domingo, 23 de junio de 2013

OLGA, MEIGA



CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA   
16- Olga, meiga.

Xico y su madre se habían obcecado en São Paulo con la convicción de que Luis era médium, y ahora se veía de repente obligado a revivir ese desatino a todas horas, aunque le pareciera una insensatez. Evocaba los ruegos y lisonjas de Xico, porque Olga le hacía recorrer a diario rincones de sí mismo que ni sabía que existiesen.

Al principio, fue sólo como cuando dos personas entonan al mismo tiempo una canción, por casualidad. Luis y Olga experimentaban coincidencias de esta clase con frecuencia creciente. Cantaban repentinamente a la vez, decían una palabra al unísono, se encontraban por casualidad en sitios y horas desacostumbradas, como si se hubieran citado… Según pasaban los días y semanas, la sintonía parecía agudizarse; y llegó a un punto en que no tuvieron más remedio que hacerse preguntas.

Olga era gallega, de Vigo, pero su nombre y su apariencia confundían a la gente. Pese a que los gallegos se declaran de origen celta, no abunda en Galicia la gente rubia, aunque sí las pieles exageradamente blancas. Olga era esbelta, de estatura algo superior a la media, con pelo de color panocha y ojos verde claro. Muchos la creían eslava o,  más concretamente, rusa. No era demasiado guapa, aunque no cabían dudas de su atractiva armonía. Ni de la energía y poder que irradiaba. 

-Eres una especie de pararrayos, Luis –dijo Olga una tarde-. Cada vez que tengo una idea, en pocos segundos tú la asimilas y me hablas de ella.

Luis la examinó un momento, para convencerse de que no bromeaba. Ella parecía convencida y confiada.

-¿Crees en la parapsicología, Olga?

-Hasta ahora, no. Pero nos están pasando cosas, Luis. ¿Cómo las llamarías tú?

Luis sentía una desagradable opresión en el ánimo cada vez que se permitía hacerse esa clase de preguntas. El desconcierto le impedía entonces cavilar con tino.

-Me cuesta mucho formarme imágenes mentales sobre estas cuestiones, porque llegan a darme miedo. En Brasil, un amigo y su madre, que eran de Umbanda, se empeñaron en afirmar que yo soy médium.

-¿Qué es Umbanda?

-Una religión animista de origen africano, muy extendida en Brasil. Una mezcla extraña de creencias primitivas confundidas con doctrinas católicas, cuya imaginería utiliza dándole nombres distintos. Creo que la Umbanda tiene mucho que ver con la santería cubana y el vudú antillano; al menos, asignan a sus dioses prácticamente los mismos nombres. Yo no me fie nunca de las verdaderas intenciones de la madre y el hijo, pero aquellas dos personas hicieron esfuerzos exagerados porque yo participara de sus ritos.

-¿Llegaste a creer que eras médium de verdad?

-¡Qué va! Pero no creerías las cosas que ellos llegaron a hacer ni las influencias que movilizaron para tratar de convencerme. Yo siempre temí que se tratase de encerronas para practicar sexo conmigo; un temor basado en unos hechos que entonces me parecían significativos, sobre todo por parte del hijo, que era un veinteañero muy guapo, seductor, rico y triunfador social, que a pesar de tales condiciones se mostró durante meses ansioso de conseguir mi... tal vez amor o... no sé. Aunque ahora sospecho que el propósito era al revés, que trataban de atraerme a sus convicciones con sexo. Y que les importaba de verdad contar con mis supuestas facultades.

-¿Y nunca consideraste ceder en lo del sexo?

Luis frunció los labios. Le inquietaba el miedo a que Olga le pidiera sexo en el momento más inesperado. Un miedo que lo paralizaba a medias casi todas las tardes, pese a que pasaba la mayor parte del día anhelando que llegase la hora de la cita con ella, que a veces ni siquiera la habían acordado pero siempre sabía que se produciría. En Brasil, había estado a punto de ceder muchas veces, sobre todo aquella noche en Umbanda, cuando Xico y Rico hurgaban por su cuerpo mientras él penetraba a la bella Vilma. Recordaba la escena como si la hubiera soñado, a pesar de cual era capaz de revivir el apasionamiento sincero pero algo ingenuo y miope de Xico, que competía con la demoniaca sabiduría de Rico, capaz de encontrar en un cuerpo humano resortes insospechados de excitación. También durante aquel rito de Umbanda había vencido Luis buena parte de sus miedos, y reconocía que los tres hubieran podido hacer con él lo que quisieran, fuese lo que fuese, si se lo hubieran pedido. Pero no lo hicieron. Solamente actuaron. En silencio. Como en un cuento de misterio. En vez de responder la pregunta de Olga, Luis preguntó a su vez:

-¿Te parece que deberíamos hacer algo para confirmar todo esto?

-Creo que sí, Luis. Se me ocurre una idea. Tú y yo solemos despertar alrededor de las 7. Esta noche, pon el despertador para que suene cerca de las 7, pero algunos minutos antes o después. Piensa en mí, mandándome despertar. En seguida, me llamas por teléfono, y me indicas el minuto concreto del mandato. Si coincidiese más de dos o tres días, es que somos telépatas o algo así y habríamos alcanzado una clase científica de convicción. ¿Estás de acuerdo?

Lo probaron todos los días de la semana siguiente, sin que la hora indicada por ambos coincidiera jamás. Luis la llamaba, ella le daba las gracias y, al comparar los datos, confirmaban el fracaso. Una tarde, mientras esperaban la hora del ensayo en el teatro de la Hermandad Gallega, Olga propuso:

-He leído que hay telépatas activos y pasivos. O sea, que algunos son más potentes para emitir mensajes y otros, para recibirlos. A lo mejor es que tú eres buen receptor pero no emisor. Deberíamos probar al revés. Seré yo quien te llame. ¿Te parece?

A la mañana siguiente, Luis estaba convocado a las ocho y cuarto por la dirección de la agencia para una reunión “brainstorm”. Tras desconectar el despertador, se fue a dormir con mucha prevención, temiendo llegar tarde a la reunión. Pero lo que ocurrió marcó profundamente la totalidad de su relación con Olga. Al despertar, dio un salto y se miró a sí mismo con desconcierto, de pie en medio de la habitación; eran las 7 y tres minutos. Al instante, sonó el teléfono; Olga confirmó la hora: 7 y tres minutos. Ocurrió lo mismo los siguientes ocho o diez días, fomentando el asombro de los dos. Luis saltaba de la cama como movido por potentísimos resortes, y no despertaba del todo hasta que no se encontraba de pie, tambaleante y desconcertado. Estaba claro que él era el receptor y que la potencia emisora de Olga era formidable.

