el Río Mayor, que rodeaba el promontorio por tres de sus lados. Fijaron las trancas a las ramas de un quejigo seco que se alzaba en el centro del poblado, frente a la puerta de una choza más grande que las demás. Sus captores entonaron una letanía ante esa puerta y al cabo de un largo rato salió un hombre cuya carne colgaba como pingajos, pero cuya cara no pudo contemplar Calain, ya que la llevaba cubierta por la cabeza seca y vaciada de un uro. Parecía tener dificultad para soportar su peso y por ello, y por su piel fláccida, comprendió el príncipe que debía de ser muy viejo. Agitó frente a él un fruto seco y hueco que sonó rítmicamente, por lo que Calain entendió que contenía pequeños guijarros en su interior. Sin parar de hacerlo sonar, el rey-brujo-uro bailó mucho tiempo a su alrededor, palpando reiteradamente los tatuajes reales, aunque los demás temían tocarle. Cuando llegó la noche, todos se encerraron a dormir y lo dejaron atado a su armazón hasta el amanecer, cuando el brujo de la cabeza de uro salió de nuevo de su cabaña y volvió a bailar a su alrededor.
XII Calain se sentía molesto por la forzada posición, amarrado a las trancas pero, sobre todo, se sentía muy hambriento. Y furioso. Si no iban a matarle, a qué venía tanta incomodidad. Había pasado la noche forzando los brazos y piernas, a ver si era capaz de soltarse, pero las ligaduras eran abundantes y fuertes. A mediodía, el brujo-uro-rey alzó ante él una de las lanzas que le proporcionaba el rey Salomón, las armas irrompibles que tanto ambicionaban todos los de su pueblo y él más que ninguno. El gesto pareció una señal. Cuatro hombres se acercaron al mismo tiempo y cortaron las ligaduras con tajos muy certeros, todo ello sin rozarle siquiera. Cuando se encontró libre, y mientras estiraba los miembros tratando de relajarlos, Calain advirtió que estaba rodeado por un denso y cerrado círculo de lanzas, mientras el uro-brujo-rey le indicaba que lo siguiera. Obedeció. Fue conducido al centro de la explanada, que mientras permaneciera atado quedaba fuera de su vista. Habían realizado un extraño decorado circular de flores, esteras de juncos y esparto trenzado y ramas de pinsapo, con una hoguera en medio. El rey le señaló una de las esteras, la más profusamente decorada, y le ordenó recostarse en ella. Se tendió boca abajo, pero el rey negó con la cabeza, haciéndole comprender que debía permanecer echado de lado, con un codo apoyado en la estera y la cabeza sujeta con la mano. Cuando compuso la figura que, según le pareció, era la correcta, sintió que un brazo cálido y delgado se apoyaba en el suyo; casi sin mover la cabeza, descubrió que una adolescente no demasiado hermosa había sido obligada a recostarse en la misma posición que él, pero en sentido inverso, de modo que sus codos quedaron juntos. Permanecieron hasta el anochecer en la misma postura, inmóviles, durante una larga, tediosa y agotadora ceremonia, al final de la cual recibieron una copiosa lluvia de pétalos de flores. Calain sintió que la muchacha se movía al fin y le tomaba de la mano, invitándolo a alzarse. Precedidos por el brujo-rey y rodeados por la multitud, fueron conducidos al interior de una cabaña. En ese momento, comprendió Calain que acababa de casarse y que estaba obligado a consumar la unión, pero no sentía deseo alguno de la muchacha y sólo le agitaba un hambre convulsiva que le corroía las entrañas. Por suerte, descubrió dentro de la cabaña un banquete dispuesto para la pareja. Fue a precipitarse sobre el aromático muslo de jabalí asado, pero la muchacha le contuvo y le hizo entender por señas que la consumación debía ser antes. De una ojeada, vio Calain que el poblado en pleno rodeaba la cabaña, materialmente pegado a ella y atento a los ruidos que los dos produjesen. Comprendió que no tenía escapatoria. Todavía no había sido instruido por los adultos en los ritos sexuales, enseñanza que sólo era impartida por los más viejos una vez cumplimentado el rito de iniciación, pero había visto cómo lo hacían sus amigos mayores y aunque carecía del conocimiento preciso de los resortes y métodos, se echó torpemente sobre la muchacha y la penetró al instante. Más que gemir, ella emitió un alarido prolongado, que enfrió la sangre de su invasor. Mas el grito era la señal que los demás esperaban, ya que fue audible a continuación el tumulto de la retirada. Calain escuchó distanciarse el ruido rítmico del sonajero del rey. Una vez que la muchacha dejó de gritar, le sonrió y le pidió por señas que volviera a penetrarla. Sentía Calain tanta hambre, que la satisfizo en unos segundos para poder lanzarse al fin sobre el muslo de jabalí, que devoró en las horas siguientes. Comió durante buena parte de la noche. Las mandíbulas le dolían de tanto masticar, pero la carne era tan deliciosa, estaba tan bien asada y salada, que no quiso parar de comer hasta roer los huesos y dejarlos limpios y pulimentados.
XIII La muchacha dormía. Calain se recostó y arrimó el oído al suelo; sorprendentemente, no se notaba ningún movimiento y nadie había en las proximidades de la cabaña. Aun así, salió sigilosamente, y reptó a lo largo de los millares de pasos que le separaban del bosque. Acechó los sonidos al lado de la última cabaña. Pudo distinguir tres respiraciones; supuso que podría darles muerte a los tres antes de que reaccionaran. Tanteó desde fuera y localizó a tientas una de las lanzas irrompibles; con ella en la mano, introdujo la cabeza por la baja abertura, a fin de no errar los golpes. Mató a dos sin dificultad, pero el tercero gritó antes de rebanarle el cuello. Mientras les cortaba las orejas izquierdas, que serían ante su padre, el rey, y ante sus conciudadanos la prueba de su hazaña, notó que los demás corrían hacia él. Abandonó presuroso la cabaña y se dirigió a saltos hacia la densa y enmarañada penumbra de la selva. Corrió en la única dirección que permanecía libre, colina arriba, sintiendo casi en la piel las afiladas puntas de sus lanzas.. Corrió sin desmayo durante horas. Cada vez que se detenía a recuperar el aliento, oía el rumor de la persecución nunca lo bastante lejana. Cuando creía haber coronado la más alta de las montañas del hemiciclo distante que se veía desde su ciudad, descubría que tras un corto descenso tenía que volver a ascender. El amanecer le encontró en plena carrera, una afanosa escapada que prosiguió hasta que el sol se encontraba casi en el punto más alto del cielo. En el momento que Calain se concedió un corto respiro, descubrió que los huesos de sus pies podían asomar en cualquier momento a través de la carne macerada y que las piernas y brazos le sangraban por múltiples heridas. Comprendió que no podía seguir huyendo de igual modo; que no conseguiría salvarse si no cambiaba de táctica. Trepó a lo alto de un quejigo para acechar mejor el eco de sus persecutores, con todos los miembros en tensión y tratando desesperadamente de distinguir el rumor de la persecución de todos los demás rumores del bosque. Una vez que creyó haber identificado sin lugar a dudas la ruta que seguían, impregnó con su sangre varias ramitas y hojas, que esparció en círculo en todas las direcciones del sol y los vientos, desparramando por doquier sus rastros olfativos. A continuación, eligió el más escarpado de los taludes descendentes y se dejó caer rodando. Cada vez que le detenía el tronco de un árbol o un espinoso matorral, volvía tenazmente a ponerse en posición de rodada. Era como un ser irracional insensible al sufrimiento y el dolor; sólo había cabida en su mente para la determinación de escapar y vencer de esa manera la resolución de los mastienos; si ellos no abandonaban la persecución, él jamás abandonaría la huida. Cuando el sol comenzó su declive hacia las moradas de la noche, logró llegar a un arroyo fresco y limpio, un ancho afluente del Río de la Ciudad, cuyas aguas le sirvieron de bálsamo para los pies lacerados. Sabía que no podía detenerse mucho tiempo. El olor de su sangre debía de ser muy intenso, puesto que los mastienos habían seguido el rastro fielmente hasta la cima del monte. Aunque ahora, tras el largo descenso, los hubiera desorientado, suponía por su personal modo tozudo de proceder que no tardarían en localizarlo de nuevo, de modo que, ayudado por la corriente del arroyo, fue