Llegó a parecer evidente que estaban en sintonía mediante mecanismos cerebrales que no conocían ni encontraban explicación en lugar alguno, por mucho que leyeron y preguntaron; y hasta fueron a consultar a un famoso psicoanalista. Con el tiempo intentaron nuevos métodos de comunicación, mientras las evidencias despejaban del todo sus dudas.

-He leído que la comunicación se produce mejor cuando uno de los dos no está despierto del todo –arguyó Olga-. Recuerda que te despierto sólo cuando estás en lo que podríamos llamar “duermevela” del amanecer.

Olga era la encargada de una agencia de viajes de tamaño medio. Luis solía viajar a España una vez por año, y aprovechaba el cruce del Atlántico para visitar varios países de Europa cada vez;  de lo que ya habían conversado a fin de que ella eligiera una ruta para la siguiente ocasión. Pero un importante cliente de la agencia hizo una propuesta insólita e inesperada; necesitaba que uno de los creativos (eran tres quienes atendían a este cliente, “La Vivienda, Entidad de Ahorro y Préstamo”) viajase por varios países de América y Europa, visitando oficinas de ahorro y préstamo, para reproducir los métodos físicos de mejor comunicación directa con los clientes. De los tres creativos, la dirección de la agencia consideró que Luis, por su biografía, era el más indicado para la misión. Le propusieron viajar a Argentina, Brasil, seis estados de EE.UU., Inglaterra, Holanda, Dinamarca, Francia, Italia y España. No le ponían límite alguno en cuanto a costos, pero él indicó que contratasen los desplazamientos y los hoteles con la agencia de Olga. Esta preparó meticulosamente la ruta, cuyo precio resultó mucho menor de lo que la publicitaria había calculado.

Empezó por Brasil, donde le recibió en el aeropuerto la presidenta de la asociación bancaria, cuyo chófer lo trató en el desplazamiento hasta el hotel como si él fuera un ministro. La encopetada señora portaba un regalo: un paquete con seis kilos de café de diferentes procedencias regionales y variadas presentaciones. En el momento de coger la decoradísima bolsa, Luis se preguntó a quién regalársela, porque no podía continuar un viaje que iba a durar treinta y dos días llevando tal lastre.´


La visita a Brasil incluía dos días en São Paulo y otros dos en Río, que Luis aprovechó para hartarse de feijoada y vitaminas, un batido a base de papaya y leche. Llamó a Xico, que le habló con vehemencia:

-¿En qué hotel estás? Llamo a Rico, cogemos el helicóptero y estamos ahí dentro de un par de horas.

-No puede ser, Xico. No creo que me alcance el tiempo para todas las oficinas bancarias que tengo que visitar en dos días.

-¿Será igual en Rio?

-Bueno, Río no es tan complicado como São Paulo y allí el programa me parece un poco menos intenso.

-Entonces, dime el hotel donde vas a pernoctar en Río. Iré en avión pasado mañana y no me digas que no.

Luis no opuso contra alguna. Ya tenía a quien regalar la bolsa de café. Al instante siguiente, sintió una opresión profunda en las sienes, de modo que tuvo que correr al baño para mojarse la cabeza. Debía llamar a Olga.

-Has tardado un poco –dijo ella-; llevo casi una hora pidiéndote mentalmente que me llames.

-¿Ocurre algo malo?

-No, qué va. Mis jefes están maravillados porque estemos haciendo este negocio con tu agencia; no paran de decirme que averigüe cómo te está yendo.

-Pues muy bien. Hoy me han regalado seis kilos de café, que voy a tener que regalar también, imagina.

-Llámame en cuanto llegues a Buenos Aires; tienes que ver a alguien.

-¿Quién?

-Ya te contaré.

Cuando Xico lo abrazó en el hall de un gran hotel de Copacabana, Luis descubrió cuánto había cambiado su pecho en menos de un año. No sintió prevención por el codicioso abrazo de Xico, ni se sorprendió en evidencia al constatar las miradas que los envolvían. Respondió el abrazo con sinceridad. Pero se había transformado en muchos sentidos. Su miedo se había aminorado y algo nuevo estaba creciendo en su ánimo. ¿Sería a causa de Olga?

Xico pareció notar el cambio. Retrocedió un paso para examinar detalladamente a Luis, y no pidió lo que este recelaba que le pidiese.

-Tengo rito esta noche, Luis. No puedo quedarme aquí. ¿Volverás pronto a Brasil?

Era un adiós definitivo. Nunca lo volvería a ver.


La persona que Olga le mandó al hotel en Buenos Aires era una prima suya, Inés, mujer de mediana edad, bella, casada, que llegó acompañada de su hijo adolescente. No supo por qué, pero a Luis le recordaron de inmediato a Xico y su madre. Merendaron morosamente, hablando de banalidades, mientras Luis permanecía alerta tratando de descubrir por qué Olga les había puesto en contacto. El joven se mostraba ausente, sin parar de mirar de reojo a su madre, como si esperase algo.

-¿Nunca te había hablado Olga de mí? -preguntó Inés.

Luis vaciló un instante, preguntándose si debía mentir por cortesía. La realidad era que Olga no le había dicho nada sobre esa mujer nunca, ni en Caracas ni la noche anterior, cuando marcó telefónicamente el encuentro.

-¿Sabes lo que son las meigas?

Luis no estaba seguro, pero notó que el alerta volvía a su ánimo. Observó que el chico miraba a su madre con expresión extraña

-No del todo…

-Meigas son las sílfides celtas. Sobrevivimos algunas en Galicia y nos llaman brujas.

Luis bajó la mirada hacia su regazo, para eludir las de sus interlocutores. Estaba ocurriendo algo curioso en la mente del muchacho, según los visos de su mirada,
.
-Olga también es bruja, pero ella no quiere admitirlo –aseguró Inés-. Sin embargo, me ha pedido que investigue si tu espíritu se encuentra en nuestra misma sintonía. Agarra las manos de mi hijo.

Luis notó que el chico sudaba copiosamente. Inés había sacado del bolso un mazo de cartas muy voluminoso, equivalente a dos o tres juegos completos, y lo barajaba con mucha concentración.

 -Corta –ordenó Inés a su hijo.

-Espadas… -murmuró Inés.

Era un nueve de espadas; Luis lo halló sorprendente, pues creía que la numeración llegaba sólo al siete, pasando a la sota a continuación.

-Elige uno de los dos montones –indicó Inés- y vuelve a cortar, ahora tú, porque los fluidos que transmites a mi hijo se han borrado.

Ahora apareció un seis de espadas. La expresión de Inés resultaba inescrutable, pero su hijo tenía terror en la mirada.

-Hum… No viajes esta noche, Luis.

-No es esta noche cuando tengo programado el viaje, sino pasado mañana.

-Ah –exclamó Inés-. Entonces tengo que hacerte un trabajo hoy sin falta, en tu cuarto. No salgas esta tarde y espera que volvamos a las siete y media.

Había muchos programas de cotilleo en la televisión, presentados por mujeres muy llamativas, que parecían famosas. Telefoneó dos veces a Olga, para intentar que le explicase lo que hubiera pedido a Inés, pero ella no soltó prenda. Durmió un par de horas de siesta, y cuando llegó la hora que Inés había propuesto, volvió a sentirse en guardia.

Inés vestía muy diferente. Por la mañana, tenía el aspecto esperable en una señora porteña casada de mediana edad. Esa tarde se presentó bajo una túnica que parecía un poncho andino recrecido por los faldones.

 
-Desnúdate –ordenó Inés a su hijo en cuanto Luis les franqueó la entrada a la habitación-. Y tú también, Luis. Y métete en la boca un par de hojas de estas, pero no te las tragues; mastícalas suavemente.

-¿Qué es?

-Coca. Pero natural, tal como nos la da la madre Tierra. No te preocupes, sólo sentirás algo de adormecimiento en la boca.

Luis notó que el chico masticaba también. Su expresión parecía serena. Inés puso en el suelo alfombrado una especie de palmatoria de barro, insertó en ella una vela de color caramelo y la encendió.

-Vamos a sentarnos alrededor de la luz -indico Inés.

Luis volvía a sentirse dominado por el mismo alerta que había sufrido en São Paulo, en presencia de Xico y su madre. El hijo de Inés era más joven que Xico, y, en oposición a la excepcionalidad de este, resultaba anodino, pero aun así era inquietante. Presentía que el muchacho estaba asustado pero se esforzaba por disimularlo.

Inés murmuraba una salmodia ininteligible al tiempo que pasaba ambas manos sobre la llama de la vela. Los ojos de la mujer se volvían casi del revés y su cabeza se movía a un lado y otro acompasadamente, como si acompañara el ritmo de una música que no sonaba.


Luis no vio llegar lo que le pasó a continuación, aunque debía haberlo intuido en la mirada y los ojos enfebrecidos del muchacho. Este permanecía con la cabeza gacha como un niño que espera un castigo, pero alzaba hacia Luis una mirada fija y obsesiva, mientras jadeaba como si le faltase el aire. Perplejo, Luis observó que el chico presentaba una erección de firmeza metálica al tiempo que agitaba la pelvis como si se encontrase en un estado preorgásmico.

Luis desvió los ojos hacia Inés, que se mostraba concentrada y ajena a cuanto le rodeaba, y en ese momento ocurrió.


Igual que si hubiera sido catapultado, el muchacho saltó hacia él y trató de forzarle la boca para que engullera su pene.