arrastrándose por el lecho muchos centenares de palmos para que el agua embozara su olor, hasta alcanzar un remanso muy grande y profundo, donde nadó largo rato, lo que lo libró del terrible dolor de caminar sobre sus pies deshechos. Según se iba adormeciendo el dolor, despertaba su pensamiento, y así fue capaz de caer en la cuenta de que el lugar donde se encontraba era una especie de fortaleza natural. El sol estaba a punto de ocultarse ya en las moradas escarlatas, pero sus ojos podían examinar todavía el lugar con suficiente detalle. Desde la orilla del territorio que todos consideraban propiedad de los mastienos hasta un repecho muy escarpado, la anchura de la poza permitiría a un centinela atento descubrir toda aproximación con mucha antelación. El repecho, protegía de las acometidas de las bestias grandes del bosque. Y salvo una estrecha orilla cubierta de matorrales muy densos, no había más terreno ni trochas por donde acercársele ni sorprenderlo. Calain decidió que podía permitirse reposar en el refugio y esperar. Salió del agua arrastrándose y reptó alrededor de la zarzamora. Detrás, había una oquedad bajo el repecho casi vertical, una morada tan seca y confortable como su casa de la ciudad. Permaneció unos instantes atento a los rumores que llegaban de la orilla opuesta, pero le venció el cansancio y sus ojos se cerraron a pesar de sus esfuerzos de mantenerlos abiertos. Pocos instantes más tarde, y cuando el sol había dejado ya de iluminar el cielo con la indecisa luz del crepúsculo, le pareció que la dulce muerte se apoderaba de su cuerpo y se entregó a ella con complacencia.
XIV • Van a quitarte tu reino, Zerain. El rey de los bástulos trató de aclararse un poco la mirada, nublada por el llanto, y la enfocó en la dirección que el gran sacerdote le indicaba. Bajo la muralla, a unos cincuenta pasos de distancia, sus cuatro primos parecían monolitos de piedra con los ojos fijos en él. • Míralos. ¿No son como rapaces carroñeras, a la espera de tu rendición? Deja de llorar de una vez, rey de los bástulos, y si has perdido a tu hijo, consuélate con el recuerdo de las responsabilidades que cargas y piensa en tu futuro y en el de tu pueblo. Tienes juventud y fuerzas para criar cien hijos más. Zerain contempló el Llano de los Vítores. Desde que terminara la primera luna de la ausencia de Calain, la gente dejó de suplicar a los dioses por su regreso y había vuelto a sus labores de siempre. El mercado funcionaba con normalidad, los pescadores exhibían con orgullo y jactancia las capturas de esa madrugada, las matronas imponían orden en los disparates de sus maridos regresados de las minas y los jóvenes y los niños retozaban entre risas y gritos, ajenos e indiferentes todos ellos a su dolor de padre. Su pueblo había dejado de compadecerse con él de la suerte de Calain. • Tengo algo aquí en el pecho que no me deja pensar en otras mujeres ni en otros hijos. El gran sacerdote sonrió con algo de ironía. • Por ello he preparado este elixir, uno que nunca te había ofrecido, porque es el que la tradición reserva para los grandes héroes en las grandes ocasiones. Espero que los dioses de la Tierra y las diosas de la Noche comprendan que los bástulos estamos desesperados por la conducta de nuestro rey, y me perdonen. Te ruego, rey, que bebas este licor y luego, duermas, para que los dioses te inclinen a favor de tu pueblo.
XV Cuando despertó Calain, era medianoche. Alzó la cabeza al cielo y consiguió entrever por encima de la zarzamora un afilado semicírculo de luz. Respiró muy hondo. Notó tanto vigor y bienestar, que comprendió que estar muerto era mucho mejor que vivir. Pero no podía estar muerto. O tal vez era que cuando se moría ingresaba la gente en una nueva clase de vida, porque sentía la suave brisa del arroyo en su piel, llegaban a su nariz los perfumes intensos de las flores que se abrían al atardecer, escuchaba el gorjeo de las aves y todos los rumores nocturnos del bosque y su estómago pedía a gritos una inmensa comilona. Podía volver a devorar un onagro entero. No estaba muerto. Porque la diosa plateada de la Noche no sujetaba ya su cabeza ni le consolaba, ni le complacía. Estaba solo, y por lo tanto continuaban vivas sus responsabilidades y obligaciones de príncipe. La luna en creciente le indicó que había dormido siete días y siete noches. La diosa plateada le había visitado con frecuencia, pero él no advertía el paso del tiempo; la diosa le decía siempre que tenía que despertar, pero sus ojos se negaban a abrirse. Según se aclaraba su pensamiento paralizado tanto tiempo, sentía tanta hambre que algo iluminó su entendimiento y le obligó a bajar la mirada hacia sus pies, que ya no le dolían. Las heridas habían cicatrizado. Pero la progresiva claridad del despertar le reveló que si caminaba, volverían a ulcerársele en seguida, de modo que permaneció recostado y así transcurrió otra semana, comiendo sólo moras y royendo las raíces que pudo extraer escarbando con el más extraordinario de los trofeos obtenidos, la lanza irrompible. Las tres orejas de los mastienos ejecutados estaban cubiertas de gusanos. Deseó comérselas, pero le detuvo el pensamiento de que se quedaría sin la prueba que su padre, el rey, aguardaba, de modo que las lavó en el río, extrajo los gusanos con una ramita y las atravesó con otra un poco mayor, para llevarlas colgadas del cuello, al aire y expuestas al sol, lo que evitaría que siguieran pudriéndose. Llevaba más de luna y media fuera de su ciudad. Como debía haber regresado al cumplirse una luna, consideró que el rey habría mandado exploradores en su busca. Decidió volver cuanto antes a la ciudad. Pero aunque presentía más que veía el mar allá abajo, a lo lejos, no consiguió encontrar el camino de regreso. El primer intento fue seguir la corriente del arroyo, pero llegó a una cascada muy alta, por la que se precipitaba toda posibilidad de seguirlo. Trató de descender por otro punto, y luego de un tiempo perdió de vista no sólo la idea de por dónde seguir, sino el arroyo mismo. Los demonios que seguramente invocaban los mastienos conseguían desorientarle con un sortilegio, y le alejaban de la ciudad cuanto más intentaba acercarse a ella. Cada vez que elegía una trocha que pudiera conducirle al Río de la Ciudad, que a su vez le llevaría derecho junto a los suyos, encontraba un obstáculo insalvable que le obligaba a retornar sobre sus pasos. Volvió la noche sobre él varias veces, la luna llegó a su plenitud y un amanecer, cuando la luna había adelgazado hasta casi desaparecer, comprendió que volvía a estar desfallecido y enfermo y que nunca encontraría a través de la selva el camino de regreso.