viernes, 21 de junio de 2013

ECLIPSE EN LA SELVA



CUENTOS DE MI BIOGRAFÍA

18- ECLIPSE EN LA SELVA

El primero de los muchos intentos de Luis por recuperar sus raíces españolas ocurrió en 1973. Fue la primera y única vez en su vida que lo echaron de un empleo en publicidad.
Era director de arte de una famosa agencia publicitaria caraqueña llamada CORPA, filial de la estadounidense Ogilvy & Mather. Acababa de cumplir treinta años, pero tenía que usar bigote debido a su aspecto demasiado adolescente, muy inadecuado cuando tenía que presentar campañas y hacerse respetar ante clientes exigentes, incluyendo consejos de administración completos, que iban a invertir millones de bolívares en sus campañas.
En publicidad es muy frecuente que los creativos permanezcan trabajando muy tarde y hasta noches enteras, sin que eso represente nunca el cobro de horas extras, aunque suelen ser altos los salarios. El de Luis lo era, sin exagerar; pero agradecía que la vida le estuviera dando tanto siendo un autodidacto sin formación académica, y por ello trabajaba afanosamente y no protestaba si tenía que velar varias noches consecutivas. Llegaba a su despacho antes de la hora de apertura, porque le asignaban la creación de tantas campañas, que los “briefings” se amontonaban sobre su mesa sin que nunca pareciera mermar el montón. Algunos compañeros le apodaban “hormiguita”, lo que lo sacaba de quicio, porque no le parecía estar haciendo nada especial con producir más que los otros dos directores de arte juntos. Una noche, dos horas más tarde de la de salida, tuvo una discusión con el recién nombrado presidente, un estadounidense.
Muerto el anterior presidente, un prodigioso francés de fascinante biografía, la agencia había vivido una pequeña guerra entre quienes propugnaban por que el nuevo presidente fuera venezolano, concretamente el compositor Chelique Sarabia, y los que preferían que lo nombrase la dirección neoyorquina. Luis llevaba dos años compartiendo grupo creativo con Sarabia (compositor de la famosa canción “Ansiedad”); de tanto compartir, habían brillado juntos en numerosas campañas importantes, convivían en prolongados y divertidos fines de semana con la familia del compositor, y hasta tenían los despachos uno al lado del otro y comunicados, casi en el mismo ambiente. Luis, cuya posición en la agencia se había vuelto imprescindible y en ascenso, consideraba que se entendería bien con Sarabia, lo que facilitaría mucho el abrumador porcentaje de cuentas que atendía creativamente. La tensión, a la espera de la decisión, se prolongó más de un mes, y la mayor parte de la plantilla daba por sentado que el compositor sería el nuevo jefe. Pero Chelique Sarabia no fue nombrado presidente, sino que Nueva York impuso su candidato, un creativo llamado Tony Wear.
Aquella noche, trataban de decidir el argumento y el “story board” de un spot para un cigarrillo nuevo que iban a lanzar. En una secuencia concreta, la cámara llegaba a un macro primer plano del cigarrillo en los labios de un hombre; Luis dibujó el cigarrillo y los labios, dejando el fondo del todo impreciso. Wear se le acercó por detrás y dijo junto a su hombro:
-Luis, quiero que todo el fondo quede bien enfocado y se vea un animado ambiente de discoteca.
Todavía no se usaban en Venezuela las elaboraciones trucadas de montajes, tan frecuentes en la actualidad mediante “cromas” y ordenadores.
-No, Tony –replicó Luis-. Cuando la cámara llegue a este macro primer plano, todo quedará desenfocado.
-Quedará enfocado, porque lo digo yo, que soy el presidente.
Ante un “argumento” tan razonado, Luis calló. Sin responder nada más, se alzó, salió de la habitación y se marchó a su casa a dormir.
A la mañana siguiente, remoloneó un poco en la cama, meditando sobre si acudir o no a la agencia. Pero en este caso sí tendrían un motivo para echarlo, porque la noche anterior no lo hubo al haber salido dos horas más tarde del final de la jornada, de modo que ser encaminó al trabajo. Iba bajo el convencimiento de que sería despedido, porque el trastorno al abandonar el barco debió de ser importante. Calculaba que lo llamarían de administración para entregarle la carta de despido y un cheque por lo que restaba de mes y algo más, como indemnización. Pero no tuvo que esperar; había un sobre encima del escritorio; lo abrió más por curiosidad que otra cosa y se encontró con una seca carta de despedida autografiada por Tony Wear y un cheque por una cantidad que representaba casi un año de sueldo.
Abandonó el local sin despedirse de nadie. Dejó un saludo en una tarjeta sobre el escritorio de Chelique Sarabia y se fue a patinar sobre hielo, en una pista que había en aquella época en el Monte Ávila, tras subir con un teleférico. No paró de cavilar mientras patinaba; cuando sintió hambre y fue vencido por el cansancio, sudoroso, había decidido qué hacer: Volvería por fin a España.
Pero no iba a hacerlo de inmediato. Un grupo de amigos había organizado una excursión al amazónico sur venezolano para contemplar -en la mejor posición anunciada- un eclipse solar que ocurriría el 30 de junio. Llamó a Olga para que fuese gestionando el pasaje sólo de ida a España y se enfrascó en los preparativos de la excursión.
Mantenía una amistad que resultaba estrambótica a los ojos de la mayoría de sus relacionados. Uno de los jóvenes más guapos y famosos del país, Leo Reinfeld, de casi dos metros de altura, era hijo de Graciela, una argentina que conocía desde Buenos Aires. Como Luis residía muy cerca del canal de televisión donde Leo grababa sus telenovelas, Graciela le pidió que permitiera a su hijo dormir a veces en su vivienda cuando terminara muy tarde en el canal, dado que la familia Reinfeld vivía en un lujoso chalet distante más de veinte kilómetros. Leo, de sólo veintiún años, era una de las personas más sociables del mundo; acostumbrado a dormir con frecuencia en la vivienda de Luis, fue considerándola su casa y comenzó a invitar constantemente a sus amistades, incluyendo fiestas de cumpleaños y cosas semejantes, porque el lugar era mucho más accesible que la casa de sus padres. Tal vez por tales favores, Leo fue cobrando gran afecto por el español, a quien veía como una especie de tío postizo, y lo invitaba constantemente a las fiestas de la televisión, a comer y al cine. A veces, caminaban por la calle un gigantón de dos metros junto un hombre 170, lo que hacía que muchas miradas se volvieran a su paso.
El día señalado para la partida de la excursión para ver el eclipse, tras llamarlo Leo Reinfeld por el interfono del portal, Luis se topó al bajar con algo extraordinario. Eran trece jóvenes, todos judíos, y como necesitaban un vehículo donde cupieran los catorce que totalizaban y les sirviera para circular por difíciles caminos polvorientos y senderos selváticos, habían alquilado una enorme camioneta todo terreno que parecía sacada de una película bélica.
Hubo un pensador español que dijo: “Venezuela es el país donde las flores no tienen olor, las mujeres no tienen pudor y los hombres no tienen honor”. Al pensador se le olvidó decir que Venezuela alberga muchos de los paisajes más variados, bellos e insólitos del mundo. Adentrarse en los Llanos es como avanzar hacia un pasado cinematográfico y somnoliento. Lo que es gran parte del año un páramo agobiante, se convierte durante la larga temporada húmeda en pantanos donde llueve sin parar. Se forman lagunas temporales donde abundan unos caimanes que llaman “babas” y, sobre todo, capibaras, roedores parecidos las ratas pero grandes como perros medianos. Cuando el calor va agostando estas lagunas, al reducirse la superficie inundada mientras se multiplican los capibaras como roedores que son, llegan a parecer hervideros con millares de animales estrujados entre sí. Cuentan que si los dejan hasta que la carencia de agua los obliga a desparramarse, llegan a asolar los cultivos y destruir las haciendas, por lo que acostumbran a exterminarlos cada año. Los excursionistas llegaron a una de las lagunas cuando comenzaban a hacerlo. Numerosos hombres situados en la orilla en todo el perímetro, empuñaban palos como mazas; a la señal de un silbato, fueron internándose en el agua y comenzaron a golpear con destreza para destrozar cabezas de capibaras. Aquello se convirtió en una escena tremebunda del apocalipsis; el crujido de cráneos al romperse llegó a ser un estruendo junto con los desesperados y estridentes aullidos animales; las mazas teñidas de rojo chorreante se alzaban junto a rostros en estado hipnótico, hombres que no parecían humanos y que avanzaban como si se encontraran en trance; el agua se volvió completamente roja mucho antes de que la matanza hubiera terminado.