XVI Iban a cumplirse dos lunas de la ausencia de Calain y media desde que aceptara tomar el bebedizo. El efecto del elixir del gran sacerdote no había sido el esperado. El rey durmió muchas horas, como embriagado por los excesos del vino, y cuando despertó se encontró llorando de nuevo la ausencia de su hijo. Sin embargo, había tratado al día siguiente de complacer lo que la sabiduría del gran sacerdote le dictaba. Mandó que desfilasen ante él todas las mujeres vírgenes de la ciudad. Al poco, se reunió ante la casa real una multitud alborozada de madres llenas de ambición e hijas revoltosas, engalanadas con los ajuares de toda la familia. Zerain fue examinándolas, alerta al dictado de su corazón. Pero después de dos días de desfile incesante, su pecho no había recibido inspiración alguna, y decidió desistir. De nuevo, desde hacía un cuarto de luna, el rey Zerain volvía a llorar cada noche la desaparición del príncipe. Desesperado, roto de dolor por lo que pudiera haberle sucedido a su único hijo, se desentendió del gran sacerdote, rehusó no sólo sus elixires sino también sus consejos, y comenzó a ofrecer por su cuenta sacrificios a todos los dioses y demonios que le indicaba la desesperación. Mandó invocar también al dios del mar con una gigantesca hoguera encendida en su honor en la playa. Ya no sólo pasaba las noches en su torre de troncos de pinsapos, sino que permanecía allí arriba a todas horas. Un amanecer, arrebatado por la fiebre y casi incapaz de articular palabras, pues tenía los labios cubiertos de costras, contempló largo rato el monte Ojo que convertía a la ciudad en invulnerable por el este. Se dijo que si Calain estaba aún con vida, tenía que reconocer sin duda ese monte en la distancia. Al mismo tiempo, objetó a su pensamiento que, a lo lejos, desde lo más alto de la selva, el monte, difuminado en la calima, podía parecer un promontorio más. Si su hijo vivía, debía indicarle el camino de regreso. Mandó el rey que ardiera en lo alto del monte Ojo una inmensa hoguera día y noche, sin pausa, con la esperanza de que el humo de día, y la luz de noche, sirvieran a su hijo de guía. Mandó que la hoguera envolviera toda la cumbre como una corona gigantesca, para que fuese visible desde cualquier claro de las boscosas montañas y de cualquiera de las direcciones del viento y el sol. Desde todos los puntos donde su pobre hijo desaparecido pudiera encontrarse.
XVII El príncipe sentía más hambre que nunca y a pesar de ello consideró que estaba a punto de morir, porque el desaliento desterraba las fuerzas de sus miembros. Había ensayado mil rutas, sin atinar con la de su destino. Maldijo con rencor inmenso a la Diosa de la Luna y a los demonios complacientes con los mastienos. La una le había abandonado y los otros le perdían. Se arrebujó bajo el refugio de una encina, en un claro junto a la ladera de una montaña, y allí decidió dejarse morir. Si tanto la naturaleza como los dioses lo querían muerto, que así fuera. Pero una noche, justo un poco antes del alba, creyó soñar. Desde el claro donde se había recostado, descubrió de pronto allá abajo lo que parecía una corona de fuego suspendida sobre el mar. Fue amaneciendo y el príncipe permaneció con la mirada fija en la corona de luz y humo hasta que el sol comenzó a alzarse sobre el horizonte. Cuando la luz del día se hizo más intensa, el príncipe comprendió que aquella especie de diadema coronaba a su ciudad porque por su forma y el contraste del sol del amanecer no podía ser otro lugar que el monte Ojo y, por lo tanto, le señalaba el camino de regreso. Tomó sus tesoros, la lanza irrompible y las tres orejas ensartadas, y comenzó el descenso. Mediada la tarde, encontró un otero desde donde ya alcanzó a distinguir vagamente la desvaída silueta de la empalizada, en cuya torre más alta debía de esperarle su amado padre. Con los ojos anegados de llanto, Calain se arrodilló y tendió los brazos hacia Málaga.
XVIII Zerain lo vio antes con el corazón que con los ojos. No llegaba desde el Río de la Ciudad, en cuya orilla contraria moraba el horror de los mastienos, sino desde las alturas situadas más allá del monte Ojo. Corrió con despreocupación y sin miedo a los peligros que jamás dejaban de acechar a su ciudad, pero cuando los centinelas de las cuatro torres dieron la alarma, una multitud de bástulos corrió tras su rey, entre un clamor jubiloso porque todos vieron que Calain, su príncipe adorado, se había vuelto un hombre, portaba una lanza de las que no se rompían y lucía en el cuello tres orejas de los malditos mastienos. En seguida, se organizó la fiesta de bienvenida. Engalanaron el sitial ante la casa del rey y allí se acomodaron Zerain y su hijo, ambos con las manos entrelazadas. • ¿Qué te señaló el camino de regreso, hijo? • La corona de fuego que mandaste encender en el monte Ojo, padre. La ciudad parecía coronada como una reina. • Pues en agradecimiento a los dioses que te han devuelto a mí, Reina llamaremos a nuestra ciudad desde ahora. Zerain se alzó y mandó detenerse el jolgorio, pidiendo atención. • ¡Oídme, bástulos! Una Diosa reina, tal vez la Diosa de la Fuente, inspiró mi decisión de encender en el monte Ojo una corona de fuego para orientar a mi hijo, vuestro príncipe. Por ello, desde hoy, nuestra ciudad tiene un nuevo nombre. ¡Llamadla Reina! Y así se denominó la ciudad desde entonces. Reina fue para los inquietos navegantes del Mar del Centro de la Tierra y como Reina fue conocida en todos sus puertos y entre todos sus pueblos, y entre todos sus dioses. Y Reina fue su nombre para siempre. En todos los idiomas y en todos los confines del Mundo.

lunes, 9 de noviembre de 2020

III - La cabeza del dios
ESTE ES EL TERCER CUENTO DE MI COPLECCIÓN LA HORA DE 3.000 AÑOS, UNA HISTORIA MÍTICA DE MÁLAGA.
El primero fue El Templo del Cataclismo (ya publicado aquí)
El segundo sería "El túnel del agua", que no he podido escribirlo porque ahora no puedo permitirme viajar por la cueva del ÇGato y cercanías. Hoy publicoo LA CABEZA DEL DIOS De inmediato verán usterdes de lo que se trata
El chamán no era compasivo ni había tratado jamás de parecer cordial. Tampoco había disimulado nunca su intención de ser tenido por cruel o extremadamente cruel. Meng miró de reojo a su compañero de condena; aunque era un poco más viejo, parecía más joven que él, y ni siquiera giró el cuello mientras se adelantaba, para verlo quedarse atrás y sentarse a descansar sobre un tronco abatido por un rayo. Ah tenía que haber conocido más de quince soles, pero exhibía jactanciosamente una fuerza y un poderío que Meng envidiaba desde que tenía memoria. La condena se la habían ganado por disputarse violentamente los favores de una hembra, la más caquivana de la tribu. Ambos sabían de sobra que Tarna regalaba sin límites sus mieles a todos los machos en edad de hacerle sentir placer; lo único que Meng y Ah habían hecho mal era tratar de matarse mutuamente, por unos favores que ambos podían haber conseguido sin ninguna clase de dificultad, si no hubiesen pretendido gozar de Tarna el mismo día y a la misma hora. El chamán había actuado tan expeditivamente como siempre. Los dos condenados sabían que los chamanes de otras tribus se comportaban de manera diferente; convocaban a los más ancianos de la tribu, se reunía una especie de asamblea y aunque el poder de resolución de los chamanes fuera siempre igual de indiscutible, al menos los demás hacían participes a sus respectivas tribus de la clase de condenas que dictaban.