Algunos de los del grupo, Luis entre ellos, no fueron capaces de seguir mirando; pidieron al campesino que los guiaba a caballo que les condujese en seguida hacia los caminos que les dirigirían a las selvas del sur. El campesino, cuyo rostro parecía el de un atezado castellano viejo, les informó de que se encontraban en la hacienda de su propiedad, que tendrían que cruzar de parte a parte hasta encontrar un camino practicable. Le preguntaron con frecuencia cuándo acabarían de atravesar la hacienda y el hombre siempre respondía “pronto, pronto”.
Circulaban entre rebaños ingentes de vacunos como cebúes y millares de caballos con mala traza. A pesar de tratarse de sabanas casi desérticas, las bandadas de pájaros llegaban a cubrir el cielo como toldos multicolores, armando un barullo constante, poco agradable. El calor era sofocante. Veían a lo lejos nubes de polvo que seguramente levantaría el paso de grandes rebaños. Aunque Luis temía la llegada a la selva, anhelaba estar en parajes más frescos, porque el páramo se le antojaba infinito. Decían que el baile más típico de Venezuela, el joropo, había nacido en los Llanos, pero resultaba difícil imaginar que apeteciera bailar algo tan enérgico en un ambiente como aquel, que invitaba a la siesta y la molicie.
Se dice en Caracas que los kilómetros de los Llanos son como leguas. El “pronto, pronto” del guía se repitió centenares de veces durante todo el día. Obligados a circular a la velocidad del trote, tardaron quince horas en atravesar la hacienda de aquel campesino que parecía muy modesto, aunque fuese el terrateniente más grande que Luis podía imaginar.
Uno de los últimos cometidos de Luis en la agencia CORPA había sido intervenciones ocasionales en la campaña publicitaria para la elección presidencial de Carlos Andrés Pérez. La transición entre los Llanos y la lujuriante selva fue abrupta. De repente, se encontraron circulando por caminos muy embarrados, con tramos impracticables. La primera gran sorpresa de Luis fue toparse con un cartel de Carlos Andrés Pérez que él había diseñado, clavado en un árbol que apenas emergía de la jungla verdinegra.
Montaron el pequeño campamento antes de adentrarse del todo en la selva. Les habían prohibido que encendieran fuego, porque todavía no había empezado la temporada de lluvia, de modo que cayeron rendidos a dormir en los sacos, sin apenas cruzar palabra. Fue como dormir en el limbo. Comenzaba débilmente el alba cuando Luis despertó. El silencio era tan completo, que sintió como si se hubiese quedado sordo. Despertó a los demás y en seguida se organizaron. Tras varias horas circulando por caminos que la hierba difuminaba, llegaron a la orilla de un río de aguas amarronadas y turbulentas. Leo Reinfeld miró a Luis de reojo, diciéndole con ironía:

-¿Has tenido bastante aventura o te apetece tenerla de veras?
Luis no respondió. Comprendió que llegaba el momento en que para los demás, todos nacidos en Venezuela, comenzaba de verdad la epopeya, y Leo le advertía de que la excursión iba a ser más difícil a partir de ese momento. Llegaron a un claro donde los caminos desaparecían, por lo que tuvieron que abandonar la camioneta y cargar los equipajes, caminando un par de cientos de metros a través de senderos desdibujados por la maleza, hasta encontrar al guía nativo que habían contratado desde Caracas. Era rechoncho, estaba desnudo, sólo chapurreaba español y les esperaba en una barca muy extraña, estrecha y larga, acompañado de un hombre de aspecto europeo pero también casi desnudo. La barca era una curiara, angosta como una canoa pero mucho más larga, que construían vaciando sin más el tronco de un árbol grande. El resultado era incómodo, pues la manga superaba muy poco la anchura de los hombros masculinos.
Fueron acomodándose y ajustando los equipajes. Una vez que los catorce y los dos tripulantes se encontraban a bordo, las aguas marrones distaban muy pocos centímetros de la borda. Emprendieron la navegación aguas arriba, empujados por un motor asmático. Rememorando el ruido de la ciudad, Luis consideró que el silencio era solemne, un silencio grandioso y palpitante interrumpido de vez en cuando, a lo lejos, por voces animales que no conocía. Las salpicaduras saltaban sobre su ropa constantemente, por lo que supuso que llegaría empapado al pueblo a donde se dirigían.
-Está muy nublado –comentó uno de los jóvenes, el amigo más íntimo de Leo-. Si amanece mañana igual, poco vamos a ver del eclipse.
Luis recuperó la memoria sobre el motivo de la excursión, en el que no había pensado demasiado los dos últimos días, a causa de las emociones del viaje. Notó que el eclipse interesaba de veras a sus trece compañeros; sólo podía ver parte de sus hombros, pues la mayoría iban sentados delante de él, los fue mirando uno a uno, tratando de identificarlos a pesar de lo poco que podía observar de sus espaldas, para recordar sus ocupaciones. Todos eran estudiantes, pero salvo Leo y su amigo, ambos futuros periodistas, los demás cursaban carreras muy técnicas, y varios, astronomía. Matemáticas era la asignatura más estudiada.

Recorrieron un tramo del río con algunos rápidos que helaron el ánimo de Luis, hasta alcanzar de nuevo un curso de aguas más serenas. Con horror, Luis descubrió que pasaban junto a incontables caimanes que casi rozaban sus hombros, de tan hundidos que navegaban. Aunque el río no era precisamente un arroyo, los frondosos árboles llegaban a formar un túnel muy umbroso sobre ellos, por lo que no advirtieran que se aproximaban al pueblo hasta que el barquero encalló la curiara en una orilla arenosa. No era exactamente un pueblo, sino un conjunto de cabañas muy rudimentarias, claramente indígena. Fueron desembarcando para transportar el equipaje a la gran cabaña dispuesta para ellos. Nadie hablaba español.

Luis volvió a maravillarse viendo que varias cabañas lucían el mismo cartel electoral que él había diseñado, uno junto a la entrada de la especie de granero donde dormirían. Le divirtió la idea de que el elaborado mensaje político impreso no podría ser entendido por sus hospederos. Lo que consideraba afortunado, porque Carlos Andrés Pérez no le gustaba. Lo había visto pocas veces, nunca a solas; cuando estrechaba su mano, le parecía sentir que tocaba a un reptil helado. En una ocasión, en San Cristóbal, una ciudad de los Andes cercana a Cúcuta en Colombia, tuvo que acudir a una fiesta presidida por el candidato. En Corpa, le decían  con frecuencia que “eres el soltero más deseado de la agencia”; en la fiesta de San Cristóbal, sus compañeras se empeñaron en emparejarlo con una muchacha espectacular que había sido Miss Venezuela el año anterior. Mientras bailaban, cada vez que pasaba cerca de la pareja formada por Carlos Andrés Pérez y su mujer, Luis detectaba miradas asesinas que le dirigía el candidato. Preocupado y extrañado, preguntó a sus compañeros qué podía estar pasando.
-Estás bailando con su amante –le respondieron.
En el cartel junto a la entrada de la cabaña, la sonrisa de Carlos Andrés Pérez era una mueca desagradable.
Los indios les habían preparado un banquete. El plato principal eran hallacas, una especie de empanada de maíz molido, carne y hortalizas, envuelta en hojas de banano. Estaban deliciosas, por lo que Luis casi engulló tres, hasta que alguien mencionó que la carne era de capibara, lo que le hizo escupir lo que masticaba en ese momento. La carne era estupenda, lejanamente parecida al cerdo, pero recordó la apariencia de ratas gigantes del animal. No pudo seguir comiendo, pero a lo largo del día tuvo que hacer de tripas corazón, porque no había otra clase de carne.
Estaban tan cansados, que todos se durmieron en seguida, a lo que les ayudó las generosas dosis de una especie de ron crudo que los indios les ofrecieron. Pero a Luis lo desvelaron los ronquidos y, en seguida, los rumores que llegan de la selva. Sonaban toda clase de voces animales y pasaban galopando rozando la cabaña bestias que parecían corpulentas. Despertó del todo antes del amanecer; abandonó el jergón que ocupaba junto a Leo y recorrió el poblado, donde ya había actividad; algunas mujeres despiojaban y peinaban a sus hijos, y muchos hombres preparaban sus barcas y aperos junto al río, al que llamaban Caura. Luis no tenía puesto el reloj, pero sabía que el eclipse sería a las nueve; por la intensidad de la luz, dedujo que la hora se aproximaba; tristemente, el cielo continuaba nublado.
Despertó a sus acompañantes, que buscaron un espacio despejado lejos de las fogatas, para tratar de asistir al eclipse. Era un claro aguas arriba del río, a unos cien metros del poblado. Sentados, formaron un círculo; cundía el desánimo, por lo ardua que estaba siendo la excursión sin que pudieran lograr el objetivo, que era contemplar la plenitud del eclipse. Permanecieron mucho rato callados, lo que amplificaba el rumor de la selva.
Sin llegar a ser plomizo, el cielo estaba muy nublado. Meditaba Luis sobre el fiasco, cuando notó un leve cambio del color de la luz.
-El eclipse ha comenzado –dijo.
Leo Reinfeld consultó su reloj
-La pinga, pana –dijo- Es el minuto exacto en que está anunciado que el eclipse comience. Sólo ha podido la Luna tapar del Sol una mínima parte. ¿Cómo carajo te diste cuenta?

Luis tendía a ruborizarse en determinadas ocasiones y esta fue una de ellas. Los trece muchachos lo examinaban con expresiones entre perplejas y asombradas. Pero en ese momento le dio por preguntarse cómo sería el regreso a España. 

miércoles, 5 de junio de 2013

PIGMALION DEL PLATA


CUENTOS DEL AMOR VIRIL.  LUIS MELERO
PIGMALIÓN DEL PLATA

Joserra Albaya desvió los ojos para que el arquitecto sentado enfrente no sorprendiera el brillo de ironía. Sonaba el tanguillo "La lotera", cantado por Lola Flores, "y  en er metro me dan siempre coba palante y patrá, palante y patrá..." , y el arquitecto gordinflón de pelo grasiento seguía el ritmo con los hombros, sin parar de mirarle con la intensidad escrutadora con que había venido haciéndolo desde que Joserra llegara de España.


Como tantas innovaciones operadas en el estudio durante el último mes, la instalación del compact había sido iniciativa de Joserra.
Navarro, cazurrón, bromista y arquitecto recién graduado, que le ofrecieran en Madrid un training de un año en Buenos Aires le pareció tan insólito como que alguien le propusiera aprender ruso en Marruecos. La empresa madrileña había ganado la licitación internacional para construir una central hidroeléctrica en Argentina y, según sospechó Joserra, necesitaban sobre el terreno arquitectos e ingenieros propios, que impusieran a los empleados locales los puntos de vista defendidos por los directivos españoles.
A los tres o cuatro días de ocupar la mesa de dibujo, Joserra se rebeló.
El silencio, la circunspección y el ensimismamiento de sus compañeros de trabajo eran tan completos, que podía escuchar el sonido del lápiz que alguien posaba sobre el papel, la goma de borrar que corregía un error o el rotring que trazaba una recta. Un silencio opresivo que le punzaba los nervios y le hacía sentirse atrapado en un mausoleo. Comenzó por tararear jotas navarras mientras dibujaba, siguió poniéndose a contar chistes a todas horas mientras los otros miraban de reojo por si se hundía el universo, continuó escenificando a ratos cómo driblar a los toros en los encierros de san Fermín y acabó solicitando a la dirección que le permitieran llevar el compact, solicitud que fue aceptada. Además de las canciones de Bruce, Cher y Elton que más le gustaban, recolectó toda la música española que encontró en las tiendas bonaerenses de discos, que en su mayor parte era andaluza y pasada de moda. Los tanguillos de la lotera que cantaba Lola Flores fueron el descubrimiento que más le alegró, y los hacía sonar con frecuencia.
Los compañeros continuaban comportándose con la misma solemnidad, pero todos le decían lo mismo en las pausas del café:
-Che, Joserra; con vos, el estudio se volvió más divertido. Trajiste un soplo de aire fresco de la madre patria.