El chamán de su tribu, no. Tan pronto como fueron separados Ah y Meng, y sin prestar atención a la sangre que ambos derramaban ni compadecerse de sus heridas, el chamán se alzó ante ellos en actitud ceremoniosa y altiva, indicó con el índice derecho hacia el norte, mientras señalaba cinco con la otra mano. Tenían que caminar cinco noches completas, siempre en pos de aquel misterioso lucero que todos ellos adoraban. Al quinto día, los dioses les dirían qué debían hacer. Durante cuatro noches, siguieron a través de la selva un sendero siempre ascendente. Tan empinado, que no paraban de jadear. Tuvieron que enfrentarse a feroces animales que nunca habían visto, y a los onagros chillones cuyos aspavientos alertaban a todo el bosque. Sorprendentemente, ambos se protegieron mutuamente, porque sería más fácil sobrevivir los dos que uno solo. Nunca llegaban a saciar su hambre del todo. Como habían tenido que emprender la condena desarmados, no podían cazar más que animalillos pequeños, pero eran castañas y otros frutos lo que más comían. Siempre al borde del desfallecimiento, nos les aliviaba el baño en las pozas que iban encontrando ni devorar raíces o legiones de insectos. El hambre era un agujero sin fondo en su cuerpo, Una tronera por donde se les escapaba el orgullo, el odio, la rivalidad y el rencor. Sin acordarlo, dormían las tardes completas, por turnos; uno soñaba misterios mientras el otro velaba y constantemente se protegieron como si jamás hubiesen deseado matarse.
Vieron el cuarto amanecer desde un promontorio, desde donde se divisaba una extensa llanura que parecía atravesar un río. La temperatura era muy inferior a la de las piedras calientes junto al gran paisaje de agua que habían abandonado. Ahora sentían frío. Habían dejado atrás, a su izquierda, una muralla divina hecha de piedras cortadas por dioses titánicos., una especie de espinazo gris de animal imaginario, a cuyo lado pasaron sigilosamente, por temor a despertarlo. La llanura era más verde que el paisaje junto a la gran superficie de agua, pero con menos árboles. No había nada que anunciase una población; ni humo ni el resplandor madrugador de fuegos dispuestos para los primeros alimentos; los únicos signos de vida eran varias bandadas de aves muy grandes que, a lo lejos, se dirigían al sur. Pese a lo que se odiaban, tanto Ah como Meng se comunicaban sin apenas palabras, con sólo algún gesto y constantes miradas. No sabían si compartían madre o padre, pero no recordaban haber estado jamás lejos el uno del otro. Todos sus recuerdos eran a dúo; las cacerías; las incursiones en la procelosas aguas en busca de aquellos animales tan resbaladizos; los bailes ceremoniales; los juramentos de sangre. Los primeros aprendizajes del placer. Los ojos de Ah dijeron “vamos abajo” y ambos emprendieron el descenso. Cuando atravesaron el río, comprendieron que todavía les quedaba un largo trecho por recorrer. Pararían una vez que refulgiera del todo el quinto amanecer.
Una vez que dieron por culminada la primera parte de su condena, el camino, se echaron despreocupadamente a dormir. No sabían cuándo ni dónde llegaría el mandato de los dioses; debían aguardar mansamente. Llevaban acampados tanto tiempo en el mismo lugar, que parecían dispuestos a fundar un poblado allí mismo. Pero no había mujer para comenzar el poblamiento. Y no podían volver atrás ni seguir adelante. El tiempo fue pasando. Algunos días, se despertaban temblando a causa de un desconocido fuego blanco, que les escocía en la piel y enrojecía sus dedos. Asistieron a la desaparición de las hojas de todos los árboles y, casi sin transición, notaron los rebrotes que anunciaban que su hambre no tardaría en saciarse. Un amanecer, Meng despertó sacudido por las patadas que le daba Ah, erguido junto a él. Al incorporarse un poco, entendió el apresuramiento y la emoción de Ah. En la dirección del sol naciente, se recortaba majestuosa e imponente la cabeza del dios, aureolado el gigantesco perfil por la luz creciente. Ambos se postraron en dirección al prodigio y lo doraron con recogimiento. Entonces, el prodigio se hizo sonoro. No podían ver con claridad, sus ojos estaban velados por su propio miedo y, sobre todo, por la veneración. Pero lo sentían, notaban en la piel y las entrañas el poder que emanaba.