-¿Comés por acá cerca? -le preguntó el arquitecto gordo.
-Sí, pero no ahora -respóndió Joserra-. Antes, voy a dar una vuelta por Florida. Necesito comprar ropa.
-¿Te importa que vaya con vos?
Joserra notó el esfuerzo que hacía para vencer su timidez. Se preguntó por qué era tan descuidado con su aspecto alguien tan joven; debía de arrastrar alguna clase de complejos, porque no era natural que se comportase con tanto abatimiento, siendo como era, según había comprobado, un buen profesional. En los ojos entristecidos por algún dolor interior, había una súplica.
Aceptó que le acompañase, pero no sabía de qué hablar con él.
-Me llamo Sandro -dijo el gordito-. Nunca antes escuché tu nombre.
-Joserra es la contracción de José y Ramón.
-¡Oh! Entiendo.
No volvió a abrir la boca. Mientras andaban, Joserrá observó de reojo que a veces movía levemente la cabeza, como si se desalentara a sí mismo de decir algo que había ensayado mentalmente. Le compadeció; su languidez debía de ser el síntoma de un ánimo torturado por problemas más hondos que la simple deformidad física. En la tienda, mientras se probaba ropa, notó a través del espejo que Sandro se turbaba cuando él se cambiaba de camisa o de pantalones, mostrando con despreocupación la sensualidad de una desnudez de la que estaba muy orgulloso. Habitualmente desinhibido, Joserra sintió que se contagiaba de la incomodidad de Sandro.
-¿No piensas comprar nada? -le preguntó para aflojar la tensión.
-No. La ropa de esta tienda es inadecuada para mí.
-¿Por qué? Tienes... ¿qué edad?;  más o menos la misma que yo.
-Veintiocho, pero mis medidas no lucen la ropa como las tuyas. Vos podés ponerte lo que quieras, que todo te queda bien. Yo...
-¡Qué tontería, hombre, por Dios! Aquí hay ropa de tu talla.
-Los michelines me hacen sentir ridículo...
-¿Por qué no adelgazas?
Sandro apretó los labios, por lo que Joserra entendió que había sido inoportuno preguntarlo. Sandro había enrojecido al tiempo que le cubría un velo de tristeza. Para rectificar, se acercó a él y le empujó hacia el espejo.
-Este peinado no te favorece, Sandro. ¿Te parece que en vez de emplear el tiempo en el restaurante, compremos una hamburguesa y vayamos a una peluquería?
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
Mientras el peluquero hacía su trabajo según las indicaciones de Joserra, éste meditó sobre el reflejo de Sandro. Tenía los ojos muy grandes, de color miel, pero el abultamiento de sus mejillas los empequeñecía: su nariz resultaría muy proporcionada en una cara más magra; la boca sería hermosa y sensual si no estuviera apretada permanentemente por un rictus.
A la media hora, el pelo empegostado y largo dio paso a un corte que mantenía de punta su abundancia, de color dorado ceniciento, en la parte superior y quedaba rapado en los laterales y la nuca. El propio Joserra se admiró del cambio.
-Me siento diferente -comentó Sandro.
-Te has quitado diez años y varios kilos -bromeó Joserra.
-¿Vos creés?

Pasaron varias semanas. Sandro mantenía su retraimiento, pero Joserra notó que el cambio de corte de pelo era advertido y celebrado por las compañeras de trabajo. Sintió que había hecho una buena obra, lamentando, sin embargo, que los cambios se hubieran limitado al pelo.
Pero un día le pareció que la oronda figura de Sandro se estaba estilizando.
-¿Estás a dieta? -le preguntó.
-¡Lo notaste!
-Por supuesto. Estás más delgado, sin duda.
Sandro sonrió gozosamente.  Era la primera vez que le veía reír enseñando los dientes, una regular y blanquísima dentadura que no comprendía por qué ocultaba con tanto celo.
-Deberías ir al gimnasio.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Si adelgazas muy rápido, te vas a quedar fofo. Un poco de pesas te vendría muy bien. Yo voy todas las noches.
-¿Puedo...
-¿Qué?
-¿Puedo ir con vos?
-¿Por qué no?
La primera vez que fueron, notó en los vestuarios que Sandro era de los poquísimos que se encerraban para cambiarse de ropa en una cabina, en vez de hacerlo en la zona común. Supuso que su pudor no se debía al exceso de grasa, sino al temor a mostrar ante él los genitales, que en los cuerpos gruesos solían aparecer minimizados y hasta ocultos entre los pliegues de piel adiposa. Sonrió. Minimizados o no, los genitales de Sandro le importaban tan poco como su dueño, un hombre cuya conducta social discurría entre rubores, abatimiento de la cabeza y titubeos, a pesar de sobrarle el talento profesional que debería enorgullecerle y permitirle andar con la cabeza erguida.

A los seis meses de gimnasio, Sandro salió de la ducha y, sin apenas enjugarse, se despojó frente a Joserra de la toalla anudada a su cintura.
-¡Joder, Sandro!
-¿Qué?
-Con ese pollón, volverás locas a las tías.
-¿Vos creés?
-Por supuesto. Bueno... creo yo.
-Yo... quería saber qué opinás; ¿pensás que adelgacé lo suficiente?
Joserra llevaba muchas semanas con el asombro en aumento. Mostrando una tenacidad que contradecía su conducta dubitativa, Sandro respetaba el régimen escrupulosamente, lo que, junto con las martirizantes sesiones de gimnasia, había cambiado su cuerpo hasta hacerle parecer otro. No se había convertido en un Hércules, pero ya no le colgaban morcillas de la cintura, los hombros se le habían cuadrado y los pectorales y abdominales comenzaban a marcársele.
-Me parece que sí, pero no debería decírtelo, no sea que te dé por abandonar la dieta. Todavía necesitas afirmar los músculos un poco más y reducir la cintura.
-Junto a vos, me siento una porquería.
-¡Qué estupidez!
-¡La concha de la lora, Joserra! Es que tu cuerpo me da una envidia...
-Yo... -Joserra se sintió violento-. Joder, Sandro, que no soy ningún Adonis. Sólo que, como jugué bastante al tenis antes de ir a la universidad...
-Pues tenés cuerpo de atleta. Y yo..., mirame, parezco un tarugo...
-No, joder, Sandro. Estás progresando con una rapidez increíble y, según los resultados de estos seis meses, antes de que vuelva a España me habrás superado. Estarás mucho más buenorro que yo.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.
-¿Cuando volvés a España?
-Dentro de cuatro meses.
Sandro apretó los labios. A Joserra le pareció que había una resolución nueva en ellos.

-¿Querés ayudarme a elegir ropa mañana? -preguntó Sandro una noche en la ducha, después de la gimnasia.
Joserra le estaba observando desde que comenzaran a ducharse. Los nueve meses de pesas habían operado un milagro asombroso. No sólo en el cuerpo, que había evolucionado desde la gordura a lo escultural, sino en el rostro: los pómulos de Sandro emergían altos y tallados sobre las mejillas firmes y hundidas, que resaltaban el sólido mentón de italiano del norte, que sin duda era el origen de su familia; encima de los pómulos, brillaban ahora los ojos con todo su poderío bajo las perfectamente dibujadas cejas de patricio romano. Sandro se había convertido en un hombre atractivo en exceso y, a pesar de ello, no abandonaba su actitud de apocamiento.
-Por supuesto. ¿A la hora del almuerzo, como el día que me acompañaste?
Al salir del estudio, compraron dos hamburguesas para no perder tiempo. En estado hipnótico, Joserra asistió a la metamorfosis que se operaba en su presencia, conforme Sandro iba probándose la ropa que le aconsejaba y desechaba los ampulosos pantalones como sacos y la camisa de aspecto carcelario. No se trataba sólo del cambio de aspecto; también notaba un cambio de actitud.
Cuando salieron de la tienda, Sandro tiró a la papelera la bolsa que contenía la ropa que usaba antes de entrar. Joserra se paró con los brazos en jarras, para mirarle de arriba abajo.
-Si alguien comparase tu imagen de ahora con el fulano que conocí hace once meses, pensaría que eres otro.
-¿Vos creés?
-Por supuesto, Sandro. ¿No lo notas en el trato de la gente, sobre todo las mujeres?
-Yo...
-¿Qué?
-Apenas salgo por ahí. Sólo me interesa el trabajo, porque vos...
-¿Qué?
Joserra notó que las mejillas de Sandro enrojecían de rubor.
-Pues si no te veo ligar a manta antes de volver a España, te cortaré la polla con mis manos.
Sandro volvió a apretar los labios; sus hermosos ojos se entristecieron.

Los compañeros le organizaron un asado de despedida que duró toda la noche previa a la partida. Pero sólo Sandro le acompañó al aeropuerto.
Según avanzaban entre la gente, Joserra notaba las miradas codiciosas que las mujeres les dirigían a los dos, pero, sobre todo, a Sandro. Sonrió. En cierto modo, había ejercido de Pigmalión con él, lo que le enorgullecía. Sandro tendría mucho más éxito en lo sucesivo, no sólo en la vida social; también su fortuna profesional aumentaría, puesto que ya era perceptible en las reuniones el cambio de actitud de sus jefes.
-No sé qué haré ahora...
-No te comprendo, Sandro.
-Vos...
-¿Qué?
-Significás mucho para mí.
-Ah, ¿sí?
-Tanto, que... temo que, ahora que te marchás, volveré a ser el que era antes de conocerte.
-Te mato a larga distancia si me entero de que vuelves a engordar y te descuidas de nuevo.
-Sin vos...
-¿Qué?
-Ya nada será igual.
Algo en el tono de su voz hizo que Joserra mirase a los ojos de Sandro. Estaban húmedos. El descubrimento le estremeció.
-Joder, Sandro, que yo sólo soy un cachondo mental sin importancia. No te pongas triste... Ni soy Ulises ni tú eres... Penélope.
-Sí.
-¿Qué?
-Voy a esperarte como Penélope.
Joserra se sintió tremendamente incómodo.
-Cambiaste mi vida, Joserra. Debes saberlo.
-Yo no he hecho más que darte consejos.
-Hiciste mucho más.
-¿De veras?
-Me convertiste en otra persona.
-Si es así, estoy seguro de que el cambio es definitivo y maravilloso.
-¿Vos creés?
-Por supuesto.

Madrid no le gustaba tanto como antes. Lo había descubierto en sólo una semana. En Argentina, como en toda Hispanoamérica, la gente hablaba con mayor sinceridad y los sentimientos se expresaban sin tapujos. Con tanto esforzarse por ello, España se iba pareciendo demasiado a Europa; la frialdad insolidaria con el vecino representaba el síntoma más detestable. Ignoraba por qué esta constatación le desagradaba, por qué se sentía de repente melancólico, hasta que recibió la carta:
"Querido Joserra:
"Desde que tu avión partió, estuvimos toda la mañana callados. De nuevo se podía escuchar el rumor de los lápices, las gomas de borrar y los rotrings.
"Todos guardaban silencio.
"Cuando salimos a comer, tu ausencia era como si se hubiera helado el aire.
"Al regresar, había algo pesado que se abatía sobre el estudio.
"A las cuatro de la tarde, estallé. No pude evitar gritar que tu marcha me repateaba el hígado, que sin vos no quiero continuar aquí, que me meteré a misionero en El Chaco o a lacero en la Patagonia. No puedo soportar que no estés, me hace sentir pelotudo que cuando estabas... yo no te dijera...
"Cambié, sí, por tus consejos. Pero seguí tus consejos para vos, ¿entendés? La nueva persona en que me convestiste nació sólo por el afán de agradarte. Esto que siento duele tanto, que creo que moriré. ¿Nunca volveré a verte?
"¡Jamás volverés a verte!.
"Son las doce de la noche. Sin la esperanza de encontrarte mañana al llegar al trabajo, de escucharte cantar jotas navarras, de reír con tus chistes, de meditar tus consejos, ¿cómo podré sobrevivir a la pesadilla que me espera?
"No sobreviviré".

"Dentro de cinco minutos tomaremos tierra en el aeropuerto de Ezeiza. Apaguen los cigarrillos y pongan sus asientos en posición vertical. Gracias por volar con nosotros"
Joserra miró por la ventanilla. El paisaje ilimitado de Buenos Aires ocupaba todo el panorama cortado por el Río de la Plata en el nordeste, un paisaje de casas entre jacarandás, rosales y azaleas que formaban cuadrículas organizadas como un tablero de ajedrez. Solamente una pieza del damero le interesaba.
Había permanecido dos meses en Madrid y le parecía que hubiera transcurrido un año. La empresa aceptó encantada su solicitud de traslado definitivo a la sucursal de Buenos Aires; habían ganado dos nuevas licitaciones y preparaban trabajo para varios años. Era muy conveniente tener en Argentina a un arquitecto joven y ambicioso que pudiera dirigir muy pronto los intereses españoles de la sucursal.
En cuanto retiró el equipaje, Joserra corrió impaciente hacia la salida.
Sandro no le dio tiempo a pensárselo. La fuerza de su abrazo le hizo soltar las maletas. Sonrió a la gente que les miraba al pasar, sorprendida y escandalizada porque dos hombres se besaran en los labios.